Vida y muerte a la luz de la Pascua
F. Millán, E. Bueno de la Fuente y J. Arregui Cuadernos de Teología Deusto
Núm. 33
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Cuadernos de Teología Deusto
Cuadernos de Teología Deusto Núm. 33
Vida y muerte a la luz de la Pascua Fernando Millán Romeral OCarm Eloy Bueno de la Fuente José Arregui
Bilbao Universidad de Deusto 2005
Los Cuadernos de Teología Deusto pretenden tratar con rigor y de una manera accesible a un público amplio, temas candentes de la teología actual. La serie está promovida por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, pero cada número se debe a la responsabilidad y libertad de su autor. Estos cuadernos son flexibles y abiertos a una problemática muy amplia, pero tienen una especial preocupación por hacer presente la reflexión cristiana en lo más palpitante de la vida eclesial y social de nuestro tiempo.
Consejo de Dirección:
José María Abrego Rafael Aguirre Carmen Bernabé
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
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[email protected] [email protected] ISBN: 978-84-9830-7 978-84-9830-738-2 38-2
Indice Pan y vino: símbolos de la entrega Fernando Millán Romeral OCarm . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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La cruz el rostro más humano de Dios: Propuesta teológica como alternativa cultural Eloy Bueno de la Fuente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Resurrección de Jesús. Reflexiones teológicas José Arregui . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Diálogo posterior a la conferencia entre José Arregui y Andrés Torres Queiruga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Cuadernos de Teología Deusto, núm. 33
© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Pan y vino: símbolos de la entrega Fernando Millán Romeral OCarm U.P. Comillas
A lo largo de este año, la Iglesia en muy distintos niveles y con diversas formas, vuelve su mirada una vez más hacia la eucaristía. El Papa Juan Pablo II en su Carta Apostólica A postólica Mane Nobiscum Domine invitaba a la Iglesia universal a reflexionar de una forma especial e intensa sobre este misterio en el año de la eucaristía que trascurre desde octubre de 2004 a octubre de 2005 ( Mane Nobiscum Domine, 4). Para ello, el mismo Papa sugería una serie de pistas y de claves que pudieran suscitar y alimentar esa reflexión. En esta misma línea los organizadores de estas Jornadas de Teología han querido incluir entre las diversas ponencias dedicadas al tema genérico Vida y Muerte a la luz de la Pascua , una dedicada de forma específica a la eucaristía, sacramento en el que se vive y se actualiza de forma muy especial la muerte y la resurrección de Jesucristo, el misterio pascual, misterio central de nuestra fe. Este tema puede ser planteado desde muy diversos puntos de vista, dada la enorme riqueza teológica del mismo y el calado de las posibles cuestiones que este tema sugiere. Me propongo en esta ponencia algo más modesto: volver nuestra a mirada a los dos «elementos» básicos que utilizamos en nuestras eucaristías (el pan y el vino), símbolos que tienen una gran expresividad, fuertemente evocativos en su misma sencillez, cargados además de un trasfondo bíblico importante y cuyo redescubrimiento litúrgico (aunque pueda parecer paradójico o sorprendente) es uno de los posibles retos que nos podríamos marcar para este año de la eucaristía. Espero que esta sencilla ponencia pueda ayudar a esa tarea. 1. El marco teológico de esta reflexión 1.1. El «triple origen de la eucaristía» Tradicionalmente la teología cristiana ha situado el origen de la eucaristía (o, en un lenguaje de escuela, «la institución de la Eucaristía») © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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en la última cena de nuestro Señor Jesucristo con los apóstoles. Y esto es así. La «última cena» es un momento de una especial densidad (incluso literaria) en el marco del Nuevo Testamento. En esta cena se condensa de algún modo la enseñanza de Jesús, su misión, su destino, el sentido de su vida. Más aún, Jesús mismo (en la versión de Lucas y de Pablo en I Corintios 11) invita a sus discípulos a hacer memoria de El siempre que hagan «esto», con lo que parece evidente que Jesús instituye algo e invita a los suyos a repetir, celebrar, actualizar lo que están viviendo en aquel momento especial e intenso. Sin embargo, la teología actual tiende a no reducir el origen de la eucaristía a la «última cena» (sin negar la importancia y la centralidad de este momento). El mismo hecho de que hablemos de «última cena» nos está ya indicando que ha habido otras cenas, otros banquetes, otras comidas anteriores que, de algún modo, culminan en aquella cena última. Por ello, se habla hoy de un «triple origen» o de la «triple raíz» de la eucaristía que comprendería las comidas del Jesús histórico o prepascual con los pecadores, la «última cena» (que no desaparece sino que adquiere una importancia y una centralidad más definida), y los banquetes del Resucitado con sus discípulos 1. No podemos detenernos mucho en esta cuestión en un trabajo de estas características. Solamente debemos destacar que los banquetes del Jesús prepascual tienen una importancia tremenda que va mucho más allá de lo meramente redaccional o del recurso literario (situar a los personajes de una obra literaria en torno a una mesa). Las comidas de Jesús, en las que los comensales suelen ser pecadores (invitados o anfitriones), vienen a ser un signo de la presencia escatológica del reino, simbolizado y presencializado en los banquetes de Jesús, tal y como lo anunciaron los profetas, especialmente Isaías (Is 25,6; 26,19). Aquel banquete idealizado y escatológico del día del Señor está ya aquí, aunque con unas características sorprendentes. Una vez más actúa en el Nuevo Testamento la dinámica continuidad-discontinuidad. Jesús asume una tradición y la abre y la orienta a un horizonte nuevo e insospechado. Es el banquete mesiánico que anuncia la llegada del reino esperado, pero el banquete se presenta de forma novedosa y desconcertante: los invitados (o los anfitriones) son los pecadores; Jesús asume y alaba la actitud del diakonein, del servicio (que se convierte así en servicio al banquete del reino que en el caso de Jesús llega hasta el extremo); estos Laverdiere lo enuncia de otra manera: comidas en la mesa de Jesús el profeta; comidas en la mesa de Jesús el Cristo y comidas en la mesa de Jesús el Señor. Cf. E. LAVERDIERE, Comer en el Reino de Dios. Los orígenes de la Eucaristía en el Evangelio de Lucas (Santander 2002) 45. 1
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banquetes no aparecen en forma de promesa o de futuro idealizado, sino que son banquetes reales, actuales, palpables, en los que Jesús parece indicar que el reino escatológico se ha hecho presente y ha irrumpido «en nuestra realidad» en el doble sentido de la expresión: el reino se hace presente en nuestra historia pero no de una forma extraña a nuestra realidad sino desde nuestra realidad misma, respetando los condicionantes de esa realidad (historia, cultura, lenguajes) y convirtiéndose así estos banquetes en una hermosa metáfora de la encarnación misma. El segundo origen (en sentido cronológico) sería la última cena. El relato de la «última cena» nos ha llegado a través de las dos tradiciones que suelen diferenciar los biblistas: la tradición jerosolimitana o petrina (a la que pertenecen los relatos de Marcos y Mateo) y la tradición antioquena o paulina (a la que pertenecen los relatos de I Corintios y de Lucas). Son relatos ya un tanto «liturgizados», (es decir, tratados desde la misma experiencia eucarística de la comunidad primitiva), pero no por ello —según muchos exegetas— alejados de lo sucedido en aquella noche previa a la muerte de Jesús. Hoy se tiende a subrayar mucho el carácter de «gesto profético» ( ôt ) que tuvo aquella cena en la que Jesús, como los profetas del Antiguo Testamento expresa gestual y simbólicamente lo que va a ocurrir, dotando así a los sucesos posteriores de todo su sentido e implicando a los que presencian el gesto (en este caso, los apóstoles) en el mismo, invitándoles así (de forma «provocativa») a participar de su destino y de su misión, a comulgar con El y con todo lo que ello conlleva. Es un momento de tal densidad que se ha llegado a afirmar que la última cena (como expresión simbólica que anticipa la cruz) viene a ser el quicio sobre el que gira todo lo anterior a Jesucristo y todo lo que viene después. Por ello, incluso para entender plenamente el sentido último de esta cena, es necesario tener en cuenta las comidas anteriores y posteriores. Por último, el «tercer origen» de la eucaristía habría que buscarlo en los banquetes del Resucitado con sus discípulos, banquetes de los que encontramos frecuentes menciones en los evangelios, aunque a veces puedan pasar un tanto desapercibidas. En todos ellos, Jesucristo Resucitado se hace presente en el marco de una comida. Más aún, cuando Pedro en el famoso discurso de Hch 10 con motivo del bautismo de Cornelio y su familia hace referencia a la resurrección de Cristo (utilizando la fórmula de sabor arcaico), se expresa en los siguientes términos: Dios le resucitó al tercer día y le dio manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con El después de Resucitado de entre los muertos (Hch 10, 40-41). © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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La comida (el comer y beber juntos) se ha convertido en el ámbito privilegiado de la presencia novedosa del Resucitado. Ello se hace patente (y lleno de expresividad y de fuerza teológica) en dos textos procedentes de ámbitos muy diversos (dentro del complejo mundo del Nuevo Testamento) y escritos con lenguajes muy diversos. Nos referimos al texto de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) y a la aparición del Resucitado en el Lago (Jn 21). En el primer texto, los discípulos descubren la presencia de Jesús en la fracción del pan ( te klaseis tou artou), de modo que aquellos discípulos que se alejaban de Jerusalén (siguiendo el camino inverso al que había seguido Jesús a lo largo de todo el evangelio de Lc) y que caían en la tentación del desánimo y del abandono, vuelven llenos de gozo a Jerusalén para anunciar lo que les había ocurrido. Igualmente en el texto de Jn 21 (muy idealizado, casi idílico, lleno de simbolismos), los discípulos que estaban pescando entre dos luces encuentran al Resucitado que les ha preparado un almuerzo y que mantiene con ellos un diálogo intenso y lleno de referencias tanto a su pasión como al futuro de la comunidad. De estas comidas con el Resucitado hay dos rasgos que merece la pena destacar para entender en toda su hondura la teología de estos textos. En primer lugar, el hecho de que en los relatos de apariciones haya una aparente confusión en cuanto a cómo captan los discípulos al Resucitado (le ven pero no le reconocen, le reconocen, pero entonces ya no le ven, no se atreven a preguntarle quién es porque saben que es el Señor...). Bajo esta aparente confusión hay un mensaje claro: se trata de la nueva presencia de Cristo: es El, el mismo, pero no de la misma manera; es una presencia nueva que sólo se capta desde la fe. En segundo lugar, debemos destacar que estos relatos tienen un cierto tono de reencuentro o incluso (valga la expresión) de reproche. Los discípulos (se intuye, aunque no se dice) están en mayor o menor medida avergonzados. Ellos son los que le habían prometido fidelidad al maestro y los que luego le habían abandonado y dejado solo. Los banquetes del Resucitado son como el restablecimiento de aquella comunidad de mesa que quedó rota con la pasión, con el pecado del mundo. Jesucristo Resucitado vuelve a sentar a los suyos a su mesa y los acoge de nuevo. Indudablemente en ambos textos late una catequesis eucarística muy hermosa. Más aún, podemos preguntarnos si no encontramos esa dinámica muerte-vida en el «juego de luces» que se produce poniendo juntos (con cierta libertad exegética) estos dos textos, pese a provenir de ámbitos muy diversos del Nuevo Testamento y estar escritos en lenguajes muy diferentes. En Emaús los dos discípulos decepcionados piden al © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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personaje misterioso que se quede con ellos porque se hace tarde, porVulgata: ta: quonia quoniam m advesque oscurece, o con las bellas palabras de la Vulga perascit et inclinata est iam dies... En el lago de Galilea los discípulos descubren al personaje misterioso en la orilla, al amanecer, casi entre dos luces, en esa hora pálida del crepúsculo en que la luz está a punto de irrumpir plenamente 2. En ambas situaciones tiene lugar un banquete con Jesús, una comida en la que los suyos vuelven a reconocerle y sienten viva su presencia en medio de ellos. Esta explicación del origen escriturístico de la eucaristía —de la que hemos hecho una somera descripción 3— anuncia ya la dinámica muerte-vida que, en cierto modo, late tras este sacramento. Es la dinámica pascual de la entrega total (sacrificial si se quiere) al banquete del reino del Jesús diácono que congrega a los pecadores y les invita a participar del banquete. Pero esa comunidad de mesa queda rota por el pecado. Jesús lleva hasta las últimas consecuencias su entrega y esa misma entrega (simbolizada y anticipada en el pan y el vino, expresión no cruenta de la cruz) se convierte en semilla de vida, de modo que el Resucitado vuelve a convocar a los suyos, vuelve a congregarlos en la comunidad de mesa restablecida que se convierte así en máxima expresión de reconciliación. 1.2. El carácter sacrificial de la eucaristía El tema del carácter sacrificial de la eucaristía ha sido siempre un tema controvertido y problemático y, sin embargo, creo que encierra una de las claves más hermosas para entender la cena del señor, nuestras eucaristías y la dinámica misma de la salvación. Es cierto que en nuestro tiempo «lo sacrificial» no tiene buena prensa. Es cierto también que, a veces, nuestra presentación de esa clave no ha sido muy acertada y que hemos podido transmitir la imagen de un Dios que pide Ese sentido de la eucaristía como tenue luz en medio de las tinieblas de la existencia lo supo captar con maestría San Juan de la Cruz en las últimas estrofas de su poema La fonte: Aquesta eterna fonte está escondida/ en este vivo pan por darnos vida,/ aun2
que es de noche (...)./ Aquesta viva fuente que deseo,/ en este pan de vida yo la veo,/ aunque es de noche. 3 Para una buena síntesis de esta explicación cf. Cf. M. GESTEIRA, La eucaristía misterio de comunión (Salamanca 21992) 23-163 (especialmente 77-78). Sobre las comidas de Jesús, especialmente en el evangelio de Lucas, cf: R. A GUIRRE, La mesa compartida (Santander 1994); E. LAVERDIERE, Comer en el Reino de Dios. Los orígenes de la Eucaristía en el Evangelio de Lucas (Santander 2002). Sobre la última cena la bibliografía es enorme; es un clásico: J. JEREMIAS, La última cena. Palabras de Jesús (Madrid 1980).
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sangre para aplacar su justa ira 4. El término «sacrificio» puede sonar hoy en muchos ambientes a algo macabro, a divinidades sedientas de sangre, a instrumentos de autocastigo o simplemente a algo negativo y desagradable, algo traumático que es mejor evitar en nuestras catequesis y predicaciones. Se perciben serías dificultades para aceptar hoy lo sacrificial que tiende a rechazarse desde un planteamiento hedonista de la existencia. En ambientes teológicos no han faltado tampoco los cuestionamientos de esta categoría que se habría introducido en el cristianismo de forma tardía y que en el fondo vendría a ser una perversión del mensaje amoroso y vitalista de Jesús 5. Es el prejuicio que parece encontrarse —por poner un ejemplo tomado del mundo de la literatura— en La última tentación de Cristo de N. Kazantzakis6. En esta novela (cuya versión cinematográfica de Martin Scorsese produjo un gran escándalo algo desenfocado) un ángel tentador7 invita a Jesús a bajarse de la cruz utilizando un argumento que casi cautiva y convence al lector de la novela o al espectador de la película: Tu Padre es el Dios de la misericordia, no del castigo (...). ¿Recuerdas cuando le dijo a Abraham que sacrificara a su hijo? Abraham estuvo a punto de matarlo con un cuchillo y Dios le detuvo. Si Dios salvó al hijo de Abraham ¿crees que no querrá salvarte a ti? (...). No quiere tu sangre.
De hecho, en la versión cinematográfica de Scorsese el contraste entre la sangre, la cruz (un tronco retorcido), el polvo, la suciedad y el ruido que rodean la figura de Jesús... y la niña que se presenta como un ángel de la guarda y que insiste en que Dios es el Dios de la misericordia y no del castigo, un Dios que no quiere la sangre ni el sufrimienPor ello, hay autores que con acierto se muestran contrarios a abordar este tema partiendo de la descripción fenomenológica o antropológica de los sacrificios en diversas religiones, como si el sacrificio eucarístico fuera un sacrificio más. Habría que partir de la cruz, del sacrificio de Cristo en su total especificidad, del que la eucaristía es prolongación. Este error (que sólo comenzó a darse tras el Concilio de Trento de forma controversista) llevó a plantear la cuestión de forma desenfocada. Cf. J. A. S AYÉS, El misterio eucarístico (Madrid 1986) 257-259. 5 Aunque sin ser estrictamente teólogo, es conocida la tesis de Girard, según la cual hay que eliminar del cristianismo esa tonalidad sacrificial que, además, no le es propia sino añadida (mera canalización y legitimación sacral de la violencia) y que produce un efecto negativo. 6 N. KAZANTZAKIS, La última tentación de Cristo (Madrid 1995). 7 Siguiendo una vieja tradición de la literatura monacal oriental en la novela el tentador pasa a ser un «negrito», mientras que en la versión cinematográfica se convierte en una niña rubia, casi asexuada, llena de dulzura y de encanto. 4
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to, y que lleva de la mano a Jesús desde la polvorienta colina del Gólgota a una serie de pasajes idílicos, es realmente impresionante y cautiva totalmente al espectador que, casi confundido, se decanta inconscientemente hacia la tentación-niña a la que incluso considera como un heraldo divino o algo así. Se trataría, en definitiva, de quitar a la figura de Jesús el elemento sacrificial o, si se quiere, las últimas consecuencias de su misión y de su predicación 8. Sin embargo, también es verdad que en ciertos ámbitos culturales (y esto habría que matizarlo mucho más) parece añorarse lo sacrificial (al menos en un sentido amplio y pese al rechazo que provoca la terminología), es decir, la entrega desinteresada, la donación de la vida, etc. No me refiero a las oleadas pasajeras de solidaridad ni a una entrega de 0,7 por ciento, sino a algo mucho más profundo y hondo: la donación de uno mismo, la entrega de la propia vida. Quizás en este sentido podríamos presentar como paradigmáticas dos películas del cineasta danés Lars von Trier: Rompiendo las olas y Bailar en la oscuridad . En ambas, un personaje femenino (algo desencajado psicológicamente) hace un sacrificio de la propia vida por amor a una persona concreta: en el caso de Rompiendo las olas por amor del joven marido herido gravemente en las plataformas petrolíferas del norte de Escocia y en el caso de Bailar en la oscuridad , renunciando a la defensa de un buen abogado porque el dinero que habría empleado en la misma lo tenía destinado a una cara operación para los problemas de vista de su hijo. Es la entrega total que, además, solamente es entendida desde el amor. Sólo quien ama entiende el sacrificio que va contra toda lógica humana9. Es verdad que la concepción de sacrificio que a veces se ha manejado en la historia del cristianismo ha podido ofrecer una imagen de un En el mismo sentido se podría citar el alegato antimartirial o antisacrificial de J. SARAMAGO, El Evangelio según Jesucristo (Madrid 1998), novela en la que el autor, con gran maestría va presentando todo lo relacionado con Jesús y luego con el cristianismo como una historia de sangre, de muerte, de sacrificios y martirios. Desde las primeras reflexiones basadas en una típica tabla flamenca de la pasión, hasta la propia muerte de Jesús, pasando por las páginas dedicadas a los martirios de todo tipo que se han dado en el cristianismo, toda la novela tiene algo de alegato contra una religión que tiene mucho que ver con la sangre. En ambos casos se sugiere, en cierto modo, un cristianismo libre de la idea de sacrificio. 9 Cf. S. HEATH, God, Faith and Film: Breaking the Waves : Literature and Theology 12 (1998) 93-107. En el mismo sentido se podría citar la célebre film La vida es bella de R. Benigni. Ya en la primera parte del film se le ha dicho al protagonista que servir es el arte supremo y que Dios sirve, pero no es siervo de los hombres. En la segunda parte, Guido lleva esa idea la práctica y dedica sus fuerzas a hacer feliz a su hijo en la terrible situación del Lager . 8
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Dios colérico, ahíto de sangre, que necesita la muerte expiatoria para calmar su cólera. Pero, más allá de estas desviaciones, también es cierto —aunque quizás en nuestros días no sea políticamente correcto— que la dimensión sacrificial (bien entendida) forma parte de la esencia de la economía misma de salvación y que un cristianismo sin sacrificio es un cristianismo desmedulado. Nada funciona en la vida humana sin una cierta dosis de entrega, de donación, de renuncia... de sacrificio. Por ello, la presencia de Cristo en la eucaristía (el sentido último de la misma) es una presencia donada, entregada, amorosa. Cristo no está presente en la eucaristía de forma pasiva y estática. Cuando hacemos memoria de la última cena, hacemos memoria y actualizamos la entrega del servidor (diácono) al banquete del reino. En ese sentido, la eucaristía tiene un sentido sacrificial íntimo, esencial, ineludible. No obstante, la forma concreta en la que hablamos de la eucaristía como sacrificio ha sido algo mucho más problemático en la historia de la teología y no han faltado desviaciones en diversos sentidos. Resumiendo y simplificando mucho, podemos decir que se han dado dos tendencias extremas (y toda una gama intermedia de posicionamientos): o bien convertir a la eucaristía en un sacrificio «autónomo» (independiente del sacrificio de Cristo en la cruz) o reducirla a un mero recuerdo vacío sin eficacia salvífica. El Concilio de Trento habló de que por este sacrificio, se hace presente ( raepresentaretur ) el único sacrificio de Cristo. Este «re-presentar» debe ser entendido en toda su riqueza, es decir, como representar litúrgicamente ( teatrali zar , en el mejor sentido de la expresión) y como c omo re-presentar, re-presentar, es decir, decir, como volver a hacer presente, actualizar, presencializar. Con ambos significados se entiende mejor el sentido último del sacrificio eucarístico unido indisolublemente a la cruz (sacrificio único, semel pro sem per ), ), pero al mismo tiempo eficaz y salvífico en el aquí y ahora de la comunidad cristiana. El Papa Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia ha vuelto a insistir en continuidad con el Magisterio anterior, en el verdadero sentido del sacrificio eucarístico: La misa hace presente el sacrificio de la cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial, la «manifestación memorial» (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiem po. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario 10. 10
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Por tanto, y sea cual c ual sea la interpretación que hagamos del carácter sacrificial, no cabe duda de que la eucaristía tiene un sentido esencial que hace referencia al sacrificio. Cristo se entrega a la causa del reino (representada en el banquete) y lo hace hasta el extremo, hasta la donación total para la remisión de los pecados (Mt 26,28), para que comáis y bebáis a mi mesa en el reino (Lc 22,30), para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10). El pan y el vino de la eucaristía representan maravillosamente esa donación y se convierten así en símbolos de muerte (donación, entrega, sacrificio) y de vida (perdón, reino, banquete definitivo). 1.3. La recuperación del símbolo Muchos estudiosos de la cultura moderna (técnica, pragmática, científica) han señalado una cierta depreciación de lo simbólico. Frente a los saberes tecnológicos, precisos, exactos, concretos, el lenguaje de lo simbólico parece algo etéreo, impreciso, un lenguaje de poca importancia y valor. Un teólogo de la talla de P.J. Tillich definió nuestra sociedad como simboloclasta, destructora de símbolos. Otros estudiosos, sin embargo, piensan que lo simbólico atraviesa una crisis pero no puede desaparecer porque es inherente al ser humano. Lo más importante de la vida, lo más esencial, lo expresamos simbólicamente. Quizás lo simbólico se disfraza o se desplaza hacia otros ámbitos de la vida (la publicidad, el fútbol), pero no desaparece, no puede desaparecer. desaparecer. También en la teología católica, por motivos muy diferentes, hemos vivido una cierta depreciación de lo simbólico que afecta muy especialmente al ámbito de lo sacramental 11. Habría que remontarse, por una parte, a la baja Edad Media y a un concepto algo desenfocado de causalidad sacramental, según el cual los sacramentos causan la gracia «por sí mismos», «por el signo realizado» ( ex opere operato), pero entendiendo por ello que es el sacramento (un rito realizado por un sacerdote potestado) el que inmediata y mecánicamente (independientemente de otros factores como la fe, la comunidad, la celebración) causa la gracia. En segundo lugar, lugar, habría que remontarse al siglo XVI y a Hablamos indistintamente de «signo» y «símbolo». La precisión de diferenciar ambos términos nos llevaría muy lejos y además depende mucho del planteamiento filosófico que se tome como punto de partida. Una síntesis muy clarificadora puede consultarse en: J. MARTÍN VELASCO, El hombre, ser sacramental. Raíces humanas del simbolismo (Madrid 1988); así como: A. FERRÁNDIZ GARCÍA, La teología sacramental desde una pers pectiva simbólica (Barcelona 2004). 11
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la concepción de sacramento que, en términos generales, manejaron los reformadores. Para Lutero, por ejemplo, el sacramento es fundamentalmente un sigo que acompaña a la Palabra ( sola Scriptura ) y que sirve para alimentar nuestra fe. Reducidos a dos (bautismo y cena), el sacramento como tal no causa nada, no produce nada por sí mismo ( ex opere operato ), sino que anima al creyente en su fe y solamente la fe sola ( sola fides) provoca la gracia de Dios que es el único medio de salva sola gratia). Así, la ley del péndulo funcionó de nuevo y frente al ción ( sola reduccionismo luterano, la teología y la praxis postridentinas (no tanto Trento mismo) olvidaron el carácter de signo que tiene el sacramento lo que se traduce (paulatinamente y con la intervención de otros muchos factores) en un descuido del sentido celebrativo del sacramento, en un validismo sacramental que se limita a señalar lo mínimo estrictamente necesario para la validez del sacramento, en una pobreza expresiva y gestual y, y, en definitiva, en un déficit simbólico. Fue fundamentalmente el denominado movimiento litúrgico (Dom Gueranger, R. Guardini, O. Casel, etc.) el que llamó la atención en este sentido: es necesario recuperar el carácter celebrativo de los sacramentos y su fuerza expresiva. Tanto el Vaticano II como la reforma litúrgica posterior han intentado plasmar en la liturgia posconciliar ese espíritu, pero aún falta mucho por hacer y la inercia de siglos nos hace tender a una pobreza simbólica, celebrativa y gestual bastante aguda. Es cierto que hay muchas excepciones, que —en términos generales— la reforma litúrgica conciliar ha producido muy buenos frutos, que hemos avanzado bastante en esta línea de redescubrimiento de lo esencial de los sacramentos, pero también es cierto que aún los símbolos no han recuperado su visibilidad y su fuerza expresiva. Para complicar aún más la cuestión, la reforma litúrgica posconciliar no siempre ha sido bien entendida y, a veces, ha producido una liturgia plana, sobrecargada de palabras y de moniciones, sin misterio. Todo ello hace necesario, casi urgente, la recuperación de eso que autores de muy diversa índole (R. Guardini, J. Ratzinger, O. González de Cardedal o incluso Juan Pablo II) han llamado «sujeto litúrgico», es decir, el hombre abierto, ejercitado en la adoración y alabanza de Dios, capaz de gratuidad y de jue go, ocupado con el sentido y no sólo con la eficiencia 12. Dicho de otra
manera, sólo puede celebrar quien tiene qué celebrar, quien se siente agraciado, tocado por la gracia, quien intuye en los misterios de la existencia (nacimiento, crecimiento, enfermedad, pecado, amor, muerte...) el Misterio de la salvación. O. GONZÁ ONZÁLE LEZZ DE CARDEDAL, Introducción a la edición española, en: J. RATZINGER, El es píritu de la liturgia (Madrid 2001) 26. 12
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Baste para ejemplificar lo que estamos diciendo el comentario de una autora lejana de la teología académica y curricular, María Zambrano, quien reconocía —ya en 1933— que falta en nuestros tiempos de sengañados esa sensibilidad de tipo litúrgico: Supone la liturgia una fe previa, no sólo en la religión en que se aloja, sino en otras cosas, supuestos mágicos de la existencia, para llamarlas de alguna manera, no expresas, pero que están bajo ella, más todavía, bajo el ánimo del que es capaz de ajustar dimensiones de su existencia a modos litúrgicos13.
Aplicando esta cuestión general al caso concreto de la eucaristía y frente a ese eficacismo postridentino que reduce los sacramentos a una causalidad mecánica de la gracia, debemos volver nuestra mirada a los signos/símbolos del pan y el vino, llenos de riqueza y expresividad, llenos de fuerza y de poder de evocación. Sólo desde ahí se entiende el título de esta ponencia, el gesto profético que realiza Jesús en la última cena y el sentido último de la eucaristía14: el pan partido y compartido como el cuerpo entregado y el vino distribuido como la sangre derramada en la cruz: Cristo ha instituido la eucaristía bajo los signos de pan y vino. Estos signos, cuyo valor y riqueza simbólica son tan grandes, deben ser verdaderamente significantes para los que participan en la mesa del señor. No se puede comprender del mismo modo la eucaristía si el pan aparece como verdadero verdadero alimento, se parte y se comparte, a si el pan aparece como una mistificación simbólica, suficiente, sí, para po sibilitar el cumplimiento de un rito, pero insuficiente para expresar toda su riqueza significante. El signo del pan debería recuperar todo su valor, de modo que apareciera apareciera como pan para ser comido comido15.
2. Pan y vino: símbolos de la entrega 2.1 Este pan, fruto de la tierra y del trabajo del Hombre... Tanto en el mundo antiguo en general como en el mundo bíblico el pan tiene una significación bastante amplia, dado que se trata de un alimento tan básico, tan fundamental, que es muy apto para ser usado M. ZAMBRANO, Renacimiento Litúrgico: Cruz y raya (3/1933) 161-164. Se podría también aplicar a otros sacramentos: pensemos en la expresividad perdida con la inmersión en el bautismo, en la pobreza simbólica de nuestras unciones o en el contrasentido que suponen los signos penitenciales (estola, imposición de manos, gestos) escondidos en el mueble confesionario y, por tanto, invisibles, no-signos. 15 D. BOROBIO, La Eucaristía (Madrid 2002) 205. 13 14
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como uno de esos «símbolos radicales» o «protosímbolos» de los que hablan los estudiosos de las culturas y sus dinamismos 16. Nos limitaremos a destacar algunos de los usos y de las connotaciones que el pan tenía en aquella cultura o, mejor, en aquella «conjunción cultural» que se dio en tiempos de Jesús 17. En primer lugar, habría que señalar que el pan en la Biblia es a la vez don de Dios y tarea humana. Como sinónimo del alimento básico18, el pan es un símbolo de la vida que nos es dada. Dios hace nacer las hierbas para las bestias y para sacar de la tierra el pan (...) que sustenta el corazón del hombre (Sal 104,14). Yahvé introduce a Israel en una tierra buena donde comerás pan en abundancia y no carecerás de nada (Dt 8,8-9). Por ello, el autor sagrado invita a Israel a bendecir a Yahvé por la tierra que le ha dado, a ser agradecido y reconocer el don expresado en la tierra y el pan. Por ello también el «dar pan» forma parte tanto de los deberes sagrados de la hospitalidad (Gn 18,5) como de la caridad debida hacia los pobres (Pro 22,9; Tob 4,16). Ya en el Nuevo Testamento, cuando Jesús quiere expresar que Dios es como un padre bueno, providente que da el pan (el alimento, la vida, el don) a sus hijos, hace la siguiente comparación: Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hi jos ¡cuánto más vuestro padre que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!...(Mt 7,11)
No obstante, tanto el pan (como el vino), pese a ser don de Dios, conlleva un largo y duro proceso de elaboración, de trabajo, de riesgos, un proceso que hoy, hoy, con la mecanización del trabajo del campo, no podemos casi ni imaginar 19. El «castigo» bíblico tras el pecado conlleva el comer el pan con el sudor de la frente (Gn 3,19). El mismo Jesús parece hacerse eco cuando en Mt 9,38 pide operarios para la mies (que es mucha y requiere operarios). Jesús elige esta comparación, conocedor No obstante, algunos serían contrarios aplicar la categoría protosímbolo u otras equivalentes al pan y al vino, ya que prefieren limitar esa categoría a aquellos símbolos naturales que no suponen ninguna elaboración: ni mental (por ejemplo, un número) ni manual (el pan y el vino). Así, los protosímbolos quedarían reducidos a: agua, fuego, ríos, aire, sueño, luz, árbol... 17 Para profundizar en el sentido bíblico del pan y del vino, pueden consultarse entre otros muchos, la Enciclopedia de la Biblia V (Barcelona 1963) 831-840 (voces «pan», «pan de vida», «panadero») y VI , 1212-1223 (voces «vino», «viña-vid»); así como The Anchor Bible Dictionary I (New York 1992) 777-781 (voces «bread» y «bread of the Presence»). 18 Generalmente se trataba de pan de cebada. El pan de trigo estaba reservado para familias ricas o para períodos de prosperidad. 19 Cf. A. MORENO, Pan de eucaristía (Madrid 2002) 20,24,25,30. 16
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de la dureza del trabajo que hay detrás del pan y del vino. Por ello, pan y vino expresan muy bien esa aparente paradoja que late tras la vida cristiana: el don y la tarea, la gratuidad y el compromiso 20. Por ello también, la eucaristía tiene una dimensión que podríamos denominar «ecológica» (estos dones del campo, de la tierra, de la naturaleza, se convierten en signos de la nueva creación) y una dimensión que podríamos denominar «antropológica», en el sentido de que la eucaristía recoge también la acción de los seres humanos sobre la tierra, el trabajo, el esfuerzo, la capacidad de transformación (no siempre bien orientada) de hombres y mujeres sobre este mundo. Dicho de otro modo, en el pan y el vino que consagramos, se hace presente de una manera muy expresiva la acción de Dios y la acción de los hombres, la gracia y la actividad humana que confluyen y que apuntan hacia la tierra nueva y los cielos nuevos (Is 65,17) y que, de algún modo —frágil y misterioso todavía—, los hacen presentes en medio de nuestro caminar histórico. El pan, además, estaba muy presente en la cultura y en las manifestaciones religiosas judías en tiempos de Jesús. Una buena prueba de ello es la etimología de ciertos lugares muy ligados a la vida de Jesús que nace en Belén (la casa del pan) y que termina su predicación cerca el templo de Jerusalén que está construido sobre una era (2 Sam 24, 18 ss.)21. A lo largo del Antiguo Testamento, el pan va adquiriendo, además, una serie de significados religiosos o cultuales. Pensemos, por ejemplo, en los panes consagrados o panes de la proposición, reservados para los sacerdotes (Ex 25, 23-30; Lv 24,5-9; I Sam 21, 5; I Re 7, 48) con los que el pueblo de Israel expresaba su ofrenda y su gratitud perpetua a Yahvé. Pensemos en el pan ácimo que recuerda a la Pascua (Ex 12-13), comido con prisa para huir de Egipto y que tiene una hermosa connotación de éxodo, de liberación, de pascua 22. Por último, el pan recuerda también el maná del desierto, con el que Dios alimentó a su pueblo (Ex 16), del que Israel guarda un gran recuerdo (Sal 78, 23-25; 105, 40) y al que se denomina a veces como «pan del desierto» (así lo hace Jesús mismo en el discurso del pan de vida de Jn 6). Por último —aunque no tanto como el vino— la abundancia de pan se asocia a los tiempos mesiánicos, a la venida de aquél día (Jr 31,12). Un célebre juego de palabras en alemán lo expresa muy bien: Gabe und Aufgabe. Todavía hoy el pan tiene una significación simbólica en las comidas judías. A veces se hacen signos (a modo de trenzas) con diversas significaciones sobre los panes de una determinada comida. 22 Si bien la tradición de las iglesias orientales, quizás partiendo inconscientemente de la cronología joánica (que disocia la última cena de Jesús de la cena pascual de los judíos) celebra la eucaristía con pan normal, fermentado. 20 21
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Pero, además, el pan como símbolo «meramente» antropológico es muy rico en el marco de las culturas mediterráneas. El pan es sinónimo (connota, evoca) de fuego del hogar, de pan amasado en casa 23, de mesa, de mantel... Es el pan partido y compartido, que denota unos lazos de familiaridad, una mesa común. Por ello tras el pan (y el vino) se esconde el convivium, la comunidad de mesa. El comer no es ni puede ser un acto meramente fisiológico, saciar una necesidad biológica. Es mucho más. El comer juntos ha creado siempre en todas las culturas una serie de lazos, unas relaciones humanas especiales. En el Madrid castizo se dice todavía a una persona que se toma ciertas libertades o una confianza exagerada: ¿Cuándo hemos comido tú y yo juntos? , como dando a entender que entre nosotros no existe todavía la familiaridad ni la confianza propias de los que han compartido el plato o la mesa. Por ello la mesa es tan expresiva, tan significativa socialmente; muestra los lazos existentes entre los comensales 24. Jesús partiendo y compartiendo el pan asume el rol del anfitrión, del padre de familia que congrega en torno a sí una comunidad con unos lazos especiales. Por último —y no conviene olvidarlo— cuando hablamos del pan partido y repartido, hay que tener en cuenta que partir tiene una tonalidad algo sacrificial en el Antiguo Testamento (Gn 15,9-11.17) y que con ello Jesús se muestra como el alimento, el que se parte, el que se entrega y se da para dar vida. Una vez más, la dinámica vida-muerte se hace muy presente en el rito eucarístico. 2.2. Este vino, fruto de la vid y del trabajo del Hombre... El vino tiene también una amplia gama de connotaciones tanto en el mundo grecolatino como en el mundo judío en tiempos de Jesús. El cultivo de la vid era conocido prácticamente en todo el mundo antiguo. Israel no era ajeno a ello como muestra la existencia de muchos toponímicos relacionados con la viña o la vid, la variedad de palabras arameas y hebreas (después unificadas por los LXX y por el Nuevo Testamento en oinos) y el hecho de que, en diversos momentos, se compare metafóricamente a Israel con la «viña del Señor» (Is 5,1-4). Se traSólo en momentos de lujo y esplendor o en ámbitos sofisticados (la corte de Egipto) se daban panaderos profesionales, «de oficio». 24 Afirma en este sentido K. GIBRAN en sus Dichos espirituales: Los vi comiendo y supe quienes eran. Véase en: Obras completas III (Barcelona 1982) 845. Y G. Steiner —en un hermoso artículo en el que compara la última cena de Jesús y el banquete final de Sócrates en casa de Agatón— afirma que «comer solos» implica una tristeza, una soledad propia del animal o de la divinidad. Cf. G. STEINER, Due cene: Micro Mega (1996/3) 97-125. 23
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taba generalmente de un vino rebajado con agua (para evitar que fuera demasiado espeso o agrio 25). A veces se combinaba con miel o con hierbas aromáticas produciendo así combinaciones diversas. El conocer bien las proporciones de estas mezclas era una cualidad muy apreciada por los romanos, más aún, era un rasgo que se exigía al simpo siarca , al rex convivium, al encargado de «conducir» el banquete y la sobremesa 26. En el mundo bíblico, el vino era normal, no era algo exótico, pero tampoco un alimento básico (como el pan o el aceite), sino festivo, apropiado para señalar una celebración especial, un banquete extraordinario27. Por ello, siempre fue signo de alegría, de fiesta (Sal 104,14; Eclo 31,27) y, por ello también, signo de los tiempos escatológicos (Is 25,6; Jer 31,12). Este sentido es especialmente importante, teniendo en cuenta que Jesús, con sus banquetes, quiso en cierto modo significar la llegada de los tiempos mesiánicos, la plenitud de la promesa que acaece en El mismo. Sin embargo, el vino siempre se identificó con la sangre (con un simbolismo algo trágico que contrasta con lo visto anteriormente). Así, a veces, se le denomina «sangre de uva» (Gn 49,11) y el misterioso personaje que anuncia la venganza de Yahvé viene con los vestidos manchados de rojo como el lagarero (Is 63,1-3). A todo ello habría que añadir el simbolismo de la copa-cáliz: en una copa se recogía la sangre de los sacrificios (Ex 24,6); beber la copa significa aceptar la voluntad de Dios hasta el final, hasta las últimas consecuencias (Sal 80,6). Ahí radica la fuerza expresiva que tiene la invitación de Jesús, en la antesala de su pasión, a compartir la copa, a compartir en definitiva su destino y asociarnos a él. Pero, además, el vino (como ocurría con el pan) tiene una serie de significaciones de tipo religioso o cultual en el Antiguo Testamento Testamento que subyacen en la celebración de la última cena. Pensemos, por ejemplo, en las libaciones que tenían lugar tanto en el ambiente judío como en las religiones paganas. En otros momentos, el campo semántico de la viña y de la vid, tiene connotaciones eróticas o esponsales. No debemos olvidar que a veces en la Biblia la bodega-viña viene relacionada con la intimidad de los amantes (Ct 2,4; Os 2,17), lo que ha inspirado posteriormente en diAunque Isaías parece alabar el vino sin mezcla (Is 1,22). Cf. A. HAMMAN, La vita quotidiana dei primi cristiani (Milano 1996) 286; J. G UILLÉN, Urbs Roma II (la vida pública) (Salamanca 2002) 275-276. También la Biblia conoce estas mezclas; cf. II Mac 15,39 y I Tim 5,23. 27 Aunque algunos textos (Dt 24,26; Prov 9, 2.5) parecen indicar que, al menos en ciertos períodos, pudo utilizarse en las comidas cotidianas. 25 26
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versas ocasiones a los comentaristas y autores místicos. Este tema nos llevaría muy lejos, pero debemos señalar que el vino está relacionado con ese matrimonio, con ese encuentro amoroso que recorre toda la Escritura y que se convierte en último término en una de las grandes metáforas de la encarnación y la salvación. No conviene dejar de lado otra connotación de tipo negativo que acompaña al vino en la Escritura: es símbolo de fiesta y alegría, pero siempre se han destacado sus efectos perniciosos y con lenguajes muy diversos se advierte constantemente del mal uso del vino y del peligro de la embriaguez, desde los profetas (Am 2,8; Is 5,11; Is 24,9) a los sabios de Israel (Prov 31,4-5) y a los hagiógrafos cristianos (Rom 13,13; I Pe 4). Por último, habría que decir que el binomio pan-vino sirve para simbolizar la alianza con Melquisedec (Gn 14,18) y son los frutos prometidos a los discípulos de la sabiduría (Prov 9,1-6). Sin duda, el pan y el vino, en su amplísimo simbolismo, encierran una serie impresionante de connotaciones y una fuerza evocativa que nos lleva a pensar que su uso en la última cena de Jesús con sus discípulos no es casual, no es accesorio, sino que apunta muy directa y certeramente al misterio de muerte-vida, al misterio pascual que están a punto de vivir. vivir. Ignorar la fuerza evocativa del pan y del vino, incluso a dos mil años de distancia y desde una cultura que ha evolucionado mucho, supondría una grave pérdida pastoral y litúrgica y un empobrecimiento del misterio que celebramos. 3. Eucaristía y banquetes funerarios A principios del siglo pasado empezó a darse la idea de que la eucaristía cristiana estuvo en sus orígenes vinculada a los banquetes funerarios paganos. Fue H. Leclercq el primero en lanzar esta idea, nada menos que en el prestigioso Dictionnaire d’Archéologie chrétienne et de Liturgie, dirigido por el conocido conocido liturgista F. F. Cabrol. Esta idea fue defendida más adelante con matices por H Lietzmann entre otros (J. Weiss, Weiss, C. Clemen, A. Friedrichse Friedrichsen, n, R. Bultmann, Bultmann, etc.)28, y se ha venido repitiendo ininterrumpidamente a lo largo del siglo XX. El origen de esta sospecha estaría en el hecho de que el mandato de la anámnesis aparece solamente en los relatos de la cena pertenecientes a la llamada «tradición antioquena» o «paulina» (es decir, decir, Lucas y I Corintios), tradiCf. M. GESTEIRA, La eucaristía misterio de comunión, 430-434; J. JEREMIAS, La última cena, 262-274. 28
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ción que generalmente se ha considerado (aunque esto esté hoy muy cuestionado) más helenizada, más lejana de los hechos, frente a la tradición llamada «petrina o jerosolimitana» (Marcos y Mateo) que estaría más cercana a los acontecimientos mismos de la noche en que Jesús celebró la última cena con sus discípulos. Esta «sospecha» fue expresada de diversos modos y con diversas intensidades: desde quienes pensaban que la eucaristía cristiana primitiva fue una copia del banquete funerario pagano, hasta los que reducían la vinculación entre ambos fenómenos religiosos a algunas influencias o «contaminaciones» puntuales o meramente léxicas. Esta tendencia a vincular (cuando no a identificar) eucaristía y banquete funerario se acrecentó con el mayor conocimiento de las actas institucionales por las que se dejaba una cantidad de dinero a una «congregación» para que ésta organizase actos conmemorativos y banquetes funerarios en recuerdo de una persona fallecida. Estas congregaciones tuvieron su origen en el culto a los héroes a los que progresivamente se fue considerando los causantes de las alegrías y las desgracias de la existencia y a los que, por tanto, se ofrecían sacrificios y se intentaba aplacar o agradar. Más adelante la consideración de héroe se fue ampliando y, así, se vació tanto de sentido, que se degradó en un título honorífico atribuible a casi todos los difuntos 29. Poco a poco, el culto fue degenerando de modo que perdió su vigor primitivo y acabó convirtiéndose en un recuerdo memorial generalmente marcado con un banquete anual organizado en los locales de la misma congregación y para el que el difunto o su familia habían donado un dinero. Es a este tipo de banquete funerario al que la eucaristía cristiana habría copiado o imitado de algún modo. El texto más conocido en este sentido es el celebérrimo testamento del filósofo Epicuro que se suele fechar en torno al 270 a.C. y que fue recogido por Diógenes Laercio. En dicho testamento el filósofo legaba sus bienes con una serie de recomendaciones, entre las que se encontraba el mandato expreso de que todos los años se haga: la celebración anual acostumbrada de mi cumpleaños, el undécimo día de Gamelión, así como para la reunión de nuestros colegas de escuela que se celebra el día vigésimo de cada mes en memoria de Metrodoro y mía, según lo dispuesto al respecto30. G. HAUFE, El culto de los héroes y de los muertos, en: AA.VV., El mundo del Nuevo Testamento I [J. Leipoldt y W. Grundmann, eds.] (Madrid 1973) 106-109. 30 Puede verse en: AA.VV., El mundo del Nuevo Testamento II (Textos y documentos) [J. Leipoldt y W. Grundmann, eds.] (Madrid 1973) 84. Cf. el comentario de J. J EREMIAS, La última cena, 263-264. 29
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Sin embargo, y pese a las posibles semejanzas innegables, hoy son más los teólogos y exegetas que se inclinan a rechazar esta identificación31. En primer lugar, se suelen poner objeciones respecto a la distinta terminología que se utiliza en estos textos y la terminología centrada en torno a la anámnesis (que probablemente hereda y traduce más bien la raíz hebrea zikkaron32) que usan los relatos neotestamentarios. Los textos griegos suelen utilizar la raíz mneme, que si bien tiene conexiones etimológicas con anámnesis, no coincide plenamente como se esperaría de una fórmula acuñada y conocida, una fórmula técnica para las legaciones de bienes para la celebración de banquetes funerarios. Para colmo, en los principales textos paganos que se conservan la misma presencia de la palabra resulta problemática y se duda de que sea un posible añadido posterior 33. En algunos textos no está clara la referencia al banquete y no se especifica qué tipo de celebración es la que solicita el que hace su testamento. Aunque se puede conjeturar que se trate de un banquete (atestiguado claramente en otros textos), no siempre la referencia al mismo es explícita. Asimismo, el ritmo de estos banquetes o celebraciones funerarias en recuerdo de un difunto es muy diverso al ritmo que tuvieron las eucaristías cristianas prácticamente desde el primer momento. Mientras los banquetes funerarios se celebran anualmente (bien en la fecha del nacimiento del difunto, bien en la fecha de su defunción o en una fecha general para el recuerdo de los difuntos, según los testimonios), la eucaristía cristiana sigue un ritmo totalmente diferente: se celebra semanalmente, el primer día de la semana según el testimonio de varios autores o el día que llaman del sol, según San Justino en su I Apología34. Parece, por tanto, evidente, que los cristianos primitivos (al menos en cuanto a la frecuencia temporal se refiere) no identifican en absoluto sus eucaristías con los banquetes funerarios paganos 35. El más destacado (y del que beben casi todos) es J. Jeremias a quien también nosotros seguimos de cerca en esta primera parte sobre los argumentos en contra de la identificación eucaristía-banquete funerario. Cf. J. JEREMIAS, La última cena, 263-268. 32 De hecho, un autor de la talla de G. von Rad considera que el zikkaron, el «memorial de Yahve» es la fórmula que mejor resume el sentido último del culto veterotestamentario que en cierto modo heredan los judíos en tiempos e Jesús . Cf. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento (Salamanca 61986) 237. 33 Lógicamente no nos podemos detener en una cuestión textual tan compleja. Nos remitimos al análisis de J. Jeremias. 34 Puede consultarse una buena parte de la descripción eucarística de Justino en el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica , números 1435, 1351, 1355. El texto completo puede consultarse en: J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos I-II (Madrid 31996) 61-64. 35 Curiosamente este argumento sirve también para aquellos que niegan que la última cena de Jesús fuera la cena pascual judía, ya que el ritmo semanal de las eucaristías 31
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Otro motivo que parece marcar las distancias entre ambos fenómenos viene dado por el hecho de que los banquetes funerarios, en la evolución que sufrieron a lo largo de los siglos y a la que hemos hecho referencia más arriba, fueron convirtiéndose en celebraciones mundanas, desvinculados de un verdadero sentido religioso. De hecho, sabemos que un decreto del Senado romano prohibió nuevas congregaciones por desconfiar de los fines de las mismas y por considerar que dichos banquetes servían, más que para honrar la memoria de un difunto, para conspirar políticamente 36. En otros casos, estas celebraciones fueron adquiriendo un carácter orgiástico que llevó a afirmar algún autor de la época que aquellas celebraciones «eran más para los vivos que para los muertos». En definitiva, todos estos rasgos y factores separan y diferencian los banquetes funerarios de las eucaristías cristianas primitivas, sin negar por ello que, en determinados momentos y comunidades haya podido darse una influencia puntual 37. No debemos olvidar que los cristianos primitivos eran también ciudadanos, pertenecientes a una cultura muy arraigada, inmersos en una cosmovisión y en unas costumbres y por ello no formaron (porque era imposible) una burbuja aséptica e impermeable para su cristianismo, sino que lo vertieron en los moldes culturales (lenguaje, costumbres, cosmovisión) propios de un determinado momento cultural. Dicho esto, conviene señalar que quizás la diferencia fundamental entre el banquete funerario y la eucaristía cristiana pueda estar en el eje sobre el que se articulan cada uno de estos fenómenos religiosos, a saber, mientras el banquete funerario gira en torno al eje ausencia-fatalismo-aviso, la eucaristía cristiana pivota sobre el eje presencia-gozoanuncio. Esta diferencia fundamental puede ser aplicada a otro tipo de banquetes funerarios (es decir, no sólo a los de la época grecolatina) que se han dado en diferentes culturas y que incluso siguen dándose hoy38. Asimismo, puede ser aplicada a aquellos banquetes de la Anticristianas parece señalar una desvinculación inconsciente por parte de la comunidad primitiva respecto de la celebración de la Pascua judía. 36 Cf. J. JEREMIAS, La última cena , 268. Este autor llega a hablar de «secularización» y de «indiferentismo religioso» (págs. 267-268) para expresar la degeneración que sufrieron estos banquetes. Aunque se nos antojan términos un tanto anacrónicos, no dejan de resultar significativos para expresar la evolución del sentido de dichos banquetes y, por tanto, su diferencia esencial con la eucaristía cristiana primitiva. 37 Podría quizás pensarse en una cierta influencia de estos banquetes u otros similares en la cena de la comunidad de Corinto que provoca la dura reacción de Pablo en I Cor 11. 38 Véase, por ejemplo, M. GONDAR PORTASANY, Os banquetes fúnebres en Galicia: Encrucillada 6 (1982) 197-210. También en países musulmanes se come y se bebe sobre las tumbas de los seres queridos en determinadas fechas. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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güedad que, sin ser estrictamente funerarios, tenían una referencia más o menos directa a la muerte. Parece ser que ésta era una costumbre relativamente frecuente y cuya enseñanza fundamental era la llamada a los comensales a disfrutar de la buena mesa y de los placeres de la vida teniendo en cuenta la brevedad de la misma. Así —según Herodoto— en los banquetes en Egipto se solía pasar de mano en mano un pequeño ataúd de madera con la inscripción: mirándolo bebe y diviértete; porque, muerto, serás como él 39. Un ejemplo muy conocido es el del banquete de Trimalción en El Satiricón de Petronio, en el que, tras una serie de platos delicados, de vinos exquisitos y de sorpresas varias, aparece una mención directa a la muerte que espera a los seres humanos: No faltó de improviso la nota triste en medio de aquella alegría o, por lo menos, el recordatorio de la muerte, cuando nadie lo esperaba. Un esclavo puso sobre la mesa un esqueleto de plata, tan bien hecho y movido por resortes, que parecía dotado de vida. El esqueleto se inclinaba, saludaba extendiendo el brazo, andaba, y hasta la calavera parecía reír. El esclavo, que conocía perfectamente su manejo, le hacía adoptar posiciones grotescas40.
En el banquete funerario se celebra, se conmemora una ausencia; se recuerda a un difunto, al que se quiere honrar, al que se echa de menos, con el que se compartieron momentos que se rememoran quizás con emoción, con añoranza, pero siempre desde la idea implícita de la ausencia. Por ello, el banquete funerario se celebra en un cierto ambiente fatalista. Este fatalismo estaba muy extendido en las diversas culturas del Mediterráneo en la época del Imperio 41. Pensemos en la terrible frase de Séneca: Post mortem nihil est ipsaque mors nihil... Quizás este fatalismo formase parte de la mentalidad helenizante que impregnaba todo el mundo antiguo y de la que se hacen eco incluso algunos libros del Antiguo Testamento como el Qohelet: Todos van al mismo lugar; todos han salido del mismo polvo, y al polvo vuelven todos (Ecl 3,20). Quizás ese fatalismo esté presente en mayor o menor
medida en todas las culturas y sea algo inherente a la reflexión humana
Este y otros muchos ejemplos en: J. G UILLÉN, Urbs Roma II (la vida pública) (Salamanca 2002) 273-274. 40 Uso la traducción de A. Espina en: PETRONIO, El Satiricón (Caracas-Madrid 1966) 46. Muchos otros ejemplos en: J. G UILLÉN, Urbs Roma II (la vida pública) (Salamanca 2002) 273-274. 41 Todavía hoy está presente en diversas manifestaciones populares. Valga como ejemplo el refrán de origen posiblemente napolitano y que se aplica a aquellos que se engríen o se consideran superiores: Sopra avrai un marmo, e sotto oscurità... che ce vuoi far?. 39
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acerca de su finitud. En cualquier caso, esa ausencia y ese fatalismo producen un cierto aviso de tipo sapiencial: si «la vida es breve», si «no somos nada»... entonces comamos y bebamos que mañana moriremos como postula el refrán recogido por el mismo Pablo en su carta a los Corintios (I Cor 15,32) 42. Este recuerdo de la muerte en el marco de los banquetes banquetes (no funerarios funerarios)) debió ser frecuente frecuente en la Antigüedad. Antigüedad. En el fondo se trata de un aviso sabio, de una llamada a la frónesis de los epicúreos: valoremos la vida en su justa medida, vivamos tranquilamente, disfrutemos de la existencia como nos viene dada, no nos disgustemos por cosas que no tienen verdadero valor. Nos pueden servir de ejemplo las palabras del mismo Trimalción tras mostrar el esclavo el esqueleto a los comensales: Ved, amigos míos, y considerad lo que somos. ¡Cuán débil es el hilo de nuestra existencia! Por eso es de sabios gozar de la vida lo mejor que podamos ya que cada minuto que pasa nos acerca a la se pultura43.
Sin embargo, la alegría, el vitalismo, el gozo de la vida que parecen transmitir estas palabras se nos antoja un tanto superficial y, en último término, ficticio. No es una alegría ni serena ni esperanzada, sino casi temerosa, una alegría que se basa en nublar la vista ante el trasfondo último de la realidad y centrarla en lo que está delante de nuestros ojos. Es un dato importante para compararlo con el gozo de la eucaristía, del que hablaremos a continuación. De hecho, el mismo Trimalción, Trimalción, afirma más adelante: De esta manera marchamos siempre de una desgracia, que es el nacer, a otra desgracia, que es el morir 44.
O incluso, más cercano a nuestros ámbitos, el libro de la Sabiduría hace toda una llamada al vitalismo y al disfrute —aparentemente alegre y gozosa, pero en el fondo triste— cuando afirma: Nuestro tiempo es una sombra fugaz y nuestra muerte, irrevocable, irrevocable, porque se ha puesto el sello y nadie regresa. regresa. Venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de la realidad con impaciencia impaciencia juvenil; embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes, que no se nos escape la flor primaveral; También fue citado mucho antes por Is 22,13 e implícitamente (más sofisticado) por Sab 2,7-9. 43 PETRONIO, El Satiricón (Caracas-Madrid 1966) 46. 44 PETRONIO, El Satiricón (Caracas-Madrid 1966) 52. 42
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coronémonos de rosas antes que se marchiten; que ninguno de nosotros se s e pierda nuestra orgía, dejemos por todas partes huellas de la l a alegría; que ésta es nuestra suerte y nuestra herencia (Sab 2, 5-9).
Frente a todo ello, la eucaristía cristiana primitiva pivota en torno a otro eje muy distinto; se mueve en otros parámetros que podemos resumir en el postulado presencia-gozo-anuncio. En primer lugar, los cristianos primitivos no constatan resignadamente una ausencia, ni recuerdan a un difunto, sino que celebran la presencia del Viviente. Por ello, la eucaristía primitiva —tal y como nos recuerda el libro de los Hechos— se celebraba con agallíasis (con gozo, con exultación): Acudían diariamente al Templo con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la sim patía de todo el pueblo. Por lo demás, el Señor agregaba al grupo a los que cada día se iban salvando (Hch 2, 46-47).
De hecho —como muy bien señaló O. Cullmann 45— solamente desde la convicción plena de la presencia del Resucitado se explica ese ambiente de gozo, de alegría, de exultación que rodea a la eucaristía primitiva. Un grupo del tipo que sea, cuyo líder ha fracasado estrepitosamente y ha muerto de forma ignominiosa, no puede celebrar un banquete funerario con ese sentido gozoso (tan hondamente gozoso) si no es desde otra convicción, si no hay algo más y algo suficientemente importante como para contrarrestar la sensación de fracaso y el dolor por la pérdida. Por ello, el eje sobre el que pivota la eucaristía no concluye en el aviso sapiencial sino en el anuncio gozoso, en la proclamación, en el kataggellein46. No aceptamos resignadamente la muerte sino que anunciamos la victoria de Cristo, la presencia del Viviente en medio de nosotros, presente en la eucaristía. Por ello, deberíamos tener cuidado en nuestra pastoral eucarística, sobre todo en los funerales, cuando —quizás inconscientemente y, sin duda, con la mejor intención— identificamos a Dios con la muerte. Así, cuando hacemos la monición al Padrenuestro señalamos lo difícil que es decir a veces la frase Hágase tu O. CULLMANN, La fe y el culto en la Iglesia primitiva (Madrid 1971). Citado por: M. GESTEIRA, La eucaristía misterio de comunión, 78-80. 46 Ha sido E. Käsemann el que más ha subrayado la importancia de este término como elemento diferenciador con los banquetes funerarios paganos. Cf. E. K ÄSEMANN, Anliegen Anlieg en und Eigenart Eigena rt der paulinischen paulin ischen Abendmahlsle Abendm ahlslehre hre , en: Exegetische Versuche und Besinnungen (Götingen 1970). Citado por: M. GESTEIRA, La eucaristía misterio de comunión, 431. 45
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voluntad . Convertimos así esa hermosa oración en una fórmula de re-
signada aceptación de la voluntad de Dios que queda implícitamente identificada con la muerte. Esta frase no es una aceptación (por otra parte, forzosa) sino un deseo, un grito que brota de los hondones del alma. Pedimos que se haga la voluntad del Dios de la vida, que no quiere la muerte, que está del lado de la vida. Queremos que Dios (y no el tanatorio, ni el cementerio, ni la caducidad) tenga la última palabra. Deseamos fervientemente (no resignadamente) que el tercer día sea del Dios de la vida que resucitó a Nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos47. 4. La eucaristía como lenguaje «total»
Terminaremos esta reflexión haciendo referencia a las «posibilidades comunicativas» de la eucaristía, entre las cuales se encuentra la riqueza simbólica del pan y el vino. Hemos visto más arriba que, por un cierto déficit simbólico que la sacramentaria cristiana viene sufriendo desde Trento Trento (aunque se venía fraguando desde mucho antes), el pan y el vino no son percibidos en muchas ocasiones en su expresiva sencillez, en su riqueza significativa. Pan y vino, «símbolos de la entrega», no son percibidos muchas veces como tales; no evocan, no sugieren, no provocan. Resulta curioso que, en ciertos ambientes pastorales, hayan sido los «monumentos» del Jueves Santo (cuando estos buscan la sencillez expresiva y no el barroquismo) los que han recuperado la expresividad del pan (a veces rodeado de espigas, partido, apoyado sobre un mantel) y del vino (en una copa de barro, a veces rodeado de uvas, etc.). Es como si, al contemplar el monumento, en el ambiente de adoración de esos días de la Semana Santa, los fieles, especialmente niños o jóvenes, se dieran cuenta de golpe de que están ante pan y vino y de lo expresivos y comunicativos que estos, en su sencillez, pueden llegar a ser. Ello nos lleva a una última reflexión en la que tocaremos algunas cuestiones que merecerían un análisis mucho más pormenorizado y riguroso y que sintetizaremos en algunas breves afirmaciones. Hemos asistido a lo largo del siglo XX al nacimiento de eso que se ha venido en llamar «crisis del lenguaje religioso». Junto a las grandes posturas acerAlgunos autores han querido ver algo de ese sentido «vital» y «revitalizador» de la eucaristía en el texto de Hch 20, 7-12, en el que el joven Eutico (¿una joven comunidad?) cae por la ventana y muere, si bien revive después de que Pablo parta el pan y coma. 47
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ca de «lo de Dios» (la creencia, el ateísmo, el agnosticismo y, si queremos, el indiferentismo), se ha generado otra postura que ha sido denominada como «ateísmo semántico» y que vendría a decir que la misma palabra «Dios» es una anti-noción, no dice nada, o lo dice todo, lo que viene a ser lo mismo. No designa nada y por ello, tan absurdo es decir que Dios existe como afirmar que no existe o que no sabemos si existe o no existe. Lógicamente el trasfondo filosófico de esta postura es importante (y variopinto) y debe ser tenido en cuenta: estamos en el ambiente del neopositivismo lógico (en sus diversas ramificaciones), del llamado Círculo de Viena y de las diversas «alas» de Oxford 48, filosofías que sólo aceptan lo empíricamente «señalable» o lo que responde a una formulación lógica (aunque las afirmaciones de este orden serían tan sólo tautologías). Evidentemente, en el marco de estos planteamientos, nociones como «el ser», «la nada», «eternidad», etc. correrían una suerte similar a la de la palabra «Dios»; pasarían a ser, en palabras del Círculo de Viena, Scheinbegriffe, conceptos aparentes pero, en el fondo, pseudoconceptos. En cualquier caso, y teniendo en cuenta las sensibles diferencias entre grupos y escuelas filosóficas que abordan esta cuestión, el resultado ha venido a ser una especie de crisis del lenguaje religioso que hace que el teólogo (el que precisamente se dedica a hablar «de» o «sobre» Dios) y, y, en definitiva, el creyente se vea abocado al mutismo. Curiosamente esa misma incapacidad del lenguaje para expresar la experiencia religiosa la han vivido los místicos de forma muy honda y hasta en ocasiones angustiosa. Por poner ejemplos de ambientes y momentos históricos muy diversos, podríamos citar a Hadewijch de Amberes que afirma: Pueden encontrarse argumentos y neerlandés suficiente para lo que pertenece a la tierra, pero para estas cosas no conozco ni neerlandés ni argumentos...49
O Teresa de Jesús, que en el Libro de la Vida manifiesta en varias ocasiones esa incapacidad. Así, cuando intenta describir el cuarto grado de oración, afirma con cierta gracia: Y es ansí que, cuando comencé esta postrera agua a escribir, que me parecía imposible saber tratar cosa más que hablar en griego, que ansí es ello dificultoso; con todo esto lo dejé y me fui a comulgar 50. Una buena síntesis de estos planteamientos puede consultarse en: D. A NTISERI, El problema del lenguaje religioso (Madrid 1974). 49 Puede verse en: Flores de Flandes (Madrid 2001) 103. 50 Libro de la Vida, 18,7. La obra de la Santa de Avila está plagada de referencias en este sentido. 48
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Por último, Teresa de Lisieux, con un lenguaje delicado y aparentemente adolescente, afirma en una de sus cartas: sur la terre d’exil les paroles sont impuissantes à rendre toutes les les vibrations de l’âme 51. Frente a esa dificultad intuida siempre, pero convertida ahora en negación intelectual de toda posibilidad de discurso sobre Dios, la teología cristiana (en el sentido más amplio de ambas expresiones) ha echado mano de ciertos lenguajes «alternativos», lenguajes que no han sido inventados en nuestros días, sino que se encuentran en la más antigua y honda tradición cristiana, tales como el silencio, la teología negativa, la teología narrativa, el símbolo... y también la teología humilde. Los repasaremos muy brevemente. Una posibilidad de lenguaje sobre Dios es —aunque pueda parecer paradójico— el silencio. Lógicamente no nos referimos al silencio como mera negatividad, como ausencia de sonido o de palabras (eso sería, más bien, mutismo). Nos referimos al silencio como lenguaje, como expresión, como capacidad de escucha que se convierte en capacidad de mostrar la enormidad del misterio, su grandeza y, consecuentemente, la incapacidad humana para traducirlo en palabras 52. Es el silencio de los místicos, el silencio convertido en adoración y respeto del misterio, es la música callada y la soledad sonora de San Juan de la Cruz. Es en definitiva una actitud espiritual con la que se dice mucho: dejar a Dios ser Dios, más allá de nuestras categorías siempre estrechas. Es una forma de orar. Valgan los versos de una canción de Juan Peña «el lebrijano» que, aunque provenientes de un ambiente no estrictamente teológico, esconden una honda sabiduría: Unos le rezan a Dios; otros le rezan a Alá; y otros se quedan callaos... que es su forma de rezar.
Otra posibilidad de lenguaje alternativo vendría ser la llamada «teología negativa» que también goza de una antiquísima tradición en la cultura cristiana, que se remonta a Nicolás de Cusa y hasta el Pseudo Dionisio, pasando por otros muchos. Tendría Tendría dos versiones o modalidades. La primera consistiría en reconocer que no podemos afirmar nada sobre Dios (lo que es, dónde está, su voluntad), pero sí podríamos indicar (denunciar) lo que Dios no es, dónde Dios no está, lo que Dios no LT 109-v. Sobre las posibilidades y los límites del silencio como lenguaje, es muy esclarecedora la reflexión de H.U. VON BALTHASAR, Palabra y silencio, en: Ensayos teológicos I (Verbum Caro) (Madrid 1964) 167-190. 51 52
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quiere. Este método late implícitamente en algunos planteamientos de la teología de la liberación, la denuncia continua y valiente del anti-reino (aunque, lógicamente, estas teologías tienen sus presupuestos y su concepción previa de los valores del reino). La segunda vertiente (a la que históricamente se ha denominado propiamente teología negativa o apofática) consistiría en presentar a Dios como la superación de los contrarios, es decir, como lo que está siempre más allá de nuestras categorías humanas. De este modo —y aunque pueda parecer sorprendente— podemos afirmar de Dios una cosa y su contrario, «A» y «no A», porque Dios es más que «A». De hecho el creyente sensato intuye que esta teología negativa puede actuar —al menos en ciertos momentos y discursos— como una buena vacuna para medir nuestras afirmaciones sobre Dios y en definitiva para no pronunciar el nombre de Dios en vano. De Dios podemos afirmar que es justo (parece innegable desde la Revelación), pero podemos decir también que no es justo en el sentido en que nosotros muchas veces empleamos esta palabra. O que es bueno, pero no en la acepción que a veces tiene la palabra «bueno». O incluso que es «padre» (en este caso parece algo más evidente, ya que nace de la autoridad de Jesús mismo que se dirige así a Dios). Sin embargo somos conscientes de que Dios no es «padre» en sentido humano y de que la palabra «padre» puede inocular una imagen horrible de Dios en un niño que ha vivido experiencias traumáticas en este sentido, algo tan frecuente por desgracia en nuestros días. Por ello, el Antiguo Testamento evitó en ciertos momentos esta denominación. Por ello, el Padrenuestro (en la versión de Mateo), la oración sencilla, honda, que resume las claves fundamentales de una actitud religiosa honesta, tras llamar a Dios Padre, inmediatamente nos recuerda que es un Padre «que está en los cielos» (en tois ouranois ), un Padre trascendente, un Padre que está más allá de las categorías y de las imágenes humanas. Así pareció entenderlo también Santa Teresa Teresa cuando señala comentando esta oración que: hanos de consolar en nuestros travajos como lo hace un tal Padre, que forzado ha de ser mijor que todos los padres del mundo; porque en El no puede haver sino todo el bien cumplido53.
En tercer lugar, la teología cristiana ha prestado en los últimos decenios bastante atención a la llamada teología narrativa 54, teología que 53
Camino de Perfección, 44, 2.
Una buena síntesis en: M. S CHNEIDER, Teología Como biografía; una fundamentación dogmática (Bilbao 2000). 54
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hunde sus raíces en la Escritura misma, en el mundo semítico en el que lo narrativo tiene una importancia especial. Así, el «credo» judío empieza recordando una historia: mi padre fue un arameo errante... (Dt 26, 1-12). Es una teología más vital que pone el acento en la intervención de Dios en la Historia (y en las historias), en su presencia y en su acción salvífica entre nosotros. El mismo Jesús la utiliza con frecuencia a lo largo del Evangelio. Así, ante la pregunta: ¿quién es el prójimo? Jesús no responde con un tratado, ni con una definición entrecomillada de la plesíon), sino con una narración, con una historia: palabra «prójimo» ( plesíon Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores (Lc 10,29-37).
Otro posible lenguaje alternativo que goza de cierto prestigio en determinados ambientes es lo que podríamos denominar «teología de la praxis», entendiendo ésta no como una reflexión teórica sobre el concepto «praxis» (una teología regional o de genitivo en definitiva), sino más bien como un discurso sobre Dios que emerge de la praxis liberadora, de la acción por la justicia y la paz, del trabajo por los más desfavorecidos. Esta praxis liberadora puede convertirse así en un estupendo lenguaje que al subrayar y mostrar la fraternidad humana, nos hable también (quizás implícitamente) de la paternidad/maternidad divina y de la filiación: «si somos hermanos, hay un Padre»; o mejor aún: «somos hermanos porque hay un Padre». Indudablemente, un lenguaje lleno de expresividad, de riqueza, de poder evocativo es el lenguaje del símbolo. Lo simbólico forma parte esencial no ya de lo sacramental, sino incluso de la entraña misma del cristianismo y de la experiencia religiosa. Es un tema sobre el que se ha escrito mucho y sobre el que la teología (especialmente católica) arrastraba, como veíamos al inicio de este trabajo, un cierto déficit debido a causas muy variadas. Pues bien, la teología (sobre todo en el ámbito de lo sacramental) ha redescubierto las infinitas posibilidades del símbolo como lenguaje55. Por sus características el símbolo llega a los ámbitos de la realidad a los que no llegan otros lenguajes más técnicos o unívocos, menos evocativos. Asimismo, el símbolo no destruye el misterio, no lo explica, sino que lo revela sutilmente (desvela velando); el símbolo es tendencialmente comunitario (agrupa, congrega, aglutina en torno a una posibilidad de sentido); se complementa con la palabra (que lo orienta para que no se disperse peligrosamente); tiene un cierto senBasten tres enfoques bastante lúcidos: L.M. CHAUVET, Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia cristiana (Barcelona 1991); A. FERRÁNDIZ GARCÍA, La teología sacramental desde una perspectiva simbólica (Barcelona 2004); J. MARTÍN VELASCO, El hombre, ser sacramental. Raíces humanas del simbolismo (Madrid 1988). 55
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tido profético (ya que señala lo que verdaderamente tiene valor) y, por ello, es generador de esperanza (hay sentido o hay, al menos, posibilidad de sentido). Por estas características y por otras muchas, el símbolo se convierte en un lenguaje teológico especialmente importante y significativo, un lenguaje que apunta hacia los hondones de la realidad misma donde se produce el encuentro con el misterio de la existencia que para el cristiano es también el Misterio de la salvación. Por último, entre estos posibles lenguajes alternativos alter nativos nos atreveríamos a incluir uno que en principio puede sonar como una apologia pro vita sua o como un último y desesperado intento de defender el discurso racional y conceptual sobre Dios, pero no es así. Se trata, más bien, de recuperar el estilo que la verdadera teología, la gran teología ha tenido siempre y que podríamos calificar como (valga la expresión) «teología humilde», o usando las palabras de dos grandes teólogos de nuestro tiempo, como teología que dobla las rodillas 56 o como teología orante y arrodillada 57, es decir, como una teología (que sin renunciar a serlo58) se hace en obediencia a la Palabra, a la Revelación, es decir, al Misterio. Más aún, nosotros como cristianos consideramos que el centro de nuestra fe, la piedra angular (y también la piedra de escándalo) es la afirmación de Jn 1,14: la Palabra se ha hecho carne ( Ho Logos sarx egéneto). Siendo ese axioma (esa persona) el centro y el sentido de nuestra fe, no podemos dejar de ser teólogos, es decir, de hablar sobre el Dios que se nos ha revelado; no podemos dejar de ser ecos de la Palabra, del Verbo, del Logos... Con originalidad denuncia J.I. González Faus la tendencia posmoderna (incluso entre creyentes) a citar acríticamente el adagio de Wittgenstein (casi como una pose intelectual que bajo apariencia de serena tolerancia y sabiduría, acaba cerrando las puertas a todo discurso teológico o metafísico) con el que éste concluía el capítulo VII de su Tractatus: de lo que no se puede hablar se debe callar (Wovon man nicht sprechen sprec hen kann, darüber darüb er muß man schweigen schw eigen ). González Faus da la vuelta a dicho adagio y recuerda a un «amigo agnóstico» que de lo que no se puede hablar, hablar, a veces es preciso intentar hablar 59. K. RAHNER, Siervos de Cristo. Meditaciones en torno al sacerdocio (Barcelona 1970) 80. 57 H.U. VON BALTHASAR, Teología y santidad , en: Ensayos teológicos I (Verbum Caro) (Madrid 1964) 266-267. 58 Es una teología arrodillada y obediente, pero no acomplejada, ni una teología que renuncia a su propio método y características. Cf. en este sentido el lúcido análisis de A. CORDOVILLA, «Teología es pensar». La relación entre teología y filosofía en K. Rahner : Estudios Eclesiásticos 79 (2004) 395-412. 59 J.I. GONZÁLEZ FAUS, Carta a un amigo agnóstico (Barcelona 1991) 4. 56
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Y este lenguaje, que no pierde su carácter de lenguaje alternativo (al menos frente a una teología soberbia, que se s e pone por encima del Misterio y no a su servicio, teología sentada en expresión también de von Balthasar y en contraposición a la teología arrodillada de la que hablábamos antes), no ha sido exclusivo de los teólogos profesionales, académicos o de teólogos de «laboratorio», sino que ha estado presente en experiencias muy profundas de Dios, en trayectorias vitales y existenciales, alejadas en principio de la mera especulación teológica abstracta. Valgan dos ejemplos de muy diversa procedencia e índole: Gregorio Magno en su Regla Pastoral (II, 4) com o el hablar habl ar impruden impr udente te conduc con duce e al error erro r, también tamb ién el afirma: Así como silenci sile ncio o impruden impr udente te deja en el error erro r a los que tendría ten drían n que ser instruidos. Y Ana Magdalena Bach, en su maravillosa Pequeña Crónica ,
refiriéndose a la música y a la experiencia religiosa de su marido, señalaba: las palabras no pueden expresar lo que dice la música. Más no por eso despreciaba Sebastián la palabra 60. En ese marco y con esas condiciones, es posible, es deseable, es un imperativo cristiano el hablar de Dios, el hablar sobre Dios. Lógicamente ninguno de estos lenguajes por sí solo puede dar razón plenamente de la experiencia cristiana. Ninguno debe ser absolutizado (quizás lo que en ciertos momentos le ha ocurrido al lenguaje conceptual discursivo) porque entonces se pervierte y se convierte en «peligroso». Un silencio que no pretende nada más puede convertirse con facilidad en un escapismo egoísta, en la huida del que no quiere escuchar el clamor de los pobres, de los necesitados, de la realidad y convierte la experiencia cristiana en una experiencia estética vacía, en un cómodo silencio que nos aísla de los ruidos de este mundo y que nos evita la fastidiosa tarea de tener que decir algo. La narración o el símbolo pueden deslizarse hacia lo indefinido, pueden pervertirse y convertirse en instrumentos de algo muy distinto al sentido cristiano. El símbolo requiere la palabra y —sin que ésta lo asfixie (el «monicionismo» que a veces empobrece nuestra liturgia)— necesita de un logos que evite que lo que puede ser icono se convierta en ídolo. Nadie como los grandes autoritarismos de todo tipo ha sabido de este poder tremendo de los símbolos (banderas, himnos, trajes, bailes, emblemas). Por ello los han ensalzado y manejado astutamente, supliendo en muchos casos una carencia total de andamiaje intelectual. Tampoco Tampoco el lenguaje de la praxis está exento de riesgos y perversiones. Una praxis que, por ejemplo, se limite al objeto material de su acción se convierte pequeña crónica crónica de de Ana Magdalena Magdalena Bach Bach (Barcelona Ana Magdalena BACH, La pequeña 2000) 161-162. 60
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con facilidad en mera ideología, en activismo comprometido pero desorientado (en el sentido más genuino de esta palabra). En definitiva estos lenguajes no sólo se complementan entre sí, sino que además se requieren, se necesitan, se corrigen. Juntos apuntan hacia lo esencial del misterio que es inefable pero que no es un absurdo, ni un sinsentido. Pues bien, toda esta reflexión (que, repitámoslo, necesitaría un análisis mucho más riguroso y preciso) nos lleva a sugerir que la eucaristía se presenta como «lenguaje total» como un acto de comunicación (en el sentido fuerte de la expresión, como acto perlocutivo o performativo) en el que confluyen todos estos lenguajes y que, por ello, tiene una fuerza expresiva y transformadora extraordinaria. Es aquella lex orandi que tanto fecundó la lex credendi en tiempos de los Padres. Veamos someramente (y sin la menor intención de exhaustividad) de qué forma están estos lenguajes presentes, aun reconociendo que luego la concreción litúrgica y pastoral puede dejar mucho que desear o que en ciertos momentos han podido descuidarse unos «lenguajes» u otros. En primer lugar hay que subrayar la importancia que la liturgia eucarística concede al silencio en diversos momentos de la misma. En otro foro hemos señalado la dificultad que la comunidad cristiana actual —en términos generales— siente para integrar el silencio en sus celebraciones. Se trata probablemente de un problema más amplio y general que afecta a cuestiones hondas de la vida de los seres humanos en nuestra sociedad actual. En cualquier caso, el silencio ocupa o debería ocupar un lugar importante en la celebración. Es el silencio que posibilita la Palabra, la escucha, la petición, la adoración, la petición de perdón. Es el silencio que enmarca y hace posible la experiencia de Dios. Valga como colofón la opinión de J. Aldazábal al respecto: El silencio —callar y escuchar— es uno de los gestos simbólicos menos entendidos (y practicados) de nuestra liturgia. Hasta parece poco coherente con la consigna general de la reforma litúrgica: ¿no se trata de «participar activamente» en la celebración? Sin embargo la Constitución de liturgia (SC 30) ya ponía como uno de los medios «para promover la participación activa», además de las respuestas, cantos y gestos, también el silencio61.
También está presente en la eucaristía, aunque ello pueda sorprender, una cierta teología negativa, ya que al pedir al pedir perdón y al pedir por las necesidades del mundo, por la paz, por la justicia, por los marginados y enfermos, por todos aquellos que son víctimas del mal o 61
J. ALDAZÁBAL, Gestos y símbolos (Barcelona 2000) 159. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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de la negatividad de la historia en sus diversas formas, estamos también denunciando esa negatividad, señalando que vivimos gozosa y agradecidamente en el «ya», pero sometidos dolorosamente al «todavía no» que no se puede ni se debe banalizar si no queremos caer en un pseudopentecostalismo desencarnado e iluso. Más aún, está también presente, en determinados momentos de la celebración, una cierta teología negativa en el sentido más clásico c lásico (como teología apofática) ya que reconocemos que «no somos dignos» de entrar en el misterio de comunión, en la casa del señor, pero que solamente su Palabra nos sana, su Palabra que está más allá de nuestras categorías. En varios momentos de la eucaristía (ya desde el principio: antes de celebrar estos sagrados misterios) reconocemos que el Misterio nos desborda, que entramos en tierra sagrada y que debemos hacerlo en una actitud determinada, descalzos de nuestras seguridades y certezas. Ese espíritu debería impregnar de algún modo nuestras homilías en las que remitimos a la Palabra (y la aplicamos a la vida) pero sin convertirlas en charlas, en opiniones personales, en conferencias... 62 Muy presente está en nuestra eucaristía el lenguaje narrativo. La reforma litúrgica que arranca del Concilio Vaticano II ha insistido sobremanera en la importancia de las lecturas (la proclamación de la Palabra) intentando subsanar un déficit importante que se ha venido dando durante siglos. La Palabra está unida íntimamente a toda la liturgia eucarística. No es un apéndice o una preparación de tipo catequético. Sacrosanc anctum tum Concil Concilium ium: palabra y eucaComo señala la Constitución Sacros ristía están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto (SC 56). Pero el lenguaje narrativo presente en la eucaristía no se
limita a la proclamación de la Palabra, está también presente en muchos momentos de la celebración que tienen ese carácter fuertemente anamnético, que actualizan y hacen presente «lo que pasó» (que sigue pasando y que llegará a su plenitud en el banquete definitivo); se trata de la dinámica del zikkaron hebreo, del tiempo salvífico ondulante que se entremezcla con la urdimbre del tiempo histórico o físico. Indudablemente, el momento estelar de esa memoria (que se remonta al mandato mismo del Señor en Lc 22,19 y en I Cor 11, 2425) es el llamado «relato de la institución» en la Plegaria eucarística, en el momento más solemne y denso de nuestra celebración. Es muy significativo que en algunos países de fuerte tradición protestante (Islandia) el sacerdote se quite la casulla para predicar y se la vuelva a poner para continuar con la celebración eucarística. Es un gesto que muestra cómo la predicación nace de la Palabra y remite a la Palabra... pero no es la Palabra; nuestras palabras humanas no pueden ser confundidas con la Palabra de Dios que nos trasciende. 62
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Aunque aparentemente no sea tan evidente su presencia, no está (o no debería estar) ausente de nuestras celebraciones eucarísticas el lenguaje de la praxis. Quizás en cuatro momentos especiales se puede detectar su presencia. Primero en las peticiones de perdón que, si son bien vividas, con autenticidad, deben suponer un compromiso de vida. En segundo lugar, en todo lo relacionado con la comunión (y, por tanto, como algo inherente a toda la celebración), ya que al creer, confesar y proclamar que la salvación se hace presente en la comunión o, al revés, que la comunión es ya salvación, entonces nos ponemos al servicio de esa comunión y nos comprometemos con un estilo de vida fraterno, comunional. También las preces, en las que tenemos presentes a los más necesitados (de pan, de justicia, de cultura, de salud, de ánimo...) nos ponemos implícitamente al servicio de la causa del reino. Sería una burla macabra el pedir por los más necesitados y fomentar en nuestras vidas (activa o pasivamente) todo aquello que produce necesitados. Por último, el envío final de la misa (aunque quizás no esté muy bien reflejado en nuestras fórmulas litúrgicas) debería percibirse como un verdadero envío. Todo sacramento, pero especialmente la eucaristía, tiene ese carácter misional: se nos manda al mundo con una misión. El sacramento no se cierra sobre sí mismo en una especie de burbuja aséptica de lo sagrado (separado de lo mundano, de lo profano, de la historia) sino que nos envía a ser semillas s emillas de lo celebrado, precisamente ahí: en lo mundano, en lo profano, en la historia... 63 Sin caer en un activismo de sabor pelagiano, ni en una piedad del compromiso que asfixie el carácter de don, de fiesta, de gracia que tiene la eucaristía y toda la historia de salvación, prescindir de este carácter misional y transformador de los sacramentos supondría caer en todo lo que los profetas denunciaron del culto vacío. En cuanto a la presencia del lenguaje simbólico, no debemos insistir mucho en ello, puesto que lo hemos tratado ampliamente al abordar las connotaciones y evocaciones del pan y del vino, «símbolos» principales de la eucaristía. Pero quizás sí convendría insistir en la necesidad de que esos símbolos vayan insertos en un contexto gestual. El pan y el vino (como la presencia de Cristo en la eucaristía) no son símbolos estáticos; es pan bendecido, elevado, partido, repartido y comido; es vino Es célebre en este sentido la hermosa explicación de San Juan Crisóstomo que habla de una doble conversión eucarística: la de los dones en el cuerpo y sangre de Cristo y la conversión de los bienes de este mundo en bienes compartidos. Mientras que la primera conversión compete fundamentalmente al sacerdocio ministerial, la segunda corresponde fundamentalmente al sacerdocio común de los fieles. Cf. M. G ESTEIRA, La eucaristía misterio de comunión, 653-654. 63
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bendecido, elevado, distribuido y bebido. Sin ese marco de gestualidad (serena, sin aspavientos ni teatralismos), los símbolos del pan y el vino pierden parte de su fuerza y de su expresividad, se devalúan como lenguaje simbólico. En el mismo sentido, también convendría redescubrir y cuidar más otros gestos que tienen lugar a lo largo de la eucaristía y que, según los contextos y las situaciones, deberían ser más puestos de manifiesto. Pensemos en el gesto de la paz (heredero de una rica tradición litúrgica y antropológica), en la proskínesis y en otras posturas orantes a lo largo de la celebración (por ejemplo en el Padrenuestro), tanto del presidente como de la comunidad. Hay liturgistas que consideran que este ha sido uno de los fracasos de la reforma litúrgica del Vaticano II: una litúrgica hierática, gestualmente atrofiada, inexpresiva, chata. Por último, también en la celebración eucarística se hace presente eso que hemos venido en llamar teología humilde, es decir, teo-logía y, por tanto, discurso sobre Dios, pero discurso hecho a la luz de la Palabra y en obediencia a la Palabra —emitida y recibida desde el silencio—, discurso que se rinde en actitud de adoración ante el Misterio que proclama, que anuncia, que balbucea; esa teología humilde no debe estorbar a los otros lenguajes presentes en la celebración eucarística, más bien los ilumina, los articula, los orienta. Es la vieja intuición escolástica, expresada en las aparentemente rancias categorías hilemórficas de la «materia» y la «forma». Esa teología humilde se hace especialmente presente en la homilía, en las moniciones y en otros momentos de la celebración. Todos estos lenguajes actúan conjuntamente, se iluminan mutuamente, se articulan entre sí de modo que apuntan y orientan a la comunidad hacia el Misterio que, a su vez, v ez, se hace presente a través de la mediación celebrativa, comunitaria (eclesial) y ministerial. Es la presencia de Cristo como presencia donada, entregada, vivificante... pascual. Es la actualización de la muerte y la resurrección de nuestro Señor, Señor, Misterio que celebramos y que nos da la vida y que nos revela, a su vez, el proyecto de Dios para el ser humano. Es la maravillosa intuición que esconde la aparentemente inocente frase de Pilato en el Evangelio de Juan, cuando éste, quizás con la intención de provocar la compasión de los presentes y de salvarle, exclama Ecce homo. He aquí al hombre, al hombre perfecto, al hombre entregado, donado, casi desangrado. Este es el hombre que ha dejado en manos del Padre su voluntad y su destino. El hombre que no ha sido dueño de sí, sino que lo ha dado todo (su cuerpo y su sangre) por nosotros. A nosotros nos toca, con la gracia de Dios, parecernos a ese hombre perfecto (ser imágenes de la Imagen) o cerrarnos en el hombre cerrado en sí mismo, dueño de sí, © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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FERNANDO MILLÁN ROMERAL OCARM
idolatrado en su pequeñez y estéril en su egoísmo. Ese hombre, en definitiva que tan bien supo reflejar el poeta Manuel Altolaguirre en un breve poema titulado precisamente El egoísta: Era dueño de sí, dueño de nada. Como no era de Dios ni de los hombres, nunca jinete fue de la blancura ni nadador ni aguila (...). Era dueño de sí, dueño de nada64.
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En M. ALTOLAGUIRRE, Poesías completas (Madrid 21987) 154. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
La cruz el rostro más humano de Dios: Propuesta teológica como alternativa cultural Eloy Bueno de la Fuente
En el seno de una civilización que ha centrado la felicidad en la búsqueda del bienestar parece intelectualmente inadecuado y políticamente incorrecto hablar de la cruz y reivindicar su relevancia. Ahí sin embargo se encuentra el manantial en el que la fe cristiana encuentra su originalidad, desde la cual podrá lanzar su provocación a una cultura cerrada en sí misma y acostumbrada a lanzar sus desafíos a la fe. Sin la interpelación de la cruz el mensaje cristiano perdería su «diferencia» y la cultura de la globalización (extraña alianza entre modernidad y postmodernidad) un criterio de discernimiento, más aún, un aguijón que la empuja a la autocrítica y a la conversión. 1. La perplejidad de una paradoja singular Tenemos que profundizar en la tesis de fondo de nuestra exposición que desvelamos honestamente desde el principio. Para comprenderla en toda su amplitud, profundidad e implicaciones, deberemos mirar de frente el carácter paradójico de la afirmación que hemos establecido. Sólo entonces podremos hablar con convicción de peculiaridad del cristianismo y de aportación genuina a nuestra civilización (incluso como una propuesta de alternativa). Respecto a Dios, hablar de la cruz sorprende como una contradicción, pues cruz y Dios parecen dos términos que se excluyen mutuamente. Los cristianos estamos habituados a contemplar la cruz y a considerarla como un signo de nuestra fe. Este hábito acaba fácilmente por diluir su carácter sorprendente: ¿cómo es posible pensar que el Hijo del Dios eterno, y por ello el mismo Dios, se encuentre en la cruz, que la cruz sea vida de Dios y palabra para los seres humanos? Desde el punto de vista no cristiano la sorpresa alcanza un nivel máximo, pues considera radicalmente irreconciliables la cruz y la divini© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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dad. Ya los primeros críticos del cristianismo expresaban su extrañeza y su repulsa ante semejante concepción. Dios y la divinidad estaban vinculadas con la imagen o la representación representación de majestad, de poder, poder, de felicidad, de transcendencia (¿no es Dios, como exige la razón, el omnipotente, el eterno, el creador, creador, el juez y soberano de todas las cosas?). cos as?). Respecto al hombre , también la cruz (por lo que significa de dolor, de fracaso, de muerte) aparece como algo a evitar, como algo indigno, como un atentado contra la vida, que es en realidad la meta a la que aspira el ser humano. ¿No es una reacción natural y espontánea aspirar a la integridad y plenitud de la existencia? No sólo el hombre experimenta una reacción instintiva a rehuir la cruz, sino que experimenta igualmente un rechazo a esperar la salvación o la restauración de sus heridas humanas merced a la acción de un agonizante. ¿No ha de ser el héroe, el sabio, el poderoso, el genio, el ejemplar humano capaz de aportar algo original y positivo al futuro, al desarrollo y al progreso de la humanidad? Respecto a Jesucristo , también la cruz parece inconveniente e inadecuado. ¿No convierte su figura en algo deforme y carente de todo atractivo y seducción? El Jesús proclamador del Reino de Dios, el que contaba parábolas y defendía a los pobres, el que consolaba a los afligidos y curaba a los enfermos, el que proclamaba la misericordia del Padre y ofrecía reconciliación a los pecadores y esperanza a los humillados, atrae y seduce. Pero en nuestra sociedad (y especialmente en las generaciones jóvenes) ¿no provoca distancia y resistencia?, ¿no resulta algo inhumano y antinatural? Incluso desde el punto de vista de la relación con aquel a quien llamaba «abba» ¿no plantea numerosos problemas el hecho de que le haya dejado en la cruz, abandonado y solo? ¿No provocó esa situación escarnio, chanza y denuncia por parte de quienes contemplaron el final de la vida de Jesús? La misma tradición judía había denunciado como maldito a quien acabara pendiendo de una cruz, pues era signo de la condena divina. Los intelectuales romanos y helenistas consideraron igualmente como abominable y horrendo el hecho de morir en la cruz. ¿No parece la cruz en consecuencia la refutación de las pretensiones de Jesús y el obstáculo mayor para quienes se hubieran dejado contagiar o seducir por sus bellas palabras y por sus acciones generosas? La cruz nos aparece como un dato obvio e indiscutido, por la costumbre y la rutina. Cuando la consideramos de frente, o cuando intentamos contemplarla con los ojos de quienes no están acostumbrados a ella, muestra todo su carácter llamativo y sorprendente: ¿no resulta poco obvio, y hasta contradictorio, que la cruz pueda ser signo de salvación y que podamos llegar a hablar de un Dios crucificado? En la © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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aceptación de esta paradoja se encuentra sin embargo el núcleo central de la fe cristiana y su aportación a la comprensión de Dios y del hombre. Más aún: aporta elementos sustanciales para enriquecer la razón humana (y por ello su visión de la realidad), y por ello puede con propu esta cultural cult ural y de modo de vida, que por ello vertirse en una propuesta debe ser defendida y proclamada frente a otras concepciones del mundo y del hombre. Lo que está en juego en la defensa del sentido de la cruz no es solamente la identidad del misterio y de la revelación cristiana sino el destino y la orientación de nuestra civilización. 2. La cruz como encrucijada para una civilización En nuestra cultura actual y en el estilo de vida de nuestros contemporáneos existe una fuerte tendencia a oscurecer la luminosidad de la cruz, a desdibujar sus perfiles y sus contornos. Esta actitud generalizada está sostenida, estimulada y apoyada por cualificados portavoces que se oponen al Crucificado como símbolo religioso o como proyecto de vida. La figura de Jesús puede resultar seductora para muchos y por muchos motivos, pero los ánimos se debilitan si se coloca en el centro la cruz y la agonía de un moribundo. Esta actitud sin duda está muy presente en España. Tiene unas raíces más hondas, que no vamos a sondear con detenimiento. Resulta necesario sin embargo traer a la memoria un precedente muy significativo: el grito de Nietzsche «¡Dionisio contra el Crucificado!». Nietzsche se consideraba a sí mismo como portador de una «misión dionisíaca»: reivindicar al Dios Dionisio, el más joven de los dioses, que ofrecía la «religión de la Vida» como alternativa a la religión cristiana y a la moral tradicional. La fiesta, la orgía, el canto, la danza, el frenesí, el desenfreno hasta la pérdida de la conciencia, es decir, la religión dionisíaca, parecía el único medio de escapar a la tristeza y los dolores de la existencia y de la propia individualidad para reencontrarse y reintegrarse en la plenitud, aunque sea cruel, de la Naturaleza y de la Vida, en la intensidad de su fluir inacabable. Frente a Dionisio y sus promesas, el Crucificado no parece más que la negación clamorosa de la vida y la cruz el más funesto de los árboles. Esta oposición se va mostrando cada vez más radicalmente en el pensamiento de Nietzsche. No sólo proclama en un primero momento «Dionisio o el Crucificado» sino que al final debe estallar la contradicción, la alternativa irreconciliable: Dionisio contra el Crucificado . En definitiva la cruz, y por ello el crucificado —y los crucificados— quedan excluídos, rechazados. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Pero junto a esta reacción antimoderna, representada por Nietzsche, se encuentra igualmente la dinámica inmanente a la modernidad. Como observa D. Innerarity en La sociedad invisible, cuanto mejor les va a los hombres, menos consideran aquello gracias a lo cual les va bien; dentro de la misma lógica, cuantas más cosas negativas desaparecen, peor toleran lo negativo que permanece. Por eso resulta tan instintiva la marginación de la cruz, podemos decir. El mismo autor va más allá de esos síntomas, s íntomas, remontándose hasta sus raíces: la Ilustración quiso eliminar no sólo los motivos del temor, sino también el miedo constitutivo de la condición humana, es decir, aquello que hace patente su fragilidad y vulnerabilidad. Ambas líneas de pensar y de sentir (la modernidad y la antimodernidad) pueden abocar fácilmente en una opción pagana en cuanto niega la existencia de un rostro personal que, desde más allá de las paredes del mundo, interpela al hombre y se solidariza con él en su fragilidad. Sin este presupueso el ser humano queda reducido a una condición trágica que bloquea el desarrollo de su dignidad insuperable, aún en su sufrimiento y en su angustia. Vamos a mostrar tres ejemplos de la actualidad española, que a través de tres conocidos portavoces muestran los distintos rostros de la misma resistencia ante la cruz: la postura explícitamente pagana en clave dionisíaca, el hedonismo ilustrado que muchas veces está habitado por un cinismo no reconocido, la relegación del individuo concreto en una tragicidad ineludible ya que no pasa de ser un recurso, en definitiva un objeto. 1. Teren erenci ci Moix Moix en El Peso de la Paja , el primer volumen de sus recuerdos autobiográficos, menciona el día en que descubrió una «imagen del horror que nunca me ha abandonado: un hombre desnudo, clavado en una cruz, con las manos y los pies chorreando sangre y, en los labios, un sesgo de agonía»; «aquella visita al Gólgota me dejó cicatrices que tienen muy mala sombra». Esta experiencia adquiere todo su alcance y relieve cuando la explica desde la contraposición entre la Semana Santa y la Pascua, como alternativas que representa dos modos de vida, a dos concepciones globales de la experiencia, dos tipos de civilización. «Fui niño de Pascua, niño de la alegría inconmesurable de la Pascua de resurrección, criatura ávida de todos sus obsequios... Desprovista de su carga religiosa, la resurrección de Cristo toleraba todas las intromisiones paganas..., el desbordamiento de la alegría... Esta era mi pagana verdad y no otra. Durante los lúgubres rituales de la Semana Santa, las necesidades de la religión volvían a chocar con los de mis antojos. Sólo entendía que los dones de la vida se me retrasaban. Por el contrario, durante el júbilo de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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la Pascua mis antojos correspondíanse con los del mundo, mis necesidades con las de la Naturaleza. Los dones de la vida se me ofrecían por fin a manos llenas, confirmando la victoria de la primavera». Para quien piensa que «la alegría de la carne es el supremo reclamo del paganismo» es evidente que la cruz y el Crucificado representan «la absoluta anulación de la vida». La búsqueda del disfrute de la vida y del goce de los bienes mundanos y corporales no debe ser condenada de principio. La creación es buena y hermosa y el mundo está pensado y regalado al hombre para un banquete permanente. Pero el mundo, el cuerpo, la naturaleza, existen en un mundo herido, poblado de criaturas débiles y frágiles. El problema que plantea esta constatación es el modo de articular ambos hechos: la bondad del goce de la creación con la solidaridad y respeto ante los pobres, débiles y heridos. Es la gran pregunta que se plantea ante la conciencia humana y ante el proyecto de toda civilización. La opción radical y absoluta por la «alegría de la carne» ¿puede no tener repercusiones en la consideración de los «crucificados», «moribundos» y «ensangrentados» que han de quedar relegados y marginados, como un obstáculo y un fastidio? 2. El rechazo rechazo de la cruz, cruz, y por ello la la incompren incomprensión sión de la paradoja paradoja cristiana, puede conducir —y de hecho fácilmente conduce— a las posturas inhumanas de la indiferencia o de la insensibilidad, por ello a la clausura en el propio círculo narcisista del egoísmo y de la manipulación del otro. Desde el punto de vista cristiano, como veremos posteriormente, la cruz (en cuanto es «exigencia» o «consecuencia» del amor) debe optar por el otro especialmente cuando se encuentra en necesidad: el amor auténticamente generoso —el que toma en serio la cruz— reconoce la precedencia del otro. Manuel Vicent en Las horas paganas, selección de artículos periodísticos, deja ver la distancia e irresponsabilidad con la que se mira a los otros, especialmente a los «crucificados», cuando el palcer de la vida es la opción prioritaria y el criterio de discernimiento de modos de comportamiento: «Si los actos de placer se pueden realizar en la tierra...dejemos que Dios haga la eternidad... Marchando una de calamares». Convicciones tan nítidas podrían parecer chistosas o irónicas en el caso de que los hombres fuesen islas o piedras. Pero la (presunta) intranscendencia y banalidad de comentarios semejantes s emejantes cuando irrumpe la presencia del otro que interpela desde su mirada menesterosa. Nuestro autor está convencido del avance y progreso de nuestro mundo y de nuestra civilización. En esta línea ascendente Dios ha sido un obstáculo que felizmente ha sido superado. Esta visión optimista y confiada sin embargo debe constatar la existencia de un «reverso» de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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nuestra experiencia. ¿Cuál es entonces la actitud de nuestro autor? «Hay que ser un escritor comprometido. Me gustaría reunir fuerzas más allá de la compasión para luchar personalmente contra la injusticia. Otros lo hacen... En cambio a mí sólo me conmueven los matices de oro podrido al atardecer en el espejo de la dársena. Me gusta sentir el latido del tiempo en la savia de los árboles, trato de celebrar unas nupcias formales con los alimentos primitivos. Bajo esta clase de estética siempre se esconde la putrefacción, lo sé muy bien. Mientras sorbía un granizado de limón a la sombra de las palmeras contemplaba la imagen de varios niños levantados por un mortero. La visión hedonista de mí mismo allí felizmente sentado me llenó de rubor. Entonces tomé la decisión de escribir acerca del sufrimiento de los demás... Creo contribuir a la felicidad universal anunciando al mundo la fórmula de descubrir los mejores melones y cangrejos. Con esto hoy he cumplido». Ni siquiera la máscara de la afectación intelectual puede ocultar el carácter des-humanizador de quien contempla las cruces del mundo desde la distancia. ¿Puede ser esta la palabra definitiva del pensamiento racional o pagano que huye de la interpelación de la cruz? 3. Más cruda cruda y más cruel result resultaa esta pose pose literaria literaria cuando cuando se refierefiere a personas concretas y cercanas. Como ejemplo paradigmático podemos mencionar un pasaje de Francisco Umbral en Las europeas. La novela narra las experiencias del protagonista que, en primera persona, cuenta sus diversas aventuras con mujeres europeas que visitan España a comienzos de los setenta. La frivolidad esconde una actitud cruel que resulta innegable. Anécdotas intranscendentes no consiguen ocultar una concepción antropológica más fundamental: como el yo (o la propia conciencia individual) llega a hacerse insoportable, porque impone la evidencia de una «espantosa soledad», el hombre siente la «devorante necesidad de desaparecer», la aspiración a «deshacerse del yo, olvidarse de él». Para ello se ofrece una vía sugerente: «la enajenación suprema del deseo», el sexo, que permite la mutua desaparición en el otro, evitando el agobio de ser siempre uno mismo, accediendo al noser, ser, a la Naturaleza, a la Vida, a las realidades primarias de la existencia. Desde estos presupuestos se llega a la conclusión fatal: el otro no es más que un medio, un recurso, un atajo, en definitiva un objeto de manipulación, un medio utilizado mientras sirve para conseguir los propios objetivos. En consecuencia no interesan en absoluto las biografías, las tragedias y los aspectos personales de cada una de las mujeres. La cruz de cada una debía desaparecer, en aras de la conveniencia del protagonista. «Me producía fatiga la idea de entrar profundamente en la vida de Guill, en su tragedia... Las historias siempre repetidas, los dolores gratuitos...cansan... Me asustaba el papel de consolador y amigo © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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caritativo de Guill... uno se enamora de un cuerpo sin biografía. ¿Qué tenía que ver la historia triste y larga de Guill con sus piernas finas y firmes?» Todas las mujeres —aquí estalla la más terrible de las consecuencias— son intercambiables, sólo un cuerpo: «En la sombra del lecho son, es, una única y múltiple mujer...siempre mujer...siempre es la misma, una fija y desconocida». Una «antropofagia sexual», un «canibalismo de almas» constituyen la auténtica sabiduría de la vida: es más liberador el sexo que el amor, amor, pues es el que permite la anulación y el olvido del yo. A la luz de estos testimonios literarios podemos percibir que la oposición a la cruz difícilmente puede quedar reducida al ámbito (presuntamente privado) del rechazo del cristianismo sino que repercute en la actitud ante las cruces en que arrastran su vida muchos hombres y mujeres. Por eso hemos de hablar sin reparo de que tales síntomas dejan ver la desnudez inhumana de una civilización que está obligada a medirse por el valor de la cruz, tal como muestra el cristianismo. Puede parecer una consecuencia excesiva, un salto lógico desmesurado: pueden existir muchos no creyentes en Cristo que muestren una sensibilidad sensibilidad cierta y comprometida comprometida con los crucificados. Este hecho no podemos discutirlo, pues sería injusto. Simplemente pretendemos establecer esta doble afirmación: a) quien respete realmente a las víctimas crucificadas, quien tenga ojos y corazón para captar las cruces de este mundo, nunca podrá utilizar el lenguaje que acabamos de exponer; b) un cristiano, precisamente desde la cruz de Cristo, nunca podrá mostrar ningún tipo de insensibilidad ante los dolores de los hombres, sus hermanos (en el caso de que se dé o se haya dado, tales comportamientos, sin ningún tipo de matices, deberá ser considerado como una traición al Dios crucificado). Porque reconoce la cruz, la fe cristiana proclama la precedencia del otro, sobre todo del débil. Y por eso, porque está vinculado a la cruz, porque Dios es así , por eso es tan humano. 3. Una cruz salvadora: la lógica de una paradoja provocadora Desde el punto de vista cristiano hablamos de una cruz concreta: la cruz de Jesucristo. Hablamos por tanto de una cruz que es levantada en el centro de nuestra historia. Desde esta cruz podremos captar la lógica profunda que mueve a la fe cristiana a considerar una cruz como salvadora y a Dios con un rostro tan humano, y en consecuencia a asumir como garantía de la fe la solidaridad con todos aquellos —cada uno de los hombres en realidad— que deben cargar con la cruz que produce tanto nuestra propia existencia finita como las relaciones de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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egoísmo y de crueldad que mueve nuestros propios corazones y nuestras inteligencias. No se trata —y esto debe ser resaltado— de una cruz (sacrificio, sangre, violencia) que sea ofrecida a un Dios airado o colérico, que se muestra justiciero o vengativo respecto a los hombres, por sus debilidades o sus pecados. Determinadas presentaciones de la soteriología cristiana han deformado o unilateralizado unilateralizado la comprensión de la cruz. El pecado que ofende a Dios no debe ser contemplado de modo abstracto, sino en el seno de la historia humana. El pecado no se dirige directamente a Dios, sino más bien a través de la mediación que son sus repercusiones sobre otros hombres. La ofensa a Dios es por ello más bien el dolor de Dios ante el sufrimiento humano provocado por los pecados de los hombres. Este pecado hiere la imagen de Dios que es cada uno de los hombres y atenta contra la integridad y la felicidad de todos los hombres. Es la imagen mancillada del hombre lo que provoca un estremecimiento en las entrañas de Dios. Desde esta óptica podemos comprender el sentido de la cruz de Cristo: originada por las libertades humanas es causa o medio de salvación porque muestra hasta dónde es capaz de llegar el Dios de Dios encarnado. La cruz de Jesucristo va siendo levantada por protagonistas humanos como reacción a su modo de comportamiento, a sus opciones concretas. Esas opciones van siendo provocadas por las circunstancias reales de la historia: por la solidaridad que suscitaban en él las tragedias individuales, que le impedían una actitud de distancia o de indiferencia. Ante las personas concretas en su desventura nunca podría reaccionar Jesús solicitando una ración de calamares o utilizándolos como medio para satisfacer las propias apetencias. Porque no actuó de ese modo es por lo que la cruz acabó siendo una conclusión lógica e inevitable. El modo de la muerte de Jesús no fue más que la conclusión de un estilo de vida: murió así porque había vivido así . Con estos breves rasgos podemos caracterizar el tipo de mesianismo peculiar de Jesús, tal como queda esbozado desde el inicio de su presencia pública en medio de su pueblo. Al salir de la vida privada para afrontar el cumplimiento de su misión Jesús quedó plenamente des-privatizado y ex-propiado en el servicio a la tarea que se le había encomendado: como Hijo y enviado de los últimos tiempos debía aportar el consuelo de Dios en el centro de la desgracia humana. Jesús no vivió más que con ese objetivo, pues en el cumplimiento de ese objetivo, como fidelidad radical, demostró en qué consiste ser el Hijo en cuanto imagen, reflejo, irradiación del Don originario del Padre. El pórtico y obertura de su misión está constituido por el bautismo y las tentaciones, que deben ser considerados como el anverso y el re© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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verso del mismo acontecimiento. Jesús se deja bautizar por Juan para que se cumpla la justicia de Dios (cf. Mt 3,15), es decir, para que se haga patente la misericordia y el consuelo de Dios a favor de los ofendidos y humillados de aquel momento histórico y de los ofendidos y humillados de la historia entera de la humanidad. Porque Jesús se deja bautizar entre un tipo de personas determinado: aquellos que cargaban con el peso de la historia, que no eran tenidos en cuenta por los poderosos y prepotentes, y que por ello no podían depositar su esperanza más que en el acto vengador y reivindicador del Yahvé Yahvé anunciado por Juan Bautista. Ese lugar antropológico queda más precisado a la luz de las tentaciones, que indican otras posibilidades existenciales para Jesús en aquella encrucijada de su biografía: el tentador le ofrece la posibilidad de disfrutar de los bienes del mundo (transformando las piedras en pan), de gozar del aplauso y reconocimiento de los hombres (al mostrar que los ángeles le recogen cuando se tira del pináculo del templo), de ejercer el poder y el dominio (aceptando el gobierno de ciudades enteras). Estas tentaciones, si se desvinculan de la interpelación de la Palabra de Dios —del Dios que habla—, conducen por su lógica interna al paganismo tanto de la ilustración satisfecha como de la obsesión dionisíaca. Tales posibilidades, sin embargo, son rechazadas por Jesús porque, a la luz de la misión recibida, defiende la libertad de Dios, de los hombres, y de él mismo. De Dios, porque éste no se encuentra en los espacios indicados por el tentador. De los hombres, porque no deben caer víctimas de sus deseos inmediatos. De él mismo, porque el modo de su mesianismo no se percibe desde el poder y el placer sino desde la solidaridad y la cercanía a los que sufren, a los que han sido desheredados, a los que caen en la marginación, a los que no son tenidos en cuenta, y por ello reconocen la debilidad de su pecado y depositan su confianza en Dios, que es la única garantía de su futuro y de su esperanza, en definitiva de su reivindicación. La cruz propia de Jesús va a ser levantada a causa de su presencia entre los crucificados del mundo como signo de la preferencia de Dios por ellos. A partir del bautismo y de la superación de las tentaciones Jesús comienza a anunciar el Reino de Dios, el Reinado de Dios, que proclama la dicha y la felicidad de los desfavorecidos debido precisamente a que Dios se encuentra de su parte. El anuncio del Reinado de Dios es el gran jubileo que recupera las añoranzas y las nostalgias de la mañana de la creación: el sábado del goce del cosmos por toda la familia humana y el paraíso como espacio y ámbito de la armonía completa del hombre en todas las dimensiones de su existencia. Es la alternativa © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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(utópica) a la historia irredenta, pero una alternativa que el evangelio trata de hacer experimentable. La acción de Jesús va haciendo realidad el Reinado de Dios mediante gestos precisos y concretos: curando a los enfermos, alimentando a los hambrientos, perdonando a los pecadores, reconciliando a los enemigos, consolando a los tristes, acogiendo a los abandonados... Jesús realiza una opción clara a favor de la vida integral de las personas, que iba quedando violada y hecha jirones a lo largo de los caminos de la historia. Por eso Jesús asume el compromiso de superar todas las barreras, de eliminar las fronteras, de suprimir las exclusiones... La restauración del proyecto originario de Dios se convierte de este modo en el horizonte de la actividad de Jesús, en el contenido y el sentido de su misión. Por ello llega al extremo su solicitud de reconciliación: el amor al enemigo apunta a la raíz última de la exclusión y de la violencia. Por eso se convierte en su mandato más exigente, más radical e «inhumano» (o, mejor, «sobrehumano», ya que desborda enteramente las capacidades humanas; por eso sólo Dios es capaz de «cumplirlo» de un modo consumado). La proclamación de la reconciliación universal desde los que se encuentran en los márgenes provoca la reacción airada de quienes se sienten denunciados. El consuelo de los débiles resulta incomprensible para quienes se encuentran en la posición contraria. La bienaventuranzas llevan implícitas las «malaventuranzas»: ante los tristes es un escándalo la risa frívola de los satisfechos, ante los pobres resulta inaceptable la abundancia de los derrochadores, ante los hambrientos resulta injustificable el exceso de los banquetes sin control... El hombre está llamado a la integridad de su vida ¿pero puede buscarse ésta al margen de quienes son despojados de los elementos que constituyen esa integridad?, ¿son realmente hombres, en el sentido querido por Dios, quienes han cedido a la tentación del placer, del tener, del dominar, aún a costa del olvido de los demás?, ¿no se encuentra la frontera entre lo humano y lo inhumano precisamente en la encrucijada que separa y divide a las «bienaventuranzas» de las «malaventuranzas»? En estas preguntas se plantea por tanto el discernimiento acerca de lo auténticamente humano, acerca de una concepción de hombre que pueda ser presupuesto de una civilización a la altura de esa antropología: ¿hubiera sido Jesús más humano alejándose de los crucificados, y por ello de la cruz? La respuesta de Jesús, la fidelidad constante de su servicio, ofrece una respuesta nítida y tajante. El había sido enviado para ofrecer el consuelo de Dios a los sufrientes y para devolver la esperanza a los más desfavorecidos. En la respuesta de Jesús ¿no se desvela ya la «humanidad» de Dios, una «humanidad» que no podrá eludir el sufrimiento, la persecución y la muerte en cruz? © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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La fidelidad a esta misión peculiar llega al máximo cuando ha de afrontar la raíz de todas las exclusiones: cuando ante sus perseguidores muestra hasta dónde conduce el amor al enemigo. El modo de actuación de Jesús iba multiplicando reacciones de oposición, él iba quedando en la más absoluta soledad, aumentaban los juicios negativos, se van aliando quienes quieren destruirlo... Jesús va a experimentar lo que ya había dejado claro el Antiguo Testamento: el justo ha de sufrir preci samente por su justicia, porque acaba resultando intolerable a los injustos. Jesús ha de acrisolar la seriedad de su opción no simplemente a favor de los más necesitados, sino sobre todo a favor de los más pecadores, de sus perseguidores, de quienes quieren matarlo precisamente por ser el Hijo que revela el el rostro paterno del abba. Jesús entrega su vida como oblación constante a lo largo de su vida. Este el sacrificio existencial de Jesús: irse gastando y desgastando como expresión de un amor que es más grande que cualquier rechazo u oposición de los hombres. Es la vía de su santificación como Hijo: hacerse semejante a los hermanos en sus dolores y sufrimientos, s ufrimientos, como repite la carta a los Hebreos. El amor no puede adoptar una actitud distante, sino que ha ded estar dispuesto a cargar con el peso de los otros: sea su sufrimiento o sea su pecado, el amor del Hijo ha de mostrarse cercano, comprensivo, en actitud permanente de perdón y de acogida. Por eso el sacrificio de Jesús costó un precio oneroso, fue pagado con la propia sangre. Desde la libertad conquistada esforzadamente desde el principio fue creando el espacio para una nueva alianza, la alianza definitiva, la que se apoya en un amor indestructible y que por ello garantiza una esperanza inagotable. El momento de la muerte de Jesús lleva a su máxima claridad esta lógica. Jesús, como dice Isaac de Nínive, murió «para hacer conocer la caridad que tiene, para hacernos prisioneros de la caridad... La muerte de Nuestro Señor Jesucristo no fue para salvarnos de los pecados, de ningún modo, ni por otro motivo, sino sólo para que el mundo pudiese darse cuenta del amor que Dios tiene por la creación». Hacernos prisioneros del amor : convencer por medio de la seducción que brota de una solidaridad efectiva, de una generosidad inagotable. Ese modo de amor rompe la lógica de Lucifer (según la expresión de J.Böhme): en su orgullo quiso ir más allá de la divinidad, pero no encontró lugar alguno y no pudo más que recluirse en sí mismo. Jesús, el Salvador, ofreció y aportó una lógica distinta, la lógica de la filiación: él, que todo lo había recibido del Padre desde la eternidad , muestra en el tiempo lo que es el dinamismo de la donación, del Don sin limitaciones. Ese es el manantial de toda sensibilidad, porque el Don y el Amor vibran por el otro y a favor del otro. La cruz no es más que el «precio» © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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y la «prueba» de que el amor es efectivo y real desde las circunstancias concretas del destinatario. La cruz sin embargo no es la última palabra ni la más radical. El Padre en la cruz mantiene su discreción ante la muerte de Jesús. Tampoco Tampoco el Padre podía «reaccionar» al modo de los hombres. Tenía que mostrar hasta dónde llega su sensibilidad: por eso no responde con palabras de acusación ni con actos de revancha, sino con un gesto último de reconciliación, de confianza, que es la alianza definitiva e irrevocable: resucitando al Hijo no contra nadie sino a favor de todos , también de aquellos que le habían condenado. Por eso la Pascua es un acto recreador, de confianza renovada en la humanidad aún después del viernes santo. La Pascua rebasa el significado de la cruz en cuanto confirma de un modo insospechado e impensable todo el alcance de la lógica que había conducido a Jesús a la cruz. Por eso la lógica de la cruz-resurrección (que vence y anula la lógica de Lucifer) nos orienta (porque desvela) al misterio más escondido de Dios, al modo propio de ser de Dios que nos permite comprender que —para Dios y desde Dios— la cruz revela su rostro más humano, lo cual nos permitirá a la vez reconocer la alegría que brota del corazón mismo del Dios Trinidad. Trinidad. 4. La raíz de la paradoja: la humanidad de Dios En su modo de actuar, en su conciencia de misión y en su autoconciencia como Hijo, Jesús remite a una iniciativa previa, a un envío originario, a una generosidad radical, a un acto de donación primordial y pleno, y a la vez a una actitud de receptividad que lo constituye como Persona (divina) y como hombre: en sus palabras y acciones Jesús está implicando directamente al Abba en su propio destino y en la vivencia de este destino no como experiencia de abandono o de soledad sino de testimonio y de consumación. ¿Podía el Dios-Padre, que le había generado y enviado, intervenir para evitar la cruz o debía asumir la cruz como expresión de su propio ser, de modo tal que entonces hablar de Dioss cruc crucifi ificad cado o no sea ajeno a Dios sino su manifestación más creíun Dio ble y más plausible? ¿Quién es en realidad el Dios que en Jesús llega a experimentar la cruz? Jesús, en su autoconciencia y sobre todo en el acontecimiento de la Pascua, remite a un Amor originario que constituye a Dios no sólo en su modo de actuar sino en su propio carácter personal: Don es la palabra primera para referirse a Dios. Dios se regala (es regalo) en su vida íntima, y por eso no puede relacionarse con el mundo y con la humanidad más que desde la lógica del Don. Frente a la lógica de Lucifer, que © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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excluye al otro, se muestra otra lógica que vive desde el otro y para el realidad ad estric estrictam tament ente e otro. El Don no cosifica ni objetiva, sino que es realid personal , y por ello el dinamismo del Don es el elemento personalizador por antonomasia. Ya desde la vida intratrinitaria la alteridad adquiere así un relieve máximo: la reciprocidad del don y del regalo establece la prioridad del otro: el otro, podríamos decir, pasa primero y tiene precedencia porque es lo que hace ser al donante en su plenitud. La precedencia del otro (a nivel intradivino) no puede dejar de tener repercusiones en la relación de Dios con las criaturas, también en la fragilidad de su existencia temporal. Estas convicciones se imponen en toda su novedad y radicalidad a la luz del Nuevo Testamento, pero ya en el Antiguo Testamento apuntan y se insinúan. La insuficiencia sin embargo de estas perspectivas hacen patente un dinamismo que sólo resulta comprensible (y hasta lógico) desde el Nuevo Testamento. Ya el Antiguo Testamento utiliza algunos antropomorfismos para referirse a Dios: cólera, celo, compasión, amor, dolor, lamento... Sin duda se trata de metáforas. Pero ello no significa desvalorizar su alcance y su contenido. Conviene tener en cuenta dos observaciones a la hora de la interpretación: a) tampoco se pueden entender en sentido estructo y literal otras expresiones, como inmutabilidad, que se suelen considerar designaciones más propias acerca de Dios; b) las metáforas no deben ser comprendidas como «lenguaje impropio» sino que designan algo real en Dios. La imagen del esposo aplicada a Yahvé Yahvé en sus relaciones con la esposa (el pueblo) adúltera, tan conmovedora como aparece en Oseas, revela sin duda algo positivo en el ser de Dios. Cuando las entrañas maternales de Yahvé se conmueven ante el sufrimiento (no simplemente ante el pecado) de Israel (Is 49,14) manifiesta su fidelidad como voluntad de amor y de benevolencia. No se puede dejar de observar una osadía semántica: «rahamin», que designa tanto las entrañas como la misericordia, está emparentada con «rehem», que designa el seno materno, como ámbito del cuidado de la vida precisamente en la fragilidad de sus orígenes. La lectura de los profetas ofrecida por A.Heschel muestra la categoría pathos como clave de la teología profética. El pathos de Dios es su interés por el hombre, por el mundo: su antropotropismo. El apasionamiento y el padecimiento del profeta no son más que una encarnación de ese movimiento de Dios hacia el hombre y su capacidad de ser vulnerable a la situación real de los hombres. La fe judía vive de un miste patía. El pathos de Dios en las difíciles situaciones de los rio de sim- patía. hombres es en último término la raíz, el punto de partida y el contenido de la revelación y de la historia de la salvación. Desde el proto-evan© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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gelio (Gn 3,15) el Creador no se distancia de sus criaturas sino que sume su «responsabilidad» (responde) a las interpelaciones humanas haciéndose protagonista de la historia real. El hombre ha sido creado a imagen de Dios, es decir, es posible una relación personal, y por ello el ser-imagen ser-imagen no se reduce a un dato fáctico y aséptico sino a un compromiso de relación, al presupuesto de una alianza. El hombre en consecuencia queda convertido en el cuidado (la pre-ocupación) de Dios. ¿Qué hay en Dios que le hace tan semejante al hombre como para ser fil-ántropo por definición? Solemos prestar atención a este principio: por ser el hombre imagen de Dios, el hombre es en cierta medida semejante a Dios. Este razonamiento sin embargo puede ser formulado también en sentido inverso: si el hombre es creado a imagen del hombre, podemos afirmar que algo (o Alguien) hay en Dios que lo hace semejante al hombre , y por ello cargado de humanidad, y en consecuencia proclive a la encarnación (« incarnandus»). Ese «Alguien» no puede ser otro que el Hijo, y por ello todo lo que Dios «haga» (o cree) no puede hacerlo más que desde la mirada y la donación que hace surgir al Hijo en la eternidad. En consecuencia no puede permanecer in-sensible a los avatares de la historia humana: el movimiento de sus entrañas, el pathos, puede ser designado como «dolor», en el sentido de las palabras de Orígenes: «Bajó a la tierra por compasión hacia el género humano. Cargó con nuestros sufrimientos antes de padecer la cruz y antes de dignarse asumir nuestra carne, pues si no hubiese padecido antes no se habría mezclado en la vida humana. Primero padeció, luego bajó a la tierra y se hizo visible. ¿Qué tipo de padecimiento soportó por nosotros? El amor es pasión. Y el mismo Padre, el Dios del universo, ¿no sufrió también a su modo? ¿O no sabes que él, al hacerse hombre, asumió el sufrimiento humano?... El Padre mismo no es impasible. Cuando se le invoca, se compadece y sufre por nosotros. Padece el sufrimiento del amor, se convierte en algo que corresponde a la grandeza de su ser y soporta el sufrimiento humano por nosotros». De este modo se ofrece una respuesta a la cuestión que aún quedaba abierta en el Antiguo Testamento. Este hablaba de la sensibilidad y misericordia de Yahvé. ¿Pero hasta dónde le iba a empujar su misericordia y su filantropía? ¿Podía renunciar a la felicidad de su transcendencia? Ciertamente Isaías había hablado de un servidor fiel de Yahvé que se convertiría en mediador de salvación por medio de sus dolores y de su sufrimiento vicario. Pero parecía una hipótesis inconciliable con la tradición mesiánica veterotestamentaria. Por ello resultaba impensable la posibilidad de que el dolor y el sufrimiento pudieran ser experimentados por Dios. ¿No significa ello intentar conciliar lo divino con lo antidivino? La lógica del pathos y de la comunicación de Yahvé pugnan sin © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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embargo por abrirse camino: ¿puede hablarse realmente de amor si no se asume con seriedad la situación del amante, si se ponen barreras a la solidaridad, si el corazón amante se mantiene en la distancia? Estas inquietantes preguntas encuentran cumplida respuesta en el Nuevo Testamento: Testamento: precisamente porque Jesús es el Hijo, su historia de sufrimiento y de dolor es historia misma de Dios. Dios no habla de su amor desde fuera y desde la distancia. La seriedad del amor incluye por tanto la apertura a la cruz. La cruz en consecuencia no aparece como algo querido por Dios de modo positivo, sino como algo asumido personalmente por la fidelidad consecuente y radical del amor. La cruz (y las cruces) son levantadas por los hombres en su odio y en su violencia, y se convierte por ello en camino que recorre el amor (a los necesitados y a los pecadores) cuando realmente se introduce en la historia real de los hombres. La cruz , a la luz de lo visto, muestra realmente el rost rostro ro más más humahumano de Dios: porque no expresa ni sadismo ni revancha sino la seriedad del Don que no se retrae ante ninguna barrera, pues ha reconocido la precedencia del otro, porque proclama la preferencia por el otro. Desde este punto de vista podemos afirmar: tan humano sólo lo puede ser Dios, porque sólo Dios es capaz de mostrar un amor tan consecuente y porque sólo Dios lleva a su consumación la lógica del Don. Sólo Dios tiene un corazón tan puro que puede hacernos «prisioneros del amor» debido a que precisamente en la cruz de Jesús brilla en todo su esplendor el misterio más profundo del «corazón puro». Ese corazón puro, en las palabras de Isaac de Nínive, es el que se ofrece para seducir la libertad de cada uno de los hombres, «el que sufre con todas las criaturas... (el que) se inflama de amor por la creación entera, por los hombres, por los pájaros, por los animales, por los demonios, por todas las criaturas. Cuando piensa en estas criaturas, cuando las ve, sus ojos no pueden no llenarse de lágrimas... su corazón se rompe cuando ve el mal y el sufrimiento de las criaturas más humildes... Reza también por las serpientes, movido de una piedad infinita que despierta en el corazón de aquellos que se asemejan a Dios» Por eso la cruz es la garantía del amor. No podrá hablar de amor ningún «corazón puro» que se sustraiga a la posibilidad de la cruz. Desde ella —paradójicamente— lo divino y lo humano se reconcilian y se encuentran. 5. La dignidad de creer a la luz del amor crucificado Creer en un Dios crucificado es lo que otorga toda su dignidad (contra lo que pensaba Nietzsche) al cristiano. Porque puede proclamar con gozo y convicción la dignidad de Dios y la dignidad del hom© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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bre, de cada ser humano. Precisamente porque reconoce toda la seriedad de la cruz. La valoración de la cruz no se debe a concepciones de carácter máexigencia de de la dignidad dignidad del del hombre y de la la segico o ritualista: es una exigencia riedad del amor . ¿Es que acaso el hombre sólo es digno de respeto y de amor en su plenitud, cuando está sano y tiene dinero, cuando es capaz de ofrecer placer? ¿Acaso en su debilidad, en su fragilidad, en su agonía, en su enfermedad, en sus incapacidades, queda sustraído a la generosidad del amor? En estas preguntas se abre la encrucijada de dos culturas. Y es en esa encrucijada donde la fe cristiana, por la importancia dada a la cruz, se ofrece como una propuesta alternativa frente a otros ejes culturales: a) la concepción racionalista, de carácter científico-económico, que valora al hombre en cuanto produce y en cuanto consume; b) una mentalidad pagana, progresivamente emergente, que no ve en el hombre más que una modulación de la vida y por ello un elemento de la energía cósmica que alimenta la naturaleza. La cruz cristiana no se impone para aguar la fiesta de los satisfechos sino como reivindicación del valor de la persona. La alternativa cristiana se apoya en el valor de la persona: la creación del hombre a imagen de Dios nos indica que el ser-imagen establece una relación interpersonal entre Dios y hombre. Si la imagen humana queda mancillada o preterida, Dios no puede quedar indiferente: en definitiva sufre un dolor propio en la imagen, que no puede ser considerada como algo ajeno o extrínseco. El razonamiento de Orígenes es claro: cuando me dirijo a un hombre y le imploro que tenga compasión de mí, si él es inmisericorde, no sufre nada por lo que yo le digo; pero si es de alma sensible, si no tiene un corazón severo y endurecido, me escucha, tiene piedad de mí, sus entrañas se conmueven ante mis súplicas. Y por ello tiene lugar la encarnación, el tipo de encarnación que ha de pasar por la cruz. Porque, recuerda Isaac de Nínive, «el amor no conoce la vergüenza... El amor carece por naturaleza de vergüenza, se olvida de su propia medida». Esto implica consecuencias ineludibles para el testimonio cristiano. No puede renunciar el creyente a «argumentar», «comprender», «explicar» y hasta «probar» (mostrar la razonabilidad) el modo de ser de Dios. Pero ante todo ha de testimoniarlo. En el seguimiento de los pasos de Jesús hacia la cruz. Porque sólo así el amor puede ser serio. Este testimonio testimonio exige exige actitudes actitudes radicalmen radicalmente te distintas distintas a las de M. Vicent o F. Umbral, porque ante la cruz adopta una actitud diversa de de la T. T. Moix. Por ello el cristiano, al modo del profeta, ha de introducirse con convicción en la «política de Dios», porque ha de ejercer un juicio sobre la realidad y sobre las relaciones interhumanas. La cruz es sin duda © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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el criterio del juicio sobre el mundo culturas que los hombres van creando. Y ha de dirigirse al destino del mundo, al futuro de la civilización, al futuro del ser humano. En este punto el testigo —porque es profeta— no puede aceptar compromisos fáciles. Queda des-privatizado porque su responsabilidad es el dinamismo del Don en su relación con el mundo entero. Se podrían mencionar multitud de ejemplos. Baste uno de ellos por la magnitud e implicaciones que va adquiriendo: el papel y la valoración de los ancianos en nuestra sociedad. Lo políticamente correcto exige no hablar de «aparcamiento» para designar su internamiento en residencias para mayores. No se admite plantear la hipótesis de que preferirían estar en sus hogares y con sus hijos y nietos. Se admite como obviedad indiscutible la situación actual. Pero hay obviedades no sólo engañosas, sino hipócritas y cínicas. ¿Pero es una fatalidad inevitable la situación actual? No se puede negar que el tipo de vida y de economía actual puede hacer insostenible en muchas ocasiones la atención a los ancianos. Pero ahí se plantea la alternativa: ¿deben ser «aparcados» (y en determinados casos sometidos a la eutanasia) o ha de ser el estilo de vida y de economía los que deben cambiar para ofrecer una mayor acogida y un más cordial acompañamiento a los más frágiles? ¿Dónde, en definitiva se muestra una mayor humanidad? La valoración cristiana de la cruz ofrece perspectivas claras a favor de la dignidad de los más débiles. Otra cosa es que la libertad de los hombres se ofrezca al servicio de los más menesterosos. Porque la cruz supone la seriedad del amor, la prioridad del otro. Y no siempre la libertad humana se deja seducir por un amor tan serio. Una conocida novela recoge una parábola permanente del destino de las relaciones entre los hombres: El señor de las moscas, de William Golding. Un grupo de niños, tras un accidente aéreo, se encuentran en una isla deshabitada en la que deben ir inventando un estilo de vida y de comportamientos. Se van dando cuenta de que hace falta imponer normas y tener un jefe. Se configuran dos candidatos, con actitudes contrapuestas: Ralph, que pretende normas razonables y consensuadas; Jack, que sostiene la vía de la imposición de las normas. Como la situación empeora, porque los niños son inconstantes, y se acentúa la oposición entre los dos líderes. La racionalidad de Ralph va a ir cediendo a la violencia de Jack. Este se orienta hacia un estado salvaje en el que poder cazar y embriagarse con la sangre y bailar frenéticamente con sus compañeros de horda. Acaba reclamando todo el poder para él y los violentos, porque «somos fuertes». Ralph va a retirarse frente a su competidor. El único que percibe la gravedad del hecho es Piggy, un niño listo pero débil, enfermo de asma, que plantea aterrado una pre© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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gunta decisiva: «¿Y qué me va a pasr a mí?» Instaurada la ley de los fuertes o de los violentos, sólo ellos sobreviven. Los demás son víctimas, lastre. ¿No será inevitable el asesinato de Piggy? ¿Y quién va a recoger su grito y su lamento en medio de la orgía de los vencedores? Ni Dios ni Jesús se han desentendido del destino de los crucificados. De ellos dijo Jesús: lo que a ellos hicierais a mí me lo haceis (no dijo es como si a mí me lo hicisteis). Se trata de una auténtica identificación. El Dios crucificado resucita con sus llagas. Porque en la historia sigue habiendo cruces y el amor debe seguir entregándose sin exigir nada a cambio, de modo serio y responsable. Desde las reflexiones presentadas podemos concluir que la cruz nos permite comprender a Dios y que Dios nos permite comprender mejor la cruz. Y ello ha de conducir al creyente a situarse en medio de nuestra historia con la conciencia de aportar un testimonio singular, único, irrepetible, que sigue siendo una necesidad para nuestro mundo y para el futuro de la humanidad. Por eso, y precisamente desde la cruz, que es el símbolo que tantos desprecian y evitan, los creyentes pueden recuperar con alegría la dignidad de su fe. Desde esa dignidad no se verá amenazado por las acusaciones que se le dirigen porque puede aportar a la cultura dominante interpelaciones que la enriquezcan y humanicen.
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Resurrección de Jesús. Reflexiones teológicas José Arregui
Creo que todos estamos de acuerdo en afirmar que la Pascua fue el factor fundante de la primera comunidad cristiana, de su fe y de su vida. Y que sigue siéndolo para nosotros. Pero fácilmente surgirán divergencias si empezamos a preguntarnos sobre cada uno de los términos de esta afirmación. Es normal. Las palabras nos guían, pero nunca se bastan, y nunca bastan. Preguntarnos y explicarnos es el modo me jor de entendernos, pero constituye también el riesgo mayor de sacar a luz diferencias y equívocos. Pero negarse a correr el riesgo de la palabra es impedir lo humano más precioso. Y lo más precioso de la fe pascual. Por eso seguimos hablando en el camino, como los discípulos de Emaús, reinventando la palabra sobre la Pascua, para decir su novedad permanente. Cada tiempo es apasionante y recrea la palabra. Así, asistimos a una renovación fundamental del discurso teológico en general, y de la reflexión sobre la Pascua en particular. La Pascua no es una intervención puntual y empírica de Dios en nuestra historia, ligada a unas apariciones milagrosas y un sepulcro vacío igualmente milagroso. La Pascua es la presencia de Dios eterna y siempre nueva, siempre singular y a la vez universal. La Pascua es el sí rotundo y pleno de Dios a la persona de Jesús, a su vida esperanzada, sanadora, solidaria hasta la Cruz. La fe pascual es acoger y vivir el sí definitivo de Dios en Jesús a las esperanzas del ser humano y de la creación entera. La Pascua es la novedad inagotable de Dios en la vida y en toda realidad. ¿Por qué entonces nos repetimos tanto? La Pascua, decimos, es la renovación de la vida, es la mañana del día, es la primavera de la naturaleza. ¿Cómo es, pues, que inventamos y recreamos tan poco la vida? ¿Y cómo es que inventamos tan poca teología, para recrear justamente la fe y la vida? ¿Cómo sería una teología de la Pascua que fuese libre y nueva como la mañana misma de la Pascua? © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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1. Un lenguaje libre para decir la Pascua Todavía no he mencionado el término «resurrección». He hablado a propósito de «Pascua». Empecemos por aquí: ¿el término «resurrección» agota el contenido de la Pascua? Evidentemente no. ¿Es la categoría más adecuada para expresar lo que Dios hace en la Pascua de Jesús y en la Pascua de todas las criaturas? Seguramente no. Ninguna palabra debe ser absolutizada, precisamente para que exprese mejor aquello que quiere indicar, sugerir, inspirar. «Entrar en el Reino de Dios», «gozar de la vida eterna», «estar en el seno de Abrahán» o «en el paraíso», «participar en el banquete del Reino»... son expresiones neotestamentarias en buena parte sinónimas de «resurrección» en general. «Ser exaltado» o «elevado» o «glorificado», «sentarse a la derecha de Dios», «subir al cielo» o «al Padre», «ser asumido al cielo»... son fórmulas prácticamente sinónimas de «resurrección» de Jesús». No hay que aferrarse a las palabras, sino dejarse orientar por ellas. Esto ya lo supieron los primeros cristianos que dijeron la Pascua. En ningún sitio encontramos una «Pascua» neutra, anterior e independiente de las palabras que la designan. «El lenguaje es como el lugar natal de la experiencia» 1. También la Pascua está ligada a nuestra condición lingüística. Y el lenguaje nunca se refiere a hechos objetivos puros y desnudos, sino a hechos percibidos; ahora bien, la percepción no se da nunca de manera aséptica y puramente objetiva, sino subjetiva, intersubjetiva, histórica, lingüística; dicho de otro modo, la percepción conlleva siempre una cierta interpretación, y ésta se da siempre dentro de un cierto «marco» de imágenes y categorías. Todo esto es muy elemental, pero lo solemos olvidar a menudo cuando tratamos con afirmaciones dogmáticas o bíblicas. Debemos tenerlo en cuenta también cuando queremos acercarnos al testimonio pascual del Nuevo Testamento. Repito: el Nuevo Testamento no nos brinda el acceso a la Pascua pura en sí, sin palabras e imágenes, sino a través de la interpretación. Y quien dice «interpretación» dice siempre, en alguna medida, «interpretaciones». Claro indicio de ello es la pluralidad de categorías utilizadas para designar el acontecimiento pascual: «resucitar», «exaltar», «glorificar», «ascender al cielo»... «Resurrección» no es, pues, el único término, ni siquiera el más frecuente. Los diferentes términos responden a un doble esquema básico: el esquema «resurrección» y el esquema «exaltación» 2. A. GESCHÉ, Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, p. 140. Cf. X. LÉON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual , Sígueme, Salamanca 1973, pp. 83-91; E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid 1981, pp. 498-507. 1 2
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RESURRECCIÓN DE JESÚS. REFLEXIONES TEOLÓGICAS
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El esquema «resurrección» —egeirein (despertar o despertarse, levantar o levantarse), anistemi (levantar o levantarse)—, más frecuente en las confesiones y en las fórmulas pascuales de fe (Rm 10,9; 1 Cor 6,14; 15,15; Lc 24,34; Hch 2,24), interpreta la Pascua con la metáfora del retorno a la vida de un muerto o del despertarse del sueño de la muerte. Y es significativo, como se señala sin cesar, que Dios sea prácticamente siempre el sujeto de estos verbos tanto en su forma activa («Dios ha resucitado a Jesús») como en su forma pasiva («Jesús ha sido resucitado por Dios»). La afirmación pascual es originariamente una afirmación teológica y no directamente cristológica; el centro fundamental de interés es la acción de Dios que se ha puesto del lado de Jesús crucificado, devolviéndole a la vida. Dios ha cumplido lo que se confesaba de él en la oración sinagogal de las 18 bendiciones: «Bendito seas, Señor, que resucitas a los muertos». La afirmación teológica conlleva implícitamente, eso sí, una afirmación cristológica que irá desarrollándose paulatinamente. El esquema «exaltación», a su vez, más frecuente en los himnos, se refracta en una gran profusión de expresiones: Dios lo exaltó (Flp 2,9), le ha declarado Señor (Flp 2,11), Dios le ha constituido Señor y Mesías (Hch 2,36), lo ha exaltado a su derecha (Hch 2,33; 5,31), se sentó a la diestra de Dios (Mc 16,19; Heb 1,3; Col 3,1), está de pie a la derecha de Dios (Hch 7,55-56), ha entrado en su gloria (Lc 24,26), Dios lo ha glorifi glorificado (Jn 13,32 y passim), le ha dado autoridad plena (Mt 28,18), ha sido elevado al cielo (Lc 24,51; Mc 16,19), ha subido subido al cielo cielo (Hch 1,11)... Formas y formas de expresar una misma convicción y vivencia profunda: el condenado ha sido rehabilitado, el humillado ha sido honrado, el que en la cruz no pudo «librarse a sí mismo» se ha convertido en sacramento y lugar de la liberación universal. Una de la expresiones más significativas del esquema exaltación es la antiquísima invocación aramea Marana tha, la oración probablemente más antigua que se haya dirigido a Jesús (la encontramos en arameo en 1 Cor 16,22 y en Did 10,6, en griego en Ap 22,20). Esta escueta plegaria recoge seguramente el núcleo de la confesión pascual primera y de la confesión cristológica primitiva de la primera comunidad cristiana: el crucificado es invocado como mar («señor»). Es un tratamiento reverencial de uso social y familiar frecuente 3, que todavía no posee toda la riqueza de significado cristológico que adquirirá con el tiempo su traducción griega por kyrios. Pero es una invocación, una plegaria, y Era aplicado a un padre, a un juez o a un rey. En Qumrán, aunque rara vez, podía designar incluso a Dios (cf. Ch. P ERROT, Jésus, Christ et Seigneur des premier chrétiens, DDB, París 1997, p. 246-247 y 255-257). 3
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esto es lo revelador: después de crucificado, los primeros discípulos se dirigen a Jesús, le oran. La invocación sitúa a Jesús «en el mundo de Dios», en un «más allá» que, sin embargo, no está separado de nuestra realidad; el crucificado se halla en Dios, que habita nuestro mundo y es, a la vez, su meta. Los primeros cristianos reconocen a Jesús como el humillado glorificado, el condenado rehabilitado, el mártir exaltado por Dios y, según una imagen conocida en la época, «reservado junto a Dios» para los últimos tiempos. Marana, tha! Suplican a Jesús que venga o «vuelva» como «Hijo del hombre» del tiempo final, para llevar a cabo el juicio e inaugurar el tiempo nuevo del consuelo, el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3,20-21). En esta invocación están contenidos, potencialmente, todos los títulos de grandeza: Mesías, Hijo del hombre, Hijo de Dios, Señor ... ... Pero, evidentemente, esa cristología de los títulos no se desarrolló de golpe. Tampoco de manera lineal y homogénea. Jesús ha sido resucitado, exaltado, elevado, sentado a la diestra de Dios, constituido Señor, ascendido al cielo... Distintas imágenes para expresar la misma fe y el mismo acontecimiento o, si se quiere, para indicar diversos aspectos que la Pascua conlleva lo mismo para Jesús que para nosotros 4. Tanto un lenguaje como otro son metafóricos. «Despertar», «levantarse», «ser levantado», «revivir»... son metáforas diversas para evocar lo que en la Pascua sucede a Jesús y a todas las criaturas. ¿Cómo decir lo que trasciende el mundo de nuestras experiencias empíricas si no es a través de metáforas que desempeñan esa función suprema de la palabra que consiste en abrirnos a lo indecible? Carece de sentido comprender las metáforas en sentido literal. La Pascua no significa que Jesús haya «despertado» de la muerte, ni que el cuerpo físico haya «revivido» ni que Jesús haya «subido» al cielo o se haya sentado a la «derecha» de Dios. La flexibilidad y la libertad están en el origen de toda metáfora, y deben inspirar su reinterpretación. Para el evangelio de Juan, la cruz, la resurrección y el envío del Espíritu (viernes santo, pascua y pentecostés) constituyen un acontecimiento único designado justamente como «exaltación». Según el Evangelio de Lucas, la «ascensión» sucede el mismo día de la Pascua (Lc 24,50); es en los Hechos donde Lucas sitúa la resurrección, la exaltación («ascensión») a los 40 días y la efusión del Espíritu («pentecostés») a los 50 días como hechos diversos y sucesivos (los 40 días significan un tiempo sagrado importante, relativamente largo, el tiempo de una generación; en los Hechos, designan el tiempo que necesitaron los discípulos/as para asimilar las enseñanzas del resucitado; los 50 días remiten a la fiesta en que los judíos recordaban y actualizaban la alianza del Sinaí). Lucas quiere marcar la diferencia y al mismo tiempo la unidad, la ruptura y la relación, entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia. 4
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Tanto en la confesión pascual como en la reflexión cristológica ulterior, las diversas comunidades y autores del Nuevo Testamento dieron pruebas fehacientes de libertad y de creatividad, de la imaginación creadora propia del Espíritu. «Cuando hablamos de la resurrección, nos haría falta no olvidar la novedad y el colorido primeros de la palabra, cuando apareció por vez primera en su frescura metafórica» 5. Las primeras discípulas/os lo dijeron para su tiempo; nosotros debemos decirlo para el nuestro. Ellos lo hicieron con imágenes y palabras que les eran propias; nosotros deberemos hacerlo con las nuestras 6. Esta es la primera reflexión teológica que se impone a propósito de la resurrección de Jesús. 2. ¿Por qué surgió y sigue la fe pascual? He aquí la segunda cuestión: ¿qué es lo que les llevó a los discípulos y discípulas a confesar que Dios había resucitado/exaltado a Jesús el crucificado? ¿Qué es lo que les condujo a reunirse de nuevo o, mejor todavía, a no dispersarse del todo? Es una cuestión decisiva. Y no tanto por curiosidad histórica, cuanto por un motivo teológico y espiritual. El interrogante se nos vuelve a nosotros mismos: ¿Dónde y cómo se nos abren a nosotros los ojos para reconocer al resucitado? ¿Dónde y cómo amanece para nosotros la mañana del primer día? ¿Dónde y cómo podemos recorrer nuestro camino de Emaús? Mucha gente sigue imaginando la Pascua como una sucesión de acontecimientos prodigiosos: Jesús muere un viernes por la tarde; después de haber cumplido el precepto del descanso sabático, el domingo a primera hora unas mujeres van al sepulcro a ungir el cuerpo de Jesús, pero hallan el sepulcro abierto y vacío; ese mismo día se aparece Jesús a María, a Pedro, a los Once y a otros discípulos; y así se desencadena la historia de la fe y del testimonio pascual que aún perdura. Tal es, efectivamente, el hilo narrativo de los relatos pascuales. Y se trata sin duda de páginas bellísimas en su forma y su mensaje. Pero, por eso mismo, no hemos de querer leerlas como crónicas de sucesos del pasado, ni tratarlas como información literal acerca de los motivos que desencadenaron la fe pascual. La exégesis histórico-crítica y la reflexión teológica nos invitan a afirmar con claridad: no fue el hallazgo del sepulcro vacío (si se dio), ni A. GESCHÉ, Jesucristo, o.c., p. 149. Para una fundamentación del replanteamiento y de la reinterpretación teológica de la Resurrección, cf. sobre todo A. T ORRES QUEIRUGA, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003. 5 6
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una presencia física del resucitado entre ellos empíricamente perceptible (que no se dio) lo que suscitó la fe pascual de los primeros discípulos/as. Es una afirmación que tal vez resulte obvia para algunos y provocativa para muchos. Ciertamente, no concuerda con el imaginario todavía comúnmente asociado a la fe en la Resurrección de Jesús. Pero las conclusiones de la exégesis, los planteamientos de muchos teólogos y, simplemente, la credibilidad del anuncio pascual en nuestro marco cultural nos invitan a resituar la génesis de la fe en el resucitado. Repito: en el origen de esta fe no hallamos ni un sepulcro vacío ni unas apariciones físicas. La fe pascual no fue provocada, ni siquiera preparada, por unos acontecimientos extraordinarios o unas intervenciones prodigiosas de Dios en nuestro mundo. Lo mismo nos sucede a nosotros con nuestra fe en Jesús resucitado. Y, sin embargo, creemos. No creemos porque ellos creyeron y nos lo han contado, aunque sí creemos gracias a que ellos creyeron y nos transmitieron su fe, y gracias a que tantos otros después han creído y han sido padres y madres de nuestra fe. ¿Por qué, pues, confesaron a Jesús resucitado o exaltado? ¿Por qué, tras la muerte de Jesús, los discípulos/as volvieron a creer en él, siguieron creyendo o —en palabras de Flavo Josefo— «no dejaron de amarle»? Lo hicieron, fundamentalmente, por la misma «razón» (si vale la palabra) por la que, mientras vivieron con Jesús, creyeron en él, le amaron y se sintieron transformados por dentro gracias a él. Con su palabra, sus curaciones, su manera alegre y abierta de compartir la mesa, Jesús les había hecho sentir que la soberanía liberadora de Dios se hacía presente ya. El horizonte —difundido en amplios sectores de la sociedad judía en tiempo de Jesús— de una esperanza escatológica inminente ofrecía un terreno abonado para la vivencia y la convicción de que los tiempos finales de la consolación se estaban iniciando. Percibían a Jesús —y Jesús se había percibido seguramente a sí mismo— como mediador último y definitivo del Reinado de Dios, «más que Salomón, más que Jonás» (Lc 11,31-32), más grande incluso que Juan Bautista, a pesar de ser éste «el más grande de los hijos de mujer» (Mt 11,11). El Reinado de Dios esperado para el fin de los tiempos se anticipaba. Las parábolas transformaban el mundo; las curaciones derrotaban al mal; la mesa común preludiaba otro mundo. Dios reinaba gracias a Jesús. Ellos lo palpaban y creían en él. Creían en él, pero no sin tener que decir, como nos sucede a todos: «¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!» (Mc 9,24). Nunca creemos, en última instancia, por unas razones ajenas y externas, ni por unas supuestas pruebas, ni por el mero testimonio de otros; creemos por ese impulso incierto y firme que en último término es el Espíritu de Dios, que es la paráklesis que actúa en © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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todo prójimo que nos acompaña, la inspiración que sobreviene en toda palabra que revela, el aliento que late en todo gesto que ayuda. Por eso habían creído los discípulos y discípulas de Jesús, y su fe no era un cuerpo de creencias ni un programa de acción, sino una profunda confianza en el Abbá del Reino y de la misericordia; una profunda confianza en Dios que se originaba y se plasmaba precisamente en su adhesión a Jesús, radical y transformadora. ¿Pero no sucedió, justamente, que esa fe en Dios y esa adhesión a Jesús se desmoronaron al morir Jesús? ¿No constituye la fe pascual una absoluta novedad? ¿No se dio una radical discontinuidad entre la fe prepascual y la fe pascual? ¿No es ésta algo que, en caso de no haberse dado unos hechos extraordinarios, carecería totalmente de esa cierta «verosimilitud» histórica, psicológica y sociológica que, aun no siendo plena ni tal vez fundamental, la fe posee siempre, como fenómeno humano que es? Pues bien, las investigaciones actuales inclinan claramente a reconocer, entre la fe prepascual y pospascual, una continuidad mucho mayor de lo que estamos habituados a pensar 7. ¿Dónde hemos de buscar, pues, el factor determinante de la fe pascual? Fundamentalmente, en la profunda experiencia de la presencia del Reino de Dios en la palabra y en las acciones de Jesús. El mensaje y las acciones de Jesús provocaron en los discípulos una honda vivencia del Reino de Dios presente, y ésa es, como insiste Müller, la «clave explicativa del nacimiento de la fe pascual» 8. Asegura este autor que, desde un punto de vista psicológico e histórico, «el único motivo plausible de la “fe en la resurrección” es la perspectiva que ya les había comunicado realmente Jesús sobre la irrupción de un señorío divino capaz de imponerse contra todas las fuerzas negativas del mundo» 9. La esperanza del Reino de Dios que Jesús había suscitado en ellos era una semilla pequeña y poderosa, como la presencia misma de Dios en el corazón de la realidad, en el corazón de la historia, a pesar de todas las apariencias que la ocultan o desmienten. Y esa semilla no quedó ahogada. A partir de ella Cf. U.B. MÜLLER, El origen de la fe en la resurrección de Jesús. Aspectos y condiciones históricas, Verbo Divino, Estella 2003, sobre todo pp. 15-21, 33-39, 57-71, 109-113. El autor concluye: «Es razonable subrayar, más de lo que se hace normalmente, la dimensión de continuidad entre la predicación de Jesús y el más antiguo credo pascual. La fuerte tendencia que, con frecuencia, existe a ver una ruptura tiene su origen en intereses sistemáticos o dogmáticos» (p. 109). La línea de reflexión lanzada por W. M ARXSEN entre los protestantes (La resurrección de Jesús de Nazaret , Herder, Barcelona 1974) y por R. PESCH entre los católicos ( Wie kam es zum Osterglauben?, Düsseldor Düsseldorff 1975) 1975) se ha visto básicamente corroborada. 8 U.B. MÜLLER, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 35. No se trataba tanto de fe en el «mesianismo» de Jesús, sino en la presencia del Reino. 9 U.B. MÜLLER, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 111. 7
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de desarrolló la fe pascual. Y esta génesis de la fe pascual no sólo es la única plausible desde un punto de vista psicológico e histórico, sino que además es la más coherente desde el punto de vista teológico: la más próxima a nuestra propia experiencia de fe pascual, la más creíble para los hombres y mujeres de hoy, la más acorde con nuestra manera de concebir la presencia y la acción de Dios en el mundo. No parece que la fe en la presencia del Reino de Dios en Jesús se haya visto totalmente desmentida por la muerte de Jesús. Ni parece que se haya dado una total dispersión de los discípulos, ni una huida inmediata de Jerusalén a Galilea por parte de todos. La muerte —y muerte en cruz— «debió de suponer como tal “una experiencia de crisis desestabilizadora”, sin llegar a hablar por ello de una catástrofe total para su fe» o de un «desmentido definitivo de la pretensión» de Jesús 10. Constituyó sin duda una conmoción, pero no necesariamente un desmoronamiento de su fe. Disponían de «recursos» para convertir la prueba de fe en camino. Y no necesitaron para ello intervenciones «sobrenaturales» de Dios que volvieran a levantar su fe desde fuera y desde la nada; les bastó atender o reavivar el mensaje, la memoria y la presencia que seguían vivas dentro de ellos y en medio de ellos como un rescoldo o, mejor, como un ascua. ¿No sucede algo análogo a nuestra fe cuando, por ejemplo, en plena Navidad un terremoto provoca 280.000 muertes y nos preguntamos: «¿Qué ha cambiado en el mundo con el nacimiento de Jesús? ¿Dónde está Dios?» También Jesús se preguntó, y se preguntaron los discípulos, y no obtuvieron una respuesta inmediata y rotunda. Pero siguieron creyendo, como seguimos creyendo nosotros. 3. A pesar de la muerte y a través de la muerte Y tenían, como seguimos teniendo, «razones» del corazón y de la razón para seguir creyendo. Tenían indicios de que la muerte de Jesús en cruz no había sido un fracaso absoluto, o una maldición de Dios, o una refutación inapelable de su mensaje sobre el Reino de Dios y de la fe germinal que en ellos había suscitado. Disponían de presupuestos, apoyos, horizontes espirituales y mentales para llegar a confesar que la esperanza de Jesús había sido confirmada no a pesar de la muerte, sino precisamente a través de su muerte asumida por justicia y por solidaridad. Y hasta ahí llegarán. Entre tales indicios y presupuestos, hay dos que merecen una mención especial: por una parte, la esperanza en ge10
U.B. MÜLLER, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 20.21. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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neral de vida más allá de la muerte, y, por otro lado, la creencia particular en la resurrección anticipada de los mártires. Veamos un poco más de cerca. En primer lugar, estaba la en una vida después de la muerte. Los discípulos y discípulas de Jesús compartían con muchos judíos de la época la esperanza en que, tras la muerte física, la vida sigue perviviendo en el misterio de Dios. La esperanza de una vida real después de la muerte y, más concretamente, la idea de la resurrección, no era ni mucho menos unánime entre los judíos de la época, pero estaba lejos de ser desconocida o excepcional; las creencias, eso sí, eran muy heterogéneas11. En algunos círculos se creía que el espíritu del difunto va a Dios inmediatamente después de la muerte, mientras su cuerpo descansa en el sepulcro hasta el último día (ahora bien, el «espíritu» es de alguna forma la persona entera e incluye algún tipo de corporalidad) (así en Henoc Etíope 22 y Jubileos 23,31). Existía también la idea de una asunción al cielo de un justo elegido (Elías, Henoc, Baruc...) para ser proclamado «Hijo del hombre»; es posible que en general pensasen en una «asunción» al cielo antes de morir, pero en algunos círculos se creía que Moisés, cuya muerte se daba por supuesto, fue «arrebatado Asunción de Moisés); en 2 Mc 15,11-16 se narra que el sumo al cielo» ( Asunción sacerdote Onías vio en una visión al profeta Jeremías vivo en el cielo como intercesor del pueblo. Jesús compartía esa fe básica. En la parábola del rico epulón (Lc 16, 19-31), da incluso por supuesto que, inmediatamente después de la muerte, tiene lugar una retribución «corporal» y, por consiguiente, también una prolongación «corporal» de la vida. Creía que los patriarcas de Israel (Abrahán, Isaac y Jacob) estaban «vivos» (Mc 12,26). LuLos textos más antiguos en los que se habla propiamente de «resurrección» datan de mediados del s. II a.C., época de persecución y de martirio: Dn 12,2 («Muchos de los 11
que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; éstos para la vida eterna; aquéllos, para el oprobio, para el horror eterno» ) y 2 Mc 7,23 («El creador del mundo, que plasmó al hombre en su nacimiento..., os devolverá de nuevo en su misericordia el aliento y la vida»); el libro de la Sabiduría, de la segunda mitad del s. I a.C., habla más bien en términos de inmortalidad (2,23; 3,4). En el Testamento de Judá se afirma que «los que hayan muerto en la tristeza resucitarán con gozo» (25,4); algunos creían que sólo resucitarían los justos, pero en el Testamento de Benjamín se asegura que resucitarán todos: «Entonces resucitarán todos, unos para la gloria, otros para la deshonra» (10,6; también Henoc etíope 51). Quizá no sea superfluo señalar que no han sido los judíos quienes
han forjado la categoría «resurrección» como imagen de la esperanza de vida después de la muerte; viene de la cultura y de la religión irania, también en la forma particular de «resurrección universal al fin del mundo». Por otra parte, todas las culturas y religiones han concebido y expresado de una manera u otra la esperanza de supervivencia después de la muerte. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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cas pone en su boca, mientras agoniza en la cruz, aquellas palabras en que le promete al «buen ladrón» que estará aquél mismo día con él en el paraíso (Lc 22,43). En segundo lugar, estaba la creencia en la resurrección anticipada de los mártires. Es verdad que la «resurrección» propiamente dicha seguía estando mayoritariamente reservada para el fin de los tiempos. Pero también cabía concebir la «resurrección» antes del fin del mundo12. Concretamente, muchos creían que cada mártir resucita «inmediatamente después de su muerte» 13, sin que esa resurrección significara el fin del mundo (cf. 2 Mc 7,14.36; 12,43-45). Esta creencia fue determinante para que los primeros discípulos pudieran confesar la resurrección/exaltación del crucificado. Constituye un presupuesto decisivo en la génesis y la elaboración de la fe pascual primitiva. Contra lo que se ha afirmado a menudo, en tiempo de Jesús no era, pues, inconcebible que la resurrección final pudiera anticiparse individualmente. Mucha gente podía creer tranquilamente que Jesús era «Juan el Bautista que había resucitado de entre los muertos» (Mc 6,14); en un contexto diferente, en la parábola del hombre rico y de Lázaro, Jesús cree posible que «resucite un muerto» y se aparezca a sus allegados (Lc 16, 30,31). Estos textos no solamente atestiguan la esperanza de vida después de la muerte, sino que además parecen contar con la posibilidad de una resurrección antes del fin del mundo. En cualquier caso, ponen de manifiesto cuán aventurado es pensar que en la época de Jesús concibiesen el «más allá» en general y el concepto de «resurrección» en particular según unos esquemas temporales rigurosos. Su imaginario sobre el más allá no estaba sujeto a unos parámetros temporales «cartesianos», claramente definidos. Es muy probable que Jesús haya entendido su propia muerte como muerte de «mártir del Reino de Dios». Ciertamente, contaba con la posibilidad de su muerte violenta y previno sobre ella a sus discípulos; les habló del Reino de Dios como de una semilla enterrada y expuesta a muchos azares o como de un insignificante grano de mostaza. Probablemente, comprendió de antemano su muerte como muerte del mártir o del justo perseguido; confiaba en que Dios le resucitaría/exaltaría como había resucitado/exaltado a los mártires y a los justos perseguiCabe señalar la sorprendente afirmación de Mt 27,52, aunque sea difícil extraer de este texto conclusiones para nuestra cuestión. El texto afirma que, cuando Jesús muere y «antes» incluso de que resucite, resucitaron muchos santos y se aparecieron. Quiere decir seguramente que con la muerte de Jesús empiezan los signos del fin, la resurrección general que había de suceder «el último día»... 13 U.B. MÜLLER, El origen de la fe en la resurrección , o.c., p. 50; insiste sobre esta idea en las pp. 73-80. 12
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dos. Intuía incluso —en oscuridad y angustia— que su muerte no iba a ser su ruina definitiva, sino su «consumación» o la plena realización de su destino14; presentía el fin de su vida, pero presentía también su próxima participación en el banquete escatológico del Reino 15; probablemente contó hasta el fin con la intervención liberadora de Dios y la irrupción de su Reino; tal vez esperó incluso que su propia muerte se convirtiera justamente en ocasión y medio para la inauguración decisiva del Reino de Dios 16. Ciertamente, esos horizontes de esperanza no le privaron a Jesús de la angustia de Getsemaní ni del grito de la Cruz. ¿Habría sido creíble la esperanza de Jesús si no hubiese conocido el decaimiento y la zozobra? ¿Significaban éstos que la esperanza de Jesús había sido infundada o más bien que su martirio había sido más verdadero? ¿Significaban que la promesa de Dios era ilusoria o más bien que su solidaridad era más radical? La Cruz siguió su curso. Pero ¿quién sabe cuál es, en lo más profundo, el curso de la Cruz asumida por solidaridad? ¿No está Dios precisamente en el entramado de la realidad, incluso cuando su curso parece cruzarse y crucificarnos? En la vida, en el mensaje, en la cruz de Jesús Dios se les revelaba a las discípulas/os como Dios de vida, como solidaridad más fuerte que la muerte, la injusticia, la maldad. Dios se revelaba como Resurrección. «La vida pública y la cruz constituyen históricamente la visibilidad, la revelabilidad de Cristo. La resurrección es su revelación» 17. La cuestión es saber percibir la presencia del Dios de la vida en la vida de Jesús, el poder de la resurrección en su muerte por compasión. A los discípulos/as se les fueron abriendo los ojos hasta ver precisamente la Pascua en la cruz, hasta mirar precisamente en el crucificado al exaltado/resucitado por Dios, hasta confesar que en la derrota de la cruz triunfa calladamente la compasión solidaria que es la única fuerza de Dios. Un soplo discreto y fuerte reavivó el rescoldo de fe en los discípulos y discípulas. Les ardió el corazón. Y sintieron emerger entre ellos la presencia nueva de Jesús, como la presencia de aquel misterioso compañero camino de 14
Cf. la respuesta que da a Herodes Antipas que busca para matarle: «Id a decir a
ese zorro: Sábete que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer seré perfecc perfeccionado ionado]» ]» (Lc 13,31); 13,31); «Hay un baudía seré consumado [teleioumai : moriré y seré tismo que debo recibir, y estoy angustiado hasta que se cumpla [telesthe: hasta que
Dios lleve a cumplimiento mi misión] (Lc 12,50). 15 Cf. en este sentido Mc 14,25: «Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios». 16 G. T HEISSEN - A. MERZ, El Jesús histórico , Sígueme, Salamanca 1999, p. 477. La primera comunidad cristiana prolongará esta intuición de Jesús sirviéndose de la categoría del sacrificio expiatorio para interpretar el sentido de la muerte de Jesús. 17 A. GESCHÉ, Jesucristo, o.c., p. 168. El autor cita a Gregorio de Nisa: «La resurrección tuvo su principio (arche) en la la cruz cruz» » (Vida de Moisés, II, 132). © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Emaús. Y superaron la prueba, el fracaso. Convirtieron el duelo en Pascua. Hicieron suya más que nunca aquella invocación de la oración sinagogal de las Dieciocho bendiciones: «Bendito seas, Señor, que resucitas a los muertos!». Confesaron a Jesús como mártir y justo resucitado, rehabilitado, exaltado o glorificado por Dios. Reconocieron su presencia en el recuerdo y en las profecías, la palparon en las heridas del crucificado y en todas las heridas. Se reconocieron llamados de nuevo por su propio nombre, convocados a una misión urgente. Y, llevados por la osadía del Espíritu, dieron un paso más decisivo: comprendieron la muerte de Jesús como el auténtico giro escatológico, como el «paso» decisivo al nuevo tiempo de la plena realización del Reino, como primicia y arranque de la resurrección de todos los muertos. Aquella experiencia de la irrupción del Reino de Dios en Jesús persistía, y ahora se relacionaba precisamente con resurrección/exaltación del crucificado. La gran innovación pascual de la primitiva comunidad judeo-cristiana fue ésa: la confesión de que la muerte de Jesús era el inicio de la resurrección universal, acompañada de la esperanza inflamada de que esa plena realización o manifestación del acontecimiento escatológico erea inminente 18. ¿Y si tardaba? Pudiera ser —se dijeron— que, una vez exaltado junto a Dios, Jesús estuviera como «retenido por Dios» por un tiempo, pero éste no podía ser sino breve. Y le invocaron, urgiéndole a su pronta venida: «¡Marana tha!». La llegada del Reino iba a producirse con la inminente parusía (retorno o manfestación) de Jesús. La prolongación del tiempo y de los dolores les iría luego obligando a atemperar el ardor de la espera o a esperar de otra manera. Y en ello seguimos. En cualquier caso, ellos no necesitaron de hechos portentosos de Dios de los que nosotros carecemos. Ellos no creyeron por un privilegio divino del que nosotros estamos privados, por una «intervención sobrenatural» que a nosotros se nos niega. Como ellos, también nosotros debemos aprender a percibir signos de Pascua en las huellas de la Muchos, en tiempo de Jesús, aguardaban el «fin» del mundo o más bien el «comienzo» inminente del mundo nuevo precisamente en Jerusalén, más concretamente en el monte de los Olivos. Esa pudo ser la razón de que Jesús se encaminara con sus discípulos a Jerusalén, para anunciar allí su mensaje del Reino. Y esa pudo ser la razón de que un grupo de discípulos, muy pronto después de la muerte de Jesús, haya vuelto a Jerusalén o, más probablemente aún, no lo haya abandonado nunca. En cuanto al «muy pronto», no parece que sea posible delimitar exactamente ese lapso de tiempo. La expresión «al tercer día» es, evidentemente, una cifra simbólica; designa un «tiempo breve» al cabo del cual tiene lugar la liberación (cf. Os 6,2 y sus comentarios en el Midrash y el Targum; cf. también Lc 13,31). Preguntarse «cuándo» resucitó Jesús no tiene sentido, pues la resurrección/exaltación conlleva precisamente la superación radical de nuestros parámetros cronológicos (al igual que espaciales). 18
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Cruz. Lo más cotidiano es el mayor portento: la presencia alentadora del Espíritu vivificador en el corazón de nuestro corazón, en el corazón de la realidad, y en primer lugar en el corazón de todas las cruces. 4. Sólo vemos bien con los ojos del corazón Que el resucitado «se apareció» es un testimonio pascual primitivo y recurrente: lo encontramos particularmente en la primerísima fórmula recogida en Lc 24,34 ( «Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón») y en la antiquísima antiquísima tradició tradición n recibida recibida por Pablo Pablo y transmitida por él en 1 Cor 15,3-8. Pero ¿cómo debemos leer hoy esos testimonios? ¿Cómo se les aparecía Jesús? ¿La aparición comportaba algún tipo de visión y, en tal caso, en qué consistía la visión? ¿Qué nos dicen acerca del modo y de las condiciones de la fe de los primeros testigos en el resucitado? Sobre todo, ¿qué nos dicen acerca del modo y de las condiciones de nuestra propia fe en el resucitado? Recordemos en primer lugar lo dicho en el apartado 2: la fe en el resucitado no fue el producto de unas apariciones empíricas (dejamos de momento la cuestión del sepulcro vacío). ¿Se dieron o no tales apariciones? No le toca a la teología sistemática pronunciarse sobre la autenticidad o inautenticidad histórica (historiográfica) de unos hechos, sino sobre el significado o contenido teológico de unos hechos, de unos testimonios o de una experiencia de fe. Sin duda, una fe auténtica o unos testimonios auténticos de fe se refieren siempre a hechos, a realidades, pero no de tipo empírico; o, en cualquier caso, se refieren a una dimensión no empírica de hechos empíricos. La fe cristiana en el resucitado no depende, pues, de que haya habido o no unas apariciones empíricas del resucitado. En consecuencia, el hecho de que las «apariciones» pascuales atestiguadas en el Nuevo Testamento sean o no históricamente reales carece de interés teológico propiamente dicho. Supongamos que María de Magdala o Pedro o Pablo nunca gozaron de ninguna aparición «especial» de Jesús resucitado, y que los testimonios neotestamentarios son, como sucede tantas veces, un género literario que expresa narrativamente unas experiencias espirituales profundas —no necesariamente paranormales— de encuentro con el resucitado. Supongamos, por tanto, que la forma y las condiciones de su fe fueran idénticas o similares a la nuestra. Esta hipótesis no debiera provocar hoy ningún escándalo. Creo, más bien, que podría confortar nuestra fe. En todo caso, no debiera ser impugnada por supuestas «razones de fe» o con supuestos «argumentos teológicos», sino solamente con argumentos histórico-críticos. El hecho de que la experiencia del © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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resucitado de los primeros discípulos/as no hubiese tenido componentes extraordinarios no significaría que tal experiencia perdiera ningún ápice de contenido o de realidad. No podemos entender las «apariciones» pascuales como manifestaciones físicas o cuasi-físicas del resucitado, como intervenciones empíricas, puntuales y excepcionales con las que Dios —o el resucitado— intencionadamente habrían beneficiado a unos cuantos (María, Pedro, los Doce, Santiago, Pablo o «quinientos hermanos» más) y de las que intencionadamente nos privaría a nosotros. A no ser que sigamos aferrados al viejo esquema —hoy difícil de aceptar— de la intervención empírica e intramundana de Dios, lo teológicamente correcto es pensar que el resucitado —al igual que Dios— no puede «aparecerse» en el mundo adoptando una magnitud empíricamente verificable. Un Dios —o un resucitado— que se apareciera y se ocultara a su antojo no sería hoy creíble. El término mismo utilizado ( ophte) como se ha señalado sin cesar, apunte en ese sentido: es el que se utiliza en la Biblia griega para significar las teofanías o las angelofanías. Lo que equivale a reconocer que Jesús resucitado se aparece como se aparece Dios, es decir, no de manera empírica. Una cámara no puede grabar la imagen de Dios ni registrar su voz. Lo mismo sucedía cuando se aparecía Jesús. Además, el mismo Nuevo Testamento ofrece muchos elementos que nos disuaden de comprender los relatos de apariciones en un sentido físico: la confusión de María Magdalena (Jn 20,14-15), la ofuscación de los discípulos de Emaús (Lc 24,15-16), las dudas de los Once sobre la identidad de Jesús (Lc 24,37), la «espiritualidad» del cuerpo resucitado (1 Cor 15,44). Los relatos de apariciones pueden ser entendidos como desarrollos narrativos o como escenificaciones de la fe pascual. Son «relatos inventados», si se quiere. Pero no por ello menos «verdaderos», pues, como dijo Balzac, «una novela es más verdadera que la historia» 19. La trama concreta y los pormenores no constituyen la entraña de la narración. La entraña de los relatos pascuales es la presencia entrañable del crucificado entre los suyos, en Jerusalén y en Galilea, en todos sus caminos de cruz y de vida. Y no hemos de entender que Jesús se hiciera presente sólo ocasionalmente. Dios no se hace presente esporádicamente. El resucitado estaba en todo momento presente y manifiesto, como lo está Dios en nuestro mundo, en la vida con todo lo que la compone. Entonces como hoy. Para ellos como para nosotros. El proCit. por A. GESCHÉ, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004 (Capítulo 5: «El imaginario, fiesta del sentido»), p.162. O con palabras de Novalis que cita el mismo autor: «La novela ha nacido a causa de la pobreza de la historia» (ib. 163). 19
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blema es que no siempre le percibimos, por muchas razones que conocemos y otras muchas que ignoramos. Está con nosotros y no le percibimos. Camina con nosotros y no lo conocemos. Pero a veces sucede que se abren los ojos. A María, a Pedro y a tantos otros les sucedió entonces. No fue cosa de uno o de dos, o de los «Doce». Fue un proceso personal y comunitario. Se les abrieron los ojos, y vieron lo invisible real. Vieron al resucitado. Reconocieron en el mensaje, la vida y la cruz de Jesús la presencia de Dios como gracia y liberación sin condiciones ni límites 20. Eso es lo esencial. Dicho eso, es probable que muchas discípulas y discípulos hayan tenido algún tipo de experiencia visual de Jesús resucitado/exaltado, experiencia propiciada por la cosmovisión y las expectativas propias de aquella época. Es históricamente verosímil. Y ello no contradice lo que vengo afirmando hasta ahora. Pero no hay que pensar que Dios interviniera entonces y ahora no, o que el resucitado se les apareciera a ellos y a nosotros no. La realidad de nuestra fe no depende de que la acompañen o no determinados fenómenos de carácter extraordinario o paranormal. Y aun en el caso de que se diesen tales fenómenos, no tendríamos por qué entenderlos como «milagros» en el sentido de intervenciones «sobrenaturales» de Dios en nuestro mundo (que no es, por lo demás, el sentido correcto de «milagro»). Así pues, la diferencia entre ellos y nosotros no radica fundamentalmente en la experiencia del resucitado como tal, sino en la situación psicológica y cultural que vehicula y mediatiza dicha experiencia. Toda experiencia humana —también toda experiencia espiritual— está constitutivamente ligada a un marco interpretativo, y este marco puede inducir o impedir determinados fenómenos paranormales en el psiquismo individual y social. En un contexto cultural en que las visiones son «creíbles», porque forman parte del marco vivencial e interpretativo común de la realidad, las visiones se producen mucho más fácilmente 21. En una cultura en que las apariciones de muertos formaban parte de lo «creíble» y «esperable», es mucho más probable que se produzcan tales visiones y que se interpreten como «apariciones». Pues bien, la creencia en las apariciones de Dios y de los muertos estaban muy difundiEn ese sentido puede afirmarse, como lo hace A. Gesché, que las apariciones son «la prolongación, expresada de otro modo, de la enseñanza del Señor a sus apóstoles y de su misión» Jesucristo ( Jesucristo, o.c., p. 191). 21 Jesús mismo afirma haber «visto» a Satanás caer del cielo (Lc 10,18); Pablo testifica haber «visto» al Señor Jesús (1 Cor 9,1) y haber tenido visiones y revelaciones (2 Cor 12,1-4). 20
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das en tiempo de Jesús, tanto en el mundo judío como en el mundo helenístico22. Supongamos, pues, que algunos discípulos/as tuvieron experiencias de aparición de Jesús en forma de «visiones». ¿Cómo fueron aquellas «visiones»? No es fácil determinar, y no parece que sea importante hacerlo. Lo más razonable podría ser recurrir a manifestaciones análogas del pasado y del presente. En todas las religiones y culturas han existido, y también se dan hoy, trances y éxtasis, visiones y audiciones más o menos intensas, experiencias místicas asociadas a estados alterados de conciencia... Tales fenómenos están ligados siempre a determinados hechos neuro-cerebrales, lo que no quiere decir que puedan reducirse a ellos23. No hay razón alguna para interpretar las posibles experiencias pascuales de visión extática como fénomenos individuales o colectivos de carácter regresivo, como lo hace, por ej., G. Lüdemann 24. Como toda experiencia mística —con o sin fenómenos extáticos—, también la experiencia del resucitado —con o sin un componente visual— puede ser regresiva o, por el contrario, terapéutica. Cuándo sea una cosa u otra, los frutos de la vida lo dirán, como dijo Jesús, o como escribe Teresa de Jesús: «De esto sirve el matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» 25. En el Testamento de Job, los amigos de Job ven a los hijos de aquél, muertos en la guerra, «con la gloria celestial» (40,3). Josefo afirma que los muertos en la batalla se aparecen a sus descendientes (Guerra judía 6,47ss). Hay muchos relatos de apariciones de muertos en el ámbito grecorromano antiguo (a veces se les atribuye a los muertos una supervivencia en el más allá), que a menudo se sirven incluso de la famosa fórmula «ophthe + dativo», habitual en el NT: D. Z ELLER, «Ercheinungen Verstorbener im griechischen-römischen griechischen-römischen Bereich», en R. BIERINGER, V. KOPERSKI y B. LATAIRE (eds.), Resurrection in the New Testament. Festschrift J. Lambrecht , Leuven University Press, Leuven 2001, pp. 1-19. 23 F. M ORA TERUEL, «Cerebro y experiencia mística», en J. M ARTÍN VELASCO (ed.), La ex periencia mística. Estudio interdisciplinar , Trotta, Madrid 2004, pp. 169-182. Una vivencia profunda puede inducir alteraciones en el cerebro y, por consiguiente, estados de trance, al igual que pueden hacerlo el ejercicio de la meditación, la danza, el canto, la respiración, la recitación de mantras, la práctica del ayuno, la ingestión de substancias alucinógenas como el LSD o la estimulación eléctrica de determinadas zonas del sistema límbico. No es correcto interpretar todos los fenómenos de éxtasis o de trance como manifestaciones psicopatológicas, y tampoco es correcto equiparar sin más todos los fenómenos acompañados de «trance» o de alteraciones neuronales y/o emocionales. 24 G. L ÜDEMANN, La resurrección de Jesús. Historia, experiencia, teología , Trotta, Madrid 2001. Este autor entiende las apariciones pascuales como una psicosis o histeria colectiva desencadenada por la visión «originaria» de Pedro, y esta visión, a su vez, sería explicable como una elaboración incorrecta del duelo y como superación de su grave complejo de culpa. 25 Cf. C. DOMÍNGUEZ, «La experiencia mística desde la psicología y la psiquiatría», en J. MARTÍN VELASCO (ed.), La experiencia mística. Estudio interdisciplinar , o.c., o.c., pp. 183-21 183-217. 7. 22
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El hecho de que la presencia del resucitado haya sido vivida e interpretada —ambas cosas son inseparables— como «visiones», y la forma concreta que éstas adoptaron no es en absoluto esencial en los relatos de aparición. La versatilidad de lenguaje con la que Pablo se refiere a su experiencia apunta en este mismo sentido: dice habérsele «aparecido» también a él el resucitado (1 Cor 15,9: opthe), o haber «visto» al Señor Jesús (1 Cor 9,1: eóraka), pero también haber recibido de Dios una «revelación» de Cristo (Ga 1,15-16) o haber sido «alcanzado» por Cristo Jesús» (Flp 3,12). Diversas imágenes para una misma experiencia que nos remite siempre más allá de sus expresiones y mediaciones concretas. Y lo mismo vale, fundamentalmente, para la experiencia de María, de Pedro y de todos los demás 26. En conclusión, no creo que debamos excluir a priori la posibilidad de que algunos discípulos y discípulas de la primera generación, como otros muchos después, hayan gozado de experiencias extáticas de «visión» de algún tipo, ni que se haya dado algún fenómeno de éxtasis colectivo (aparición a «quinientos» hermanos...). Desde el mero punto de vista psicodinámico y psicosocial, no es impensable o inusitado que María de Magdala, Pedro, Pablo, etc. hayan tenido algún tipo de «visión» extática de Jesús resucitado 27. Y no deja de ser natural que, confesando la misma fe pascual de fondo, nosotros no tengamos «visiones», al menos de la misma manera que ellos. Claro que lo lógico es pensar que también sus «visiones» diferían mucho entre sí. Si María de Magdala y Pedro tuvieron «visiones», la imagen que la una y el otro vieron no sería con toda probabilidad exactamente la misma. Y no digamos la imagen que vio Pablo (que no conoció a Jesús físicamente, ni tampoco en fotos, que entonces no existían). Todo eso no es, pues, lo esencial. Lo esencial es que ellos «veían» y nosotros «vemos» al invisible que se manifiesta en todo y de muchas maneras. Después de todas las disquisiciones sobre el qué y el cómo de las apariciones, nos llega a todos un momento en que debemos abrir los ojos del corazón, el corazón mismo, a lo esencial: a la presencia del resucitado en el hortelano, el caminante, el crucificado, en todos los gozos y en todas las cruces; acoger la presencia y vivirla, de modo que los ojos ciegos vean y el mundo sea transformado. En último término, J. MOLTMANN puede afirmar tranquilamente: «Probablemente no debemos suponer que las experiencias de Cristo de las mujeres en la tumba y de los discípulos en Galilea hayan sido muy distintas a la de Pablo» (Cristo para nosotros hoy , Trotta, Madrid 1997, p. 65). 27 U. B. MÜLLER define esas experiencias pascuales como «articulaciones visuales de un proceso reflexivo» (El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 90; cf. especialmente las pp. 97-100. 26
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«creer en el Cristo resucitado significa haber sido atrapado por el Espíritu de la resurrección» 28. 5. Buscar al vivo entre los vivos, no en el sepulcro El relato evangélico de la Pascua empieza con el hallazgo del sepulcro vacío por parte de unas mujeres en el primer día de la semana. Sus dudas e inquietudes en el camino, su sorpresa y sus temores en el sepulcro, el mensaje alentador del ángel... acompañan nuestro imaginario pascual. Estos relatos poseen una magia incomparable y desempeñan una función insustituible. Pero aferrándonos a su literalidad o abrumándolos de empeños apologéticos, no haríamos sino estropear su magia y su función. Hay que desatarlos y dejarlos libres, para que sigan revelándonos la Pascua, liberándonos para la Pascua. Podemos formularnos una triple pregunta: ¿Hallaron de hecho el sepulcro de Jesús vacío? ¿Creyeron por haberlo hallado vacío? ¿Al resucitar Jesús, tuvo que quedar su sepulcro necesariamente vacío? Esbozo una escueta respuesta a cada una de estas cuestiones. En primer lugar: ¿Hallaron el sepulcro de Jesús vacío? No es seguro29. Todos los relatos dependen de Mc 16,1-8, y este texto es de dudosa credibilidad histórica. Se trata de un texto relativamente tardío (año 70), en cualquier caso mucho más tardío que los primeros testimonios de la fe pascual. Estos no mencionan el sepulcro vacío, lo cual resulta tan llamativo como revelador. No se hace mención alguna del sepulcro vacío en las primitivas fórmulas de confesión pascual; tampoco lo menciona 1 Cor 15, 3-8. Parece claro, por lo demás, que el propio relato de Mc 16,1-8 no tiene en su origen la intención de ser una crónica histórica como nosotros entendemos. La inverosimilitud de algunos datos corrobora que este relato no tiene pretensión alguna de ser «histórica»: no existía la costumbre de ungir los cadáveres; era impensable hacerlo una vez sepultados, pues ello hubiese supuesto profanar la tumba; las mujeres sólo una vez puestas en camino caen en la cuenta de la dificultad de quitar la losa... La tradición del sepulcro vacío es ciertamente antigua, y surgió y se desarrolló en Jerusalén, tal vez a partir de la costumbre de celebrar la J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy , o.c., p. 65. Cf. un resumen de la cuestión en H. K ESSLER, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 96-99; Th. LORENZEN, Re28 29
surrección y discipulado. Modelos interpretativos, reflexiones bíblicas y consecuencias teológicas, Sal Terrae, Santander 1999, pp. 225-230; G. THEISSEN - A. MERZ, El Jesús histórico, o.c., pp. 548-552.
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memoria de Jesús junto al sepulcro de Jesús o lo que se consideraba como tal30. Se trata, pues, de una tradición antigua, pero secundaria, posterior a la afirmación de la resurrección. Ignoramos de cuándo data exactamente el testimonio de la fe pascual, pero sabemos que es anterior e independiente de la tradición referida al sepulcro vacío. Esta es, pues, secundaria cronológicamente y secundaria literariamente. Pero es secundaria, sobre todo, teológicamente. En efecto, el centro de interés del Mc 16,1-8 no es la afirmación de que el sepulcro esté vacío, sino s ino de que Dios ha resucitado a Jesús. Todo el relato está construido sobre este mensaje positivo; todos los detalles del relato quieren ofrecer un marco expositivo al mensaje central del ángel en el sepulcro: «Buscáis a Jesús, el crucificado. Resucitó; no está aquí » (v. 6bc). «El relato del sepulcro vacío es exactamente el relato de una revelación» 31, no de un hecho empírico observable por cualquiera. No hay que perder el tiempo mirando al sepulcro, esté abierto o cerrado, esté vacío o lleno. Y esto vale para nosotros tanto como para aquellas mujeres. Con ello queda básicamente respondida la segunda cuestión mencionada: ¿Creyeron por haberlo hallado vacío? Es claro que no. Aun en el caso de que hubiese sido hallado vacío, no dejaría de ser un signo ambiguo (Mt 28,11-15; Jn 20,15; Lc 24,22-24), y no hubiese podido provocar la fe en la resurrección. Aun cuando el sepulcro de Jesús hubiese estado y hubiese sido hallado efectivamente vacío, difícilmente podía haber sido utilizado como argumento a favor de la resurrección; un sepulcro puede estar vacío por muchos motivos. De hecho, en ningún lugar del Nuevo Testamento se afirma el sepulcro vacío como fundamento o garantía de la fe pascual. Pablo ni siquiera hace referencia al sepulcro vacío. Ahora bien, el argumento podría aparentemente ser utilizado en sentido inverso, y así es como suele presentarse a menudo: «un sepulcro vacío —se dice— no constituye prueba alguna en favor de la resurrección, pero un cadáver en el sepulcro sí sería una prueba palmaria de no-resurrección, de modo que no se hubiese podido mantener la fe en la resurrección de Jesús ni un solo día en caso de que sus objetores hubiesen podido mostrar que el cadáver de Jesús seguía en la tumba; si no lo hicieron, es porque la tumba de Jesús estaba efectivamente vacía». Pero esta argumentación se basa en un THEISSEN no descarta que una tumba anónima que estaba abierta y vacía hubiese sido tomada a posteriori como tumba de Jesús y como signo de su resurrección ( El Jesús histórico, o.c., p. 549.553). A pesar de la tradición de Nicodemo, no hay certeza de que Jesús hubiese sido enterrado en toda regla y de que su tumba fuese conocida. 31 A. GESCHÉ, Jesucristo, o.c., p. 154. 30
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supuesto inexacto: el supuesto de que en aquella época resultaba imposible sostener la resurrección de alguien mientras no se constatara que su tumba estaba vacía. En el mismo Nuevo Testamento hallamos por lo menos dos testimonios que contradicen tal suposición: no consta que nadie acudiera a la tumba de Juan Bautista para desmentir el rumor de que había resucitado (Mc 6,14); ni que la gente de Betania sintiera la necesidad de ir a mirar la tumba de su paisano Lázaro para verificar el rumor de que había resucitado (Jn 11). Es decir: ni los discípulos utilizaron un sepulcro abierto y vacío c omo argumento en favor de su fe en la resurrección ni a los detractores de dicha fe se les pasó por la cabeza ir a abrir el sepulcro de Jesús para ver si realmente estaba vacío 32. Todo ello nos remite de nuevo a lo fundamental y decisivo: los primeros discípulos y discípulas creyeron en Jesús resucitado/exaltado independientemente del sepulcro, y así debemos hacerlo nosotros. No creemos en el sepulcro vacío, sino en el resucitado. No creemos porque estuviese el sepulcro vacío, sino porque el resucitado nos sale al encuentro de mil maneras en los caminos de la vida y en medio de todas las dudas. Esto nos lleva a la tercera cuestión: ¿Al resucitar Jesús, tuvo que quedar su sepulcro necesariamente vacío? No, no es necesario que el sepulcro estuviese vacío. ¿Qué pasaría si, en un supuesto altamente improbable, un análisis de ADN comprobara un día que unos restos mortales de algún sepulcro de Jerusalén son los de Jesús? Habríamos encontrado unas reliquias preciosas —mucho más preciosas que la sábana de Turín, pero no tan preciosas como el Evangelio de Jesús—, y las veneraríamos con emoción, pero de ningún modo constituirían un obstáculo para nuestra fe en la resurrección/exaltación de Jesús. Tenemos, ciertamente, muchos obstáculos para creer en la resurrección/ exaltación de Jesús, pero los huesos de Jesús nunca serán un obstáculo, ni siquiera el menor. En efecto, la resurrección de Jesús afecta o concierne a nuestro mundo físico, pero no es un hecho empírico y verificable que haya tenido lugar en el plano de los elementos físicos, al igual que afecta a nuestra historia, pero no se ubica en nuestros parámetros temporales. Lo mismo se puede decir de nuestra propia resurrección. La resurrección no conlleva la desaparición de unos átomos, unas moléculas, unas A. GESCHÉ observa que «no se dice en ningún sitio (aunque tampoco se niegue) que él resucitó de la tumba (ex monumento, ek taphou)». Y añade: «Si no me equivoco, es únicamente en el siglo VII, en el concilio XI de Toledo (675), cuando encontramos por vez primera “e sepulcro surrexit”» Jesucristo ( Jesucristo, o.c., p. 183). 32
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células o unos tejidos. El cuerpo de Jesús pudo corromperse en el sepulcro, como se corrompen todos los organismos para pasar a ser otros organismos, como se corromperán nuestros cuerpos gozosos y sufrientes para formar parte de otros cuerpos. ¿No resucitó, pues, el cuerpo de Jesús? Sí, pero no propiamente el cuerpo de Jesús, sino el cuerpo que era Jesús. No resucitó Jesús con sus átomos y células, como tampoco nosotros resucitaremos como cuerpos físicos. Somos cuerpo y cuerpo hemos de resucitar. Pero «cuerpo» no es un mero organismo físico compuesto de átomos y células, sino mucho más, como se ve bien en un cuerpo amado. «Cuerpo» significa en el fondo «sujeto en relación», nudo histórico de relaciones que forman sujeto (con un grado determinado de autoconciencia). El soporte actual de nuestras relaciones y del sujeto —o del espíritu, o del alma— que configuran es un soporte físico, y nos cuesta imaginar que, una vez disgregado este soporte, sobreviva la forma, el alma, el espíritu o el sujeto (más o menos consciente) de esas relaciones. Pero, ya en nuestra actual modalidad física de ser, ¿no sobrevivimos como sujeto a pesar y través de una permanente mutación de nuestras células, de nuestros átomos o de las partículas subatómicas que nos constituyen? ¿No será la resurrección como esa memoria que subsiste a todas las transformaciones y descomposiciones? ¿No nos muestra la física cuántica un universo de elementos subatómicos en que ya no rigen nuestros parámetros espacio-temporales, un micro-universo inconmensurable en el que cada parte contiene el todo en una especie de presente eterno? ¿No será Dios como una gran memoria en la que todo lo que llegó a ser un cuerpo de relaciones pervive en pura relación? ¿No será Dios ese gran corazón o ese gran presente eterno, hecho de pura relación, de pura comunión, de pura compasión, en el que somos eternamente acogidos, animados, resucitados? Puede que esto sea aventurarse por unos derroteros problemáticos. No pretendo sino liberar la fe en la resurrección de un imaginario demasiado angosto y rígido, demasiado fisicista, dualista y sobrenaturalista. Ya no podemos seguir pensando la resurrección de Jesús (y la nuestra) en unos esquemas físicos y teológicos que difícilmente pueden ser compatibles con la ciencia y la metaciencia actuales. Que Dios resucitó a Jesús no significa que sustrajo del sepulcro (y de este mundo) una determinada cantidad de átomos, sino que lo acogió en su memoria viva y vivificadora, en su justicia y en su misericordia que rehabilita al crucificado, a todos los crucificados. Jesús, aquel hombre que fue pura historia de relación samaritana, vive en Dios, con nosotros y con todas las criaturas. Pasó la vida haciendo el bien y entregó a la tierra hasta el último de sus átomos, hasta la última de sus partícu© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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las, y siguen animando su presencia entre nosotros. Vivo en la memoria de Dios, revive en la nuestra y camina con nosotros como buen samaritano. «No está aquí —nos dice el ángel—. No lo busquéis aquí. Buscadlo en Galilea. Buscadlo en vuestros hermanos y hermanas. Buscadlo en vuestro corazón y el mundo. Buscadlo en la fracción del pan y en la palabra. Buscadlo en Galilea, en los sueños y en las penas de cada día». 6. El sentido de la Pascua: el amén de Dios Hemos dejado atrás «una curiosidad pesada y compulsiva respecto a eventuales prodigios» 33, para abrirnos a la acción Dios y al mensaje alegre de los discípulos/as. Es el momento de abordar la pregunta más elemental, que es a la vez la más fundamental: ¿Qué significa la Pascua? La pregunta ha quedado respondida aquí y allá, desde diferentes ángulos. Recojamos ahora los diversos elementos de respuesta sobre el sentido de la Pascua. La pregunta por el sentido de la Pascua no es distinta de la pregunta sobre el contenido de la fe, sobre el hecho o el acontecimiento pascual. La cuestión sobre el sentido y la cuestión sobre el hecho son inseparables, porque no tenemos más acceso al «hecho pascual» que la afirmación pascual de fe, y porque, a la vez, la fe no tiene sentido sino en cuanto se refiere a algo, en este caso a lo que Dios ha hecho con el crucificado y sigue haciendo con todos los crucificados34. ¿Qué afirma, pues, la confesión pascual? No cabe decirlo de una única manera, ni cabe decirlo del todo. Por otra parte, sólo cabe decirlo en sinfonía de palabra, corazón y praxis. La fe no es una afirmación de hechos que tuvieron lugar en el pasado 35. Ni tampoco es un «tener por ciertas» ciertas acciones teológicas (de Dios). La fe es confesar con los labios, asentir con el corazón y practicar en la vida la presencia pascual A. GESCHÉ, Jesucristo, o.c., p. 143. Evidentemente, al hablar de «hecho pascual» no nos referimos —o al menos no nos referimos en primer lugar— a hechos empíricamente observables o históricamente constatables, sino a la acción de Dios. La fe pascual confiesa que la acción de Dios es real y afecta a nuestra historia; en ese sentido, podría remotamente llamarse a esa acción de Dios un «hecho histórico». Pero la acción de Dios, o su presencia a favor del Crucificado y de todos los crucificados, trasciende las coordenadas espacio-temporales y, en consecuencia, la «jurisdicción» de la historiografía positiva, al igual que trasciende la capacidad perceptiva de nuestros sentidos físicos. 35 «Lo histórico es lo que ocurre y luego se desvanece» (J. M OLTMANN, Cristo para no sotros hoy , o.c., p. 67). 33 34
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de Dios, pues, como dice Moltmann, la Resurrección no es algo puntual, sino un proceso, «no es un hecho, sino un camino» 36. La fe pascual es también buscar palabras para decirla. Pues bien, podemos decir: la Pascua es el Amén de Dios, es el sí sereno y rotundo de Dios a Jesús crucificado, al Dios del crucificado, a toda la historia crucificada. La Pascua es el sí definitivo de Dios. 1. La Pascua es el sí de Dios a Jesús . «El sí irrevocable de Dios a Jesús y a la vida de Jesús, desautorizando el no de sus representantes» 37. La Pascua no es la mera permanencia de Jesús en el recuerdo o en la fe, sino que es la rehabilitación del condenado en cuanto justo, la ratificación del crucificado como «señor» (es decir, amigo y servidor) de la vida, la confirmación definitiva de su vida y de su causa, de su mensaje y su esperanza. La Pascua es el sí de Dios a lo que Jesús fue, hizo, dijo, esperó, amó. La fe pascual afirma que Dios estaba del lado de Jesús, estaba con él en su palabra, en su vida, en su muerte. La fe pascual confiesa que Dios ratifica la buena noticia de Jesús a los pobres, la comunión de mesa de Jesús con los pecadores, la curación de los enfermos por Jesús, la solidaridad de Jesús con los crucificados. 2. La Pascua es el sí de Dios al Dios de Jesús . «La Pascua significa (...) que el Dios que resucitó a Jesús crucificado se identifica con la imagen escandalosa de Dios que Jesús había asumido en toda su existencia»38. «Ahora bien, si Dios se identifica con esta imagen afirmada por Jesús (hasta la muerte) resucitándole, entonces Dios se muestra y define de modo efectivo y para siempre como la “realidad” que salva de hecho a los perdidos (...), como aquel que mantiene su fidelidad a las criaturas y cuyo amor es más fuerte que la muerte» 39. «Si Dios se revela en la resurrección del Cristo crucificado en impotencia, entonces Dios no es la quintaesencia del poder, como lo representa el César romano, ni tampoco la quintaesencia de las leyes, como lo sugiere el reflejo del cosmos griego. Dios es más bien, la fuerza que da vida, que enriquece a los pobres y levanta a los humillados y resucita a los muertos» 40. J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy , o.c., p. 70. Este autor escribe también acertadamente: «Lo que podemos saber históricamente de la resurrección de Cristo no debe ser abstraído de lo que podemos esperar y de lo que debemos hacer en su nombre. Tan sólo en la unidad viviente del saber, el esperar y el hacer la resurrección de Cristo puede ser entendida de una manera verdaderamente histórica» (Cristo para no sotros hoy , o.c., p. 69). 37 J.I. GONZÁLEZ FAUS, Acceso a Jesús, Sígueme, Salamanca Salamanca 1979, 1979, pp.133-134. pp.133-134. 38 H. KESSLER, La Resurrección de Jesús, o.c., o.c., p. 250. 250. 39 H. KESSLER, La Resurrección de Jesús, o.c., o.c., p. p. 251. 251. 40 J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy , o.c., pp. 69-70. 36
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La fe confiesa que Dios pronuncia su nombre en la mañana de Pascua, y que es Pascua cada mañana. Dios es «el que resucita a los muertos», recrea la vida, dignifica al humillado. Dios es el poder del amor, poder entrañable y tierno, amor indigente y poderoso, amor vulnerable e invencible, más fuerte que la muerte en el seno de la muerte, más fuerte que la cruz en la entraña misma de la cruz. Dios es el consuelo de la solidaridad. Es Dios de vida. Es un Dios con nosotros, un Dios para nosotros, un Dios en nosotros, en nuestra cruz y en nuestro gozo. Es Espíritu consolador, «amor derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5) y en la entraña de toda criatura. 3. La Pascua es el sí de Dios al ser humano y a todo el cosmos . «La fe en la resurreción es la fe en Dios de los que aman y mueren, de los que cargan con el dolor y con la tristeza. Es la gran esperanza que consuela y alienta» 41. La Pascua significa el sí, el amén de Dios (2 Cor 1,20) a todas sus promesas, a todas las semillas de esperanza que laten en el corazón del ser humano y de la creación entera. La fe en la Pascua significa que «somos liberados para posibilidades nuevas, auténticamente humanas», que la libertad es posible: «la libertad para aceptar que, a pesar del pecado y la culpa, somos acogidos por Dios; la libertad de poder vivir en este mundo terrenal sin desconfianza radical respecto a la existencia; la libertad de plantar cara a la muerte, que no tiene la última palabra; la libertad de comprometernos desinteresadamente en favor de otros (...); la libertad de aceptar experiencias de paz, alegría y comunicación, y entenderlas como manifestaciones, si bien fragmentarias, de la presencia del Dios vivo, portadora de salvación; la libertad de incorporarnos a la lucha por la justicia económica, social y política; la libertad de estar libre de uno mismo para estar a disposición de los demás, libre para hacer el bien a los demás» 42. La Pascua anuncia a todos los condenados de todos los infiernos: ¡No temáis! Tened esperanza. El crucificado os acompaña en vuestro tormento. No estáis solos. El resucitado os tiende la mano. No estáis abandonados. Dios está con vosotros. No estáis condenados. «Hay alguien que llevó la esperanza al infierno. Dante ha sido refutado» 43. «Puesto que Cristo estuvo en el infierno, ninguno que allí esté carece J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy , o.c., p. 63. E. SCHILLEBEECKX, Los hombres relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994, p. 206. 43 J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy , o.c., p. 59. A. GESCHÉ considera que «el descenso a los infiernos» para anunciar la liberación a los muertos y a los condenados es justamente el contenido teológico fundamental del mensaje pascual (cf. Jesucristo, o.c., pp. 172-205. 41 42
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de esperanza. Eso significa entonces que para la fe cristiana el “infierno” ya no es lo que antes se suponía que era: una infinita cámara de tortura religiosa. Sus portones están abiertos, sus muros quebrados: el trompetazo de la liberación ya suena en el “infierno”» 44. Que hay infierno, nadie lo puede negar: no hay más que mirar la tristeza en los ojos de los supervivientes de una patera, la desesperación de quien opta por quitarse la vida, la destrucción de las personas y de los pueblos que padecen el terrorismo o el antiterrorismo global y las guerras preventivas; no hay más que leer un relato de tortura. Pero la fe pascual anuncia la esperanza de que nada de eso es definitivo para la humanidad y para ninguna criatura. c riatura. La Pascua significa que el infierno como lugar de tormento eterno queda radicalmente derogado por el poder de la solidaridad divina. La Cruz manifiesta que Dios no es el omnipotente impasible de muchas teologías y espiritualidades, sino la solidaridad con todos los crucificados, con las víctimas crucificadas e incluso con los verdugos que crucifican. Y la Pascua manifiesta que la compasión de Dios es más poderosa que el viejo principio de la expiación y que el viejo mecanismo de la venganza. Creer en la resurrección es creer que la muerte no es el fin, que la cruz de un condenado no es su destino último, que para ningún condenado —ni siquiera para el crucificado «culpable»— la cruz es la última palabra, que la justicia de la bondad y la ternura son y serán la última palabra, la palabra del juicio final para toda la creación. Creer en la resurrección significa que Dios es el supremo poder de la compasión solidaria para todas las cruces, para todos los justos crucificados e incluso para todos los injustos que crucifican. Creer en la resurrección significa que la vida de Jesús es la medida y el cánon de toda vida, que pasar la vida haciendo el bien es encarnar a Dios en el mundo, que curar y liberar es la cima de la vida, aun cuando esa vida acabe desangrándose en una cruz. Creer en la resurrección es creer que la cruz alguna vez florecerá. Creer en la resurrección es esperar que la última palabra será de Dios, como lo fue la primera, y que esa palabra será la vida para todos los vivientes, la paz para todos los seres, pues la acción pascual de Dios no es solamente un hecho acontecido en la historia humana y que afectaría únicamente a los seres humanos, sino un acontecimiento que afecta a toda la creación, c reación, la primavera de una nueva creación, esperanza de liberación para todas las criaturas sufrientes. Creer en la resurrección es creer que, «al igual que la historia, también 44
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la naturaleza es “escenario de la gracia y espacio de la salvación”» 45, es creer que «Dios no olvida nada de lo que haya creado. Nada se le pierde. Todo lo restaura» 46. 7. «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» He dicho al principio que la Pascua —en cuanto hecho y en cuanto confesión— fue el elemento fundante de la primera comunidad cristiana, de su fe y de su vida, y que lo sigue siendo para nosotros. Pero el término «fundante» quedaba allí pendiente de ulterior aclaración. Una vez tratadas las cuestiones relativas al origen, al motivo y al contenido de dicha confesión, es el momento de preguntarnos sobre el significado del término «fundante»: ¿significa que la resurrección de Jesús es el fundamento por el que creemos o significa, más bien, que es lo fundamental de nuestra fe? Creo que es preciso optar por el segundo significado. Tal vez no haya que establecer una rigurosa contraposición entre ambas formulaciones, pero se trata de algo más que de un matiz. «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Cor 15,17), escribe Pablo. Pero ¿cómo interpretar esta afirmación? Creo que la utilización que se hace de esta cita suele ser generalmente abusiva, al menos en la medida en que se considera la resurrección de Jesús como prueba de la verdad de nuestra fe y de nuestra esperanza. Como si la fe fuese incierta, pero la resurrección cierta. Como si la fe fuese una opción discutible y la resurrección un hecho constatable. Como si la resurrección fuese la prueba y el fundamento de la fe y de la esperanza. Como si se dijera: «Creemos que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios, porque sólo él ha resucitado. Y podemos esperar que resucitaremos, porque porque Jesús resucitó. Si Jesús no hubiese resucitado, no tendríamos ninguna razón para pensar que Jesús es distinto de otros muchos profetas, ni tampoco para esperar que nosotros resucitaremos». Creo que afirmaciones de este estilo, todavía bastante recurrentes, no son correctas, en la medida en que parecen sugerir que la fe se fundamenta en datos positivos exteriores exteriores a la misma fe y en la medida en que parecen convertir la resurrección en un dato empírico. Aunque la formulación de Pablo pueda prestarse a ese tipo de interpretaciones, no parece que fuese ésa la lógica de Pablo, pues éste 45 46
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nunca aduce unos hechos históricos (ni siquiera al Jesús histórico) como fundamento de su confesión de Jesús en cuanto Mesías o Hijo de Dios, ni aduce unos datos empíricos (sepulcro vacío, apariciones...) como prueba de su fe en la resurrección de Jesús. Pablo creyó porque él mismo tuvo una profunda experiencia, no necesariamente paranormal, del crucificado en cuanto Mesías, Señor e Hijo de Dios, fuerza y sabiduría y salvación de Dios, su plena revelación y su amén definitivo a todas las promesas. Para llegar a esta confesión, Pablo recorrió su particular «camino de Damasco», como María de Magdala recorrió su camino temprano al sepulcro, como Pedro volvió a recorrer los caminos de Galilea, los discípulos anónimos su camino de Emaús, y cada uno de nosotros nuestros propios caminos de cruz y de pascua. porqu e Propiamente hablando, Pablo no creyó en el crucificado porque creyó precis precisame amente nte que Dios había Dios le había resucitado, sino que creyó resucitado/exaltado al crucificado. Y al decir que «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe», no quiere decir que la resurrección sea el argumento que sostiene nuestra fe, sino el núcleo que la constituye. Si realmente Dios no ha resucitado a Jesús, nuestra fe en Dios y nuestra esperanza en El son efectivamente mera ilusión; la cruz de Jesús y de todos los crucificados seguiría entonces siendo la última palabra. Pero creemos que la justicia y la ternura, la compasión y la curación son, serán, la última palabra. Creemos que Dios es, y que es como Jesús lo encarnó y que hace con todos los crucificados lo que confesamos que ha hecho con Jesús: resucitar y rehabilitar 47. Creemos que hay Pascua, a pesar de todo, y a pesar de nuestros desfallecimientos. Y ¿por qué creemos que hay Pascua, que hay Dios? No ciertamente porque unos cuantos «milagros» o incluso el «mayor milagro», la resurrección, lo prueben, pues en primer lugar habría que probar esos mismos «milagros». Más bien, y con todas nuestras inseguridades, creemos en el Dios de la Pascua porque en el mundo ha existido y sigue existiendo la bondad, porque Jesús «pasó la vida haciendo el bien» e hizo triunfar la bondad hasta en la Cruz. Seguramente era esto mismo lo que queEs acerta acertado do lo que que dice dice A. TORRES QUEIRUGA, en la línea de R. Haigth: Dios ha hecho en la Pascua con Jesús lo que viene haciendo desde siempre con todos los muertos: dar vida en el sentido pleno. Pero los discípulos de Jesús lo descubrieron como realizado precisamente en el Crucificado y lo confesaron como «el primogénito de entre los muertos» (Cf. Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de las culturas, o.c., 215-224; cf. R. H AIGHT, Jesus Symbol of God , Orbis, Maryknoll, Nueva York 1999). Somos cristianos en la medida en que vemos precisamente en Jesús, el crucificado solidario de todos los crucificados la voluntad, la presencia, el ser de Dios como absoluta solidaridad y compasión. 47
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JOSÉ ARREGUI
ría decir Simone Weil cuando escribió: «No admiro a Jesús porque haya resucitado, sino porque ha muerto en la cruz». Dicho de otra forma: Jesús es para los cristianos el gran sacramento de la compasión poderosa de Dios, no porque su sepulcro haya quedado milagrosamente vacío, sino porque se acercó a los leprosos, acogió a los pecadores y compartió la cruz de los crucificados, y porque hasta en el abandono de la cruz, siguió creyendo oscuramente en Dios, esperando en Dios a pesar de todo. Esta es nuestra fe. «La fe, bendita sea para siempre jamás, además de apartar las montañas del camino de quienes se benefician de su poder, es capaz de atreverse con las aguas más torrenciales y de ellas salir oreada»48.
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J. SARAMAGO, Ensayo sobre la lucidez , Alfaguara, Madrid 2004, p. 13. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
Diálogo posterior a la conferencia entre entre José Arregui y Andrés Torres Queiruga
Pregunta: Expuesta así la resurrección de Jesús creo que no difiere
en nada de la resurrección de Juan Bautista, de la resurrección de cualquier hombre y mujer con los mismos perfiles de fe vida profética y martirial que Jesús. ¿Hay algo específico, diferente en la resurrección de Jesús el Cristo? Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
Ante todo, dejadme expresar mi alegría al escuchar la exposición de José Arregui. Cuando escribí mi libro sobre la resurrección, no lo hice sin cierto miedo y cautela, pues en aspectos importantes no seguía, digamos, los caminos trillados y ordinarios. Ahora, mientras iba viendo cómo él decía lo mismo con su manera clara, serena y transparente —verdaderamente «franciscana»—, puedo comprobar cómo la nueva visión, menos fundamentalista y más consecuente con lo mejor de nuestra cultura, va abriéndose camino. Es una clara promesa de futuro. Pero vengamos a la pregunta. Para contestar, se me está ocurriendo un ejemplo bonito: Zubiri, en un artículo antiguo, formula una pregunta filosófica, simple en apariencia: —¿Qué diferencia hay entre la nada y una hormiga? La respuesta parece difícil, y, sin embargo, es obvia: —Justamente, una hormiga. Creo que la aplicación es clara y se entiende a dónde quiero ir. ¿Qué diferencia hay entre la resurrección de Jesús, la de Juan bautista o la mía? Pues la que hay entre Jesús y nosotros. El es diferente. Jesús resucita como Jesús, con toda su grandeza, con toda su filialidad, con toda su mesianidad. Yo resucitaré como Andrés y tú como José y cada uno o cada una como son. Es decir, cada persona resucitará como ella es. En la medida en que Jesús es diferente, en esa justa medida es diferente su resurrección. La medida de su resurrección la da su individualidad: igual, pero diferente. Es la resurrección de Jesús de Nazaret, como la resurrección de la Virgen —que llamamos Asunción— es la de María © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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de Nazaret, y la de San Francisco de Asís es la del Poverello. Y por eso San Pablo nos dice que todas las estrellas brillan, pero unas y otras difieren en claridad: todas son brillantes, todas «divinas» —para él, eran seres vivos y «divinos»—, pero distintas. Todos esperamos ser resucitados. Pero Jesús está resucitado como Jesús de Nazaret. José Arregui
No tendría nada que añadir. Quizás, al que o a la que formula esta cuestión yo le diría: para ti, realmente, ¿quién es Jesús? Si Jesús tiene para ti algo de único, algo de especial, pues ésa es la diferencia con la que Dios le resucita. Esa identidad, para un cristiano, es realmente única, pues en su forma de ser y de vivir reconocemos a Dios, y esa forma de ser y de vivir y de morir la reconocemos «resucitada»/»exaltada» por Dios, es decir, avalada y acogida plenamente en Dios. En cuanto a lo que dice Andrés en su libro, «que Dios ha hecho en Jesús lo que está haciendo en todos desde siempre», pues evidentemente sí. Pero es en Jesús en quien el cristiano lo reconoce perfectamente realizado. La acción resucitadora universal de Dios, el cristiano la reconoce plenamente en Jesús, precisamente en Jesús el crucificado. Pregunta: José: ¿Qué es el gozo y alegría de la Pascua? ¿Qué sig-
nifica morir con Cristo y vivir en Cristo? ¿Resurrección, Ascensión y Pentecostés no es un único movimiento? José Arregui
Si, por supuesto. San Juan los presenta como un único acontecimiento teológico, y este acontecimiento coincide precisamente con la muerte en cruz, que es la la glorificación misma. También También en el Evangelio de Lucas se funde la ascensión con la resurrección. Es solamente en los Hechos de los Apóstoles donde se narran como acontecimientos distintos. ¿Qué es el gozo pascual? Bueno, pues lo que vemos en María de Magdala, lo que vemos en los discípulos Pedro y Juan que corren al sepulcro y se encuentran con el Resucitado, lo que vemos en los discípulos de Emaús a los que les arde el corazón, lo que vemos en tantos y tantas que han vivido el evangelio de Jesús seguros de que Jesús les acompaña en su vida y en su cruz... Bueno, y eso que cada uno vivimos en nuestra pequeña y humilde medida. Pregunta: Andrés ¿Qué opina del purgatorio, de esa dilación del
encuentro de Dios después de la muerte? ¿Es un hecho que no estamos suficientemente purificados para ver a Dios inmediatamente después de la muerte? © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
Ya sabéis que la teología actual—Yves Congar, por ejemplo, dijo cosas fundamentales al respecto— ha interpretado bien este dogma. Dado que nadie es totalmente puro —como me gusta decir, «puros, puros, los habanos y fieles, fieles, los difuntos»—, nadie muere totalmente santo y purificado. Por lo tanto, el encuentro con Dios tiene que implicar una conversión, una purificación. Esta intuición se ha traducido tal vez de manera demasiado espacial y temporal con la idea de purgatorio. Pero lo que quiere decir es eso: que realmente la entrada en la comunión plena con Dios implica un cambio y una conversión nuestra. Yo no sé si hay que llamarla dolorosa o no; en cualquier caso indica un tránsito importante. Para que se entienda lo que quiero decir, permitidme este ejemplo. En Santiago de Compostela yo paso casi todos los días por delante de la Iglesia de las Animas, de mucha tradición, pues siempre la ha tenido el purgatorio. El frontispicio tiene un bajorrelieve en piedra, y en él un grupo de almas del purgatorio en el fuego. Pero un día caí en la cuenta de que están allí tan tranquilas y casi recreadas… En el fondo, el cantero artista intuyó de alguna manera que el purgatorio no es una cosa trágica. Me resultó iluminadora la experiencia. Pregunta ¿No es equiparada de algún modo la resurrección de Je-
sús con las otras? ¿Resucita como el Hijo, el Señor ante quien toda rodilla se dobla? ¿No has hablado más de la Resurrección que del Resucitado? Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
Lo dicho antes se movía en el terreno de la aclaración de principio. Si hablas del concepto, tienes que hablar del concepto. Pero luego, al concretar, si cada uno resucita como él o como ella es, he procurado hablar de Jesús como Jesús, como el Primogénito de los muertos —y, para que se comprenda en todo su realismo, conviene decir también: el Primogénito de los difuntos—. En ese sentido lo has dicho muy bien: como el Hijo, como el Señor ante quien toda rodilla se dobla en el cielo y en la tierra. Mi insistencia iba a señalar que en él se realiza y, en consecuencia, se revela plenamente lo que hasta entonces no comprendíamos en toda su plenitud; siempre de jando jand o claro que él tiene tien e una gloria glor ia y una grandez gra ndezaa que no tenemos tene mos los demás. Moderador ….. Añade el que hace la pregunta: Si no es a través
de los sentidos, ¿cómo se percibe la resurrección, sin que caiga bajo la © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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subjetividad o la arbitrariedad? ¿Sólo desde el recuerdo del Nazareno? ¿Quién causa la resurrección Dios o nuestro recuerdo de Jesús? José Arregui
Bueno, dudo de que esa alternativa así formulada esté bien planteada. Es Dios el que le resucita, pero somos nosotros los que captamos y expresamos esa acción de Dios con la categoría «resurrección» o con otras muchas. El sujeto de la Pascua es Dios. Hablamos de lo que Dios ha hecho y no hablamos simplemente de nuestro recuerdo. En cualquier caso, nuestro recuerdo es nuestra manera de percibir, hacer presente y confesar esa acción de Dios. Y no podemos designar unas acciones de Dios en su objetividad pura, independientemente de nuestra subjetividad. Cada vez que afirmamos algo acerca de Dios, lo hacemos desde unas determinadas claves de percepción y de interpretación. Andrés Torres Queiruga Quei ruga
Incluso conviene reforzar lo peculiar de este recuerdo. Por eso acudo a la categoría de mayéutica. Lo profundo, aun siendo real y estando ahí para todos, no siempre es fácil de percibir. Yo quiero mucho a nuestra Rosalía de Castro, y cuando leo su maravillosa poesía «Negra sombra que m’asombras», comprendo que yo no sería capaz de escribirla. Pero cuando la leo, me siento reflejado en ella: gracias a Rosalía, veo por mí mismo lo que yo soy y ya de alguna manera vivía. Bueno, pues la Escritura no importa desde fuera algo externo o ajeno a nosotros, sino que nos ayuda a caer en la cuenta de algo que nosotros ya somos y vivimos. Al final debemos poder decir lo mismo que los samaritanos a su paisana: «ya no creemos por lo que tú nos has dicho, pues nosotros mismos lo escuchamos, y sabemos que éste es de verdad el Salvador del mundo». Todos los que estamos aquí, si creemos en Dios, creemos que El es fiel y no nos puede dejar caer en la muerte; notamos que nuestro ser está postulando inmortalidad; que si nosotros amásemos a alguien, no lo dejaríamos morir; que al que muere martirizado por su fe, Dios no lo puede dejar derrotado para siempre… Todo esto lo han visto los autores del Antiguo y del Nuevo Testamento, lo vivieron intensamente los Apóstoles ante el destino de Jesús, y, a nuestro modo —distinto, pero real— también lo vemos nosotros; incluso, como decía citando a Spinoza, de alguna manera «sentimos y experimentamos que somos eternos». Pues bien, esto es descubrimiento —revelación— real. Pero profundo y difícil. Se nos puede oscurecer y escapar, muchos no lo ven. Y cuando alguien nos pregunta si esto no será pura subjetividad, debemos afrontar la pregunta. Que es la pregunta fundamental de la fe. Tan Tan © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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fundamental, que nos pasa igual con la misma existencia de Dios. Creemos en Dios, creemos que El existe; pero no disponemos de pruebas empíricas. Porque no puede haberlas, pues el ser de Dios supera todo lo empírico. Y, sin embargo, los que creemos en El, lo creemos como real, como lo más real. La sospecha esta ahí siempre (si mal no recuerdo, Rahner dijo en alguna ocasión que esa es la gran sospecha contra la fe). Vendrá Feuerbach, vendrá Freud, y dirán: «ya bueno, eso lo creéis vosotros, pero es una proyección, una personificación del miedo o del deseo …» Ahí es donde se anuncia la seriedad de la fe: uno tiene que buscar las razones que en su vida le confirman de su realidad. El peligro de subjetivismo lo tenemos siempre, pero una fe crítica lo es, porque descubre razones que, a pesar de ese peligro, nos convencen de que es verdad. Comprender esto es decisivo en una cultura crítica. Si, como me sucedió en una discusión de amigos —médico él, con argumentación empirista—, pregunto: bien, demuéstrame que tu esposa te es fiel; estoy seguro —conozco a los dos— de que está tan cierto como del teorema de Pitágoras. Y tiene muchos motivos para estarlo. Pero esos motivos ya no pueden ser empíricos, porque, siendo reales y verdaderos, tienen que acomodarse a su objeto. Cada realidad tiene una demostración de acuerdo con su orden y modo de ser (lo sabía bien Aristóteles y lo repitió Husserl). A Dios no podemos demostrarlo empíricamente, pero tenemos muchos y muy serios motivos para creer en El. En su orden lo mismo sucede con la resurrección. También También para ella tenemos muchos motivos, y desde luego uno muy importante es la lectura de la Biblia: el recuerdo vivo de lo que pasó allí nos hace de partera —mayéutica— para caer en la cuenta de todo lo que en la vida y en la historia nos está diciendo que la muerte no es lo último ni para Jesús ni para nosotros. Lo que el Nuevo Testamento tematizó de manera tan clara e imaginativa, nos ayuda hoy a descubrir también nosotros la resurrección. Creemos en la resurrección, porque los Evangelios nos lo dicen; pero ahora creemos, porque nosotros lo vemos: este paso hay que darlo; si no, todavía no hemos alcanzado la verdadera fe. Y, aunque no quiero alargarme demasiado, permitidme insistir. Empeñarse en que para creer en la resurrección tiene que haber pruebas empíricas, parece piadoso, pero en realidad está haciendo imposible la fe. Si la resurrección no es empírica, porque está ya fuera de las leyes del espacio y del tiempo, postular pruebas empíricas es hacer imposible la fe. Es justamente la trampa que Flew hace respecto de la existencia de Dios con su parábola del «jardinero invisible». Si para creer en Dios, es necesario ver algo empírico y milagroso en el mundo, se hace imposible la fe. Así intenta justificar Flew el ateísmo. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Pregunta: Lo esencial se aprecia en la vida en ese sentido todos
podemos acceder a ello pero la vida es historia y en la historia hay acontecimientos fundantes, así como hay momentos cruciales en la vida de cada uno, no todos los momentos son iguales, ¿no cabe hablar de momentos estelares en la historia de la salvación y en la misma vida de Jesús? Me gusta y me convence el vínculo entre lo pre-pascual y la pascua, pero creo que la alegría pascual no es simplemente la actualización y verificación que se puede dar en todo tiempo de lo que ya estaba funcionando y funciona en la vida. Creo que la alegría pascual no es alegría acumulada sino negatividad vencida por eso me gusta pensar que tuvo que pasar algo y con una intensidad única de la que participa mi fe. José Arregui
Antes se ha hecho alusión a eso. Depende de a qué nos estemos refiriendo con eso de «algo». En la pascua sucedió algo, claro que sí. ¿Qué fue? Pues que percibieron la presencia vivificadora de Dios precisamente en Jesús crucificado, que no tengo ningún reparo en decir que es la misma presencia universal de Dios junto a todos los crucificados. Al igual que en Jesús reconocieron la presencia plena de Dios, en Jesús crucificado confesaron la acción resucitadora y glorificadora plena de Dios. Es la misma presencia de Dios universal, pero la percibieron en Jesús. La alegría pascual, la experiencia pascual efectivamente fue muy especial, como lo fue la vida y la cruz de Jesús, y significó el comienzo de un movimiento histórico impresionante: el movimiento cristiano. Ahora bien, ¿se desencadenó ese movimiento porque Dios intervino de una manera extraordinaria y empírica, haciendo que Jesús se les manifestara empíricamente? No creo que hay por qué postular una intervención así en la experiencia pascual. Pudieron acceder a la experiencia de la presencia plena de Jesús en Dios y entre ellos a través del ahondamiento en la memoria del mensaje, la vida y la muerte de Jesús. Por otro lado, el acontecimiento pascual es único tanto en lo que se refiere a la presencia de Dios en Jesús como también a la percepción de esa presencia por parte de los discípulos y discípulas. Pero la presencia de Dios es universal, al igual que su acción resucitadora y rehabilitadora de todos los muertos y de todos los crucificados.
Andrés Torres Queiruga Quei ruga
Sí, es exacto. Por eso insisto en que fue el destino dramático de Jesús el motivo que hizo captar con más intensidad la realidad de la resurrección, porque realmente lo que pasó con Jesús fue muy impresionante y por tanto muy significativo. Para ilustrarlo, me gusta acudir al ejemplo del martirio de los Macabeos. Aunque la narración está muy © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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«novelada», lo sucedido de hecho constituyó también un momento que hizo percibir de manera intensa la verdad de la resurrección: fue tan dramático, que despertó la mirada y propició la revelación. Son las «experiencias de desvelamiento», como las llamaba el obispo anglicano Ramsey. Hay momentos en la vida que sacuden la conciencia y abren los ojos, que «rompen el hielo», como dice él, o «encienden una bombilla», como se dice hoy. Lo acontecido con Jesús fue tan fuerte, que hizo cristalizar de manera definitiva y total la fe en la resurrección (que, no lo olvidemos, ya existía en el ambiente). Vale la pena aprovechar esto para exponer una intuición que empieza a estar presente en la teología actual. ¿Por qué se ha definido, como ya acontecida, la «resurrección» de la Virgen y no la de los demás? Os dais cuenta que, en el fondo, oportuno o no, ese es el significado profundo del dogma de la Asunción? Como vemos a la Virgen tan unida a Jesús, tan íntimamente vinculada a su destino, todo resultó más fácil: al sentirla tan unida a Jesús, surgió la intuición en los cristianos de que la Virgen no puede estar muerta, que está resucitada, como lo está Jesús. Extendiendo la aplicación, ahora también lo sucedido en María nos ayuda a caer en la cuenta de que eso es lo que Dios, desde siempre, está haciendo con todos sus hijos e hijas, pues a todos y todas nos quiere tanto, que no nos deja caer en la muerte. Pregunta : La «subida» a los cielos de Jesús fue precedida de su
bajada a los infiernos, ¿los creyentes de alguna manera descendemos a los «infiernos»? José Arregui
Creo que creyentes e increyentes estamos descendiendo al infierno de muchas maneras y viendo cómo tantísimos y tantísimas están descendiendo al infierno todos los días. En Jesús crucificado, confesamos que ha descendido hasta el fondo de todos los infiernos. Que la «ascensión» haya sido «antes» o «después»…. Creo que lo lógico es afirmar que después de la muerte, nuestros parámetros temporales ya no rigen. El descenso a los infiernos no es una especie de viaje de ultratumba que Jesús habría realizado después de la muerte. Significa lo que le pasa en la cruz, y que sigue pasando de alguna forma a tantísimos que viven muchos infiernos auténticos, y que también nosotros experimentamos en alguna medida. Pero precisamente ahí confesaron los discípulos la presencia liberadora de Dios. Creo que se puede decir, con Simone Weil, que es precisamente en ese radical descenso a los infiernos donde sucede y donde reconocemos la presencia, la solidaridad, la compasión liberadora de Dios, y eso es resurrección. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Andrés Torres Queiruga Quei ruga
Todavía más sencillo: quiere decir que murió de verdad, murió con una muerte terrible y que, justamente al morir, es cuando subió al Padre. Muere hacia el interior de Dios, muere resucitando, muere «ascendiendo», siendo glorificado. Se trata de la verdad de la muerte: Jesús murió de verdad. Pregunta: ¿Se puede aclarar el gesto de Tomás «trae tu mano y
mételo en mi costado y trae tu dedo y mételo en mi mano»? ¿Cómo se debe entender? La ponencia de José Arregui me ha parecido un magnifico comentario actual a la resurrección, pero me pregunto si no pretende algo más, a saber, dar el auténtico sentido a los textos bíblicos ¿no los maneja con demasiada soltura? ¿Les da realmente fuerza o los debilita? En cualquier caso creo que se deja sin explicar qué les paso a los apóstoles para que llegaran a creer no sólo que vive, sino que está a la derecha de Dios, que es su hijo, que es el único nombre en el que pueden todos salvarse. Andrés Torres Queiruga Quei ruga
Volvemos a lo de siempre, es decir, se trata de una lectura simbólica. Lo de Tomás, a veces, casi un poco de broma, para que se entienda, hago observar: si realmente los apóstoles están cerrados a cal y canto y Jesús aparece en medio de ellos, quiere decirse que no tropieza con la materia, con las paredes. Luego si Tomás intentase meter el dedo, no tropezaría con nada. Claramente es una narración simbólica, no el relato de un hecho. Tomarla como la narración catequética que es, no significa reducir la Escritura, sino reconocerla en su intención y llegar a su fondo. Nos enseña que creer en la resurrección tampoco resultaba fácil para los apóstoles, porque era descubrir en vivo y de modo concreto el misterio de que la muerte no acaba con nosotros, de que la muerte no había acabado con Jesús. También ellos tuvieron sus dudas para llegar a caer en la cuenta de que Jesús estaba vivo; y posiblemente ésta es una narración que dramatiza y escenifica las dudas que uno o algunos apóstoles, o tal vez todos, seguramente tuvieron antes de ir formulando su confesión plena de fe. Algo que intenta reflejar también la sensación de extrañamiento con que los evangelistas narran el comienzo de casi todas las apariciones. Rafael Aguirre
Como moderador me permito intervenir. Lo que pasa, por ejemplo en Qumram, es que hay algún texto en que hay una figura escatológica que es exaltada por Dios de una manera única y excepcional que no se podría decir de los demás seres humanos. Entonces decir que Jesús es el © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Primogénito de los muertos porque en él se expresa lo que sucede en todos los demás o en el sucede algo más que en todos los demás, la tradición judía diría que hay personajes escatológicos que son exaltados de una forma peculiar por Dios. Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
¿Pero tú no te creerás que Elías subió literalmente en un carro de fuego? Rafael Aguirre
No, pero ellos quieren decir algo.
Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
Claro que quieren decir algo. Justamente lo que aquí estamos intentando decir: que si Jesús es diferente, su resurrección es diferente. Y fíjate —cosa en la que insiste Crossan— que también los romanos decían algo semejante del emperador Augusto y cada vez más, de los distintos emperadores: que eran exaltados al cielo; podían incluso llamarle hijo de Dios y salvador. Ese tipo de expresiones eran una manera de resaltar el ser y la importancia de un personaje, magnificando narrativamente lo que eran. Y en nuestro caso no es mentira: en la medida en que Jesús es realmente más grande, su resurrección lo es igualmente. Pero su grandeza no significa negar nuestra resurrección, sino al contrario: lo que sucede en él, sucede en la debida proporción con todos los demás. Tal vez se comprenda mejor, hablando de la paternidad de Dios. Nunca nadie en la historia había hablado así de Dios como Abbá, Padre/Madre, y a nadie proclamamos Hijo como a él. Pero eso no excluye que nosotros seamos también hijos; y, y, sobre todo, no significa que Dios empiece a querernos a partir de la predicación de Jesús. El lo ha experimentado con más fuerza y más profundidad que los demás, y, y, gracias a que nos lo comunica, también nosotros comprendemos que Dios es nuestro Abbá, que lo había sido siempre, aun cuando la humanidad no lo sabía, y aunque nunca pretendamos sentirnos y ser tan hijos como Jesús. Rafael Aguirre:
Andrés ¿podríamos decir de todos los difuntos que se sientan a la derecha de Dios Padre? Andrés Torres Torres Queiruga Queir uga
Pues depende: en la medida en que la resurrección significa exaltación más allá y a pesar de la muerte, eso es lo que decimos de todos los resucitados. En la medida en que se quiere indicar que Jesús es fun© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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dante para nuestra fe y que en él acontece la última y definitiva revelación de la resurrección, Jesús tiene un puesto único: «Primogénito de los difuntos». No se trata, claro está, de que esté «sentado» a la derecha del padre; lo que se quiere decir es que su relación con Dios no es como la mía o la tuya: es la suya, con todo lo que de singularidad y grandeza significa. Volvemos a la estructura fundamental y elemental: Jesús es a la vez como nosotros y distinto a nosotros. Ahí está su misterio. En otras palabras: es una manera de confesar que Jesús es algo singular y único en la historia, la manifestación y efectuación definitiva de la revelación y la salvación de Dios. Y justo por eso, en él se nos revela de manera irrevocable que Dios estuvo, está y estará siempre resucitando a todas y a todos. La resurrección de Jesús tiene un carácter único, no porque sea exclusiva, sino porque él tiene un carácter único. José Arregui
Si se me permite, el lenguaje de la unicidad me parece que es muy complejo y está lleno de equívocos. Cuando decimos que Jesús es único, decimos una cosa muy verdadera subjetiva y objetivamente, pero al mismo tiempo podemos estar infiltrando ahí sentidos que no son originarios y auténticos de la afirmación de fe propiamente dicha. Me parece que todas las confesiones de fe del Nuevo Testamento confiesan de Jesús una cosa única, vamos a ver, pero confiesan acerca de Jesús cosas que otros han confesado sobre otros personajes. No creo que haya ninguna afirmación objetivamente tomada de la que, en un grado u otro, no se encuentre algún paralelo respecto de otros personajes. Por ejemplo, la carta a los Efesios afirma que Dios nos ha sentado a todos a su derecha. Y en algún texto de Qumrán se dice literalmente eso acerca de Job. Lo que a uno le hace cristiano es descubrir eso mismo de una manera única y plena en Jesús. El que lo descubre en Jesús es cristiano, ¿no? Descubrir en Jesús el camino de Dios hacia nosotros y nuestro camino hacia el reino de Dios, eso es lo que me hace cristiano. El elemento de comparación y de exclusión que esa confesión pueda conllevar por referencia a otros no creo que pertenezca de igual manera al núcleo de la fe. Lo que constituye la confesión de fe es que tú lo confieses enteramente de Jesús. Dejemos a los demás que sean lo que Dios haga de ellos ¿no? En el Nuevo Testamento, hay confesiones de la unicidad de Jesús que conllevan necesariamente un elemento de comparación con los demás, pero no es propiamente la comparación o la negación y exclusión de los demás lo que constituye la intención y el núcleo de esas afirmaciones, sino lo positivo de la afirmación misma. No sé si me explico. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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Sí, por eso prefiero usar el concepto de «plenitud» al de «unicidad», porque la unicidad parece que excluye, no que funda o comunica (estoy escribiendo algo parecido a propósito del diálogo de las religiones). La plenitud con que vive Jesús su filiación es única; pero decir «pleno» está indicando que los demás también lo tenemos, aunque él lo tiene con una intensidad única. Por eso, cuando los discípulos le preguntan cómo debemos orar, Jesús contesta: orad como yo, decid Abba. Hijos como él, pero confesándolo a él como único (el Cuarto Evangelio lo insinúa: «mi Padre y vuestro Padre»), con una intensidad que nosotros no poseemos. De modo parecido; en el Antiguo Testamento hubo profetas que eran reveladores y por tanto «salvadores»; pero Jesús revela y actúa la salvación con una plenitud que nunca hasta él se había alcanzado, nunca antes, en expresión de san Pablo, se había «roto el muro» definitivamente. Sin embargo, era la misma salvación, la del Dios que estaba desde siempre entrando en la historia; sólo que en Jesús lo logra plenamente. Por eso ahora, en el caso de las religiones, en lugar de hablar de unicidad yo prefiero hablar de plenitud y definitividad, porque con eso ya estoy confesando que los otros también, pero aquí de una manera plena y definitiva. Tienes razón: la unicidad parece que excluye, y no se trata de excluir. Jesús no excluía que nadie fuera hijo de Dios, pero nosotros confesamos que él lo es con una plenitud sin igual. Pregunta: ¿Cómo explicar la resurrección de los minusválidos, ase-
sinos o gente que consideramos desgraciada si como dice Andrés cada uno resucita como es? Andrés Torres Torres Queiruga Quei ruga
Entendámonos: «como es», quiere decir: resucitarán él o ella personalmente, con su identidad personal, pero sanada y potenciada de algún modo al infinito por la comunión con Dios. En cuanto a los casos extremos, en la medida en que una persona por deficiencias psíquicas, por ejemplo, no pueda acoger conscientemente a Dios o que por malicia no lo quiera, son cuestiones que nos sobrepasan. Creo que lo mejor es dejárselas a Dios. El lo arreglará mejor. Es claro que Dios cumplirá todo lo que sea posible que se realice en el ser de cada persona. ¿Qué pasa, por ejemplo, con un niño que no ha llegado al uso de razón? Ya Rahner decía que bastante problema tenemos con los casos normales para meternos con las excepciones. Dejémoslo para Dios. Pregunta: ¿Qué diferencia hay entre la resurrección de la carne y
la resurrección de los muertos? ¿Cómo conjugar la creencia de la re© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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DIÁLOGO POSTERIOR A LA CONFERENCIA ENTRE JOSÉ ARREGUI Y ANDRÉS TORRES QUEIRUGA
surrección personal inmediata en el momento de la muerte a la que llamamos la resurrección final escatológica de todos? Andrés Torres Queiruga Quei ruga
La resurrección de «la carne» indica que no se pierde, sino que se conquista definitivamente la identidad personal: «llegado allí, seré verdaderamente persona», decía de modo magnífico Ignacio de Antioquía. En cuanto a la resurrección final, creo que no se refiere a un acontecimiento histórico, «en el valle de Josafat», sino que simplemente indica que la historia está abierta, es decir, decir, que no hay resurrección plena mientras haya gente sin resucitar. Orígenes lo decía de alguna manera: Cristo no estará completo mientras haya un pecador sin salvar. En la medida en que hay comunión de los santos, existe expectación y esperanza en el cielo hasta que todos vayamos entrando en la plenitud. Entonces, si un día el mundo se acaba (no sabemos ni cómo ni cuando), si alguna vez la historia se totaliza, en ese momento podemos decir que por fin «Dios es todo en todos». Ahora lo es ya, pero no plenamente, porque en nosotros mientras no estamos resucitados, hay resistencias, hay pecado, hay sombras. En resumen: se trata de un símbolo de que la historia sigue abierta y de que nos están esperando hasta que se realice la plenitud final. decir, la manera de explicar la fe varía a Pregunta: Si la teología, es decir,
lo largo de la historia ¿qué aspectos deben mantenerse firmes a lo largo de la historia? José Arregui:
Pues nunca sabremos decirlo del todo. Es que la teología consiste precisamente en estar discerniendo qué es lo que hay que mantener y qué es aquello de lo que se puede prescindir, y eso sucede con todas las palabra. En todas las palabras hay algo que encontramos valioso y al mismo tiempo un aspecto que consideramos secundario, relativo, cambiante. Y la teología es eso, la historia de los dogmas es eso. Y nunca podemos decir de una manera definitiva: «Bueno, pues esto es lo que realmente hay que mantener para siempre y lo demás se puede reinterpretar». Porque al decir «Esto es lo que hay que mantener», ya estamos introduciendo ahí necesariamente unos esquemas y unas interpretaciones. Este ejercicio de discernimiento y de interpretación no tiene fin. Andrés Torres Queiruga Quei ruga
Sí, sí, y simplemente distinguir con cuidado el lenguaje técnico, teológico, del lenguaje ordinario, que diría Wittgenstein, es decir, del len© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-738-2
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guaje en que nos expresamos más espontáneamente, sin meternos en demasiadas explicaciones. Si digo que la fe en la resurrección consiste en creer que Jesús, más allá de la muerte en el Calvario, está vivo en Dios, él en persona, y desde Dios presente en nuestra historia, y si no me meto en más explicaciones, eso es lo que va a permanecer como fondo común hasta el final de los tiempos, y es también lo que esta ahí desde la era apostólica. Cuando queremos profundizar y sistematizar teóricamente, es decir, cuando hacemos teología —cosa que también es precisa para otras necesidades—, entonces entramos en lo mudable y evolutivo: seguiremos hasta el final buscando explicaciones, refinando la visión, cambiando, criticando. Lo que decimos en lenguaje ordinario, eso que parece confesión de fe en estado puro, tampoco está en estado puro, pues las explicaciones y las distintas teologías influyen siempre en el modo espontáneo de comprender y vivenciar. vivenciar. Una buena teología puede, y debe, ayudar a vivir mejor la fe. Pero lo fundamental sigue siendo la vivencia concreta, la formulación fundamental de la fe: simplemente que Jesús, él en persona, está vivo, que está presente en la historia y en nuestra vida, apoyándonos, orientándonos y animándonos. Esto es lo que se va a mantener siempre, esa es la gloria de la fe y de la esperanza en la resurrección, aunque se irá explicando de manera distinta.
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