M. RAYMOND, O. C. S. O.
¡AHORA!
Traducción del inglés por Felipe Ximénez de Sandoval
1962 2
Nihil obstat: P. Teófilo Sandoval, O. C. S. O. San Isidro de Dueñas. P. Luis Bermejo, O. C. S. O. Santa María de la Oliva.
Imprimii potest: Fray M. Gabriel Sortais Abad General de la Orden Cisterciense
Nihil obstat Don Antonio García Cueto Censor.
Imprimatur José María, Ob. Aux. y Vic.. Gral. Madrid, octubre 1962. *** Es traducción de la edición norteamericana publicada con el título Now! ***
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“ Fiat! —dijo María, futura madre de Dios, a su Ángel. —"¡Hágase en mi según tu palabra!” —fue su respuesta a la revelación del Ángel, de la inminencia del Señor dentro de ella. Alrededor de esta sencilla pero sublime reacción, el Padre Raymond ha construido una obra soberbia que no sólo es una de las las mejo mejore ress del del famo famoso so trap trapen ense se no nort rtea eame meri rica cano no sino sino también una fuente de ilimitada inspiración. La respuesta de María al Ángel significa el estado de su ánimo y simboliza para la eternidad el estado de ánimo ideal. Señalando a la Santísima Virgen como el mayor ejemplo de la historia para todos los hombres, el Padre Raymond apremia a sus lectores a someterse a la voluntad de Dios respecto a ellos con la misma actitud de María. Como la madre de Dios, todos nosotr nosotros os debemo debemoss decir decir:: "Fiat!" . Si somo somoss trab trabaj ajad ador ores es,, solteros, casados o padres de familia, jóvenes o viejos; si estamos apenados por enfermedades o muertes; si nos faltan el dinero o la salud, si nos vence la edad o padecemos otro cualquiera de los mil sufrimientos que acechan a los mortales, debemo debemoss acepta aceptarr nuest nuestra ra situac situación ión y nuest nuestras ras penali penalidad dades es como expresión de la voluntad de Dios para nosotros y decir como dijo nuestro ejemplo: “¡Hágase en mí según tu palabra!". Pero no se crea que el Padre Raymond nos aconseja una actitud apática o fatalista. Cuando digamos Fiat! debemos decirlo con alegría y orgullo. Al fin y al cabo —recuerda el Padre Raymond— con esa misma palabra Dios emprendió la Creación, María realizó la Encarnación y Dios Hijo logró la Redención… Ahora hace no sólo personal sino absolutamente claras las las verd verdad ades es de la filo filoso sofí fíaa y la teol teolog ogía ía cris cristi tian anas as.. Las perennes y complejas afirmaciones sobre el mal en el mundo, la libertad humana dentro de la divina providencia, las pruebas racionales de la existencia de Dios y el modo cristiano de enfrentarse con la muerte, están tratados en este libro de modo per perfe fect ctam amen ente te aseq asequi uibl blee e inte inteli ligi gibl blee para para los los cris cristi tian anos os sinceros. Ahora es el único momento que tenemos de ponernos libremente en las manos de Dios y de aceptar Su voluntad. 4
A DIOS PADRE, que al decir FIAT emprendió la creación; a MARÍA, MADRE DE DIOS HIJO, que al decir FIAT realizó la E NCARNACIÓN; al U NIGÉNITO Hijo de DIOS PADRE, EDENCIÓN, que al decir FIAT logró la R EDENCIÓN y al DIOS ESPÍRITO SANTO, que, en respuesta a nuestro FIAT, llevará a cabo nuestra. SANTIFICACIÓN, dedico amorosa y reverentemente reverentemente este esfuerzo para convencer a todos los hombres y a todas las mujeres del poder y la eficacia del FIAT. Y después de a ELLOS
al señor y la señora. Emmett J. Culligan y familia.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN................................................................................7 ¿PUEDES DESCIFRAR EL TIEMPO?...................................................11 SÉ TU MISMO AHORA Y SERÁS COMO DIOS....................................21 TÚ ESTAS PREOCUPANDO AL DIOS TODOPODEROSO PRECISAMENTE AHORA..................................................................35 ENFRENTANDOSE A UNA OBJECION, DIOS ECHA AHORA UNA NUEVA MIRADA..........................................................................................49 DIOS DEPENDE DE TI... PRECISAMENTE AHORA..............................62 HAZ BRILLAR TU LUZ AHORA, MIENTRAS ESTAS TRABAJANDO..................................................................................76 COMPRENDE, PRECISAMENTE AHORA, QUE TU MISIÓN TE LA DA DADO DIOS.....................................................................................90 ¡SI YO CONOCIERA LA VOLUNTAD DE DIOS RESPECTO A MÍ... PRECISAMENTE AHORA!...............................................................108 CADA RESPIRACIÓN... CADA LATIDO DEL CORAZÓN.....................131 SE PUEDE HACER AHORA.............................................................151 EL AHORA FINAL ES INACABABLE Y ESTÁ LLENO DE ALEGRÍA..................................................................................168
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INTRODUCCIÓN
No hay un ser como el hombre o la mujer corrientes, si por corrientes entendemos lo que muchas gentes entienden: vulgares. Pero cada ser humano es algo tan tremendo, que merece un respeto realmente religioso. Cada uno es una creación de Dios; cada uno es un espejo de la Divinidad; cada uno es una facción o un rasgo de la Faz de Cristo; cada uno es un objeto de cuidado y atención constante de la Trinidad. Nada hay, pues, corriente, en el sentido en que muchos de nosotros empleamos empleamos esta palabra, en el ser humano. Decirles cuál es la voluntad de Dios respecto a ellos en su vida «corriente», es algo que sólo puede hacer el mismo Dios, pues sólo Él sabe lo que cada día de esa vida «corriente» supone en el libro divino. Cuando me pides otro libro explicando la necesidad de tratar de conocer y cumplir la voluntad divina cada día de su vida, ¿no me pides llevar leña al monte? Hace dos siglos, el jesuita Juan Pedro de Caussade dio al mundo su tratado Abandono en la Divina Providencia. Providencia. ¿Quién podría enumerar las obras publicadas desde entonces, con ese tratado como fondo y fundamento? El trapense-cisterciense reverendísimo Dom Vital Lehodey publicó después de la primera guerra mundial El Santo Abandono, Abandono, lleno de profunda deferencia hacia Rodríguez, Drexelius, de Caussade, monseñor Gay, el padre Desurmont, San Francisco de Sales y San Alfonso de Ligorio. Más tarde, a finales de la segunda guerra mundial, el padre Francisco J. McGaringle, S. J., en su libro La voluntad de mi Padre, Padre, nos expresó todo lo que podemos considerar clásico sobre el asunto. La más enérgica protesta acogió al hombre que me pidió componer este este libr libroo cuan cuando do me reit reiter eróó su peti petici ción ón,, acom acompa paña ñarl rlaa de un firm firmee subr subray ayad adoo bajo bajo la pala palabr braa «cor «corri rien ente te». ». Aseg Asegur urab abaa cono conoce cerr toda todass las las grandes obras sobre la cuestión, pero consideraba indispensable volver a tratar de ella en la hora actual. Si alguien puede saber lo que el público desea, es ese hombre, pues está en constante contacto con las gentes. Si alguien puede saber lo que el 7
público necesita, es un sacerdote del Altísimo, pues también él está en contacto continuo con las gentes. Pero... «¿quién conoció el pensamiento del Señor?», pregunta San Pablo inmediatamente después de exclamar: «¡Cuán insondables son sus Juicios e inescrutables sus caminos!» (Rom., 11, 33-34). El tema es espinoso de por sí; sin embargo, hay que abordarlo, pues de su entendimiento y realización depende la felicidad del hombre, no sólo en el tiempo, sino también en la eternidad. De hecho, es vida y es amor; es todo lo bueno, lo verdadero y lo bello. Es el verdadero respirar del ser humano. Es la única cosa verdaderamente importante en la existencia: la voluntad de Dios respecto a uno mismo. Quien Quien me hacia la petición petición tenía razón. Pero me pregunto pregunto si se daba cuenta de las muchas dificultades y peligros con que ha de enfrentarse un autor cuando trata de aclarar las cosas y hacerlas no sólo gratas sino francamente palpables para el promedio de los hombres no familiarizados con las agudas, potentes y absolutamente esenciales distinciones que los filósofos y teólogos han de hacer cuando tratan de ese tema. Ningún sacerdote llevaría a un hijo de Dios al fatalismo. Y ese riesgo le acecha. Ningún sacerdote de Dios llevaría a una criatura de Dios al quietismo o al semiquietismo. Ningún sacerdote de Dios llevaría a un hijo de Dios a cualquier forma de iluminismo o de lamentable y falso misticismo Pero ¿cóm ¿cómoo evit evitar arla la si se ense enseña ña al ho homb mbre re a aban abando dona nars rsee en la Di Divi vina na Prov Provid iden enci cia? a? Ya la pala palabr braa «aba «aband ndon ono» o» suen suenaa a pasi pasivi vida dadd y pare parece ce inculcar una suerte de rendimiento total de la actividad humana. Aconsejar al hombre «que deje la mano libre a Dios sobre su vida» puede ser fácilmente entendido mal y tomado en el sentido de entregarse a la inacción. Por otra parte, cuando se señala que «nada ocurre salvo la voluntad de Dios», hay algunas almas vehementes que, en un arrebato de falsa generosidad, desearían adelantarse y aceptar todos los acontecimientos en la errónea creencia de que «todo lo que es está bien». Nadie se enfrenta más ingenuamente con Escila y Caribdis que quien trata de decir el hombre corriente lo que la voluntad de Dios es para él y cómo debe hacerla. Sin embargo, esa masa media humana puede y debe ser guiada. Toda la doctrina se contiene en una sola palabra, compuesta por cuatro letras. Es la palabra con la cual Dios nos dio Su Palabra e hizo posible a cada hombre ser una sílaba en el Verbo de Dios. Fue pronunciada en Nazaret por María y puso en movimiento a la siempre inmutable 8
Trinidad cuando la virtud del Altísimo la cubrió con su sombra y el Verbo divino se hizo carne y nació entre los hombres. Esa palabra era Fiat! Palabra que significa mucho más de lo que su traducción dice; que significa mucho más que «cúmplase en mí Su Voluntad». Significa «por la gracia de Dios Su Voluntad va a ser cumplida por mí». Mas aunque esta palabra Fiat palabra Fiat contenga contenga la doctrina total, esa doctrina no se expresa por una simple palabra. Es una doctrina que sólo puede ser expresada por una vida. Las dos sílabas pueden surgir en nuestros labios en una fracción de segundo, pero lo que significa debe cumplirse hasta que ya no haya segundos en nuestras vidas, sino sólo eternidad Esta doctrina, vivi vi vida da,, es la ún únic icaa gara garant ntía ía segu segura ra del del desa desarr rrol ollo lo in indi divi vidu dual al y de la realización de su auténtica personalidad, pues sólo cuando Dios habita en el hombre se convierte en el ser que Dios quiso que fuera. Y Dios habita en el hombre de la forma que lo desea sólo cuando el hombre vive «en Jesucristo» y actúa siempre como Jesucristo, «haciendo siempre las cosas que complacen al Padre», o, en otras palabras su santa voluntad. Puesto que no hay otra vida que pueda ser llamada verdaderamente vida para el hombre que la vida en Jesucristo, es evidente que cuanto más pr profund fundaament ente se sum umer erjja el hom ombr bree en el Cuer uerpo Místico ico, más comp comple leta tame ment ntee será será él mi mism smo. o. Pe Pero ro como como la vi vida da de Cris Cristo to pu pued edee resumirse con una sola palabra — Fiat —, no puede haber otro resumen para la vida de cualquier cristiano. Estar «vivo para Dios en Cristo Jesús» (Rom., 6, 11) es la única meta para cualquier ser humano en el tiempo y en la eternidad. Por tanto, hemos de clavar nuestras miradas en esta doctrina de la voluntad de Dios, o caminar por la vida sin poder decir que vivimos. Esto equivale a decir que el hombre debe amar y, especialmente, que debe amar a Dios. La vida es amor, y amar es estar dispuestos a dar nuestra vida por el Amado. Lo cual no quiere decir que tengamos que morir, sino que debemos vivir haciendo siempre la voluntad del Amado. Esta es lo doctrina del abandono y la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo para que el hombre sea considerado «corriente» o «extraordinario». Siendo todavía anglicano, Ronald Knox dijo una vez: «La más elevada forma de oración es la aquiescencia a la voluntad de Dios», lo que lleva a pensar en la profunda definición de la plegaria que hacía François Mauriac —«rezar es tomar una dirección»— y su observación de que los hombres no rezamos tanto como somos una oración. Pero la oración de las oraciones es la única que nos enseñó el Hijo de Dios: la que empieza con las palabras «Padre nuestro» y alcanza su cenit con la petición de «hágase 9
tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». Ahí se encuentra la vida del hombre delineada por su Hacedor. Y ésa es toda la verdad que este libro trata de inculcar cuando insiste en que «ahora» es el tiempo de hacer la voluntad de Dios. Se puede ser profundo sin ser oscuro, lo mismo que se puede ser popular sin ser superficial o sentimental. No se puede escribir de Dios sin ser profundos. Sin embargo, el autor de este libro espera ser capaz de convencer a los hombres del día de lo que necesitan y deben pedir: paz; pues, como decía Dante: «En Su voluntad reside nuestra paz». Por esto pudo decir San Francisco de Sales: «No te preocupes de lo que pueda suceder mañana. El mismo amoroso Dios que hay cuida de ti, cuidará de ti mañana y todos los demás días». Pero la única pregunta viva para los hombres vivos es ésta: ¿Nos ocu ocupam pamos no nossot otrros de nues uestro amo amoroso oso Pa Paddre com como es deb debid idoo y cumplimos Su voluntad?
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Capítulo I ¿PUEDES DESCIFRAR EL TIEMPO? Me gusta vuestro Cristo—decía Mahatma Gandhi—, pero no me gustáis vosotros, los cristianos. Y razonaba su afirmación: «¡Sois tan distintos de vuestro Cristo!» C risto!» Estas palabras de Gandhi fueron tachadas de «injustas». Pero ¿quién se atrevería a decir que están totalmente desprovistas de fundamento? Muy a menudo, nosotros mismos nos confundimos. Sabemos que Cristo es Dios. Le reconocemos y aclamamos como «el Camino, la Verdad y la Vida». Y sin embargo, ¿cuantas veces seguimos nuestro camino, llevamos nuestra propia vida y desvirtuamos —cuando no la traicionamos— la verdad? Ahora bien, esto no es sólo una simple y aparente paradoja. Es una contradicción vital y posiblemente fatal. Muchas explicaciones se han dado a esta angustiosa disparidad, algunas de las cuales todavía son válidas. No obstante, hemos de preguntarnos si la explicación más sencilla, segura y satisfactoria no estará en el hecho de que Jesucristo podía desc descif ifra rarr el ti tiem empo po y lo hizo hizo,, mi mien entr tras as po poqu quís ísim imos os cris cristi tian anos os pu pued eden en hacerlo y lo hacen. Esto suena a impertinencia, pero es un hecho evidente. En su relato evangélico, San Juan dice que una de las primeras afirmaciones hechas por Jesús en Su vida pública fue: «No es aún llegada mi hora» (Jn., 2, 5). Hizo esta declaración en Caná de Galilea. Los otros tres evangelistas nos dicen cómo empezó Cristo la Última Cena, que marcaba el final de esa misma vida pública. Marcos lo dice con las palabras: «Ha negado la hora» (Mc., 14, 41); Mateo, con éstas: «Mi tiempo está próximo» (Mateo, 26, 18). Lucas nos muestra qué seguro estaba Jesús del tiempo y de la hora en estos impresionantes versículos: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que no la comeré más hasta que sea cumplida en el reino de Dios» (Lc., 22, 15-16). ¿Cuántos cristianos son como Cristo? ¿A cuántos hemos oído hablar de «su hora» o de «su tiempo»? ¿Puedes presentarte ante alguien y decirle: «No es llegada aún mi hora» o asegurar con absoluta convicción: «Ha llegado la hora», dando a entender con ello que los trabajos de tu existencia están a punto de acabar? Hasta que puedas hacerlo, difícilmente mereces el nombre de humano y menos aún el de cristiano. Esta última afirmación puede parecer 11
de Gandhi o los no Gandhis. Pero cuando reflexionamos sobre el hecho de que los seres humanos son criaturas del tiempo, que viven, se mueven y tienen su verdadera existencia en el tiempo, y que todos sus actos, como señaló una vez Frank Sheed, están «condicionados por el tiempo, giran en torno al tiempo y se anegan en el tiempo», advertimos por qué consideraba la cuestión del tiempo como algo de «verdaderamente apasionante im portancia». Si no sentimos su importancia, su apasionante importancia, daremos una prueba de que ni sabemos lo que es el tiempo ni cómo predecirlo. Por comodidad lo malgastamos con la misma ligereza con que un marinero derrocha su dinero en las tabernas de los puertos en que hace escala su barco; también por comodidad imploramos más tiempo y gritamos como mendigos cuando vemos que no nos alcanza. ¡Dadme tiempo —suplica el ambicioso— y acopiaré riquezas, lograre una posición, adquiriré poder! ¡Dadme tiempo—pide el explorador—y realizaré un gran descubrimiento! ¡Dadme tiempo —grita el artista—y crearé una obra maestra! ¡Dadme ti tiem empo po —dic —dicee el maes maestr tro— o—yy desa desarr rrol olla laré ré inte inteli lige genc ncia iass y alum alumbr brar aréé caracteres! ¡Dadme tiempo! —insisten los estudiosos, los científicos, los investigadores—. ¡Dadme tiempo —gime el enfermo— y recobraré la salud! ¡Dadme tiempo —murmura el pecador agonizante— y reharé mi vida vida!. !..... ¡¡Da ¡¡Dadm dmee ti tiem empo po!! !!... ... ¡Cuá ¡Cuánt ntas as vece vecess este este grit gritoo surg surgee desd desdee la eternidad tan angustiosamente o más que desde el tiempo! ¿Qué no habría dado el rico epulón del Evangelio, por un momento más de vida, o aquel opulento cosechero a quien Cristo dijo: «¡Insensato! Esta misma noche te pedirán el alma»? (Lc., 12, 20). ¿Qué no darían muchos de los muertos de los cementerios por un día, una hora, un minuto o un segundo de tiempo? ¡Dadme tiempo! ¿No lo decimos nosotros mismos? Y, sin embargo, ellos y nosotros tenemos todo el tiempo en el mundo. ¡Realmente lo tenemos! Tene Tenemo moss to todo do el tiem tiempo po en el mu mund ndo, o, pu pues es tene tenemo moss este este mo mome ment ntoo presente, aun pasajero y apremiante, que es todo el tiempo que hay o que habrá. Gilb Gi lber ertt K. Ches Cheste tert rton on no noss acon aconse sejó jó un unaa vez vez mi mira rarr a las las cosa cosass familiares hasta que empezaran a parecemos extrañas, prometiendo que si lo hacíamos así «las veríamos por primera vez». Seguramente, nada hay bajo el sol que nos sea más familiar que eso llamado el tiempo. Pero si lo miramos fijamente un rato, advertiremos de pronto que quizá nada hay en la Creación que conozcamos menos. Es algo tan omnipresente omnipresente como el aire que respiramos y más invisible que el viento. Lo malgastamos con terrible prodigalidad, aunque tratemos de acumularlo como acumula su oro el 12
avaro. Lo encontramos tan inestimable como el azogue [mercurio], aunque sabemos que es más sólido que las pirámides o la esfinge; sabemos que es tan firme como las estrellas. Reconocemos que es, a la vez, tan implacable como un tirano y tan gentil como un enamorado. ¿Qué herida hay que el tiempo no cure? ¿Qué corazón no ablandará? A pesar de ello, ¡qué fugacidad tiene esa cosa impalpable, fluida y flotante...! Una vez que se va, se va para siempre. Omar Khayyam escribió: El pájaro del tiempo tiene un corto camino para revolotear, y el pájaro está en el viento. Y El El dedo dedo en movi movimi mien ento to escr escriibe; be; y despu espués és de escr escriibi birr sig igue ue moviéndose; ni toda tu bondad ni todo tu ingenio le persuadirán a tachar un renglón ni todas tus lágrimas a borrar una palabra. Esto es lo terrible sobre todo: el tiempo es un tirano. Viene rápido. Se va veloz. Cuando se va, ya no vuelve. Es un déspota totalitario en cuanto que lo que toma para él lo fija con la fijeza de Dios, convirtiéndolo en algo eterno en cierto modo. Pero el tiempo es también un tesoro. Cada partícula suya es de un valor infinito; con la más ínfima de ellas el hombre puede comprar a Dios. Una fracción de segundo puede ser suficiente para lograr una eternidad de bienaventuranza. Pocos de nosotros miramos tan atentamente al tiempo. ¡Qué pocos serán los que comprendan que por muy apremiados que podamos estar por el tiempo, siempre habrá bastante para que el hombre realice la única razón de su existencia y alcance la última meta de su vida; pues tenemos el «ahora»: es decir, el momento presente, ¡que es todo el tiempo en el mundo! Pensar otra cosa no sólo es blasfemar de Dios sino demostrar que no somos cristianos ni hemos alcanzado la madurez humana. Cuando Dios hizo una bellota, estaba seguro de que se convertiría en una encina. Cuando Dios nos hizo criaturas del tiempo, nos dotó de carne y sangre, inteligencia y libre albedrío, con lo cual, en resumen, nos pro por porci cion onóó un cará caráct cter er defi defini nido do,, haci hacién éndo dono noss pers person onas as dife difere rent ntes es con con personalidad propia que, en el tiempo y a través del tiempo, alcanzaría una eternidad colmada de gloria. Puesto que Dios es Dios, concedió a la bellota el tiempo necesario para convertirse convertirse en encina, y a cada uno de nosotros, el 13
tiempo necesario para ser lo que realmente somos: Cristo. Cristo. Y ese tiempo necesario es el momento presente, el que transcurre transcurre ahora. ahora. Este momento presente, el momento que está transcurriendo, es el que verdaderamente puedes llamar «tu tiempo», aun cuando no puedes llamarlo «tu hora». Pues esta cosa siempre fluyente y absolutamente irrevocable es imposible de predecir. Ningún hombre puede prometerse el próximo segundo. ¿Tendrás tiempo para acabar de leer este libro, esta página, esta frase? ¿Te concederá Dios los momentos suficientes para ello? Mirando con fijeza al tiempo, advertiremos de pronto que lo que muchos consideran un sedante es en realidad una bomba; especialmente la afirmación de que «no hay tiempo como el presente». ¡Desde luego que no lo hay! ¡Como que ese presente es el único tiempo que Dios nos concede! No nos concede años, meses, días u horas: nos concede nada más y nada menos que ese ahora. Ese es «tu tiempo», parte de «tu hora». Así que ¡aprovecha tu tiempo! Mira atentamente a ese dicho familiar hasta que empiece a parecerte de lo más extraño. Está cargado de filosofía, teología y profundísima espiritualidad. Estas tres palabras constituyen una directriz que no sólo ase- gura la salud del alma, sino que puede abrir el camino de la santidad, meta final del hombre. ¿Por qué nuestros numerosos centros sanitarios para enfermedades mentales están superpoblados? Porque la gente no aprovecha su tiempo. ¡Porque no vive en el presente! ¿No están estrechamente ligados al futuro —un tiempo que aún no ha llegado y que puede no llegar— todos los miedos, fobias y angustias? ¿No están conectados con el pasado —un tiempo que se ha ido para no volver, un tiempo que ni siquiera Dios puede cambia cambiar— r— las depres depresion iones, es, melan melancol colías ías y absurd absurdos os comple complejos jos?? Estos Estos trastornos mentales indican con absoluta certeza alguna relación con el hecho de que quienes las padecen no fueron lo bastante objetivos para mantenerse en contacto con la única gran realidad llamada ahora. ahora. Y respecto a la santidad, ¿por qué están los caminos reales y los senderos de nuestro mundo atestados de santos incompletos? ¿Por qué hay tan pocos cristianos que efectivamente irradien a Cristo? ¿Por qué al cabo de dos mil años de gracia suficiente para santificar diez mil veces diez mil mundos, tan pocos seres humanos se han dado cuenta de que la plena madurez humana es lo que llamamos santidad? Sólo hay una respuesta para esta pregunta: ¡porque no aprovechamos nuestro tiempo! O vivimos demasiado pendientes de un futuro que todavía no ha llegado y puede no 14
llegar jamás, o nos aferramos a un pasado que nunca volverá, despreciando por completo «esta hora», que constituye «nuestro tiemp mpoo», el omnipresente ahora. ahora. Fue el sano, santo y ásperamente individualista Pablo de Tarso quien nos habló del verdadero tiempo cuando escribía a los Corintios: «¡Este es el tiempo propicio, éste es el día de la salud!, (II Cor., 6, 2). Esa es la revelación para ti. Esa es la inspiración divina. ¡Y sin embargo, seguimos dicien diciendo: do: «mañan «mañana, a, mañana mañana,, mañana mañana...» ...»!! Semeja Semejante nte soberb soberbia, ia, ciega ciega y blasfema estupidez, está admirablemente resumida cuando se dice: «No hay hombre tan viejo que no piense poder vivir un año más., ¡Un año más! ¡Pensar en vivir un año más cuando nadie puede estar seguro de vivir una hora más! Los nueve coros angélicos deben llorar por nuestro necio orgullo humano, tan fuera de la realidad. Ahora es el único tiempo que existe. Ahora es el único tiempo que tenemos. Por extraño que parezca, ahora es el único tiempo que tendremos. Pero ¿sabemos acaso lo que es el tiempo? Una de las mayores inteligencias de la historia, Agustín de Hipona, fue quien dijo: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si tengo que explicárselo a alguien, lo ignoro.» Esta frase honrada hará sonreír a muchos. El mejor camino para hacerles comprender la honradez intelectual de San Agustín será pedirles que nos expliquen qué es el tiempo. Después de las palabras anteriores, el profundo y santo pensador proseguía: «Lo único que me atrevo a afirmar que sé es que si nada hubiese ocurrido, no habría pasado; si nada se aproximara, no habría futuro; si nada estuviese pasando, no habría presente.» Habrá quien se sonría considerándolo una perogrullada. Pero Agustín continúa: «Esos dos tiempos, pasado y futuro, ¿cómo pueden ser, puesto que el pasado ya no es y el futuro todavía no es? Por otra parte, si el presente estuviera presente siempre y no se deslizara hacia el pasado, dejaría de ser tiempo para ser eternidad. Pero si el tiempo sólo es tiempo porque se desliza hacia el pasado, ¿cómo podemos decir que es? Por ese deslizamiento, dejará de ser. Así, pues, podemos afirmar que el tiempo es en cuanto tiende hacia el no ser.» Mien Mientr tras as trat tratas as de pens pensar ar en esto esto,, recu recuer erda da nu nues estr traa prop propos osic ició iónn original de que nosotros, los cristianos, no sabemos predecir el tiempo. Y cuando hayas pensado sobre el concepto de San Agustín, concluirás en que muy pocas personas pueden decir siquiera lo que es el tiempo. Todos 15
hablamos de ello con ligereza; con frecuencia decimos: «mucho tiempo», «poc «p ocoo ti tiem empo po», », «tie «tiemp mpos os pasa pasado dos, s, actu actual ales es o veni venide dero ros. s...» ..» Pe Pero ro Sa Sann Agustín nos hace detenernos y preguntarnos si realmente sabemos lo que estamos diciendo, cuando en un punto de su indagación dice: «¿Son un largo tiempo los presentes cien años?» Traduce esto a tus propios términos y piensa como Agustín. ¿Puede el presente siglo ser llamado «un largo tiempo»? Antes de responder, pregúntate si incluso puede llamarse «presente». Ahora estarnos en cierto punto de nuestro siglo. Esto quiere decir que cierto número de años de este siglo ya no existen. Se fueron para siempre. Los restantes años todavía no están siendo y ¿quién sabe si llegarán a ser o no? Así que el año año corr corrie ient ntee es el ún únic icoo qu quee po pode dern rnos os llam llamar ar «p «pre rese sent nte» e».. Pe Pero ro ¿podemos decir con exactitud que incluso este año es presente? Me parece difícil, pues cuando llegue el mes de mayo cuatro de los meses que formaban el año habrán cesado de ser, mientras que los siete siguientes siguen en el seno invisible en que se engendran, con sólo una posibilidad de llegar a existir. ¿Podemos afirmar que poseemos como presente el mes corriente? No en cuanto a los días que ya pasaron. Y tampoco en cuanto a los días que están por venir. Quizá podernos decirlo del día de hoy. Pero de este día, ¿cuánto es nuestro? No la hora fugitiva, compuesta de sesenta minutos, cada uno de ellos formado por sesenta fugacísimos segundos. ¿Qué lapso, pues, nos pertenece? ¡Tan sólo el de este mismo segundo que ahora marca el reloj! Pero Pe ro no po pode demo moss dete detene nern rnos os siqu siquie iera ra en nu nues estr traa in inda daga gaci ción ón.. Escuchemos a San Agustín, que sigue diciendo: «Si imaginamos un lapso de tiempo que no pueda ser dividido en las minúsculas porciones de un instante, éste es el único que podemos denominar presente: y ese punto pasa con tan centelleante velocidad de ser futuro a ser presente, que carece de dimensión de duración. Mas si por acaso la tuviera, sería divisible en pasado y en futuro. Por tanto, el presente no tiene duración. Luego ¿cómo puede llamarse largo a un tiempo?, Tampoco puede llamarse largo al futuro, puesto que aún no ha llegado a ser. Asimismo no cabe llamar largo al pasado que ya ha dejado de ser. El presente «grita estentóreamente, como acabamos de oír, que no puede ser largo». No obstante, seguimos hablando de «un largo tiempo». ¿De qué estamos hablando? Antes de proseguir, Agustín hizo lo que nosotros nunca hacemos suficientemente. Rezó, diciendo: «¡Oh Dios mío, ayúdame y dirígeme!» 16
Tras de lo cual resumió así la cuestión: «Quizá pueda decirse que hay, no los tres tiempos —pasado, presente y futuro— que aprendimos en la infancia y que enseñamos a los niños, sino sólo el presente, pues los otros dos no existen... Quizá fuese más correcto decir: hay un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras. Pues esos tres presentes existen en la mente humana y yo los sitúo así: el presente de las cosas pasadas es la memoria; el presente de las cosas presentes es la vista, y el presente de las cosas futuras es la esperanza.» A pesar de su evidente brillantez, ésta no es la solución final de nuestro problema, pues ello equivaldría a hacer de todo el tiempo nada más que una ficción de la mente humana. Agustín era demasiado honrado para detenerse ahí. Veía que el tiempo se mide, e incluso se dio cuenta de que se mide a su paso. Se vuelve hacia este hecho y tantea sus profundidades. profundidades. «Si me preguntáis cómo sé esto —es decir, que medimos el tiempo a su paso—, mi respuesta es que lo sé porque medimos el tiempo y no podemos medir lo que no existe, y el pasado y el futuro no existen.» Admira la honestidad y la persistencia del santo pensador. Acaba de demostrar que el único lapso del tiempo que realmente existe es el ahora, este lapso sin extensión. Sin embargo, sabe que medimos el tiempo y que lo medimos por alguna duración, por lo que honrada y abiertamente pregunta: «¿En qué duración debemos medir el tiempo, mientras está pasando? ¿En la del futuro, de donde viene? No, pues lo que todavía no existe no puede medirse. ¿En la del presente, por el que está pasando? Tampoco, pues lo que no tiene espacio no puede ser medido. ¿En el del pasado en el que ya se está convirtiendo? Menos aún, pues lo que ya no existe no puede medirse.» El problema era de tan «apasionada importancia» para Agustín, que al llegar a este punto gritaba como un desesperado: «¡Oh Dios, Señor mío!, bondadoso Padre, por Cristo bendito os suplico que no cerréis del todo estos oscuros problemas familiares a mi ansia de conocimiento; que no los cerréis y los dejéis impenetrables, sino que los hagáis claros para mí a la luz de vuestra misericordia... Mi inteligencia se abrasa para resolver este comp compli lica cado do enig enigma ma.. Si Siem empr pree esta estamo moss habl hablan ando do del del ti tiem empo po y de los los tiempos... Son las más llanas y comunes de las palabras, pero también son profundamente profundamente oscuras y todavía no ha sido descubierto su significado.» El hombre moderno es demasiado vanidoso para gritar así a Dios. Lo cual es quizá la razón fundamental de su incapacidad para predecir el tiempo. 17
Agustín sabía que caben movimiento y medida en esa cosa llamada el tiempo. Pero ¿cuáles son esos movimientos y cómo se miden? «Una vez —escribe el santo— oí decir a un hombre que el tiempo es, sencillamente, el movimiento del sol, la luna y las estrellas. No estoy de acuerdo... Nadie me convencerá de que el movimiento de los cuerpos celestiales sea el tiempo: cuando ante la invocación de un hombre el sol se detuvo hasta que logró la victoria en el combate, el sol estuvo quieto, pero el tiempo siguió corriendo. La batalla continuó el lapso necesario de tiempo... Luego el tiempo no es el movimiento de un cuerpo.» Otra vez aquel hombre brillante, pero humilde, se vuelve hacia Dios y exclama: «¡Te confieso, Señor, que todavía no sé lo que es el tiempo...! Entonces ¿no te digo la verdad cuando afirmo que puedo medir el tiempo? Pues así es, Señor: lo mido, aunque no sé qué es lo que estoy midiendo. Mido el movimiento de un cuerpo y empleo tiempo en medirlo. Luego ¿no mido el tiempo?... Yo sé que mido el tiempo. Pero no mido el futuro, que todavía no es; ni el presente, que no ocupa sitio en el espacio, ni el pasado, que ya dejó de existir. ¿Qué es, entonces, lo que mido? ¿No será tiempo de paso, pero no pasado?» Parecería que precisamente aquí la paciencia de Agustín se agudiza. Tomando un verso de un himno que frecuentemente forma parte del cántico matinal de cada sacerdote: Deus, Creador omnium («Oh Dios, Creador de todas las casas»), analiza la duración de las sílabas. Las liabas largas duran dos veces el tiempo en que se pronuncian las breves. Esto era evidente. Pero Agustín quería saber por qué sabía que era evidente. En el tiempo en que las había medido, y encontrando que unas duraban el doble que las otras, el sonido de las sílabas se había extinguido. Así, pues, ¿qué había medido y por qué? No había medido las silabas en sí, ni siquiera su sonido, sino sólo algo conservado en su memoria después de haber sonado. El santo concluía: «Es, pues, en ti, oh mente mía, en donde yo mido el tiempo... Es decir, lo que mido es la huella dejada en ti por las cosas mientras pasan y permanece en ti después de haber pasado. Esto es el presente. Yo no mido las cosas cuyo paso deja la huella; es la huella lo que mido cuando quiero medir el tiempo. Así, o esto es el tiempo, o yo no mido el tiempo en absoluto» (Confesiones (Confesiones,, libro, XI, capitulo 27). De este modo, según San Agustín, el tiempo es la medida del movimiento y su medida se hace por el cerebro. Esta conclusión le pone de acue acuerd rdoo con con Aris Aristó tóte tele les, s, qu quie ienn sigl siglos os atrá atráss habí habíaa ll lleg egad adoo a idén idénti tica ca definición. Siglos después, Tomás de Aquino adoptaría y enseñaría que el 18
tiempo es la medida de movimiento conforme al antes y al después. Esto es lo que la profunda doctrina escolástica enseña hoy, en oposición a los extremistas, alguno de los cuales, como Kant, proclaman que el tiempo es puramente subjetivo, subjetivo, una «forma interna» con la cual vestimos los actos de los sentidos exteriores. En el extremo opuesto están quienes, como los antiguos griegos, enseñan que el tiempo es completamente objetivo, un receptáculo en el que se incluyen todos los acontecimientos del mundo. Los escolásticos enseñan que hay un elemento objetivo en el tiempo—el movimiento y más precisamente aún el movimiento local; pero insisten en que ello no es el tiempo en sí, pues incluso antes de tener el tiempo hemos de contar con el elemento subjetivo —la medida—; y de modo más preciso todavía, la medición por la mente. El tiempo, entonces, no es una pura invención de la mente humana, sino algo basado en una realidad objetiva. Esto es: lo que el Escolástico llama un ens rationis cum fundamento in re. re. Esta Esta defini definició ciónn suscit suscitaa estas estas pregun preguntas tas fascin fascinado adoras ras:: «¿Exi «¿Exist stee el tiempo en una isla completamente desierta?» «¿Existiría el tiempo en una ciudad totalmente despoblada?» Por ahora debemos ser lo bastante cautos para no arriesgarnos a responder a las preguntas sobre el tiempo mientras no hayamos examinado cuidadosamente todas sus connotaciones. El sol saldría, ascendería y se pondría por encima de esa isla y esa ciudad; pero ¿habría un día solar en ellas? Si coincidimos con Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás y los modernos escolásticos, habremos de decir que no y pensar como los antiguos griegos, que prudentemente insistían en que «donde no hay espíritu no hay tiempo». Induda Indudable bleme mente nte,, la expli explicac cación ión del tie tiempo mpo reside reside en el hombr hombre. e. También es innegable el hecho de que el tiempo explicable procede de Dios Di os.. Pu Pues es en últi último mo térm términ inoo todo todo mo movi vimi mien ento to proc proced edee del del Inmo Inmoto to Promotor a Quien adoramos; todo cambio se dirige a Él, que nunca cambia, pues, en último análisis, todo lo creado debe su existencia al único Ser increado, al que llamamos Dios. Todo el tiempo, pues, procede del Único Ser al margen del tiempo. Y, como todo cuanto de Él procede, cada fracción de segundo del tiempo debe tener una infinitamente sabia razón par paraa exis existi tir. r. Hast Hastaa qu quee cono conozc zcam amos os cuál cuál es esa esa razó razón, n, no po pode demo moss considerarnos verdaderamente adultos, realmente maduros o defi defini niti tiva vame ment ntee cris cristi tian anos os,, pu pues es hast hastaa ento entonc nces es no sabr sabría íamo moss cómo cómo emplear nuestro tiempo. tiempo. «Nuestro tiempo» es el «ahora» —este nunc fluens, fluens, este momento siempre pasajero—. Y éste es todo el tiempo que tenemos. Este es todo el 19
tiempo de que podremos disponer. Por eso, debemos aprovecharlo ahora, pues el tiempo no espera al hombre. Cualquiera que sea nuestra alegría o nues nu estr troo do dolo lor, r, el ti tiem empo po está está corr corrie iend ndo. o. El ti tiem empo po es ti tirá ráni nica came ment ntee infatigable. No hay un solo instante en el que no envejezcamos ni uno que no nos acerque al Supremo Juicio de Dios. Las estrellas pueden caer, los soles apagarse, secarse los mares y expirar el verdadero Hijo de Dios... El ti tiem empo po segu seguir iráá mo movi vién éndo dose se.. ¡Y con con qu quéé fina finali lida dad! d!... ... Hace Hace años años un unaa canción popular pedía en su estribillo: «que el universo retroceda y se me devuelva el ayer». Pero ningún hombre puede atrasar ni un segundo el reloj del tiempo. Esto debe horrorizar al hombre inteligente: el tiempo relampaguea; y cada segundo de su resplandor nos muestra la eternidad. El nunc nunc flu fluens ens,, este este mo mome ment ntoo pres presen ente te,, pasa pasaje jero ro,, expr expres esaa un unaa ín ínti tima ma e inestimable relación con aquel nunc permanens, permanens, independiente del tiempo, que es la eternidad. Ambos nuncs pertenecen a Dios. El dio el primero, el fugitivo, al hombre, para que con él consiguiera el otro que nunca pasa. Ahora estamos en el corazón de la cuestión, pues ahora entramos en contacto con la realidad. Ahora estamos en condiciones de alcanzar la madurez cristiana, pues ahora podemos apreciar el alcance de la más adulta, madura y cristiana sentencia de San Agustín: Quod aeternum non est, nihil est («Lo est («Lo que no es eterno, es nada»). Ahí es adonde llevó al santo la consideración del tiempo. Ahí es adonde yo quiero llevarte. Pues el tiempo y la eternidad están todavía más íntimamente relacionados que el sonido y el eco. Cada fracción de tiempo procede de Dios, que es intemporal. Pero puesto que Dios es inmutable, debe haber identidad de propósito en Su nunc fluens y Su nunc permanens. permanens. ¡Y la hay! Es tu felicidad. Dios te creó para hacerte feliz en la vida y en la eter eterni nida dad. d. Pe Pero ro ni tú tú,, ni Gabr Gabrie iel, l, Migu Miguel el o Rafa Rafael el;; ni lo loss sera serafi fine nes, s, querubines, virtudes, tronos, dominaciones, principalidades o poderes; ni siquiera la Inmaculada Madre de Dios pueden ser felices en la eternidad si no han cumplido la Voluntad de Dios. Del mismo modo, ningún hombre puede ser verdaderamente dichoso en la tierra si no aprovecha su tiempo y hace con él lo que Dios desea. «Tu tiempo» es «el tiempo de Dios». Te lo dio para que —como Cristo— con Él, a través de Él y en Él, puedas ayudar a la Omnipotencia a realizar uno de Sus eternos designios. Tú dispones de ese fugaz ahora para poder ayudar a Dios a la realización de una parte de Sus planes, trazados en «lo inempezado e inacabable de la eternidad». «Ha sonado para ti la hora» de colaborar con el Infinito en el gobierno del universo. Una vez que lo hayas hecho, podrás verdaderamente verdaderamente descifrar el tiempo. 20
Capítulo II SÉ TU MISMO AHORA Y SERÁS COMO DIOS
Agustín ha sacudido nuestra indiferencia con su estricto razonamiento, debemos agradecérselo. Pues una demencia no mencionada en el capítulo anterior, pero sumamente contagiosa y que ya ha adquirido proporciones de epidemia en todo el mundo, es la blasfema petulancia del hom ho mbre. bre. Un sínt ntom omaa evi eviden dente de la enf enferm ermedad edad es la fatu atua auto auto-satisfacción del individuo. Conseguir sacudirla sacudirla aunque sólo sea en parte, es un gran beneficio, ya que podemos ponernos en guardia frente a nuestras dos maneras de ser: la buena y la mala. Chesterton cuenta que estando un día en una taberna londinense en alegre tertulia con las gentes que la frecuentaban, entró en el local un hombre cuya mera presencia cambió totalmente la atmósfera. Casi todas las conversaciones se interrumpieron. Chesterton advirtió con sorpresa el cambio, pues en apariencia el recién llegado parecía un pobre hombre. Cuando se marchó, uno de los contertulios, señalando a la puerta por la que había salido, dijo: «¡Ese tipo se cree el Todopoderoso!» Esa es la dem demenci ncia alu aludi dida da arr arrib iba: a: un unaa enf enferm ermedad edad qu quee no noss atac atacaa a tod odoos. Precisamente ahora se está extendiendo sobre el mundo como un terrible ince in cend ndio io,, debi debido do en gran gran part partee a la cien cienci cia. a. Apen Apenas as la cien cienci ciaa no noss proporcionó la radio, nos consideramos unos orgullosos poseedores de un segundo Pentecostés y un verdadero don de lenguas. Con la aviación, creemos haber vencido al espacio. Hoy con los satélites tripulados que alcanzan a la estratosfera nos pavoneamos como si hubiésemos alcanzado alguna porción de omnipresencia. La fisión nuclear nos ha proporcionado el vanidoso sentimiento de la omnipotencia. Y para completar nuestro «end «endio iosa sami mien ento to», », la tele televi visi sión ón no noss ha prop propor orci cion onad adoo un espú espúre reoo y especioso, pero muy seductor sentido de omnisciencia. Al enfrentarnos con estos hechos, nos enorgullecemos y —subconscientemente al menos— nos creemos iguales al Todopoderoso. Esto es una carga que pesa sobre nosotros. Pero recordemos que estamos mirando a las cosas familiares hasta que empiecen a parecernos extr extrañ añas as.. Miré Mirémo mono noss un mo mome ment ntoo a no noso sotr tros os mi mism smos os.. Cuan Cuando do do doss hombres entran hoy en el templo para orar, ¿palpitan de verdad sus pechos 21
y rezan realmente? Nuestro mundo no está lleno de publicanos; pero muchos de nosotros somos demasiado fieles a nuestra herencia espiritual. Todos somos hijos de la mujer que escuchó a Satán decirle que «sería como Dios», y del hombre que comió de la mano de aquella mujer. No es sorprendente, pues, que tratemos de ser «como Dios». Esta es la primera tentación en la que no sólo cayó el primer hombre, sino en la que cae toda la Humanidad. En verdad, es la única tentación a la que el hombre ha de enfrentarse y la única por la cual se condena. Pues ¿qué es en realidad cada ladrón, asesino, fornicador o calumniador? ¿Qué es cada pecador sino un individuo humano tratando de ser «como Dios»? Esta tendencia es innata en nuestro ser. Permanece incluso después de nuestro bautismo. Es una necesidad de nuestra propia naturaleza el que tratemos de ser «iguales a Dios». La tragedia es que hacemos un intento justo, pero con harta frecuencia, por un mal procedimiento. Por eso es conveniente que alguien venga y sacuda nuestra vanidad, proporcionándonos una posibilidad de conversión. Podemos arrepentirnos y emprender el buen camino. Cuando, a consecuencia de una avería de su avión, el famoso aviador francés Antonio de Saint-Exupéry, se vio obligado a aterrizar en el Sahara, a más de mil millas de distancia de cualquier ayuda humana, y hubo de enfrentarse con la tarea de reparar la avería que dejaba sin agua al aparato y el peligro de morir de sed, no se dejó vencer por su subconsciente o su inconsciente, como muchos de nuestros pedantes dicen hoy, sino que se volvió hacia su superconsciente y entró en diálogo con su alma. Más tarde lo refirió en una, amable sátira que tituló El pequeño príncipe, príncipe, en uno de cuyos pasajes dice; «Conozco un planeta en donde hay cierto caballero de cara colorada. Nunca ha olido una flor; nunca ha mirado a una estrella; nunca ha querido a alguien; nunca ha hecho en su vida algo sin sumar cantidades; y todos los días repite una y otra vez: «Estoy muy atareado en cosas trascendentales», lo que le hace hincharse de orgullo. Pero no es un hombre: es un hongo.» El individuo de la cara colorada —¿no serás tú? ¿No seré yo?— se cree el Todopoderoso porque «está muy atareado en cosas transcendentales». Sólo en medio del desierto, tratando de reparar su aparato y con los ojos fijos en el agua que se iba marchando. Saint-Exupéry se enfrentó consigo mismo y con Dios. Los solitarios vientos que soplaban sobre las más solitarias arenas abrieron sus ojos a las cosas familiares haciéndole 22
ver lo extrañas que son. «Mientras vivo —escribió—, todas las cosas son tan pequeñas... Las importantes son las que no se ven. Todos los hombres tienen las estrellas, que no son lo mismo para todos ellos. Para los caminantes, las estrellas son guías. Para otros no son sino lucecillas en el cielo. Para algunos sabios son problemas... Para todas estas gentes, las estrellas son silenciosas.» Entonces se vuelve a su superconsciente, a su alma, a su yo real, y les dice: «Vosotros tendréis tendréis estrellas que puedan reír.» Uno de los más valientes aviadores de nuestros días ha visto con su cuerpo y su alma, y ha empezado a oír todo lo que la grandeza de Dios venía oyendo desde el principio del tiempo: la incesante música de las esferas. Nosotros podemos oír la risa y el cantar de las estrellas, nosotros podemos ser «como Dios» si renunciamos a nuestra estúpida vanidad y miramos fijamente a las cosas hasta verlas. En esta época de cambios apocalípticos, el único cambio que necesitamos imperiosamente es el cambio del Apocalipsis del Apocalipsis,, el que dice: «El mismo Dios será con ellos» ( Ap., Ap., 21, 3). Sólo Só lo Di Dios os es ver verdader aderam amen ente te omni nipr pres esen entte, om omnnip ipot oten entte y omnisciente. Pero nuestra ciencia (y muchos de nuestros científicos) saben muy poco de Él. Miremos fijamente a ese Dios que nos es tan extraño y no apartemos de Él nuestros ojos hasta que nos parezca mucho más familiar. Miraremos a Dios. Romano Guardini nos ha acusado de quitar su verdadero significado a las palabras y reducirlas a un tan «fino matiz de sonido», que apenas tienen poco más que una «existencia superficial», por lo que significan para nosotros lo que nunca revelan. «Todos somos demasiado frívolos — dice dice— — para para no preo preocu cupa parn rnos os po porr esa esa pérd pérdid idaa de sign signif ific icad ado, o, aunq aunque ue estemos cada vez más pendientes del sentido superficial» que permitimos tener a las palabras. Fijémonos en la forma en que empleamos el nombre de «Dios». ¿Qué nos revela? ¿Qué significa realmente para nosotros? Para los antigu antiguos os jud judíos íos signif significa icaba ba tanto tanto que nunca nunca osaban osaban pronu pronunci nciarl arlo, o, sustituyéndolo por la palabra «Señor». Pero nosotros no tenemos la misma percepción de la proximidad de Dios, de Su grandeza, Su trascendencia y Su poder. Los judíos de la antigüedad sabían que Dios es «El que Es». Este es el nombre que fue revelado a Moisés, y por mediación de él a todo el pueblo elegido. Ese nombre significaba más aún para los judíos: les revelaba la verdadera naturaleza de Dios. Por él sabían que es el único que se basta a Sí Mismo, el que está siendo en Sí Mismo, la Fuente de todos los 23
demás seres y poderes. Temblaban ante aquel nombre como hubiesen temb tembla lado do ante ante el prop propio io Di Dios os en el Si Sina naí. í. Pe Pero ro no noso sotr tros os ¿pod ¿podem emos os demostrarnos demostrarnos a nosotros mismos que El que El que Es existe? existe ? Entristece tener que hacer un esfuerzo para probarnos que El que Es la Existencia existe. Pero el hecho es que Guardini está en lo cierto; hemos quitado su vitalidad a las palabras. Ya no viven y muerden ferozmente en nuestra conciencia. Ya no nos estremecen. Ya no nos sobrecogen con un reconocimiento de la realidad. Las pueriles ciencias de la psiquiatría y la profunda psicología, tan calu caluro rosa same ment ntee abra abraza zada dass po porr mu much chos os ho homb mbre ress mo mode dern rnos os,, trat tratan an de decirnos muchas cosas sobre nuestros impulsos. En cierto modo gozan de un éxito superficial. Pero en sus intentos de advertirnos de la realidad, fracasan ruidosamente por la sencilla razón de que saben tan poco de esos profundos impulsos superiores a nuestros esfuerzos y nuestra actividad: esos impulsos innatos y arraigadísimos arraigadísimos hacia la Verdad, la Vida y el Amor, esa trinidad que, examinada de cerca, es la base para revelar a Dios. Pues de la Trinidad eterna del Padre, el Hijo y el Espirito Santo procede toda la Verdad, se origina toda la Vida y nace el Amor inmortal. Pascal es famoso por haber dicho que «sólo hay dos clases de personas razonables: las que aman a Dios con todo su corazón porque Le han encontrado, y las que Le buscan con todo su Corazón, porque pueden llegar a amarle». Nosotros, los hombres corrientes, somos razonables. Deseamos a Dios con todos nuestros corazones, con todas nuestras almas, con tas nuestras fuerzas. Naturalmente, no siempre reconocemos nuestra nece necesi sida dad, d, la natu natura rale leza za de nu nues estr troo dese deseoo o la dire direcc cció iónn de nu nues estr troo impu im puls lso. o. Pe Pero ro lo cier cierto to es qu quee somo somoss insi insign gnif ifica icant ntes es sin sin el Infi Infini nito to.. Algunos no nos damos cuenta de nuestra insignificancia, mientras otros si se la dan, pero no saben a qué atribuirla. Pero la verdad es que cada hombre, sea vulgar o extraordinario, es un rey en el exilio, que no será feliz hasta que haya reconquistado su reino. Este reino es el reino de Dios y, por tanto, los hombres sólo seremos dichosos cuando despertemos y logremos con toda la fuerza de nuestro ser que el reino de Dios está dentro de nosotros. Pues Dios nos hizo poseer ese reino no solamente en el inagotable ahora de la eternidad, sino también el pasajero ahora del tiempo se impone que sepamos el tiempo que tenemos y cómo debemos emplearlo. Dios es justiciero. Nos cobra intereses por Sus préstamos. El propio Cristo, «Verdadero Dios del Dios Verdadero», nos lo dijo cuando nos 24
habló del rey y de los talentos que entregaba a sus servidores. Nos basamos en el Evangelio para llamar justiciero a Dios. Pero ello no quiere decir que Le consideremos un tacaño. Nunca nos habría dotado con esos impulsos que sentimos para averiguarlo todo acerca de la Verdad, la Vida y el Amor por el gusto de defraudarnos. Nos ha colocado en un destierro. Pero ero Su tierra erra no es en maner aneraa algu alguna na un des desiert erto reful efulge gent ntee de espejismos. La Verdad puede ser cimentada ahora. La Vida puede ser vivida plenamente ahora. El Amor puede darse con toda prodigalidad —y recibirse igual— ahora igual— ahora.. Todo lo que hemos de hacer es encontrar a Dios. Su búsqueda no es difícil. Encontraremos frente a frente a Dios si somos lo bastante sensatos para hacer lo que debemos, si mostramos —como dice Frank Sheed— nuestra madurez «aceptando la realidad, cooperando con la realidad, no oponiéndonos a la realidad, recordando que la realidad qué aceptarnos y con la cual cooperamos es la fuerte armazón de la realidad que, por la voluntad de Dios, es la que es». La palabra realidad es otro lugar común ahora. Pero si alguna vez la acusación de Guardini estuviera justificada plenamente, es aquí. ¡Qué «fino matiz de sonido» tiene esta palabra en sus labios! ¡Qué «superficial existencia» significa! Contrasta su concepto de la realidad con el de Russell Wilbur, quien escribe en su libro Ensayos y Versos (¿Seed and Ward», 1940): «La realidad —si uno tiene el valor de examinarla sin ponerse gafas de color de rosa y de olerla sin rociarla previamente con esencia de rosas— es dura y terrible.» «Nuestro Dios es un fuego abrasador, un Dios receloso.» «Es terrible caer en las manos del Dios vivo, pero caemos en Sus manos cuando nacemos o, mejo ejor dicho, cuando somos concebidos en el seno de nuestras madres.» «La realidad es a menudo torva y ceñuda en la superficie; siempre es más dura y terrible bajo la superficie, a medida que profundizamos en ella. Sin embargo, en el fondo, la realidad es infinitamente tierna, infinitamente fuerte para sostener, consolar e incluso para hechizar y arrebatar el corazón del hombre., «Sólo el heroísmo puede penetrar hasta lo más hondo de la realidad... Sólo el heroísmo fundido con la humildad...» Te preguntarás cuál puede ser esa realidad. Russel Wilbur dice que se encuentra por aquellos 25
«que aprenden a hallar la verdadera respuesta a la vida en las cosas más profundas de la vida... por aquellos que descubren dentro de las profundidades de sus almas una misteriosa presencia... el Eterno Cristo, el Perfecto Camarada, los alegres Novio y Novia del alma. Y su nombre será Maravilloso, Consolador, Dios Todopoderoso, Padre de la Eternidad, Príncipe de la Paz…» Lo que este sacerdote de Dios está diciendo verdaderamente es que en cada cada fuga fugazz inst instan ante te,, en cada cada acon aconte teci cimi mien ento to de nu nues estr tras as vida vidass — muchos de los cuales son duros y terribles en la superficie— Dios viene a noso no sotr tros os.. ¡Atr ¡Atrav avie iesa sa la supe superf rfic icie ie,, hú húnd ndet etee en lo más más prof profun undo do,, y te encontrarás cara a cara con Cristo, el Príncipe de la Paz! Hay que hace hacerr y cum cumpl pliir grand randes es pro promesas esas.. Sin emba embarg rgo, o, si queremos crear un reino de cualquier clase fuera de nuestro mundo, tendrá que ser el reino de Dios, y ése sólo es posible en Jesucristo y a través de Jesucristo. Pascal ha expresado con una frase distinta esta verdad, pero no es una verdad distinta la que expresa cuando dice: «Nunca os acercaréis a la felicidad sin acercaros a su origen, que es Dios.» ¿Estamos haciendo esto o nos estamos engañando a nosotros mismos? Podemos contestar a esta esta preg pregun unta ta enfr enfren entá tánd ndon onos os con con otra otra más más conc concre reta ta y agud aguda; a; ¿Qué ¿Qué simboliza sencillamente la palabra «Dios» y qué nos revela verdaderamente? Dios existe. Solamente los tontos, como decía el rey David, lo niegan. Pero ¿podemos probar que Dios existe? Después de oír a Fulton Sheen heen dem demost ostrar la exis existtenc encia de Di Dios os,, Gl Glaady dyss Bak Baker, er, una de sus ppri rinc ncip ipal ales es conv conver ersa sas, s, pens pensab abaa qu quee po podr dría ía ir y demo demost stra rarl rlaa ante ante el Politburó. Su prueba habría sido resonante. Pero cabe preguntar si habría sido aceptada. Pues el Politburó no estaba entonces, ni está ahora y probablemente no estará nunca, formado por hombres sensatos. Por tanto, la pregunta sigue en pie: ¿Podemos probar que Dios existe? No se diga lo que Gladys Baker dijo al principio (1): «NO hay necesidad de probar Su existencia. Yo la creo.» Luego aprendió—y tú lo aprenderás también—que no es bastante. La edad adulta, la madurez, la realidad exigen que esa palabra «Dios» no sólo signifique, sino que, verdaderamente, Le revele como Es. Debemos conocer a Dios. Debemos encontrar a Dios. Debemos, en cierto modo, sentir a Dios, pues Dios no es un extraño en nuestras vidas. Su voluntad —que es Él mismo— es la sola razón de nuestra existencia: nuestra venida a ella y nuestro continuar en 1
En I En I Had to Know (New York. Appleton, 1951).
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ella. Franck Sheed fue más exacto que Gladys Baker cuando observaba en su libro Teología y salud: «Ser injustos con la voluntad de Dios es ser inevitablemente injustos con la razón de nuestra existencia. Si somos injustos con esto, ¿con qué podremos ser justos?» Así, pues, vamos a demostrar la existencia de Dios, lo cual nos enseñará mucho sobre el ahora. ahora. Ya hemos visto que el movimiento es la esencia del tiempo. Durante unos un os mo mome ment ntos os —si —si Di Dios os no noss lo conc conced ede— e— vamo vamoss a cons consid ider erar ar el movi mo vimi mien ento to.. Cuan Cuando do mi mira ramo moss a nu nues estr troo alre alrede dedo dorr enco encont ntra ramo moss qu que, e, prácticamente, todo lo existente está en movimiento. Las cosas vivas, desde luego, pues siempre están creciendo o menguando. Pero también las cosas inertes. No sólo las que como los automóviles pueden ser puestas en movimiento, sino también otras, como rocas, tierras y troncos secos, sometidos a procesos de erosión o deterioro. Pero ¿quién ha oído que cualquier cosa que se mueva no haya sido puesta en movimiento por alguien o por algo? Para hacer esto personal, al mismo tiempo que práctico, escuchemos los latidos de nuestros corazones. Hay movimiento para nosotros, pero ninguno de nosotros les hace latir. Ni tampoco nuestros padres, abuelos, bisabuelos, ni siquiera nuestros primeros padres. No. Tu corazón y el mío fueron puestos en movimiento por Quien formó el primer corazón humano y lo hizo alentar dentro del hombre al que habla formado «del polvo de la tier tierra ra»» (Gen (Gen.,., 2, 7). 7). El Gran Gran Prin Princi cipi pioo Mot otor or —a Quie Quienn nadi nadiee di dioo mov ovim imiiento ento— — hace hace latir atir tu cora corazó zónn y el mío. Él lo loss con conserva erva en movimiento. Y Su nombre es Dios. Esta es la argumentación, escuetamente expuesta. El principio sobre el que descansa es: «Todo lo que se mueve es movido por otro.» No hay nada nuevo sobre el principio de la prueba. Ya Santo Tomás de Aquino lo utilizó en el siglo XIII. Aristóteles lo había utilizado también lo menos cuat cuatro ro sigl siglos os ante antess de Jesu Jesucr cris isto to.. Y Adán Adán hu hubi bier eraa po podi dido do empl emplea earl rloo también en el primer siglo de la existencia de Quien había dado existencia a todas las cosas. Pero no porque la prueba y el principio sean antiguos vamos a caer en la demasiado vulgar falacia de creerlos inutilizables. En verdad son tan nuevos como este amanecer e incluso como este momento presente y pasajero, pues son absolutamente intemporales como debe serio toda verdad fundamental. Para librarnos de volver a pensar que somos todopoderosos, podemos decir que el principio de que nada se mueve a sí mismo se basa en otro 27
más fundamental todavía, en un principio que es a la vez más profundo y abstracto, pero que enfrenta con Dios a los hombres pensantes: «Todo lo que no tiene razón de ser dentro de sí, debe tenerla en otro.» Ya ves con qué facilidad ese principio puede resumirse en una palabra compuesta: auto-suficiencia. auto-suficiencia. Pero también debes ver que si hay algo que podamos decir acerca del hombre, sea vulgar o extraordinario, es que no es autosuficiente, que no se basta a sí mismo. La argumentación nos lleva a dar por sentado que si hay algo transitorio, debe haber algo permanente. Tenemos los corazones antes de que puedan latir; las cabezas antes que las jaquecas; los labios antes que la sonrisa. Si tenemos algo que se mueve es sólo porque hay Alguien que no se mueve. Esto es una prueba de que sería alardear de independencia pensar que se puede empezar por cualquier clase de movimiento conocido por el hombre, pues siempre terminaría en Dios. Tanto si tomamos el movimiento del electrón alrededor del protón dentro de un átomo invisible, como el de la tierra alrededor del sol, la argumentación sigue siendo la misma. Tan verdad es en el movimiento del segundero de nuestro reloj de pulsera como en las fases de la luna o en las mareas de los mares. Si hay algo en movimiento—lo que sea—, debe haber un Promotor que esté inmóvil. Cuando digo «algo en movimiento» quiero decir, desde luego, «algo que vive», pues estamos tratando de la existencia como nunca lo hacen los existencialistas. El movimiento de los movimientos es la transición desde el no ser al ser; desde la existencia potencial a la existencia exis tencia actual; desde la mera posibilidad del llegar a ser al ser aquí y ahora. Para no confundirnos con los pedantes, resumiremos nuestro razonamiento diciendo: «Si todo existe, Dios existe.» Si alguien pidiera una aclaración, diríamos: «Si algo existe, tuve que llegar a existir, es decir, pasar de la no existencia a la existencia.» Sólo Quien pudo hacer que todo se mueva debe tener dentro de Sí la razón de Su propia propia existencia. existencia. Debe ser auto-suficie auto-suficiente. nte. Debe ser Dios. Podemos trasladar trasladar esto a lo personal y decir: «Yo vivo. Luego hay un Dios vivo.» Esta afirmación no Supone arrogancia. Más bien es humilde, con la única humildad verdadera, pues es honrada y cierta. En esta generación, que ha sido calificada de «más pagana que la de Virgilio», habrá quienes digan: «Cuando este universo era concebido como algo sacado de un tremendo caos, podía ser necesario ese Omnipotente 28
Promotor. Pero ahora que la evolución ha demostrado que, más que proba probable blemen mente, te, tod todoo proced procedee de alguna alguna pequeñ pequeñaa materi materiaa prima, prima, ¿qué ¿qué necesidad hay de ese Omnipotente Creador?» La respuesta es sencilla y desoladora. Debe haber una causa, lo mismo para una chispa que para una conflagración universal. El tamaño no tiene nada que ver con nuestra prueba. Si la masa originaria de nuestro presente universo tenía sólo el tamaño de un subelectrón, el principio de que una cosa que se mueve necesita un motor, el de que cada efecto debe tener una causa, de que cada ser existente debe tener en sí o en otro la razón de su existencia, subsiste intacto. Si la tiene en sí, es Dios. Si no, ha adquirido la existencia a través de Dios. —Pero, si el mundo es eterno, ¿qué necesidad tenía de un Hacedor, eterno también? Nun Nuncca per permitas tas que obj bjec eciion ones es po porr el esti estillo, apar aparen ente tem ment ntee profundas, te hagan callar. Esta prueba del movimiento es tan arrogante, que puede descuidar la cuestión del tiempo y de la eternidad. En realidad, no se preocupa de si el mundo fue creado en el tiempo —como el Génesis parece indicar con seguridad— o si es eterno. Se echa uno a reír ante esta sutil objeción y se dice: «Lo mismo que nunca encontrarás una sonrisa sin un rost rostro ro,, tamp tampoc ocoo enco encont ntra rará ráss un mo movi vimi mien ento to sin sin un mo moto tor, r, ¿Qué ¿Qué diferencia supone que el movimiento fuese temporal o eterno? Si tenías un rostro eterno, tendrías una sonrisa eterna, ¡pero sólo a condición de que tuvieras un rostro para sonreír! Si el universo está en eterno movimiento, tiene que haber un Promotor eterno. La fuerza, el poder y digamos también la belleza de esta prueba nunca podrán frustrarse ni destruirse. Incluso hombres de ciencia de la categoría de sir James Jean han llegado a reconocer su magnificencia. En su libro El libro El misterioso Universo, dice sir James: «La primitiva cosmología presenta a un Creador trabajando con el tiempo y el espacio para forjar el sol, la luna y las estrellas de un informe material ya existente. Las modernas teorías científicas nos inducen a pensar en el Creedor trabajando fuera del tiempo y del espacio, que son partes de su creación, como el artista está fuera del lienzo.» Sir James no hace más que expresar en lenguaje de hoy lo que Aris Aristó tóte tele less di dijo jo ante antess de qu quee Cris Cristo to naci nacier eraa y lo qu quee cada cada ho homb mbre re verdaderamente racional dirá hasta el día del Juicio final. Debemos buscar una Primera Causa sin causa y encontrarla si queremos explicarnos el paso de una nube por el cielo, el movimiento de una hoja, el pulso en el 29
cuerpecito de un recién nacido o el fuego en Betelgeuse. La Primera Causa se encontrará fuera de la Creación, pues para ser tal Primera Causa debe carecer de causa. Esta última da frase es una respuesta para quienes pregunten: «Si Dios lo hizo todo, ¿quién hizo a Dios?» Lo que dicen es «¿Quién dio ser al Ser? ¿Quién dio existencia a la Existencia? ¿Quién fue causa de la Causa Prim Primer era? a?›› Y esta esta úl últi tima ma in inte terr rrog ogac ació iónn no noss hace hace perc percib ibir ir a la vez vez la naturaleza de las causas y de Dios. Pues mientras no preguntamos quién fue causa de esa causa, estarlos viendo esa causa como un efecto y no como una causa. Nuestras inteligencias seguirán buscando la causa de los efectos hasta que lleguen a la Primera Causa que no es un efecto —pues es incausada y la Causa de todos los efectos— ¡Dios! De este modo vemos que aquellos que preguntan quién causó la Primera Causa no preguntan nada; pues lo Primero es lo primero, O no hay la explicación satisfactoria que estamos buscando. Siguiendo otro camino, diremos que cada uno de nosotros, igual que todo lo demás que existe, recibimos de otro nuestro ser. Esto es bastante evidente, pues ninguno de nosotros tiene dentro de sí la razón de ser; ninguno de nosotros es auto-suficiente. Pero ¿quién puede imaginar un universo de cosas, cada una de las cuales recibiera existencia? ¡Eso es absurdo! Tiene que haber un Dador de la existencia que no la reciba de nadie; Alguien que exista por Su propia naturaleza; Alguien que Es. Es. Lo cual, como ves, vuelve a la definición que de Sí mismo diera Dios a Moisés: «¡Soy el que Soy!» ¡Qué diferencia supone esto entre Dios y nosotros! Él tiene que ser. Tal es su naturaleza. Ello exige la existencia. Dios es sencillamente Quien no puede no ser . Mientras nosotros, ¡qué milagro es que seamos! ¡Qué con continu tinuoo milagr agro qu quee sigam gamos siendo endo!! So Som mos tan abs absolu luta tam ment ntee insuficientes, que ni siquiera podemos llamar nuestro al próximo suspiro o latido, pues no estamos seguros de si se producirá o no. Pero Dios debe ser siempre. «¡Soy el que Soy!» Cuando hemos dicho Dios es, es, hemos dicho todo cuanto había que decir. Pero estamos muy lejos de saber todo lo que realmente hemos dicho. Esos dos monosílabos contienen todas las verdades que los teólogos han sido capaces de explicar a lo largo de los siglos y los filósofos nunca serán capaces de comprender. Esos dos monosílabos contienen esa cascada esplendorosa de lo que llamamos los «atributos» de Dios; pues si Su esencia y existencia son una, entonces es infinito, por carecer de limitación de 30
cualquier clase. Pero si Es sin limitación de cualquier clase, debe contener dentro de Sí mismo todas las perfecciones posibles y cada una de ellas en su posi osibl blee per perfecci eccióón. Es la Omni Omnipo pote tenncia. cia. La Omn Omnisci iscien enci ciaa. La Omnipresencia. Es el Gran Solitario, solo en Su unidad, Su sencillez, Su espiritualidad, Su eternidad. Él solo es el Creador, el Conservador, el Coadyuvante en cada acto y acción de Sus criaturas. Él, el solitario Inmutable, hace girar la tierra, agita los mares, guía las estrellas en sus órbitas... y nos da a ti y a mí cada sucesivo ahora. ahora. Todo esto nos es conocido sólo por la razón. No es cuestión de sent sentim imie ient nto, o, sens sensib ibil ilid idad ad o emoc emoció ión. n. Es raci racioc ocin inio io pu puro ro.. Es el más más estrecho contacto con la realidad. Es mirar a las cosas familiares hasta que las veamos como son. Los hombres corrientes son capaces de llegar a estas magnificas conclusiones utilizando tan solo la razón, lo cual, como acabamos de ver, es un proceso relativamente fácil. Pero no todos nosotros encontramos tiem iempo par para hac hacer tales ales razo azonam namient entos. Po Porr tant anto, mien ientras tras no es demasiado difícil demostrar que Dios es no sólo Algo —como Promotor, Causa Primera, Fuente de todo ser—, sino Alguien —una Persona, no un mero Poder; El que Es, no Lo que Es—, todavía habrá tiempo libre para volver a hacer retroceder hasta el momento culminante del tiempo y encontrar a Cristo, el Hijo de Dios y Verdadero Dios también, y aprender de Él Quién es Dios y lo que quiere. La revelación que Él nos hará, nada tiene que ver con nuestras razones ni nuestra necesidad de razonar. Más bien nos forzará a usar mejor y más profundamente nuestra razón, evitando que se extravíe. Pero además de mostrarnos a Dios con mayor claridad y rapidez, Cristo nos enseñará la lección práctica de lo que Dios espera que hagamos con nuestro ahora. ahora. Será una lección de amor, lo cual es otro modo de decirnos Cristo como debemos ser. Nosotros los hombres vulgares, debemos amar. Es un verdadero impulso de nuestro carácter. Mientras vivamos sabremos que ese impulso nos incita a darnos a alguien o a algo con ese caballeresco gesto que llamarnos lealtad o amor. Ahora bien, no es fácil amar a un Principio Motor. No es fácil apasionarse por una Primera Causa sin causa. No es fácil entregarnos con todo lo que somos y todo lo que tenemos a la Fuente de todo el ser. Somos seres de sentidos. Vivimos en cuerpos de carne y hueso. Tenemos ojos que quieren ver, oídos que quieren oír, labios que quie qu iere renn habl hablar ar,, braz brazos os qu quee qu quie iere renn abra abraza zar. r. Pe Pero ro nu nues estr tros os braz brazos os no pueden abrazar al Acto Puro. Nuestros ojos no pueden posarse sobre el 31
Puro Espíritu. Nuestros oídos no pueden percibir la melodía de la Sencillez Máxima. Ni nuestras manos sentir el cálido contacto de la Eternidad y el Infinito. Para saber lo cerca que está Dios, para aprender lo que es el verdadero amor, para comprender la vida que nos rodea, se ha dado a nuestra razón la ayuda de la Revelación, una Revelación viva. Ahora nuestros ojos pueden mirar a los verdaderos ojos de Dios mientras se clavan en el Hijo de María Inmaculada. Nuestros oídos pueden oír hablar a Dios cuando escuchan al maravilloso Obrero de Galilea. Nuestras manos mortales pueden tocar el borde de la túnica de Dios; pueden recoger y enterrar el Cuerpo en que Dios vivió. Ahora conocemos a Dios en Jesucristo y a través de Jesucristo. Nunca podremos agradecer bastante esta Revelación. Pues mientras la razón podría enseñamos que estamos más íntimamente unidos a Dios que lo está la canción con quien la canta; mientras la razón sólo podría deci decirn rnos os qu quee Di Dios os está está ahor ahoraa pens pensan ando do en no noso sotr tros os,, qu quer erié iénd ndon onos os y trabajando en nosotros; que somos espejos de Dios en los cuales Su imag im agen en y seme semeja janz nzaa perm perman anec ecer eráá sólo sólo mi mien entr tras as El perm permit itaa qu quee esos esos espejos vivan y reflejen esa imagen y semejanza, no conseguiría decirnos esa Verdad más íntima que puede hacer buenas y hermosas nuestras vidas. Mient entras po podr dríía deci decirrno noss qu quee Di Dios os es un unaa Pers erson onaa infi nfini nittamen amente te inteligente, la razón no podría decirnos, como Cristo nos dice, que esa Persona infinitamente inteligente es nuestro Padre. Padre. Es estupendo comprender con Pascal que esas silenciosas estrellas que brillan allá arriba están hablándonos a gritos de Dios, que las guía por su camino. Es magnífico comprender con San Ignacio de Loyola y San Pablo de la Cruz que Dios está en todas las flores y exclamar con Tenn Tennys yson on:: «¡De «¡De rodi rodill llas as,, ho homb mbre res, s, qu quee aquí aquí hay hay vi viol olet etas as!» !» Es más más magnífico aún comprender con San Pablo que «Dios no está lejos de nosotros porque en Él vivimos y nos movemos y existimos» (Act., 17, 2829). Pero lo más espléndido para el hombre mortal es comprender que ese Dios trascendente, inmanente e infinito es nuestro Padre. Padre. Esto convierte al tremendo universo en algo que no nos es ajeno. Nos permite comprender aquella visión de Juliana de Norwich que sintió en su mano «una cosa pequeña, del tamaño de una nuez, redonda como una bola». Mirándola, se asombró y se preguntó qué podía ser, oyendo esta resp respue uest sta: a: «Eso «Eso es to todo do lo qu quee está está hech hecho. o.»» Mara Maravi vill llad ada, a, vo volv lvió ió a preguntarse cómo podía estar tan terminada. Y dentro de ella oyó de nuev nu evo: o: «Est «Estáá term termin inad adaa y nu nunc ncaa term termin inar ará, á, po porq rque ue Di Dios os la ama. ama.....»» 32
Entonces miró más fijamente aquella «cosa pequeña» y vio en ella «tres propiedades: la primera la primera,, que Dios la había hecho; la segunda la segunda,, que Dios la amaba, y la tercera, tercera, que Dios cuidaba de ellas (2). Cuando los satélites artificiales son puestos en órbita o disparados hacia la luna, podernos sonreír y pensar cómo nuestro Padre, Padre, que hizo «esa cosa pequeña» —el universo— «la ama y se cuida de ella». Esta es la verdad que nos hará más libres, pues es la única que nos da verdadera seguridad. Pero es una verdad que tiene sus exigencias. Si Dios es nuestro Padre, nosotros debemos ser Sus ser Sus hijos. hijos. Por eso, debemos ser como Cristo. Por eso hemos dicho: «Sé tú mismo ahora y serás como Dios.» La razón podría darnos miedo. Pero la Revelación nos inspira amor. Pues mientras no tenemos la más remota idea de lo que es un Creador y de lo que un Creador es capaz de hacer —pues nunca hemos visto ni veremos algo creado de la nada —, todos sabemos bien lo que es un padre y lo que un padre es capaz de hacer. Hemos conocido el corazón de un padre, sentido la mano de un padre, participado en la vida y el corazón de un padre. Por eso, cuando llamamos «Padre nuestro» a Dios, sabemos mucho más de lo que la filosofía de todos los tiempos pudiera enseñarnos. La razón nos enseña la tremenda magnitud de Dios; en cambio, la Revelación nos descubre Su ternura. Dios es nuestro Padre. Al enseñarnos a rezar, Cristo no sólo nos reveló a Dios: también nos reveló la dignidad, el deber y el destino del hombre. ¡Al ser Dios nuestro Padre, Padre, los hombres no somos sólo miembros de la casa de Dios, sino miembros de Su familia! Lo cual no sólo prueba la profundidad de la visión de San Juan Evangelista al definir a Dios como Amor — Deus Caritas est —, sino que nos proporciona el más profundo concepto de lo que debe ser un cristiano. ¡Qué razón tenía Guardini al acusarnos de quitar su sentido a las palabras! Pensemos lo que la palabra «cristiano» significaba para San Pablo y los hombres de su tiempo, y lo que significa para los hombres del nuestro. Entonces un cristiano era una nueva creación, un «hombre nuevo» que vivía «en Cristo Jesús»; era un hombre que podía decir como San Pablo: «Para mí, Cristo es vida.» En aquellos días lejanos del paganismo no había dificultad para reconocer a los cristianos. ¡Eran tan diferentes de los demás! «Mirad cómo se aman unos a otros los cristianos» no era una mera expresión retórica. Hoy ¿cómo nos diferenciamos los cristianos de los paganos que nos rodean? ¿Tenemos pensamientos distintos, utilizamos 2
XVI Revelaciones XVI Revelaciones del Amor Divino, por Dama Juliana de Norwich.
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diferentes procedimientos en los negocios, tenemos conceptos sociales visiblemente contrapuestos, contrapuestos, actuamos en algo de modo contrario a como lo hacen quienes no conocen a Cristo? C risto? La razón fundamental de que no seamos como Cristo ahora es que no somos—nosotros los bautizados— otros Cristos. Cristos. No hemos sido hijos de nuestro Padre, el Dios Todopoderoso. Quizá se deba a que no hemos reflexionado bastante sobre el hecho de que un Padre es quien nos provee, por lo que nuestro Padre, al ser Dios, debe ser Providencia. En consecuencia, no nos damos cuenta de que cada nuevo ahora es un don de ese amor paterno y de esa fuerza paternal que extiende dulcemente de un extremo a otro del universo, sus reglas. No apreciamos el hecho de que este ahora está rebosante de la Sabiduría, la Vida y el Amor que es Dios. No sabemos que a lo que los libros llaman Divina Providencia podemos y debemos llamarlo Padre. Pero ahora que hemos estado mirando a las cosas familiares hasta que nos han parecido extrañas, y a las cosas extrañas hasta que nos han parecido familiares, sabernos que tenernos todo el tiempo en el mundo, y con ello somos nosotros mismos y por eso somos como Dios. Sabemos que Dios no sólo creó al mundo y a nosotros, sino que cuida de unos y otros ahora. ahora.
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Capítulo III TÚ ESTAS PREOCUPANDO AL DIOS TODOPODEROS TODOPODEROSO O PRECISAMENTE AHORA CONFUSIÓN es una palabra a la que se le ha dado mucho más que un fino matiz de sonidos, concediéndosele demasiadas facilidades para existir en los últimos años, gracias también a las ruidosas e infantiles ciencias de la Psiquiatría y la Psicología. Pero no hay excusas para que un verdadero cristiano se sienta confuso. Para él, la vida puede ser dura, pero nunca confusa, pues sabe exactamente lo que hay por encima de todo: Dios. Y Dios es lo más sencillo. Si los neuróticos y psicóticos se curan, es porque se encuentran a sí mismos. Una vez que lo han hecho, han encontrado a Dios. Cada uno de ellos puede gritar como San Agustín al final de sus Confesiones: «¡Qué tarde os he amado! ¡Y pensar que estabais dentro de mí y yo fuera! ¡Vos conmigo, Señor, y yo no con Vos...!» Deben proseguir con el mismo santo realista y exclamar: «Derramasteis Vuestra fragancia sobre mí, la respiré y ahora la imploro de Vos; Os probé y ahora siento hambre y sed de Vos; Os dignasteis rozarme y ardí por Vuestra paz» (X, 27). A esto puede llamarse la descripción de un cristiano. El Bautismo fue el aliento de Dios, el roce de Dios y el verdadero sabor de Dios. Por esa es por lo que todos ardemos por Su paz. La misma Creación puede ser llamada el aliento, el roce y el sabor de Dios. De aquí que todos los humanos estén ardiendo por Su paz. Dante ha dado la mejor receta para mitigar ese ardor, en el que se ha considerado por alguien «el mejor verso de la Divina la Divina Comedia: E Comedia: E la sua volontade e postra pace («Y su voluntad es nuestra paz») ( Paraíso, Paraíso, 3, 85). ¡Ojalá pudiésemos decir que nuestra vida se resume en ese verso! Hay un solo lugar en donde podremos encontrar todos nuestra paz. Pero gracias a Dios, Su Voluntad puede encontrarse en todas partes. «La Evidencia invisible» es un nombre muy apropiado para Dios... y para Su voluntad, pues Su voluntad es Él mismo. Pero ¡qué ciegos estamos siempre ante lo evidente! Para mirar a los ojos de Dios, basta con mirar a nosotros mismos —o a algo o a alguien— y verdaderamente los veremos a ellos y a nosotros. El Dios Trino está en nosotros y en ellos, de tres 35
maneras diferentes por lo menos: en Su Sabiduría, en Su Bondad y en Su Poder. Dios está pensándonos ahora; Dios está queriéndonos ahora; Dios está trabajando en nosotros ahora. ahora. Este hecho ha sido invisible durante demasiado tiempo para la mayor parte de los hombres vulgares. Se dice que cuando Miguel Ángel terminó de cincelar su Moisés y contempló su obra maestra, la encontró tan llena de vida, que golpeándola en la rodilla exclamó: «¡Habla!» Claro está que la admirable estatua no le obedeció. Pues aunque Miguel Ángel la habla «creado» en el amplio sentido del vocablo, ni él ni ningún otro artista humano pudo o puede crear en el sentido estricto de esta palabra. Esto sólo puede hacerlo el Divino Artista. Es cierto que hombres de genio como Miguel Ángel, Rafael, Murillo y el Greco empezaron por pensar sus «creaciones»; luego, con intenso y cuidadoso trabajo, las plasmaron y al fin, una vez terminadas, firmaron y lanzaron a vivir en la posteridad a sus «creaciones». La piedra en la que se esculpió la estatua o el lienzo por el que pasó sus pinceles el pintor, sostenían las nuevas formas que los maestros habían puesto en ellos. Pero Dios no puede trabajar así. El «material» del que nos hizo —a nosotros y al Universo— era y es la nada. nada. Aunque, como un artista, ppri rime mero ro no noss pens pensar ara, a, lueg luegoo no noss qu quis isie iera ra y trab trabaj ajar araa en no noso sotr tros os.. En cons consec ecue uenc ncia ia,, somo somoss el resu result ltad adoo —el —el resu result ltad adoo cont contin inua uado do— — de Su pensamiento, Su voluntad y Su trabajo. Si Dios se olvidase de nosotros el más brevísimo instante, dejaríamos de ser. Cuando somos, es porque hay un divino interés por nosotros, no sólo de cuando en cuando, sino a lo largo de la inconmensurabilidad inconmensurabilidad de cada fugaz instante. Todo el inaudible palpitar de tu corazón habla en voz alta y elocuente del interés de Dios por ti ahora. ahora. Habla de Su presencia dentro de ti con Su sabiduría Su poder y Su bondad. Te dice que eres un aliento de Dios que todavía está exhalando. No puede haber crepúsculo sin sol, llama sin fuego ni vida o existencia sin Dios. Tú eres porque Dios es. es. Y esto que es la verdad de ti, es la verdad de todo en el Universo y del Universo mismo. Dios está tan cerca de ti como lo están de tu corazón sus latidos. Todavía está más cerca... Acodados sobre la borda de un buque que navegaba por el Hudson, tres ingenieros franceses observaban la silueta de Nueva York dibujándose sobre un fondo de cielo llameante. La atrevida lanza de la torre del Empire State Building atrajo sus miradas. «¡Qué magnífica!» —exclamó uno de ellos—. «Qué audazmente ejecutada!» —exclamó el segundo—. «¡Qué impecablemente concebida! —comentó el tercero—. Las etapas de aquella 36
apreciación eran justamente lo contrario de las seguidas por sus arquitectos y constructores, pues la torre primero fue concebida en una mente humana. Sólo después de esa concepción pudo tener alguien el valor de emprender su construcción. Y sólo después de aquellas audacias del pensamiento y de la voluntad pudo ser vista la magnificencia de aquella lanza apuntando al cielo. Pero una vez terminada la obra y quitado el andamiaje, los arquitect tectos os y cons constr truc ucto tore ress pu pudi dier eron on marc marcha hars rsee a Euro Europa pa,, Asia Asia,, Áfri África ca u Oceanía, y la torre seguiría apuntando al cielo aquí en América, pues permanecía la sustancia —el hierro y el cemento— utilizado para levantar la torre. Pero lo que aquellos hombres pudieron hacer después de acabado su trabajo, Dios, Arquitecto y Constructor del Universo, no puede hacerlo, si quiere que siga existiendo. La Infinita Inteligencia cia, que tan grandiosamente concibió este mundo, la Infinita Voluntad que ejecutó aquella concepción y el Infinito Poder que le infundió vida debe seguir pensando, queriendo y trabajando, Pues en el «material» que empleó no había «sustancia, Consecuentemente Dios está dentro y fuera, encima y debajo de nosotros; Dios está en y alrededor de nosotros. Si abrimos los ojos, veremos Su sabiduría, Su bondad y Su poder. Si no encontramos a Dios, no será porque esté demasiado lejos, sino porque está demasiado cerca. Lo más probable será que nosotros estemos demasiado lejos de nosotros mismos, mismos, como lo estuvo durante años y años San Agustín. ¡Qué Qué int ntrrincad ncadoo es est este cuer cuerpo po qu quee Di Dios os nos ha dado dado!! ¡Qué Qué maravillosa la descripción de sus funciones en toda su complejidad! Pero nadie puede intentar describir el sistema nervioso omitiendo al cerebro o el sistema circulatorio circulatorio sin referirse al corazón, como tú no puedes hablar de ti sin hacer mención de Dios. Dios es tu Centro, tu Fuente, tu único e incesante sostenedor. Si Dios no se preocupara de ti y de mí ahora, no existiríamos. Perol fíjate bien en que no se trata de una preocupación general por parte de Dios: es una preocupación individual, particular, única, como tú eres. Desde toda la Eternidad, Dios tenía en Su mente y en Su voluntad una tarea especial para que tú la realizaras, para la que nadie más en la Creación fue conformado como tú. Puesto que desea que ese plan eterno Suyo se realice en el tiempo, te tiene en Su mente y en Su voluntad de una manera particularísima, literalmente literalmente te guarda te guarda allí. Tú tienes una vocación, una especial vacación, absolutamente única. Te pertenece a ti solo. Ningún santo ni ángel, ni siquiera la Reina de los sant santos os y lo loss ánge ángele less Marí Maríaa Sa Sant ntís ísim ima, a, pu pued edee real realiz izar ar tu vo voca caci ción ón o desempeñar tu puesto en el plan de Dios. Por tanto, eres muy importante para Dios. Por eso tiene que preocuparse por ti en todo momento. Ahora 37
mismoo te lo está mism está mo most stra rand ndoo medi median ante te las las grac gracia ias. s. Cada Cada un unaa es un unaa voluntad de Dios para ti, y para nadie más. Cada una es un índice de la especial preocupación de Dios para ti ahora. Pero cada gracia supone para nosotros un reto. Por inestimable generosidad que suponga, exige algo por nues nu estr traa part parte. e. La grac gracia ia no actú actúaa auto automá máti tica came ment nte. e. Una Una vez vez qu quee alcanzamos la edad del uso de razón, no podemos seguir más tiempo siendo meros recipientes pasivos como lo fuimos en el Bautismo. La gracia es mi don, sí, pero un don no es algo ofrecido simplemente. Un don es algo ofrecido y recibido. De aquí que tú y yo no sólo estamos bajo la Divina Providencia, no sólo somos partes de la Divina Providencia, sino que somos también sus «colaboradores». Dios nos creó para ayudarle a dirigir Su Univ iver ersso, a com compl plet etaar Sus pl plan anes es respe espect ctoo a la Hum uman aniidad dad, a perfeccionar Su Creación. Cada uno de nosotros tiene un papel específico que desempeñar en la ejecución de Sus eternos decretos. Por esto Dios se preocupa tanto de nosotros. En la pared norte del ábside del Santuario Nacional de la Purísima Concepción en Washington hay uno de los mayores —si no el mayor— mosaicos del mundo: el de «La Majestad de Cristo. El artista polacoamericano Juan de Rosen, su autor, nos dice que buscó inspiración en la trad tradic ició iónn biza bizant ntin inaa de Cris Cristo to el «P «Pan anto tocr crat ator or»» —«el —«el go gobe bern rnad ador or de todo»—. Pero esta concepción oriental necesitaba algunas modificaciones antes de poder hablar a los pueblos de occidente. De Rosen encontró algunas en las iglesias europeas del siglo XI. De sus estudios previos sacó en con consecue ecuenc nciia lo que neces ecesiitaba taba para ara ese Sa Sant ntua uarrio Naci Nacioonal nal. La majestuosa figura de Cristo de cuarenta y dos pies de altura, Le representa joven y de cuerpo entero y con rostro más compasivo que en cualquiera de Sus representaciones en la Iglesia Oriental. Sus brazos extendidos abrazan al Universo, simbolizado por los doce signos del Zodiaco que pueden verse en el arco sobre la cabeza de Cristo. Sus manos muestran las llagas de Su martirio, bocas rojas que hablan elocuentemente de su amor a los hombres. En Su brazo izquierdo se pliega parte de su rico manto rojo, que recuerda el versículo de la profecía de Isaías: «¿Quién es aquel que avanza enrojecido, con vestidos más rojos que los de un lagarero?» (Is., 63, 1-2). Su brazo, su hombro y su costado derecho aparecen desnudos, dejando bien visible la herida con la cual la lanza del soldado llegó a Su corazón. De Rosen dice que el rostro de Cristo enlaza nuestro mosaico con las más antiguas imágenes de nuestro Salvador: «la del Buen Pastor del Museo lateranense, las de los sarcófagos del Vaticano, la del Cristo sentado en la Gloria del ábside de San Vital de Rávena». La cruz de fuego que surge del 38
halo de Cristo puede muy bien recordar la del Juicio final cuando, según San Mateo, el signo del Hijo del Hombre aparecerá en el cielo, y San Juan Crisóstomo nos asegura que ese signo «será la cruz brillando al sol». Pero recuérdese que esa tremenda figura de Cristo es un mosaico. Es decir, está hecha con cientos de miles de piezas de piedrecitas de colores. ¿Crees que el doctor Juan de Rosen descuidó cada una de ellas mientras los obreros ejecutaban su concepción? No. Después de pensar en su obra, viajar, estudiar, buscar y por último cuajar su idea en un dibujo preciso, escogió las piedras, con su color específico para que ocuparan su sitio satisfaciendo su propósito, siguió cada vez más atentamente los trabajos para que cada una fuese colocada donde debía estar. ¿Puedes pensar que Dios sea un artista menos concienzudo que Juan de Rosen? ¿Consideras Su Universo menos magnifico que ese mosaico? ¿Puedes comparar Su inteligencia, Su voluntad, Su concepto de la belleza con los del doctor de Rosen? ¿Comprendes, pues, por qué Dios tiene que tener una constante y continua preocupación contigo? Tú tienes un lugar en Su dibujo. Tú, con el color especifico de tu temperamento, tu carácter y tu personalidad; tú, con tus definidos tamaño y forma determinados por tu condición racial, social y económica; tú, con tu colorido individual procedente de tus peculiares ambiente, educación y experiencias, ocupas un lugar—y sólo uno—en el mundo de Dios. Por eso se preocupa por ti. Piensa lo que sería que hubiese una pieza del mosaico fuera de su sitio. Toma como ejemplo el mosaico de la Inmaculada Concepción de Murill rilloo que hay hay en la cri cript ptaa del del Sant antuar uario Naci Nacioonal nal Mari ariano ano en Washington. Como sabes, fue el Papa Benedicto XV quien lo regaló. Antes de que su regalo estuviera terminado, el Pontífice falleció. Pero su sucesor, Pio XI, encargó al conde Muccioli, jefe de los trabajos de mosa mo saiq ique uerí ríaa del del Vati Vatica cano no,, qu quee fues fuesee a Madr Madrid id y copi copiar araa el orig origin inal al conservado en el Museo del Prado y lo trasladase al mosaico. La realización del trabajo llevó cinco años al conde y a cinco grandes artistas. Treinta y cinco mil piezas fueron teñidas y cortadas, y luego cuid cuidad ados osam amen ente te colo coloca cada das. s. Tan Tan perf perfec ecto to es este este trab trabaj ajo, o, qu quee mu much chas as personas que lo contemplan creen que es un cuadro al óleo. Supón ahora que Murillo hubiera vuelto a la vida para supervisar aquel trabajo. ¿Crees que hubiera descuidado un solo matiz en el colorido de aquellas piezas? Pues tú eres más importante para Dios que cualquier piedrecilla para Murillo. Tú eres una piedra viva en un mosaico en movimiento. Tú has sido puesto en el mundo no sólo para reproducir la belleza, sino para 39
irradiar gloria, la verdadera gloria de Dios. Tú formas parte del esplendor de Dios que es brillar públicamente mientras aliente. Como Gran Artista que es, Dios vela por ti constantemente, pues la Humanidad debe formar esa viva «Majestad de Cristo», que el doctor de Rosen dibujó para el expr expres esad adoo Sa Sant ntua uari rioo Naci Nacion onal al.. Pe Pero ro no noso sotr tros os no somo somoss peda pedazo zoss de mosaico en una representación de Jesucristo: somos miembros vivos en esa tremenda realidad que es el Cuerpo Místico de Cristo. Debemos encajar en Su cuadro y en Su plan. Y la obra completa debe ser más que majestuosa: debe ser la Infinita Magnificencia y el Divino Esplendor. Por esto debemos llegar a entender lo que significa la Providencia de Dios sobre todo cuando se refiere individualmente a cada uno de nosotros. Significa todo menos impersonalidad. En efecto, es el amor del Padre a Su Único Hijo. Ese Padre es nuestro Padre, que nos dio y nos conserva la vida con un último propósito: el de que seamos miembros de Jesucristo y que «con ÉL en Él y a través de El» honremos y glorifiquemos a la Santísima Trinidad. La Divina Providencia es tan personal como el latir de tu corazón... y mucho más importante. En el momento actual es la paterna preocupación de Dios por ti ahora. ahora. Tú nunca conocerás ni a ti mismo ni a tu Dios, lo que son la Divina Providencia y la voluntad de Dios; nunca sabrás lo que son la vida real y la vida actual, hasta que surja, sobre todo y sobre todos, una viva Faz: ¡la de Cristo en majestad y amor! Nunca te valorarás a ti mismo exactamente hasta que veas los ojos de ese vivo Rostro mirándote con la más amorosa preocupación. Nuestro Dios es un Dios vivo. Nuestra fe es una viva fe. Pero con demasiada frecuencia permitimos que las verdades de nuestra fe acerca de nuestro Dios parezcan muertas. La Providencia es una verdad que vibra con amor y vida para cada uno de nosotros. Literalmente, nos envuelve en un paternal abrazo y coloca nuestros pequeños corazones palpitantes sobre el gran Corazón de Dios. Y, sin embargo, ¿qué pensamos de ello? ¿Cómo hablamos de ello? ¿Cómo vivimos en ello? Cuando hablamos de ello, ¿no lo hacemos como algunos resecos filó filóso sofo foss esto estoic icos os cuyo cuyoss conc concep epto toss está estánn tan tan vivo vivoss como como las las mo momi mias as egi egipcia pciass? Nos refer eferim imos os a la fina finallid idad ad in intr tríínsec nsecaa y ext xtrí ríns nseeca y encontramos que se da en todas las cosas, desde una abeja hasta una estrella, desde un subelectrón hasta la galaxia más distante. Nos referimos al designio y lo señalamos en todo, desde los cristales de un copo de nieve hasta el oleaje de los mares. Incluso afirmamos que existe una Causa final, 40
tan definidamente como hay una Causa eficiente, llegando a reconocer que Dios es una y otra. Pero en toda esta espléndida lógica, ¿dónde hallamos un aliento de amor? Precisamente, la Divina Providencia es eso, pues es Dios. Y el evangelista Juan le definió certeramente al decir: «Dios es Amor, Si pensamos de ese modo, ¿no será nuestro pensamiento como el de esos esos páli pálido doss y desp desper erso sona nali liza zado doss ho homb mbre ress de cien cienci ciaa qu quee vi vive venn de mediciones, escalas, logaritmos y compases micrométricos? Pensaremos de Di Dios os en térm términ inos os de años años-l -luz uz,, estr estrat atos osfe fera ra y mara maravi vill llas as telúr telúric icas as.. Incluso podemos utilizar nuestras imaginaciones como lo hizo Ronald Macfie en su libro La Ciencia vuelve a descubrir a Dios (New York, Charles Scribner and Sons, 1930, p. 262) y decir: «Millones y millones de años de radiación fueron necesarios para preparar elementos tales como el carbono, el nitrógeno, el azufre, etc., indispensables para el protoplasma y también para constituir el volcán, la nube nu be,, el río río y el mar, mar, haci hacién éndo dolo loss ut util iliz izab able less para para el ho homb mbre re.. Pe Pero ro ¿podemos contemplar esa tremenda preparación de millones de años —en la nebulosa, en los soles que estallaron, en la lenta destrucción de los átomos luminosos— que indudablemente llevó a la vida, sin aceptar el misterio del protoplasma, sin tener una visión de la Mente Creadora antes del advenimiento de la Vida?, Todo esto puede ser verdad. Y a su manera es hermoso. Pero nosotros, los hombres vulgares de hoy, apenas sabemos lo que es la nebulosa, nunca hemos visto estallar a los soles ni entrevisto átomos luminosos. No obstante, vivimos y la Divina Providencia es la primera verdad por la que vivimos. Por eso ansiamos saber cuán divina es y cuán pr provi vide denc ncia iall para ara cada cada un unoo de nosot osotrros pers persoonal nalment ente. Estam tamos plenamente convencidos de que Dios conservará el sol en el cielo, a la luna influyendo en las mareas de los mares, a las estrellas en sus órbitas. Pero de lo que tenemos que convencernos es de la preocupación de Dios por nosotros ahora. Por naturaleza somos egoístas. En muchos aspectos, cada uno somos el sol de nuestro propio mundo. Mas como sólo tenemos un alma que salvar, una vida durante la cual poder hacerlo, un tiempo que emplear en la tarea, hay un saludable egoísmo que podemos emplear en ponernos en relación real, vibrante y vital con Dios, o, mejor dicho, en dejar a Dios en Su Providencia, ponernos en contacto con Su siempre palpitante Amor. Una vez que lo consigamos, podremos afirmar que vivimos. Pero ¿cómo vamos a vivir nosotros, los hombres vulgares? 41
El único camino que tenemos para entrar en contacto con Dios y vivir realmente es muy sencillo. Es una Persona—una Persona Divina— que se hizo Hombre a fin de que los hombres pudieran vivir en Dios. Si queremos aprender a vivir, debemos estudiar a Jesucristo; ver cómo vivió y adaptar nuestra forma de vida a la Suya. Esto es un buen principio. Pero hay un procedimiento mejor todavía: recordar no sólo quién es Jesucristo y lo que hizo, sino recordar también quién somos y qué debernos hacer. Cristo es nuestro Modelo. Desde luego. Pero hay algo más: nosotros somos miembros de Cristo. Las dos verdades deben casarse y engendrar hijos dignos de tales padres: actos profundamente impregnados de Cristianismo. Ello será no sólo vivir bajo la Divina providencia, sino vivir fuera fuera de la Divina Providencia. Ello será ejecutar lo que Dios decretó desde la eternidad. Santo Tomás de Aquino nos dice claramente lo que es la Divina Providencia cuando afirma ser el concepto —preexistente en la Mente divina— del orden de todas las cosas hacia un fin. Es el plan en la Mente de Dios según el cual cada íntima cosa del Universo tiene dentro de sí un propósito específico para su existencia. Un ojo ha sido hecho para ver, un oído para oír, una lengua para gustar. Cada cosa en el Universo está ordenada para un propósito más alto o extrínseco. Las raíces tienen una determinada misión que cumplir: la de extraer elementos químicos de la tierra. Pero la cumplen para alimentar a la planta. Las hojas tomarán otros elem elemen ento toss del del aire aire.. Y esta esta espe especí cífi fica ca mi misi sión ón esta estará rá orde ordena nada da a un unaa finalidad más alta: el fruto de la planta. A su vez, la planta, cuando crezca, servirá para alimentar a los animales, los cuales habrán de alimentar más tarde a los hombres. Hay, pues, en el mundo una jerarquía de los seres y una subordinación claramente definida de fines hacia un último propósito. Nuestros filósofos llamarán a esto «finalidad». En cualquier lugar que miremos con ojos inteligentes, descubriremos finalidad. Y si proseguimos nuestro estudio hasta encontrar la Fuente de este orden y el Autor de estos designios, encontraremos a Dios. Él es la Inteligencia que concibió este esplendor. Él es la Voluntad que lo convirtió en esa realidad que no podrá escapársenos si miramos bien a las cosas hasta verlas. Santo Tomás la definió certeramente. Pero San Pablo nos introduce en el misterio de la Divina Providencia y nos permite ver en ella «un Ros Rostro vi vivo vo», », al hab hablar lar a los Efes Efesiios de la grac graciia que Di Dios os Padre adre «superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y pru prude denc ncia ia.. Po Porr ésta éstass no noss di dioo a cono conoce cerr el mi mist ster erio io de Su vo volu lunt ntad ad,, 42
conforme a Su beneplácito; que se propuso realizar en Cristo en la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de las cielos y las de la tierra, en Él» (Ef., 1, 8-10). Hay la inteligencia de Dios y la voluntad de Dios. Hay el designio de creación —el esencial de la Divina Providencia—; ¡el Rostro de Cristo! ¿No nos lo dijo San Pablo al dirigirse a los Corintios? ¿Y no podemos y debemos los hombres decir de nosotros lo que decía el Apóstol: «Porque Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo»? (II Cor., 4, 6). ¿Cuántas veces hemos oído que fuimos hechos para la gloria de Dios? ¿Cuántas veces se nos explicó, y no sabemos por qué camino llegó a nosotros, desde el fondo de nuestro ser, el conocimiento de que debemos cumplir la voluntad de Dios? Recuerda cuanto llevamos dicho acerca de la Divina Providencia y qué sinceramente lo creemos. ¿Cómo es posible que te parezca vago e irreal? Cuando las oímos bien, las palabras no engañan. Ni pausa en las verdades cuando se dicen. La conclusión es innegable: las aceptamos, pero se murieron. Sólo Dios vivo puede resucitarlas, y lo hace a través de su Apóstol Pablo. Escuchándole oímos el latido del Universo que dice: «¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo!» Leyéndole sabemos que «no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas, y nosotros tam bién» (I Cor., 8, 6). Enseñados por él también llegamos a entender «la incalculable riqueza de Cristo» y «el misterio oculto desde los siglos por Dios» (Ef., 3, 8-9) «para poner toda la Creación… bajo una cabeza: Cristo». He ahí al hombre que no sólo nos dice lo que son los hombres vulgares, sino también lo que han de hacer. «Hechura suya somos, creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó, para que en ellas anduviésemos» (Ef., 2, 10). Ahora sabemos lo que es para nosotros la Divina Providencia. Ahora vemos el plan de Dios para nosotros. Ahora comprendemos la voluntad de Dios respecto a nosotros. Y ahora no podemos dudar de que Dios siente una amorosa preocupación por nosotros en todo momento. Nosotros somos los miembros vivos de Su Único Hijo. Por esto nacimos. Para esto vinimos a este mundo. Para esto se nos concede el seguir siendo. Cristo es la única gran realidad de todos los tiempos. Cristo es la única gran realidad ahora. ahora. Cristo es la única realidad que los hombres vulgares captan, pues tal es la voluntad de Dios. 43
Dios habló y Dios sigue hablando. Los Profetas guardan larguísimo silencio. Los Apóstoles murieron hace siglos. No obstante, el hombre moderno puede oír la voz de Dios tan claramente como los antiguos hebreos cuando habló a Moisés, Ezequiel, Isaías o Daniel. Pueden oír la voz de Cristo con tanta claridad como la oyeran Simón Pedro o los hijos del del Zebe Zebede deo, o, con con tant tantaa fuer fuerza za como como la oy oyóó Sa Saul uloo de Tars Tarso. o. Cris Cristo to encomendó a Sus Apóstoles enseñar, transmitiéndoles Su autoridad. «El que a vosotros oye, a Mi me oye» (Lc., 10, 16). Esos Apóstoles tuvieron y tienen sucesores. Hemos oído hablar a Cristo y seguiremos oyéndole. Apenas empezado nuestro siglo, oímos a Cristo y a San Pablo, cuando escuchábamos a San Pío X manifestar sus proyectos de «renovar todas las rosas en Cristo». La misma voz volvió a nosotros más tarde cuando Pío XI habló de «la paz de Cristo en el reino de Cristo». Al promediar el siglo, todos nosotros vimos a Cristo cuando mirábamos y escuchábamos a Pio XII. A través de esos portavoces, Dios ha hablado tan elocuentemente como lo hacía a través de los Profetas de la antigüedad, diciéndonos —tal vez con mayor claridad— que toda la Creación está en Cristo, por Cristo y a través de Cristo. Tal es la verda erdadd que simpl pliifica ficarrá la vi vida da,, un unif ifiicar cará nues uestros esfuerzos, dará unidad a los incontables llamamientos de nuestro tiempo e integrará todo lo que hoy aparece tan desesperadamente descoyuntado y fragmentado. La voluntad de Dios es que «seamos lo que somos». Pero rara vez logramos ser lo que somos. Nos consideramos exclusivamente hombres, Multados por el tiempo y el espacio, al parecer con más pasivo que activo, oprimidos por un cuerpo que exige constantes cuidados, refrena al espíritu que querría elevarse y crea una tensión de la que tenemos conc concie ienc ncia ia,, pero pero cuya cuya natu natura rale leza za exac exacta ta no lo logr gram amos os prec precis isar ar.. Nos Nos sentimos acosados, fatigados y confusos, pues estamos desconcentrados. Lo que deseamos nos lo puede dar esa verdad acerca de la voluntad de Dios. Pues «en Cristo Jesús» podemos gozar esa síntesis «alma-cerebrocorazón» que nos permitirá adherimos a Dios con todo nuestro ser, incluso aunque nos dediquemos con toda energía a una vida de plena productividad en el mundo que conocemos. «En Cristo Jesús» podemos revitalizar, elevar y unificar cada esfera de existencia y cada legítima actividad. Para ser lo que somos no es necesario retirarse del mundo de hoy o cesar en los trabajos humanos. Más bien es conveniente adentrarse profundamente en ese mundo y reconocer la verdadera dignidad de los trabajos humanos. Dios quiere que seamos nosotros mismos, pero esto es algo que no 44
conseguiremos hasta que hayamos detenido la vida superficial y calado hondo en la realidad de nuestro ser, en donde no sólo nos encontraremos a nosotros mismos, mismos, sino que hallaremos a Dios y a Su Cristo. Es fascinador y excitante a la vez para los hombres de ciencia redescubrir a Dios. Muchos de ellos han llegado a confesar que nunca habían formulado las leyes que descubrieron, pues esas leyes estaban escritas en la esencia de las cosas con las que trabajaban. Algunos incluso repitieron lo que dijo el sabio astrónomo inglés después de descubrir una ley: «¡Oh Señor, estoy pensando tus pensamientos después que Tú!» Sir James Jeans dijo algo por el estilo, hablando de la materia y de la luz: «La materia es la luz embotellada; la luz, como por lo general se entiende, es la claridad sin embotellar. Libertad a la masa de sus cadenas y se desprenderá la luz. En el sol, por ejemplo, la materia se disuelve en la radiación a razón de cuatro millones de toneladas por segundo. Así, pues, la radi radiac ació iónn es la fund fundam amen enta tall mate materi riaa prim primaa de qu quee está está hech hechoo el Universo. El polvo que pisan nuestros pies y la estrella descubierta ayer por un astrónomo están enlazados por la unidad de la luz y las leyes de la radiación. De este modo, la ciencia moderna ha vuelto a enfrentarse con el misterio de la Creación y en realidad no está más cerca de ese misterio de lo que estaba Moisés cuando escribía: ‘Dios dijo: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo’» (Obra cit.). Ningún hombre de ciencia estará más cerca del misterio o de su solución que lo estaba San Juan cuando escribía: «Al principio era el Verbo, el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron» (Jn., 1, 1-5). Ocho capítulos después, el mismo Evangelista escribe: «Otra vez les habló Jesús, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn., 8, 12). Una y otra vez durante Su vida pública, Jesús se proclamó «la luz del mundo», y hasta explicó la razón de Su advenimiento: «Yo he venido como luz al mundo, para que todo el que cree en Mí no permanezca en tinieblas» (Jn., 12, 46). ¿Es ésta la clave para la confusión de nuestros días? ¿Es la nuestra una era de tinieblas principalmente por indiferencia hacia Cristo? ¿Debe Cristo decir de nuestro tiempo lo que dijo a Nicodemo en el suyo: «Vino la 45
luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas? Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad, viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios» (Jn., 3, 19-21). Vivimos en unión con Dios cuando estamos cumpliendo la voluntad de Di Dios os.. Po Porr eso eso nece necesi sita tamo moss exam examin inar ar nu nues estr tras as conc concie ienc ncia iass en lo referente a esta cuestión de la luz. Pues San Mateo refiere que, en el Sermón de /a Montaña, el Verbo de Dios, el Unigénito de Dios, aquella Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se denomina a Sí misma la Verdad, dijo: «Vosotros sois la luz del mundo... Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt., 5, 14-16). Si el mundo está en tinieblas, ¿no será porque nosotros, los hombres vulgares, estemos incumpliendo la Voluntad de Dios? ¡Cristo es la Luz del mundo, y nosotros somos Sus miembros! Por tanto, deberíamos ser llamas en esa Luz. Él dijo que había venido «a echar fuego en la tierra» (Lc., 12, 49). Si nuestro mundo no está en llamas, ¿no será porque nosotros no lo hemos encendido? ¿No será porque hayamos escondido nuestra antorcha? Cuando el Creador dijo Fiat dijo Fiat lux, estaba pensando en Cristo, que sería la Luz del Mundo y la Antorcha de la que ese mundo surgiría; estaba pensando en la gloria que llegaría a la Trinidad desde aquella Luz al mismo tiempo desde nuestro mundo y desde la gloria de Dios, la cual iluminaría la nueva Jerusalén del cielo. También estaba pensando en las tinieblas: y no sólo en las tinieblas que llamamos «la primera Creación,, sino en esas otras más profundas de los hombres que había de crear, las cuales serían iluminadas por el Dios Hijo; pensaba: en cómo ese hijo enc encend endería ería ot otrras luces uces en esas esas tin inie iebl blas as qu quee acab acabar aríían po porr arde arder r eternamente ante la Fuente y el Centro de toda luz, ante ese Trono en donde se asienta Dios que es la «Luz inaccesible». Estaba pensando en ti, com como está está pens ensando ando en ti aho ahora, pues ues esta estaba ba hon ondda, ent entraña añabl blee y ansiosamente preocupado respecto a Su gloria. Tú fuiste creado para dársela, porque «ha de lucir vuestra luz ante las hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt., 5, 14). Esto te vuelve de nuevo a la verdad de que Dios es tu Padre y, por tanto, Providencia es amor paternal. Y esto te lleva también a esa otra verdad vista tan claramente por Juliana de Norwich: que el Universo es a 46
los ojos de nuestro Padre pequeño y amable. Juliana fue bendecida con la visión de la Sabiduría cuando dice: «Pues amas cuanto existe y nada aborreces de la que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras o cómo podría conservarse sin ti? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas» (Sab., 11, 25-27). Estos versículos encierran mucha teología y las suficientes verdades para conmover a los corazones ante la ternura que Dios les demuestra. Y complementan esta otra verdad dirigida positivamente a la cabeza del hombre: «Como el barro en manos del alfarero, que le señala el destino según su juicio, así son los hombres en las manos de su Hacedor, que hace de ellos según su voluntad» (Ecle., 33, 1314). Gran verdad; pero mayor aún la de que estamos en el corazón de nuestro Hacedor, pues Su voluntad y Su sabiduría son Su amor. El amor que Dios te tiene es tal, que está más preocupado por tu salud y tu felicidad que tú mismo. Por Dios, «hasta los cabellos de tu cabeza están contados», para Él «vales más que muchos pájaros» de los que «cinco se venden por dos ases», pero «ni uno de ellos está en olvido ante Dios» (Lc., 2, 6-7). No sólo contó Dios los cabellos de tu cabeza, sino los suspiros de tu pecho, ya que está en todos ellos. El todopoderoso, infinito, eterno, omnisciente e inmutable Dios se preocupa en todo momento de tu digestión o indigestión, de tus jaquecas y resfriados, hasta del trabajo de cada una de las células de tu cuerpo. Esa preocupación no es sólo por tu naturaleza, absolutamente dependiente y necesitada de ese constante cuidado de Dios, sino también por Su naturaleza, pues Dios es un Ser que no actúa más que para Su gloria. No sólo es santo y poderoso, sino tam tambi bién én cel celoso. oso. Una Una y otra tra vez vez no noss lo dice ice en Sus libros bros de Revelación: «No adores otro Dios que yo, porque Yavé se llama celoso, es un Dios celoso», dice en un sitio (Ex., 34, 14), y en otro: «Yo soy Yavé, tu Dios, un Dios celoso» (Ex., 20, 5). Esto significa que es celoso de una cosa: de su gloria. Y ésta, nos dice San Pablo, está «en el rostro de Cristo» (II Cor., 4, 6). ¡Y tú, no lo olvides, eres una facción de ese rostro, al ser un miembro de Su Cuerpo Místico! Dios Padre, a Quien atribuimos la Providencia, está preocupado por ti y te incluye completamente en su Verbo que «se hizo carne». Por el Bautismo, los hombres nos convertimos en «la carne de Cristo» como nos enseñaron los Papas San León el Grande y Pío XII, este último en su encíclica Mystici Corporis. Corporis. Por tanto, lejos de haber fantasía en nuestras palabras al decirte que el Todopoderoso está muy preocupado por ti ahora, lo que hay es teología tan profunda, verdadera y amorosa como Dios. La 47
Providencia es personal. Esto significa que Dios no sólo te vigila, sino que trabaja en ti, trata de llevarte a ese esplendor que es la gloria, resplandeciente en el rostro de Cristo, procurando hacer la vida tan sencilla y amable como el espíritu que inspiraba a Santa Teresa de Jesús al considerar al Señor el mayor conocedor y sabedor de todas las cosas y su mayor amador. Esta es la base para la paz del alma, la felicidad del corazón y la alegría vital. Puesto que Dios es nuestro Padre Omnipotente, puesto que es el soberano de quien hablaba Mardoqueo al decir: «Señor, Señor, Rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse... Tú que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo los cielos, Tú eres dueño de todo y nada hay, Señor, que pueda resistirte» (Est., 13, 10-11). Nosotros podemos contemplar este mundo tumultuoso y no sentir el menor temor. Aunque la muerte se levante desde el fondo de los mares, aunque la destrucción llueva sobre nuestras cabezas desde el cielo, aunque parezca que las siete redomas de la cólera de Dios se han derramado sobre el mundo, podemos estar tranquilos, pues sabemos que Dios es Dios, que «ha hecho al pequeño y al grande, e igualmente cuida de todos», y que Su sabiduría y Su amor llamados por nosotros Providencia «se extiende poderosa del uno al otro extremo, y lo gobierna todo con suavidad» (Sab., 6, 7; 8, 1). Mira Mirand ndoo fija fijame ment ntee a las las cosa cosass hast hastaa verl verlas as bi bien en,, lleg llegar arem emos os a comprender la hermosa verdad de las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña: «No os Inquietéis por vuestra vida sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo sobre qué os vestiréis... Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo codo?... ¿No hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?... No os preocupéis, pues... bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt., 6, 25-34). ¿Qué pide Dios de ti? Que hagas Su voluntad. Que seas quien eres. Y precisamente ahora está ordenando Su Universo para ayudarte a hacerlo.
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CAPÍTULO IV ENFRENTANDOSE A UNA OBJECION, DIOS ECHA AHORA UNA NUEVA MIRADA En el fondo de nuestra alma sabemos lo que es Dios; sabemos que de un ext extremo emo a otro tro abar abarca ca y orden rdenaa to toda dass las cos cosas; as; qu quee la Di Divvin inaa Provi rovide denncia cia es un hech hechoo y se muest uestrra pate aternal rnal.. Pero ero tamb ambién ién no noss preguntamos por qué tales verdades parecen tan alejadas de la realidad de cada día. ¿Dónde está Dios en esta continua y fatigosa lucha por la existencia? ¿Dónde está cuando el «lobo» del proverbio, el forense o el encargado de las pompas fúnebres llaman a la puerta? La razón puede forzamos a aceptar las pruebas sobre la Creación, la cons conser erva vaci ción ón y la Prov Provid iden enci cia. a. Pe Pero ro las las amar amarga gass real realid idad ades es pare parece cenn anularlas o al menos hacerlas poco prácticas. También es bastante fácil ver a Dios en un crepúsculo sobre un mar suav suavem emen ente te on ondu dula lado do.. Pe Pero ro ¿dón ¿dónde de está está en las las ol olas as encr encres espa pada dass y amenazadoras de la galerna? Mirando a un paisaje melancólico, en el que los amarillos y los rojos se funden en una luz dorada, nadie discrepará del poeta que dijo: «Algunos llaman a esto el Otoño, pero otros lo llaman Dios». Hay ocasiones en que la tierra tiene tal hermosura, que en ella sentimos a Dios. Pero hay otras en que se estremecen sus cimientos y su corteza se agrieta pavorosamente. ¿Dónde está, entonces, nuestro Dios? Es bastante fácil ver a Dios en los ojos de los niños que hacen su Primera Comunión, en los de una joven pura y enamorada, en los de una madre acunando a su hijo. Pero hay otros ojos humanos en los cuales br brillan llan luces uces qu quee nad nada tiene ienenn de amoros orosas as;; ojo joss cuy uyaa lum umbbre no encendieron los ángeles ni se eleva hacia Dios. En la realidad, para todos nosotros ha sido bastante fácil en este siglo ver a Dios en hombres como San Pío X, Pío XI, Pío XII y Juan XXIII. Pero ¿dónde estaba en hombres como Stalin, Hitler o los jefes de los campos de Auschwitz y Dachau? ¿Formaban parte de su plan las «purgas» y los hornos crematorios? ¿Se puede adivinar su paternal amor a sus cria criatu tura rass en las las plag plagas as,, epid epidem emia ias, s, sequ sequia ias, s, inun inunda daci cion ones es,, hamb hambre res, s, incendios y horrores de la guerra o el totalitarismo? ¿Es esto teología o blasfemia? 49
La contemplación del cuadro cósmico de este siglo XX nos hace pensar en estos versos de Omar Khayyam: ¡Ah el Amor! Si tú y yo pudiéramos unirnos con Él para comprender del todo este triste diseño de las cosas, no las romperíamos en pedazos, sino que las moldearíamos conforme a lo que el corazón desea. Tuvimos el pánico financiero en la primera década, la primera guerra mundial en la segunda, Lenin y Stalin en la tercera, la segunda guerra mundial en la cuarta. Entre una y otra conflagración hubo la depresión mundial y desde el final de la segunda hemos conocido el terror de la guerra fría y las inhumanas crueldades tras los telones de acero y de bambú. ¿Se vio a Dios en todo ello? No No habr habráá qu quee vo volv lver erse se meta metafí físi sico coss y empl emplea earr un unaa term termin inol olog ogía ía filosófica para contestar a la grave pregunta humana. No tendremos que decir que el mal es «nada» puesto que es siempre una «privación» o una «negación». La tuberculosis y el cáncer pueden ser definidos como una «falta de salud» o una «privación». Pero ¿quién los aceptaría como una mera «negación»? Para el hombre vulgar, una tormenta es más que una «falta» de buen tiempo... El viento y la lluvia son demasiado reales para él. Como la devastación que originan. La guerra es «falta de paz». Cierto. Mas ¿qué son las bombas, las balas, las bayonetas y las baterías? No; para el hombre vulgar los términos y verdades filosóficos son algo demasiado sutil. La privación o negación le oprimen con demasiado peso personal para que pueda pensar que son «nada». El hombre honrado reconoce que todo su ser se estremece cuando oye en los labios de los enemigos del Pueblo Elegido de Dios la angustiosa pregunta: «¿Dónde está ahora vuestro Dios?» Cuando el dolor y la tristeza son nuestro pan de cada día, la doctrina de la universalidad de la causa y el cuidado de Dios tropiezan con dificultades. Lógicamente reconocemos la necesidad de un «Infinito inventor» inventor» para el el sol, la luna, las estrellas estrellas y los mares, para el girar de nuestro mundo alrededor del sol, pero psicológicamente nos aturde la idea del odio en los corazones humanos, la devastación en las manos de los hombres. Entonces sentimos en nosotros la fuerza de la terrible pregunta: «¿Dónde está ahora vuestro Dios?» No hay respuesta para ella. Pablo de Tarso, realista entre los realistas, es el único a quien Dios eligió para revelarlo. Pero nosotros nunca aceptaremos esta revelación parcial a menos que dejemos a la emoción colorear nuestro pensamiento, ya que el innato egoísmo nos hace miopes. 50
A pesar de la profunda frase de Pascal de que «el corazón tiene sus razones que la mente desconoce», es evidente que cuando pensamos con la cabeza, pensamos, y cuando pensarnos con el corazón, sentimos, nos emocionamos y podemos incluso apasionarnos intelectualmente. Si Dios es la Realidad, todas las cosas reales proceden de Él y permanecen reales sólo a causa de Él. Si la realidad específica llega a ser dolorosa y personalmente repulsiva, ni su dolor ni su repulsión cambian el lugar de su origen ni la causa de su permanencia en la realidad. La razón nos dirá esto. Pero la Revelación nos dirá algo más profundo, más íntimo y mucho más consol olad adoor. Di Dicce Sa Sann Pabl ablo: Cri Cristo sto «es «es la im imag agen en de Di Dios os inv nvis isiibl ble, e, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las rosas de la tierra... Todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él» (Col., 1, 15-17). Como solución para cada dificultad, cualquiera que sea su naturaleza, Dios nos ofrece a Dios como nuestro final. Nótese que San Pablo dice que toda criatura fue creada por Cristo, a través de Cristo y para Cristo, y todas ellas son conservadas en Cristo. Este plan de Dios abarca la Creación, la Providencia y el Apocalipsis, todo en una pieza. Mirándola fijamente, veremos el rostro de Cristo, que es Dios. Hay que tener una inteligencia lo bastante viril para aceptar este hecho. Dios está en la bomba H tan realmente como está en el sol. Dios está en la caída de la lluvia atómica después de una explosión, tan realmente como en el esplendor plateado de un velo nupcial. Dios está en la actividad de un carcinoma igual que en los trabajos de la concepción hum hu mana. ana. Tod odoo cuan cuantto tiene ene algu algunna form orma de exis existtenci enciaa des descans cansaa continuamente en las manos de Quien sólo pudo darle existencia: Dios. Pero ahora vamos a hacer una distinción de capital importancia, sin la cual jamás seremos capaces de captar toda la verdad. Consiste en la diferencia entre volición efectiva y mero permiso. Pero esta diferencia, en la cuestión que nos concierne, es tan profunda como Dios. Apunta a antagonismos tan notorios como el del cielo y el infierno. Quizá ayudará a establecer audazmente que Dios no quiere todo lo que sucede. Hay muchas cosas en nuestro mundo de hoy que sencillamente permite. Tú puedes llegar a aclarar la situación por ti mismo, diciendo que Dios no quiere lo quee senc qu sencil illa lame ment ntee perm permit ite. e. Esta Esta últi última ma fras frasee fue fue cano canoni niza zada da —en —en el sentido estricto del término— por el Concilio de Trento a mediados del siglo XVI, cuando el Concilio fulminó anatema contra cualquiera que dijese «que no está en poder del hombre seguir el camino del mal, pero 51
que Dios actúa en el mal lo mismo que en el bien, no sólo permisivamente, sólo permisivamente, sino también propia y directamente, por lo que la traición de Judas, no menos que la vocación de San Pablo, fueron obras de Dios». Dios derribó de su caballo a Saulo de Tarso. Pero Dios no vendió a Cristo por treinta monedas de plata, Le besó en la mejilla en el huerto de Getsemaní, ni fue a comprar un dogal. Dios permitió simplemente que el precio convenido pasara de las manos de los sumos sacerdotes a las del Iscariote. Ya ves que esta distinción supone una real diferencia. La distinción se coloca aquí a título preventivo. La afirmación de que «sólo sucede lo que Dios quiere o permite» es absolutamente cierta. Pero muchas gentes, al leerla u oírla, ni leen ni oyen como es debido. No aciertan a ver que lo que Dios permite no es realmente lo que quiere, pues entonces no se pondría la conjunción disyuntiva «o». Un teólogo jesuita aclaraba esto al decir: «La voluntad llamada «permisiva» por la que Dios per permi mite te el peca pecado do y sus sus cons consec ecue uenc ncia ias, s, se llam llamaa in inme mere reci cida dame ment ntee (immerito) immerito), voluntad, pues Dios no quiere esos males sino que simplemente los tolera» (Schouppe, volumen I, p. 293). Así, pues, Dios no es censurable por las malas acciones de los pecadores. Pero lo verdaderamente importante aquí es que Dios puede utilizar lo que meramente permite, y lo utiliza para nuestro mayor bien. Puede —y lo hace— utilizar los males para traer mayores bienes a este mundo y a nuestras almas. Siendo así, puedes comprender perfectamente la maravillosa frase de San Pablo: «Ahora bien: sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados» (Rom., 8, 28). Podemos tomar en su más amplio sentido literal ese «todas las cosas». También puedes entender a San Agustín cuando dice que Dios no permite el mal, a menos que pueda derivarse de él algún beneficio. Pero no olvides que es sólo un permiso, no una verdadera voluntad. Mucho más habrá que decir más adelante acerca de esto. Ahora sólo queremos darte alguna prueba de que se puede explicar lo aparentemente inexplicable y de que hay algo divino en muchas cosas que parecen obra del infierno. Bajo Bajo la magn magníf ífic icaa cúpu cúpula la de lo loss Invá Inváli lido doss de Pa Pari riss se alza alza un sarcófago de rico mármol rojo de Finlandia, rodeado de doce enormes figu figura rass de márm mármol ol blan blanco co,, conm conmem emor orat ativ ivas as de otra otrass tant tantas as bata batall llas as napoleónicas. Grabada en bronce a la entrada de la cripta se lee esta frase: «Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francé ancéss, al que tan tanto amé. amé.»» El des deseo de Napo Napole león ón fue fue ejec ejecuutad tado 52
magn magníf ífic icam amen ente te.. El empe empera rado dorr Ni Nico colá láss de Rusi Rusiaa do donó nó el eleg elegan ante te sarcófago, mientras el príncipe de Joinville, hijo del rey Luis Felipe, traía las cenizas del «pequeño caporal» desde la lejana isla de Santa Elena. Es un magnífico monumento al tremendo primer emperador de los franceses, a quien muchos de ellos consideran el azote de Francia. Napoleón está tan dentro de la imaginación de los hombres, que considerarle como el azote de Francia podría parecer algo espantoso. Pero cuando se piensa en su carrera, en los campos de Francia y de casi todos los países de Europa cubiertos de cadáveres de jóvenes franceses, en los infinitos hogares deshechos y corazones desgarrados por la ambición de aquel aventurero, cuyas consecuencias patéticas se prolongaran mucho más allá de su derrota en Waterloo, se hace patente que fue el azote de su patria. Incluso León Bloy, francés apasionado, mirando aquel sarcófago y pensando en el hombre que en él yace y en las destrucciones que originó, lo calificó de «el rostro de Dios en la oscuridad». Esto era lo que un hombre tan profundamente religioso, si no verdaderamente místico, como Bloy podía ver en el Emperador. Si hoy viviera, sin duda alguna aplicaría su severo juicio sobre Napoleón a Hitler, Stalin, Tito, Krutschef y los demás monstruosos asesinos que han dado lugar a la pesadilla de nuestra bárbara época contemporánea. Un hombre como Bloy nos hace examinar nuestras creencias y re-examinar nuestros pensamientos. Dios puede estar en la oscuridad como está en la luz. Si realmente es Dios, debe estar en todas las cosas de la luz y de la sombra, pero más especialmente en las que la profesión legal llamaría prudentemente «actos de Dios». Sin embargo, Bloy no era original al decir lo de «el rostro de Dios en la oscuridad». Algunos siglos antes, San Agustín había dicho lo mismo, pero con mayor fuerza, acerca de alguien que no era un simple soldado de fortuna, sino soberano del mundo entonces conocido. En esa monumental obra que es La es La ciudad de Dios, San Agustín demuestra cómo el rostro de Dios puede descubrirse en las facciones de un hombre tan malvado como Ner Nerón ón,, in incl clus usoo cuan cuando do empr empren endi dióó su fero ferozz pers persec ecuc ució iónn cont contra ra lo loss cristianos. El santo fundamenta su razonamiento en la Revelación. El pasaje es particularmente oportuno para nuestros días, y la cita de la Escritura puede muy bien acallar nuestros lamentos. Escribía el santo: «... «...la la Prov Provid iden enci ciaa de Di Dios os po pone ne en seme semeja jant ntes es mano manoss el ejercicio del poder supremo cuando juzga que los hombres merecen tener tales amos. La divina palabra es muy clara respecto a esto, pues fue la misma Sabiduría quien dijo: «Por Mí reinan los reyes y los 53
jueces administran justicias (Prov., 8, 15). Y en otro lugar de la Sagrada Escritura se lee: «Es Dios quien gobierna con los malos príncipes a causa de la perversidad de los pueblos» ( La La ciudad de Dios, I, cap. XXV). Agustín vivió en tiempos muy parecidos a los nuestros; por ello debía encontrar objeciones contra Dios como las que hoy se oyen en todas partes. Al final del siglo IV, la civilización se tambaleaba y el Imperio romano estaba a punto de derrumbarse. Humilladas y acosadas por las invasiones de los bárbaros, las clases dirigentes se volvían contra el Cristianismo y le achacaban todos los males que padecían. Incluso en aquellos días remotos había frases análogas a la de que «la religión es el opio del pueblo». Como verás, no hay nada nuevo bajo el sol. Pero muchos de nosotros olvidamos que Dios está encima, abajo y alrededor de todos los soles. San Agustín le veía claramente en los tiranos de su tiempo. Pero tampoco el obispo de Hipona era original. Esa verdad se encuentra una vez y otra en la Sagrada Escritura, especialmente cuando las cosas parecen tan negras como lo son hoy para algunos ojos. Dios puede ser visto en la tiniebla. Es esclarecedor y estimulante volver la vista a tiempos más oscuros aún que el nuestro y encontrarlos inundados por el fulgor de Dios que mora en la Luz inaccesible. Nosotros, el pueblo elegido de Dios de este vigésimo siglo después de Cristo, aprendemos, cuando estudiamos la historia del pueblo elegido de Dios antes de Cristo, no de cuán díscolos pueden ser los humanos, sino de cómo decidió Dios tener a un pueblo que pudiera llamar Suyo, de lo llena de misericordia que está Su Justicia, de cómo irradia amor el Rostro que nos mira y nos ve incluso en las tinieblas. Tú recuerdas cómo eligió Dios a Su pueblo. Sabes algo de los Patriarcas. Pero quizá sabes más del éxodo a Egipto, del vagabundeo por el desierto y de la llegada a la Tierra Prometida. Dios tuvo que soportar durant durantee aquell aquellos os cuaren cuarenta ta años años una serie serie de ing ingrat ratit itude udes, s, resis resisten tencia cias, s, indiferencias y rebeldías. Sin embargo, había nubes durante el día y columnas de fuego durante la noche. Era Dios, iluminando sus tinieblas. Por último, les llevó a la Tierra Prometida, mostrándose fiel cumplidor de Sus promesas a pesar de lo ínfleles que muchos hombres eran. Quizá sepas poco de la subsiguiente historia de aquel pueblo hasta la época de David, de quien seguramente sabes algo. Venció a un gigante, llegó a ser favorito de un rey y finalmente ascendió al trono. En el antiguo pastorcillo Dios encontró a «un hombre conforme a Su corazón». 54
Una vez que el intrépido guerrero estableció su reino, los designios de Dios parecían a punto de cumplirse: un pueblo vigoroso, fuertemente unido, totalmente consagrado a Dios, que le serviría con lealtad y llevaría a la perfección Su plan. Humanamente hablando hubiera habido que esperar que Dios utilizara a aquel pueblo como Su instrumento permitiéndole sojuzgar a las demás naciones, asegurando con ello el dominio de Dios sobre sobre todos todos los hombres. hombres. Pero la realidad realidad fue muy distinta. distinta. Después Después de la muerte de Salomón, el reino de David se dividió. Con la división vino la decadencia. Año tras año, el Pueblo Elegido de Dios se fue haciendo más y más como los paganos que lo rodeaban. Dios exhortó a Su pueblo, tan claramente —si no más— como nos exhorta a nosotros. Pero no fue escuchado. Entonces Dios tomó como aliados a los gobernantes y los pueblos que hasta entonces y aún después eran Sus enemigos, utilizándolos como instrumentos Suyos. Los caldeos y los asirios, como los egipcios antes y los comunistas hoy, cooperaron involuntariamente con Dios. Fueron colaboradores de la Divinidad, mientras cumplían en el tiempo algunos de Sus eternos decretos. Le ayudaron a regir a este mundo y a la prosecución de Sus planes para con la Humanidad. Hay cosas que no se leen en la Historia. Hemos de aceptarlas como Revelación. Por la boca de Jeremías, Dios habla y dice: «Voy a hacer venir del septentrión el azote, una gran desventura» (Jer., 4, 6-7). Encontrando esto demasiado vago, habló otra vez por los labios de Isaías: «Va a traer contra él el Señor aguas de un río tan caudaloso e impetuoso, que saltarán todos sus diques y se desbordarán todas sus riberas» (Is., 8, 7). Pero esto es apenas el primer capítulo del relato. Dios ha presentado a los personajes, sin haber dado a conocer sus verdaderos papeles. Más tarde, utilizando al mismo Isaías como portavoz, llegó al corazón del asunto al hacer decir a Su Profeta: «Yo iré delante de ti, y te allanaré los caminos montuosos.... Soy Yo, Yavé, quien hace todo esto... ¡Ay del que contiende con el Hacedor!... Yo hice la tierra, y creé sobre ella al hombre... Él reedificará mi ciudad, y libertará mis desterrados…» (Is., 45, 2-13). Las tinieblas siempre están iluminadas por el Rostro de Dios, Quien siempre mira a Su grey con misericordioso amor. Si nos fijamos bien, advertiremos en las duras y aborrecibles facciones de los tiranos de hoy lo mismo que Bloy veía en las de Napoleón, lo mismo que Agustín veía en las de Nerón, lo mismo que Isaías y el pueblo de Dios pudieron ver en las de Ciro: el amoroso rostro de amor de Dios, nuestro Padre. 55
Lo malo es que sólo echamos una mirada indiferente y no podemos captar más que la superficie de las cosas. Pero debemos tener la virilidad suficiente para advertir que la tierra no es nuestro campo de recreo sino nues nu estr troo camp campoo de bata batall lla. a. Debe Debemo moss tene tenerr la sufi sufici cien ente te madu madure rezz para para comprender que las tinieblas sólo asustan a los niños. Los cristianos integrales encuentran en ellas «el semblante luminoso de Dios» y se adentran sin temor en ellas como «hijos de Dios». San Pablo podía muy bien dirigirse a los hombres del siglo XX cuando exhortaba a los efesios con estas palabras: «Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo. Mirad, pues, que viváis circunspectamente, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos. Por esto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál es la voluntad del Señor» (Ef., 5, 14-17). Leyendo el Antiguo Testamento con inteligencia de adultos —esto es, mirando con fijeza a los acontecimientos hasta verlos claramente—, no podemos desconocer el hecho de que es Dios —y sólo Dios— Quien gobierna este mundo. Aquí y allí existen individuos que actúan como si fuesen «todopoderoso», pero al fin habrán de darse cuenta que son poco más que marionetas movidas por las cuerdas que manejan los dedos de Dios. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis sólo hay un hecho evidentemente claro: que Dios es el Señor de la Historia. Por eso, aun en las angustias de nuestros tiempos, hemos de comprender que es Él Quien conduce a Su Pueblo. El Ciro de la antigüedad continúa entre nosotros y trabaja intensamente por Dios incluso cuando se obstina en negar la existencia de Dios. ¡Pero no olvidemos la distinción entre volición y permisión! Si has visitado alguna vez una estación de radio y entrado en todos sus sus depa depart rtam amen ento toss cono conoci cien endo do a lo loss ho homb mbre ress qu quee cont contri ribu buye yenn a la perfección de la emisión, o si has visto cómo se monta un espectáculo televisivo, podrás entender la distinción que has de hacer siempre entre volición y permisión. Te darás cuenta de la capital importancia del hombre en el conjunto de factores conjugados para una buena emisión. El hombre es quien actúa en el «control», y de él depende, en último término, que puedas oír e incluso el modo de que oigas. Con el más ligero giro de su dial, puede hacer que la suave voz aterciopelada de un tenor suene estridente, y convertir la más deliciosa sinfonía en una confusa cacofonía. Ese hombre «controla» los sonidos, pero no es la causa de que tú los oigas. 56
Los sonidos se originan en la garganta del cantante o en los instrumentos de la orque rquessta. Sin emb embargo argo,, el qu quee tú lo loss oi oiga gass dep depend ende fin inal al y absolutamente de su voluntad. Lo mismo que decimos del hombre en la sala de mezclas de una emisora de radio se puede decir del que está detrás de la cámara en una producción televisiva. La forma en que emplea luces y sombras y el ángulo en que enfoca sus lentes son la última razón de que veas como ves. El no ejecuta la acción, pues esto corresponde a los actores y actrices. Pero el que tú les veas hablar y moverse depende de la voluntad del hombre que maneja la cámara. Dios es Quien está detrás de la cámara en el espectáculo televisivo del Universo. Dios es Quien está en la sala de mezclas de la emisora de radio del mundo. Cuanto ves y cuanto oyes, depende de Su Voluntad. El no emite los sonidos ni produce los movimientos. Son los hombres quienes lo hacen. Pero esos sonidos y esos movimientos llegan a ti debido a la Voluntad de Dios. Y lo mismo que el hombre en la sala de mezclas y el de detrás de la cámara pueden con un giro de su muñeca cortar los sonidos o suprimir el espectáculo, Dios puede hacerlo. ¿Por qué existe la «guerra fría»? ¿Por qué algunas naciones yacen en un baño de sangre y algunas razas han sido casi raídas de la faz de la tierra? ¿Por qué el mundo está espantado por la amenaza de las explosiones atómicas y contempla con horror la acumulación de terribles bombas, mientras cada nación continúa sus experiencias para perfeccionar las armas intercontinentales y siguen su desenfrenada carrera para alcanzar la supremacía en la conquista del espacio? ¿Por qué los titulares de los periódicos no son a menudo otra cosa que un tremendo catálogo de delitos? ¿Por qué hay tanta barbarie en esta época de progreso científico casi milagroso? La explicación más sencilla es la feroz perversidad humana. Pero el que tú estés personalmente afectado por todo ello, el que tú, individualmente veas lo que ves, oigas lo que oyes y hagas lo que haces, ¿no se debe en último término a la voluntad de Quien está en la sala de mezclas o detrás de la cámara, es decir, Dios? ¿No es cierto que por un acto de Su Voluntad no sólo este hombre o aquel movimiento, sino todos loss ho lo homb mbre ress y to todo doss lo loss mo movi vimi mien ento toss cesa cesarí rían an al in inst stan ante te?? ¿No ¿No es absolutamente cierto que si todo ello existe es debido a Su volición o a Su permisión? Ten bien presente siempre esto: nada, absolutamente nada, sucede en 57
este Universo nuestro, sin la Voluntad o sin el permiso de Dios. Muy bien puede considerarse esto como el principio fundamental para la paz espiritual, la tranquilidad mental y la placidez cordial de cada hombre. Sabemos que Dios es bueno. En verdad, Dios es la Suprema Bondad. Por tanto, debe haber una razón superior, un designio infinitamente sabio y santo para que ocurra todo cuanto ocurre. Esto último nos da el que podría ser llamado el segundo Principio fundamental para nuestra alegría espiritual, sin la que ningún hombre puede enfrentarse hoy con la vida. Dios tiene un designio para cada cosa y para cada ser. San Pablo nos revela Su eterno secreto, al mostrarnos la Inteligencia y la Voluntad de Dios cuando nos dice que cada cosa y cada ser en la Creación, desde su primer momento en el tiempo, hasta el último que le sumergirá en la eternidad intemporal, apunta y apuntará hacia Jesucristo. Pues si la Creación fue re-creada por Jesucristo y a través de Jesu Jesucr cris isto to,, el Univ Univer erso so fue fue re-e re-est stab able leci cido do po porr Di Dios os «con «confo form rmee a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo» (Ef., 1, 9). Esto es lo que hace Dios vivo y Su siempre vigilante Providencia a cada uno de nosotros más todavía de lo que está la respiración de nuestros pulmones, pues Jesucristo eleva a cada individuo a una dignidad ilimitada. Tomate a ti mismo como ejemplo. Dios pensó en ti en Su Verbo antes de que el tiempo existiera. Sigue pensando en ti ahora, en ese mismo Verbo. Quiere y piensa para ti todas las cosas en relación con Su Verbo — Su Único Hijo en el que todas las cosas van a ser «restablecidas»—y orientadas hacia Él. ¿Por qué vas a pensar de ti de modo diferente de como Dios lo hace? ¿Por qué no vas a ver las cosas que te conciernen como queridas por Dios para ayudarte a ser lo que en realidad eres: Cristo? Escucha otra vez a San Pablo: «Que hechura suya somos, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó, para que en ellas anduviésemos» (Ef., 2, 10). Esta es la revelación que le permite entender esa otra en la que dice: «De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva» (II Cor., 5, 17). Haber sido creados por Dios es algo estupendo. Haber surgido de la nada en respuesta al imperioso Fiat de la Omnipotencia; adquirir el ser; poseer la vida; encontrarse dueños de la inteligencia y del libre albedrío; saberse la imagen del Creador y la corona de Su creación visible, es suficiente para llenarnos de orgullo. Pero hemos de tener en cuenta que fuimos hechos «criaturas nuevas» y con ello elevados infinitamente más arriba de lo que fuimos elevados cuando salimos de la nada para ser, pues 58
estamos llenos de la vida que es Jesucristo (Quien es verdadero Dios del Dios verdadero). Si lo hacemos así comprenderemos lo que San Pablo quiere decir cuando escribe que nada es nada «sino la nueva criatura» (Gál., 6, 15). Entender que la Divina Providencia es la Mente y la Voluntad de Dios aplicada en todo momento a cuanto te atañe, ordenando toda todass las las cosa cosass en tu bene benefi fici cio, o, prep prepar aran ando do cada cada acon aconte teci cimi mient entoo del del Universo para que puedas llegar a tu verdadera plenitud humana — madurez en Cristo y como Cristo— cambiará ese orgullo en adoración, simplificará tu vida y tu modo de vivir, pues ahora sabrás quién enes, quién vas a ser y cómo podrás hacerlo. La Voluntad de Dios sustituye a la vida. Una vez que el hombre capta esta verdad puede enfrentarse a la vida con alegría, puede seguir adelante sin temor hacia la única misión que incumbe a la vida humana: la de cooperar con Dios a realizar la maravilla que llevaba en Su Mente y en Su Corazón cuando hacía escribir a San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apoc., 21, 5). Fuimos hechos «criaturas nuevas» para ayudar a Dios en su «nueva Creación» Y todas las cosas que Dios, en Su infinitamente sabia Providencia, permite que sucedan, han sido planeadas desde la eternidad para ayudarnos en ese trabajo con Dios realizando las cosas en Cristo. ¡En este sentido puedes ver todas las cosas, con la única excepción del pecado, creadas para tu mayor bien! Puedes dar la bienvenida a cada ahora —sea cual sea lo que te traiga— como una fragante manifestación del amor de Dios a tu persona. Naciste y vives y tienes tu ser dentro de una Realidad: Dios. Su amor hacia ti no es sólo creador: también es redentor. ¡Lo que significa, una vez que saliste de la nada para ser, el propósito de Dios de no perderte! Si caes, Él se inclinará para levantarte en un ser más nuevo en su Cristo. Sigl Si glos os ante antess de nace nacerr Cris Cristo to,, Él mi mism smoo no noss habí habíaa di dich choo esta estass verdades: «Heme aquí contra los pastores, para requerir de su amen mis ovejas. No les dejaré ya rebaño que apacienten, no serán más pastores que a sí mismos se apacienten. Les arrancaré de la boca mis ovejas, no serán ya más pasto suyo. Porque así dice el Señor, Yavé: Yo mismo iré a buscar mis ovejas y las reuniré.» Esto es la seguridad de su Providencia. Pero para demostrar cuán personal puede ser, Dios sigue diciendo por baca del Prof Profet eta: a: «Bus «Busca caré ré la ov ovej ejaa perd perdid ida, a, trae traeré ré la extr extrav avia iada da,, vend vender eréé la pper erni niqu queb ebra rada da y cura curaré ré la enfe enferm rma; a; y mata mataré ré las las go gord rdas as y robu robust stas as,, apacentaré con justicia» (Ez., 34, 10-16). 59
Que Dios se refería a su Cristo en ese paraje, es indiscutible cuando oímos decir al propio Cristo: «En verdad, en verdad os digo que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que sube por otra parte, ese es ladrón y salteador, pero el que entra por la Puerta, ese es pastor de las ovejas..., llama a sus ovejas por su nombre y cuando las ha sacado todas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz...› No entendiéndole sus oyentes, el Maestro prosiguió: «Yo soy la puerta de las ovejas... El que por Mí entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto... Yo soy el Buen Pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas... Yo soy el Buen Pastor, y conozco a las mías, y las mías me conocen a Mí..., y pongo mi vida por las ovejas» (Jn., 10, 1-15). Hunde tus raíces en Dios y procura crecer con arreglo a su voluntad y en colaboración con su Providencia y enlazarás la profecía de Ezequiel y la parábola de Cristo con estos versículos de Isaías, en los que Dios dice: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos» (Is., 55, 8-9). Ahora esta es la clave de la profecía y de la parábola —en lo que concierne para ti a la Divina Providencia—, lo mismo que un pastor está infinitamente por encima de su rebaño por su inteligencia con la que puede proporcionarles todo cuanto les convenga, así Dios está infinitamente por enci encima ma de no noso sotr tros os en inte inteli lige genci nciaa y pu pued edee prop propor orci cion onar arno noss lo más más conveniente. ¡Cómo debemos confiar en Dios y con cuánto valor debemos enfrentarnos con todas las circunstancias de la vida! ¡Qué despreocupadamente debemos movernos entre los trastornos universales! Somos «hijos de la luz» y para nosotros no puede haber tinieblas. Somos hijos de Dios y la eternidad es nuestra atmósfera natural. Somos miembros de Jesucristo y los trabajos del tiempo son nuestros, así como nuestra colaboración con Dios para hacer nuevas todas las cosas. Entonces, la Divina Providencia es la paternidad de Dios en acción para nosotros. Tú ya sabes lo que la absoluta e indiscutible confianza y la completa e inconmovible fe de un hijo significan para el corazón de un padre físico. Somos criaturas de Dios, el más viejo de nosotros. ¿Vamos a hacer violencia a su Corazón? San Pedro nos aconseja: «Echad sobre Él todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (I Pe., 5, 7). San Pablo nos da plena seguridad cuando insiste en que «todas las cosas suceden por vosotros, para que la gracia difundida en muchos acreciente la 60
acción de gracias para gloria de Dios» (II Cor., 4, 15). ¡Clava los ojos en las tinieblas hasta que veas a Dios en ellas! La batalla entre la Luz y las sombras no es nueva. Empezó con la Creación, cuando Dios hubo de decir decir Fiat lux, pues la tierra estaba vacía y las sombras la cercaban. Desde entonces la luz fue el Shekinah —la, señal que denuncia la presencia de Dios—. Moisés la vio en la zarza ardiente. El pueblo elegido en la columna de fuego en la noche y en la nube luminosa durante el día. Cuando entre Dios y su pueblo se hizo el pacto, el Sinaí estaba en llamas. Cuando se consagró el templo de Salomón fue también la nube brillante la que mostró que Dios había tomado posesión de él. Cuando los profetas anunciaron a Cristo, ¿qué le llamaron sino Luz? Isaías dice: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande; sobre los que habitaban en la tierra de sombras de muerte, resplandeció una brillante luz» (Is., 9, 2). Zacarías era su eco cuando hablaba de la circuncisión de su hijo Juan el Bautista y decía: «Dios nos visitará naciendo de lo alto para iluminar a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte» (Lucas, 1, 78-79). Con David debemos cantar: «De tu parte me dice el corazón, Buscad mi rostro; y yo, Yavé, tu rostro buscaré» (Sal. 27, 8), y «¡Oh Dios!, restáuranos; haz esplender tu rostro y seremos salvos» (Sal. 80, 4). Puede hacerlo. Nadie lo dude. Tú lo verás si comprendes que la Divina Providencia no sólo considera el Universo en conjunto, sino en cada una de sus partes; no se preocupa sólo de la Humanidad como una totalidad, sino de los hombres como individuos. individuos. El subelectrón en el átomo requiere la Omnipotencia, la Omnisciencia y la Omnipresencia como todas las demás cosas del Universo. Y el poder, la sabiduría y la bondad de Dios están tan interesados y comprometidos contigo como lo estuvieron con el Hijo que la Virgen concibió en Nazaret, nació en Belén, murió crucificado en el Calvario y resucitó en una sepultura de José de Arimatea. Así tiene que ser puesto que es Dios y es Padre y tú eres su hijo y tienes que sostener la Encarnación para que sea una re-creación, «una restauración de todas las cosas en Cristo,
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CAPÍTULO V DIOS DEPENDE DE TI... PRECISAMENTE AHORA En las primeras témporas de primavera, la Iglesia católica, alerta a la continua batalla entre la luz y las tinieblas, se vuelve a Dios cuando reza por su pueblo al final de la Misa y clama: «Con la Luz que es vuestro esplendor, aclarad, Señor, nuestras inteligencias para que podamos ser capaces de ver lo que debemos hacer y después de verlo tengamos fuerzas para hacerlo.» Esta conciencia de la lucha es tan aguda y tan profunda en la Iglesia que sus catecúmenos en los primeros tiempos se llamaban —«los que han venido a la Luz»—. En Cristo, la Luz del photizoinenoi —«los mundo, llegaban a ser «hijos de la luz». Para todos esos hijos, y aún más pertinentemente para nosotros, el Evangelio de ese día tiene otra frase más significativa todavía. Mientras Cristo hablaba a la muchedumbre y replicaba a algunas objeciones de los escribas y de los fariseos, alguien del auditorio le dijo. «Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte.» La réplica de Jesús resume todo lo que hemos visto acerca de Dios y de nosotros: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt., 12, 41-50). Si nunca has intentado recapacitar sobre el carácter de Cristo, has descuidado uno de los más fundamentales deberes de tu vida, pues has sido hecho para «vestirte de Jesucristo», como dije San Pablo a los romanos (Rom., 13, 14). Esta es una metáfora tomada del teatro. «Vestirse de» de» qu quie iere re deci decirr cara caract cter eriz izar arse se adec adecua uada dame ment ntee para para in inte terp rpre reta tarr un personaje. ¿Cómo puedes caracterizarte de Cristo e interpretarle todos los días si no sabes cómo es? Pero la vida no es una representación teatral. En la vida tenemos que hacer algo más que interpretar a Cristo: ¡Tenemos que ser iguales a Él! ¡Tenemos que ser Él! De ahí la urgente necesidad de una ppro rofu fund ndaa conc concie ienc ncia ia de qu quie iene ness somo somoss y de cómo cómo hemo hemoss de actu actuar ar.. Tenemos que ser Cristo. Por tanto, debemos conocer íntimamente su carácter. Por fortuna, Él mismo nos ha dado —y más de una vez— la clave de su carácter. carácter. Las palabras y frases frases habrán variado, variado, pero el esquema que trazó siempre revela la misma estructura. Si hubiésemos de resumirlo 62
con concis cisamen amentte di dirríam íamos: os: «Hum «Humiildad dad expr expres esad adaa en obed bedienc ienciia» o «inalterable fidelidad a la voluntad de su Padre». Ese esquema fue dibujado por el propio Cristo. Recuerda el día en que se sentó a descansar junto al pozo de Jacob. Los discípulos habían ido a la ciudad a comprar comida. Cuando volvieron se sorprendieron, sorprendieron, primero de verle hablando con una samaritana, y luego de saber, después de marcharse la mujer, que no quería comer. Le preguntaron por qué. «Yo tengo una comida que vosotros no sabéis», contestó. Como no le comprendieran, lo aclaró explicando su misión: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra» (Jn., 4, 34). El alimento es vida. Si tú y yo queremos vivir como Cristo, debemos hacer la voluntad de Aquel de quien somos embajadores y completar la misión que nos ha encomendado. Esa adaptación a la Escritura es una ex plicación de la tarea que emprendimos al convertirnos en «hijos de la luz» por el Bautismo. En ese día nos comprometimos implícitamente a vivir como Cristo y a ser capaces de decir: «No hago nada de mi mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn., 8, 28-29). Por el Bautismo dijimos lo mismo que Cristo dijo —según San Pablo— al entrar en este mundo: «Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad, (Heb., 10, 7). Si nuestras vidas han de constituir los éxitos que Dios quiere que sean, debemos poder decir en nuestra última hora lo que Cristo dijo en la suya. Mientras estaba al borde de su Pasión y rezaba su plegaria sacerdotal, Pedro y los demás comensales del Cenáculo le oyeron decir a su Padre: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn., 17, 4). La tarea que nos compete está tan definidamente señalada para nosotros como lo estuvo la suya para Cristo. Es cumplir la voluntad del Padre. A Él se le encomendó la redención. A nosotros se nos encomienda la salvación. Hemos de continuar la Encarnación de Cristo. Tenemos que completar, en cuanto de nosotros dependa, la re-creación de Dios. Con demasiada frecuencia creemos que Cristo vino al mundo por nossot no otro ross lo loss hom ombbres. res. Des Desde lueg uego lo hi hizo zo y así así lo proc procllamam amamoos gall gallar arda dame ment ntee en nu nues estr troo Cred Credo, o, pero pero nu nunc ncaa debe debemo moss olvi olvida darr qu quee el primer móvil de la Encarnación fue la reparación. Vino a salvar y a santificar al hombre, es cierto; pero vino mucho más para glorificar a Dios. Se hizo Hombre por y para Dios, antes que por y para los hombres. Ya lo dijo en el pasaje arriba citado: «Yo te he glorificado sobre la tierra», dice, 63
dirigiéndose al Padre en su oración. Luego nos explica cómo lo hizo: «Llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn., 17, 4). En aque aquell llaa orac oració iónn sacr sacram amen enta tall qu quee mu much chos os ll llam aman an «la «la últi última ma volunt vol untad ad testam testament entari ariaa de Crist Cristo» o» encont encontram ramos os muchas muchas refer referenc encias ias a nosotros, los hombres del siglo XX, e incluso un esquema de la misión de nuestra vida en este presente y siempre pasajero ahora. Primero hizo una petición en favor nuestra al Padre, la cual, concedida, nos haría capaces de llevar a cabo esa misión que tenernos asignada desde la eternidad, aunque sólo se nos revele poco a poco en cada nuevo ahora. ahora. Después de rezar por los discípulos, alzó al cielo su rostro y dijo: «Yo les he dado la gloria que Tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn., 17, 20-23). Mírate a ti mismo y exclama: «¿Yo, uno con Dios?, Mira en torno tuyo a las compactas multitudes de tus semejantes y pregunta otra vez: «¿Esos... uno con Dios?» Un espejo para ti y una clara mirada sobre los demás, te permitirán enfocar tan bien el asunto que estarás dispuesto a decir que Cristo debió hablar en alegoría o que el Evangelista no transcribe bien sus palabras. ¡Pero no! ¡Es una revelación! Y la realidad más importante im portante y más profunda del mundo. Somos «uno con Dios», pues Cristo pidió que lo fuésemos. El Padre respondió por medio de los Sacramentos. Estamos, pues, ligados a Dios por su amor paternal. Este es el lazo más fuerte; este es el principio vital de aquella unión. El propio Cristo nos lo reveló en la misma plegaria al concluirla así: «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí, y éstos conocieron que Tú me has enviado, y Yo les di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos» (Jn., 17, 25-26). Estas últimas palabras arrojan luz sobre la alegoría utilizada por Cristo para iniciar aquel discurso final: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada» (Jn., 15, 5). Luego, hablando literalmente, dijo: «Como el Padre me amó, Yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardarais mis preceptos, permaneceréis en mí amor, como Yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor. Esto os lo digo para que Yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn., 15, 9-11). El pensamiento se hace cada vez más profundo y la realidad más clara cada vez, así como más definidas las directrices para conseguir el 64
éxito. La Divina Providencia es la voluntad de Dios; la voluntad de Dios es el amor de Dios; el amor de Dios es la vida de Dios; y nosotros vivimos nuestra vida en Cristo Jesús. Por eso, los trabajos que realizó Cristo son nuestros trabajos; el gozo con que Cristo ejecutó hace veinte siglos el eterno pian de Dios es ahora nuestro gozo. Continuamos la Encarnación cuyo propósito inicial fue glorificar a Dios. Lo hacemos al obedecer su voluntad de momento a momento, de ahora a ahora. Estaríamos implicados en un puro juego infantil mientras permaneciésemos en la tierra y nos moveríamos en un paraíso—o un infierno—de tontos, si no comprendiéramos que somos som os coadjutores de Dios para completar su Creación. Creación. Estamos en la tierra, como Cristo, para ayudar al Padre a «renovar todas las cosas». A fin de capacitarnos para esto, Dios nos ha dotado con una participación en su causalidad. No lo hace hace po porr ser ser im impo pote tent ntee en algú algúnn aspe aspect ctoo sino sino prec precis isam amen ente te po porr ser ser omnipotente y poder, por tanto, delegar su autoridad. Cada ser humano disf di sfru ruta ta de algu alguna na part partic icip ipac ació iónn en esa esa auto autori rida dadd de Di Dios os;; ha sido sido encargado de llevar a cabo alguna parte del eterno plan de Dios; ha recibido una porción de la Divina Providencia. En este sentido, el Dios Todopoderoso depende de cada uno de nosotros justamente ahora. Dios es Dios y el Universo entero descansa en el hueco de su mano. Pero para gobernar a ese Universo utiliza a los ángeles y a las manos de los hombres: ¡a tus manos y a las mías! Para el mayor acontecimiento de la Creación utilizó al arcángel Gabriel. No anunció por sí mismo la Encarnación. Prefirió confiar la ejecución de este punto cardinal de su designio para la Humanidad. Pero no era la primera vez que se veía a los ángeles cumpliendo órdenes divinas. Cuando el paraíso se cerró tras la expulsión de los primeros pecad pecadore ores, s, fuero fueronn coloca colocados dos ante ante sus sus puert puertas as querub querubine iness con espada espadass flamígeras. En la historia del pueblo elegido encontramos ángeles en casi todas sus páginas y con cada personaje. Hubo ángeles con Abraham, Isaac y Jacob; ángeles con Moisés y los que andaban por el desierto; ángeles en los tiempos de los jueces y de los reyes. No siempre venían a la tierra como auxiliadores o portadores de buenas nuevas, como sabría Lot cuando vio destruida a Sodoma y como descubrió Egipto cuando se despertó y encontró muertos a sus recién nacidos. También Dios utiliza hoy a los ángeles para que cooperen con Él en su re-creación. Tú tienes uno y yo otro. Pero de lo que se trata aquí es que tú y yo hemos sido creados para ayudar a Dios en ese mismo trabajo. Él, la primera causa, ha querido compartir su 65
causalidad con cada hijo de Adán y cada hija de Eva. La verdad resulta difícil, pues es la única que dignifica a los más insi insign gnif ific ican ante tess trab trabaj ajos os.. Nos Nos desp despie iert rtaa a la real realid idad ad y aguz aguzaa nu nues estr traa conciencia por el hecho de que para ser «naturales» tenemos que ser «sobrenaturales», «sobrenaturales», pues la economía en que vivimos es la economía de Dios y gracias a su pródiga paternidad, dicha economía es «sobrenatural». Todo lo cual significa que si queremos ser nosotros mismos, debemos ser como Cristo. Sólo hay una manera de vivir —lo mismo que hay una Verdad y una Vida—: Él, Cristo. Y ésta es la simplificación de lo que tantos modernos han complicado. Su hermosura radica en el hecho de que para alcanzar la madurez que cuenta con Dios, hemos de ser como niños. Fue Cristo quien nos enseñó esta verdad de una manera plástica. El oído no bastaba para captar verdad tan fundamental; el ojo debía tener también su ppap apel el.. «Llam Llaman ando do a Sí a un ni niño ño,, le pu pusso en medi dioo de ell ellos [los discípulos], y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt., 18, 3). Al hombre moderno no le gusta la idea de hacerse como un niño, sencillamente porque no sabe lo que Cristo quiere decir. San Pablo es quien alude al hombre del siglo XX al decir a los corintios: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como inútiles las cosas de niños» (I Cor., 13, 11-12). Pero notemos que San Pablo dice «las cosas de niños», mientras que Jesús decía «hacerse como niños». Un comentador de este pasaje evangélico ofrecía la explicación de que Cristo al decir a sus discípulos que se hicieran como niños, se señalaba a Sí mismo. Esta explicación es única entre los comentarios a la Escritura. Pero cuando contemplamos fijamente el carácter de Cristo como lo hemos hecho y lo comparamos con la descripción del niño dada en el capítulo anterior, vemo vemoss qu quee esta esta exég exéges esis is es la ún únic icaa adec adecua uada da.. Cris Cristo to tení teníaa aque aquell llaa «abs «absol olut utaa e indi indisc scut utib ible le conf confia ianz nza» a» en su Pa Padr dre; e; mani manife fest stab abaa plen plenaa dependencia de Él; pero, sobre todo, como los buenos hijos, era totalmente obediente a su Padre. ¡Siempre hacía la voluntad de su Padre! Una vez que el hombre moderno capte el sentido de las palabras de Cristo recomendando hacerse como los niños; una vez haya aprendido que Jesús no aconsejaba la insensatez sentimental, blanda, débil y pueril presentada a veces como madurez cristiana; una vez que sepa que no es la dulce y tierna indefensión del niño lo que Cristo desea, sino su sencillez, su sinceridad, su autenticidad, su aceptación de la realidad y su enérgico 66
adentrarse en ella sin calcular las ventajas que pueda reportarle, sentirá avidez por adquirirla. La infantilidad que Cristo quería para sus discípulos —los de hace dos mil años y los de ahora— es la ausencia de egoísmo, malicia y astucia. No es cosa fácil de conseguir; pero como dice Cristo, tenemos que «cambiar». Estamos demasiado maduros en muchos aspectos y sobre muchas cosas, mientras nos falta por completo la madurez en los que más nos importan. La infantilidad que hemos de cultivar procede de la fe y del hecho de ser Dios nuestro Padre. Una vez inculcada esta verdad en el tuétano de nuestros huesos, estaremos no sólo dispuestos sino impacientes de hacerlo, a aceptar todas las cosas tal y como vienen de las manos de nuestro Padre, cual cuales esqu quie iera ra qu quee sean sean su natu natura rale leza za y las las cons consec ecue uenc ncia iass qu quee pu pued edan an acarrearnos. Iremos de puntillas para tomarlas, pues sabemos que Dios es todo bondad, todo sabiduría, todo poder. El verdadero hijo de Dios ve la mano y el corazón de su Padre en todo cuanto de un modo u otro roza su vida vi da.. Y po porr ello ello está está siem siempr pree tran tranqu quil ilo, o, siem siempr pree conf confia iado do,, siem siempr pree impregnado de profunda alegría. Para llegar a esa actitud mental y a esta tendencia del alma, los hombres vulgares debemos vivir por la fe, lo cual requiere esfuerzos —grandes esfuerzos al principio— de la inteligencia, de la vol olun unta tadd y del cor corazón azón.. Pero ero un unaa vez vez reali alizad zado ese ese esf esfuer uerzo y conseguida esa actitud, tendrás la fe que «vence al mundos y habrás obtenido «la victoria» (I Jn., 5, 4). Para llegar a ser un niño en el sentido de Cristo, hay que llegar a la verdadera madurez cristiana y emplear toda la actividad para una sola cosa: la voluntad de Dios. Hay que encontrar lo que es la vida que nos rodea y sorprenderse sorprenderse de su simplicidad: «¡Hágase tu voluntad!» Seguramente has rezado esta oración que Cristo nos enseñó desde quee apre qu aprend ndis iste te a habl hablar ar.. ¿Qui ¿Quién én po podr dría ía cont contar ar las las vece vecess qu quee diji dijist ste: e: «Hágase tu voluntad»? Pero ¿te diste cuenta alguna vez de lo que esa frase lleva dentro? El pleno conocimiento de lo que significa te llevará a alcanzar el punto final de la verdad sobre la Divina Providencia. Significa que Dios cuida de ti cada segundo de tu existencia, que su cuidado es el de un Padre amoroso y que tan cierto como es que Dios se ocupa de nosotros en cada instante de nuestra existencia, nosotros debemos ocuparnos de Él en cada instante en que nos permite vivir en la tierra. Cuando pedimos que Su voluntad se haga «así en la tierra como en el cielo», damos a entender cierto temor de que esa voluntad —la voluntad de la Omnipotencia— pueda frustrarse. Esto es algo alarmante y aterrador. Pero es absolutamente cierto. Es revelación. 67
Al enseñarnos el Padrenuestro, el Unigénito del Padre nos reveló la debilidad —por decirlo así— del Todopoderoso, nos mostraba la casi dependencia del Infinito, ente independiente, y nos manifestaba cierta impo im pote tenci nciaa del del ún únic icoo Se Serr om omni nipo pote tent nte. e. No somo somoss no noso sotr tros os qu quie iene ness jugamos con las palabras. Esta verdad se nos manifestó por el único Verbo de Dios, Jesucristo. Él fue quien nos dijo que la santísima voluntad de Dios está confiada a las débiles, fluctuantes, pecadoras y egoístas voluntades de los hambres. Porque Dios nos hizo libres, podemos disfrutar todo su plan. Ya lo hicimos una vez. El Paraíso lo perdió para el hombre un hombre... «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…» ¿Qué impl im plor oram amos os al deci decirr esta estass pala palabr bras as?? Su vol volun unta tadd son son los los decr decret etos os y decisiones de su Providencia, todo cuanto Él previó y decidió que fuera. Por eso a la voluntad de Dios le convino tener lugar aquí, en la tierra, entre los hombres, como el que tiene entre los santos en el cielo. En el cielo su voluntad se cumple, pues todo lo que debe suceder, sucede. Pero aquí, en la tierra, los hombres son de tal condición mental y moral que debemos rezar a Dios continuamente, implorándole que haga cumplir su voluntad aquí aquí abaj abajo. o. Pe Pero ro lo sorp sorpre rend nden ente te de esta esta pl pleg egar aria ia es qu quee po pode demo moss obedecerle. Para que su voluntad se haga en la tierra, somos nosotros quienes hemos de hacerla y hacerla libremente. Al habernos concedido Dios la libertad, no puede quitárnosla. Desea que su voluntad se haga en la tierra por hombres que posean y utilicen la más absoluta libertad. «… como en el cielo.» ¿Has mirado fijamente alguna vez al cielo material que tienes encima, hasta ver cómo se hace en él la voluntad de Dios? El sol, la luna y las estrellas son criaturas de Dios. Desempeñan un papel en su Providencia. Contribuyen al cumplimiento de su plan eterno en cada nuevo ahora. ahora. ¡Cuán fieles son! Tan fieles son a la ley de Dios esas criaturas, que los seres humanos pueden conocer exactamente el ritmo de cada una de ellas. Esta plena obediencia a las especificas leyes de su ser, glorifica a Dios, cumple sus disposiciones, lleva a cabo su voluntad. ¡Qué lección para el hombre! «Hágase tu voluntad así en la tierra...» Sí, en la tierra tenemos también a mano algunos pedagogos tan capaces como el sol, la luna y las estrellas. Tenemos los montes y las llanuras, los ríos y los mares; tenemos la tierra, los vientos, las lluvias, las estaciones. De todos y cada uno podemos aprender el secreto del éxito en la lida. Todos obedecen a Dios. Los vientos y las olas del mar de Genesaret obedecieron al Hijo de Dios. 68
Los vientos y las olas de todos los mares de los dos hemisferios obedecen a Dios Padre. El ritmo de las mareas no sirve a los hombres, sirve a Dios. Lo que es cierto en la naturaleza inanimada es igualmente cierto en los reinos vegetal y animal. Planta una bellota y se convertirá en una encina. Siembra trigo en el otoño y tendrás materia prima para tu pan en el verano siguiente. ¿Qué sería de los hombres si esas criaturas de Dios no obedeciesen a Dios en lo que les incumbe, si H2O fuera agua un día y al siguient siguientee ácido carbónico; carbónico; si el rosal emitiera emitiera fragancia fragancia un año y hedor al siguiente; si una pareja de gatos malteses tuviera un año una camada de gatitos de piel lustrosa y otro una camada de escamosas cobras? La fidelidad a las leyes de Dios es vida para ellos y vida para nosotros. ¡Con cuánta verdad puede decirse que Dios depende de ellos para la ejecución de su plan y el cumplimiento de su Providencia! La Naturaleza es fiel. ¿Y lo sobrenatural? ¿Es que la libertad ha de suponer infidelidad? La naturaleza inanimada sigue las leyes naturales sin necesidad de coacción humana. Pero ¿qué pasa con esa ley natural para el hombre, que es la voluntad de Dios respecto a él? Cada reino sabemos que está regido por su ley. Sobre la ley se funda toda nuestra ciencia. La Química, la Física, la Biología, la Geología, la Astronomía y todas las demás disciplinas científicas existen y progresan precisamente por la estabilidad de las que llamamos leyes naturales. Pero Dios es el Dios de lo natural lo mismo que lo de lo sobrenatural. Así, esta ley natural es la ley de Dios. Al ser su ley, es su mente y su voluntad: es su amor. Esa ley está escrita en la esencia de todas las cosas desde el minúsculo gusano de luz hasta el sol resplandeciente, desde una partícula de polvo hasta un serafín flamígero. El hombre no puede ser una excepción. La ley de Dios está escrita en nuestro ser. Pero puesto que somos seres morales, se llama la ley moral. Sin embargo, también es ley de Dios, mente y voluntad de Dios, amor de Dios. Y lo mismo que la bellota alcanza la plena madurez de la encina, sólo con obedecer la ley de Dios y guiándose por el amor de Dios, el hombre podrá llegar a ser lo que es si cumple la ley moral, que es lo que la voluntad de Dios quiere de él. Sólo con ello encontrará la paz por la que suspira, pues ese cumplimiento es el secreto de una vida venturosa. La obediencia a esa ley nos concede la mayor libertar hasta llevarnos a nuestro único digno final: la Cristiandad. Podemos llamarla ley natural, pero mejor sería llamarla ley moral y mejor que nada reconocerla como la voluntad de Dios para nosotros —su amor para cada uno de nosotros en 69
par parti ticu cula lar— r—.. Só Sólo lo sigu siguie iend ndoo esa esa ley, ley, dese desemp mpeñ eñan ando do la part partee qu quee no noss corresponde en el eterno plan de Dios, podremos ser lo que somos, pues sólo somos verdaderamente humanos cuando somos parcialmente divinos. La economía en que vivimos es sobrenatural. Dios depende de nosotros para llevar a cabo sus designios. Colaboraremos con Él si somos como hi jos de la luz, y obedecemos nuestra ley. Sin nosotros, la Providencia de Dios se empantanaría. Dios depende de nosotros para la perfectibilidad de sus eternos planes. Pero para ello no nos pide ser inmutables como las estrellas, inmóviles como las montañas, regulares como las mareas, invariables como el sol. Dios sólo nos pide una cosa: ser lo que somos, seres morales. Tal es su voluntad para nosotros los hombres vulgares. Pero nosotros debemos ver un reto a nuestra moralidad, a nuestra humanidad, en el más profundo sentido de aquella palabra, en todo lo que tocamos. Podemos limitar la voluntad de Dios para nosotros los hombres a la ley moral e identificar ésta con el Decálogo que Moisés recibió en el Sinaí, si acertamos a comprender hasta dónde llega ese Decálogo. Sus ramificaciones son el fundamento de todo nuestro mundo humano: nuestras vida vi dass per person onal ales es y nu nues estr tras as vi vida dass dom omés ésttica icas, po pollítica ticass, cív ívic icaas, económicas, nacionales e internacionales están gobernadas por esa ley moral. La moral hace al hombre y cada aspecto de nuestra vida humana tiene conexiones de una u otra clase, derivadas de alguno de los diez Mand Mandam amie ient ntos os.. De esta esta mane manera ra escr escrib ibee Di Dios os su ley: ley: con con sign signif ific icad adoo universal y absoluta intemporalidad en su esencia, aun cuando pueda tener diferentes aplicaciones. Por ello, al hombre que nos pregunta dónde encontrará la voluntad de Dios en lo que le concierne, podemos responderle: «En todas partes.» Y a quien nos pregunte quién ha de revelarle la voluntad de Dios, le podemos decir: «Nadie.» Y al que inquiera en qué puede un hombre encontrar la voluntad de Dios, le diremos: «En todo.» Y si alguien llega a interrogarnos interrogarnos sobre cuándo nos hará Dios conocer su voluntad, le podemos dar esta respuesta rotunda: «¡Ahora precisamente!» Lo más penetrante de esta verdad no es sólo que podamos encontrar la voluntad de Dios en todo momento, en todas las cosas y en todos los sere seres, s, sino sino en qu quee no noso sotr tros os con con to todo doss nu nues estr tros os ries riesgo goss y terr terrib ible less limitaciones, somos parte de la Divina Providencia y debemos manifestar la voluntad de Dios a los demás con nuestras vidas. 70
Los hombres vulgares vivimos nuestras vidas rutinarias y al parecer carentes de sentido y esquivamos horrorizados el ver con nuestros propios ojos lo que tenemos que hacer. Nos despertamos hoy y empezamos a trabajar como lo hicimos ayer y anteayer. Mañana volveremos a hacer lo mismo. Nuestro trabajo, nunca cambia esencialmente. Siempre estamos en la misma máquina, la misma mesa o la misma silla; siempre manejamos los mismos instrumentos o herramientas. Después de una mañana de labor vamos a almorzar y volvemos a la tarea hasta que suenan las sirenas o las campanas que anuncian el final de la jornada. Volvemos a casa para cenar, leer el periódico, ver un programa de TV. y acostarnos, para mañana hacer exa exacta ctament ente lo mismo. ¿Dón ¿Dónde de está estánn en esta esta vi vida da la emoci oción ón,, la inspiración, la dignidad? Nunca las encontraremos si no somos capaces de mirar con fijeza la rutina familiar hasta que empiece a parecernos extraña, hasta que de ese monótono tamborileo surja de pronto el rostro de Dios. Tu trabajo y el mío son elementos para la Divina Providencia. Tu trabajo y el mío, las tareas que tú y yo hacemos ahora fueron previstas por Dios antes de que existiera el mundo y señaladas por Él para ser hoy nuestra misión. Por eso, mientras volvemos a lo que nos parece tan aburrido y monótono, debemos pensar en el hecho de que precisamente ahora, el eterno plan de Dios depende de lo que estamos haciendo. Esto, dará un significado eterno a cada uno de nuestros gestos y un sentido divino a cada fugaz momento. ¡Tú trabajo y el mío son la voluntad de Dios para su mundo, a través de nosotros! ¿No adviertes, entonces, que somos como las extremidades de sus dedos, a través de los cuales da un toque de perfección, tal vez un toque de belleza, a su mundo ahora? Tenemos que abrir nuestros ojos para ver la realidad. Tenemos que mirar mucho con ellos antes de poder reconocer a Dios. Miramos a un grupo de gentes apiladas en un «ghetto» y no vemos más que a unos desd desdic icha hado doss extr extrañ años os.. Cont Contem empl plam amos os a un enja enjamb mbre re hu huma mano no en un suburbio y sólo vemos la indigencia, la incompetencia y la suciedad. Observamos alguna entrada del «Metro» vomitando su lava humana, a alguna fábrica tragándose a sus sus operarios, operarios, y sólo vemos lo que realmente son cuando nos estremecemos ante la idea de que son seres eternos, hechos a imagen y semejanza de Dios. Ese estremecimiento nos demuestra lo poco que sabemos de Dios, del hombre, de nosotros mismos mismos y de la Divina Providencia. Si mirásemos atentamente hasta ver la realidad, reconoceríamos el esplendor y la magnificencia de nuestro hermosísimo Dios; le veríamos en su sabiduría, su poder y su bondad. 71
Comp Compre rend nder ería íamo moss qu quee esas esas gent gentes es cami camina nann sólo sólo po porq rque ue el Eter Eterno no e Inmutable camina en ellos. Si trabajan es porque la Omnipotencia depende de ello ellos. s. So Sonn exte extens nsio ione ness de la om omni nisc scie ient ntee mano mano qu quee «se «se exti extien ende de poderosa del uno al otro extremo, y lo gobierna todo con suavidad» (Sabiduría, 8, 1). ¡Qué fácil es ver la faz de Dios cuando se la busca! Está en las facciones de los príncipes y prelados de la Iglesia que gobiernan sus provincias, en las de los obispos que reinan sobre nuestras diócesis, de los sacerdotes que rigen nuestras parroquias. La santísima faz puede verse en los millares de maestros, religiosos o seglares, varones o hembras, que se esfuerzan en dar a los niños un conocimiento previo del cielo al hablarles del único Dios verdadero y de su Hijo y enviado Jesucristo. Mas no es sólo en ellos y otros como ellos en donde el rostro de Dios es fácilmente visible, pues también se adivina en cualquiera que ejerce la autoridad. Hay muchas maneras de mirar a nuestro Presidente y a su Gobierno, al Senado y a la Cámara, al gobernador de nuestro Estado, al alcalde de nuestra ciudad y a los hombres selectos. Pero la mejor de todas es aquella en que les reconocemos como colaboradores de Dios en la ejecución de su Providencia. Las palabras de Cristo a Pilato son palabras clave. Cuando dijo al gobernador romano que no tenía más poder sobre Él que el que hubiese recibido de arriba, Jesús no se refería a Roma tanto como a su Padre celestial. La frase de San Pablo «todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Romo, 13, 1), es bas basta tant ntee fami famili liar ar;; pero pero ¿deb ¿debem emos os apli aplica carl rlaa al po poli licí cíaa qu quee no noss mand mandaa detenernos? Si miramos las cosas como es debido, veremos incluso en el gesto más insignificante el rostro de Dios. Todos esos hombres colaboran con la Divinidad. Están ejecutando los designios de su Providencia. Dios depende de esos hombres para el complemento de su creación. Ellos le ayudan a completar su plan eterno. Y si lo hacen al cumplir con su deber, ¿debemos mirar nuestro trabajo de manera diferente? Pero no son sólo cuantos ejercen autoridad los que ayudan a Dios. También lo hacemos nosotros. El campesino que ara, siembra y cultiva la tierra colabora con Dios, formando un consorcio del que saldrá la cosecha. Lo mismo que él depende de Dios en cuanto al tiempo propicio, Dios depende de él en cuanto al inteligente y libre cuidado de la semilla y del suelo. La Providencia es una asociada suya. El minero que escarba en las entrañas de la tierra, sentirá el aliento de Dios en su garganta, pues está 72
haciendo en el tiempo lo que Dios decretó desde la eternidad que se hiciera. Y lo mismo sucede con todos los trabajadores. El obrero manual de una fábrica que no hace en todo el día otra cosa sino encajar piezas o apretar tuercas, participa en la Providencia de Dios lo mismo que el Papa o el Presidente de la Nación. Efectivamente —como todo en la tierra— está perfeccionando el mundo de Dios o contribuyendo a la perfección del plan de Dios. Si hace bien su tarea cumple la voluntad de Dios y contesta a su Propia petición en el Pater el Pater noster: «Hágase tu voluntad, así en la tierra...» El hambre debe comprender el hecho de que Dios está lo mismo en lo ordinario que en lo extraordinario. Nadie pone en duda la presencia de la Divina Providencia en el Diluvio o en la destrucción de Sodoma y Gomorra. Todos admiten que Dios previó y ordenó que Jerusalén fuera arrasada, que decretara la erupción del Vesubio y que al menos permitiera el terremoto que redujo a escombros la ciudad de San Francisco. No hay dificultad en aceptar la intervención de la Providencia en estos y en otros sucesos históricos. Entraría en sus designios que Cristóbal Colón partiese de España en busca de la India y encontrase un nuevo continente, que Marconi encontrara las maravillas que nos han proporcionado la telegrafía sin hilos, la radio y la televisión, que Einstein concibiera la fórmula que nos permitiría disgregar el átomo. Pero también debemos comprender que Dios prevé y ordena cosas tan corrientes como que tú estás ahora leyendo este libro. Cosas al parecer tan insignificantes como el cepillo del limpia botas, el botón del ascensorista, el cambio de velocidades del conductor, la lavadora del ama de casa, contribuyen a esa «renovación de todas las cosas» que es la última finalidad de la Providencia. San Pablo dice que «la Creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (Rom. 8, 22). ¿Has pensado alguna vez que gime y siente dolores por ti? Dice también San Pablo: «el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios» (Roan. 8, 19). Por tanto, puedes ver que no es sólo Dios quien depende de ti, sino toda la Creación. Lo dicho por San Pablo lo concreta más aún San Pedro: «Nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor» (II Pe. 3, 13). El primer Papa te dice que no eres el único en esperar, pero que debes permanecer en «la expectación de la llegada del día de Dios» (II Pe., 3, 12). Lo haces cumpliendo ahora la voluntad de Dios. Cumplido el plazo, los comentaristas nos dicen que si no nos hemos arrepentido en el sentido literal de la palabra, no hemos cambiado nuestras mentes y nuestros corazones, no nos «hemos hecho como niños». Así verás que cuánto más cristianos nos hagamos, más claramente 73
advertiremos qué cosa más incierta es esta preciosa Voluntad de nuestro Padre. Es la más poderosa que existe, pues es Dios; sin embargo, siempre está en peligro por haberse confiado a lo que muchas veces ha demostrado ser la cosa más frágil de la Creación: el libre albedrío del hombre. Por eso debemos rogar a Dios que vigile para que se cumpla Su voluntad, y pedirle la fuerza necesaria para permanecer fieles a ese consocio que es la Divina Prov Provid iden enci ciaa y hace hacerr siem siempr pree Su vo volu lunt ntad ad dent dentro ro de nu nues estr traa esfe esfera ra par parti ticu cula lar. r. Cuan Cuanto to más más prof profun unda dame ment ntee pene penetr trem emos os en nu nues estr traa perpersona sonali lida dad, d, más más po pode dero rosa sa será será la conv convic icci ción ón de qu quee la ún únic icaa pasi pasión ón absorbente de nuestra vida debe ser la voluntad de Dios, lo que hace más puro el concepto de que nuestro Padre que está en los cielos depende precisamente ahora de nosotros sus hijos, habitantes de la tierra. Dura Durant ntee mu much choo tiem tiempo po no noss hemo hemoss conf confor orma mado do con con la qu quee lo loss biólogos y los filósofos nos dieron como definición o descripción de la vida humana. Decían que es «la unión del cuerpo y el alma», pues veían claramente cómo, lo que llamamos muerte, sobreviene cuando el alma y el cuerpo se separan. Pero ésa es una definición truncada de la vida humana, como lo es la definición del origen de la especie humana, según la cual «la Creación es la producción de algo de la nada». Ambas definiciones omiten el elemento más esencial. La Creación es, en efecto, la producción de algo de la nada por la acción de Dios. Es falso afirmar que «el hombre viene de la nada». ¡Viene de Dios! La vida humana es la unión del cuerpo y el alma con Dios, pues sólo Él es Vida y única Fuente de todo lo que vive. ¡Vivir es participar en Dios! El rey David compuso un salmo contrastando al Dios vivo con los dioses sin vida: «Los simulacros de las gentes son oro y plata, obra de las manos los hombres. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven. Tienen orejas y no oyen, no hay aliento en su boca. Semejantes a ellos sean cuantos los hacen y cuantos en ellos confían» (Sal. 138, 15-18). No puede haber asociación con semejantes dioses; cualquier unión con ellos sería estéril. En cambio, la unión con el Dios vivo se revela inmortal. Cristo dijo que Él era la vida; que Él había venido a la tierra para quee no qu noso sotr tros os,, lo loss ho homb mbre res, s, pu pudi diér éram amos os tene tenerr vi vida da y la tu tuvi viés ésem emos os abundante» (Jn. 10, 10); que Él era el pan de vida: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá siempre» (Jn. 6, 51); que «todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn. 11, 26). Unidos como estamos al Dios vivo, somos seres eternos, y sólo seremos 74
verdaderamente nosotros mismos si vivimos y trabajamos para completar el eterno plan de Dios, dependiente del ahora de Sus hijos terrenales.
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CAPÍTULO VI HAZ BRILLAR TU LUZ AHORA, MIENTRAS ESTAS TRABAJANDO La partida resultó difícil. Se nos pidió creer que teníamos «todo el tiempo en el mundo». Pronto nos encontramos con que no podíamos negarlo, aunque nos sonara de una manera perturbadoramente peculiar. Vimos cómo el tiempo es un movimiento continuo procedente de Quien jamás se mueve. Esto supuso un esfuerzo de pensamiento, pero acabamos comprendiendo que no podíamos negarlo, ni siquiera dudarlo. Luego nos sobresaltó la verdad de que lo que llamamos «Divina Providencia» no es exclusivamente el cuidado del hombre por parte de Dios, sino también el cuidado de Dios por parte del hombre. ¡Aquello era más difícil aún de comprender! Pues el último esfuerzo fue todavía más grande. Debíamos comp compre rend nder er qu quee las las pl pleg egar aria iass qu quee elev elevam amos os a Di Dios os supl suplic icán ándo dole le el cumplimiento de Su voluntad deben ser contestadas por nosotros mismos, pue puess el cump cumpli limi mien ento to de esa esa vo volu lunt ntad ad di divi vina na depe depend ndee de no noso sotr tros os.. Tampoco podemos ponerlo en duda. No tendremos dificultad en aceptarlo si realmente creemos lo que tan a la ligera afirmarnos creer, ¡que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios! A pesar de todo, no lo creemos. Retrocedemos ante la idea de aceptar el tributo que el Dios omnipotente nos paga. No nos atrevemos a creer que nos haya concedido una parte en el gobierno del mundo. No podemos dar crédito a la idea de ser asociados de la Divina Providencia, y nos llenamos de asombro y confusión. Que ningún hombre vulgar rechace esa asociación. Si Creemos lo que aseguramos creer, debemos santificar al mundo en que vivimos. Pero ¿ocurre siempre así? Más bien que transformar nosotros al mundo, el mundo nos transforma. Somos como restos de un naufragio a la deriva. No nos decidimos a tomar una dirección definida. Metidos en la rapidísima corriente de nuestro tiempo, somos arrastrados por la multitud y nos encontramos de pronto pensando cosas que son todo menos cristianas, aceptando principios que no concuerdan con el Evangelio, incurriendo en prá práct ctic icas as cond conden enad adas as po porr lo loss Pa Papa pass mo mode dern rnos os,, rind rindie iend ndoo nu nues estr traa per perso sona nali lida dadd a la serv servid idum umbr bree de las las circ circun unst stan anci cias as econ económ ómic icas as,, considerando el trabajo como algo impuesto por un cruel destino y de lo que será prudente alejarse en cuanto podamos y de cualquier manera. 76
¡Con ¡Consi side dera ramo moss deni denigr gran ante te el trab trabaj ajoo y no noss atre atreve vemo moss a llam llamar arno noss seguidores de Quien era conocido por «el carpintero del lugar»! Cristo fue un trabajador, pues tal era la voluntad de Su Padre. Por la misma razón, debemos serio también los cristianos. Esto demuestra el privilegio que supone para el hombre el trabajo: es una condescendencia por parte de Dios para tomar al hombre como colaborador suyo. Esta verdad debe penetrar en nosotros hasta convertirse en parte integrante de quienes vivimos y nos movemos en un casi constante olvido de Dios y de Su constante presencia. Los hombres vulgares necesitamos una regla interna, un fuerte e inconmovible principio que nos sirva de brú brúju jula la,, sin sin el cual cual anda andare remo moss a cieg ciegas as y hast hastaa no noss perd perder erem emos os.. Si buscamos a Dios seriamente, no podemos dejar de encontrar esa norma y ese principio, que están en Aquel de Quien hablan las Escrituras. Santo Tomás de Aquino lo expresó en una frase que debemos recordar y actualizar: Totum principium vitae nostrae et operationis nostrae, est Christus (Comm. ad Philip, c. I). Lo que significa el primero, el último y el total principio de nuestras vidas y nuestros actos a Jesucristo. Jesucristo. En el más amplio sentido de la palabra, un cristiano es el que pertenece completamente a Cristo. Por eso, para todo el que se llame cris cristi tian ano, o, la vi vida da pu pued edee ser ser simp simpli lifi fica cada da,, di dign gnif ific icad ada, a, in inte tegr grad adaa y divinizada por una total sumisión a ese principie que es una Persona. ¡Gran ppru rueb ebaa de sabi sabidu durí ríaa esa esa sumi sumisi sión ón!, !, pu pues es los los ho homb mbre ress sin sin un unaa visi visión ón mueren. Pueden existir, pero no viven. Siendo Cristo nuestra visión, todo lo que es grande y bueno se enciende dentro de nosotros y ardemos llenos de fe en nuestra grandeza —esa sorprendente y superior grandeza que es un don de Dios— que es participar en Su Divina Providencia. Los trabajadores del mundo fueron llamados a contemplar más de una visión en el último medio siglo. La más común y cautivadora es la de una sociedad sin clases en un mundo que es uno. Pero esto no es una visión: es un espejismo. Sin embargo, millones de hombres la siguen como los caminantes enloquecidos por la sed en el desierto, encaminándose a su perdición. La visión que Dios da a los trabajadores del mundo no es la de un imposible futuro, ni la de un pasado ya superado, sino la que reúne el pasado, el presente y el futuro en el ahora. La visión que ros propone es la del Eterno Hijo de Dios, cuyas manos se endurecieron y encallecieron con el trabajo y que es todavía contemporáneo nuestro. Jesucristo, cumplidor siempre de la Voluntad de Dios, es nuestra visión. ¡Y desde luego, los hombres que no tienen esa visión mueren! 77
Esta verdad debe impregnar todo nuestro ser si es que realmente vivitos. Un pagano como Platón alcanzó esos profundos y oscuros fondos cuando comprendió que «el hombre sabio es el que imita, conoce y ama a Dios y descubre su felicidad en la participación en la vida de Dios». Esto no es sólo una perfecta descripción del buen cristiano, sino un perfecto resumen del propósito de este libro. También te muestra el valor de la visión que está siendo presentada ahora a los trabajadores del mundo. Jesucristo, el carpintero de Galilea, nos dio un conocimiento de Dios que lleva al amor, un amor de Dios que incita a la imitación, y una imitación que nos hace anhelar —y conseguir— cada vez más gracia, la cual es, como dice San Pedro, «la participación en la vida de Dios». No es sólo honradez, sino prudencia, este deseo que ahora sentimos de confesar que hemos sido más que miopes, totalmente ciegos. No hemos visto nuestro camino a través del mundo, sencillamente por no ver para qué debemos cumplir la voluntad de Dios y lo que significa el mundo en ese mismo plan divino. Pero ahora tenemos una visión. Él es la Luz del mundo. Puede curarnos esa ceguera y abrirnos los ojos a la realidad, al esplendor del mundo de Dios y a la magnificencia que supone el trabajo del del ho hom mbre en ese ese mun undo do.. Rep Repetim etimoos que no es sólo vi vissta lo qu quee necesitamos: necesitamos la visión de Cristo, que es el esplendor, de Cristo, cuyo rostro se enciende con la gloria de Dios. Sin duda alguna nos encontramos en uno de los mom omeentos culminantes de la Historia. Un mundo más amplio y una revolución de inso in sond ndab able le prof profun undi dida dadd está estánn en marc marcha ha.. A caus causaa de lo loss reci recien ente tess descub descubri rimie miento ntoss cientí científic ficos os,, económ económico icoss y pol políti íticos cos,, se han produc producido ido cambios que imponen una reforma de nuestra estructura social. Todo el Uni Univers versoo par parece ece haber aber ent entrado ado en ferm ermenta entacció ión. n. Pe Perro no hay hay que lamentarlo ni asustarse. ¿No hemos conocido grandes trastornos en casi todas las esferas de la actividad humana en las últimas décadas? ¿Y qué pasó? Incluso reconociendo que las perturbaciones fueron más universales y mucho mejor conocidas que las ocurridas en otros tiempos, no evitan el temor y la angustia. Los moralistas que sienten un gran pesimismo respecto al futuro suelen olvidar el pasado. Los males de nuestro tiempo no son intr intrín ínse seca came ment ntee dife difere rent ntes es de los los de époc épocas as ante anteri rior ores es.. Lo qu quee pasa pasa sencillamente es que los vemos, los oímos y los palpamos con nuestros sentidos. Desde que Adán escuchó a Eva, existen calamidades en el mundo. Y, a pesar de ellos, la Historia —la narración de Dios— prosigue, 78
ya que Él es Su Autor. Los acontecimientos de que el hombre es cronista son la prosecución de Su eterno plan. Así que debemos tranquilizarnos. ¡Todas las cosas están regidas por Él! Los filósofos predicen desastres. En los recientes sucesos revolucionarios ven una separación completa del pasado, una absoluta ruptura de relación con la tradicional cultura europea que consideran como una vuelta total a la barbarie. Pintan un cuadro de nuestra época como algo no sólo desilusionado con el pasado sino desesperado del futuro. Pera esos filósofos no filosofan: se limitan a lamentarse. Un verdadero filósofo busca siempre las últimas causas. El genuino filósofo de hoy encontrará que la última causa de nuestros trastornos universales es la causa primera del Universo. Por eso repetimos: ¡tranquilidad! Todo está bajo el control de Dios. Cuando hacemos retroceder las cosas hacia su fuente, siempre acabamos por ver los ojos de Dios, encontrar la mano de Dios que las sostiene con firmeza y llegamos a conocer la voluntad de Dios para nosotros ahora. Es evidente que cada época tuvo sus conmociones y que los hombres pad padec ecie iero ronn po porr ella ellas. s. Se Seis is sigl siglos os ante antess de Cris Cristo to,, Jere Jeremí mías as cant cantóó sus sus lamentaciones sobre los males de su tiempo, profetizando los mayores desa desast stre ress para para su civi civili liza zaci ción ón.. Si Sinn emba embarg rgo, o, a aque aquell llos os días días turb turbio ioss siguieron «la gloria que fue Grecia y la grandeza que fue Roma». Circo siglos después de Cristo, Salviano señaló los males de su tiempo y anunció tremendos infortunios para las siguientes generaciones. No obstante, tras aquellas tinieblas vino el alba de la Edad Media, cuyo periodo de apogeo fue «el mayor de los siglos: el XIII». Hoy no hay necesidad de lamentarse, pero sí de estar alerta a las oportunidades que Dios nos ofrezca en este periodo de Su Providencia. Cada gran renacimiento histórico surgió de una larga noche de luchas y cuajó después de difíciles ensayos. Ante nosotros se abre abrenn ho hoyy do doss idea ideale less abso absolu luta tame ment ntee irre irreco conc ncil ilia iabl bles es,, do doss camp campos os adversos entre los que no cabe el acuerdo. Pero nuestro consejo debe seguir siendo el mismo: ¡Tranquilidad, pues todo lo que pueda ocurrir está controlado! El verdadero problema y el verdadero conflicto están en esos dos campos y en esos dos ideales. Pero ello no es nada nuevo. Es tan viejo como lo sucedido en el cielo cuando Lucifer se negó a servir a Dios, como lo ocurrido en el Paraíso cuando Adán desobedeció a su Creador. Es tan viejo como la Creación. Por eso podemos estar tranquilos, pues ese conflicto forma parte de la Providencia de Dios. Cae dentro de Su voluntad permisiva. 79
Pero puesto que es sólo Su Voluntad permisiva la que lo consiente, no podemos permanecer inactivos frente a ello. Debemos estar tranquilos, es decir, no dejarnos llevar por miedos infundados, por tentaciones de pánico, por cualquier clase de insensata angustia. Pero al mismo tiempo debemos estar en alerta actividad y firmemente decididos a hacer la voluntad de Dios ahora, como se hace en el cielo. Precisamente ahora contemplamos las últimas convulsiones de un mundo agonizante. El capitalismo, tal como lo conocimos —el laissez faire — faire — se está muriendo, No hay que lamentarlo, pues se había apartado de sus Propósitos e ideales originales, que lo hacían aceptable, Perdiendo por completo su primitivo espíritu. La Historia nos dice que en sus comienzos el capitalismo estaba animado de un gran espíritu de conquista y estimulado por un alto espíritu de servicio. En aquellos días alardeaba de humanitarismo. Pero una vez establecido, aquel espíritu se desvaneció e incluso el de conquista se envició. Algunos capitalistas se hicieron unos terribles egoístas increíblemente increíblemente inhumanos. El código por el que se regían era cualquier cosa menos cristiano. Era avariento, codicioso, carente de toda mística, esencialmente materialista, sensual, centrado y concentrado en el dominio de los bienes terrenales. Nada heroico había en él, nada verdaderamente humanitario, pues le faltaban el elemento místico y el significado real. Gracias a Dios, ese capitalismo murió y está enterrado. Pero desde luego ni esa muerte ni ese entierro cambian el plan original de Dios respecto a la propiedad privada, la iniciativa particular y el trabajo personal. Esa muerte supuso una debilidad en la iniciativa individual y en el sentido de clase. Por eso hoy se puede hablar del capitalismo como de «capitalismo del pueblo». El colapso del viejo capitalismo coincidió con el colapso del estrato social sobre el que se basaba. Ahora asistimos al nacimiento de una nueva sociedad. También por ello debemos dar gracias a Dios, pues el cambio es señal de crecimiento y la actividad es prueba de vitalidad. El nacimiento de esa nueva sociedad es lo que nos da nuestra mayor oportunidad. Los «hijos de la luz» debemos hacer brillante este mundo. Los miembros de Cristo debemos tratar de llenar de sustancial espiritualidad a esta sociedad nueva. Ahora es para nosotros la ocasión de enseñar a los trabajadores miembros de esa sociedad lo cerca que están el tiempo y la eternidad, el trabajo y la adoración, la tarea y el amor de Dios. Esa es ahora Su voluntad para nosotros. Evidentemente, la voluntad de Dios es que nuestro siglo XX vea 80
surgir una nueva civilización. Nuestro siglo ha sido feroz. Sus primeras cinco décadas trajeron tal cantidad de horrores, que hacen palidecer al más valiente. Y en la actualidad, los raros gobiernos que tienen hombres sanos se preguntan si deben seguir adelante y estremecer los pilares del Universo con los bienes que Dios les ha permitido descubrir. Para el más superficial observador de la Historia, es indudable que las cinco pasadas décadas fuer fueron on un trem tremen endo do pera pera prog progre resi sivo vo apar aparta tami mien ento to de Di Dios os.. Se di dioo importancia a las cosas de este mundo, acentuando todo lo referente al hombre. A eso se le llamó humanismo equivocadamente, pues ya hemos visto que la única definición posible de lo humano debemos buscarla en Dios. Pero como el nombre subsiste, debemos calificarlo de inferior y mezquino humanismo, pues no sólo nada tiene que ver con Dios, sino tampoco con lo mejor de la Humanidad que es el pensamiento. Compara aqu aquella ellass po pottente entess obras bras de ver verdade daderro pens ensami amient ento hu hum mano qu quee encontramos en Dante o en Santo Tomás con cualquiera de las producidas en esas cinco décadas y comprenderás por qué hemos tildado de inferior y mezquino a ese humanismo. Pero también es un humanismo absolutamente inhumano, pues procede de la gradual disminución de la importancia de Dios a partir del grito de Nietzsche, «¡Dios ha muerto!», que no tardaría en convertirse en la afirmación de los militantes del ateísmo de que no hay Dios y que la religión es el opio del pueblo. Este mezquino humanismo progresó sin cesar hasta alcanzar su apogeo en los campos de concentración con sus hornos crematorios que Moloch hubiera envi envidi diad ado, o, en el exte exterm rmin inio io de raza razass y en la verd verdad ader eraa ju jung ngla la qu quee llamamos «política mundial». Pero incluso estos horrores y este ateísmo estaban bajo la Providencia de Dios. Su respeto a la libertad humana es infinito como Él. Por eso llega a consentir los peores extravíos al hombre. Permitió a los gobernantes y filósofos de los últimos cinco siglos seguir su camino, como ha permitido a los de nuestro siglo XX seguir los suyos. Pero ¿con qué resultado? ¿Se ha convencido la Humanidad de que «no hay Dio»? ¡Todo lo contrario! Con razón podemos preguntarnos si en toda la larga variada historia de la Humanidad hubo una época en la que los hombres buscaran a Dios con tanta seriedad como lo hacen ahora. La lección aprendida de los últimos siglos es que el humanismo no sólo es insatisfactorio: es un fracaso total. La perspectiva es tan mala, que los hombres están obligados a insistir cuidadosamente en su búsqueda. Los hombres de hoy buscan ávidamente a Dios, aun cuando no lo reconozcan. El hecho indiscutible es que la presente ruina del mundo es la mayor oportunidad de los cristianos. 81
El mismo Cristianismo ha sido depurado en el proceso Y ya ha nacido «una nueva cristiandad». Accidentalmente nueva, desde luego, pues en su esencia nada ha cambiado. Pero ¡qué patentes esas cosas accidentales! El movimiento litúrgico, el apostolado laico; el clero nativo, aquí, allí y en todas partes; el prestigio del Papado: la profundidad de los conocimientos sobre Dios y el hombre; el vivo interés por la más profunda espiritualidad. Pero lo más necesario de todo es quizá la cristianización del trabajo y de los trabajadores. ¿Me preguntas por qué? La respuesta puede ser: Porque tal es la voluntad de Dios precisamente ahora. Para el más perezoso observador debe ser evidente que la clase liberada por la muerte del laissez faire capi capita tali list staa ha de ser ser la qu quee ejer ejerza za un unaa mayo mayorr in infl flue uenc ncia ia sobr sobree la civi civili liza zaci ción ón naci nacien ente te.. Los Los trab trabaj ajad ador ores es del del mu mund ndoo son son el elem elemen ento to dinámico de esa nueva civilización y deben ser «bautizados, si se quiere que haya justicia, caridad, verdad, paz y felicidad en la tierra. La suerte del futuro próximo, que indudablemente determinará la suerte del mundo, depende de los trabajadores católicos y cristianos. Si «bautizan» su trabajo y su mundo, la Humanidad se salvará. Los únicos que pueden salvarla son ello ellos. s. Pu Pues es,, aunq aunque ue no lo sepa sepan, n, el mu mund ndoo de lo loss trab trabaj ajad ador ores es está está buscando el Evangelio de Jesucristo. Él, que es la Verdad, el Camino y la Vida Vi da,, prop propor orci cion onaa la ún únic icaa ideo ideolo logí gíaa capa capazz de ayud ayudar ar a reso resolv lver er los los problemas de la Humanidad y a simplificar todas sus incertidumbres. incertidumbres. Pero, además, Cristo sólo puede estar presente ahora a través de Sus miembros. Por eso, los obreros católicos y cristianos del mundo pueden decir que «ha sonado su hora». Los analistas nos dicen que los jóvenes, que son los verdaderos obreros del mundo hoy y mañana, no tienen tanto interés por el dinero como los de otros tiempos. Lo que desean san oportunidades creadoras y emplear sus energías en trabajos que puedan cambiar al mundo. Desean una vida intensa y están decididos a vivir intensamente. Por último, tienen un sentido de solidaridad como nunca se conoció antes. Si este análisis es exacto, se puede afirmar con razón que es «la hora» de los trabajadores católicos y cristianos del mundo. Pues ¿dónde y cuándo se hizo una petición más total que la que hace y renueva cada día Cristo? Sus discípulos deben estar dispuestos a dejarlo todo. ¿Dónde encontrará la juventud una solidaridad igual a la del Cuerpo Místico o a la de la Comunión de los Santos? ¿Dónde se exige mayor actividad o se requiere un absoluto empleo de todas las energías que en una campaña por Cristo para cambiar el mundo y convertirlo en el reino de Dios? 82
Pero ese «Bautismo» no puede ser de agua. Debe ser de «sangre». Necesita hombres de sangre roja y voluntad fuerte como el acero. La observación que sobre esta generación hace Edgar Guest es perfecta: «Prefiere ver un sermón que oírlo.» Los hombres de hoy están intensamente preocupados por los intereses terrenales y los principios de Cristo son, ante todo, espirituales. Sin embargo, esto no quiere decir que la presente generación no acepte tales principios. Sólo significa que nosotros, católicos y cristianos, debemos encarnarlos en nuestra carne y en nuestra sangr sangre. e. La Human Humanida idadd sólo sólo escuch escuchaa los mensaj mensajes es espir espiritu ituale aless cuando cuando quienes los transmiten los viven. ¿No fue Pascal quien dijo: «Creo a los testigos que se juegan la cabeza»? Lo cual, después de todo, es otra descripción de Cristo y del Cristianismo. Así, los trabajadores católicos y cristianos deben mostrar a sus compañeros una cristiandad absolutamente fiel a su inspiración original; completamente fiel a su inspiración original y totalmente intransigentes respecto a cualquier principio cristiano. Nuestros contemporáneos tienen razón al exigir sinceridad a cualquiera que les ofrezca una doctrina para vivir como es debido. Tenemos una verdad acerca del trabajo y las organizaciones laborales. Tenemos una verdad acerca de la justicia social y de la auténtica caridad. Tenemos una verdad acerca de Dios y del hombre, acerca de la voluntad de Dios. Ahora es ocasión de vivir esas verdades, sobre todo cuando estamos en el trabajo o entre los trabajadores. trabajadores. Este «Bautismo» empieza con nosotros mismos. Debemos llegar a la convicción vital de que Job tenía razón cuando decía que el hombre ha nacido para trabajar como el pájaro para volar. Por eso, la voluntad de Dios es que seamos trabajadores. El trabajo del hombre está de acuerdo con Su plan y Su providencia. Dios trabajó en la Creación. Su Único Hijo, al hacerse uno de nosotros, trabajó también. Luego el trabajo, lejos de degradar al hombre, le proporciona una dignidad casi divina, pues le capacita para compartir con Dios la tarea de completar el mundo. La Sabiduría Encarnada nos dijo que no podemos servir a dos amos. ¿Hemos de darle absoluto crédito? El pasaje en donde se nos dijo merece ser transcrito en su integridad: «Los hijos de este siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz. Y yo os digo: Con las riquezas injustas haceos amigos para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho. Si vosotros, pues, 83
no sois fieles en las riquezas injustas, ¿quién os confiará las riquezas verdaderas? Y si en lo ajeno no sois fieles, ¿quién os dará lo vuestro? Ningún criado puede servir a dos señores, porque, o aborrecerá al uno y amará al otro, o se allegara al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc., 16, 8-13). ¿No es demasiado cierto que muchos de nosotros servimos seis días a la semana al dinero y sólo damos a Dios el séptimo? Es un hecho que el Decálogo pide que santifiquemos el domingo. Pero con esa especificación, el Decálogo no nos autoriza a profanar los otros seis días de la semana. Hablando con la autoridad de Dios, la Iglesia preceptúa la asistencia a Misa los domingos. Pero no por ello nos libera de la obligación de adorar a Dios los restantes días de la semana. Lo mismo que nosotros no somos patriotas solamente en determinados días del año, sino que lo somos todos los días del año y todos los años; así también todos los días somos hijos de Dios, criaturas obligadas a adorarle y obedecerle cada segundo de nuestra existencia. Pero más de la mitad de nuestras horas de las dedicamos al trabajo. ¿Qué correlación hay entre tu trabajo y tu adoración de Dios? ¿Vas a tu centro de trabajo con la misma actitud mental y la misma orientación espiritual como cuando sales de tu casa hacia la iglesia los domingos? ¿O acaso has permitido el divorcio entre tu vida religiosa y tu vida económica, manteniéndolas separadas? ¡Muchos lo hacen! Más aún sin llegar a ese extremo, sin encontrar a Dios en su trabajo, malgastan más de la mitad de su vida sin una consciente comunión con el Único a través del cual pueden vivir. Dios no nos hizo a medias. No somos criaturas parciales. Debemos, pues, adorar a Dios con todo nuestro ser, durante cada hora de nuestra vida. Si no hay una relación directa entre la voluntad de Dios y nuestro trabajo, entre nuestras vidas de trabajo y nuestro Dios amante, ¿cómo podremos cumplir el primer mandamiento del Decálogo, ni siquiera el tercero? En la mente del hombre moderno reina tanta confusión respecto al trabajo, que el mejor plan para aclararla es volver a la idea original que Dios tenía en Su mente al hacer al hombre. Le hizo a su imagen y seme janza. Esto quiere decir que somos la imagen y semejanza del Creador que trabajó seis días y conoció el descanso del domingo. Dios explicó para nosotros el tercero de sus mandamientos cuando al dar el Decálogo a Moisés dijo: «Seis días trabajarás y harás tus obras. Pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios» (Ex., 29, 9-10). Luego, 84
como para remachar la idea de nuestra imagen y semejanza con El, el Señor añadió: «En seis días hizo Yavé los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yavé el día del sábado y lo santificó» (Ex., 20, 11). Fue, por tanto, Dios quien nos ordenó dedicar seis séptimas partes de nuestra semana al trabajo. Sin embargo, también es Él quien nos mandó adorarle con todo lo que somos y todo lo que tenemos. Así de sencilla debe ser la interrelación entre trabajo y adoración, pues ambas son voluntad del único Dios verdadero para cada una de sus criaturas humanas. Esta voluntad de Dios respecto al trabajo no está sólo en el Decálogo. El Génesis la expresa tan clara, si no tan explícitamente, como el Éxodo. Éxodo. Pues hasta antes de probar el fruto prohibido Adán fue un trabajador: «Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase» (Gén., 2, 15). Es decir, no fue el pecado lo que trajo el trabajo al mundo. Si Adán no hubiese gustado el fruto Prohi bido, también seriamos trabajadores, pues el trabajo es una participación en la labor de amor de Dios que es la Creación. El pecado supuso un cambio —no esencial— en el plan de Dios acerca del trabajo. Le aportó sudor, esfuerzo y fatiga. Pero no privó al trabajador del placer que Dios le deseaba de gozar del trabajo bien hecho, ni cambió el papel del hombre en la Creación. Incluso después de expulsado del Paraíso, Adán siguió siendo la corona de la Creación visible de Dios, todavía compartió con Dios el señorío del mundo y prosiguió su actividad como agente elegido de Dios para llevar adelante la Creación. Nosotros, hijos de Adán, heredamos ese señorío, para el cual nuestro título es el trabajo. Sólo si renunciamos a ese título, dejaremos de ser hombres como Dios quiere que seamos. La voluntad de Dios es —y ha sido siempre— que trabajemos. Una y otra vez, los Pontífices romanos han señalado la dignidad del trabajador y amonestado severamente severamente a quienes «ofenden a esa dignidad humana que el propio Dios trata con reverencia» (León XIII, encíclica Rerum encíclica Rerum Novarum). Novarum). Pero lo más importante aquí es la dignidad, la sublime y superior dignidad del trabajo en sí, que emparenta al hombre con Dios. Este es un punto desdeñado por el torpe pensamiento de nuestros hombres de mediados del siglo XX. A pesar de la lección que la Historia nos enseña, es decir, que cuando el trabajo manual es despreciado las civilizaciones se desmoronan, los hombre hombress de nuest nuestra ra vacil vacilant antee civil civiliza izació ciónn sigue siguenn despre despreciá ciándo ndolo. lo. Grecia lo hizo antes. Y Roma. Y luego la Edad Media en su final. Sin embargo, nosotros seguimos aspirando a llevar cuellos almidonados, envidiamos a los seudocaballeros ociosos y nos avergonzamos de nuestros 85
empleos «serviles». «serviles». ¡Y todo ello dos mil años después de que las manos de Cristo el Hijo de Dios encallecieron con el manejo del cepillo y la sierra; dos mil años después de que el Unigénito de Dios sudó en el banco de carpintero, fatigándose con el duro trabajo manual! ¿Qué clase de hombres somos? ¿Qué especie de cristianos? Aun conociendo la voluntad de Dios de que trabajemos; aun teniendo el ejemplo de Cristo al mostrarse como un trabajador humilde, dócil y alegre, no pensamos como debemos en el juicio eterno de Dios y aplazamos nuestra adoración hasta el domingo, relegando a Dios al templo. ¡Y luego nos asombra que nuestra época sea tensa, angustiada y llena de temor emores es!! El trabaj abajoo fue esta estabbleci leciddo esp especi ecialm alment ntee po porr Di Dioos para ara tran tranqu quil iliz izar ar,, esta estabi bili liza zarr y prop propor orci cion onar ar madu madure rezz al ho homb mbre re.. Di Dios os lo concibió como un medio para que expresáramos nuestra integridad interior y ejerciésemos nuestro señorío sobre la creación inanimada. Sin darse cuenta, el comunismo ateo ya ha hecho algún maravilloso trabajo en favor de Dios. Y aún puede hacer mucho más. La presión de su propaganda y su facilidad para acuñar frases rotundas han sido tales que nos han puesto en guardia sobre las falsedades que encierran, enseñándonos mucho para nuestra propaganda. Durante varias décadas ni siquiera se podía censurar al liberalismo político o económico. Hoy no ocurre lo mismo. Las frases de «libertad natural», «igualdad de derechos», «libre «lib re competenc competencia», ia», «ini «iniciati ciativa va indi individu vidual», al», «áspero «áspero indi individu vidualism alismo», o», etc., se han encontrado con muchas peticiones de aclaración y explicación. Ahora sabemos que el llamado liberalismo conduce al egoísmo y a la codi codici cia. a. Lo qu quee ante antess se acep acepta taba ba como como simp simple le «ind «indiv ivid idua uali lism smo» o» se reconoce ahora como franca avaricia, a la que San Pablo, por inspiración divina, calificaba de «raíz de todos los males». Sabemos muy bien que bajo el título de «libre competencia» o «libre empresa» se ocultan la escl esclav avit itud ud econ económ ómic icaa y la mu muer erte te de la empr empres esaa indi indivi vidu dual al.. Po Porr eso eso buscamos sólidos principios y pedimos entrar en contacto con la honrada realidad y la real honradez. Todo ello está resuelto por cuantos han encontrado a Dios y saben cuál es su voluntad respecto al trabajo. Pero la realización de esa honradez y la presentación de esa realidad están empezando ahora gracias a Marx, a Engels, a Lenin e incluso a Stalin... ¡Pero no! Sólo podemos agradecérselo a Dios que utilizó a esos hombres y a sus doctrinas tenebrosas tenebrosas para abrir nuestros ojos a la luz, a la Luz del mundo, a ese único Hijo que fue un trabajador en Galilea. También hemos de agradecerle esta oportunidad única que nos brinda para el «restablecimiento del mundo de los trabajadores en Jesucristo». Pero la 86
gratitud, como el amor, se demuestra más con hechos que con palabras. Debemos «encender nuestra. Luz ante los hombres»... Pero ¿poseemos acaso la Luz? ¡Esta es una de las preguntas más graves que cualquier hombre vulgar tiene que contestar honradamente! Tú has visto las lámparas eléctricas fundidas. En apariencia están intactas. Pero no pueden alumbrar porque el filamento interior está roto. ¿Cómo pod podre remo moss no noso sotr tros os alum alumbr brar ar el mu mund ndoo de los los trab trabaj ajad ador ores es si nu nues estr troo filamento interior no está vivo? ¿Cómo puede reavivarse ese filamento, a menos que haya impedido su muerte el único verdaderamente Inmortal? ¿Y cómo podrá mantenerse esa inmortalidad sin un constante contacto con Cristo? Repitamos la pregunta: ¿Es que acaso poseemos la Luz? No podremos llevar a cabo una tarea de cristiandad en el mundo de los traba rabajjado adores si no som omos os verda erdadderos eros cri cristi stiano anos; no pod odrremo emos ser verdaderos cristianos si no arde la Luz del mundo dentro de nosotros; pero la Luz del mundo no puede arder dentro de nosotros si Él no lo permite. A menudo los dones divinos han causado pesadumbres a Dios, como puedes verlo en el primer libro de la Biblia, en donde se lee que «se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, doliéndose grandemente en su corazón. Y dijo; Voy a exterminar al hombre que hice de sobre la haz de la tierra...» (Gén., 6 6-7). Puedes ver lo mismo en el primer libro del Nuevo Testamento, en el que dice Jesús: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, a la manera que la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no quisiste!» (Mt., 23, 27). Dios sufre porque los hombres no aceptan Sus dones o, aceptándolos, los utilizan mal. Ahora es la ocasión para nosotros de convencernos de que el Bautismo nos proporcionó un filamento que no puede fundirse, pero que no arderá si no dejamos que la corriente que es Cristo fluya por él. En otras palabras: puesto que la vida es acción, la vida cristiana debe ser la acción de Cristo en nosotros y a través de nosotros. Cristo no podrá brillar en nuestro mundo a menos que le permitamos arder dentro de nosotros. Podemos ser como «lámparas fundidas» incluso después del Bautismo, pues muchos de los dones de Dios sólo están en potencia hasta que son obligados a actuar; son filamentos que deben ser encendidos. El hombre es quien girará el conmutador para permitir el paso de la corriente. La gracia no trabaja automáticamente, necesita la cooperación del hombre. Debemos vivir nuestra religión y no contentarnos con proclamar con los labios que la profesamos. Debemos irradiar a Cristo, lo cual será imposible si no brillamos con Él, si nuestras convicciones no son ardientes convicciones. 87
¿Cómo ves a tu patrón? Esto es un verdadero «test» sobre si posees o no la Luz dentro de ti. Si tu actitud es la de un servidor, estás a oscuras. Si sólo sientes respeto por él, no eres la luz realmente. Si no tienes más que ira o envidia, desde luego tu corazón y tu alma están realmente en tinieblas. Tu patrón puede ser un malvado. Puede estar tan falto de principios como el Politburó, ser un pájaro de cuenta o un notorio pecador. Sin embargo, si su autoridad es legítima, no sólo debes respetarle sino reverenciarle. No por lo que es, sino por lo que tiene: «porque es ministro de Dios para el bien» (Rom., 13, 4). Si tiene autoridad, la ha recibido de Dios. San Pablo fue contundente en su inspirada frase: «No hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Rom., 13, 1). Si la verdad arde dentro de ti, tu actitud hacia todos los que ejercen autoridad debe ser la misma de Cristo ante Pilato, ante Caifás, ante sus verdugos. Reverente, pero no servil. ¿Tenemos la Luz? Si en ver verdad dad creem reemos os lo qu quee tan a la lig iger eraa afir firmamo amos cree creerr, sabremos que cada detalle en el círculo en donde ahora trabajamos no sólo fue fue prev previs isto to,, sino sino qu quer erid idoo po porr el Todo Todopo pode dero roso so.. Las Las gent gentes es a cuya cuyass órdenes trabajamos, las que trabajan a nuestro lado o bajo nuestras órdenes, han sido elegidas, incluso seleccionadas por Dios como colaboradores nues nu estr tros os,, prec precis isam amen ente te ahor ahora. a. Esto Esto no qu quie iere re deci decirr qu quee haya hayamo moss de permanecer en el mismo grupo o seguir en la misma posición que en este momento durante toda nuestra vida, pero sí que podemos adorar a Dios, irradiar a Cristo y avanzar hacia una plena madurez viéndolos como una parte del eterno plan de Dios y manifestando nuestra gratitud hacia ellos por su obediencia a nuestro Padre. La palabra «caridad» es muy parecida a la palabra «libertad». La caridad no es cortesía encubierta. No es suavidad, urbanidad, buenas modales o buena educación. Tiene una profundidad interior de que todo eso carece. La caridad procede de Dios y se calienta con el calor de Dios. Esto pueden percibirlo quienes poseen la Luz. Y podrán percibirlo también todos los trabajadores si los inflamamos con las convicciones de nuestra fe acerca del trabajo y de nuestros colaboradores, pero no en otras circunstancias. No podemos dar lo que no tenemos. ¿Tenemos la Luz? Alexis Carrel ha afirmado que la causa fundamental de nuestra decadencia es la pérdida del «sentido de santidad». Al decirlo, el profundo pensador no hablaba de cualquier vaga religiosidad, de cualquier clase de Pant Pa nteí eísm smoo cósm cósmic ico, o, y, desd desdee lu lueg ego, o, tamp tampoc ocoo de cual cualqu quie ierr tipo tipo de compromiso entre poesía y ciencia. Hablaba precisamente de lo que hemos estado pensando juntos, pues el «sentido de santidad» falta siempre a los 88
no enterados de la presencia de Dios. No del dios de los eruditos o de los filósofos, sino del único Dios vivo, el Dios del pueblo, el Dios que gobierna todo y cuya voluntad es patente en cada acontecimiento de la Historia, en cada suceso del tiempo. Este «sentido de santidad» procede de la Luz interna. Si la tenemos, acudiremos al trabajo —cualquiera que sea la naturaleza de ese trabajo— con la misma actitud de alma y firmeza de voluntad con las que vamos a la iglesia. Pues lo mismo que es voluntad de Dios que trabajemos toda la semana, lo es que le adoremos el domingo. Obedecer agradecidos y alegres a esa voluntad es vivir cristianamente. Es el más alto tributo que podemos hacer a Dios, pues supone usar la más alta de nuestras facultades —la voluntad— como Él quiere que hagamos. Y supone, además, verdadera adoración. O le adoramos mientras trabajamos, o no trabajamos como es debido.
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Capítulo VII COMPRENDE, PRECISAMENTE AHORA, QUE TU MISIÓN TE LA DA DADO DIOS Rodolfo Allers resumía bien nuestra situación al decir: «En el fondo sólo hay un ideal —'hacer en la vida el trabajo que nos corresponde'— que comprende a la vez autosatisfacción y servicio; de la misma manera sólo hay realmente una virtud —la humilde y voluntaria conformidad con la voluntad de Dios — y un pecado —la desconfianza en la voluntad de Dios...» ( Psychology Psychology of character . Nueva York. Sheed and Ward, 1943). Ningún teólogo podrá poner objeciones a esta afirmación. Ningún filósofo podrá ponerla en duda. Ningún psicólogo dejará de aplaudirla. Pero advierte qué sencilla hace la vida y la formación de la verdadera personalidad, pues esto era precisamente lo que se proponía conseguir a la vez. Terminaba diciendo que «la vida católica, basada en los principios cató católi lico cos, s, pu pued edee reco reconc ncil ilia iarr las las antí antíte tesi siss de nu nues estr troo ser ser y logr lograr ar un unaa solu soluci ción ón para para la tens tensió iónn en qu quee vivi vivimo mos» s».. En nu nues estr troo leng lengua uaje je,, esto esto significa paz y felicidad. Thomas Verner Moore, otro psicólogo y psiquiatra, viene a decir lo mismo con ligeras diferencias: «Para las personas religiosas Dios es la Suprema Inteligencia en un Universo de seres inteligentes. Y como Suprema Inteligencia en ese Universo de seres inteligentes, Dios dirige todos los pensamientos y actos hacia un fin concebido por Él digno de Sus poderes tras trasce cend nden ente tes. s..... Así Así po pode demo moss deci decirr qu quee la Su Supr prem emaa Inte Inteli lige genc ncia ia ejerce su omnipotente poder para llevar a cabo y terminar completamente lo que sólo ella puede concebir, pero con la participación de los seres inteligentes.» Esta Esta fras frasee resu resume me bien bien cuan cuanto to no noso sotr tros os hemo hemoss dich dichoo acer acerca ca de nuestra participación en la providencia. Luego sigue hablando del trabajo: «Quien realmente ha hecho una filosofía religiosa de la vida de la gran fuerza viva de su actividad mental puede contemplar su humilde porción con paciencia y satisfacción. Comprende que para vivir y realizar algo digno no necesita alcanzar una posición de gran 90
import imp ortanci anciaa po polí líttica, ica, ni llega legarr a ser un ho hom mbre de for fortu tuna na e influencia, ni siquiera ver bendecidos con buena salud y libertad sus esfuerzos y penalidades. Sólo necesita someter su mente a la guía de la Suprema Inteligencia y dedicar día tras día sus energías a cumplir de la mejor manera posible los deberes que cada día se le imponen» ( Personal Personal and mental higiene, Nueva York, Gune and Stratton, 1945, p. 81). Nos Nosot otro ross no abar abarca camo moss to todo do el dí día. a. Hemo Hemoss redu reduci cido do nu nues estr traa preocupación al único tiempo de que disponemos, el único tiempo que hay, el único tiempo que habrá: el ahora. ahora. Moore nos demuestra que el hombre corriente que tiene una real filosofía de la vida —¡sólo hay una: Cristo! —puede —puede soportar «con «con paci pacien ente te abne abnega gaci ción ón las las mo mole lest stia ias, s, los los disg disgus usto toss y la monotonía que uno debe sufrir hasta el fin para que el trabajo de una vida pueda terminarse y contribuir desinteresadamente al bienesta estarr de la Hum umaani nida dadd y a ese ord orden ete eterno qu quee la Sup upre rem ma Inteligencia está estableciendo en un mundo de seres Inteligentes». Inteligentes». El vocabulario es distinto del nuestro, pero las verdades son las mismas: somos colaboradores de la providencia. ¡Cualquier hombre que cumple su deber —por humilde que sea— contribuye algo a la ejecución del sapientísimo plan de Dios de «restaurar todas las cosas en Cristo»! «Hay mucha más poesía e idealismo en las vidas de la gente vulgar y corriente —dice Don Moore— de lo que el pesimismo de algunos puede imaginar... Los escasos privilegiados de nuestros días piensan algunas veces que sólo ellos pueden saborear las cosas buenas de la vida; pero en las oficinas y las fábricas, en las casuchas del suburbio y en las chabolas, millares de personas conocen y apr apreci ecian algu alguna nass ver verdad dades qu quee las llam lamadas das clas clases es alt altas no comprenden... Y así sucede con la vida cotidiana del hombre honrado. En ella está el ideal. Él no lo advierte, pero cuando haya vivido fielmente su vida hasta el final, habrá escrito un poema, habrá realizado una obra de valor religioso y habrá contribuido al orden divino que Dios extrae del caos de dolores y miserias, extravíos y dudas, trabajos y esfuerzos humanos que parecen —pero sólo parecen— destinados al fracaso. Únicamente la religión puede capacitar a millare ares de trabajadores para comprender el significado de las monótonas faenas 91
de sus vi vida dass, resi esistir tir pena penallidad dades que de otra tra maner aneraa serían rían irre irresi sist stib ible less y sopo soport rtar ar carg cargas as qu quee de otro otro mo modo do resu result ltar aría íann insoportables.» El ún únic icoo pu punt ntoo en qu quee di disc scre repa pamo moss del del emin eminen ente te psic psicól ólog ogoo y psiquiatra es en el de que nosotros no encontramos monótona ninguna faena de la vida. Encontramos trabajo, mucho trabajo. Pero decimos con San Agustín: «Donde hay amor no hay labor. O si hay labor, es amor.» En otras palabras, nosotros amamos la voluntad de nuestro Padre. Puesto que su voluntad es que trabajemos, amemos el trabajo; o, mejor dicho, tra bajamos para Él, porque le amamos. Tal concepto de la realidad y en especial de la realidad del trabajo, no nos evita el sudor y la fatiga cuando trabajamos. Pero ella nos coloca en la actitud mental de Cristo cuando se sentó cansado junto al pozo de Jacob y rechazó el alimento que sus discípulos le trajeron, diciendo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra.» La voluntad de Dios es comida, bebida, vida y descanso para quien la acata. Es la voluntad de Dios la que enseña a nuestras vidas a llenarse hasta desbordar de significado; la que nos enseña a ser una persona importante; la que nos enseña a desempeñar una profesión en la tierra que abando abandonar naremo emoss sólo sólo despué despuéss de su cumpli cumplimi mient ento, o, que tendrá tendrá eterna eternass repercusiones. Leer esto parecerá una insensatez a los materialistas de nuestro tiempo. Pero ¿qué puede ser más insensato que el materialismo o los materialistas? El párrafo parecerá insensato a los realistas de la hora actual que insisten en ver las cosas en crudo y en llamarlas por lo que son. Pero esos realistas nunca entran en contacto real con la realidad. Ven solamente la superficie, y en este caso más que en ninguno «las apariencias engañan» ¡Ya hemos visto que debajo de la terrible superficie de las cosas y de las personas está Cristo! El párrafo permanece. Y lo mismo cada una de sus afirmaciones. Pues si cada ser humano que respira en este presente ahora no tiene una profesión especial que desempeñar para Dios, y, por tanto, carece de verdadera importancia para la Divinidad, aunque tenga que contribuir a la ejec ejecuc ució iónn del del pl plan an traz trazad adoo en la eter eterni nida dad, d, la Infi Infini nita ta Sa Sabi bidu durí ríaa ha cometido una tontería y la Infalible Omnisciencia se ha equivocado. Pues si Dios es Dios, está alentando en todo cuanto ahora alienta, y la Teología nos dice que Dios nunca hace algo inútilmente. También la Filosofía dice que nadie actúa sin un propósito. Si Dios es Dios, ese propósito será en 92
último término Él mismo. De aquí que cada ser humano viviente tiene, y está ejerciendo ahora, una verdadera profesión procedente de Dios y para Dios. Por otra parte, no hay un ser humano despreciable. Finalmente, ¿quién puede esquivar la conclusión de que no son seres inútiles ni siquiera los viejos caducos, los niños tarados e incluso los recién nacidos monstruosos? ¡Puesto que Dios es Dios, toda Su Creación es buena y cada criatura humana suya tiene una misión propia que cumplir! Esto no es ni rebajar ni exaltar el yo humano, sino demostrar que lo único que realmente importa en este .mundo y en esta época es la voluntad de Dios. Necesitamos ser sacudidos por la verdad, pues nos movernos entre gentes dispuestas a adorar los misterios latentes en el átomo, aunque se niegan a inclinarse ante el Creador del átomo. Esas gentes exigirán «toda la verdad y alto nivel de vida», pero lo que el mundo necesita es vivir a la altura de las verdades con que nos hemos enfrentado. El aire es más puro cuanto más arriba y mejor no sólo para nuestro cuerpo físico, sino también para nuestras almas inmortales. R. L. Sharpe ha escrito en un poema titulado «Un saco de herramientas»: herramientas»: ¿No es extraño que los príncipes y los reyes los payasos que cabriolean en pistas polvorientas, polvorientas, o las gentes vulgares como tú y como yo sean constructores de la Eternidad? (3). Ese barrendero del «Metro»; ese mutilado que pordiosea a la entrada del «Metro»; ese ciego que baja a tientas las escaleras del «Metro»; ese niña mongoloide que mira tristemente a los transeúntes a quienes su angustiada madre tira de los brazos implorándoles una limosna; ese náufrago de la vida que sube las solapas de su raída chaqueta para intentar protegerse del viento glacial; ese vagabundo que enciende en la esquina una colilla, ¿están construyendo ahora la eternidad? ¡Sí! Y más todavía: ¡están desempeñando una profesión que les fue dada por Dios! ¿Cómo compaginar ese concepto de la realidad con lo que el jefe de rela relaci cion ones es pú públ blic icas as de Dun Dun y Brad Bradst stre reet et escr escrib ibió ió?? A. M. Su Sull lliv ivan an,, 3
Best Loved Poems of the American People (editado por HAZEL FELLLEMAN).
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hablando a los hombres de tres dimensiones, comentaba así una escena contemporánea: «Una horda innominada se mueve por la vida con un estúpido egoí egoísm smo, o, con con un unaa vi visi sión ón medi medioc ocre re de las las cosa cosas, s, con con la conc concie ienc ncia ia ppar aral aliz izad adaa po porr el mate materi rial alis ismo mo,, con con su leal lealta tadd vaci vacila lant ntee fren frente te a lo evidente. Esta caravana humana no se compone sólo de zafios patanes. En ella forman también hombres y mujeres educados, de cierta posición social, diestros en sus asuntos y excelentes profesionales, que tienen un yo un yo ciego y obsesionado por la avaricia. Critican y censuran, buscan «enchufes», ventajas y provechos a expensas de los demás. Faltos de las tres dime dimens nsio ione ness de comp compre rens nsió ión, n, gene genero rosi sida dadd y comp compas asió ión, n, no pu pued eden en sostenerse sobre sus pies, sino que necesitan apoyarse en las virtudes ajenas y alimentarse de ellas. Hacen bulto en la Humanidad, impulsan la corr corrie ient ntee hu huma mana na haci haciaa el dest destin ino, o, dan dan algu alguna na fuer fuerza za a las las pala palanc ncas as económicas del mundo con el producto y el consumo de los bienes y contribuyen a crear el bienestar físico. Pero poco o nada contribuyen a los recursos espirituales del momento en que viven y no transmiten a la po poster teridad dad un solo teso esoro dign gnoo de agr agradeci decim miento ento»» (The three hree dimensional man, Nueva York, Kenedy, 1959). Este hombre, que sabía lo que decía, no dice toda la verdad sobre esas gentes que solamente existen. Pues incluso esas gentes tienen un lugar en ese esquema de las cosas llamado Divina Providencia. Y únicamente Dios, verdadero Director de relaciones públicas, es quien conoce ese lugar y puede ver si lo ocupan o no a su satisfacció ción. Incluso si cada componente de esa «horda» fuera un «zafio« o un «patán» según el concepto de ese hombre, seguiría siendo verdad que es un ser inmortal, creado a imagen y semejanza de Dios, lo bastante precioso para que un Dios hecho hombre, hubiese nacido y muerto por él. ¡Por tanto, él o ella merecen no sólo respeto sino reverencia! Hay hombres inteligentes como éste, necesitados de un hombre como San Pablo que les haga revisar sus pensamientos sobre los demás seres. San Pablo lo hizo con los romanos, los corintios, los efesios. ¿Necesitamos preguntarnos qué hacemos nosotros en este sentido? «Por la gracia que me ha sido dada, os encargo a cada uno de vosotros no sentir por encima de lo que conviene sentir, sino sentir modestamente, cada uno según Dios le repartió la medida de la fe», decía San Pablo a los cristianos que vivían en el «ghetto» de Roma. Monseñor Ronald Knox dice que casi seguramente estas palabras fueron escritas desde Corinto. Los corintios habían sido 94
bendecidos por Dios con muchas y diferentes gracias espirituales. Pero la naturaleza, humana, aun después de haber sido elevada por la gracia, sigue sien siendo do lo qu quee es y se entr entreg egaa a riva rivali lida dade des, s, envi envidi dias as,, comp compet eten enci cias as desleales, comparaciones odiosas y desunión. Por eso San Pablo obraba con prudencia al prevenir a los romanos contra las preocupaciones con sus consejos espirituales. Lo importante era la fe. Y el mayor don, la incorporación en Cristo. San Pablo recordaba que «a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un sólo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Así, todas tenemos dones diferentes, según la gracia que nos fue dada; ya sea la profecía, según la medida de la fe; ya sea ministerio para servir; el que enseña en la enseñanza; el que exhorta, para exhortar; el que da, con senc encill illez; ez; qui uien en pres resid ide, e, pres presiida con con solic licitud itud;; qu quiien prac practtica la misericordia, hágalo con alegría» (Rom., 12, 3-8). Ronald Knox señala lo más más conv conven enie ient ntee para para no noso sotr tros os cuan cuando do come coment nta: a: «Deb «Debem emos os reco record rdar ar especialmente esta Epístola cuando intentemos trazar una línea demasiado precisa entre lo natural y lo sobrenatural... Esa Epístola nos consuela cuando sentimos —como a tantos nos ocurre en estos tiempos— que no somos otra cosa que engranajes en una máquina. ¡Cosa excelente — exclama Monseñor Konox—, pues también los engranajes trabajan para Dios!» Si alguna generación puede darse cuenta de que somos engranajes, es nues nu estr traa gene genera raci ción ón.. ¿P ¿Pue uede de func funcio iona narr sin sin ello elloss un unaa máqu máquin ina? a? ¡Qué ¡Qué estupendo es ser engranaje en la máquina de Dios y haber sido colocados por Él en el sitio en donde somos necesarios y poder contribuir en algo al eficaz funcionamiento de esa máquina! Esta es una verdad que debemos incrustar en nosotros. Es una verdad viva más aún que una verdad por la cual vivimos, pues ha llegado la época en que la técnica no sólo ha eliminado del trabajo una gran cantidad de esfuerzo y de sudor, sino también una gran parte de la destreza, del ingenio y casi casi de la individualidad humana. Este proceso nivelador se advierte tanto como en el campo del trabajo, en los de otras actividades humanas. La máquina, parte de la Providencia de Dios —y generosa Providencia por cierto— se ha hecho frankensteiniana. frankensteiniana. Planeada por Dios para el desarrollo del hombre, es utilizada por los hombres para destruir el individualismo del ser humano. Los ingenios mecánicos reducen las horas de penosa faena, pero esa reducción no ha producido todavía lo que Dios pretendía de ellos: una escalera hasta las estrellas para el antiguo trabajador. Quizá 95
sea menos esclavo que antes, pero no por ello es más hombre, pues su importancia como individuo ha disminuido. Sin duda, ésta es una de las causas de la niebla mental en la que muchos hombres modernos se mueven. Exteriormente no se dan cuenta. Están hechos para sentir esto por la naturaleza de su empleo. Sin embargo, interiormente interiormente están conscientes conscientes en algún algún sentido, confuso confuso o vago, vago, de que son una parte superior de la Creación. Casi por instinto, el hombre sabe que tiene una identidad y sospecha en su fuero interno que forma parte integrante de algún sublime misterio sobrehumano, y está fascinado por el sentido personal de esa sospecha que le da una gran importancia en el conjunto universal de las cosas. Esta es la tensión del hombre moderno. Este es también su sentido de frustración. La técnica hace de él poco más que un jornalero. La Teología, en cambio, le dice que es un hijo de Dios. La solución estriba en comprender que hasta el jornalero más modesto es importante para Dios; que la persona más insignificante está llena de auténtica grandeza; que los individuos considerados sin importancia por los hombres tienen a los ojos infalibles de Dios un valor intrínseco infinitamente superior a cualquier valoración humana. Ningún ser humano puede darse por contento pensando que sus días «se desmoronan y se desvanecen como el humo». ¡Hecho a imagen y semejanza del Creador, el hombre desea crear! El hombre debe lograrlo o se mueve en un mundo de tinieblas, a pesar de que el sol brille esplendoroso fuera de él. Si los psicólogos quieren encontrar la «causa primaria» que hizo de esta generación la «generación irritada», que lean el libro libro del Génesis Génesis y se enteren enteren del destino destino que Dios establec estableció ió para cada ser humano. «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo diciéndoles: Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gén., 1, 27-28). Tal es la voluntad de Dios para el hombre y la mujer. Dios nunca cambia. Tal es la voluntad de Dios para el hombre y la mujer de hoy, para ti y para mí. Tenemos una misión dada por Dios. Una misión con tres facetas. Estamos hechos a imagen de Dios. Esta es la primera faceta, de la que no podemos librarnos. Cada instante del día y de la noche estamos obligados a ser el fiel espejo de nuestro Hacedor. Se han escrito muchos libros de cómo hemos de hacerlo. Y todavía se escribirán muchos más para explicárnoslo. Sin embargo, puede resumirse en una sola palabra: la que 96
emplea e1 evangelista San Juan para describir y definir a Dios: «Dios es amor», amor», dice. Por tanto, si los hombres han de ser lo que Dios les hizo, deben amar. ¿A quién y qué debemos amar? La respuesta es triple también, como nuestra misión divina. Debemos amar a Dios, a nosotros mismos y al prójimo. Pero ¿quién ha oído hablar de alguien que ame a otro y tenga una voluntad distinta de la del ser amado? Si amamos a Dios hemos de procurar que nuestra ambición, nuestro trabajo y la dedicación de nuestra vida respondan plenamente a su voluntad. La segunda faceta de nuestra misión es «henchir la tierra», crear una posteridad para Dios. Esto supone para la mayor parte de las personas, el matrimonio. Para una minoría significa algo más difícil y les impone la tarea de crear una progenie espiritual para alabar a Dios. La tercera faceta de nuestra misión es hacernos señores de la tierra, del mar y del aire, dominando al mundo. Tal es el plan de Dios, y siendo lo que es la utilización de la máquina por el hombre, no debe sorprendernos si los «señores del mundo» se ven lamen amenttabl ablemen ementte reduc educiido doss a «m «maano noss», «nú núm meros ros, o «cer «ceros os a la izquierda». Un «creador» debe sentirse como un águila enjaulada cuando se sitúa día tras día ante una máquina impasible, sin más inspiración que las palancas y ruedas que tiene delante. Si el águila bate sus alas contra los barrotes de su jaula y grazna desesperada por no poder remontar el vuelo hacia el sol, no debemos extrañarnos de que el resentimiento resentimiento del trabajador mecanizado se convierta en justa indignación y acabe hirviendo de cólera. El Génesis explica esta angustia mucho mejor que los psicólogos y los psiquiatras; enseña mucho más que los sociólogos a los gobernantes, a los dirigentes sindicales y a los empresarios. La voluntad de Dios es que cada hombre, en su esfera, sea un señor del Universo. Nadie Puede oponerse impunemente —incluso en el tiempo— a esta voluntad. Pero lo que los hombres vulgares necesitamos conocer es la voluntad de Dios respecto a nuestras vidas individuales. Sabernos que hemos sido llamados a ser por nuestro Creador, que por Él seguimos siendo y que con el resto de nuestros semejantes podemos ser el espejo de Dios, asistirle en su Providencia y dominar el mundo. Era es nuestra misión genérica, compartida con todos los demás. Pero aun en el cumplimiento de esa misión colectiva hay una individualidad que ninguno de nosotros puede atreverse a frustrar sin arruinar su vida. Hemos sido enviados por Dios a este mundo para cumplir una misión específica. Nuestro deber y nuestro placer deben ser desempeñar a la perfección el papel que nos asignó el destino. 97
Debemos darnos cuenta de que hemos sido enviados por Daos lo mismo que envió a Gabriel a Nazaret, a Juan el Bautista primero al desierto y luego al Jordán y a su Unigénito a Galilea. Nuestra misión es tan real corno aquellas tres y —¡asombro de los asombros!— asombros!— está íntimamente conectada, como cada una de ellas, con la Encarnación de Dios y la redención de la Humanidad. Esa es la voluntad de Dios respecto a nosotros los hombres vulgares. Esa es nuestra misión: ser Cristo. Cristo. Y de esa misión nuestra debemos decir lo que Cristo dijo de la suya: «No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn., 12, 47). Es evidente que no nos consideramos salvadores del mundo desde nues nu estr traa mo mode dest staa po posi sici ción ón qu quee cual cualqu quie iera ra dese desemp mpeñ eñar aría ía o nu nues estr troo insignificante trabajo que cualquiera podría hacer. Nosotros, los hombres vulgares solemos preguntarnos cómo es la vida de los demás, ya que todo en la nu nues estr traa diar diaria ia no noss pare parece ce insi insign gnif ific ican ante te.. Si Sinn emba embarg rgo, o, hay hay un unaa Escritura Sagrada en la que se dice que somos salvadores de la Humanidad. Si erróneamente pensamos otra cosa es porque nunca hemos mirado con los ojos bien abiertos a Jesucristo, nuestro Salvador. Era tan vulgar que no sólo sus paisanos de la pequeña ciudad de Nazaret, sino sus parientes carnales —los llamados en las Escrituras sus «hermanos»— le miraban como a nosotros nos miran nuestros contemporáneos. No harían demasiado caso de Él. Cuando empezó a predicar su doctrina, se encogían de hombros y preguntaban: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? ¿Sus hermanas no están todas entre nosotros? ¿De dónde, pues, le viene todo esto?» (Mt., 13, 55-56). En otras palabras, el Hijo de Dios era considerado como un don nadie y un ignorante. ignorante. No es frecuente frecuente enfocar bien a Cristo. Cristo. Mirémosle como hombre. Recordemos dónde y de quién nació. En un pesebre y de una joven aldeana casada con un carpintero de pueblo. Recordemos en dónde creció. En Nazaret, una humilde ciudad de una provincia despreciada. Recordemos su nacionalidad y su raza. Pertenecía a un pueblo despreciado también. Era el más pobre de los pobres. Y así nació, así vivió, así murió. Tuvo que utilizar un establo para venir al mundo. Su lecho de muerte fue la cruz de los criminales. Tuvo que ser enterrado en una sepultura prestada. Recordemos con qué oficio se ganaba la vida. Durante dieciocho años trabajó como aprendiz de carpintería. A la muerte del carpintero, heredó su taller y su trabajo. No era una gran posición precisamente, 98
¿verdad? Cuando empezó a enseñar y a predicar su doctrina, ¿cuántos la entendieron y aceptaron? Realizó milagros como el de devolver la vida a los los mu muer erto tos. s. Si Sinn emba embarg rgo, o, incl inclus usoo este este irre irrecu cusa sabl blee test testim imon onio io le fue fue recusado. Fue calificado de emisario de Belcebú. Se dijo que estaba endemoniado. Su propio pueblo le llamó samaritano. Pues, a pesar de todo, aquel hombre que vivió tan vulgarmente, que fue tan insignificante insignificante durante treinta años, que conoció la oposición, la frustración y por último el completo fracaso, es el hombre que salvó al mundo. ¿Cómo? Haciendo lo mismo que a nosotros, los hombres vulgares, se nos pide hacer ahora. ahora. ¡Cumpliendo la voluntad de Dios! Necesitamos leer los Evangelios con imaginación despierta y ojos capaces de ver la realidad que tienen delante. de lante. Cristo, el hombre que salvó a la Humanidad, era vulgar para los ojos y la consideración de sus contem poráneos. Veinte siglos de fe con su abundancia de pintura. escultura y arquitectura; veinte siglos de fe con sus genios intelectuales entre Padres, Doctores y escritores eclesiásticos; veinte siglos de fe con sus magníficos Concilios de la Iglesia, colorean tanto nuestro retrato de Jesucristo, el Hijo del carpintero de aldea, el Niño de María de Nazaret, que casi dejamos de verle como era. Romano Guardini nos pide suponer que el día de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén «un militar romano de alta graduación hubiera caracoleado en su caballo al frente de sus tropas, una parte del gran ejército que llevó el poder de Rama a través del mundo. ¿Qué habría pensado aquel hombre al ver a un hombre pobremente vestido, cabalgando sobre un po polli llino no,, con con un unaa manta anta com como sill illa y rodead deadoo de un unaa heter eterog ogéénea nea muchedumbre?» Guardini reconoce que la idea es lamentable, pero insiste en que «así es como fue». Con lo cual vemos que la llamada entrada triunfal fue ridícula, según la apreciación del mundo. Nuestro Cristo no era grande conforme a los modelos con que estamos demasiado familiarizados. Salvó al mundo haciendo la voluntad del Padre, lo cual es la única verdadera grandeza para cualquier hombre. Esta es la grandeza a la que los hombres vulgares hemos sido llamados. Nuestra misión es la misma de Cristo: debemos salvar a la Humanidad haciendo lo que Él hizo. Nadie puede dudar de que Jesucristo complacía a Dios Padre al alabar a su Divinidad y al salvar a la Humanidad en cada momento de su existencia terrenal. El Vi Vier ernnes Sant anto y el Dom omiing ngoo de Resu Resurrrecci ección ón fuero ueronn lo loss mome mo ment ntos os culm culmin inan ante tess de esa esa exis existe tenc ncia ia,, pero pero no la to tota tali lida dadd de la 99
Redención. Tu salvación y la mía no empezaron cuando Pilato condenó a Cristo a morir en la cruz, sino cuando el Dios trino mandó a Gabriel visitar en Nazaret a María. El Calvario y el sepulcro vacío son nada más los últimos renglones de aquella vida y muerte de las que brotó la vida eterna par paraa cuan cuanttos creen reen en la vo vollun unta tadd del Pa Padr dree y la obede bedece cen. n. Para ara puntualizar esto, diremos que Dios Padre estuvo tan complacido con su divino Hijo cuando dio sus primeros pasos de Niño y supo su primera caída humana, como lo estaría cuando le vio dar sus primeros pasos hacia el Gólg Gólgot otaa y sup upoo su pri primera era caí caída baj bajo la cruz cruz;; sint ntiió la misma satisfacción cuando Jesús adolescente ayudaba a su padre adoptivo en el taller artesano o a su madre alrededor de la casa, como cuando, atado a la columna, era azotado y coronado de espinas; veía la reparación de los pecados de la Humanidad lo mismo cuando sudaba en el banco de car carpi pint nter eroo de Nazar azaret et que cuan cuando do sudab daba sangr angree en el hu hueerto rto de Getsemaní. La vida de trabajo de Cristo era la reparación de la gloria del Padre y la redención de los hombres. Esta vida de trabajo, esta reparación y esta redención, lo mismo se produjeron en la huida a Egipto que en la calle de la Amargura. Para resumir todo ello en una palabra, diremos que la obediencia fue la que salvó al mundo, y sólo ella. Nadie más que ella puede salvarle ahora. ahora. Una vez que el hombre vulgar se hace cargo de lo que le sucedió en el Bautismo, el temor y la desesperanza suscitados por la idea de ser un salvador, se desvanecen. Todos sabemos que Jesucristo sólo redimió al mundo. Todos sabemos que solo Él podía dar la adecuada satisfacción al Creador a quien los hombres tanto habían ofendido con sus pecados. Pero lo que no parecemos apreciar es el hecho de haber sido designados por Dios para la maravillosa misión de continuar y, dentro de nuestra esfera, completar la tarea de Cristo. Y esa es la voluntad de Dios para cada uno de nosotros. Esa es nuestra verdadera misión. Te preg pregun unta tará ráss angu angust stia iado do:: «¿Có «¿Cómo mo pu pued edoo cont contin inua uarr la ob obra ra de Cristo? ¿Cómo voy a poder salvar a la Humanidad, cuando a veces pienso que ni yo mismo podré salvarme, cuando la salvación de mi alma me parece algo superior a mis fuerzas...?» Para contestarte, debo pedirte que recuerdes tu Bautismo. Lo que sería absolutamente imposible para ti como ser humano, es bastante fácil para ti como ser humano bautizado, El Bautismo es una vuelta a nacer. Con el Bautismo naciste otra vez. Pero esta vez «naciste de Dios» como dicen los sacerdotes al final de cada Misa. Cuando naciste la primera vez 100
de padres humanos, saliste del seno materno con una naturaleza humana. Esa naturaleza es el principio de todos tus actos y operaciones humanas. Pero en tu segundo nacimiento saliste «del seno de las aguas y del Espíritu Santo». Literalmente «naciste de Dios». Te convertiste en una criatura nuev nu eva. a. Pu Pues esto to qu quee «h «hab abía íass naci nacido do de Di Dios os»» salí salías as do dota tado do con con un unaa participación en la naturaleza de Dios. Tu segundo nacimiento te hizo alguien casi infinitamente más poderoso y precioso que el que eras por el primero, pues tu naturaleza humana había sido elevada a regiones situadas muy por encima de lo meramente humano. Esta re-creación tuya era algo más maravilloso que lo que sucedió antes cuando Dios dijo Fiat a Fiat a la nada y dio existencia al Universo. Si el Dios trino, al final de cada día de la Creación podía contemplar su Obra y advertir que «era buena» e incluso «muy buena», ¿qué debemos decir al final de cada día de re-creación, cuando los hombres son bautizados en el nombre de la misma Trinidad? Las palabras son insuficientes; lo único adecuado es la adoración. Cada hombre vulgar, seleccionado así por Dios, debe comprender que en ese nuevo nacimiento ha recibido una nueva naturaleza que hace de él una nueva criatura. Hemos recibido una participación en la naturaleza de Dios, de lo cual se deduce que podemos hacer «obra de Dios». Agere sequitur esse. esse. Puedes cumplir tu misión de Cristo, porque has sido hecho Cristo. Esto es lo que el verbo cristianar —o bautizar— significa. Tú puedes salvar al mundo. Tú puedes hacer la voluntad del Padre ahora. ahora. Este hecho merece alguna aclaración más. ¿Cuál es la diferencia física entre un hombre muerto y uno vivo? El hombre muerto tiene los mism mi smos os órga órgano noss qu quee el ho homb mbre re vi vivo vo,, pero pero su cora corazó zónn no late late,, sus sus pul pulmo mone ness no resp respir iran an,, su sang sangre re no circ circul ula. a. Care Carece ce del del prin princi cipi pioo de actividad vital. Ese cuerpo no tiene alma. No está dotado de vida humana. Así tú, sin la gracia, estabas tan muerto como ese cadáver humano, en cuanto a la vital actividad divina se refiere. Tu espíritu carecía de «alma» el principio vital, la fuente de donde pueden brotar la divina actividad y la vida divina, que recibirías con el Bautismo. Una vez bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espirito Santo, alentarás con la auténtica vida de Dios. Esta es una verdad revelada. San Pedro, el primer Papa, nos dice que nos hacemos «participes de la divina naturaleza» (II Pe., 1, 4). San Pedro quiere decir exactamente lo que dice. O sea no que nos convirtamos en Dios sino que nos convertimos en Sus hijos adoptivos, Sus colaboradores, Sus herederos. Lo que Jesucristo era por naturaleza, lo seremos nosotros por la gracia. Por eso nuestra misión es la misión de Cristo y es posible su cumplimiento en Cristo, con Cristo y a través de 101
Cristo. Tenemos cuanto necesitamos en naturaleza y en gracia. Todo lo que se requiere, pues, para el triunfo, es nuestra obediencia, nuestro hacer la voluntad del Padre. Los Padres de la Iglesia griega eran realistas y llamaban a las cosas por sus nombres. Por eso leemos muy a menudo las palabras «deificados» y «divinizados» cuando estudiamos con atención sus escritos sobre el Bautismo y los bautizados. El hecho es que hemos sido hechos más que humanos. Nuestras almas han recibido algo sobre lo humano, algo sobre lo natural. Gracias a esta elevación somos capaces de hacer la voluntad de Dios como lo hizo su Unigénito, y con los mismos resultados: la gloria para Dios y la salvación para los hombres. Pio XII en su encíclica Mystici Corporis remacha la idea de la misión de Cristo y la misión de los hombres en esta frase: «Cuando quiso redimir a la Humanidad, el Verbo de Dios hizo uso de nuestra naturaleza; para que la tarea empezada pueda proseguir, hace uso de su Iglesia...», es decir, de los cristianos. Después de tomar cuerpo físico para conseguir la redención, tomó un Cuerpo Místico para lograr la salvación. Lo que hizo en y a través del Cuerpo que tomó en el seno de María, quiere proseguirlo en y a través de los miembros del Cuerpo que ha tomado en el seno de la Humanidad. Desea obedecer. Desea hacer la voluntad de su Padre. Pero no puede hacer en su Cuerpo Místico lo que hizo en su Cuerpo físico si nosotros no colaboramos con Él. No puede obedecer si nosotros no obedecemos. No puede hacer la voluntad de su Padre, a menos que nosotros la hagamos también. Ante estos hechos puedes comprender por qué dijo Pio XII: «Nada más glorioso, nada más noble, nada más ennoblecedor se puede imaginar que pertenecer a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, puesto que en esa Iglesia nos convertimos en miembros de un Cuerpo...» Hay Hay un unaa vo volu lunt ntad ad de Di Dios os para para cada cada ho homb mbre re.. Quie Quiere re qu quee no noss convirtamos en miembros del Cuerpo Místico de su Hijo y que en él, «cada hombre realice un trabajo de colaboración con Cristo en la dispensa de las gracias de la redención». Dios quiere que cada uno de nosotros tenga una parte en la salvación de Humanidad. Por esto podemos decir con absoluta verdad teológica que Dios nos necesita. necesita. «No porque sea débil o indigente —como señalaba Pío XII—, sino más bien porque lo ha querido así. Al llevar a cabo la obra de la Redención, deseaba contar con la ayuda de sus miembros... ¡Profundo misterio éste!...» Pero ¿qué podía ser más estimulante y confortador que saber que Dios te necesita para completar la 102
misión de Cristo en la tierra? Pero esta vez debes saber que tu misión cristiana no exige milagros por tu parte. Tú no tienes que curar leprosos, multiplicar panes o peces, transfor transformar mar agua en vino, caminar caminar sobre las aguas, aguas, calmar calmar a los vientos vientos o las olas, ni resucitar a los muertos. Tu misión no te pide hablar como ningún hombre lo hizo antes que tú. Ni que seas flagelado, coronado de espinas y condenado a morir en una cruz. Ninguna de esas cosas, en sí mismas o en la vida de Cristo, habrían salvado al mundo ni habrían sido en su momento la voluntad del Padre para su Hijo. Una vez más insistimos en que fue la obediencia, y sólo la obediencia, la que reparara la ofensa del Paraíso. Lo que redimió a la Humanidad entonces, salvará ahora a los hombres. ¡Cristo espera que tú emplees tu voluntad para «hacer siempre las cosas que agradan» al Padre! Y esas esas cosa cosass son son exac exacta tame ment ntee las las mi mism smas as qu quee Él hi hizo zo cuan cuando do apareció en el mundo como un hombre vulgar. Esto es, precisamente, lo que el Padre esperaba de Él. Nada más que lo que le agradase. Nada más requiere para salvar a una raza. No olvides ni un momento que Dios desea «restaurar todas las cosas en Cristo». Por esto sigue el tiempo. Por esto se hace la Historia. Y tú tienes una misión que cumplir en el tiempo que corre. Esa misión será tu historia personal. Esta misión puede ser difícil tal y como los humanos entienden las cosas, pero nada habrá más sencillo si fijas tu atención en lo único que debe importarte: la voluntad de Dios para ti ahora. ahora. Puedes aprender lo sencillísimo que es, en el ejemplo de la mujer más grande que ha vivido sobre la tierra. María de Nazaret nunca hizo algo grande a los ojos de sus contemporáneos. Sin embargo, jamás hubo ni habrá una misión comparable a la suya, salvo, naturalmente, la de su Hijo. María es la Madre del Cuerpo Místico, y su miembro más ejemplar. Lo que cantó de sí misma en el Magnificat puede cantarlo con igual razón cualquier cristiano porque, «Dios ha mirado nuestra humildad» y podemos exclamar con toda razón: «Ha hecho en mí maravillas» (Lc., 1, 49). Pero ¿acaso hemos hecho por Dios algo parecido a lo que hizo María? Esta es la pregunta de las preguntas. Veamos lo que hizo. Dijo Fiat: Dijo Fiat: «¡Hágase en mí según tu palabra!» (Le., 1, 38). Ese Fiat es la palabra mágica! Con ella empezó Dios la Creación. Con ella empezó también la re-creación. Si estudias esa palabra y todo lo que significa, actúa conforme a lo que diga y el triunfo de tu misión estará asegurado. Habrás complacido a Dios como le complacieron María y su Hijo. Habrás llevado a cabo, en lo que de ti 103
depende, lo mismo que ellos llevaron a cabo con su Fíat . Recuerda que Cristo utilizó también esta palabra en otro momento crucial de la historia humana: cuando Él, el Dios-Hombre se retorcía en la agonía del huerto de Getsemaní. Pero para que no caigas en el error común de que esto está por encima de ti y de tus fuerzas humanas, piensa en María unos momentos y verás lo que hizo para ser la Corredentora del mundo. Comprenderás que tu misión estriba en una sola palabra. Una vez más hemos de hacer un gran esfuerzo para ser realistas y ver las cosas como eran, no como dos mil años de amor las hacen parecer. Apenas podemos pensar en nuestra Madre sin temor. La vemos «vestida de sol». Todo cuanto la rodea es esplendoroso. Pero ¿cómo la vieron las gent gentes es de Naza Nazare ret? t? Conc Conced edam amos os ahor ahoraa qu quee to todo do en to torn rnoo suyo suyo está está impregnado de misterio; que vive y alienta en estrecho contacto con Dios; que cada una de sus acciones está llena de majestad y maravilla. Sin embargo, cuando la estudiamos objetivamente, hasta el segundo misterio gozoso del Rosario de Nuestra Señora, nos muestra que la voluntad de Dios estaba envuelta en la vulgar. Pues ¿qué doncella con sensibilidad normal no hubiera corrido para ayudar a una prima vieja de la que se dice va a tener un hijo? Ahora sabemos que aquella visitación contenía dentro de sí misterio tras misterio: Isabel reconoció a María como Madre de Dios; su hijo, Juan Bautista, todavía no nacido, reconoció al Dios Encarnado que acababa de ser concebido; Zacarías, curado de su mudez, y todos ellos prorrumpiendo en profecías. Pero en sí, la visitación—ese «ponerse en camino e ir con presteza a la montaña»— para ayudar a su pariente, no fue una hazaña extraordinaria. Ninguna mujer hubiese dudado un momento en hacer lo mismo que María. Lo mismo puede decirse —con leves variantes— de los demás misterios gozosos. No sólo las muchachas vulgares, sino cada hombre vulgar da a luz a Cristo». Todos somos «madre de Cristo», porque henos nacido y renacido. La Presentación era un acto común para todas las mujeres judías que tenían un hijo. El que realizó María hubiese pasado inadvertido de no haber estado inspirados por Dios, Simeón y Ana. Pero en lo que a María y José respecta, fue una acción corriente y vulgar. En cuanto al último de los cinco misterios gozosos, ¿qué madre y qué pad padre re no hu hubi bies esee hech hechoo prec precis isam amen ente te lo qu quee Marí Maríaa y José José?? ¿Qui ¿Quién én advirtiendo el extravío de su hijo no se hubiera vuelto a Jerusalén en busca suya? Y una vez que le encontraran, ¿qué madre no le hubiera reprendido con las mismas palabras empleadas por María? ¡Ya ves qué clase de 104
hechos son esos misterios! Viéndolos con los ojos de sus contemporáneos, no pueden ser más «vulgares». Sin embargo, fueron esos hechos vulgares los que salvaron a la Humanidad y permitieron a María cumplir su misión de Corredentora. No es necesario descender a ellos y volver a Nazaret, para ver lo corriente que fue la vida de la Corredentora del mundo; ya lo hemos hecho cuando vimos cómo los parientes de Jesús le veían cuando empezó a predicar. Aparentemente, todo en la vida de María fue casi vulgar. Hizo las cosa cosass no norm rmal ales es qu quee cual cualqu quie ierr mu muje jerr colo coloca cada da en su po posi sici ción ón hu hubi bier eraa hecho. Pero, precisamente por hacerlo, ayudó a Cristo a glorificar a Dios y a salvar a los hombres. Cumplió la voluntad de Dios —desde que se le dio a conocer— hasta el último momento. Obedeció. Y no olvides que, puesto que Dios es Dios, cada nuevo instante es para ti otra salutación de Gabriel, otra anunciación, otra manifestación de lo que Dios desea de ti ahora. ahora. Puede ser una tentación para ti rechazar estas afirmaciones diciendo que María fue concebida inmaculada y que tú has nacido en el pecado. Eso es verdad. Pero debes recordar lo que te ocurrió con el Bautismo. «Naciste de Dios». Recibiste todo cuanto era menester para cumplir tu misión. Fuiste provisto can todas las herramientas necesarias para realizar tu trabajo, igual que le pasó a María para el suyo. Recibiste una participación en la naturaleza divina de Dios; recibiste un libre albedrío lo bastante poderoso para conseguir mediante un Fíat cuanto el Dios omnipotente desea de ti. Pero lo singular era que hubiese vulgaridad en el misterio, lo cual es importante para la salvación de la Humanidad. Tú mismo eres un misterio para ti, y siempre vivirás y te moverás dentro de los misterios de Dios. Tú eres un «sacramento», una señal sagrada, un significado visible de la gracia invisible. Tú eres un salvador. Y todo ello por la voluntad de Dios. Como María, aunque en un grado inferior, tienes que ser corredentor, pero nunca lo serás si no te rindes incondicionalmente como ella a Dios; esto es, si no entregas todo tu ser al único soberano, uniendo voluntad humana a la divina. Ese es el único camino para la salvación y la de los demás. Tampoco debes olvidar que en todas sus apariencias externas, María fue tan vulgar después del Fiat como antes. Así, si tu vida parece muy vulgar, debes alegrarte. No se puede negar que esto es misterioso. Algo desvela el misterio San Pablo cuando dice a los corintios: «Y si no, mirad, hermanos, vuestra 105
vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es» (I Cor., 1. 2628). Si te cons consid ider eras as y eres eres cons consid ider erad adoo po porr el mu mund ndoo igno ignora rant nte, e, pleb plebey eyo, o, sin sin influencia, débil y despreciable, sabe que figuras entre los elegidos de Dios. «Por Él sois en Cristo Jesús, que ha venido a seros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación santificación y redención» (I Cor., 1, 29-30). Tú salvas al mundo «en Cristo Jesús», y no de otra manera. Él mismo nos dijo de Si: «El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada (Jn., 15, 5). Pero estamos unidos a Él, pues somos sus miembros. Por eso podernos salvar al mundo haciendo la voluntad de Dios en nuestros trabajos vulgares diarios, cada uno de los cuales es una «anunciación» de lo que Dios quiere que hagamos por Él y por su Cristo. Cada uno tiene su participación señalada en la obra total. San Pablo se lo dijo así a los efesios: «Él constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a estos evangelistas, a aquellos pastores y doctores, para la perfección consumada de los santos, para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef., 4, 11-13). Aquí hay una nueva faceta de tu misión divina: alcanzar para la perfección de la Humanidad, las maduras proporciones dignas de Cristo. Ese niñito todavía en brazos, ese adolescente, ese joven enamorado, esa esposa y madre; ese camionero, ese vendedor de periódicos, ese limpiabotas, ese senador, ese gobernador, lo mismo que esos sacerdotes y prelados, son todos uno en Cristo gracias al Bautismo, y cada uno ocupa su puesto señalado por Dios para un último fin: esa madurez digna del Cuerp Cuerpoo de Jesucr Jesucrist isto. o. Claram Clarament entee advert advertim imos os que «hay «hay div divers ersida idadd de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos» (I Cor., 12, 4-7). Esto explica a la vez tu posición y tu fuerza en el plan de Dios. Tú estás donde estás y tienes los dones, ministerios y operaciones que tienes, sencillamente porque Dios lo quiso. No podrás fracasar en tu misión sólo con darte cuenta de dos cosas: primera, que es fácil, y segunda, que no estás solo. 106
San Pablo aclara algo más de ti y de tu posición, en el mismo capítulo de la misma Epístola, al decir: «Porque así como siendo el cuerpo uno tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo... Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno como ha querido... Los miembros son muchos, pero uno sólo el cuerpo... Y no puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: no necesito de vosotros. Aún hay más: los miembros el cuerpo que parecen más débiles son más necesarios… Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno en parte, según la disposición de Dios en la Iglesia, primero apóstoles, luego profetas...» (I Cor., 12, 12-28). La sociedad está estratificada. La Iglesia es jerárquica. El Cuerpo Místico tiene muchos miembros. Pero cada uno tiene su propio trabajo que realizar para reconstituir ese Cuerpo, lo cual es la razón real de la existencia de la Humanidad sobre la tierra en estos momentos. Tú tienes una misión dada por Dios: ayudar al Padre a «restaurar todas las cosas en Cristo» a través del Espíritu Santo. Esa es la voluntad de Dios en general. Ahora vamos a ver cuál es en particular...
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CAPÍTULO VIII ¡SI YO CONOCIERA LA VOLUNTAD DE DIOS RESPECTO A MÍ... PRECISAMENTE AHORA! Si sólo son los tontos quienes dicen que no hay Dios, más tontos todavía son los que se niegan a hacer la voluntad de Dios. Los hombres vulgares no son tontos. Pero junto a los que creen sinceramente cada una de las conclusiones a que acabamos de llegar, y están dispuestos a aceptar las tesis generales acerca de la finalidad de la vida e incluso están impacientes por hacer la voluntad de Dios, hay otros que dicen no estar seguros de cuál es la voluntad de Dios respecto a ellos. ¿Cómo pueden decir eso? En el Sinaí, Dios expresó su voluntad para cada hombre, dejándola escrita en piedra. Esos diez mandamientos nunca serán entendidos del todo mientras no nos demos cuenta de que son uno. La voluntad de Dios para ti en el tiempo y en la eternidad, puede expresarse en una sola palabra. San Juan nos dice que «Dios es amor». Los diez mandamientos pueden ser resumidos en esta otra palabra: «¡Amarás!» El dedo de Dios trazó tres mandamientos en la mitad de la piedra que Moisés bajó del Sinaí. Los tres se reducen a uno: «Amarás a Dios.» La segunda mitad contiene siete mandamientos referentes al amor a ti mismo y a tu prójimo. El cuarto mandamiento es una ley de amor entre padres e hijos. Los seis restantes nos hablan de los diferentes modos de autoamarnos y amar a nuestros semejantes. Cada imperativo «No harás» puede interpretarse positivamente positivamente y condensarse en uno: «Amarás». Lo que hemos de tener presente siempre es que esos diez mandamientos nos obligan las veinticuatro horas del día. Es decir, que ni un sólo instante debemos ignorar lo que Dios quiere de nosotros. Quiere que seamos criaturas de amor; que manifestemos nuestro amor durante todo el día y toda la noche. Quiere que simultáneamente demos nuestro amor a Él, a nosotros mismos y a nuestros semejantes. Se han escrito muchos volúmenes sobre estos mandamientos, demostrando cómo son capaces de abarcar cada circunstancia de nuestras vidas y de la relación con Dios, uno mismo y los demás. Pero vivimos sólo un momento en el tiempo y sólo encontramos en él una serie de circunstancias. Por eso, el 108
arte de vivir se reduce al arte de amar. El hombre que quiera aprender a vivir como es debido, debe empezar por aprender a amar. San Bernardo de Clairvaux afirmaba: «La más alta, de todas las artes es el arte de amar.» El gran cisterciense escribió un tratado sobre el amor explicando su naturaleza y su dignidad. Se hizo monje y alcanzó su gigantesca talla entre sus hermanos sólo porque era un gran amador. Nosotros hemos degradado la palabra «amor» hasta tal punto que algunos dudan en emplearla sin algún adjetivo como «verdadero» o «puro». Pero nunca hubo ni habrá amor que no sea a la vez puro y verdadero, pues «todo el que ama es nacido de Dios» (I Jn., 4, 7). Otro gran amador y gran santo —precisamente por ser tan gran amador—, Francisco de Sales, exclamaba: «¡Pobres almas! Se atormentan para encontrar el arte de amar a Dios sin saber que no hay que hacer nada más más qu quee amar amarle le.» .» Apre Aprend ndem emos os las las cosa cosass haci hacién éndo dola las. s. Si qu quer erem emos os aprender a amar, debemos amar. Los niños no necesitan maestros que les enseñen a amar a sus padres. Ese amor es tan natural en ellos como el respirar. Entonces, ¿por qué cuando nos hacemos adultos no encontramos natural amar a Aquel por quien hemos vuelto a nacer? Puedes decir que el amor del hijo es algo instintivo, irracional y carnal. Pero esto es condenarnos a los mayores en quienes se supone el uso de razón, el reconocimiento reconocimiento en nuestro instinto de lo que es bueno, y la capacidad de elevarse sobre la carne. La verdad sigue siendo: Sol (apren ende demo moss a anda andarr anda andand ndo) o),, como como Solvit vitur ur ambula ambulando ndo (apr aprenderemos a amar amando. El aprendizaje no será tan lento y tan penoso corro el de andar. Si al principio nos encontramos torpes no debemos desesperarnos sine perseverar y la gracia nos llegará pronto. Con su habitual elocuencia, Lacordaire dijo una vez: «Te amo. amo. Diez mil palabras pueden preceder a éstas, pero ninguna las sigue en ningún idioma; cuando se las hemos dicho a alguien, no queda más que un recurso: repetírselas siempre. La lengua del hombre no puede ir más allá, porque el corazón no pasa de ahí.» Dios nos enseñó cómo podemos decirle «te amo». San Juan es quien nos transmite las palabras de Cristo en la Última. Cena: «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; el que me ama será amado de mi Padre, y Yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn., 14, 21). Inmediatamente, el Hombre Jesús, que es Dios y Verdad Encarnada, añadió una prueba de que «cosecharemos lo que sembremos», de que si sembramos amor cosecharemos amor, incluso en mucho mayor 109
abundancia de lo que pudimos esperar al arrojar la semilla, pues dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn., 14, 23). Fue en el cálido y amistoso ambiente de aquella Ultima Cena en la quee el cora qu corazó zónn hum uman anoo de Di Dios os exp experi eriment entó las más prof rofun unddas emociones, en el que Jesucristo nos señaló otra manera de decir a Dios que le amamos. Después de decir: «Como el Padre as amó, Yo también os he amad amado» o»,, añad añadió ió:: «S «Sii gu guar arda dare reis is mi miss prece precept ptos os,, perm perman anec ecer eréi éiss en ml amor... Este es mi precepto: que os améis unos a otros como Yo os he amado... Esto os mando: que os améis unos a otros» (Jn., 15, 9-17). Esta fuerte y casi suplicante repetición la hizo pocos instantes después de haber dicho: «Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros» (Jn., 13, 3435). Ahora es Dios Espíritu Santo quien nos habla a través de la palabra de San Pablo. Escribiendo a los romanos, aquel gran amador les decía: «No estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Pues ‘no adulterarás, no matarás, no codiciarás’ y cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’. El amor no obra el mal del prójimo, pues el amor es el cumplimiento de la ley» (Rom., 13, 8-10). Más adelante, el mismo Espíritu Santo, tratando el mismo asunto, habla por mediación del último Apóstol en vida, San Juan el Amado: «Carísimos, no os escribo un mandato nuevo, sino un mandato antiguo, que tenéis desde el principio. Y ese mandato antiguo es la palabra que habéis oído. Mas de otra parte os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en Él y vosotros, a saber que las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera. El que dice que está en la luz y aborrece a su hermano, ese está aún en las tinieblas. El que ama a su hermano está en la luz, y en él no hay escándalo. El que aborrece a su hermano, está en tinieblas, y en tinieblas anda sin saber adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (I Jn., 2, 7-11). ¿Será necesario recordarte otros pasajes del mismo santo evangelista? Es el evangelista de la Luz, de la Vida y del Amor. Te dice que Cristo es la Luz del mundo y que tú eres también la verdadera luz del mundo; que tú tienes que habitar en Cristo y Cristo en ti; que tú eres hijo de la Luz y verdadero hijo del Amor. Toda la primera Epístola de San Juan 110
recompensará a quien la lea en todo tiempo y ocasión. Pero ahora sólo queremos subrayar este pasaje: «Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él... Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ame a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve. Y nosotros tenemos de Él este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano» (I Jn., 4, 16-21). San Juan no podía olvidar de qué modo Cristo hizo callar a los fariseos, cuando uno de aquellos expertos leguleyos trató de envolver a Jesús con la pregunta: «Rabí, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?» El Hijo de Dios, leyendo lo que pasaba en aquel corazón humano, replicó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los Profetas» (Mt., 22, 37-401. Por ello, San Juan pudo escribir con toda seguridad: «Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (I Jn., 3, 14). Antes que él, San Mateo había escrito: «Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos» (Mt., 19, 17). Y San Lucas escribió también en el mismo sentido, utilizando como San Mateo palabras de Jesús. Palabras que forman un preámbulo a la parábola del buen samaritano: «Se levantó un doctor de la ley para tentarle, y le dijo: Maestro, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna? Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Le contestó diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido. Haz esto y vivirás. El, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?» (Lc., 10, 25-29). La voluntad de Dios está, pues, bastante clara para cada uno de nosotros. Debemos amar. Pero nunca debemos olvidar que el amor se demuestra más por los hechos que por las palabras: «No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad» (I Jn., 3, 18). En nuestros días hay quienes conocen la Voluntad de Dios y la cumplen. El abate Pierre, fundador de «los traperos de Emaús», el hombre que con un llamamiento en la radio de Paris desencadenó lo que alguien calificó de «insurrección de bondad» y llegó a fundar una asociación internacional con el lema de «servir primero a los más necesitados», es un 111
hombre del siglo XX que tomó al pie de la letra la parábola del buen samaritano y la orden de Cristo de amar lo más personalmente posible. «Cuando uno se ocupa de lo más débil de la Humanidad —dijo— se pone en manos del Todopoderoso y participa en su más apremiante voluntad, Después, escribiendo sobre esta orden de amor, preguntó: «¿Es un nuevo mandamiento?» Y contestó: «Si, pues cada día, todas las cosas son nuevas para nosotros en los objetivos que nunca han dejado de impulsarnos hacia ade adelan lante: la bon onddad, ad, la ver verdad dad y la just usticia cia. Es un mand andamie amient ntoo inexcusable, que nadie que lo oye podrá olvidar jamás. Es la ley de las leyes.» No dudó en afirmar que «la ley de Dios es perfectamente sencilla, y si la olvidamos, la ley de los acontecimientos, la ley de los siglos, la brutal ley de las con onssecue ecuenc ncia iass hi hisstóri óricas cas exci excittarán arán de segur eguroo nu nueestras tras memorias... En el pasado hubo grandes imperios, pueblos que alcanzaron fantástico poderlo. ¿Qué queda hoy de todo ello? Leed un poco la Historia y tendréis la respuesta. Los pueblas cuyo poderío ha quedado reducido a nada y que hoy no son más que un recuerdo despreciable, no supieron amar, no fueron capaces de observar la ley.» Cerraba su pensamiento con estas conmovedoras palabras: «Creemos que Dios es Amor y creemos que nos juzgará. Nunca olvidemos lo que solemnemente nos ha dicho y repetido. Nos juzgará por la magnitud con que nuestra fe y nuestras prácticas religiosas nos hayan inspirado el amar a los que sufren más que nosotros. Esperará que les hayamos servido antes que a nosotros mismos por cuanto padecen más que nosotros, aunque ello significara un sacrificio.» Para no perder su estilo, añadiré estas palabras, escr escrit itas as tamb tambié iénn po porr el abat abate: e: «Las Las extr extrao aord rdin inar aria iass sema semana nass de la «insurrección de bondad, y los agotadores pero maravillosos años que he vivi vi vido do desde esde ent enton oncces, es, me han con convenc vencid idoo de un unaa cos cosa. Me han convencido de que algún día, de pronto, surgirá una chispa que inflamará todo el mundo de un amor activo de los hombres a sus semejantes» (Man ( Man is your brother . Westminster, Md. Newmann, 1958, páginas 3 y 86). El secreto de la vida y el amor del abate Pierre es que cree en Jesucristo y en el plan del Padre para «restaurar todas las cosas en Cristo». Sabe cuál es la voluntad de Dios, precisamente ahora. Sabe que debemos amar. Oye gritar a Dios: «¡Tengo hambre! ¡Tengo sed! ¡Estoy abandonado! ¡Sufro!, a través de millones y millones de voces humanas. Este hombre no recibió más revelaciones que tú o que yo. La diferencia estriba en que cree, y demasiados de nosotros sólo fingimos 112
creer. Sabe que el amor sirve, mientras una gran parte de los demás creemos que amor y amar son unas palabras bellas y cálidas nada más. Conoce el mandamiento de Dios y lo cumple, en tanto que casi todos los demás nos limitamos a repetir: «¡Si yo conociera la voluntad de Dios respecto a mí!» Es cier cierto to qu quee hace hace mu much choo tiem tiempo po no tene tenemo moss patr patria iarc rcas as como como Abraham, Isaac y Jacob; que nos faltan caudillos como Moisés, Aarón y Josué; que los profetas guardan un largo silencio. Pero tenemos la voz de quien hizo surgir a los patriarcas y conductores del pueblo, la voz de quien inspiró a los profetas; y esa voz nos habla con una claridad que no permite la confusión. Tenemos la palabra de Dios hablándonos a través de sus vica vi cari rios os,, lo loss Pa Papa pas. s. La vo volu lunt ntad ad de Di Dios os se no noss ha mani manife fest stad adoo en encíclicas y llamamientos. Tan claramente que ningún hombre puede decir que carece de directrices divinas en ninguno de los problemas del momento. Sin embargo, algunos pueden objetar —y lo hacen— que anhelan algo más personal, más inmediato, más francamente referente a ellos en sus sus actu actual ales es circ circun unst stan anci cias as en esto estoss días días.. Desd Desdee lueg luegoo se les les po podr dría ía recordar que lo que se llama «la voz de la conciencia» es, efectivamente, la voz de Dios, la ley de Dios, la voluntad de Dios, y que, en definitiva, sólo les pide amar. Pero para hacer la voluntad de Dios tan personal y privada como su propio nombre, apelamos no a la conciencia, sino al conocimiento. ¿Por qué estás donde estás en este momento? ¿Por qué tienes tu posición, profesión o trabajo? ¿Por qué perteneces a la clase en que estás, soltero o casado? ¿Por qué eres miembro de la Iglesia a la que perteneces? ¿Por qué estás haciendo lo que haces en este instante? Ahora bien: tú puedes enfrentarte con tu nacimiento desde tus padres específicos para explicarte el porqué de tu presencia en la vida, y examinar tus tendencias heredadas y tus capacidades adquiridas. Puedes hablar de ppar arie ient ntes es,, cono conoci cimi mien ento tos, s, infl influe uenc ncia iass e incl inclus usoo de pu pura ra suer suerte te,, o de «accidente», de ambiente y educación, de buenos y malos amigos, de buenos y malos enemigos. Pero todo ello puedes resumirlo en una palabra: Dios. Eres lo que eres y estás donde estás en cuanto a condición, posición social social,, circun circunst stanc ancias ias económ económica icass y catego categoría ría cultur cultural, al, senci sencilla llamen mente te porque Dios lo quiso. No hay nadie en el mundo —desde los presidentes y primeros ministros hasta los campesinos y los presos—, que no sea lo que 113
es y esté en donde está, porque Dios lo ha decretado así. Reconocerás que Dios tenía previsto desde la eternidad que fueras lo que eres, estuvieras donde estás e hicieras lo que haces en este momento. También habrás de reconocer que no serías lo que eres, no estarlas donde estás y no harías lo que ahora estás haciendo, si Dios no lo hubiese ordenado previamente. Desde luego si no gozas de su amistad y no palpitas con su divina vida, estarás en las circunstancias en que estás por lo que se llama su voluntad permisiva. Pero ello no cambia el hecho de que tú y todos los demás estáis haciendo lo que hacéis y ocupando la posición que ocupáis en este momento, sólo porque Dios lo quiere así. Por tanto, ningún hombre puede decir razonablemente que no conoce la voluntad de Dios respecto a él en este momento. En cualquier situación en que te encuentres debes saber que Dios desea que le ames, que te ames a ti mismo y que ames al prójimo. Y debes saber también que ese amor no ha de ser simplemente afectivo, sino que Dios quiere que sea también efectivo. Los empresarios nunca se han distinguido —como grupo— por su afecto a sus empleados. Pues si tú eres un empresario y quieres saber cuál es la voluntad de Dios respecto a ti, ten la seguridad de que quiere que muestres un amor efectivo hacia todos y cada uno de tus empleados. Te lo ha dicho a través de las plumas de León XIII y Pio XI. Ambos vicarios de su Hijo escribieron encíclicas sobre el trabajo que perdurarán en el mundo mientras haya trabajadores y que, a pesar de los progresos de la técnica, estarán en vigor mientras existan los hombres. El amor efectivo da unos sala salari rios os verd verdad ader eram amen ente te sufi sufici cien ente tess para para vivi vivir, r, no un unos os sala salari rios os para para arrastrar penosamente la existencia; no unos salarios que apenas alcancen para el sustento, sino unos salarios que permitan vivir a un hombre, a su mujer y a sus hijos. Para poder decir que un hombre vive debe tener lo suficiente para disfrutar de alguna comodidad, de un poco de lo que se llaman lujos. Si alguien busca una réplica a El capital , de Marx, y, por tanto, al socialismo o al comunismo, cualquiera que sea su forma, debe leer la encíclica Rerum Rerum Novarum Novarum. Aunq Aunque ue se escr escrib ibió ió en 18 1891 91,, cont contie iene ne la voluntad de Dios respecto a nosotros, precisamente ahora. ahora. «Corno regla general —decía el Pontífice—, el obrero debe tener ocio y descanso proporcionados al deterioro de sus fuerzas; el derroche de fuerza debe ser reparado con el cese del duro trabajo. En los contratos entre patronos y obreros debe haber siempre la condición expresa o sobrentendida de que se les proporcionará el necesario descanso para el alma y el cuerpo. Proceder 114
de otra forma seria... rechazar aquellos deberes que un hombre tiene para con su Dios y para consigo mismo, El mism ismo Papa apa expr expres esab abaa la vo volu lunt ntad ad de Di Dios os resp espect ecto a lo loss empleados cuando escribía; Si el salario de un obrero es suficiente para permitirle mantenerse y mantener a su esposa e hijos con razonable bienestar, no tendrá dificultad, si es un hombre sensible, en estudiar economía, ni dejará de reducir sus gastos para hacer algunos ahorros y asegurarse una pequeña renta.» Su Santidad utilizaba el término «razonable bienestar» en vez del de «un poco de lo que se llaman lujos» empleado más arriba por nosotros. Pero la idea expresada es la misma. Dios desea que todo el mundo disfrute del descanso, del recreo y de la paz espiritual que proceden de un sentido de seguridad. Todos pueden tenerlos si el patrono paga el salario suficiente para vivir y el obrero vive con arreglo a él. Pero en esta era de velocidades supersónicas, los hombres derrochan todo; derrochan el tiempo, la fuerza corporal —tanto en el deporte como en el trabajo—; derrochan la inteligencia en trivialidades no esenciales e impr im prod oduc ucti tiva vas; s; derr derroc ocha hann sus sus esca escaso soss ahor ahorro ross y más más de sus sus ingr ingres esos os viviendo por encima de sus medios económicos; derrochan su descanso; derrochan sus vidas. Incluso derrochan su eternidad. Pero la voluntad de Dios es que no seamos derrochadores. Por eso hizo a Pio XI repetir las enseñanzas de León XIII en la encíclica Quadr Quadrage agesi simo mo anno anno. Los hombres saludaron a ambos docu do cume ment ntos os po pont ntif ific icio ioss como como prod produc ucci cion ones es de geni genios os crea creado dore ress y se apoderaron de algunas de sus frases repitiéndolas tan a menudo y con tanta fuerza que algunos llegaron a aceptarlas como adecuados sumarios de las enseñanzas de la Iglesia católica. Así hemos oído ponderar las virtudes de la caridad y de la justicia, a las que bastaba añadir un adjetivo para dar lugar a que naciera un grito de combate. Desde luego, es cierto que los dos Pontífices insistieron sobre la justicia social y la caridad social. Pero si se lee y medita cuidadosamente sobre sus palabras, se verá que todo cuanto hay hay en las di dirrect ectric rices papa papalles es un reco recono noci cim miento ento de la di divi vina na Providencia, siempre operante en nuestra economía, y un llamamiento a todos los hombres —dadores de trabajo y trabajadores— para utilizar la primera y la más importante de las virtudes cardinales: la prudencia la prudencia.. ¡Desechemos la idea de que esta virtud es para los tímidos y contemporizadores! Este «piloto de las virtudes», según la definición de Santo Tomás, es para los audaces, los diligentes, los enérgicos. Es la virtud 115
del hombre práctico y activo, a quien antes de permitirle ser creador le hace ser pensador, ya que la prudencia es la virtud con la cual el hombre elige y ordena los medios para un fin y prevé los resultados que se deducirán de su acción. Por eso, la finalidad debe ser conocida y el plan ordenando la selección de medios para llegar a ella debe preexistir en la mente del hombre práctico, que lleva a cabo la operación. Pero esto no es sino otra descripción de lo que hemos llamado divina Providencia. En efecto, Santo Tornas decía: «E1 plan de las cosas ordenadas hacia un fin es, es, habl hablan ando do con con prop propie ieda dad, d, prov provid iden enci cia. a. Es la part partee prin princi cipa pall de la prudencia, cuya cuyass otra otrass do doss part partes es nece necesa sari rias as para para prev prever er los los futu futuro ross acontecimientos son la memoria de las cosas pasadas y el entendimiento de las presentes.» Ahí tienes el pasado, el presente y el futuro reunidos en el ahora, ahora, lo que te demuestra cómo nosotros, los hombres del momento, par parti tici cipa pamo moss en la eter eterni nida dadd de Di Dios os.. Po Porr un ejer ejerci cici cioo de prud pruden enci cia, a, participamos en la divina Providencia. Hay, pues, entonces, algo como una humana providencia, que, en realidad, no es más que una participación en la Providencia de Dios. En el escrito arriba citado, Santo Tomás de Aquino llega a decir que «la humana providencia está contenida en la divina Prov Provid iden enci cia, a, como como un unaa caus causaa part partic icul ular ar está está in inse sert rtaa en un unaa caus causaa univ un iver ersa sal» l».. Como Como veni venirn rnos os insi insist stie iend ndoo a lo larg largoo de este este li libr bro, o, Di Dios os comparte la causalidad con sus criaturas racionales. «La criatura racional par parti tici cipa pa en la di divi vina na Prov Provid iden enci ciaa no sólo sólo al ser ser go gobe bern rnad ada, a, sino sino al gobernar. Se gobierna a sí misma en sus actos, y gobierna también a otras cosas», afirma Santo Tomás. De aquí la imperiosa necesidad de cultivar en todo momento la prudencia, pues «providencia es la parte principal de la prudencia y de la que esta virtud toma su nombre» (IIa IIae, q. 49, a. 6). Belloc y Chesterton Chesterton insistían insistían en que el hombre medieval medieval era el más moderno de todos los hombres. Si esto es cierto, podemos aprender de Santo Tomás —hombre del siglo XIII— cómo debemos actuar a mediados del del XX. XX. Sa Sant ntoo Tomá Tomáss dist distin ingu guía ía entr entree prud pruden enci ciaa pers person onal al,, po polí líti tica ca y económica; luego advertía que la riqueza no era el fin último de la prudencia económica, sino que esa riqueza debía ser empleada como un medio para el verdadero fin último que es «el bienestar total en la vida doméstica». ¿Cuántos pueden decir hoy eso mismo? ¿Cuantos la verán sencillamente como un medio más para su absoluto fin último: la unión con Dios, la participación en su santidad, su paz y su felicidad? Quienes tienen claros conceptos del objeto de su vida, saben que la única virtud que deben cultivar constantemente es la única que les capacita para conservar a 116
la humana providencia trabajando mano a mano con la divina Providencia. Esa virtud es la prudencia. También se darán cuenta de que los salarios de trabajo se los da Dios no para malgastarlos, sino para emplearlos con tal prudencia que puedan alcanzar a Cristo; pues conocen la voluntad de Dios respecto a ellos y reconocen a la vida económica como otra fase de su vida religiosa. Tienen integrada su existencia aquí en la tierra, pero saben que si tienen que hacer algo digno de ellos y de todos sus días, deben hacer cuanto desea Dios que hagan; es decir, lo que hizo Cristo: la voluntad de su Padre cada hora del día. Para ellos ir al trabajo los días laborables es tan importante para su misión en la vida como ir a la iglesia los domingos, pues con ello cont contri ribu buye yenn al verd verdad ader eroo últi último mo fin fin —l —laa glor glorif ific icac ació iónn de Di Dios os y la santificación de los hombres—, lo mismo que observando el día del Señor. Para ellos, el trabajo es otra forma de adoración, por ser otra forma de obediencia a la voluntad de Dios. Saben que deben ganar dinero y lo hacen. Pero no con el designio de amasar una fortuna, sino sencillamente para ser fieles a Dios y cooperar con Él en su Providencia. La voluntad de Dios es siempre que «vivamos una vida nueva» (Rom., 4, 6). Esa «vida nueva» debe impregnar todas nuestras actividades económicas, sociales, domésticas, personales, privadas, públicas y litúrgicas. Quizá este último vocablo lo diga todo. Pues el único Leiturgos de todas las épocas fue y es Jesucristo. Él, segunda Persona de la Trinidad, se hizo hombre, y como hombre realizó la única actuación pública que pagaría a la Divinidad por todo el pueblo. Esta actuación pública fue su Misa: el Cenáculo, el Calvario, el sepulcro vacío, la Ascensión desde la cima del monte Olivete, la entronización a la diestra de Dios Padre. El ofrecimiento de esa Misa fue el verdadero designio de su vida La liturgia es vida cuando entendemos la palabra en la plenitud de su más vivo significado. La voluntad de Dios para el hombre vulgar es que sea Cristo; que viva «por un nuevo principio vital» que llamamos gracia, participación en la vida de Dios que ganó para nosotros Cristo con su acto litúrgico, la Misa. Por eso, si nosotros, los cristianos, queremos vivir rectamente, debemos vivir siempre la Misa, que significa estar «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom., 6, 11). Lo cual, a su vez, significa vivir para Dios, vivir con Dios, vivir en Dios, vivir por Dios cada momento de nuestra exis existe tenc ncia ia.. Po Porr eso, eso, debe debemo moss «d «dec ecir ir nu nues estr traa Misa Misa»» in incl clus usoo cuan cuando do manejamos una máquina en la fábrica, aramos la tierra en el campo, picamos en las galerías de una mina, examinamos los productos de la tierra en un laboratorio, los almacenamos en un depósito o los preparamos para 117
venderlos en el mercado o consumirlos en una mesa. Nada importa dónde o en qué trabajamos, pues la voluntad de Dios para cada uno de nosotros consiste ahora en que ofrezcamos nuestro trabajo como «el pan y el vino» para para ser ser «trans «transubs ubstan tancia ciados dos»» en acepta aceptable ble repara reparació ción, n, agrade agradecim cimien iento, to, adoración e impetración. El trabajo puede ser —y Dios lo quiere así— litúrgico, y tú, trabajador, serás prudente sólo si puedes decir que siempre eres litúrgico. El trabajo supone salario, es cierto, pero es más cierto todavía que el trabajo debe significar siempre adoración. Tal es la voluntad de Dios respecto a ti. Juan Guitton ha dicho que «existe un quinto evangelio. Está abierto en cada hombre. Es su pobre vida humana, puesto que Cristo está en ella». ¿Has sido tú un evangelio viviente? ¿Has irradiado a Cristo en todos los tiempos, en todos los lugares y a todos los pueblos? ¿Has enseñado el Camino, la Verdad y la Vida a cuantos están dentro de la órbita de tu vida, con tu manera de recorrer ese Camino, decir esa Verdad y vivir esa Vida? Si no lo has hecho, has sido imprudente e improvidente; no has hecho la voluntad de Dios, pues no has amado. amado. «Mayor amor que éste —dijo Cristo—, ningún hombre lo tuvo, Luego salió del Cenáculo al huerto; desde el huerto fue a los diferentes tribunales; desde las tribunales al Calvario; desde el Calvario al sepulcro; desde el sepulcro otra vez al Cenáculo, al camino de Emaús, al mar de Tiberiades, y, por último, al Padre. Ese «mayor amor» es la Misa. Si no has vivido la Misa todos los días y noches de tu vida, no has amado, es decir, no has vivido. No vuelvas esta página pensando que eso es pensar y vivir como místico. Para que no haya error: Dios te hizo un místico. El error de nues nu estr troo tiempo empo cons consiiste en pens ensar qu quee la Misa isa de Cri Cristo con onssiste enteramente en lo que sucedió en el calvario y en identificar al Cristianismo con el sufrimiento. Tal aberración conduce a un maniqueísmo velado. Cristo estaba haciendo la voluntad del Padre y como consecuencia salvando a la Humanidad en Belén, en Egipto, en Nazaret, en toda Judea y en Samaria, lo mismo que en Jerusalén o fuera de sus murallas. Estaba glorificando a Dios tanto cuando comía suntuosamente con Simón el fariseo, con Levi el recaudador de impuestos o con Zaqueo, como cuando convertía el agua en vino o multiplicaba las hogazas y los peces. Ganaba la vida para ti y para mí lo mismo cuando hablaba alegremente con Marta, María y Lázaro que cuando los soldados le insultaban, abofeteaban y escu pí pían. an. Tod odoo lo qu quee Cri Cristo hací hacía, a, to toca caba ba o exp xper eriiment entaba aba qu queedab daba 118
divinizado de algún modo. Y si queremos ser cristianos debemos empezar a reconocer lo divino en todo cuanto es humano. Desde la Encarnación no sólo sólo nu nues estr traa carn carne, e, sino sino todo todo lo refe refere rent ntee a nu nues estr traa hu huma mani nida dad, d, han han cambiado. Puesto que la alegría, el hambre, el sueño, el sufrimiento, la amistad, el descanso, la sed y todo lo demás fue asumido por una Persona divina, es natural que todas nuestras condiciones humanas adquieran el sagrado valor que se las concedía. La voluntad de Dios es que siempre le estemos ofreciendo «el pan y el vino.» Ambos elementos esenciales para la Misa se encuentran por el patrono y por el trabajador en el trabajo y el salario, en el éxito y el fracaso, en la ganancia y la pérdida, en la tarea y el descanso. Tanto el que abona como el que percibe el salario deben ser místicos. Conforme a la voluntad de Dios, no hay otra alternativa. Non alternativa. Non datur tertium («No hay término medio»), diría Santo Tomás. ¡Qué sencillo es decir Misa para un sacerdote ordenado! ¡Qué fácil! ¡Se inclina sobre el pan y el vino, dice cinco o seis palabras, y todo se ha hecho! «¡Todo está consumado!» ¿Por qué es tan fácil para un mortal hacer un milagro? ¿Por qué algo tan sencillo como murmurar unas palabras sobre una hostia y un cáliz consiguen algo tan sublimemente maravilloso? Porque Dios es Dios y el sacerdote, en ese momento, es Cristo en el Cenáculo, en el Calvario y a la diestra del Padre. Pues no es más complicado o difícil para el dador del trabajo y el trabajador vivir «su Misa» en el medio económico; pues también ellos son Cristo. También ellos, si están bautizados y confirmados, participan en el sacerdocio de Cristo. No pueden consagrar, pero pueden ofrecer. Deben obsequiar a Dios con elementos que puedan ser «transubstanciados». Esto es tan fácil como respirar. No más difícil que susurrar unas cuantas pala bras significativas. significativas. Pero es tan sublime como Cristo; tan santo como Dios. Si los asalariados y sus empresarios están alerta, habrán aprendido po por los sacer cerdo dottes-o es-obr brer eros os de Fran Franci ciaa Y po porr la sup uprresi esión de est este movimiento por la Santa Sede, que ellos, los laicos, deben ser ese quinto Evangelio del que habla Juan Guitton; deben santificar con la santidad de Dios el trabajo que hacen y el lugar donde lo hacen. Lo que decimos para el patrono y el obrero es verdad no sólo respecto al marido y al padre que abandonan cada día el hogar para ganar su vida y la de los suyos, sino también para la mujer que, como esposa y madre, permanece en la casa limpiándola limpiándola y cuidando de los hijos. También ella participa en el sacerdocio de Cristo. En consecuencia, la voluntad de Dios para ella es ahora precisamente que sea como Cristo; que su vida sea 119
liturgia; que eleve el trigo en la patena de sus manos y ofrezca el vino en el cáliz de su corazón cada día, durante sus veinticuatro horas. Para cada vida humana, cualquiera que sea el lugar en donde transcurra y cualquiera que sea su posición, no puede haber más que una meta: Dios. Y, naturalmente, Dios ha de ser adorado como quiere serlo: por la Misa en cada ahora del tiempo. Ninguna mujer sabrá nunca que el suelo de su cocina puede ser para ella y para sus seres queridos lo que la era de Areuna fue para David y su pueblo: un lugar de sacrificio. Al ofrecerlo en ella, David salvó a su pueblo. El suelo de la cocina es el lugar en donde la voluntad de Dios quiere que las amas de casa le ofrenden su sacrificio. Por eso, todas ellas deben comprender que al barrerlo como una parte de su trabajo diario de esposa y madre, trabajan codo a codo con Dios. Están realizando una humana providencia, que forma parte de la Providencia divina. Están complaciendo al Dios del cielo y de la tierra coma lo hizo su Unigénito al hacer su voluntad respecto a ellas en ese ahora. ahora. Las mujeres modernas deben mirar todas las cosas de su cocina y su despensa como San Benito aconsejaba al cillerero o ecónomo mirar todas las del monasterio como si fuesen los vasos sagrados del altar» (Regla, cap. 31). Cada una debe llegar a considerar su casa como un santuario y a sí misma como elegida especialmente por Dios para servirle en él. Las casadas deben tener plena conciencia del hecho de que viven en un «estado sacramental», que la santidad reinará en su casa si es una «casa de Dios». Algunas se sentirán frustradas y confusas y con sus vidas desintegradas por pensar que sólo la iglesia —el edificio material al que acuden los domingos— es la «casa de Dios» y que únicamente en ella, ante el altar cons consag agra rado do,, pu pued eden en ofre ofrend ndar ar al Se Seño ñorr su sacr sacrif ific icio io.. Al pens pensar ar así así fragmentan su existencia, pues Dios es la fuente de toda la existencia, y si ellas se vuelven a esa fuente sólo en la Iglesia, no es extraño que estén un poco desorientadas en el resto de la semana. ¿Qué ocurriría si un chiquillo desvalido pidiera ayuda a sus padres nada más que una vez a la semana? Todos somos hijos de Dios y verdaderamente desvalidos. La voluntad de Dios para cada uno de nosotros es justamente ahora que crezcamos en Él, para Él e incluso como Él. Sólo hay un modo de hacerlo: manteniéndose en constante contacto con Él. Ese constante contacto me atrevo a decir que podemos y debemos tenerlo cualquiera que sea nuestro estado en la vida, a través de los deberes que ese estado nos imponga. He aquí otra de esas palabras sagradas que los modernos debernos re120
descubrir concediéndole esa profunda existencia capaz de producir los ecos que necesitamos oír para entender su encanto y llegar a amarla. Muchos de nosotros sonreímos escépticos o nos encogemos de hombros al oír la palabra deber . Ello se debe sencillamente a que hemos reducido ese vocablo —atronador con el sonido de Dios y de la eternidad— a un ligero tintineo. ¿Has considerado alguna vez el «deber» como una de las cosas que más ennoblecen la existencia? Ese es uno de sus primeros significados. Se refiere a algo «conveniente», que «sienta bien» ¿Qué es lo que hace hombre a un hombre? Desde luego no es su estatura física, ni tampoco su sutileza intelectual. La virilidad consiste en algo irás profundo. Consiste en hacer algo «conveniente», que «siente bien». El Padre Gerald Vann, O. P., ha expresado concisamente: «la moral hace al hambre». Otra Ot ra vez no noss vem vemos ob oblligad gados a acud acudir ir a la semán emánti tica ca.. ¿Qué Qué reac reacci cion ones es desp despie iert rtaa en no noso sotr tros os esa esa pala palabr braa «m «mor oral al»? »? ¿No ¿No pien piensa sann much mu chos os de nu nues estr tros os cont contem empo porá ráne neos os al oírl oírlaa en el pu puri rita tani nism smoo y la mojigatería? Pero esto es una completa estupidez, pues la moral hace al hombre un hombre y no una caricatura. La filosofía define al hombre como como «u «unn anim animal al raci racion onal al». ». Es un unaa bu buen enaa defi defini nici ción ón,, espe especi cial alme ment ntee cuando por asociación de ideas recuerda la frase de Mark Twain de que el hombre es más a menudo racional en la definición que en la realidad. También podemos definir casi correctamente hombre coma un «animal religioso», y, por tanto, tan certera y adecuadamente como un «animal moral». Lo antiguos solían decir que una buena definición debe poder aplicarse a todos los miembros de la cosa definida, siempre definida, siempre a cada uno de ellos y sólo y sólo a ellos. El hombre es la única criatura con raciocinio, la única criatura religiosa visible en la tierra, y, por tanto, el único ser terrenal que puede tener moral. Digamos, pues, otra vez: la moral —y nada más que la moral— hace al hombre... y a la mujer. Nuestro deber es ser morales. Es lo que «nos sienta bien». Cuando decimos a una chica bonita (y, a fortiori, a una que no lo es) que su peinado o su sombrero «le sientan bien», no se encogerá de hombros ni sonreirá escépticamente. De aquí que pueda decirse que el deber de toda mujer es parecer bien. Cuando decimos a un adolescente o a un adulto que sus actos san «convenientes» no se avergonzarán o humillarán, pues en el fondo de su ser saben que su deber es hacer cosas «convenientes». Ahora bien: si es satisfactorio «parecer bien» y hacer lo «conveniente», ¿qué diremos acerca del deber que incumbe a cada hombre, mujer o niño de ser 121
razonables y honestos? Esto es lo que quiere decir ser morales o —en otras palabras—, ser humanos. Esto nos hace avanzar un paso más y llegar a otro magnifico vocablo: obligación. obligación. Cuando decimos de un hombre o de una mujer que «es una persona muy servicial», ¡qué cantidad de alabanzas le tributamos! ¿Cómo es posible que de una misma raíz tengamos flores tan diferentes y tan distintos frutos? Si la «cortesía» hace a una persona tan agradable y digna de alabanza, ¿no harán las «obligaciones» seres superiores de los hombres, las mujeres e incluso los niños? Los hacen. La prueba está en que lisonjeamos a una persona diciendo que es «servicial» o «cortés», Dios nos ha lisonjeado estupendamente al imponernos «obligaciones». Nos «conviene» ser «serviciales» con Dios. Es nuestro principal deber, nuestra más alta prerrogativa. Su cumplimiento nos hace justos (4). Sólo edificaremos cuadrangulares nuestras vidas si las levantamos sobr sobree las las cuat cuatro ro vi virt rtud udes es mo mora rale les: s: ju just stic icia ia,, prud pruden enci cia, a, fort fortal alez ezaa y templanza. Si tuviésemos que señalar la más esencial de las cuatro, la mayo ayor part partee de los ho hom mbres res no noss incl nclinar naríamos amos a la just usticia cia. Y no andaríamos descaminados, pues todo cuanto hemos dicho del deber, las obli ob liga gaci cion ones es,, la mo mora rall y la verd verdad ader eraa vi viri rili lida dadd está está di dire rect ctam amen ente te relacionado con esa gran virtud. Ser justos equivale a dar a cada uno lo que le corresponde, empezando por Dios. Algunos sofistas modernos —incluso dentro del mundo espiritual— quieren hacer de la religión un servicio que Dios presta al hombre. Escriben o hablan como si Dios existiera y mereciera ser adorado por cuanto puede hacer al hombre. Han inventado una forma especial de espi espiri ritu tual alid idad ad no sólo sólo pers person onal al e indi indivi vidu dual al sino sino tamb tambié iénn pu pura rame ment ntee subjetiva. Dios es Dios y si nosotros los hombres queremos ser humanos, no le utilizaremos sino permitiremos que sea Él quien nos utilice. Seremos justos. justos. Cumplire Cumpliremos mos nuestras nuestras obli obligacio gaciones. nes. Haremos Haremos lo «convenien «conveniente» te» para Dios y para sus seres racionales, religiosos y morales. ¡Seremos 4
Todo este párrafo está basado en el original en un juego de palabras imposible de traducir. El lector podrá darse cuenta del sutil conceptismo del Padre Raymond si tiene en cuenta que en inglés «obligación» es obligation, obligation, «servicial» es obliging y obliging y «cortesía», obligingness. obligingness. «Las flores tan diferentes y los distintas frutase de la raíz oblige («obligar, complacer, agradar, servir, hacer un favor, agradecer, etc.») son, en efecto, numerosos y variados en inglés. (N. del T.) 122
objetivos! No muchos hijos de Adán o hijas de Eva son firmemente objetivos. Lo sucedido en el Paraíso nos hace egoístas y nos inclina casi siempre a ser ser pron pronun unci ciad adam amen ente te subj subjet etiv ivos os.. So Somo moss esca escand ndal alos osos os en nu nues estr tras as peticiones de justicia; exigimos a gritos lo que consideramos que nos es debido. debido. Rara vez somos lo bastante objetivos para considerar primero lo que es debido a Dios, y luego, lo que es debido a los demás. La justicia es una virtud cardinal, es decir, una virtud sobre la que giran muchas cosas; pero la mayor parte de nosotros necesitamos engrasar esos goznes casi siempre oxidados. A pesar de ello, esta virtud es la que hace al hombre más moral y más hombre. ¿No proclamamos recto e íntegro al hombre justo? Durante varias déca década dass los los seud seudoo-ex expe pert rtos os del del bien bienes esta tarr hu huma mano no,, los los psic psicól ólog ogos os y psiquiatras, vienen exigiendo lo que llamamos la «integración». Hay una fórmula para ello que muy pocos reconocerán y todavía menos aceptarán y utilizarán. La justicia —es decir, el dar a Dios, a uno mismo y a los demás lo que les corresponde— integrará la vida. Una catarata de verdades se nos viene encima ahora: si el hombre quiere ser hombre, debe ser moral; si es moral, hará lo «conveniente», actuará siempre con cortesía y será justo; si es justo, será integro —sano, completo, cabal—; si es integro, será santo. El hombre verdadero no es sólo sano: es santo. Luego para ser lo que somos, tenemos que cumplir los deberes de nuestro estado en la vida. Esto será justicia, será moralidad; esto nos hará serv servic icia iale les, s, no noss ob obli liga gará rá a hace hacerr lo más más «con «conve veni nien ente te», », es deci decir, r, la Voluntad de Dios ahora. ahora. La frase que nos aparta por completo de esos modernos sofistas y pensadores superficiales superficiales —que no aciertan a comprenderla por su descuido de las palabras y de su profundo significado— es la de «los deberes de nuestro estado», en la que nos referirnos al estado matrimonial, que es un estado sacramental. Un estado es una forma permanente de existencia. Mientras el matrimonio dura, cada segundo está sacramentalizado, por lo que estamos en lo cierto cuando hablamos a los maridos y a las mujeres, a los padres y a las madres de cada nuevo ahora como de un «sacramentos. «sacramentos. Los sacramentos son «signos visibles instituidos por Jesucristo para dar gracia». Esta es una buena definición. Pero como la gracia es la vida de Dios transferida al hombre, no sería equivocado decir que un sacramento es un advenimiento de Dios al hombre para que se llene plenamente de vida divina. Esta definición es también aceptable para cada nuevo ahora 123
en la vida de cada hombre y cada mujer casados..., y también de cada hom bre y cada mujer en otro estado. Pero los sacramentos deben recibirse antes de que puedan dar fruto. Si no advertimos la presencia de Dios en cada cada nu nuev evoo ahora, recon econoc ociiénd éndol oloo com omoo un do don, n, un unaa graci raciaa qu quee sembramos para la gloria, no cumpliremos Su Voluntad ni seremos justos, morales o íntegramente humanos. No cumpliremos nuestro deber que, en resumidas cuentas, es hacernos más y más como Dios, lo cual sólo se consigue por la gracia, que no es otra cosa sino participar más plenamente aún en Su vida. El filósofo Bergson no era católico. No murió dentro de la Iglesia establecida por Cristo. Pero cuando la hora de su muerte se acercaba, se encontraba en sus umbrales. Por qué no los cruzó, es un misterio que no se esclarecerá hasta la eternidad. Pero lo que nadie puede negar es que era un pensador. Casi llegó a lo más profundo del hombre al decir que en todo ser humano hay «un impulso que le lleva hacia Dios». Y casi entró en el misticismo al calificar a ese «impulso» de «movimiento nunca satisfecho». Tú tampoco satisfarás jamás ese impulso, esa ansia de encontrarte frente a frente con Dios. Pero puedes acercarte cada vez más a esa satisfacción recibiendo a Dios en el «sacramento» de cada nuevo ahora. ahora. Esta es Su Voluntad para ti, para mí y para todos los seres humanos de la tierra. Y si sabemos lo que somos realmente, será también la nuestra. Sólo entonces nos enamoraremos verdaderamente, ya que el supremo amor, el éxtasis amoroso, consiste en el encuentro de dos voluntades. Volvemos con esto a nuestra vieja proposición: tenemos el deber de amar puesto que es nuestro privilegio para vivir. Pues Dios es Amor y nosotros hemos «nacido de Dios». No puedes decir que no estás seguro de la Voluntad de Dios en lo quee a ti resp qu respec ecta ta,, pu pues es desc descan ansa sa en el debe deberr del del mo mome ment ntoo pres presen ente te cualquiera que sea el estado en que te encuentres en este pasajero ahora. ahora. Veamos tu jornada cotidiana. Te despiertas. Dios quiere que te despiertes, como todos los padres quieren que se despierte su hijo. Cuando el hijo sale de la inconsciencia del sueño, abre los ojos, lentamente te reconoce y te sonríe. Nosotros somos hijos de Dios, cualesquiera que sean nuestra edad y nuestro desarrollo físico. Por tanto, Dios quiere lo mismo que todos los padres: que nos despertemos, que le miremos inclinado sobre nosotros, que le reconozcamos y sonriamos amorosamente agradeciéndole el nuevo día de vida. Desde luego, hay días en que los niños se despiertan enfurruñados. 124
Pero aun así reconocen al padre que les ha despertado y de un modo u otro le saludan. Nosotros, hijos más viejos de Dios, también a veces nos despertamos malhumorados. Sin embargo, Dios quiere que Le saludemos. El obispo Fulton Sheen es aficionado a repetir dos posibles saludos que pueden brotar en nuestros labios en cuanto tengamos conciencia de que empe empeza zamo moss un nu nuev evoo dí día: a: «¡Bu «¡Buen enos os dí días as,, Di Dios os!» !» Aun Aun cuan cuando do no noss despertemos de mal humor, podemos hacer del saludo una plegaria, si subrayamos la segunda palabra. Dios es bueno al concedernos un nuevo día, sea el que sea nuestro estado de ánimo al empezarlo. Este momento es un momento sacramental para todos los que viven en un estado sacramental. Es un momento sacramental para todos, cualquiera que sea su estado, aunque sea un estado de pecado. Es un nuevo ahora, ahora, y Dios quiere que Le recibamos en él. El lavado y vestido de nuestros cuerpos, el alimento que tomamos, el camino hasta el trabajo o el arreglo de la casa significa para Dios una oración y una alabanza y una contribución a nuestra perfección como criaturas suyas. En cada nuevo ahora vamos a hacer lo «conveniente», a ver y reconocer lo que necesitamos: Cristo en cada persona, Dios en cada acontecimiento. En su drama Asesinato drama Asesinato en la catedral, T. S. Elliot dice que ... la mayor traición es hacer un acto justo por una injusta razón. Por esto es esencialísimo que empecemos nuestro día con la justa razón, es decir, que dirijamos todos nuestros pensamientos, palabras y obras a Dios y sólo a Dios. Con demasiada frecuencia podemos «hacer un acto justo por una razón injusta». Si nos levantamos, nos vestimos con cuidado, desayunamos y nos encaminamos al trabajo por otra razón que no sea la de que es la Voluntad de Dios para nosotros, seremos reos de traición; pero no sólo traicionaremos a Dios, sino a nosotros mismos y a nuestros semejantes, puesto que no realizamos esos actos para que puedan glorificar a Dios y ganar gracia para nosotros y nuestro prójimo. Y ya es sabido que lo que vale no es lo hecho por nosotros los humanos, sino lo que hagamos humanamente. humanamente. Ninguno de nuestros actos será humano si no procede de la inteligencia y de la voluntad, si no es motivado y dirigido, si no es libre. Por eso, si nuestro día con su sucesión de momentos colmados de Dios ha de ser algo más que un pasatiempo, debemos ofrecérselo ofrecérselo a Dios de manera libre, consciente y deliberada. La intención es el alma de cada 125
act acto hum uman ano. o. Deci Decirr que «e1 infi nfierno erno está está empe empeddrado ado de bu buen enas as intenciones» es tal vez más erróneo que decir que «el fin justifica los medios». Cualquiera puede ir al infierno si lo que llama «intención» no es más que un concepto conectado con un deseo blando, inerte y débil. Pero si la intención es lo bastante buena para encender su voluntad con alguna clase de fuego y actúa conforme a ella, nunca verá las llamas del infierno. San Lorenzo Justiniano nos traza directrices en esta materia cuando escribe: «Quienquiera que desee salvarse debe mirar a su intención en todas sus obras, y dirigir su voluntad hacia lo que la Voluntad de Dios le señale, sin lo cual el sudor de su frente será inútil. Aprovecha muy poco llevar a cabo difíciles empresas, ganar la confianza de reyes y príncipes, alcanzar fama de sabiduría o santidad, y hacer todo esto con torcida intención.» ¡Qué bien hacía Elliot al santo cuando hablaba de «la mayor traición«! No necesitas ser sacerdote o religioso para reconocer la importancia de la intención. Hasta el pagano Séneca se daba cuenta de ello cuando escribía en una de sus epístolas: «Estás sentado a la cabecera de tu amigo enfe enferm rmo. o. Exam Examin inem emos os tus tus mo moti tivo vos. s. Si espe espera rass ser ser menc mencio iona nado do en su testamento, eres un buitre acechando al cadáver. Los mismos actos pueden ser viles o loables según la intención con que se hacen.» Seríamos verdaderamente sabios si hiciésemos cada mañana al salir de la cama esta oración: Dios mío, Os ofrezco este día y todo lo que piense, haga o diga, unido a cuanto hizo en la tierra Jesucristo, Vuestro Hijo. Esto hará de cada momento de tu jornada algo que vivirá en los inte interm rmin inab able less días días de la eter eterni nida dad, d, no po porq rque ue pens pensem emos os,, haga hagamo moss o digamos algo importante en su transcurso, sino porque la intención nos une a Cris Cristo to,, qu quee es in infi fini nita tame ment ntee di dign gno. o. Esos Esos senc sencil illo loss vers versos os pu pued eden en significar más para Dios y para el hombre que toda la literatura humana, pues San Agustín decía: «la buena intención hace al acto». El Apostolado de la Oración nos ha dado un largo ofrecimiento que hace las cosas un poco más explícitas quizá. Ofrece todas las oraciones, obras, alegrías y penas a Jesús «a través del Inmaculado Corazón de María» y «en unión al Santo Sacrificio de la Misa que se celebra en todas las partes del mundo». Esto nos enlaza también con María y con la Misa. 126
Ni Dios ni el hombre pueden forjar unos eslabones más fuertes. Este enlace supone vivir como Dios quiere que cada hombre viva, puesto que son miembros de Cristo y María es la Madre de todos nosotros. Este ofre ofreci cimi mien ento to part partic icul ular ar lleg llegaa a espe especi cifi fica carr lo loss mo moti tivo voss po porr lo loss qu quee rezaremos, actuaremos, gozaremos y sufriremos durante el día, cuando dice di ce:: «po porr to toda dass las las int nten enci cion ones es de Vue Vuestr stro Sa Sagr grad adoo Cor Corazó azón, en repa repara raci ción ón de mi miss peca pecado dos, s, po porr las las in inte tenc ncio ione ness de to todo doss nu nues estr tros os miembros...» Fíjate en la explícita manifestación de amor a Dios, a uno mismo y al prójimo que se hace con esta especificación. Pera esos tres amores —uno sólo en realidad—abarcan la Voluntad de Dios para cada hombre en cada momento. ¿Ves lo «conveniente» que es para nosotros empe empeza zarr nu nues estr troo dí díaa con con un ofrec frecim imie iennto mati atinal nal? Hay Hay gran grande dess probabilidades de que si lo hacemos, cumplimos en ese día nuestro deber, que consiste en ver a Cristo en cada persona y encontrar a Dios en cada acontecimiento. Antes de poder hacerlo con facilidad, gracia y perfección, hemos de aprender lo que en el camino de Damasco aprendió Saulo de Tarso. Esa lección se llama la doctrina del Cuerpo Místico. Nos dice que Cristo y los cristianos somos una sola Persona: Él, la segunda de la Santísima Trinidad. Una Una ver verdad dad tan tan deslu eslum mbrad bradoora y cega cegaddora ora tení enía que ser revel evelaada deslumbradora y cegadoramente. Saulo salió de Jerusalén hacia Damasco con el propósito de perseguir y encarcelar a cuantos cristianos y cristianas encontrase. Pero cuando regresó a Jerusalén años después, era un «cautivo en las manos del Amor». Saulo encontró a los cristianos cuando Cristo le llamó diciéndole: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Cayó de su caballo, cegado por una intensa luz del cielo, y desde el suelo preguntó: ¿Quién eres tú, Señor?» y oyó la asombrosa respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Act. 9, 4-5). Era la misma voz que había preguntado al guardián de la casa del sumo pontífice: «¿Por qué .me pegas?» (Jn. 18, 23). La conclusión es ineludible: la misma Persona sufría ambos golpes: el del guardián y el de la persecución de Saulo. Con este recuerdo de la Revelación palpitando en tu sangre, no te será difícil reconocer a Cristo en cada ser humano. Esto suena a cuestión de vida o muerte. Si alguien lo considera de otra manera, que lea en el capítulo veinticinco de San Mateo cómo nos juzgará Dios. Cuando San Juan de la Cruz dice que seremos juzgados por el Amor, algunos consideran sus palabras como algo de naturaleza de revelación particular. Pero no. Lo que hace San Juan de la Cruz es sencillamente resumir la descripción del Juicio Final hecha por Cristo. Una 127
descripción que ha estremecido a más de uno, pues revela el hecho de que no seremos juzgados por nuestra castidad sino por nuestra caridad. En otras palabras, por el amor, y precisamente por nuestro amor a Dios manifestado en nuestro amor a Jesucristo como vive en nuestro prójimo. «Porque tuve hambre —dice Cristo— y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme.» Como otro Saulo, preguntaremos: «¿Cuándo te vimos hambriento y no te alimentamos?» La respuesta está en vivir la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo; tenemos que aprender y vivir esa doctrina, pues tal es la Voluntad de Dios. Así el hombre se despierta, hace el ofrecimiento de su vida, se va a trabajar y vive lo que ha ofrecido. Si es mujer, prepara el desayuno... para Cristo. Quita les platos y los manteles... por Cristo. Arregla la despensa y limpia la casa... por Cristo. Llamará el cartero que no traerá quizá más que notificaciones y facturas. La mujer verá en él y en ellas... a Cristo. Puede llegar un chico de Telégrafos con un telegrama anunciando la muerte de un ser querido. La mujer verá en el mensajero y en el mensaje lo que Juan vio desde su barca aquella noche en que él y Pedro y los demás salieron a pescar y no pescaban. Con él dirá: «¡Es el Señor!» (Jn. 21, 71. Y así sucesivamente, durante todo el día verá a Cristo en cada persona y encontrará a Dios en cada suceso trascendental o nimio. Ya sé que alguien volverá a decir que «eso es vivir como un místico». Pero la respuesta es invariable: «¡Eso es vivir!» Mauricio Zundel ha observado que «la Religión no es una ocupación especial: es la vida que se ha hecho divina». Y el abate Pouget, que ha sido llamado «el Sócrates moderno», notaba que «no decimos Credo Deo, es decir 'Creo en la palabra de Dios', ni siquiera Credo Deum — 'Creo que Dios existe'—, sino Credo in Deum. Deum. La palabra in indica tendencia: que damos nuestro máximum. máximum. Esto es plena Religión». Si hacemos la Voluntad de Dios, precisamente ahora, ahora, daremos nuestro máximum. máximum. Viviremos como místicos, pues haremos bien cuanto hagamos, sencillamente porque es la Voluntad de Dios. Si una madre y un padre vivieran como deben, dando a Dios su máximum, máximum, viendo a Cristo en sus hijos y en todos los demás seres, enco encont ntra rand ndoo a Di Dios os en todo todoss los los acon aconte teci cimi mien ento toss grat gratos os o ingr ingrat atos os,, motivados por la única razón válida: la Voluntad de Dios, sus vidas hablarían a sus hijos, a sus vecinos y al mundo entero como lo hicieron los 128
antiguos profetas. Sus actos serían tan elocuentes como aquellas vibrantes palabras: «Dios de-decía»... En el vasto poema de Charles Péguy Dios habla, habla, dice cómo Dios habla acerca del sueño —ese final de un día corriente para un hombre vulgar: No me gustan los hombres que no duermen, dice Dios. El sueño es amigo del hombre. El sueño es amigo de Dios. El sueño quizá sea lo más hermoso que he creado. yo mismo dormí el séptimo día. Quien tiene el corazón puro, duerme, y el que duerme tiene puro el corazón. Este es el gran secreto para ser infatigable como un niño. De tener en las piernas las fuerzas que tiene un niño. Esas piernas nuevas, esas almas nuevas, y empezar otra vez cada mañana, siempre nueva Coma una nueva y joven esperanza. Péguy habla luego de los hombres que no duermen y hace decir a Dios: Los compadezco. Estoy hablando de esos que trabajan y obedecen con ello mi Mandamiento, pobres hijos, pera que por otra parte carecen de valor, de confianza y no duermen. Los compadezco y me irritan un poco. No confían en Mí y no descansan inocentemente en los brazos de mi Providencia como el niño que descansa inocentemente en los brazos de su madre (5). También el sueño es voluntad de Dios respecto a ti. Por tanto, San Pablo no se entregaba a una vana retórica cuando escribía: «Ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor., 10, 31). Es decir, desde la mañana a la noche, y luego a través de la noche hasta el alba siguiente es «conveniente» vivir en Cristo y vivir como Cristo, haciendo siempre las cosas que agradan al Padre. Eso es vivir en 5
New York: Pantheon York: Pantheon Bocks, Inc., 1945. pp. 21-25.
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amor, lo cual —insisto— es la voluntad de Dios respecto a cada uno de nosotros, no sólo en cada nuevo ahora del tiempo, sino también en el ahora de la eternidad que nunca se renueva. Las parejas casadas, a las que Dios ha confiado las imágenes de Sí mismo, pueden, y lo hacen, participar en la paternidad y en la maternidad de Dios, «nunca olvidando a les hipas de su seno». Tal es la voluntad de Dios respecto a ellas. Pero, ¿y respecto a los no casados...? Ellos pueden decir: «¡Si yo conociera la voluntad de Dios!....
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Capítulo IX CADA RESPIRACIÓN... CADA LATIDO DEL CORAZÓN Una de las primeras sorpresas del postulante o el novicio en una orden o comunidad religiosa es la manera con que el tiempo vuela. Si analiza la situación casi inmediatamente se le hace evidente que los días parecen horas, las semanas transcurren como días y los meses pasan como sema semana nas, s, po porq rque ue cada cada ho hora ra del del día día ti tien enee su ocup ocupac ació iónn part partic icul ular ar.. El aspirante está tan absolutamente atareado, que no le queda un instante para el ensueño; por eso el tiempo parece pasar volando. Pero de las muchas alegrías que siente un principiante en la vida religiosa, ninguna se puede comparar a la que experimenta al advertir que cada segundo del día y de la noche no sólo ha sido restituido a Dios, sino restituido conforme a su voluntad; que cada respiración y cada latido del corazón los ha ofrecido a Dios como Él lo quería, por lo cual su vida puede resumiese en lo que era la de Cristo cuando decía: «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn., 8, 29). En ello no cabe desengaño, pues en tanto que el religioso vive conforme a su Regla, cada aliento de su pecho y cada latido de su corazón obedecen a la voluntad de Dios. La verdad de este principio fue revelado por el Hijo de Dios. Hablando Jesús a sus discípulos —y refiriéndose, por tanto, no sólo a ellos, sino también a quienes serían sus legítimos sucesores — dijo: «El que a vosotros oye, a Mí ese oye» (Lc., 10, 16). Por eso, cuando un religioso recibe una orden de su inmediato superior, esa orden, si está dentro de la Regla, puede considerarla como procedente de los labios de Dios. Es su voluntad articulada. Lo mismo puede decirse de la Regla, que ha sido aprobada por la Sagrada Congregación de Religiosos, que es una extensión de Inteligencia, la voluntad y la voz del soberano Pontífice, quien, a su vez, es vicario y vicegerente del Hilo de Dios, que es «verdadero Dios del Dios verdadero». La conexión es fuerte y verdadera. El superior es «la viva voz» que interpreta y manda conforme a la Regla; la Regla ha sido aprobada por la autoridad competente de la Congregación; esa autoridad es la del Papa, quien ostenta, efectivamente, la autoridad de Dios manifestada en Jesucristo. El aspirante serio y profundo dará un paso más y conocerá una alegría que nunca abandonará a su alma, pues procede de la verdad 131
fundamental de toda existencia humana. La condición de criatura de todo ser humano exige que cada persona ame a Dios con todo su corazón, su alma, su inteligencia y su fuerza de ser, desde el principio hasta el fin de su existencia. Esa misma condición exige que el ser humano conozca y como consecuencia alabe, reverencie y sirva a Dios con cada uno de sus alientos y latidos de su corazón. El amor sirve. La vida religiosa es un servicio de amor —un largo servicio de amor— o no es vida religiosa. Así, el aspir aspirant antee reflex reflexivo ivo,, estudi estudiand andoo su Regla Regla y Const Constitu itucio ciones nes,, ll llega ega darse darse cuenta de que mientras viva conforme a esa Regla y a esas Constituciones, su vida entera transcurre exactamente como Dios quiere que transcurran las vidas de Sus seres racionales; que cada día y cada hora del día o de la noche, estén llenas hasta el colmo y, si es posible, desbordada con la gloria de Dios. Sabe con un conocimiento que todos los seres deben tener, que la ppri rime mera ra y úl últi tima ma fina finali lida dadd de su cond condic ició iónn de cria criatu tura ra está está sien siendo do cumplida. Ello está muy cerca de lo que se llama beatitud. Esta realización a la que los teólogos llaman el finis finis primariu primariuss creationis —la primera y la última finalidad de la Creación— se está haciendo haciendo precisame precisamente nte ahora y se seguirá haciendo mientras los afortunados individuos vivan dentro de la Regla y conforme a las Constituciones, dando una paz mental y una tranquilidad espiritual que nada en el mundo puede dar ni quitar. El religioso sincero en sus esfuerzos para ser todo lo que la vocación religiosa pide, conoce la más completa satisfacción que una criatura racional puede tener a este lado de la visión beatífica. Pero este júbilo del espíritu no significa que todo el día esté inundado de áurea luz. No quiere decir que no existan choques personales, malas inteli int eligen gencia ciass humana humanas, s, erróne erróneas as int interp erpret retaci acione oness de mot motivo ivoss e inclus inclusoo rebaja de consideración a los más grandes esfuerzos y verdaderos méritos. En otras palabras, la vida religiosa no se vive en un mundo de rosales sin espinas, cielos sin nubes y jardines sin hierbajos. San Benito aconsejaba a todos los aspirantes a su Orden —hombres o mujeres— darse cuenta inmediatame amente de la dureza y aspereza de las cosas difíciles y desa desagr grad adab able les, s, de las las aust auster erid idad ades es qu quee la natu natura rale leza za hu huma mana na rech rechaz azaa instintivamente. Pero suceda lo que suceda, el verdadero religioso nunca pierde esa felicidad de corazón derivada de la seguridad de que cada uno de los latidos de su corazón está dirigido por Dios exactamente hacia donde Él quiere. La pregunta que inmediatamente surge es la de si eso es posible también para las personas seglares. ¿Puede el que vive una vida totalmente independiente, sin cualquier autoridad inmediata sobre él, salvo las que 132
gobiernan la Iglesia y el Estado en general, tener la misma seguridad de la voluntad de Dios en lo que le concierne, que un religioso? ¿Puede llegar a la misma paz espiritual y a conocer el mismo sentimiento de plenitud? La única respuesta que se puede dar es ésta: debe procurarlo. Sí; las personas seglares deben tratar de hacer la voluntad de Dios con todos sus alientos y todos los latidos de su corazón, o dejar de ser genuinamente humanas, puesto que dejan de ser verdaderas criaturas racionales. El ho homb mbre re prác prácti tico co pu pued edee sorp sorpre rend nder erse se ante ante esta esta afir afirma maci ción ón y preguntar, extrañado: «¿Cómo puedo saber que es voluntad de Dios que esté en esta empresa o compañía, en esta sección, bajo este jefe y con estos compañeros? ¿Cómo puedo estar seguro de que Dios me quiere haciendo este trabajo, en este lugar y en este preciso instante?» La respuesta es muy sencilla: «Conociéndote a ti mismo». Pues cual cualqu quie iera ra qu quee se dé cuen cuenta ta de qu quee es un unaa cria criatu tura ra,, debe debe conc conclu luir ir inmediatamente inmediatamente que no podría ser quien es, estar dónde y con quienes está, haciendo lo que hace en este preciso instante, si Dios quisiera otra cosa. Lo cual no significa que Dios quiera verle permanecer siendo lo que es, dónde y con quién está y haciendo lo que hace durante el resto de sus días. No. Pero estamos hablando del ahora y diciendo que está lleno de la autoridad de Di Dios os.. En cons consec ecue uenc ncia ia,, nada nada hay hay en este este mu mund ndoo nu nues estr troo qu quee la Providencia de Dios no haya previsto y ordenado. Por eso, literalmente, todas las cosas que de una u otra manera rozan a cada ser humano en este preciso momento han sido queridas por Dios con su voluntad directiva o permisiva. No hay accidentes en el mundo de Dios. Sólo hay acontecimientos, acontecimientos, previstos o no por los humanos y sucesos no planeados ni queridos por el hombre. Pero éstos, en el más estricto sentido del vocablo, no son accidentes en el mundo de Dios. Son acontecimientos o sucesos conocidos por Él desde la eternidad, que se producen ahora. ahora. Así, las personas de uno y otro sexo pueden y deben dar cada suspiro y latido de su corazón a Dios conforme a su voluntad. Pueden objetar y decir algunas que no viven en el estado matrimonial o religioso. Pero su objeción se desvanece cuando se les señala que como los casados y los religiosos son criaturas de Dios, redimidas por Dios Hijo, conservadas por el Padre para ser vivificadas por el Espíritu y contribuir específicamente a la «restauración de todas las cosas en Cristo». Como el Dios Trino está tan inte intere resa sado do po porr ella ellas, s, ella ellass debe deberí rían an mo most stra rarr el mi mism smoo inte interé réss po porr la voluntad de ese Dios Trino. Dios quiere que ellas, como los casados y los religiosos, cumplan los deberes de su estado, el estado de criaturas de Dios 133
que las requiere vivir constantemente en estado de gracia, lo cual no es sino otro modo de decir: vivir en Cristo y tener a Cristo vivo en ellas. Esa es la esencia de la condición de criaturas; ésa es la esencia del Cristianismo. Pero la lección más grande de los Evangelios no siempre es aprendida ni siquiera per sus más sagaces comentadores. Esa lección puede resumirse en una expresiva palabra: aceptación. aceptación. ¡Cuidado con esa palabra! Es tremenda. Utilizada por una virgencita en la pequeña ciudad de Nazaret, trajo al tiempo al Hijo de Dios, al Esplendor de la gloria del Padre, al Eterno; trajo al omnipotente creador entre sus criaturas; al florecer en los labios de María Inmaculada inauguró la re-creación de la raza humana al permitir la Encarnación de Dios. María aceptó la voluntad de Dios para ella y el papel que Él le tenía reservado desde la eternidad. Y lo hizo con la sencilla palabra Fiat palabra Fiat . Ningún ser humano habría conocido jamás algo parecido a una sensación de frustración si todos empleásemos esa palabra como lo hizo María; si aceptáramos todas las cosas como Dios las hizo; si aceptásemos el papel que en su firme sabiduría y su inagotable amor nos asignó a cada uno; si aceptásemos nuestro puesto en el Cuerpo Místico de Cristo y cumpliésemos la misión que nos corresponde, exclusivamente, en el Universo. ... ¡Qué mundo de significado en esas cuatro letras! Pronunciadas Fiat ... por la boca de un ser humano quieren decir que hará todo cuanto esté en su pod poder er para para comp comple leta tarr la Pa Pasi sión ón de Cris Cristo to,, conv conver erti tirr la rede redenc nció iónn en salvación, y ayudar a Dios Padre a «restaurar todas las cosas en Cristo». La aceptación no supone un simple movimiento afirmativo de la cabeza. No. La aceptación quiere decir que la persona humana extiende con avidez sus manos para tomar de las de Dios lo que su voluntad le da y apretar contra su corazón ese don divino. Significa la absoluta dedicación. Sign Si gnif ific icaa amor amor,, el géne género ro de amor amor mani manife fest stad adoo po porr Cris Cristo to cuan cuando do «entrando en este mundo dice: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces Yo dije: Heme aquí que vengo —en el volumen del Libro está escrito de Mí— para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb., 10, 5-7). Significa ese género de amor que vivió en el inmaculado Corazón de María cuando dijo: «He aquí a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra» (Lc., 1, 38). Aceptación, pues, es algo tan tremendo como Dios, algo tan lleno de 134
amor como la redención, tan eficaz —a su modo— como la Cruz de Cristo. En el fondo, esto es exactamente lo que significa. Pero ahora debemos abrir como nunca nuestros ojos para ver con claridad cuál es la voluntad de Dios para cada ser humano individual. Una y otra vez hemos dicho que «restaurar todas las cosas en Cristo». Pero aún debemos preguntarnos lo que esto significa, en el concreto ahora, para el homb ho mbre re y para para la mu muje jer. r. Hemo Hemoss in insi sist stid idoo en qu quéé sign signif ific icaa esa esa cosa cosa tremenda llamada aceptación. aceptación. Pero el hombre y la mujer vulgares pueden mirarla como algo enigmático y preguntarse: «Aceptación, ¿de qué?» No hay más que una respuesta: ¡De Cristo! Aceptarle dentro de tu vida y de tu ser. Dejarle vivir el género de vida que quiere vivir dentro de tu vida. Dejarle ser tu vida, a lo largo, lo ancho, lo alto y lo profundo de ella. Dejarle ser el principio y el fin no sólo de cada uno de tus movimientos, sino de la totalidad de tus movimientos. Dejarle utilizar tu inteligencia, tu voluntad, tus emociones, tus pasiones, cada célula de tu cuer cuerpo po,, cada cada facu facult ltad ad de tu alma alma.. Deja Dejarl rlee ser ser la resp respir irac ació iónn de tu tuss pulmones y el latido de tu corazón. Todavía esto no es bastante claro, ¿verdad? Ni bastante concreto. Suena más como retórica que como realidad. Sin embargo, ¿no es una descripción de lo que aceptó María Inmaculada? ¿No reproduce al detalle lo que aceptó Cristo cuando dijo que había venido al mundo a hacer la voluntad de su Padre? ¿No especifica exactamente lo que queremos decir cuando en el umbral del sacramento del Bautismo se nos pregunta qué queremos y respondemos: respondemos: Fe? Sepámoslo o no, esta palabra quiere decir mucho más que un mero asentimiento a las verdades reveladas por Dios; más que confianza en Dios y en su bondad; más que la reverencia llena de temor y amor a su gran grande deza za.. Esta Esta pala palabr braa sign signif ific icaa más más qu quee rend rendic ició iónn tota total.l. Si Sign gnif ific icaa y supone un parentesco personal, total, real y transformador con Jesucristo. La verdadera fe, en el sentido del Nuevo Testamento, cambia por completo al ser humano. Efectúa esa metanoia que fue la primera petición que hacia Juan Bautista cuando desempeñaba su papel de Precursor de Cristo; esa me-tanoia que Cristo proclamó haber llevado a efecto en los pecadores — ¿y quién no figura entre ellos?—; esa metanoia que Pedro, en el primer sermón pronunciado como vicario de Cristo, recomendó a sus conversos. Es la conversión en el más profundo y verdadero sentido de esta palabra, pues afecta a la totalidad del hombre, cambiando su mente y su corazón, invirtiendo todos sus valores, orientándole hacia el verdadero Oriente que 135
está más allá de todos los horizontes terrenales. La fe, en este sentido auténtico, es renovación, es vuelta a nacer, es surgir otra vez como una criatura nueva... Y toda esta novedad encaminada a vivir en Cristo y a permitir a Cristo vivir en nosotros. Esta es la fe vital y la única digna del cristiano. El Bautismo fue un renacer; pero como el primer nacimiento sólo fue un comienzo. Cristo nació en nosotros en aquel momento, y nosotros renacimos en Cristo. Pero desde aquel momento hasta el presente ahora no hemo hemoss vivi vivido do real realme ment ntee si no hemo hemoss esta estado do crec crecie iend ndo, o, crec crecie iend ndoo y creciendo en Cristo, y Él ha vivido como deseaba en nosotros. La vida es acción. La vida humana es actividad intelectual y volitiva. ¿Hemos estado ppen ensa sand ndoo con con la ment mentee de Cris Cristo to?? ¿Hem ¿Hemos os esta estado do qu quer erie iend ndoo con con su voluntad? Cristo nació de María para esto. Dios se hizo hombre para esto. Ahí está precisamente la voluntad de Dios para cada uno de nosotros en el momento presente. ¡Qué simplificación de la vida puede traer esto! ¡Qué seguridad puede darnos a cada uno de nosotros, tan acosados por la inseguridad! Pero no pensemos que esto se produzca por arte de magia. Debemos saber cómo trabajaban la mente y la voluntad de Cristo cuando estaba en la tierra. Debemos conocer a Cristo. Esto requiere un minucioso estudio de los Evangelios, de los Actos de los Apóstoles, de las Epístolas y del Apocalipsis. Esto requiere también una detenida lectura del Antiguo Testamento en donde Cristo y su misión fueron vistos en símbolo y en profecía. Pero sobre todo requiere la frecuente utilización de los Sacramentos —especialmente el de la Sagrada Eucaristía— y un vivir consciente y constante el sacrificio de la Misa. Pues sólo cuando hayamos sido transformados en verdaderas hostias podremos atrevernos a llamarnos cristianos y a decir que hemos cumplido la voluntad de Dios. San Pablo decía esto con toda sencillez. Escribiendo e los gálatas, lo hacía perfectamente explicito cuando declaraba: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.» Era una afirmación pasmosa, necesitada de explicación. El Apóstol la dio en las palabras siguientes; «Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál., 2, 20). Ahora puedes ver por qué vivimos en la fe y la metanoia surte efectos; por qué insistimos en que la total lección del Evangelio reside en la palabra aceptación; por qué hemos subrayado el hecho de que lejos de suponer pasividad, el hecho de aceptar la voluntad de Dios respecto a ti 136
ahora, muchas veces exige pasión, amor sin límites. Lo cual sólo es otra manera de decir Jesucristo. Jesucristo. El cristiano sincero y serio en su vida cristiana, podrá decirte que no se siente diferente después del Bautismo, la Confirmación, la Penitencia e incluso la Sagrada Comunión. Pero ello no significa que no sea diferente. Muy pocos hombres nos damos cuenta de nuestro crecimiento físico. No sent sentim imos os crec crecer er nu nues estr tros os braz brazos os y nu nues estr tras as pier pierna nas, s, tens tensar arse se nu nues estr tra, a, columna vertebral. Y, sin embargo, creemos. Lo mismo pasa con Cristo en nosotros y con nosotros en Cristo. No sentiremos nuestro crecimiento espiritual. No tendremos conciencia de nuestra gradual transformación en Jesús. Pero si somos cristianos sinceros, serios respecto a la vida cristiana, siem siempr pree proc procur urar arem emos os cono conoce cerr y hace hacerr la vo volu lunt ntad ad de Di Dios os en cada cada sucesivo ahora, ahora, y esa transformación tendrá lugar. Como todo crecimiento será gradual e imperceptible en su proceso, pero real y recognoscible en sus efectos. Vivir con la vida de Cristo, o sea poder decir como San Pablo: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí», no cambiará nada exterior de nuestra existencia terrenal. La misma dureza y aspereza que encontramos no sólo en la vida benedictina, sino en cualquier clase de vida humana, parecerá tan ruda y real para el cristiano como para el pagano. Pero el hombre en quien Cristo vive y que vive en Cristo, reaccionará interiormente de manera muy diferente frente a esa aspereza y dureza. Este hecho debe tenerse en cuenta, pues son muchos los que parecen esperar que se produzca un milagro de cualquier clase en el momento en que se pongan a vivir su cristianismo integra y conscientemente. conscientemente. El abogado que intente actuar como Cristo hubiera actuado en caso de ser abogado, encontrará la ley tan laberíntica como lo era antes de hacer el esfuerzo para vivir en Cristo y permitir a Cristo vivir en él. Seguirá sien siendo do igua igualm lmen ente te difí difíci cill como como ante antess para para él, él, escr escrib ibir ir un unaa dema demand nda, a, defender una causa o sostener un recurso. Lo mismo ocurrirá con el médico y el cirujano. La anatomía seguirá siendo la misma maravilla que antes para el cirujano, y en el momento de operar necesitará como siempre de toda su atención y su destreza. También los diagnósticos y prescripciones prescripciones del médico requerirán la misma seguridad y exactitud. Y así sucesivamente en cualquier otra profesión. Nada cambia en ellas, aunque si hayan cambiado —y profundamente— quienes las ejercen. Cada uno de ello elloss empr empren ende derá rá su tare tareaa di diar aria ia con con la mayo mayorr reve revere renc ncia ia,, la mayo mayor r seguridad de cumplir con un deber y la mayor paz interior. Se sentirá más 137
consciente de la dignidad que ese deber lleva aparejada y más concienzudamente vivirá las obligaciones de esa dignidad. Cristo, dentro de ellos, cambiará todas las cosas, especialmente su estimación de las pasajeras y su apreciación del valor del momento presente. Los empleados de las Compañías de Seguros que trabajan para conocer y hacer la voluntad de Dios —y hacerlo en Cristo y como Cristo — deb deberán erán hace hacerr to todo do cuan cuanto to haga aga un aseg aseguurado radorr incr ncrédul édulo. o. Sus pro propu pues esta tas, s, cont contac acto tos, s, conv conver ersa saci cion ones es,, cont contra rato toss y pó póli liza zass será seránn las las mismas, pero habrá una diferencia intangible, Imponderable, aunque real y evidente. En torno del asegurador cristiano habrá un aura que influirá en la atmósfera que rodea a las partes contratantes. A simple vista puede parecer que se debe, sencillamente, a la personalidad y habilidad del agente, atribuyéndolas una fuerza de persuasión extraordinaria. Pero tal consideración es demasiado superficial. El portador de Cristo carecerá de muchas cosas que el pagano tiene. La presión ejercida por uno y otro será de naturaleza diferente. La de uno estará matizada por la codicia, mientras la del otro será algo de la naturaleza de aquella bondad que hizo levantarse a una mujer caída, dejar su lecho y echar a andar a un paralitico y volver a sus acongojadas hermanas a un hermano muerto y enterrado. El pagano pue puede de ser ser sinc sincer ero, o, ho hone nest sto, o, ínte íntegr groo y sent sentir ir verd verdad ader eroo inte interé réss po porr el bienestar de su cliente. Pero el cristiano tendrá todo eso y más, un más difícil de definir: cristiandad, bondad, santidad. Quizá parezca exagerado, pero es casi exactamente eso, pues es una gracia que irradia y la gracia supone participación en la vida de Dios, que es la bondad suprema. Si el cliente es afectado por la conciencia cristiana del asegurador, loa efectos y afectos de éste son mayores aún. Para él, hacer pólizas de seguros es una manera de ganar la vida, pero también es mucho más: es trabajar con Dios por el bienestar temporal de sus hijos; es hacer la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos; es cumplir la misión para la que nacimos y —algo más importante—, la misión para la que volvíamos a nacer. Tal hombre puede encontrar el éxito o el fracaso en un camino en el que no pensaba Rudyard Kipling cuando en su poema Si consideraba a ambos como «imposturas», afirmando que el verdadero hombre trata lo mismo al éxito que al fracaso. Pero el hombre consciente de Cristo no puede llamarlos «imposturas»; ha de reconocerlos como lo que son: como mensajeros de Dios, tan reales como el Arcángel Gabriel cuando apareció en Nazaret. Sabe que muchas veces llevan el mismo mensaje, pues no ignora el plan de nuestro Padre para «restaurar todas las cosas en Cristo». Por eso, para él, cada suceso de su vida es un 138
«advenimiento de Cristo» que le pide sostenerle en su Encarnación. Y unas veces tendrá el éxito que Cristo tuvo al principio de su predicación, y otras el sorprendente y supremo fracaso que conoció al final. Pero este hombre sólo desea lo que Dios desea, por lo cual, mientras tenga conciencia de haber hecho cuanto podía, aceptará los resultados corno la voluntad de Dios para él y dará gracias con igual sinceridad después del éxito y des pués del fracaso. Para hombres así, la vida es mucho más que un medio de ganársela, incluso cuando este medio esté lleno e incluso desbordante de la vida de Dios. En este hombre hay una serenidad bien digna de análisis. No es meramente ese dominio de sí que cada ser humano merecedor de este título se esfuerza en conseguir; no es simplemente esa calma que no es más que dominio de las facciones del rostro y de la expresión de los brazos, de las manos y de los dedos. Ese hombre tiene mucho más que ese aire de dignidad y hasta de Majestad que parecen exhalar quienes mandan en su interior y tienen perfectamente dominadas sus emociones y sus pasiones. La tranquilidad que este hombre lleva consigo y a veces infunde a los demás con su presencia no es resultado de su temperamento, sino el inevitable efecto de su posesión vital de una verdad vital. Este hombre es sere sereno no y beni benign gno. o. Este Este ho homb mbre re no sólo sólo es simp simpát átic ico, o, comp compre rens nsiv ivo, o, afectuoso, amable y generoso; es de una perfecta y hasta contagiosa humanidad, sencillamente porque ha llegado a la plena convicción, y, por tant tanto, o, a la in inal alte tera rabl blee conc concie ienc ncia ia de qu quee Di Dios os es su Pa Padr dre, e, siem siempr pree providente. Lo cual le hace actuar corno conviene a un hijo de Dios. Sólo hay un modo de actuar para estas personas encendidas de amor. Cada vez que entres en contacto con una de ellas te sorprenderán dos cosas: su serenidad y su alegría. Ambas proceden de la gran verdad de su fe: Dios fe: Dios es su Padre y es amor. El Hijo de Dios se esfuerza entonces en encarnar el adagio que dice: «De tal padre, tal hijo». La viva humanidad del individuo es lo primero que te impresiona. Pero luego, poco a poco, empiezas a advertir que hay otro brillo que añadir a su personalidad humana, una calidad en su profunda apreciación de las cosas que le eleva sobre la tierra y sobre los hombres corrientes. Ahora has llegado al corazón del asunto, pues ahora ves que la voluntad de Dios para el ho homb mbre re vu vulg lgar ar es qu quee sea sea perf perfec ecta tame ment ntee hu huma mano no,, pero pero con con un unaa perfección que sólo puede lograr quien vive en Cristo —el Hombre perfecto— y que permite a Cristo —el Hijo de Dios— vivir en ellos. A eso es a lo que llamarnos gracia, nombre hermosísimo que nos habla de Dios y 139
de su generosidad al compartir su divina vida con los humanos, que explica todo lo que hemos analizado en ese hombre consciente de Dios que se esfuerza en hacer siempre la voluntad de Dios. Esa participación en la vida de Dios, explica el modo de vivir de ese hombre; lo que le da su serenidad, su benignidad, so alegría y su amor. Sabe que Dios alienta con él en cada aliento suyo. ¿Puede dejar de estar tranquilo, aunque el mundo tiemble? ¿Puede dejar de estar alegre, aunque la pena desgarre su corazón y su cuerpo y su alma estén llenos de dolor? La fe ha efectuado una metanoia; la metanoia ha revalorizado todas las cosas terrenales; esa revalorización le ha hecho decir Fiat a Fiat a todo, pues acepta todo como parte del plan de Dios para él en Cristo. Su alegría es la alegría de los santos. Su vida es una vida de verdadero amor. Los sentidos de ese hombre captan la verdadera esencia de las cosas. Las visiones, los sonidos, los olores, la solidez o insolidez de las cosas hacen consciente a ese hombre, al llegarle corno «señales sagradas». Todas le hablan de su Padre, de aquel amor que preparó para que él lo disfrute todo en un mundo de delicias. Sabe que la voluntad de Dios es que encuentre a Jesucristo en todo cuanto le rodea. En verdad, ese hombre lleva una vida sacramental: las cosas visibles de este mundo le llevan a la invisibilia Dei, Dei, la Bondad y el Amor, que son Dios. Acepta a Dios en la rosa, en la lluvia y en el arco iris, en la tormenta como en el sol radiante, en la enfermedad tanto —si no más— como en la salud. Este hombre no sólo ha aceptado las cosas como de Dios: ha aceptado también a Dios en las cosas, hasta el punto de asimilársele. asimilársele . La palabra no es demasiado fuerte, aunque estremezca a nuestra débil devoción y sorprenda a nuestra tibia fe. Cristo nos dijo que si no comíamos Su carne y no bebíamos Su sangre no habría vida en nosotros. Pero la comida y la bebida que nos hacen vivir son las que asimilamos. Lo mismo pasa con el alimento divino —no sólo la sagrada Comunión, sino toda la santidad de las cosas con las que los mortales puedan comulgar— que abarca toda la naturaleza. Si no nos limitamos a recibir a Dios en todo y en todos y le asimilamos después de recibirle, podremos expresarle en todo lo que hagamos y en todo lo que seamos. Tal es la ley de la vida, o, mejor dicho, la voluntad de Dios. Lo que acabamos de decir respecto a Cristo circulando en la sangre de un agente de seguros, se pueda decir de cualquier otro hombre en cualquier otra profesión o empleo, que conozca y haga la voluntad de Dios Di os.. Pe Pero ro qu quiz izáá haya hayamo moss habl hablad adoo dema demasi siad adoo del del ho homb mbre re vu vulg lgar ar y demasiado poco de la «mujer vulgar». 140
No es difícil descubrir la voluntad de Dios respecto a la mujer vulgar que es esposa y madre. Para ella no hay más que un deber: amar. Sólo tiene un destino: ser lo que es en realidad. Una esposa y madre nunca puede puede ser pequeñ pequeña, a, insign insignif ifica icante nte,, egoís egoísta ta y reivin reivindic dicar ar esos esos sagrad sagrados os títulos. Debe ser siempre lo que fue María y es Cristo: amor, que es sacrificio, y sacrificio que es amor. La Voluntad de Dios para ella es algo tan sublime que lo mejor del arte gira alrededor de su divina vocación. Se puede afirmar rotundamente que esa vocación es un don de Dios, y frecuentísima en las mujeres. Sólo los ciegos a lo evidente en la naturaleza y los sordos a la claridad de la Revelación pueden dudar de ello. Dios hizo a la mujer física y psicológicamente psicológicamente distinta del hombre; modeló su cuerpo y su alma con un designio especial: el de ser compañera del hombre y madre de los hombres. Ambas cosas, aunque con diferentes aspectos o aplicaciones, son, en realidad, una misma: la maternidad. Una buena es posa es realmente madre de su marido, porque al participar en su vida hace nacer lo más profundo y lo mejor que hay en él. En este nivel, el compañerismo es fuente de vida. Ere marido y esa mujer se hacen uno en todos los aspectos posibles, y siempre con un resultado vital. La Voluntad de Dios es manifiesta en lo que se llama «la psicología femenina». Las muje mu jere ress se in inte tere resa sann po porr lo vi vivo vo,, lo pers person onal al y lo conc concre reto to;; tien tienen en inclinación a la obediencia, al servicio y al sacrificio: anhelan esa completa entrega que es el alma y el corazón del amor. Así es como Dios las hizo. Su deber es permanecer tal permanecer tal y como las hizo Dios. Esto, desde luego, es una metanoia, metanoia , pues también ellas han heredado una naturaleza manchada. Por eso, su innata tendencia a lo personal demasiado a menudo empieza y acaba en su propia persona, su afición a lo concreto se hace curiosidad y su inclinación a darse a los demás las convierte muchas veces en dominantes y entremetidas. Así, pues, para ser lo que es verdaderamente, cada mujer necesita la gracia de Dios; necesita aquella aceptación mostrada por la muj ujer er de las muj ujer eres es qu quee pron onuunci nció el Fiat . Pero ero ni ning ngun unaa muj ujer er pronunciará el suyo con la magnanimidad de que es capaz sino tiene una fe viva y que llene su vida con una aguda conciencia de la proximidad de Dios y la penetrabilidad de Su amorosa Providencia. Providencia. La mujer que enseñó a las demás su más expresiva palabra es la que les muestra el camino de la vida y el camino del amor. María Inmaculada centró su vida en su Hijo, que también era su Dios. Aceptó la Voluntad de Dios en la Anunciación e hizo lo mismo hasta el día de su Asunción. Sus preguntas a Gabriel demuestran la metanoia que experimentó. Su respuesta al mismo Arcángel enseña a todas las mujeres la clase de metanoia que 141
deben sufrir: una metanoia total no sólo centrada en Dios sino circundada por Dios y completamente saturada de Dios. La lección de las lecciones que las esposas y madres han de aprender de María es la de que todas, como Ella, deben hacer siempre no lo que les guste, sino lo que Dios desea. Ver cómo aceptó María el designio de Dios respecto a José y su preocupación ante su estado de gravidez. Ver cómo aceptó el deseo de Dios respecto al lugar en que el Niño había de nacer. Ver cómo sacrificó patria y hogar para salvar la vida de ese Niño. Ver cómo le trajo a la placidez de Nazaret. Totalmente entregada y dedicada al hacer la voluntad del Padre para con su Hijo —que también era suyo— fue verdaderamente la criada de Dios, pues no tenía más voluntad que la de su Señor. Aquel Niño le había sido confiado por Dios, pero era un don que debía devolver, un talento encarnado que había que doblar. Cada mujer puede ver y reco recono noce cerr en Marí Maríaa la fund fundam amen enta tall acti actitu tudd de alma alma verd verdad ader eram amen ente te adecuada, pues es la única que corresponde plenamente a la vocación femenina: acompañar al hombre y ser sirvienta de Dios. Como esposa y madre era desinteresada, y así lo puso de manifiesto en todo momento. Su devoción a José y Jesús era devoción a Dios. La colmaría llenándome hasta desbordar de todo cuanto era y tenía en su consistente y persistente afán de ser lo que Dios deseaba que fuese: María de Nazaret, esposa del carpintero del lugar y madre de Jesús, el Hijo del carpintero. Esta doncella senc sencil illa la fue fue eleg elegid idaa po porr Di Dios os para para Rein Reinaa del del Univ Univer erso so,, po posi sici ción ón qu quee ganaría por el simplicísimo procedimiento de ver lo que estaba llamada a ser y hacer lo que se le pidió hacer. María es la prueba viva de que el verdadero éxito en la vida está asegurado a todo el que sea lo bastante sincero para adoptar el sencillo expediente de cumplir con su deber; que el camino del amor de una mujer, que es su única verdadera vida, está abierto para todas: todo lo que necesitan es escuchar el mensaje que cada nuevo Gabriel les traiga, y decir «sí» a Dios. En el estado actual de la sociedad muchas jóvenes serán visitadas por un «Gabriel» cuyo mensaje contendrá la misma petición de Dios, aunque expresada en palabras casi opuestas. Se le pedirá dar a Cristo en su vida y en su ser el lugar que tuvo en los de María; se le pedirá «encarnar» al Verbo divino, sin ser siquiera esposa y madre. La suya será la vocación de hacer nacer a Cristo, de salvar su vida del rencor de otras Herodes, de ayudarle a «crecer y fortalecerse lleno de sabiduría y de la gracia de Dios», de estar junto a Él en otros Canás y otros Calvarios, mientras sigue lo que se llama una «carrera». Desde luego, sólo hay una carrera para los seres humanos; la de 142
hacer la Voluntad del Padre. Pero esa voluntad es infinitamente variada. Por eso, no todas las mujeres son llamadas por Dios a ser esposas y madres, o sólo esposas. Hay una divina vocación para algunas mujeres que hace «carrera» de mujeres a algunas profesiones, trabajos e industrias, e incluso dentro del hogar. Los niños sin padres pueden necesitar una tutora que les guíe. Los hermanos y hermanas huérfanos pueden necesitar una madre. Los padres enfermos pueden necesitar un sostén. Las madres y padres agobiados de quehaceres pueden necesitar ayuda. La Voluntad de Dios Di os es paten atentte par para las las muj ujer eres es qu quee se encu encueent ntra rann frent ente a esas necesidades que sólo ellas pueden satisfacer. «Gabriel» está ante ellas esperando su Fíat . Pueden concebir y alumbrar a Cristo verdaderamente, pues Él mismo dijo un día: «Quien hiciere la Voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc., 3, 35). Pero aún fuera del hogar y en el mundo profesional y de los negocios, las mujeres pueden tener —y tienen— vocaciones de Dios. En primer lugar hemos de decir que no hay profesión que no sea ejercida —y con con éxit éxito— o— po porr las las mu muje jere res. s. Hoy Hoy hay hay mu muje jere ress médi médico cos, s, abog abogad ados os,, catedráticas. Salvo la excepción del ejercicio del orden sacerdotal en la Iglesia católica, la mujer puede desempeñar cualquier profesión. Algunas son más a propósito para ellas: enfermeras, maestras, asistentas sociales. En estos trabajos de claras características femeninas, pues son delicados y maternales, la mujer tiene un vasto campo de actuación. Evidentemente, es Voluntad de Dios que ejercite en él los matices y virtudes de su sexo. Tal vez algunas mujeres que trabajen, por ejemplo, en una casa editorial, se preguntarán si están haciendo la voluntad de Dios, si Dios les ha dado vocación para ese género de vida. Esa pregunta es señal de duda e inseguridad. Y, como consecuencia, se consideran fracasadas. fracasadas. Eso no debe ser. Lo que necesitan esas mujeres es aceptación. aceptación. Tienen que aceptar el hecho de que Dios no ha destinado a todas las mujeres a ser esposas y madres; aceptar el hecho de que fue Dios —la única Sabiduría infinita— quien las hizo como son física y psicológicamente, y Dios nunca se equivoca; aceptar el hecho de que cada aptitud intelectual, emocional o social que posean es un talento que les ha confiado Dios, con el que tienen que «trabajar hasta que Él venga». Una vez que acepten esas realidades verán que su vocación es, a su modo, como lo que se llama vocación religiosa, pues una y otra proceden de Dios y sirven a Dios. Ello les llevará a comprender que cada una en su esfera y con su esfuerzo, sirve al plan de Dios con la misma eficacia que las 143
esposas, las madres y las monjas. Parte del plan universal de Dios es que haya casas editoriales lo mismo que hay hogares y conventos, aunque la diferencia entre unos y otros sea grande. Lo dicho de las casas editoriales puede aplicarse a otros trabajos. Edith Stein, la judía alemana dedicada a la Filosofía que se convirtió al catolicismo, profesó como carmelita y fue cazada por la Gestapo y condenada a morir en la cámara de gas de Auschwitz, y que escribió y disertó mucho sobre «La vocación del hombre y la mujer según la naturaleza y la gracia», decía: «La llamada de Dios, que puede hacerse tan clara por circunstancias externas como por inclinación del corazón, debe aceptarse, no rebeld rebeldee ni resign resignada adamen mente, te, sino sino con vol volunt untad ad de cooper cooperaci ación. ón.»» ¡Que ¡Que prescripción para la paz del espíritu, la alegría del corazón y el estremecímiento vital! En su sereno camino filosófico llegó a presumir que «si la llamada a la vida virginal es recibida con alegría, aunque no suponga el estado religioso ni esté de acuerdo con las inclinaciones naturales, habrá grandes probabilidades de que la naturaleza feme emenina no sufra detrimento». Pudo haber ido más lejos. Pudo prometer que la naturaleza femenina saldría gananciosa con tan alegre aceptación. En otra conferencia dijo que «el más profundo deseo de un corazón de mujer es entregarse amorosamente a otro, ser plenamente suyo y poseerlo plenamente», y señaló que «sólo Dios puede recibir la rendición total de una persona y de manera que no pueda perder sino ganar su alma. Y sólo Dios puede darse a un ser humano de tal modo que llene por completo su ser... Por tanto, la entrega total que es el principio de la vida religiosa, es al mismo tiempo el único posible y adecuado cumplimiento de los deseos de la mujer». La brillante judía conversa aclaraba inmediatamente que esto no quiere decir que todas las mujeres deban ser monjas si quieren satisfacer a su naturaleza y realizar su vocación. Pero sí que ninguna mujer será como Dios quiere que sea si no se entrega totalmente a Dios. Nada importa dónde y cómo —en el hogar, en la profunda clausura de un convento o a plena luz— haga esa entrega. Lo importante es que cada mujer tenga en cualquier sitio la inteligencia y el corazón de aquella doncella de Nazaret, que dijo: «Hágase en mí según tu palabra», pues a cada una de ellas se le ha preguntado si quiere ser una ancilla Domini, una esclava del Señor. Así, pues, cada suspiro y cada latido de una mujer editora, jefe de propaganda, correctora de pruebas o taquígrafa; cada latido y aliento de una mujer médico, técnico de laboratorio, enfermera o auxiliar sanitaria; cada respiración y palpitación de una mujer, cualquiera que sea su trabajo 144
y su género de vida, pertenece a Dios. Y es su voluntad la que deben cumplir en todo momento. Volvamos al plan básico y original, a la vocación final de todo ser humano: ser miembro místico de Cristo, vivir en su vida y permitirle vivir en las nuestras. Esa vocación exige la entrega de cada respiración y de cada latido. Dios quiere que se den en Cristo y como Cristo. Ninguna mujer igualará a Cristo en ternura; ningún hombre se acercará a su fortaleza. Pero Cristo es el modelo para ambos y sólo su gracia puede ayudarles a perfeccionar sus naturalezas y a permanecer ante sus mundos irradiando las realidades deseadas por Dios: su dominio de la Creación cuando protegen y preservan a cada criatura puesta a su cuidado, y su poderosa paternidad cuando engendran y educan a sus hijos —físicos o espirituales— espirituales— para el reino de Dios. La voluntad de Dios es bastante clara para quien quiera pensar un poco. Todos nosotros fuimos hechos para manifestar a Dios, reflejar su bondad y contribuir a su gloria. Es necesario, para reflexionar sobre esta verdad fundamental y para una vital realización de los planes de Dios respecto a cada uno de nosotros dedicar cada minuto de nuestra existencia. Esa reflexión es, en realidad, una plegaría mental. Su fruto será el firme convencimiento de que Cristo en nosotros y nosotros en Cristo es la única respuesta para cualquier pregunta. Una vez acopiado ese fruto, nuestra metanoia se produce... y vivimos. Nuestras vidas adquieren una seriedad nueva que se manifiesta en una alegría más intensa. Estamos más seguros de nosotros mismos; conocemos con mayor certeza lo que es justo e injusto; nos sentimos liberados de todo temor, salvo del de perder a Cristo; dinámicos y activos sin la menor huella de presión o dirección ajena, salvo quizá para los perspicaces capaces de advertir que estarnos caritate Christi compulsi, compulsi, incitados por el amor de Cristo hacia todo lo que esté en Cristo. Nos encontraremos convertidos en hombre y mujeres que no necesitamos psiqu psiquiat iatras ras para para calma calmarr nuest nuestros ros temore temores, s, disipa disiparr nuestr nuestras as angus angustia tias, s, liberamos de coacciones y construir nuestros «yos». Seremos personas completas que no necesitan acudir a la farmacia en busca de sedantes o «píldoras de la felicidad», pues habremos encontrado nuestro todo en Cristo Jesús y podremos entregarnos completamente a la vida y al amor siendo sus miembros. Algu Al guno no argü argüir iráá qu quee esto esto es un unaa supe superr-si simp mpli lifi ficac cació iónn de nu nues estr troo complicado mundo y de su modo de existir. E insistirán en los efectos que el medio ambiente surte sobre cada ser. Pero podemos atajarles diciéndoles 145
que ya es hora de que ellos influyan sobre su medio ambiente en vez de dejar que ese medio ambiente influya en ellos. La voluntad de Dios es que seamos los señores del Universo, no sus esclavos. Hilda Graef vio la solución y se la brindó a sus lectores en un ensayo titulado Sin tiempo para rezar (en rezar (en Cross and Crown, Crown, diciembre 1959). Sabe que la voluntad de Dios es que recemos siempre. Y también que tenemos una civilización dispuesta para todo menos para la plegaria. Hilda Graef vio la dificultad y la solución: «traer a Dios a todas nuestras actividades». Percibiendo la verdad de que cada suspiro y cada latido del corazón dependen de la voluntad de Dios, escribía: «Quizá pueda ser una ayuda pensar deliberadamente durante unos momentos que el trabajo que voy a hacer es lo que Dios quiere para mí, puesto que contribuye a mi bienestar y al de mi familia; que el recreo que voy a disfrutar es también voluntad de Dios para conmigo, ya que el descanso es necesario al hombre a fin de conservar su capacidad para el trabajo. Por eso, una petición de gracia antes del trabajo y del recreo, puede ser tan beneficiosa y santificante como la gracia que pedimos antes de las comidas. De esta manera sería posible someter a Dios todas las actividades de nuestra jornada sin tener que rezar largas oraciones.» Esta alemana conversa llegaba casi a la misma conclusión que el católico francés François Mauriac, quien en su Secreto de los santos dice: «Orar es tomar una dirección; es apuntar todas las cosas hacia Dios.» Hilda Graef llegaba a la conclusión de que «lo que necesitamos es la plena integración de la oración en nuestra vida, en el ritmo del trabajo y del descanso, de manera que no la sintamos como algo ajeno, sino como uno de los elementos de nuestra jornada, incluso como la fuente de la que sacamos nuestra fuerza o el eje de nuestra existencia». Esta mujer sabe que Dios hizo explícita Su Voluntad a través de San Pablo, al hacer a este judío converso decir a sus paganos conversos que debían rezar incesantemente. Sabe que Dios no quiere lo imposible ni sus directrices quedan sin efecto a causa de cambios en la época y la condición de los pueblos. Sabe que deben cumplirse hoy como en los días de San Pablo, aunque la manera de cumplirlas sea distinta. Nadie puede impedir a un hombre o una mujer dar todo cuanto tienen, son y hacen, a Dios. Tal donación es un ofrecimiento libremente querido y nada en la tierra ni nadie en el infierno puede tocar al libre albedrío del hombre o de la mujer. Todo es materia de plegaria, pero de plegaria en el verdadero sentido de la 146
palabra. Decir plegarias es la última acepción del verbo orar, y uno puede atreverse a decir que es su acepción única. Mauriac tiene razón: rezar es tomar una dirección, dar una dirección no sólo a todo lo que hacemos, pensamos y decimos, sino a todo lo que somos. La oración es una manera de ser. La oración es vida. Para el cristiano, orar es vivir en Cristo y aprender del espíritu de Cristo a hacer hora tras hora, ahora tras ahora, lo que complazca al Padr Padree. No estamos en la tierra para aprender a decir oraciones, sino para aprender a convertirnos en una oración. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos es alabanza, gratitud, reparación, adoración y súplica. Lo fue así para Cristo; así debe ser para todo verdadero cristiano. La mujer llamada por Cristo a vivir sola y a seguir una carrera, se despierta a un nuevo ahora cada mañana. Ese despertar ha de ser una oración hecha por ella, que volverá a Dios ese despertar que acaba de darle. Se baña, se viste, desayuna... Todo ello puede ser —y será— oración: conformidad consciente con la Voluntad de Dios para su ahora. ahora. Si tiene tiempo y es prudente, debe asistir al Sacrificio de Cristo y recibir a Cristo en la Comunión. ¡Qué vergüenza que haya tan pocas «vírgenes prudentes» en nuestro mundo! Esos vivificantes y amorosos dones de Dios —la Santa Misa y la Sagrada Comunión— con «aceite» suficiente en ellos para llenar no sólo las lámparas de las vírgenes, sino las vidas enteras de las vírgenes, y hacerlas brillar con todo el esplendor de Dios en este oscuro mundo, casi son despreciados como lo fue el aceite de las «vírgenes necias» en la temerosa parábola. Pero si nuestra mujer trabajadora no es lo bastante prudente para hacer esa Comunión real, debe ser lo suficiente para hacer una Comunión espiritual, antes, durante o después del desayuno, a fin de poder salir para su trabajo sintiendo a Cristo palpitar en sus venas. Una Una vez vez en su tare tarea, a, irra irradi diar aráá a Cris Cristo to segú segúnn su mane manera ra feme femeni nina na,, pon ponie iend ndoo de reli reliev evee to todo doss lo loss mara maravi vill llos osos os atri atribu buto toss qu quee Di Dios os ha concedido con tanta prodigalidad a su sexo. La Voluntad de Dios es que la mujer ayude a civilizar al hombre, cosa que hará sólo si permanece lo que es: la parte más amable, refinada, desinteresada, abnegada, sacramental — y tal vez pudiéramos decir la más santa— del género humano. Esta «virgen prudente» debe recordar no sólo lo que es —una mujer —, sino también quién es, Cristo. Es un miembro de Cristo. Vive con Su vida. Exhala esa «fragancia de Cristo» de que hablara San Pedro en su Epístola a los corintios: «Porque somos para Dios penetrante olor de Cristo» —dice— después de señalar que, en todo tiempo, «Dios nos hace triunfar en Cristo, y por nosotros manifiesta en todo lugar el aroma de su conocimiento» (II Cor. 2, 14-15). Esa es la misión de esa mujer. Esa es la 147
misión de cada cristiano. Es una misión tan tremenda, que San Pablo se preguntaba: «Y para esto, ¿quién es suficiente?» La respuesta a esta pregunta es: Cualquiera que, en Cristo y como Cristo, se convierta en lo que Dios quiere que sean todos los humanos: una constante y palpitante adoración. Esta mujer que hemos tomado como modelo ha hecho su ininterrumpida plegaria matinal, alabando y complaciendo a Dios, por obedecer ininterrumpidamente a Su Voluntad. Lo mismo hará a la hora del almuerzo y en su trabajo de por la tarde. Puede luego ir a una fiesta, a cenar o a divertirse. Cada ahora de esas horas de descanso, recreo o actividad social puede y debe ser tamb mbiién oración, alabanza y complacencia para Dios, si la virgen tiene la suficiente prudencia para considerarlos como Su Voluntad respecto a ella y se los ofrece a Dios que se los dio. Cristo asistió a banquetes y a reuniones equivalentes a fiestas. Cristo estuvo en una fiesta de bodas. Cristo trató, fraternizó y descansó en Betania con Marta, María y Lázaro. No hay, pues, aspecto de la vida en que el cristiano no Le pueda tener como modelo. En verdad, Cristo estuvo como nosotros, en todas las cosas, excepto en el pecado. Lo que da un especial relieve y una personal pertinencia al pasaje de la Epístola de San Pablo a los tesalonicenses: «Estad siempre gozosos y orad sin cesar. Dad en todo gracias a Dios, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús. No apaguéis al Espíritu... Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal» (I Tes. 5, 16-22). Esa es la Volu Volunt ntad ad de Di Dios os par para la mujer jer en qu quee pens ensamos amos,, expresada por Él a través de San Pablo. Lo asombroso es que Dios se ha entregado a cada uno de nosotros en Jesucristo. El Verbo Encarnado de Dios y Dios Verdadero, no sólo vino a nosotros como el Niño de Belén o el Hombre crucificado del Calvario. También viene a nosotros ahora y no sólo sólo en la Reve Revela laci ción ón o medi median ante te sus sus repr repres esen enta tant ntes es vi vivo voss —P —Pap apa, a, prelados y sacerdotes—, sino que adviene de cada uno de nosotros en Persona. Y Su Voluntad es que seamos responsables por Dios, cada segundo de nuestra existencia. Aceptarnos a Dios en el Bautismo. Nuestro más grato deber es conservar a Dios vivo dentro de nosotros y mantenernos vivos en Él. Así, si esa mujer de que venimos hablando está empleada por no creyentes, ¡qué vocación la suya! La Voluntad de Dios es que Le revele a quienes no le conocen todavía. Lo hará si permanece tal y como Dios la hizo: una mujer con todos los caracteres femeninos que la 148
diferencian del hombre, y una mujer cristiana que, como Jesús, «caminó haciendo el bien». Con frecuencia no es muy difícil conocer la Voluntad de Dios respecto a cualquiera de nosotros desde este instante hasta el siguiente y hasta el último. Puede haber una duda momentánea cuando tenemos ante nosotros varias posibilidades, igualmente buenas, vistas a la luz de Cristo. Entonces tenemos que elegir la que nos atraiga más, pues esa atracción procede de Dios y puede tomarse como manifestación de Su Voluntad en lo que nos concierne. Si todas ellas nos atraen por igual, podemos estar seguros de que haremos Su Voluntad cualquiera que sea nuestra elección. Lo principal en la vida es tener la voluntad firmemente decidida a buscar lo primero el reino de Dios y su justicia. Lo que sólo se conseguirá si somos individuos conscientes de Dios y conscientes de Cristo. Esta es la esencia y la quintaesencia de la vida humana desde que una doncella hizo volver al cielo a un Arcángel, portador de la palabra Fiat palabra Fiat como como respuesta a Dios. Pero el hombre debe ser verdaderamente realista antes de poder capt captar ar esta esta real realid idad ad.. No apre aprehe hend nder erla la po porr la im imag agin inac ació ión, n, como como un unaa parábola o un cuento de hadas. Ni siquiera por la observación y las fuerzas de la inteligencia. Sólo se logra por la fe, una fe fuerte, viva, generosa, de ojos bien abiertos, pues el mundo que nos rodea parece gritar: «¡Mentira!» a todo cuanto creemos de Dios y de Su Providencia. Por eso, hemos de abrir de par en par los ojos a la realidad. Hemos de abrir nuestros corazones y aceptar amorosamente la realidad. Tenemos que poner en movimiento a la memoria y saludar a la realidad como lo hicieron María en Nazaret, los Magos en Belén, el Bautista en el Jordán, Pedro en Cesarea de Filipo, Dimas en el Calvario, Tomás en el Cenáculo en la Octava de Pasc Pa scua ua.. Debe Debemo moss cree creerr y po porr tant tantoo saber que «cada «cada aconte acontecim cimien iento to procede de Cristo» y que tenemos que dar todos nuestros suspiros y todos los latidos de nuestros corazones a Dios. Cuando cualquier hombre se convierte en lo que Dios quería se convirtiese, las cosas ocupan su lugar —todas las cosas y especialmente las más difíciles— y la norma divina se percibe poco a poco. Sentimos que las fuerzas que parecen disponer y gobernar los acontecimientos se hacen Algo y Alguien: la omnipotencia de Dios y nuestro Padre. Y podemos creer a San Pablo cuando dice: «Ahora sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Romanos 8, 28). Adquirimos la convicción —cada vez más profunda y más viva— de que 149
somos parte del plan de Dios, de que estamos aquí y ahora, ayudándole a dirigir Su mundo y a «restaurar todas las cosas en Cristo». La verdad palpitante en nuestro cuerpo y en todo nuestro ser es que somos Sus miembros con una misión que cumplir; que hemos nacido para «suplir lo que falta en Su Iglesia». Ser cristiano significa vivir con la vida de Cristo y vivir plenamente la vida de Cristo. Es decir, Getsemaní y el Gólgota. Los cuales, desde la mañana de Pascua con el sepulcro vacío, significan también la Ascensión a los cielos y la entronización a la diestra del Padre. Tal es la Voluntad de Dios para cada hombre y para cada mujer. Dante tenía razón al decir que nuestra paz está en Su Voluntad. Sólo tendremos paz cuando vivamos hasta el final la vida de Cristo. Es lo único que proporciona la paz; la paz prometida por Cristo cuando decía: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn. 14, 27). Esto es lo que hemos de recordar ahora recordar ahora y siempre: Sus dones no son como los dones del mundo. A veces más que darnos algo parece que nos quita algo. Romano Guardini ha dicho que «cada cristiano alcanza un día el punto en donde debe estar dispuesto a acompañar al Maestro a la destrucción y al olvido, a eso que el mundo considera desatinado porque es incomprensible para su entendimiento e intolerable para su sentimiento. Esto es: el sufrimiento, la deshonra, la pérdida de los seres queridos o del trabajo para ganarse el pan, que suponen la prueba decisiva para su cristianismo.» ¿Comprendes por qué? Porque es la prueba que demostrará si realmente cree en Cristo o no, si se da cuenta de que es Cristo y de que Dios quiere, precisamente ahora, «restaurar todas las cosas en Cristo» a través de él. Para demostrar que es posible ser Cristo y dar cada uno de nuestros alientos y nuestros latidos a Dios; para comprobar que hoy hay cristianos que «acompañan al maestro en la destrucción», destrucción», vamos a presentarte a algunos Cristo» llenos de paz, compatriotas y contemporáneos nuestros. En ellos veremos realizadas la profecía y la promesa de Guardini cuando decía: «De un modo u otro debemos alcanzar los abismos a que Cristo llegó divinamente, saborear las heces que Él bebió hasta la última gota... De este cumplimiento sin reservas de la Voluntad del Padre alcanzaremos también nosotros la ilimitada paz de Cristo.»
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CAPÍTULO X SE PUEDE HACER AHORA Se ha dicho con frecuencia, pero rara vez se ha creído, que en el mundo sólo hay un mal real: el pecado. ¿Por qué aceptan tan pocos esta verdad? ¿Quizá porque ven, oyen, huelen, tocan y gustan el mal a todas horas del día sin comprender que lo que están dispuestos a llamar y considerar malo es realmente el pecado? El comunismo ateo es algo malo, muy malo. Pero la práctica de ese comunismo ateo es pecado. La bomba A, la bomba H y todas las demás bombas son un mal. Su utilización puede ser un pecado. El capitalismo del laissez faire era un mal. La práctica de ese capitalismo era pecado. La segregación racial es un mal y es un pecado. Hay que decir y repetir estas verdades, pues es demasiado evidente que estamos perdiendo nuestro sentido del pecado. Pero es más evidente todavía el hecho de que estamos perdiendo nuestro sentido de la realidad, por lo que también es menester decir otras verdades. El cáncer no es pecado. Por eso no es un mal. Las dolencias cardíacas no son pecado. Por eso no son un mal. La quiebra financiera no es pecado. Por tanto, no es un mal. La enfermedad, la imposibilidad, la muerte, no son pecados. Por tanto, no son males. Cada una puede ser —la última lo será ciertamente— la Voluntad de Dios para mí en cualquier momento. ¿Cómo debo enfrentarme con ellas? Es trágico, pero verdadero, que nuestro tiempo sólo está asustado por dos cosas: la bomba H y el Espíritu de Cristo. Si nuestro mundo pudiera liberarse del temor a Cristo y a Su Espíritu, el primer temor se desvanecería también, como otros miedos infundados, especialmente ese tonto temor a las enfermedades, al sufrimiento y a la muerte. Al pie de las Montañas Rocosas hay una familia compuesta por siete niñas y dos chicos, cuyo padre fue víctima de la poliomielitis hace ocho años y desde entonces vive penosamente gracias a un pulmón de acero. Antes de contraer la enfermedad no era un hombre rico. Su mujer asegura ser la madre de «los pobres más populares del condado». Su casa es llamada «Maryland» («Tierra de María»), no sólo porque cada una de las hijas lleva el nombre de María, sino también porque todos, el padre, la 151
madre y cada uno de los hijos tienen una vocación de Dios, y como María Inmaculada, han accedido a que el Dios Espíritu Santo forme a Cristo en ellos. Tienen también la seguridad de que mientras estén sufriendo en la tierra de María no cometerán pecado alguno, por lo que no habrá mal para ellos; como consecuencia, siempre están radiantes de alegría. Al pie de las Montañas Rocosas hay, pues, una familia cristiana, que sabe hay más de una Tierra Santa en el mundo, que no es sólo el trozo de territorio bañado por el Jordán, sino que cualquiera bañado por otro río puede ser para la Voluntad de Dios una tierra llena de santidad. Ven sus Montañas Rocosas como las Montañas Rocosas, pero también como el auténtico Monte Olivete. Al pie de este Monte Cristo agonizó. Desde su cima subió a los cielos después de Su agonía y muerte. Al pie de cualquier monte pueden agon agoniz izar ar los los cris cristi tian anos os.. Si lo hace hacenn en Jesu Jesucr cris isto to y como como Jesu Jesucr cris isto to,, llegarán a conocer algo muy parecido a Su Ascensión, después de haber padecido su pasión y su muerte. Tal es la visión alcanzada por los once miembros de aquella familia. Creen y eso es todo. Creen que por el Bautismo fueron hechos miembros de Cristo. A partir de ese hecho, todo lo demás sucede lógica y gloriosamente. El júbilo que irradia esa familia sólo puede sorprender a los paganos y a cuantos piensan como ellos. ¿Quién no desbordaría de alegría después de descubrir que había sido elegido por Dios para actuar como Cristo y «llenar un vacío»? He aquí lo que la esposa y madre me decía en una carta: «El 2 de octubre de 1952, festividad de San Juan Leonardo, mi buen marido, Juan Leonardo, sufrió un ataque de polio espinal, y quedó paralítico desde el cuello. ¡Estoy segura de que no fue una simple coincidencia en los planes de la Providencia! Nuestra hija mayo mayorr tení teníaa ento entonc nces es on once ce años años y nu nues estr troo segu segund ndoo hijo hijo varó varón, n, Beppo, el más pequeño de todos, había nacido cinco meses antes de que pusieran a Juan un pulmón de acero. En este tiempo le hicieron una segunda traqueotomía. Los doctores dijeron que sólo viviría unos veinte minutos. Hoy, al cabo de siete años, sigue viviendo, aunque totalmente paralizado, y yo estoy segura de que ha realizado un trabajo mucho más conveniente para nuestro amadísimo Dios que el que hubiese podido hacer de alcanzar el gran éxito que parecía esperarle en el mundo de los negocias en la época en que cayó enfermo. Juan tiene ahora cuarenta y ocho años y ha sido una inspi nspirraci ación para ara tod odos os lo loss que le han vi vissitad itado, o, al demos emosttrar 152
positivamente que si aceptamos la voluntad de Dios Él nos sostendrá con su divina fuerza, hasta que completemos nuestra misión en su plan de redención... Dios tiene sus dedos en el pulso de Juan, y, en realidad, no creo que nunca nos hayamos sentido más seguros en toda nuestra vida... ¡Qué pocas personas se enfrentan a su cruz y se dan cuenta de que verdaderamente es su corona para toda la eternidad!» Poco más de un año después, la misma mujer escribía: «¡Juan está todavía con nosotros, Deo gracias! Y eso que los doctores habían sido, por décima vez, categóricos en sus terribles pronósticos. La providencia divina continúa rodeándonos por todas partes... La mañana que los médicos emitieron su veredicto, nueve de las monjas enfermeras de San José vinieron a despedirse de Juan. Luego me dijeron que ninguna de ellas esperaba que pasara de aquel día. Pero como a usted le gusta decir, vivo, todavía es un hombre vivo vi vo,, qu quee palp palpit itaa con con el amor amor de Di Dios os y sufr sufree cons consta tant ntem emen ente te,, excepto cuando se le aplican fuertes sedantes para dormir, ¡y todavía no le he oído proferir una queja! ¡Qué grato debe ser para nuestro Señor su silencioso apostolado y su incomparable resignación! ¡Pida, padre, que la voluntad de Dios se cumpla plenamente en él... y que yo pueda añadir la ayuda que Él espera de mí! El Sábado Santo por la noche, nuestra querida María Inés hizo de sopetón a su padre la pregunta de si podría entrar en un convento. Luego se volvió a mí para preguntarme si preferiría que se quedara para ayudarme a educar a los pequeños. ¡Dios de Dios! Le dije que la nec necesit esitab abaa tanto anto com como neces ecesiito un aguj agujer eroo en la cabe cabeza za.. ¡La zangolotina! ¡Pensar que después de ocho años de prueba positiva, dudaba de la providencia del Señor para nosotros!...» Por su parte, la «zangolotina» escribía: «Mamá y papá se quedaron estupefactos cuando se lo pregunté (pues nadie, ni siquiera usted, se lo esperaba). Pero también se llenaron de alegría. Papá ya ha hecho digna toda mi vida religiosa al decir: "Ha habido muchos elementos egoístas en mi cruz, María Inés, y uno de los más profundos era el intenso deseo de ver el fruto de mi sufrimiento antes de volver a mi patria. Tú me has dado más de lo que esperaba con esa decisión. Ahora sí que puedo decir: ¡Cuando 153
quieras, Señor!..." Imagíneme siendo capaz de darle algo tan querido a su corazón como esto. Domine, esto. Domine, non sum dignus...» dignus...» La misma María Inés acostumbraba a felicitar a su padre todos los años el 2 de octubre con un poema para conmemorar el aniversario de la manifestación de la voluntad de Dios para él en aquel precioso ahora. ahora. El año en que decidió que la voluntad de Dios para con ella era que entrase en un convento, su padre había sufrido otro de aquellos «últimos momentos», y escribió para el aniversario: Ángel de la Muerte, detén tu dura mano... Estos labios envejecidos, carnosos y morados quieren hablar: Dios mío, olvida mi pasado y oye el último deseo que tu hijo doliente quiere expresar. Para hacer justicia a mi vida, recuerda no lo que pueda haber hecho en estos años, sino por qué lo hice. Mi preciosa cruz ha sido comparada con la Tuya. ¡Qué alegría pensar haber sido un espejo para reflejarte! Te imploro en el tenso momento del Juicio, duro esfuerzo, amor, no los efectos que he causado. Mi Misa... Una vida pasada clavada al Amor. Esta digna lección es cuanto he tratado de enseñar. Yo era Tu lámpara. ¡Te suplico que vuelva a brillar de nuevo, no para buscarme, sino para buscarte! Mi herencia para mis nueve preciosas almas: La clave para vivir: Tu Amar para amar 154
hasta la negra pena. Pero ¿cómo estos labios pueden despedirse de mi esposa y darle gracias? ¡Tan abnegada y cariñosa como María fue para El! Me duele intentarlo... Pero las almas fundidas no pueden romperse. Mi presencia se va, yero mí corazón se queda en ellas. Para pagar mi deuda, cumpliré la promesa de compartir con ella las mejores alegrías de la eternidad. El Ángel viene, su blanca mano roza mi frente. Mi última súplica a los que abandono: ¡Vivid en el Amor! Yo marcho hacia el Amor; mi alma, estremecida de paz, asciende. El drama acaba. ¡Oh, Dios, vuelvo a tu Patria! ¿Y cuál, mi recompensa? ¡Pido la parálisis para yacer otra vez, y siempre en absoluta y desesperada prueba de amor a Vuestros pies, Dios mío! (6). Entre los que creen apasionadamente, esto es más bien característico que excepcional. ¿Qué otra explicación es posible en el caso de María Elena Kelly, que encantó al mundo con su autobiografía But With the Dawn, Rejoicing? Esta joven iowana comprendió que la voluntad de Dios para ella era que estuviese clavada a su cama toda la vida, sólo con facultad de mover sus ojos y su mano el espacio de una breve palabra. Supo que tenía una vocación. La misma de Cristo. Hacer la voluntad del Padre. También sabía que, a diferencia de Cristo, podio «aletear» con sus 6
Este poema se publica aquí por vez primera, con autorización de su autora.
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palabras. ¿Qué hizo? Se aferró a la verdad de que en cada ahora que pasara tenía el tiempo del mundo para hacer una sola cosa: su voluntad. Y lo hizo santificando cada segundo. En efecto, ese es el título que dio a las hoja ho jass qu quee reda redact ctab abaa para para las las im impe pedi dida dass como como ella ella,, a las las qu quee habí habíaa org organi anizad zado en un unaa herm hermaand ndad ad un univ iver erssal de Marí aría. Ot Otrra vez nos encontramos en «Maryland» en contacto con gentes sabedoras de que el único mal en el mundo es el pecado y para las cuales el sufrimiento es con gran frecuencia la mayor bendición de Dios. Esas personas saben también lo que significa ser un dispensator mysteriorum Dei, como San Pablo dijo que era a los corintios: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en los dispensadores se busca es que sean fieles» (1 Cor., 4, 1-2). Poco antes de esto había escrito: «Somos cooperadores de Dios» (1 Cor, 3, 9), o como alguien tradujo con acierto, «ayudantes de Dios». Esta es la verdad que llena de gozo una vocación como las que alegraban a María Elena Kelly y a Juan Leonardo. Estas almas comprueban la verdad de lo que quizá no comprobó del todo Pascal cuando escribía: «Nunca llegarás a la felicidad si no te acercas a sus fuentes, que son Dios y Cristo.» La ceguera no es un pecado. Pero ¿cuántos la consideran como una ben bendi dici ción ón?? ¡Tan ¡Tanta tass cosa cosass de nu nues estr traa vida vida depe depend nden en de la vist vista! a! Si Sinn embargo, hay una norteamericana radiante de alegría, a pesar de haber perdido la vista cuando tenía dos meses de edad. En el verano de 1888, un médico que reconocía a la pequeña Genoveva Caulfield dejó caer sobre ella un frasco de medicina. «El líquido cáustico —cuenta Genoveva— se derramó por mi cara y mis ojos abiertos.» Desde aquel día, Genoveva Caulfield no volvió a ver. Pero ha vivido una vida colmada y emocionante. Viajando al Japón demostró que el ciego puede hacer en el mundo las mismas cosas que los videntes. Desde el Japón fue a Bangkok, en donde estableció una escuela para ciegos, reduciendo al silencio a cuantos habían afirmado que «el ciego es incapaz de aprender». Actualmente cuenta setenta y dos años, reside en el Vietnam, en donde rige una escuela y ayuda al desarrollo de un programa nacional para los ciegos. El secreto de todo lo refiere en su libro The Kingdom Within («El reino interior»), Harper, 1960. Ese «reino» es, claro está, el Reino de Dios, del que Cristo habló una vez a los fariseos que le preguntaban cuándo llegaría el reino de Dios (Lc., 17, 20), «Mi corazón está colmado —escribe en el párrafo final de su libro— 156
cuando medito sobre todo lo que el reino interior nos permite, a pesar de las grandes dificultades aparentes, para que podamos hacer el trabajo de Dios en la tierra. Cuando hablé de escribir este libro a un amigo en América, me sugirió darle un ritmo trepidante. No sé cómo podía hacerlo. El relato y yo sólo podíamos andar a nuestro paso, pues la vida consiste en seguir lentamente hasta que el trabajo para que fuimos creados llegue a su fin.» ¡Qué perfectamente nos enseña esta mujer invidente el sentido y la misión de nuestra vida terrenal: «seguir lentamente», lo que significa vivir de momento en momento haciendo la voluntad de Dios! Esto es precisamente lo que quiere decir al hablar de completar el trabajo para el que fuimos creados. Esta indómita mujer sabe que la obra de una vida dura todo el tiempo de esa vida. Helen Keller puede habernos dado a muchos una gran lección. Pero correspondía a Genoveva Caulfield demostrarnos lo desinteresada que puede ser una mujer, cómo la fe en Dios puede darnos el valor suficiente para convertir uno de los mayores pasivos de la naturaleza en un verdadero activo. La señorita Caulfield sabe que no hay accidentes con Dios y que el único mal verdadero de este mundo es el pecado. Ahora sabe por qué Dios permitió a aquel médico ser tan torpe en 1888, pues si no hubiese derramado sobre la niña el líquido que abrasó sus ojos, nunca hubiese ido al Japón, Tailandia o el Vietnam con la facilidad que lo hizo, ni habría realizado una centésima parte del trabajo que ya ha llevado a cabo. De ella puede decirse ahora con San Pablo: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que, según sus designios, son llamados» (Rom., 8, 28). Su vida enseña, con la elocuencia nacida sólo de la acción, que la providencia de Dios es personal y que si caminamos con Él todo lo que necesitamos es voluntad para confiar y amar: los ojos no importan, las manos no son absolutamente necesarias, podemos llegar hasta el cielo sin pies, podemos servir a Dios y al hombre a pesar de la ceguera, la sordera o la mudez, e incluso afectados de parálisis total podemos creer y amar. La frase es trillada, pero todavía es más trillada la verdad que expresa: «Las bendiciones vienen disfrazadas.» Genoveva Caulfield lo prueba, lo mismo que Clara Booth Luce. Cuando el padre jesuita que le escribió lleno de gravedad después de la muerte de su hija, diciéndole que «era una bendición disfrazada», Clara replicó que de ser cierto, «el disfraz era perfecto». Entonces no lo vio, pues no había llegado a comprender que 157
sólo hay un verdadero mal en el mundo... y que no es la muerte. Ahora lo sabe. Ahora sabe qué amante es nuestro Dios. La gente que piensa y cree siempre puede ver a través de los disfraces. Recuerdo a un joven abogado del Midwest que a consecuencia de disgustos can su mujer, empezó a beber y luego a drogarse. Ambas cosas aumentaren los disgustos del matrimonio. Así siguió en aquel círculo vicioso hasta que encontró a una muchacha que, después de confesarle haber sido también alcohólica y toxicómana, consiguió liberarle de aquel círculo vicioso indicándole la sencillez de la vida cuando uno cree, piensa y actúa conforme a esas creencias y pensamientos. Llegó a decirle que Dios había querido que fuese alcohólica y toxicómana para que pudiese ayudar a cuantos alcohólicos y toxicómanos encontrase. Claro está que erraba al decir esto. Dios nunca quiso que fuese alcohólica y toxicómana. Lo que le había permitido era usar —o más bien abusar—de su libre albedrío. Le permitió ser lo que quería ser en aquel tiempo. Pero en todo ese tiempo sólo tuvo una voluntad para ella: que se convirtiera y viviese; que sufriese una metanoia y encontrara el amor; que acabase entregándose a Él. Ahora ella ve a través del disfraz del pecado y reconoce cuál es el único mal del mundo. Ahora sabe que Dios «hace concurrir todas las cosas —incluso las cosas malas— para el bien de los que le aman» (Rom., 8, 28). Ahora se encuentra como una personificación —si puede decirse así — de esa esa dist distin inci ción ón,, siem siempr pree nece necesa sari ria, a, entr entree la ll llam amad adaa «v «vol olun unta tadd permisiva de Dios» —que no es del todo voluntad— y la verdadera voluntad de Dios. Como Magdalena y Agustín, como otros muchos hijos de Adán e hijas de Eva, esa mujer comprende que «la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Tes., 4, 3) y que, porque Dios le permitió caer y caer, debe amarle más y más, y demostrar ese amor haciendo su voluntad con alegría. Personas como esta mujer, sacada por Dios del fango, suelen irradiar una rara y cálida simpatía por los pecadores, un inextinguible optimismo y una viva esperanza de que los peores náufragos humanos puedan ser salvados y santificados. Han llegado a conocer íntimamente a Dios y no dudan de su omnipotencia. Esta mujer nos hace recordar lo que Clifford Laube decía de María de Magdala en un poema titulado La titulado La Magdalena: Ningún afeite, ningún rayo puede restaurar la lozanía del nenúfar marchito; ni alquimia alguna hacer brillar de nuevo 158
una llama apagada. En cambio la inocencia, por la gracia del cielo, brilló otra vez en el rostro de María (7). Puede brillar otra vez en el rostro del reo cubierto de oprobio. Ese brillo es la voluntad de Dios para cada hombre y mujer vulgares. Por esto, muchos pueden decir que con frecuencia la «cólera de Dios» se convierte en tierna misericordia. misericordia. Indiscutiblemente nos encontramos a menudo, por no decir siempre, enfrentados al problema de reconciliar lo que parece contradictorio: la bondad de Dios, nuestro Padre, y los evidentes errores cometidos por hombres que influyen sobre el curso total de nuestras vidas aquí en la tierra, aparentemente para lo peor. Para esa reconciliación tenemos que pensar, cosa que a muchos de nosotros nos repugna por las dificultades que supone. Tenemos que pensar sobre la realidad y considerar lo esencial. Si hay un Dios, debe ser soberano. Si es soberano, los males perpetrados por los hombres caen bajo su providencia. Si esta providencia es personal para mí y verdaderamente paternal, debe estar llena de amor. Sólo, pues, puede haber una conclusión aceptable: esos males aparentes deben ser — en cierto modo— bienes, e incluso grandes bienes para mí. Si esta forma de filosofar no nos satisface, debemos volvernos hacia los teólogos. Hay un libro en la Biblia considerado por G. K. Chesterton como «uno de los cuatro pilares del Universo». Nuestra humana existencia en este planeta estará llena de desesperación si el Libro el Libro de Job no habla a nuestras mentes y a nuestros corazones. ¿Qué nos dice ese libro? Que Dios es Dios, que todos y todo —literalmente todos y todo— está en el cuenco de sus manos; que nada, absolutamente nada, desde el pestañeo de los ojos de un recién nacido hasta la explosión de una nebulosa, ocurre sino por su voluntad y gracias a su poder; que los comunistas de hoy, lo mismo que los asirios en los días de Oseas, trabajan para Dios y depuraban a su pueblo; que los terremotos y maremotos, huracanes y tornados son parte de su sabio y amoroso plan para nuestro bien. Job puede enseñarnos a todos el sentido común que nos llevará a la adoración. Una de las cosas que ese Libro de Job nos enseña es algo que los pobres mortales solemos olvidar: es decir, que Satán no es Dios; que el diablo no es todopoderoso; que sobre él y todos sus demonios está nuestro Padre, sin cuyo permiso Satán es absolutamente impotente y ni siquiera puede acercarse a nosotros. De Crags (Prec (Precipi ipicio cios) s).. (New (New York. York. «The «The Monast Monastine ine Press Press», », 1938.) 1938.) Con autorización. 7
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Cada hombre que piensa reconocerá que a Satanás se le ha concedido una excepcional amplitud en nuestro tiempo. Pero, a diferencia del caso de Job, la libertad de que disfruta es debida a nuestra falta nuestra falta de las virtudes de Job, «hombre recto y justo, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job, 1, 1). Antes de la segunda guerra mundial, Pío XI nos dijo en más de una encíclica que si no nos volvíamos hacia la oración y la penitencia Dios se vería forzado a dejar suelto a Satán. A finales de la primera guerra mundial, la Virgen María nos intimó a lo mismo en Fátima, al darnos la fórmula para sobrevivir: oración y penitencia. Si no rezamos y no hacemos penitencia, ¿qué podemos esperar? Pero ahora se trata de que Dios permite Dios permite esa amplitud satánica. ¡Pero no la qu quie iere re!! Pe Perm rmit itee el comu comuni nism smo, o, pero pero no lo qu quie iere re.. Pe Perm rmit itee la persecución de su Iglesia en todas partes, pero no la quiere. Los hombres tenemos que enfrentarnos y combatir con lo que Dios permite. Permite el mal moral: ¡contra el mal moral hemos de enfrentarnos y luchar! Permite quee seam qu seamos os tent tentad ados os:: ¡ten ¡tenem emos os qu quee enfr enfren enta tarn rnos os y lu luch char ar con con las las tentaciones! Permite las enfermedades y los sufrimientos. Su voluntad no es que nos sometamos a ellos sin luchar, pero sí que, una vez reconocida su mano en sus visitas, aceptemos con alegría la situación y utilicemos todos los medios que ha puesto a nuestra disposición para enderezar los errores. Cuando hayamos hecho todo lo posible y nos parezca haber fracasado, podemos sonreír y decir Fiat, decir Fiat, pues podremos estar seguros de que esa es la voluntad de Dios para nosotros precisamente precisamente ahora. ahora. Podemos sonreír, digo, porque estaremos seguros de que Dios es Amor y, por tanto, nada nos ocurrirá sino lo que es esencialmente amable y atractivo. Job nos enseña todo esto y mucho más. Observemos la situación claramente: Por parte del hombre habrá much mu choo qu quee repr reproc ocha har. r. Leni Lenin, n, St Stal alin in,, Krus Krusch chef ef,, no son son cier cierta tame ment ntee candidatos a la canonización. Pero ello no quiere decir que no hayan sido y sigan siendo ahora instrumentos en manos de Dios para nuestro bien. Un cirujano, antes de operar a su propio hijo, le anestesiará, cosa no fácil de hacer por cualquiera. Luego tomará un bisturí afiladísimo y deliberadamente practicará incisiones en el cuerpo de su hijo, que hechas por un pprrofano fano po podr dríían cau causarle arle la muerte erte.. Po Porr úl últi tim mo, hará hará los cor cortes tes y amputaciones necesarios para que el niño pueda vivir. Al hacer todo eso, el padre demuestra su amor. Nosotros somos hijos de Dios, y Dios es Amor. Una vez que hemos visto que los hombres pueden ser malos —¡y lo son con harta frecuencia!— podemos seguir y ver que Dios no puede dejar 160
de ser justo a pesar de que las cosas parezcan injustas. Un escritor francés, el Padre Desurmont, insiste en que por parte de Dios y de su providencia «todo es justo, todo es sabio, todo es recto y bueno, todo está encaminado a un fin laudable, todo lleva a un resultado final que siempre es absoluta e infinitamente amable. Nerón fue un monstruo e hizo muchos mártires. Diocleciano llevó el furor de la persecución a sus límites extremos, pero con ello preparó la reacción y el triunfo de Constantino. Arrio fue un demonio encarnado que quiso robar su divinidad a Jesucristo, pero gracias a sus impíos esfuerzos, tenemos las definiciones de la Iglesia a este respecto. Los bárbaros cayeron sobre el mundo antiguo inundándole de sangre, pero dieron lugar a una nueva raza bien preparada para el cristianismo. Las Cruz Cruzad adas as pare pareci cier eron on un frac fracas asoo po porq rque ue no dier dieron on el resu result ltad adoo de la liberación de Jerusalén, pero fueron los medios para salvar a Europa. La Revolución francesa derrumbó par completo una organización política y social, pero obligó a la sociedad a auto-defenderse y a renovar su vida y su vigor.» Esto no es sino decir con ejemplos lo que San Agustín estableció como principio, es decir, que Dios no permitiría el mal si no pudiera obtener de él el bien. Desd Desdee lu lueg egoo no está está siem siempr pree clar claroo para para nu nues estr traa limi limita tadí dísi sima ma inte in teli lige genc ncia ia po porr qu quéé perm permit itee Di Dios os dete determ rmin inad ados os male males, s, ni siem siempr pree podemos ver qué bienes puede obtener de algunos de ellos. Sin embargo, es evidente que Dios nunca comete un error, y con frecuencia tenemos necesidad de recordar que somos hijos suyos. Muchos hijos se sorprenden por los actos de sus queridos padres. ¿Por qué no les permiten hacer esto o lo otro, reunirse con este o aquel, asistir a determinados espectáculos, leer determinados libros, etc.? Los hijos no comprenden siempre por qué esos mismos queridos padres insisten en que hagan cosas que les desagradan, vayan a sitios que les disgustan o traten con personas que les son anti páticas. Los padres lo saben y eso basta. Lo mismo nuestro Padre, Dios, sabe qué es lo mejor para nosotros, y su amor le incitará a proporcionárnoslo proporcionárnoslo si somos obedientes. El pecado que más desgracia y confusión ha traído a nuestra época es la negativa a aceptar. Esta es otra vez una palabra importantísima: la negativa a aceptar el plan de Dios para cada uno de nosotros. O, en otras palabras, la negativa a tratar de conocer y, una vez conocida hacerla, la voluntad de Dios desde este momento al siguiente. La confusión viene precisamente de la presencia de tanto dolor físico y mental en el mundo. 161
Los Los paga pagano noss —y mu much chos os cris cristi tian anos os de ment mental alid idad ad paga pagana na— — está estánn literalmente aturdidos por la omnipresencia del dolor, que siempre les par parec ecee car carent ente de final nalidad dad y siempr empree es des desagr agradab adable le.. En est estas condiciones necesitamos saber, saber, con un conocimiento dinámico y vital, precisamente lo que el Libro el Libro de Job nos enseña con tanta claridad y lo que la vida de Dios dramatizó tan convincentemente. «¿No recibimos de Dios los bienes? —pregunta Job—. ¿Por qué no vamos a recibir también los males?» (Job, 2, 10). Antes, después de oír que todos sus criados habían sido degollados, sus pastores y rebaños abrasados, sus camellos robados por los caldeos y sus siete hijos y tres hijas muertos en «la casa de su hermano, el primogénito» cuando «vino del otro lado del desierto un torbellino», Job dijo sencillamente: «Yavé me lo dio. Yavé me lo ha quitado. ¡Sea bendito el nombre de Yavé!» (Job, 1, 21). Sobre el ejemplo de esta actitud y el ejemplo de la de Cristo, alguien nos ha encarecido a los cristianos que soportemos el mal con ecuanimidad y hasta con alegría, no por la esperanza de recompensa, sino sencillamente porque es la voluntad de Dios. Esto es alta espiritualidad; tan alta, que muy bien puede producir vértigo en muchos de nosotros. Pero Dios es Dios y merece la adoración y la obediencia de las criaturas racionales. Por eso es consolador oír a San Pablo decir que el propio Cristo «en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin hacer caso de la ignominia» (Heb., 12, 2). Así, pues, no nos debe vencer el egoísmo en nuestros motivos para aceptar lo que Dios nos envíe en la línea del dolor, el sufrimiento e incluso la muerte. Sin embargo, la verdad que nunca debemos olvidar —y que tan vehemente y plenamente sostuvo Job— es que sólo hay un mal bajo el sol, que no es la pérdida de fortuna, ni la pérdida de amigos y parientes, ni la pérdida de posición o poder, ni la pérdida de la salud, ni siquiera la de la vida terrenal. No. Job nos dice con luminosa claridad que sólo hay bajo el sol una pérdida a la que podamos llamar mal: la pérdida de la gracia. El pecado es el único mal bajo el sol. ¿Cuándo aprenderemos esto los cristianos? San Mateo nos refiere el sermón de la montaña como si fuera el primero de la vida pública de Cristo. Sus palabras iniciales nos causan gran impresión: «¡Bienaventurados las pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos!» La bienaventuranza, es decir, la verdadera felicidad, bien arraigada y subiendo desde Dios, es el objetivo de nuestro esfu esfuer erzo zo.. Dese Deseam amos os ser ser feli felice cess con con un unaa feli felici cida dadd perd perdur urab able le.. Nunc Nuncaa 162
podremos alcanzarla si vivimos alejados de Dios. Esto es, precisamente, lo que debemos entender por el «reino de los cielos». Pero ¿a quiénes prometió Jesús —la lámpara del cielo, la alegría sustancial del cielo—ese «reino»? ¡A las almas humildes! Los Padres Kleist y Lilly dicen que el vocablo griego «humilde» quiere decir «los de baja condición en la vida, los oprimidos y pisoteados a quienes el mundo mira con desprecio»; o sea —dicen— aquellos de quienes hablaba San Pablo en su primera Epístola a los corintios, cuando decía: «No hay entre vosotros muchos sabios..., ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo... y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada...» (I Cor., 1, 26-28). Cristo prosiguió en la montaña haciendo declaraciones asombrosas, cada una de ellas comenzada con la importantísima palabra «bienavent «bienaventurado urados». s». Todos nuestros nuestros conceptos conceptos mundanos mundanos se derrumba derrumbann cuando oímos llamar bienaventurados a los mansos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los pacíficos y a los misericordiosos. Pero ero ese ese der derrum umbbami amient ento lleg llegaa a su clím clímax ax cuan cuanddo en la úl últi tim ma bienaventuranza se dice que «cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por Mí, debéis alegraros y regocijaros..., (Mt., 1, 26-28). ¿Cuántos de nosotros lo hacemos? ¿Cuántos creemos verdaderamente en las bienaventuranzas? ¿Concedernos a esta palabra, tan profunda como Dios, algo más que una existencia superficial, un mero sonido agradable? ¿Cuándo «las criaturas de la luz» manifestaremos alguna sabiduría? De qu quie iene ness hemo hemoss alca alcanz nzad adoo lo qu quee se llam llamaa «éxi «éxito to», », soli solici cita tarn rnos os dire direcc cció ión, n, ayud ayuda, a, cons consej ejos os,, técn técnic ica. a. Al ho homb mbre re qu quee ha amas amasad adoo un unaa fortuna le preguntamos ávidamente cómo la hizo. A quien ha conseguido llegar a la cumbre del poder le preguntamos qué pasos anduvo para escalarla. Al poderoso queremos arrancarle cuál es su secreto... Pero a los únicos que obtuvieron el éxito verdadero, a los santos, ¿qué les preguntamos? Cuando un miembro de la Compañía de Jesús preguntó a su fundador, San Ignacio de Loyola, cuál era el camino más corto y más seguro para llegar a la perfección y al paraíso, el santo le respondió: «Sufrir muchas grandes adversidades por el amor de Jesucristo.» El Padre Baltasar Álvarez, un santo sacerdote de la misma Compañía, decía que «los sufrimientos son los caballos de postas que Dios nos envía para llevarnos rápidamente hasta Él. Son la escala que Dios nos ofrece para que 163
podamos subir a las altas cimas de la perfección... Las aflicciones que caen sobre nosotros como el granizo, son verdaderas lluvias de oro para el alma verdaderamente paciente, que bajo ellas gana muchísimo más de lo que pierde.» Y con gran audacia concluía: «El cielo es el hogar del tentado, del afligido y del despreciado.» San Alfons Alfonso, o, fundad fundador or de los Redent Redentori orist stas, as, escrib escribía: ía: «Algun «Algunos os imaginan que gozan de la predilección de Dios cuando las cosas les salen bien y no sufren. Se engañan, pues es por la adversidad y no por la prosperidad por lo que Dios pone a prueba la fidelidad de sus siervos, y separa el trigo de la paja.» Alguien podrá interpretar mal al santo y pensar que quiere dar a entender que la prosperidad no procede de Dios y nunca es concedida a sus amigos. Pero se equivocan. La prosperidad, el éxito, el triunfo, proceden de Dios corno la pobreza, el fracaso y la adversidad. Como nuestros padres terrenales, Dios se alegra de hacernos dichosos. Pero lo mismo que ellos, sabe que pocos de nosotros podemos serlo eternamente. San Francisco de Sales decía que «la prosperidad nos lleva imperceptiblemente a un cambio de disposición por la que empezamos a adherirnos a los dones y a olvidarnos del donante.» Que cualquier hombre vulgar se examine y responda honradamente a esta pregunta: ¿Cuándo te vuelves a Dios con más devoción e intimidad: cuando disfrutas del éxito o cuando te encaras con la adversidad? Algunos escritores espirituales han afirmado que no hay atajo para la santidad. No obstante, hay santos, los hombres de verdadero éxito en la tierra. San Alfonso decía que «la ciencia de les santos consiste en sufrir constantemente por Jesucristo»: esto es un atajo para la santificación. Para San Ignacio de Loyola nada hay tan bien calculado para producir y conservar en nosotros el amor de Dios como la madera de la cruz. Santa Catalina de Siena consideraba indispensables la enfermedad, la tentación y otros sufrimientos. El bienaventurado Enrique Susón exclamó una vez: «¡Temo mucho que Dios me haya abandonado, pues no me ha mandado sufrimientos sufrimientos en cuatro semanas!» Esos hombres y mujeres sabían bien lo que decían. ¡Lo hubieran sabi abido sól óloo con con pen pensarlo arlo!! ¿No se no noss han han dado ado en vid idaa tod odas as las bendiciones en forma de cruz? ¿No se nos dio en esa forma el bautismo y se no noss da la abso absolu luci ción ón?? ¿No ¿No fuim fuimos os conf confir irma mado doss y conv conver erti tido doss en soldados de Cristo bajo la señal de la cruz? ¿Cuántas señales de la cruz podemos ver en ese milagro de los milagros, la representación diaria del 164
Gólgota con todo lo que significa para Dios y para el hombre, llamada la Misa? Cuando recibimos a Dios bajo las apariencias del pan y del vino, ¿no nos da el sacerdote el Cuerpo y la Sangre de Cristo, su Humanidad y Divinidad en forma de cruz? Cuando el hombre y la mujer se convierten el uno para el otro en canales de gracia por el sacramento del Matrimonio, el sacerdote, testigo oficial de la Iglesia, ¿no rubrica la solemnidad con la señal de la cruz? Para hacer al hombre más que hombre para convertirle en lo que San Ireneo llamó un terrenus Deus —un Deus —un Dios terrenal, un sacerdote por encima de un hombre— el obispo debe implorar al Espíritu Santo y hacer incontables señales de la cruz sobre el aspirante. Cuando la enfermedad ha agotado nuestras fuerzas, ¿cómo nos unge el sacerdote con los óleos santos sino en forma de cruz? Es decir: desde el nacimiento real hasta el sepulcro cristiano, siempre es la señal de la cruz la única capaz de concedernos las bendiciones de Dios. ¿Cuándo, pues, nos daremos cuenta de que cada cruz» —cada aflicción— es en verdad una bendición de Dios? ¡Continuemos llamando a cada pena una «cruz» y recordemos que la cruz significa la salvación! In salvación! In hoc signo signo vinces vinces —con este signo vencerás — fue la leyenda que Constantino vio escrita en los cielos cuando luchaba por la supremacía mundial. Hemos de recordar esa leyenda cada vez que Dios Di os no noss pida pida sopo soport rtar ar algu alguna na afli aflicc cció ión, n, ll llev evar ar algu alguna na «cru «cruz» z».. Pu Pues es verdaderamente, sólo con ese signo podremos vencer al único mal del mundo: el pecado. Bajo él podremos derrotar al único verdadero enemigo que en ese mundo tenemos: Satán. Bajo él lograremos convertir en amigo a nuestro peor enemigo: nuestra propia mezquindad. El cardenal Merry del Val hablaba con la sabiduría del Hijo de Dios cuando decía: «Aprendamos a amar la cruz, a aceptarla como nuestra herencia y como norma de nuestra vida». Esto casi parece sadismo hasta que nos damos cuenta de que no es sino una paráfrasis de lo que el Unigénito de Dios estimó como absolutamente necesario para cualquiera que aspirara a llamarse su discípulo: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada dio su cruz y sígame» (Lc., 9, 23). Sería el mismo cardenal Merry del Val, el santo secretario de Estado de San Pio X, quien encarecía a sus amigos «sacar provecho de todo lo que sucede, pues sucede con permiso de Dios y conforme a la voluntad de su Corazón». Más tarde añadía: «¡Tened confianza! La voluntad de Dios quiere siempre lo mejor. Nosotros sólo vemos una página del gran libro que escribió para los hombres. Él lo conoce por completo. Él puede hacer todo. Fiat! todo. Fiat! 165
Otro cardenal —el primado de Bélgica, Mercier— escribía: «Voy a revelaras un secreto de santidad y felicidad. Si cada día durante cinco minutos dejáis tranquila vuestra imaginación, cerráis vuestros ojos a todas las cosas de los sentidos y vuestros oídos a todas las voces de la tierra y sois capaces de retiraros al santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espirito Santo, y habláis a ese ese Espí Espíri ritu tu Sa Sant ntoo di dici cién éndo dole le:: ¡Te ¡Te ador adoro, o, Espi Espiri rito to Sa Sant nto! o!...... Ilumíname, guíame, fortaléceme y consuélame. Dime lo que debo hacer y ordéname hacerlo. Yo te prometo someterme a todo cuanto permitas que me ocurra, pero muéstrame cuál es tu voluntad. Si hacéis esto —decía el cardenal— vuestra vida transcurrirá feliz y serenamente. Tendréis consuelos aun en medio de las mayores tristezas. Se os concederá la gracia en proporción al sufrimiento, así como como las las fuer fuerza zass para para sopo soport rtar arlo lo,, llev lleván ándo doos os a las las pu puer erta tass del del Paraíso. Esta sumisión al Espirito Santo es el secreto de la santidad.» Como ves, aquel hombre santo y sabio decía en otras palabras lo que habrás estado pensando a lo largo de los capítulos de este libro: la voluntad de Dios. En ella están tu paz, tu felicidad, tu alegría y tu santificación en el tiempo y en la eternidad. Ambos príncipes de la Iglesia nos recuerdan que «no hay cristianismo sin lágrimas». Con vocabulario actual, repetían lo que hace mucho tiempo dijo a los gálatas San Pablo cuando les escribía.: «Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál., 6, 14). Ninguno de los dos nos presenta un Cristo sentimental, pues no eran hombres que necesitasen cristianos sentimentales. Si alguna vez necesitó el mundo seguidores ardorosos e intrépidos de Cristo, es ahora. La segunda mitad del siglo XX está hecha sólo para hombres de acero. El cristianismo no está todavía en peligro, porque Dios es todavía Dios y se mantiene fiel a sus promesas. Las puertas del infierno no prevalecerán. Pero demasiados cristianas se encuentran en grave peligro por no haber comprendido la única cosa necesaria: la voluntad de Dios respecto a ellos ahora. Para ellos, las palabras de San Pablo resuenan con tremenda actualidad: «Son muchos los que andan, de quienes frecuentemente os dije, y ahora con lágrimas os lo digo, que son enemigos de la cruz de Cristo. El término de ésos será la perdición, su Dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que 166
tienen el corazón puesto en las cosas terrenas» (Fil., 3, 18-19). Una vez más es necesario decir que «ahora es la ocasión» y explicar que si insistes en aguardar el día y la hora de la tremenda cruz de Cristo; si per persi sist stes es en des desapro aprove vech char ar tu tiem tiempo po hast hastaa qu quee te enfr enfren ente tess con con la recusación de la vida y del amor; si rechazas las astillas e incluso la sombra de la cruz de Cristo, esperando del momento en que serás llamado para ese heroico sacrificio del que dependerá tu santificación, nunca serás un santo, tu vida nunca será un éxito. Debes ponerte en movimiento ahora mism mi smo, o, empu empuña ñand ndoo la cruz cruz,, aunq aunque ue sólo sólo sea sea un unaa asti astill lla, a, y llev llevar arla la alegremente por Dios, sencillamente porque esa es su voluntad para ti. Haz esto día tras día, hora tras hora, y ya habrás llegado. Ronald Knox decía que «la más grande de las bendiciones terrenales de Dios es la conciencia de hacer su santa voluntad» (Spiritual (Spiritual Aeneid, p. 217). ¡Toma la cruz que Él llevó por ti, ahora! «No te preocupe lo que pueda ocurrir mañana —decía San Francisco de Sales—. El mismo Padre Eterno que cuida de ti hoy, cuidará de ti mañana y todos los días. O te protegerá del sufrimiento o te dará fuerza sufi uficien cientte par para sop opoortar rtarllo. Est Estate ate tranq anqui uilo lo,, pu pues es,, y rech rechaz azaa lo loss pensamientos e imaginaciones angustiosas.» El secr secret etoo de la im impe pert rtur urba babi bili lida dadd de lo loss sant santos os radi radica ca en su acepta aceptació ciónn del ahora —co —con tod odoo lo qu quee cont contiiene— ene— com omoo la pl plen enaa revelación de Dios para ellos personalmente. Puesto que el momento está lleno de Dios, está saturado de amor. ¿Cómo podían dejar de ser felices y llenos de paz? Lo mismo que hemos insistido en que el cristianismo no es un culto del del sufr sufrim imie ient ntoo sino sino un unaa reli religi gión ón de aleg alegrí ríaa —una —una reli religi gión ón qu quee no noss proporciona alegría ahora y en la eternidad— debernos insistir en que el único sufrimiento que proporciona la santidad es el sufrimiento aceptado (¡otra vez esta palabra!) como la voluntad de Dios. Esa lección fue enseñada de manera inolvidable en el Calvario, en donde «tres hombres compartieron la muerte..., pero sólo uno murió». ¿Vas a ser como aquel hombre o corno el buen ladrón que convirtió su cruz en una llave para el cielo? Ya ves que esto puedes hacerlo, ya que hace dos mil años que lo hizo un hombre. Ahora es la ocasión, pues mañana no existe. O mejor dicho: «mañana moriremos». 167
CAPÍTULO XI EL AHORA FINAL ES INACABABLE Y ESTÁ LLENO DE ALEGRÍA Algunos hombres y mujeres vulgares están destinados sin duda a pas pasar ar po porr la vi vida da sin sin expe experi rime ment ntar ar sufr sufrim imie ient ntos os físi físico coss o pade padece cer r enfermedades corporales. Puede ocurrir incluso que la Voluntad de Dios para ellos sea permitirles vivir en la tierra sin conocer siquiera un dolor mental o una profunda angustia moral. Esos son casos excepcionales. Pero cada hijo de Adán y cada hija de Eva debe tener la certidumbre de que habrá de enfrentarse con un ahora final. Abel fue el primer ser humano que conoció la muerte. Desde entonces hasta el último tic-tac del tiempo, ningún ser humano pudo o podrá evitarla. Tú tendrás que enfrentarte a ella un día u otro. ¿Cómo te encontrarás con ella? Este momento final merece una gran atención. Es el más importante de todos los muchos ahoras que Dios nos concede. De la forma en que lo hagamos dependerá nuestra situación en ese ahora que jamás acabará, el ahora de la eternidad. Alguien ha dicho que «el valiente es el cobarde que ha rezado sus oraciones». Si esto fuera verdad, parecería que pocos de nosotros hemos rezado nuestras oraciones para la muerte, pues si hay una palabra que haga temblar a la mayor parte de los hombres, es la palabra «muerte». Sin embargo, podemos leer en San Pablo cómo la deseaba. Cuando Santa Teres eresit itaa del Ni Niñño Jesús esús se enco enconntrab trabaa en su lech echo de muerte erte,, le preguntaron si se resignaba a morir. «¡Oh, Padre —replicó la sierva de Dios—, creo que sólo para vivir es para lo que necesitamos resignación. La muerte es una alegría para mí!» El hombre vulgar dirá: «¡Eso está muy bien para una santa, pero no para nosotros...!» No les dejéis que sigan, pues ya hemos visto y aceptado la conclusión de que ningún hombre o mujer tiene otra razón para estar so bre la tierra que la de empezar a santificarse. Esta es la razón de que la Voluntad de Dios sea que muramos. Y por ello debemos desear no hacer en el cielo o en la tierra más que Su Voluntad. No hace mucho tiempo hubo un hombre en la celda de los condenados a muerte en la Penitenciaria del Estado de Kentucky, en 168
Eddyville, quien había dicho en una ocasión: «Para mí, Dios es tan sólo una palabra compuesta de cuatro letras. Y para cualquier efecto práctico, esas cuatro letras tienen el mismo valor que si fueran w, x, y y z. z. No obstante, cuando el director de la prisión entró en su celda a las seis de la mañana del 25 de febrero de 1943 para leerle la orden de ejecución, Tom Penney se puso en pie y la escuchó tranquilamente. La orden decía que se le condenaba a morir aquella noche por haber sido declarado reo de atraco a mano mano arma armada da,, del del qu quee resu result ltar aron on mu muer erta tass do doss mu muje jere res. s. Cuan Cuando do el func funcio iona nari rioo term termin inóó la lect lectur ura, a, Pe Penn nney ey mo movi vióó li lige gera rame ment ntee la cabe cabeza za asintiendo y dijo: «Gracias, señor Buchanan. Hágase la santa voluntad de Dios. Soy un hombre de suerte» (8). Nadie colocará a Tom Penney en la misma categoría que Saulo de Tarso o Teresa de Lissieux; en cambio, si parece justo colocarle junto al llamado «buen ladrón», San Dimas, el hombre que ganó el cielo en su último momento. Pero es cierto que cuando se leen las cartas escritas por Penney en su último día sobre la tierra, se pueden encontrar sentimientos muy parecidos a los de San Pablo. En efecto, Tom Penney escribía al Padre Brian —un Pasionista que habla dado una misión a los presos de Eddyville—: «Estoy muy tranquilo, Padre... El amar de Dios ha penetrado tan hondo en mi corazón, que el conocimiento de «lo inevitable» produce en mí una gran resignación que lo convierte en una grata perspectiva y casi me alegra... Mi amor a Dios pesa más que mi amor a la vida. No aspiro al consuelo de Dios, sino al Dios del consuelo; no al donativo, sino al Donante...» A otro Pasionista, que le había aconsejado por carta, le decía: «Quizá le sirva de compensación saber lo mucho que me ha ayudado con sus hermosas cartas de consejo y aliento. Sin ellas no sería capaz de decir ahora con el gran Apóstol: "He reñido la buena batalla y he sostenido la fe..." Al fin llega el momento de decirle adiós. Pero no se lo digo. Prefiero que la despedida sea: ¡Hasta que nos encontremos en el cielo!...» ¡Ene hambre era el que había dicho que Dios no era sino una palabra formada por cuatro letras...! Fue cómplice de un atraco con dos víctimas. Sin embargo, en su último día sobre la tierra, y cuando su momento final se acercaba, escribió a su madre y familia: «Os ruego que deis gracias, infinitas gracias, al buen Dios presente en mi corazón, por concederme la gracia de morir con toda tranquilidad. No lloréis... Velaré siempre por vosotros, esperando daros la bienvenida. No me faltéis allá arriba. No sé explicarme por qué se siente tan feliz mi corazón.» Véase Dios baja al infierno del crimen, por el P. Raymond. Traducción de don Felipe Ximénez de Sandoval. 3.ª edición. Ediciones Stvdivm. Madrid, 1959. 8
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Aquel hombre ponía el dedo en la llaga de la realidad. La palabra «muerte» no le asustaba, No obstante, había vivido una vida que tenía de todo menos de santidad. ¿Cómo explicar tal metamorfosis? Con el vocablo metanoia. metanoia. Había llegado a una verdadera conversión. Había llegado a conocer al Dios que le permitió pecar, pero cuya voluntad era su salvación. Al Padre Jorge Donnelly, el sacerdote que le instruyera, escribió aquel último día: «... Contaba con usted esta noche, Padre, y pensaba poder decirle de palabra todo mi afecto. Pero como parece que nuestro Señor ha dispuesto otra cosa, pensaba decirle por escrito todo cuanto le hubiese dicho de haber venido. Nunca he guardado secretos para usted, Padre, salvo, quizá, que le haya tenido ignorante de todo el milagro que Dios ha obrado en mi alma... Dentro de cinco horas, querido Padre, estaré con Nuestro Señor y Nuestra Señora y toda la Corte celestial. Apuesto cualquier cosa a que usted les habrá hablado de mi...» ¿Quién podrá dudar de cuál fue el ahora más lleno de alegría de la vida de aquel hombre? ¿Puede ser el final diferente para cualquier hombre o cualquier mujer? Miremos, como Tom Penney, a lo que tenemos delante: a la visión de Dios, el rostro de Cristo en la gloria, la dulzura de María Inma Inmacu cula lada da,, nu nues estr traa Madr Madre, e, el asom asombr bróó de enco encont ntra ramo moss con con Migu Miguel el,, Rafael, Gabriel y el despliegue esplendoroso de los nueve coros angélicos. Pensemos en encontrarnos con el Ángel de la Guarda que nos acompañó —in —invi visi sibl ble— e— du dura rant ntee todo todoss los los mi minu nuto toss de la exis existe tenc ncia ia terr terren enal al;; en contemplar de frente los rostros de San Pedro y de San Pablo, de escuchar a San Agustín, Santo Tomas, San Buenaventura y San Bernardo; de platicar con los patriarcas, los profetas, los jueces y los reyes del Antiguo Testamento y de dialogar con los Padres de la Iglesia, tanto con los de Oriente como los de Occidente... ¿Es temerario todo esto? Piensa entonces en algo más cercano a tu corazón. El Padre Frank O'Boyle, S. J., vivió una larga vida de estudios y trabajos. Su ahora final le encontró físicamente agotado en una cama del Hospital de San José, de Louisville, Kentucky. Cuando un sacerdote se inclinó sobre él para decirle: «pronto, querido Padre, estará usted en el cielo»…, volvió la blanca y débil cabeza en la que brillaban los ojos y con voz temblorosa murmuró sonriente: sonriente: «Sí... Y sé que hay allí muchos amigos esperándome...» Tertuliano preguntaba: «¿Por qué temer a lo que termina todos los temor emores es?» ?» Pod odem emoos par parafr afrasea asearrle y preg pregun unttar: ar: «¿P «¿Por qué no no noss 170
empeñamos en amar, lo que satisfaría todas nuestras aspiraciones y nos proporcionaría todo lo que queremos?» Si miramos el aspecto físico de la muerte, no es ciertamente una cosa bella. Es un castigo impuesto por Dios al pecado. Supone la separación de las dos sustancias que jamás debieran separarse. Dios nunca planeó que el alma humana se separase del cuerpo humano por esa cosa desgarradora que los hombres llaman muerte. De haberle obedecido Adán, Eva nunca hubiese conocido el tremendo dolor de ver el cuerpo inerte de su hijo Abel después de que Caín le asesinara, ni nuestro mundo se habría convertido en una inmensa sepultura. La muerte en sí, y especialmente en su aspecto físico, es inapelable. Sin embargo, para el verdadero miembro de Cristo, para el hombre o la mujer consciente de la mayor realidad de la vida, ese aspecto físico es soportable, lo mismo que para Cristo, nuestra Cabeza, lo fue, aceptándola «en vez del gozo que se le ofrecía» (Heb., 12, 2). Ese último ahora, cierto para cada uno de nosotros, está lleno de incertidumbres. No conocemos ni el día ni la hora... No sabemos si estaremos rodeados de amigos o de extraños, o si estaremos completamente solos... No sabemos dónde ni cómo ocurrirá... Un eminente cirujano de Kentucky empezó el Primer Viernes de junio —el mes del Sagrado Corazón— como había empezado casi todos los demás días de su vida de adulto: asistiendo a Misa acompañado por su mujer. A la hora de la Comunión, aquel Primer Viernes, se incorporó en el banco y dejó pasar como de costumbre a la señora Henry para que fuese delante de él al comulgatorio. Cuando la señora llegó, se sorprendió al adve advert rtir ir qu quee el do doct ctor or no se arro arrodi dill llab abaa a su lado lado.. Habí Habían an acor acorda dado do comulgar juntos como siempre, por lo que la falta del marido a su lado hubo de preocuparle un momento. Pero sólo un momento, pues inmediatamente quedó absorta en Dios. Pero cuando, después de recibir al Señor, volvía a su sitio, le hizo salir de su recogimiento un grupo de gente que se había reunido y se inclinaba sobre una forma humana caída. Era su marido. Una rápida mirada le hizo comprender que en vez de haber su esposo recibido a Dios aquella mañana, era Dios quien le había recibido. El último ahora en la tierra del doctor Henry era digno preludio a su inacabable ahora en el cielo. El Autor del tiempo había rasgado las tinieblas del tiempo con el rayo de luz de la eternidad para un hombre que siempre se habla acercado a Él, que es la Luz y la Lámpara del cielo. No se puede decir que hubiese lucha con la muerte; seguramente ni hubo agonía. La Sagrada Comunión que el doctor estaba dispuesto a recibir se convirtió 171
en unión celestial cuando el Sagrado Corazón detuvo los latidos de aquel corazón humano que tanto le veneraba. Por el «fallo de su corazón», el doctor Henry conoció la plenitud de su corazón. El único camino para lograr esa plenitud es lo que los hombres llamamos la muerte, que a veces ni siquiera supone dolor. ¿Por qué temerla? El Padre Marion Batson, S. J., solicitó voluntariamente ir a la India y pasar allí su vida, pidiendo a Dios que aceptara aquel desplazamiento como un sacrificio capaz de servir para la conversión de su padre. En aquellas remotas tierras trabajó intensamente durante más de treinta años. En 1960 regresó a los Estados Unidos para pasar unos meses reponiéndose y preparando nuevas tareas. Durante aquellos meses, Dios quiso que tuviera en sus brazos a su madre moribunda y supiese de sus labios que, aun cuando su padre murió santamente, no habla llegado a formar parte del cuerpo visible de la Iglesia. El sacerdote no se descorazonó. Sabía que cada plegaria surte algún efecto, y estaba seguro de que las suyas, a lo largo de treinta años, no habían caído en oídos desatentos ni en un Corazón indiferente. Así, pues, preparó con alegría su vuelta a la India para continuar su vida de trabajo. Con propósito de despedirle, un grupo de parientes y amigos acudió al aeropuerto de Chicago la mañana en que debía emprender su largo viaje. Como la hora de la partida se acercaba y el Padre Marion no aparecía, cundió la inquietud y telefonearon a la casa en donde habla estado hospedado. La noticia que les dieron es de las que aplacan cualquier necio temor a la agonía. Les dijeron que el Padre Marion no volaría hacia la India, pues, mientras dormía, Cristo —a quien había servido tan generosamente y en cuya compañía vivió tanto tiempo— había cumplido su promesa, llegando «como un ladrón en la noche». Otro Ot ro frec frecue uent ntee temo temorr es el del del demo demoni nio. o. Much Muchos os se ho horr rror oriz izan an pen penssand ando que un unaa legi egión de di diab abllos rod odea eará rá el lech echo mortuo rtuorrio io.. Conoce Conocemo moss muchos muchos relato relatoss refere referente ntess a esa presen presencia cia diaból diabólica ica,, bien bien ideados para infundir miedo incluso a los más valientes... si se niegan a pensar. El demonio y toda su corte infernal podrán rodear nuestro lecho de muerte sólo si Dios lo permite. Nunca olvidemos que no hay más que un Dios. Satanás no puede hacer nada sin su permiso. ¡Y Dios no concede ese permiso, salvo por una razón santa! Por tanto, si es voluntad permisiva de Dios que seas atormentado, puedes alegrarte. El demonio nunca atormenta a aquellos de los que está seguro. Por eso, si te ves realmente atormentado, ello significa que estás salvado. Pero hay otro pensamiento esencial... Dios te hizo no para poder condenarte eternamente, sino para que 172
puedas glorificarle durante toda la eternidad. Una vez que te trajo a la vida por un acto de Su Omnipotente Voluntad, tuvo que mantenerte vivo con unaa cont un contin inua ua actu actuac ació iónn de esa esa Volu Volunt ntad ad Omni Omnipo pote tent nte. e. Si Siem empr pree has has respirado porque Dios lo ha querido. Cada latido de tu corazón ha sido deseado por Él. Y todo con una única intención: la de que puedas llegar a glorificarle eternamente después de la vida. ¿Cómo sería posible que ese Dios Di os gener eneros osoo te aban abando dona nasse en tu úl últtim imoo aho ahora? Una Una vez vez más te invitamos a recordar que Él y sólo Él es Omnipotente. Comparados con su poder, el de Satán y el de todo el infierno son la absoluta impotencia. Así, pues, ¿qué importaría que el infierno te rodease en tu último momento? Si Dios está contigo, ¿quién puede estar contra ti y dañarte? ¡Piensa! Dios envió a Su Unigénito a la tierra y, como tantas veces y tan bien se ha dicho, lo envió por y para ti, como si fueras el único ser humano que necesitara ser redimido por un Ser infinito. Piensa en las humillaciones de sus treinta y tres años, desde la concepción en el oscuro seno de una virgen judía hasta el enterramiento en la oscuridad del sepulcro de José de Arimatea. Piensa en las tremendas angustias de Getsemaní, en el horror y la vergüenza de la columna de la flagelación, del cruel dolor de cada espina de la corona. Calcula, si puedes, el peso de la Cruz. Escúchale gritar en el Gólgota: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Mira su Cabeza hundida en la muerte y di con San Pablo: «¡Me amaba!, Repite: «¡Se entregó para salvarme!» Y pregúntate: «¿Es posible que vaya a abandonarme en mi último ahora?» Así, aunque todo el infierno aúlle alrededor de tu lecho de muerte, no le hagas caso y escucha su tran tranqu quil ilaa vo vozz murmuran uranddo a tu oí oído do:: «¡T «¡Ten con confian fianza za!! ¡Le he vencido!... Soy tu Cabeza y te he amado y te amo con un amor inextinguible. ¡Sigue pensando! Desde su lecho de muerte —la Cruz—, te hizo una donación especial. Como legado final te entregó a su Madre para que fuese tu Madre. Recuerda los Siete Dolores de esa Madre y no olvides que el siete es en la Escritura un número lleno de significado. Tu Madre es la puerta de toda la Gracia, y especialísimamente la de esa gracia final que ningún hombre merece: ¡la gracia de la perseverancia final! Ella es el Auxilio de los cristianos, omnipotente en su poder de súplica. Es la Refugio de los pecadores. Es la Reina del universo. ¿Dónde estará y qué hará cuando tú te enfrentes con tu último ahora? ¿Sabes algo del amor maternal? ¿Conoces los esfuerzos de que es capaz cada madre para salvar a su hijo? ¿Te has dado cuenta de lo que representas para María, no por lo que eres en ti sino precisamente por lo que eres en Cristo Jesús? Jesús? Tú eres un 173
miembro Suyo. Por tanto, como enseñó San Pío X, te llevó espiritualmente en su seno, lo mismo que llevó físicamente a Jesús. Te formó espiritualmente, entonces y a lo largo de los años. Ella es la mujer anunciada en el Génesis, la única capaz de aplastar la cabeza de Satán. Ella es la Mujer vestida del sol de que habla el Apocalipsis, ante la cual el poderoso dragón queda inerme. Si Miguel pudo llevar a Satán al infierno, ¿qué podrá hacerle la Reina de los ángeles? Si ella es tu esperanza, ¿qué puedes temer? Reza la Letanía de los Santos, y advertirás que hay alguien más interesado que tú mismo en tu alma y en tu salvación, pues saben, mucho mejor que tú, lo preciosa que es esa alma para su Reina, para su Señor y para su Dios. Eso es lo que la Letanía dice para los moribundos. Es un grito, un llamamiento que nunca deben dejar de oír y atender. Así, si Dios permitiera que todo el infierno te rodeara en tus últimos momentos, ¡qué debilidad supondría para quienes tanto te aman y tan decididos están a ser tus defensores! Mira a tu alma. Si la ves como es debido, todos los temores se desvanecerán, pues tendrá un impulso de gravitación hacia Dios. En tu aho ahora fina final, l, ese ese impu puls lsoo ejer ejerci cita tarrá su mayor ayor fuerza erza.. A veces eces nos preguntamos si esta vuelta del alma a su Fuente no es la verdadera esencia de esa cosa a la que llamamos muerte. Así, pues, en cada latido de tu corazón puedes oír a Cristo diciendo: «¡No «¡No teng tengas as mi mied edo! o! Yo te prot protej ejo. o.....»» Si Sinn emba embarg rgo, o, la du duda da pers persis iste te mach machac acon ona: a: «Con «Conce cedi dido do qu quee to todo do eso eso sea sea verd verdad ad,, qu qued edaa to toda daví víaa la cuestión de si verdaderamente verdaderamente puedo tomar ese impulso.» Eso no es una cuestión. Ni puede ser una duda. Es absolutamente cierto que no puedes tomarlo. Es decir, tú en cuanto ser humano. Pero no olvides que dejaste de ser tú y un mero ser humano cuando recibiste el Bautismo. Entonces te convertiste en miembro Suyo, y la Persona es quien actúa y sufre en y a través del cuerpo. Act Actio ione ness et pa pasi sion ones es sunt sunt suppositorum, dicen los filósofos, lo cual quiere decir que cuando tu mano o tu pie tropiezan con algún objeto no son tu mano o tu pie los que reciben el daño: eres tú. Cuando tienes un dolor de cabeza, no es tu cabeza la que sufre; eres tú quien sufres en tu cabeza. Lo mismo pasa con el Cuerpo Místico de Cristo. Por ello tú no sufrirás solo en la agonía. Cristo estará en ti y tú estarás en Cristo. Sin Él no podrás hacer nada merecedor de la eternidad. Pero «en Él, con Él y a través de Él» lograrás conquistarla.» conquistarla.» Cualesquiera sean las circunstancias de tu último momento, será un 174
momento cargado y hasta sobrecargado de Dios. A pesar de las apariencias contrarias, ello le hace ser el mayor ahora mayor ahora de todos los ahoras. ahoras. Si desborda de sufrimientos, alégrate, pues, como decía Dante, «el sufrimiento vuelve a unirnos a Dios». Santa Teresa de Jesús amaba ciertamente a Dios y anhelaba estar con Él; en su autobiografía nos dice cuánto sufriría voluntariamente hasta el final del tiempo si haciéndolo pudiese aumentar de alguna manera la gloria de Dios. Pedía al Señor sufrir o morir. Su anciana amiga María Díaz, preguntada en sus ochenta años si no deseaba volver a su patria celestial, replicó que, al contrario, su deseo era entrar en el cielo lo más tarde posible, pues mientras estuviera en la tierra podía ofrecer a Dios algo que no sería capaz de ofrecerle en el cielo: sus sufrimientos. Ya ves que no hay nada que temer en nuestro último ahora, cualquiera que sea la parte que nos corresponda. Para San Ignacio de Loyola es lo mismo una larga vida que una corta vida. Ambas tienen ventajas e inconvenientes. Deja todo a merced de la voluntad de Dios y ama sólo a ésta, tanto si supone para ti riqueza o po breza, fama o infamia, salud o enfermedad. Deja todo a merced de la Voluntad de Dios. Lo que Él nos dé será lo mejor para cada uno de nosotros. San Francisco de Sales resumía claramente esta directriz en su máxima: «No desear nada, no pedir nada, no rechazar nada». Supo vivir hasta el final esta máxima. Y cuando sus amigos le aconsejaban repetir la plegaria de San Martín, que moribundo decía: «Señor, si todavía soy necesario a tu pueblo, no me niego al trabajo», contestó San Francisco: «¡No lo haré! Yo cuidé de llevar una buena vida. El cuidado de mi muerte se lo entrego a Dios.» Era un unaa sabi abia resp espues uesta. Pues ues «mient ientra rass viv ivam amos os estar taremo emos muriendo, y cuando muramos viviremos para la eternidad». Si vivimos desde ahora hasta el próximo ahora haciendo lo posible por cumplir la Voluntad de Dios, moriremos haciendo esa Voluntad y nada más. No olvidemos las palabras de San Pablo a Timoteo: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (I Tim. 2, 4). Une a esas palabras aquellas de Cristo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn. 17, 3). Haz esto cada día y serás como León Bioy cuando te llegue tu último ahora. ahora. Cuando aquel ardiente amador de Dios agonizaba, un amigo se inclinó sobre él y le preguntó: «¿Que sientes ahora, León?» La respuesta del moribundo fue: «Una curiosidad devoradora.» Estaba mirando hacia 175
adelante, esforzándose en ver a Dios. Sentía que aquella rendición del cuerpo impulsaba al alma hacia su Fuente. Estaba inflamado de una curiosidad que era santo deseo. El año pasado murió en Kentucky una mujer que había padecido en vida larguísimas enfermedades, viendo la mano de Dios sobre ella en cada doloroso paso. Había soportado veintidós operaciones y pasado siete años en cama a causa de la tuberculosis; cuando se le permitió levantarse fue víctima de otra enfermedad casi desconocida que le atacó. En veinte años, sólo pudo salir de su casa una vez. «No he gozado enfermedad, sufrimiento, agonía nerviosa o agotamiento que fueran más difíciles de soportar que el dolor físico» —escribía poco antes de su muerte. «Un inválido tiene que enterrar muchos queridos sueños, combatir ferozmente con la muerte y renunciar a morir decente y tranquilamente. Pero Dios tiene una manera de quitarnos nuestros juguetes para luego llenarnos las mano manoss de jo joya yas, s, desp despué uéss de habe habern rnos os oí oído do grit gritar ar como como chiq chiqui uill llos os desesperados...» Entre las más valiosas de esas joyas estaba la que llamaba «la paz de Dios, que se clavó en mi alma. Cuando llegó, vi cómo después de todo importaba poco que mi cuerpo desgarrado sufriera, puesto que la pérdida del cuerpo debe ser la ganancia del espíritu. Más adelante supe que nada de cuanto nos ocurra es importante, salvo que afecte a nuestro desarrollo espiritual, nuestro conocimi conocimiento ento de Dios y el aumento de nuestra fe». Llegó a decir: «Nos «Nosot otro ross lo loss enfe enferm rmos os ¡ten ¡tenem emos os tant tantos os rato ratoss de ocio ocio!. !..... Algunas veces los recibimos mal, pero son una maravillosa bendición si los empleamos como es debido. La voz de Dios es una voz suave y pequeña, y debemos escucharla atentamente para oírla. A veces sólo podemos sentirle y quedarnos tranquilos bajo su mano. Desde luego, una de las cosas más penosas para el enfermo es el sentimiento de su inutilidad. Quisiéramos trabajar para Dios. Trabajar para Dios es bueno, pero es mejor aún hacer Su Voluntad, y evidentemente Su Voluntad es que los enfermos no trabajemos. Algún día sabremos por qué. »Peero hay »P hay un unaa gran gran tarea area en la qu quee inclu nclusso no nossot otro ross los enfermos podemos participar: la tarea de la oración, por la que doy gracias a Dios. Es un pensamiento maravilloso y sobrecogedor, que yo, acostada aquí en mi cama, en mi cuartito, pueda colaborar en el 176
vasto engranaje de Dios, pueda cambiar el destino de una vida, de un mundo e incluso pueda acelerar el día de su aparición!» Recuerda que esto brotaba de la pluma de una mujer que vivía en el mundo. No es el escrito de una monja. Seguía diciendo: «Después de llevar enferma varios años, pensé, en mi necedad, que había aprendido las lecciones que Dios quiso enseñarme, y que ahora me permitiría volver al mundo y trabajar para El. ¡Como si pudiésemos aprender todo lo que Dios tiene que enseñarnos! No. Sigo enferma todavía. Y sin comprender por qué estoy totalmente inválida. Ya no espero comprenderlo. Si lo comprendiera, no necesitaría tener fe. Basta con que Él lo sepa y con que algún día me diga por qué fue lo mejor para mí y lo mejor para su causa. »Luego vino el peor golpe de todos: hace unos nueve años, el Señor llamó a su presencia a mi querido esposo y me dejó sola en este mundo, paralitica, enferma de cáncer, casi ciega... Entonces me volví a Dios y aprendí cómo su fuerza se hace perfecta en la debilidad, y cómo puede proveer a todas mis necesidades: «Mi Dios os dará todo lo que os falta, según sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús» (Fi1. 4, 19). Una cosa es pensar esto y otra haberlo encontrado por una experiencia real y saber, sin género de dudas, que cuando bajemos al valle iremos de su mano; que nunca habremos de estar solo soloss y teme temero roso sos, s, pu pues es Él vend vendrá rá siem siempr pree con con no noso sotr tros os para para guiarnos por todos los senderos y sostenernos con su poderoso brazo. Saber estas cosas es una felicidad que está por encima de todas las palabras.» Es evidente que en esta mujer las palabras de Dante se cumplían ple plena name ment nte: e: la tris triste teza za y el sufr sufrim imie ient ntoo vo volv lvía íann a un unir irla la a Di Dios os.. La enfe enferm rmed edad ad y la mu muer erte te de su mari marido do fuer fueron on para para ella ella bend bendic icio ione ness inapreciables. Todavía había un don mayor que acabaría por descubrir. Lo descubriría por último, describiéndolo describiéndolo así: «Lo mejor de todo es la bendita esperanza de su pronta llegada. No sé cómo pude vivir antes de conocer esta verdad. No acierto a imaginar cómo puede alguien vivir sin ella en estos difíciles tiempos. Cada mañana pienso con un violento palpitar de mi corazón: «¡Puede llegar hoy!» Cada noche antes de dormirme digo: «¡Cuando me despierte, puedo estar en la gloría!» Así, vivo cada día como si fuera 177
el último. Estoy expectante y anhelante. Para mí ya no hay días grises, pues todos están inundados de su colorido; no hay días oscuros, pues la irradiación de su llegada enciende el horizonte; no más días tristes, pues la gloria está a la vuelta de la esquina; no más días solitarios, pues cada vez oigo más cercano su paso y presiento que pronto estaré en su Presencia.» ¿Empezarás o terminarás tus días de otra manera que lo hacía aquella elocuente mujer? ¿Serás capaz de decir como ella dijo al final de su extraordinaria confesión: «Lo más importante que mis enfermedades me han proporcionado es un conocimiento de Dios y de Jesucristo ‘en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia’»? (Col. 2, 3). La enfermedad le había dado su cielo en la tierra, la eternidad en la vida, puesto que Cristo dijo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» Jesucristo» (Jn. 17, 3). Aún puede haber realistas testarudos que insistirán en que lo que los hombres vulgares tememos no es la muerte, sino el Juicio. Cie Ciertam rtamen ente te hay hay una parte arte de verda erdadd en esta esta afir afirm mació ación. n. El Eclesiastés nos dice: «Ni siquiera sabe el hombre si es objeto de amor o de odio» (Ecl. 9, 1). La incertidumbre desasosiega a los hombres. Pero otra vez repetimos: ¡Piensa! Tenemos una conciencia. Su voz puede ser muy clara. ¿Qué te dice de tu estado? Si la escuchas, podrás saber si estás en el estado de Dios —el que llamamos estado de gracia— o si estás contra Cristo. Es decir, si nunca podemos tener una certidumbre metafísica de nues nu estr troo esta estado do de alma alma,, po pode demo mos, s, y siem siempr pree tene tenemo moss un unaa defi defini nida da certidumbre moral. Lo cual es suficiente para el hombre que piensa. Vamos a enfrentarnos con nuestro Juez en el momento en que muramos. Pero ¡mírale! ¿No reconoces en Él a tu hermano? Jesús, que murió por ti —que vivió y murió precisamente para que tú no murieses para siempre—, va a ser Quien te juzgue. ¿Puedes temer a un Juez cuya esencia es el amor y cuya quintaesencia es —si puede decirse— el amor misericordioso? Dios es justo. Dios es celoso. Dios es Juez. Pero su justicia y su celo Le hacen misericordioso. Por tanto, el hombre que piensa no tiene miedo a la muerte; el hombre que piensa se convierte en un hombre lleno de amor. Y, como dice San Juan: «En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor» (I Jn. 4, 18). El hombre que piensa está lleno de esa inconmovible confianza que procede de un indudable amor. 178
El cardenal Newman era un hombre que pensaba. Por eso pudo escribir: «Dio «Dioss me creó creó para para hace hacerl rlee algú algúnn serv servic icio io defi defini nido do;; para para encargarme algún trabajo que no podría encargar a otro. Yo tengo mi misión, que tal vez nunca llegaré a conocer en esta vida, pero se me revelará en la otra. Yo soy un eslabón en una cadena, un lazo de conexión entre las personas. Dios no me creó para ser nada. Haré algo bueno. Haré su obra. Seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en mi puesto, pero no por proponérmelo, sino sólo por cumplir sus mandamientos. Por eso me confió a Él. Como quiera y dond do ndee qu quie iera ra qu quee esté esté no desp desper erdi dici ciar aréé esa esa conf confia ianz nza. a. Si esto estoyy enfermo, mi enfermedad puede servirle; si estoy triste, mi tristeza puede servirle. Dios no hace nada en vano. Sabe que está en todas partes. Puede arrancarme de mis amigos y arrojarme entre extraños. Puede hacer que me sienta desolado, que mi espíritu se hunda, que mí porvenir se esconda. Sin embargo, sabe bien lo que hace y tengo que confiar en Él.» ¿No deben decir ahora exactamente lo mismo, los hombres y las mujeres que piensan? San José Pignatelli, S. J., planteó la cuestión para nosotros cuando rezaba: «¡Oh Dios mío! No sé qué debe pasarme hoy; pero estoy seguro de que nada puede ocurrirme que Tú no hayas previsto, decretado y ordenado desde la eternidad. Esto me basta. Adoro tus impenetrables y eternos designios, a los que me someto con todo mi corazón. Los deseo, los acepto y uno mi sacrificio al de Jesucristo, mi Salvador. Y en su nombre, y a través de sus infinitos méritos, te pido paciencia en los sufrimientos y perfecta sumi sumisi sión ón a cuan cuanto to pu pued edaa suce sucede derm rmee segú segúnn tu sant santaa Volu Volunt ntad ad.. Amén.» Esta es la oración para cada día y para cada hora del día. Si la rezamos sinceramente, nuestro ahora final será como debe ser: lleno de gozo y glorioso. Pero volvamos al pensamiento con el que empezamos: sólo tenemos el presente y pasajero ahora. ¿Por qué preocuparnos por lo que no ha venido todavía y puede no venir? Este ahora presente puede ser el último de que dispongamos. Vivámoslo hasta el vértice de su santidad tomándolo 179
de Dios y para Dios, aceptando todo lo que nos traiga como manifestación de su amor y su confianza en nosotros, devolviéndosela como los buenos amigos devuelven los favores: ¡duplicados! Los hombres recibimos la voluntad de Dios sólo en fragmentos, pequeños fragmentos; uno para cada nuevo ahora. ahora. Nuestra misión es tomarlos y reunirlos amoldándolos al designio que trazó para nosotros desde la eternidad. Cuál fue este designio, sólo podremos verlo en el último momento. Será algo perfecto como Dios quiere la perfección, si vivimos su voluntad en el ahora, ahora, en el único pedazo del tiempo que es nuestro, en el último fragmento del plan de Dios puesto en nuestras manos, el único instante de la vida de Cristo en nosotros y de nuestra vida en Cristo que puede ser vivido. Pero sólo «reuniendo esos fragmentos e impidiendo que se pierdan» podremos vivir realmente y alcanzar el único éxito de la vida: la santidad. Esto puede parecer demasiado fácil. Pero no olvides que esto se dirige a quienes desean hacer la voluntad de Dios de ahora a ahora. ahora. Para ellos, la tesis fue y es que la santidad es fácil; en cuanto a santidad es sencillo; aumenta de momento en momento, de día en día, de año en año en quienes viven sólo en el presente y hacen dentro de él la voluntad de Dios para ellos: el deber del momento presente para su estado de vida. Tales personas viven una vida de amor en Cristo Jesús y como Jesucristo, por tener conciencia de ser sus miembros con un trabajo a realizar: ¡el mismo que Él hubo de hacer cuando vivió en la tierra: la voluntad del Padre! Esas personas triunfan sobre el mundo, el demonio y la carne. Para ellas son estas magnificas promesas del Apocalipsis: «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida» (Ap., 2, 10). ‹Al que venciere y al que conservare hasta el fin mis obras, yo le daré poder sobre las naciones. Y las apacentará con vara de hierro... y le daré la estrella de la mañana» (Ap., 2, 26-28). «El que venciere, ese se vestirá de vestiduras blancas, jamás borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (Ap., 3. 51. «Al vencedor Yo le haré columna en el templo de mi Dios... y sobre él escribiré el nombre de Dios... y mi nombre nuevo» (Ap., 3, 12-13). «Al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono...» (Ap., 3, 21). Mediante esas revelaciones, Dios Espíritu Santo nos promete a ti y a mí el triunfo de los triunfos: la interminable unión «en Cristo Jesús, a través de Cristo Jesús, y con Cristo Jesús», con el Padre y el Espíritu durante toda la eternidad. No puede sorprendernos que San Juan termine este 180
libro con el grito de: «¡Ven, Señor Jesús!» Y éste será también nuestro grito en nuestro último ahora si vivimos siem siempr pree como como mi miem embr bros os de Cris Cristo to.. Ento Entonc nces es,, los los últi último moss lati latido doss de nuestros corazones no serán sino el rezo de la oración de las oraciones: PADRE NUESTRO, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS, SANTIFICADO SEA EL NO NOMBRE; VENGA NOSOTROS TU REINO, HÁGASE TU VOLUNTAD en mí ¡Ahora!
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