Ironía de nuestro coloniaje intelectual por Alberto Zum Felde Felde1 […]
América es hoy, para el que busque comprender el sentido de su realidad y el devenir oculto en la oscuridad de sus formas, un continente por descubrir, donde el pie del explorador no halla ruta trazada, ni morada de abrigo el viajero. Hay que abrirse por sí mismo los caminos, orientándose en medio de lo confuso y de lo indefinido. Todo concepto válido ha de ser elaborado por el propio juicio; y decimos válido, porque solo lo son aquellos conceptos categóricamente originales, no las meras aplicaciones de fórmulas, aprendidas en textos de aulas, a una especie de fenómenos cuyo lenguaje es distinto. No diremos que en esta inquisición tan dura y sin brillo, brill o, los libros no sirven para nada; sirven, sí, pero su utilización instrumental es de disciplina mucho más ardua y de mayor cautela que esa efectista glosa de lo leído a que estamos demasiado habituados en esta América. No es esto desdeñar el saber adquirido, sino valorizarlo en su justa función. El saber es, en este plano, un instrumento valioso del discernimiento, pero a condición de haber sido íntimamente apropiado, lo que es muy otra cosa que la mera utilización utili zación didáctica, que es lo usual entre la gente universitaria del continente. Pues la cultura se convierte en “categoría del ser” – según según la feliz y difundida expresión de Max Scheler- dejando la apariencia formal del simple saber libresco, cuando es el espíritu del saber y no la letra lo que se ha hecho conciencia en nosotros, cuando es el substractum de la cultura intelectual y no sus fórmulas, lo que llevamos en nuestro intelecto, como una facultad. La cultura intelectual, el saber, tiene que transformarse en virtud mental propia, del mismo modo que los alimentos se transforman en sangre; y la sangre en espíritu. Pero esto ocurre muy raramente en nuestra América, cuya intelectualidad común se vanagloria ingenuamente de la exhibición de su saber libresco y se decora con el lujo rastacuero de las citas. Así, pues, ¿cómo enfrentar este problema nuestro, americano, con un criterio auténtico?
Lo general en nuestra intelectualidad andante es enjuiciar el hecho americano con criterio europeo, que es decir, en este caso, con criterio libresco. Nuestros juicios, o más exactamente, nuestros prejuicios sobre América y sobre nosotros mismos son, a lo sumo, los de un profesor de Europa, no de América. Porque el hombre de América – el el hombre antes que el profesor- no existe aún como entidad consciente; existe subconscientemente, como hecho humano, pero no en el plano de las definiciones intelectivas. 1
El texto que se transcribe es un fragmento del capítulo del mismo nombre, en ZUM FELDE, Alberto, El problema de la cultura americana , Losada, Buenos Aires, 1943, pp. 28 a 42. Reproducido para uso interno del curso de Comunicación y Cultura , Facultad de Comunicación, Universidad de Montevideo. Un fragmento similar, aunque más breve, fue publicado también en REAL DE AZÚA, Carlos, Antología del ensayo uruguayo contemporáneo , tomo I, Universidad de la República, 1964, págs. 197 a 200. “Rastacuero” se usaba, a fines del siglo XIX y principios del XX, para aludir a sudamericanos ricos que hacían ostentación de su fortuna en Madrid o París. Las notas marcadas con asterisco han sido añadidas para esta edición electrónica. electrónica.
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La americanidad que hay en el hombre de América – americanidad de hecho- no ha alcanzado todavía conciencia de sí misma como para poder definirse intelectualmente. El hombre real de América anda como sonámbulo; y su conciencia intelectual de vigilia es algo postizo, ajeno. Intelectualmente extranjero en el país de su propia realidad, todo lo ve tras las gafas de su cultura libresca. El hombre culto americano – y el intelectual en grado máximo- es un colono, no un nativo; lo cual no le impide, por otra parte, ser también muy patriota; pero el patriotismo nada tiene que ver con la cultura. De ahí lo que llamamos nuestro coloniaje cultural . Desprenderse de la letra de los textos, emanciparse de las fórmulas de la sociología y de la retórica, libertarse de toda teorética universitaria, afrontar nuestra propia realidad con un sentido lúcido, directo, desnudo, tal la empresa difícil y necesaria que toda conciencia debe cumplir en sí misma, y previamente, para empezar a estar en condiciones de americanidad intelectual. Y tal el metabolismo que la cultura intelectual europea debe experimentar en esta América, para que ella sea un factor verdaderamente apto en el proceso de actualización del ente potencial. Hasta ahora, nuestra cultura – aunque esto de nuestra, ya lo advertimos, sea solo una licencia lógica- ha sido un fenómeno de pura extraversión de la conciencia. Hemos vivido de lo que acontece fuera, ávidamente distraídos en el espectáculo del mundo. El acontecer europeo – el de antes y el de ahora- nos ha preocupado absorbentemente. Hemos estado pendientes de la vida transatlántica, como si fuéramos todos colonos de estas tierras, cuya nostalgia se vuelve constantemente a la patria de origen. Y en verdad, ésta es, si se examina a fondo, la posición espiritual del sudamericano culto. Nuestra patria espiritual está en Europa, no en América. Tal el desarraigo paradojal de nuestro Yo. […]
Sí, nuestra patria intelectual está en Europa; no en Europa como expresión geográfica, sino histórica. La historia de Europa, de Grecia a nuestros días, es la historia del espíritu humano, que ha venido viajando desde su antigüedad hasta nosotros, los americanos, los últimamente nacidos a la historia. La historia de Europa es la historia de la cultura occidental, y por tanto la nuestra, hasta hoy, de nuestra genealogía. Pero si allá está la historia de nuestra genealogía, aquí en América está la historia de nuestro devenir, la de nuestra progenitura. Y por tanto, el punto de mira nuestro está en América. Tenemos que mirar con ojos americanos a Europa – y no a América con ojos europeos- y valorar su historia en función de nuestro porvenir. Ésta es la etapa de nuestra conciencia y de nuestra entidad, que ahora comienza. ¿Quién niega la universalidad del proceso histórico de la cultura humana, y el valor universal de la entidad “hombre” a través de la diversidad de sus épocas y de sus
modos? ¿Puede el espíritu humano renunciar a la universalidad de su historia, para restringirse en nacionalismos o actualidades? Torpeza sería suponerlo. La historia universal es nuestra historia humana; pero el hombre americano ha de encarar esa universalidad de su historia en el tiempo y en el espacio con el criterio y la medida de su propio devenir histórico. América es, para nosotros, el mirador de nuestra perspectiva,
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el meridiano de nuestras valoraciones, el centro de convergencia de todos los caminos de la Historia. Toda posición mental del hombre americano que no sea egocéntrica es falsa; entendido que este ego es el de su americanidad universal, no el de su territorialidad nacionalista. Y es en el sentido de esta posición mental categorizante, que decimos que la historia universal es una especie de introducción general a nuestro propio devenir histórico. Pero en rigor, en el terreno del método, ya no se trataría precisamente de una introducción, sino de un antecedente, cuyos elementos se van actualizando y valorizando en la medida que se relacionan con nuestra propia formación. Aquello que se vincula más directamente con nuestra realidad viva – la doble realidad material y espiritual de nuestro ser histórico- es lo que se halla en el primer plano de nuestro interés. Nos hemos movido, girado, en torno de los hechos políticos o intelectuales de la historia del mundo; en adelante, esos hechos habrán de moverse – los haremos girar- en torno de nuestra propia posición. La diferencia de visión, y en consecuencia, de valoración, es fundamental. No es lo mismo ser el eje que la circunferencia. Nuestra conciencia ha sido circunferencial; su eje estaba en Europa. De hoy en más, el eje histórico deberá estar aquí; y la circunferencia será el mundo: urbe et orbi. La personalidad de un pueblo puede medirse por la posición en que a sí mismo se halla con respecto al mundo. Nosotros seguimos estando, con respecto a Europa, en posición colonial. No tenemos capitalidad, carecemos de soberanía. Nos sentimos formando parte del conjunto de la civilización occidental, pero en forma tan secundaria, supeditada y menesterosa, que solo nos atrevemos a adoptar, con culto reverente, los valores de la producción standard que nos llegan de los centros de ultramar. Pensamos con las cabezas de los profesores europeos. Bueno es que descendamos al plano de los hechos, y hagamos un poco de crítica realista y satirizante. Al fin, esto es contra nosotros, y castigarnos es redimirnos. Colonia, y aun menos a veces, factoría, nuestra situación sería evidentemente humillante, si pudiéramos darnos cuenta cabal, juzgándonos desde fuera, como los europeos nos juzgan. Ellos nos tratan como inferiores; y no podemos negar que tienen su razón. Nos consideran solo como lo que, en realidad, somos: mercados consumidores de su producción cultural, lo mismo que de su industria. Por más que el desdén que les merecemos se oculte tras la cortesía diplomática o la corrección comercial, se denota en cuanto se les rasca. […] Lo que llamamos “cultura” suena a hueco todavía en esta América, precisamente porque
es solo una retórica de la cultura, dentro de la cual no hay más que mera letra, sin que la vivifique el espíritu de una entidad. En vez de auténticas estructuras, con cimientos en la realidad histórica, no hay, en nuestros países, sino el papel pintado de unas bambalinas, entre las cuales la minoría ilustrada representa la comedia de la cultura. Os alejáis un poco de los centros didácticos, y ya estáis en plena barbarie vernácula; más aun: os alejáis del núcleo europeizado a los arrabales morbosos, y ya os encontráis en otro mundo: en el mundo de la realidad nebulosa de este continente, donde cada ciudad es un bazar de la industria extranjera.
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Como en el reino de la Biología, hay en el reino de la historia humana formas parasitarias de cultura. Nuestra cultura latinoamericana es una de esas formas. Hemos vivido, y seguimos viviendo todavía, absolutamente a expensas de la producción europea, como las plantas o animales adheridos a otros organismos mayores, de cuya actividad vital se sustentan. Dependimos y dependemos de la fenomenalidad de su vida cultural; su actualidad es nuestra actualidad; sus escuelas, sus estilos, sus modas, son las nuestras; no tenemos otras; no tenemos nada propio, ni para nosotros ni para ellos; no aportamos nada; no producimos, consumimos; no existimos aun en el proceso de la cultura universal. Pero la cultura de tipo parasitario, no es una cultura del espíritu y de la vida, sino de la forma y de la letra; cultura superficial y postiza, falsa cultura; porque el espíritu es original o no existe; no puede vivir sino de su propia raíz ontológica y no puede manifestarse sino como entidad categorial. La cultura del espíritu es una realidad intrínseca del ser cuya condición vital es la soberanía. No hay que dejarse engañar con esa apariencia que consiste en la extensión de escuelas, universidades, academias, certámenes; porque todo eso es solo andamiaje formalista y queda solo en formalismo y apariencia si carece de sustantividad propia que le dé un contenido vivencial y valor auténtico. La cultura, en la mayor parte de esta América, existe en estado de falsificación; es cultura de apariencia y no de realidades, de parecer y no de ser, puesto que no tiene arraigo en la propia entidad y vive del préstamo y de la glosa. Es comedia de la cultura y no verdad viviente ésta que aquí tenemos, pues toda ella está en los ritos, en las palabras, en la exterioridad, no en la conciencia. El hombre culto latinoamericano vive engañando y engañándose, creyendo que sus figurines de ultramar son él mismo. Helo ahí al tanto de la última palabra que en materia de estética o de sociología, le traen las publicaciones extranjeras, y creyendo, a menudo ingenuamente, que por ese mero hecho de información y copia él ya es un hecho de cultura. El mimetismo cultural, forma corriente en nuestra América, es uno de los fenómenos característicos de los modos de cultura parasitaria. Imitar todas las apariencias de la cultura, hasta confundirse con ella aparentemente, y cifrar su inteligencia y su vanidad en la perfección de ese mimetismo: he ahí un arte en el que nuestras “elites” son expertas. Y de ahí que el remedo de las modalidades, la imitación de los estilos, el “pastiche”, sea la especialidad más perfeccionada en la mayoría de nuestros literatos y nuestros artistas; a punto tal que muchos son “pasticheros” sin quererlo y sin sa berlo.
Nos parece haber leído alguna vez, no recordamos dónde (quizás no lo hayamos leído) que el latinoamericano no posee el don de la originalidad creadora; tremenda afirmación, que de ser cierta implicaría nuestra fatal, irredimible, subalternidad. Y ciertamente que a pesar de toda nuestra protesta, la realidad actual de nuestra cultura parecería justificar ese juicio eliminatorio. Ya dijimos – y lo dijimos por nuestra cuentaque en esta América no se había dado hasta hoy ningún hombre de genio. ¿Contamos acaso, con figuras de tal eminencia mundial como las de Edgar Alan Poe, Walt Whitman, Emerson, William James…? Citamos a los Estados Unidos del Norte, porque ellos son la otra mitad de América, nuestra contraparte, con la cual hemos de
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entrar forzosamente en parangón. Este parangón, por lo demás, es tradicional en nuestra sociología, desde los días lejanos en que Sarmiento esbozó aquel primer ensayo inconcluso sobre conflictos y armonías de las razas en América; y seguirá siéndolo, porque ahí está el punto de choque más inmediato e inevitable de nuestra conciencia crítica. En este caso, la cita de estos yanquis geniales tiene un sentido crítico más agudo todavía, porque pone en evidencia la paradoja alevosa de la impotencia de nuestra cultura, de índole humanística y literaria, frente al utilitarismo práctico predominante en la otra América. ¿Cómo es que ellos, los utilitarios, los prácticos, han tenido figuras de mayor talla y trascendencia que nosotros, los cultores de lo intelectual y lo estético, y precisamente en esos reinos de la especulación filosófica y la creación literaria, en los que, al menos, deberíamos llevar la primacía…? Que ellos, los yanquis, tuvieran muy mayores usinas,
vías férreas, carreteras, edificios, aeropuertos, colegios, bibliotecas y bancos, todo lo que es producto de la técnica, la actividad, la organización, la riqueza, nos parecería lógico y lo aceptaríamos con la irónica resignación de quien, después de todo, no está muy dispuesto a desarrollar un dinamismo semejante… Pero q ue también en el pensamiento y la poesía nos lleven ventaja tan enorme, eso es absurdo, y por lo tanto escandaloso; no lo podemos reconocer sino con vergüenza. ¿Es legítimo que sigamos vanagloriándonos de nuestra “intelectualidad” y nuestro helenismo, frente al poderío material de una civilización “fenicia”…? ¿Cómo es que gente dedicada a “lo práctico”, al progreso, a la técnica, ha dado al mundo, ya, lo que nosotros, los “arielistas”, no hemos podido dar aun? Cierto que son casos muy de
excepción, aquéllos; y que lo normal y típico de su intelectualidad es la falta de espíritu. Pero eso no debe consolarnos; porque el hecho es que, si su cultura en general es chata, tiene cumbres gloriosas que en el Sur no tenemos. De tan desconcertante comprobación, ¿debemos inducir conclusiones pesimistas? ¿Probaría, ese hecho paradojal, que en efecto – y a pesar de nuestra vocación humanística- nos han sido negados, a los de esta América Latina, la originalidad y el genio creador …? Lo ocurrido hasta hoy ¿autoriza a sentar una tesis negativa tan terminante y desalentadora? Lo más probable es que se trate, en lo que respecta a nosotros, de un fenómeno de inhibición espiritual – cuya duración, aunque larga, sería precaria- determinado por las condiciones de nuestro desarrollo histórico. Ellos, los yanquis, han conquistado las dos independencias, la política y la espiritual, antes que nosotros; su desenvolvimiento – aunque casi contemporáneo del nuestro- ha sido mucho más acelerado y seguro, pues no han tenido que luchar con factores adversos tan poderosos como los nuestros, geográficos, raciales, sociológicos. Pero la etapa de nuestro neocolonialismo cultural ha de ser también transpuesta y superada, aunque el proceso sea más lento y difícil. Grandes síntomas así lo evidencian, desde ya. Los tiempos de la nueva etapa están dando comienzo. Ciertamente, lo que llamamos hoy “nuestra cultura” es ese producto de importación ya
elaborado, acondicionado, rotulado, pronto para el consumo, que nos llega a bordo de los transatlánticos. Ha blar de “nuestra cultura” es, pues, una evidente impropiedad de lenguaje y de concepto; porque solo puede llamarse nuestro aquello que es producto y expresión de nosotros mismos.
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Pero al modo como se van incubando, en el seno de los pueblos nuevos, las energías imperiosas que les mueven a romper, en cierto momento crítico, la tutela del coloniaje político, determinando su nacimiento a la existencia independiente de las naciones, tal va incubándose, debajo de la superestructura de adopción, las protoformas mentales de la entidad que, en la hora histórica de su destino, les mueven a romper la tutela del coloniaje de la cultura extrínseca, para afirmar los fueros imperiosos del propio espíritu. Esa hora se acerca, y sentimos elevarse en nosotros la voz del vaticinio. Plantearse agudamente el problema, tener conciencia angustiosa de esa contradicción entre nuestro ser y nuestra cultura – saber separar lo que somos de lo que no somos- es ya el síntoma revelador de una nueva posición de conciencia y de una voluntad de ser que son la afirmación virtual de la entidad. ¿Acaso esta crisis histórica de la cultura occidental, a cuyo trance de descomposición asistimos, implica ese factor de oportunidad que está en la madurez de los tiempos, y sería signo de nuestra hora de levantamiento espiritual, tal como aquella de la caída del poder monárquico español lo fue de nuestra emancipación del coloniaje político? Esta crisis orgánica de la cultura europea, bajo cuya tutela hemos vivido, -y que es algo más que mera circunstancia y accidente, que es un hecho de profundo sentido histórico y de consecuencias fundamentales- ¿no sería, para nosotros, la señal de la historia, el índice
de la profecía…?
¡Ah!, pero ¿acaso estamos preparados espiritualmente para un tal acontecimiento histórico? ¿Estamos, acaso, capacitados, ahora mismo, para prescindir de la tutela cultural de Europa y asumir la soberanía de nuestro gobierno propio…? Forzoso es
confesar que no lo estamos. Y como no lo estamos, y como nuestra metrópoli europea se encuentra en plena quiebra de valores, se nos presenta por delante una etapa penosa de travesía, bajo el signo nublado del desconcierto. Sea bienvenido, empero, y alabado, este desconcierto de nublado signo, si él ha de ser la condición heroica a través de la cual hallaremos nuestro propio camino, y de la cual saldremos en posesión de nuestra mayoría de edad. Acaso necesitamos quedarnos solos para poner en ejercicio nuestras energías latentes y obligar nuestra capacidad de autonomía. El autor de este ensayo acerca de nuestra angustia, siente como presagio promisor que él aparezca en la hora incierta de esta crisis.
Atender a la fecha de redacción del ensayo para interpretar la afirmación.