CAPÍTULO XI
Fragmento de una «Historia de la Revolución inglesa» por David Hume E A D E M M U T A T A R E SE IR G O
...El Parlamento Largo declaró, por un juramento solemne, que no podía ser disuclío (p. 181). Para asegurar su poder, no cesaba de operar sobre el espíritu del pue blo; ya enardecía los espíritus con habilidades artificiosas (p. 176), ya se hacía enviar, de todas las partes dcl Reino, peticiones en favor de la revolución (p. 133). El abuso de la prensa era llevado al colmo: numerosos clubes producían en todas partes ruidosos tumultos: el fanatismo tenía su lengua particular; era una jerga nueva, inventada por el furor y la hipocresía del tiempo (p. 131). La manía universal era denostar contra los antiguos abusos (p. 129). Todas las antiguas instituciones fueron derrocadas una tras otra (pp. 125, 188). El bilí de Self-deniance y el New-m odel desorganizaron absolnta nicntc el ejército, y le dieron una nueva forma y una nueva composición, que forzaron a una multitud de antiguos oficiales a reenviar sus comisiones (p. 13). Todos
Cito la tdicioii inglesa de Basilea, 12 vols., in 8.“, Le crand, 1789.
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los crímenes se ponían sobre la cuenta de los realistas (p. 148); y el arte de engañar al pueblo y de atemorizarlo fue llevado hasta el punto de que se llegó a hacerle creer que los realistas habían minado el Támesis (p. 177). ¡No hay rey! ¡No hay nobleza! ¡Igualdad universal!; era el grito general (p. 87). Pero, en medio de la efervescencia popular, se distinguía la secta exagerada de los indepen dientes, que terminó por encadenar el Parlamento Largo (p. 374). Contra una tal tempestad, la bondad del Rey era inútil; las mismas concesiones hechas a su pueblo eran calumniadas como hechas sin buena fe (p. 186). Era con estos preliminares como los rebeldes habían preparado la pérdida de Carlos I; pero un simple asesinato no hubiese satisfecho sus miras; ese crimen no habrá sido nacional; la vergüenza y el peligro hubiesen caído tan sólo sobre los asesinos. E ra pues necesario imaginar otro plan; era necesario asombrar al universo por un procedimiento inaudito, adornarse con las apariencias de la justicia y cubrir la crueldad con la audacia; era necesario, en una palabra, al fanatizar al pueblo con las nociones de una igualdad perfecta, asegurarse la obediencia del mayor número y formar insensiblemente una coalición general contra la realeza (t. 10, p. 91). La aniquilación de la Monarquía fue el preliminar de la muerte del Rey. Este príncipe fue destronado de hecho, y la constitución inglesa fue derrocada (en 1648) por el bilí de no petición, que la separó de la constitución. Pronto las calumnias más atroces y más ridiculas fueron sembradas sobre el Rey, para matar aquel respeto que es la salvaguarda de los tronos. Los rebeldes no olvidaron nada para ennegrecer su reputación; lo acusaron de haber entregado plazas a los enemigos de Inglaterra, de haber hecho verter la sangre de sus súbditos. Es por la calumnia como se preparaban para la violencia (p. 94). Durante la prisión del Rey en el castillo de Carisborne, los usurpadores del poder se dedicaron a acumular sobre la cabeza de aquel desgraciado príncipe todos los géne-
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ros de dificultades. Se le privó de sus servidores; no se le permitió comunicar con sus amigos: ninguna sociedad, ninguna distracción, le eran permitidas para que suavizasen la melancolía de sus pensamientos. Esperaba ser, en todo instante, asesinado o envenenado ; pues la idea de un juicio no entraba en un pensamiento (pp. 59 y 95). Mientras que el Rey sufría cruelmente en su prisión, el parlamento hacía publicar que se encontraba muy bien, y que estaba de muy buen humor (ihíd. ^^^). La gran fuente de donde el Rey sacaba todos sus consuelos, en medio de las calamidades que lo abrumaban, era sin duda la religión. Este príncipe no tenía en él nada de duro ni de austero, nada que le inspirase resentimiento contra sus enemigos, o que pudiese alarmarlo sobre el porvenir; mientras que su familia, sus parientes, sus amigos eran alejados de él o se hallaban en la imposibilidad de serle útiles, ponía su confianza en los brazos del gran Ser, cuyo pod er penetra y sostiene el universo, y del cual los castigos, recibidos con piedad y resignación, parecían al Rey las prendas más ciertas de una recompensa infinita (pp. 95 y 96). Las gentes de leyes se comportaron muy mal en esta circunstancia. Bradshaw, que era de esta profesión, no se ruborizó en presidir el tribunal que condenó al Rey; y Coke se constituyó en acusación pública por parte del pueblo (p. 123). El tribunal se compuso de oficiales del ejército rebelde, de miembros de la cámara baja, y de burgueses de Londres; pero casi todos eran de baja extracción (p. 123). Carlos no tenía dudas sobre su muerte; sabía que un rey es raram ente destronado sin perecer; pero creía más bien en un asesinato que en un juicio solemne (p. 122).
co.
III
É sta era tamb ién la opinión de Luis XVI. V ed su elogio históri-
Se recu erda ha be r leído en el diario de Condorcet un trozo sobre c! buen ap etito del Rey a su vuelta de V arennes.
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En su prisión, estaba ya destronado: se le había des provisto de toda la pompa de su rango, y las personas que se le aproximaban habían recibido orden de tratarlo sin ninguna muestra de respeto (p. 122). Pronto se habituó a soportar las familiaridades e incluso la insolencia de estos hombres, como había soportado sus otras desgracias (p. 123). Los jueces del rey se titulaban los representantes del pueblo (p. 124). Del pueblo... principio único de todo poder legítimo (p. 127), y el acta de acusación decía: Que, abusando del poder limitado que le había sido con fiado, había tratado traidora y maliciosamente de elevar un poder ilimitado y tiránico sobre las ruinas de la liber tad. Después de la lectura del acta, el presidente dijo al Rey que podía hablar. Carlos mostró en sus respuestas mucha presencia de ánimo y fuerza de alma (p. 125). Y todo el mundo está de acuerdo en que su conducta, e n ' esta última escena de su vida, honra su memoria (p. 127). Firme e intrépido, puso en todas sus respuestas la mayor claridad y ia mayor justeza de pensamiento y de expresión (p. 128). Siempre dulce, siempre igual, el poder injusto que se ejercía sobre éi no pudo hacerle salir de los límites de la moderación. Su alma, sin esfuerzo y sin afectación, parecía estar en su estado normal y contem plar con desprecio los esfuerzos de la injusticia y de la maldad de ios hom bres (p. 128). El pueblo, en general, permaneció en aquel silencio que es el resultado de las grandes pasiones comprimidas; pero los soldados, trabajados por todo género de seducciones, llegaron al fin a una especie de rabia, y considera ban como un título de gloria el crimen espantoso del que se manchaban (p. 1.30). Se concedió tres días de plazo al Rey; pasó este tiempo tranquilam ente, y lo empleó en gran parte en la lectura y en ejercicios de piedad; le fue permitido ver a su familia, que recibió de él excelentes consejos y grandes muestras de ternura (p. 130). Durmió apaciblemente, como de
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costumbre, durante las noches que precedieron a su su plicio. La mañana del día fatal, se levantó muy temprano y se vistió cuidadosamente. Un ministro de la religión, que poseía aquel carácter dulce y aquellas virtudes sólidas que distinguían al Rey, le asistió en sus últimos momentos (p. 132). El cadalso fue colocado, a propósito, en frente del palacio, para mostrar de una manera más impresionante la victoria alcanzada por la justicia del pueblo sobre la ma jestad real. Cuando el Rey subió al cadalso, lo encontró rodeado de una fuerza armada tan considerable que no pudo preciarse de ser oído por el pueblo, de manera que fue obligado a dirigir sus últimas palabras a un reducido núm ero de personas que se encontraban cerca de él. Perdonó a sus enemigos; no acusó a nadie; hizo votos por su pueblo. SEÑOR, le dijo el prelado que le asistía, ¡todavía un paso más! Es difícil, pero es corto, y debe conduciros al cielo. —Voy, respondió el rey, a cambiar una corona perecedera por una corona incorruptible y una felicidad ■ inalterable. Un solo golpe separó la cabeza del cuerpo. El verdugo la mostró al pueblo, goteando sangre, y diciendo en alta voz; ¡He ahí la cabeza de un traidor! (pp. 132 y 133). Este príncipe mereció más el título de bueno que el de grande. A veces perjudicó los asuntos al encomendarlos equivocadamente al juicio de personas de una capacidad inferior a la suya. Estaba más dotado para conducir un gobierno regular y apacible que para eludir o rechazar los asaltos de una asamblea popular (p. 136); pero, si no tuvo el valor de actuar, tuvo siempre el de sufrir. Nació, para su desgracia, en tiempos difíciles; y, si no tuvo suficiente habilidad para salirse de una situación tan embarazosa, es fácil excusarlo, puesto que incluso tras los hechos, en tjuc es normalmente fácil percibir todos los errores, es aún un gran problema saber lo que hubiera podido hacer (p. 137). Expuesto sin socorro al choque de las pasiones más rencorosas y más implacables, no le fue nunca posible, cometer ei menor error sin atraer
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sobre él las más fatales consecuencias; posición ésta cuya dificultad sobrepasa las fuerzas del mayor talento (p. 137). Se ha querido sembrar dudas sobre su buena fe; pero el examen más escrupuloso de su conducta, que es hoy perfectamente conocida, rechaza plenamente esta acusación; al contrario, si se consideran las circunstancias excesivamente espinosas de que se vio rodeado, si se com para su conducta a sus declaraciones, se estará forzado a confesar que el honor y la probidad constituían la parte más destacada de su carácter (p. 137). La muerte del Rey puso el sello a la destrucción de la monarquía. Fue aniquilada por un decreto expreso del cuerpo legislativo. Se grabó un sello nacional, con la leyenda: E L A Ñ O P R IM E R O D E LA L IB E R T A D . Todas las formas cambiaron, y el nombre del Rey desapareció de todos los lugares poniendo en su lugar el de los representantes del pueblo (p. 142). El Banco del Rey se llamó Banco Nacional. La estatua del Rey elevada en la Bolsa fue derribada; y se grabaron estas palabras en el pedestal: E X I IT TY R A N N U S R E G U M U L T IM U S (p. 143). Carlos, al morir, dejó a sus pueblos una imagen de sí mismo ( e í KON BAEIAí KH) en aquel escrito famoso, oí)ia maestra de elegancia, de candor y sencillez. Esta pieza, que no respira sino piedad, dulzura y humanidad, hizo una impresión profunda en los espíritus. Vnrios llegaron a creer que es a ella a la que es necesario atribuir el resta blecimiento de la monarquía (p. 146). Es raro que el pueblo gane algo con las revoluciones que cambian la forma de los gobiernos, por la razón de que el nuevo establecimiento, necesariamente celoso y desconfiado, precisa, para sostenerse, de más prohibiciones y severidad que el antiguo (p. 100). Nunca la verdad de esta observación se había hecho sentir más vivamente que en esta ocasión. Las declaraciones contra algunos abusos en la administración de justicia y de finanzas habían sublevado al pueblo; y, como premio de la victoria que obtuvo sobre la monarquía, se
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encontró cargado con una multitud de impuestos desconocidos hasta aquella época. Apenas el gobierno se dignaba a revestirse de una sombra de justicia y de libertad. Todos los empleos fueron confiados al más abyecto po pulacho, que se veía así elevado por encima de lo que hasta entonces había respetado. Hipócritas se entrega ban a todo género de injusticias bajo la máscara de la religión (p. 1(K)). Exigían empréstitos forzosos y exorbitantes de todos los que declaraban sospechosos. Nunca Inglaterra había visto gobierno tan duro y tan arbitrario como el de estos patronos de la libertad (pp. 112, 113). El prim er acto del Parlamento Largo había sido un ju ramento, por el cual declaró que no podía ser disuelto (p. 181). La confusión general, que sobrevino tras la muerte del Rey, no resultaba menos del espíritu de innovación, que era la enfermedad del día, que de la destrucción de los antiguos poderes. Cada uno quería hacer su república; cada uno tenía sus planes, que quería hacer adoptar a sus conciudadanos por fuerza o por persuasión: pero estos planes no eran más que cpiimeras ajenas a la experiencia y que no se justificaban ante la multitud más que por la jerga de moda y la elocuencia |)opulachera (p. 147). Los igualitarios rechazaban toda especie de dependencia y de subordinación Una secta particular esperaba el reinado de mil años los antinomianos sostenían que las obligaciones de la moral y de ia ley natural estaban sus pendidas. Un partido considerable predicaba contra los diezmos y los abusos del sacerdocio: pretendían que ci Estado no debía proteger ni sufragar ningún culto, de jando a cada uno la libertad de pagar al que mejor le conviniese , Por lo demás, todas las religiones eran toleradas. I l .‘
((iK íonos un gobierno... en que las distinciones no nazcan más (¡uc de la Igualdad misma: en que el ciudadano esté sometido al magis trado. (’l niiigisirado al pu eb lo y el pu eb lo a la justicia. Robespierre. Vé:isc el M onilciir de! 7 de febrero de 1794. " ' No Iriv (|iie pasa r a la ligera sobre este rasgo de con form idad.
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excepto la católica. Otro partido increpaba contra la jurisprudencia del país, y los maestros que la enseñaban; y bajo pretexto de simplificar la administración de justicia, proponía trasto rnar todo el sistema de la legislación inglesa como excesivamente vinculada al gobierno monárquico (p. 148). Los republicanos ardientes abolieron los nombres bautismales, sustituyéndolos por nombres extravagantes, análogos al espíritu de la revolución (p. 242). Decidieron que el matrimonio, no siendo más que un simple contrato, debía celebrarse ante los magistrados civiles (p. 242). En fin, es una tradición en Inglaterra que llevaron el fanatismo hasta el punto de suprimir la palabra reino en la oración dominical diciendo: Venga a nosotros tu república. En cuanto a la idea de una propa ganda a imitación de la de Roma, pertenece a Cromwell (p. 285). Los republicanos menos fanáticos se colocaban igualmente por encima de todas las leyes, de todas las promesas, de todos los juramentos. Todos los lazos de la sociedad se relajaban, y las pasiones más peligrosas se envenenaban más, apoyándose en máximas especulativas aún más antisociales (p. 148). Los realistas, privados de sus propiedades y expulsados de todos los empleos, veían con horror a sus innobles enemigos que los aplastaban con su poder; conservaban, por principio y por sentimiento, el más tierno afecto por la familia del infortunado soberano, del cual no cesaban de ho nrar la memoria y de deplorar el trágico fin. Por o tro lado, los presbiterianos, fundadores de la re pública, cuya influencia había hecho valer las armas del Parlamento Largo, estaban indignados al ver que el poder se les escapaba y que por la traición o la superior habilidad de sus propios asociados perdían todo el fruto de sus pasados trabajos. Este descontento los empujaba hacia el partido realista, pero sin poder todavía decidirlos: les quedaban grandes prejuicios que vencer; era necesario pasar sobre muchos temores, muchas envidias, antes que les fuese posible ocuparse sinceramente de la
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restauración de una familia que habían tan cruelmente ofendido. Después de haber asesinado a su rey con tantas aparentes formas de justicia y solemnidad, pero en realidad con tanta violencia e incluso rabia, estos hombres pensaron en otorgarse una forma regular de gobierno: establecieron un gran comité o consejo de estado, que estaba revestido del poder ejecutivo. Este consejo mandaba las fuerzas de tierra y de mar: recibía todas las peticiones, hacía ejecutar las leyes, y preparaba todos los asuntos que debían ser sometidos al parlamento (pp. 150, 151). La administración estaba dividida entre varios comités, que se habían apoderado de todo (p. 134) y que no rindieron nunca cuentas (pp. 166, 167). Aunque los usurpadores del poder, por su carácter y por la naturaleza de los instrumentos que empleaban, fuesen más aptos para empresas vigorosas que para las meditaciones de la legislatura (p. 209), sin embargo, la asamblea como cuerpo aparen taba no ocuparse más que de la legislación del país. De creerla, trabajaba en un nuevo plan de representación, y desde el momento en que hubiese acabado la constitución no tardaría en devolver el poder al pueblo, el cual era la fuente (p. 151). Entre tanto, los representantes del pueblo juzgaron conveniente extender las leyes de alta traición mucho más allá de los límites fijados por el antiguo gobierno. Simples discursos, intenciones incluso, aunque no fuesen manifestadas por algún acto exterior, merecieron el nombre de conspiración. Afirmar que el gobierno actual no era legítimo; sostener que la asamblea de los representantes o el comité ejercían un poder tiránico o ilegal; tratar de derrocar su autoridad, o excitar contra ellos algún movimiento sedicioso, era hacerse culpable de alta traición. Este po der de encarcelar del que se había privado al Rey, se juzgó necesario investir de él al comité, y todas las prisiones de Inglaterra estuvieron llenas de hom bres que las pasiones del partido dom inante presentaban como sospechosos (p. 163).
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Constituía un gran gozo para los nuevos amos el des pojar de los títulos de lugar a los señores, y, cuando el valiente Mountrose fue ejecutado en Escocia, sus jueces no cesaron de llamarlo Jacobo Graham (p. 180). Además de impuestos desconocidos hasta entonces y aplicados severamente, se cargaba sobre el pueblo noventa mil libras esterlinas por mes para el sostenimiento de los ejércitos. Las sumas inmensas que los usurpadores del poder sacaban de los bienes de la corona, de los del clero y de los realistas no eran suficientes para sufragar los enormes gastos o, como se decía, las depredaciones del Parlamento y de sus criaturas (pp. 163, 164). Los palacios del Rey fueron saqueados, y su mobiliario vendido en almoneda; sus cuadros, vendidos a vil precio, enriquecieron todas las colecciones de Europa; títulos que habían costado 50.000 guineas fueron dados por 300 (p. 388). Los pretendidos representantes del pueblo no goza ban, en el fondo, de ninguna popularidad. Incapaces de pensamientos elevados y de grandes concepciones, nada era m enos apropiado para ellos que el papel de legisladores. Egoístas e hipócritas, avanzaban tan lentamente en la gran obra de la constitución, que la nación comenzó a temer que su intención no fuese el perpetuarse en sus puestos y repartir el poder entre setenta personas, que se titulaban los representantes de la república inglesa. Aun alabándose de restablecer la Nación en sus derechos, violaban los más preciosos de estos derechos, de los que habían gozado desde tiempo inmemorial: no se atrevían a confiar sus juicios de conspiración a tribunales regulares, que habrían servido mal sus miras: establecieron pues un tribunal extraordinario, que recibía las actas de acusación presentadas por el comité (pp. 206,207). Este tribunal estaba compuesto de devotos al partido dominante, sin altura, sin carácter, y capaces de sacrificar todo a su seguridad y a su ambición. En cuanto a los realistas cogidos con las armas en la mano, iin consejo militar los enviaba a la muerte (p. 207).
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La facción que se había apoderado del poder disponía de un potente ejército; era suficiente para esta facción, aunque no formase más que muy pequeña minoría de la Nación (p. 149). Tal es la fuerza de un gobierno cualquiera una vez establecido, que esta república, aunque fundada sobre la usurpación más inicua y la más contraria a los intereses del pueblo, tenía sin embargo la fuerza de reclutar, en todas las provincias, soldados nacionales, que venían a mezclarse con las tropas de línea para com batir con todas sus fuerzas al partido del Rey (p. 199). La guardia nacional de Londres se batió en Newbury tan bien como las viejas bandas (en 1643). Los oficiales predicaban a sus soldados durante el combate cantando himnos fanáticos (p. 13). Un ejército numeroso tenía el doble efecto de mantener en el interior una autoridad despótica, y de producir el terror en las naciones extranjeras. Las mismas manos reunían la fuerza de las armas y el poder financiero. Las disensiones civiles habían exaltado el genio militar de la Nación. El derrocamiento universal, producido por la revolución, permitía a hombres nacidos en las últimas clases de la sociedad elevarse a mandos militares dignos de su valor y de sus talentos, pero de los cuales la oscuridad de su nacimiento los hubiera apartado para siempre en otro orden de cosas (p. 209). Se contempló a un hombre, de cincuenta años de edad (Blake), pasar súbitamente del servicio de tierra al de mar y distinguirse en él de ja manera más brillante (p. 210). En medio de escenas, ya ridiculas, ya deplorables, que daba el gobierno civil, la fuerza militar era conducida con mucho vigor, unidad e inteligencia, y nunca Inglaterra se había mostrado tan te mible a los ojos de las potencias extranjeras (p. 248). Un gobierno enteramente militar y despótico es casi seguro que caiga, al cabo de algún tiempo, en un estado de languidez e impotencia; pero, cuando sucede inmediatam ente a un gobierno legítimo, puede en los prim eros momentos desplegar una fuerza sorprendente; porque emplea con violencia los m.edios acumulados por la
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dulzura. Éste es el espectáculo que presentó Inglaterra en esta época. El carácter dulce y pacífico de sus dos últimos reyes, las dificultades financieras y la seguridad p erfecta en que se encontraba respecto de sus vecinos la ha bían hecho descuidada en política exterior; de manera que Inglaterra había, de algún modo, perdido el rango que le pertenecía en el sistema general de Europa; pero el gobierno republicano se lo devolvió (p. 263). A unque la revolución hubiese costado ríos de sangre a Inglaterra, nunca apareció tan formidable a sus vecinos (p. 209) y a todas las naciones extranjeras (p. 248). Nunca, durante los reinados más justos y de los más valerosos de sus reyes, su peso en el equilibrio político fue sentido tan vivamente como bajo el imperio de los más violentos y de los más odiosos usurpadores (p. 263). El Parlamento, enorgullecido con sus éxitos, pensaba que nada podía resistir al esfuerzo de sus armas; trataba con la mayor arrogancia a las potencias de segundo orden; y, por ofensas reales o pretendidas, declaraba la guerra o exigía satisfacciones solemnes (p. 221). Este famoso Parlamento, que había llenado Europa con el eco de sus crímenes y de sus éxitos, se vio sin em bargo encadenado por un solo hombre (p. 128); y las N aciones extranjeras no podían explicarse a sí mismas cómo un pueblo tan turbulento, tan impetuoso, que para reconquistar lo que llamaba sus derechos usurpados había destronado y asesinado a un excelente príncipe, nacido de un largo linaje de Reyes; cómo, digo, este pueblo se había hecho esclavo de un hom bre tan desconocido de la nación, y cuyo nom bre era apenas pronunciado en la esfera oscura en que había nacido (p. 236 ^^"*).
Los hom bres que regulaban entonces los asuntos eran tan aje nos a los talentos d e la legislación, q ue se les vio fabrica r en cu atro días el acta constitucional que colocó a Cromw ell a la cabeza d e la rep úb lica. Ib id, p 245. Cabe rec ord ar a este respec to aq uella constitución d e 1795, hecha en
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Pero esta misma tiranía, que oprimía Inglaterra en el interior, le daba al exterior una consideración de la que no había gozado desde el penúltimo reinado. El pueblo inglés parecía ennoblecerse con estos éxitos exteriores, a medida que se envilecía en el interior con el yugo que so portaba; y la vanidad nacional, halagada por el papel im portante que Inglaterra representaba en el exterior, sufría menos impacientemente las crueldades y los ultrajes que se veía forzada a devorar (pp. 280, 281). Parece oportuno lanzar una ojeada sobre el estado general de Europa en esta época, y considerar las relaciones de Inglaterra y su conducta respecto a las potencias vecinas (p. 262). Richelieu era por entonces primer ministro de Francia. Fue él quien, por medio de sus emisarios, atizó en Inglaterra el fuego de la rebelión. Después, cuando la corte de Francia vio que los materiales del incendio eran suficientemente combustibles, y que el incendio había hecho grandes progresos, no juzgó ya conveniente animar a los ■ingleses contra su soberano; al contrario, ofreció su mediación entre el Príncipe y sus súbditos, y sostuvo con la familia real exiliada las relaciones diplomáticas prescritas por la decencia (p. 264). En el fondo, sin embargo, Carlos no encontró ninguna asistencia en París, e incluso no se prodigaron a su res pecto las cortesías (pp. 170, 266). Se vio a la reina de Inglaterra, hija de Enrique IV, dorm ir en París, en medio de sus parientes, falta de leña para calentarse (p. 266). En fin, el Rey juzgó conveniente dejar Francia para evitarse la humillación de recibir la orden de abandonarla (p. 267). España fue la primera potencia que reconoció la repú blica, aunque la familia real estuviese emparentada con algunos días p o r algunos jóvenes, com o se ha dicho en París después de la caída de sus operarios.
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la de Inglaterra. Envió un embajador a Londres, y reci bió uno del parlamento (p. 268). La nueva república buscó y obtuvo la alianza de Suecia, que estaba entonces en el más alto punto de su grandeza (p. 263). El rey de Portugal se había atrevido a cerrar sus puertos al almirante republicano; pero pronto, atemorizado por sus pérdidas y por los terribles peligros de una lucha desigual, hizo todas las sumisiones imaginables a la orgu llosa república, que tuvo a bien entonces reanu dar la antigua alianza de Inglaterra con Portugal. En Holanda, se quería al Rey, tanto más cuanto que era pariente de la casa de Orange, muy querida por el pueblo holandés. Se compadecía por otra parte a este desgraciado príncipe, tanto como se aborrecía a los asesinos de su padre. Sin embargo la presencia de Carlos, que había venido a buscar asilo en Holanda, fatigaba a los Estados generales, que temían comprometerse con aquel parlamento tan temible por su poder, y tan afortunado en sus empresas. Había tantos peligros en herir a hombres tan altaneros, tan violentos, tan precipitados en sus resoluciones, que el gobierno creyó necesario dar una prueba de deferencia a la repúbhca apartando al rey (p. 169). Se vio a Mazarino emplear todos los recursos de su genio flexible e intrigante para cautivar al usurpador, de cuyas manos goteaba todavía la sangre de un Rey, próximo pariente de la familia real de Francia. Escribía a Cromwell en estos términos; Lamento que los asuntos me impidan ir a Inglaterra a presentar mis respetos en perso na al más grande hombre del mundo (p. 307). Se vio a este mismo Cromwell tratar de igual a igual al rey de Francia y colocar su nombre delante del de Luis XIV en la copia de un tratado entre las dos naciones, que fue enviado a Inglaterra (p. 268 [nota]). En fin, se vio al Príncipe Palatino aceptar un empleo ridículo y una pensión de ocho mil libras esterlinas, de aquellos mismos hombres que habían degollado a su tío (p. 263 [nota]).
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Tal era el ascendiente de la república en el exterior. En el interior, Inglaterra encerraba un gran número de personas que se creían obligadas a vincularse al poder del momento y a sostener el gobierno establecido, fuese cual fuese (p. 239). A la cabeza de este sistema estaba el ilustre y virtuoso Blake, que decía a sus marinos; Nuestro deber invariable es batirnos por nuestra patria, sin preo cuparnos en qué manos reside el gobierno (p. 279). Contra un orden de cosas tan bien establecido, los realistas no hicieron más que falsas empresas, que se volvieron en su contra. El gobierno tenía espías por todas partes, y no era difícil descubrir los proyectos de un partido que se distinguía más por su celo y su fidelidad que por su prudencia y por su discreción (p. 259). Uno de los grandes errores de los realistas estaba en creer que todos los enemigos del gobierno eran de su partido: no veían que los primeros revolucionarios, despojados del poder por una facción nueva, no tenían otra causa de descontento, y que estaban todavía menos ale jados del poder actual que de la monarquía, cuyo resta blecimiento los amenazaba con las más terribles venganzas (p. 259). La situación de estos desgraciados, en Inglaterra, era deplorable. No podía suceder cosa mejor en Londres que estas conspiraciones imprudentes, que justificaban las medidas más tiránicas (p. 260). Los realistas fueron encarcelados: se les privó de la décima parte de sus bienes, para indemnizar a la república por los gastos que le costaban los ataques hostiles de sus enemigos. No podían rescatarse más que por sumas considerables; un gran número de ellos se vio reducido a la extrema miseria. Basta ba ser sospechoso para ser aplastado por todas estas exacciones (pp. 260, 261). Más de la mitad de los bienes muebles e inmuebles, rentas e ingresos del Reino, estaba secuestrada. Conmovía la ruina y la desolación de una multitud de familias antiguas y honorables, arruinadas por haber cumplido su deber (pp. 66, 67). El estado del clero no era menos de-
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plo p lora rabb le: le : más má s de d e la l a mit m itad ad d e e ste st e c u e r p o e s tab ta b a red re d u c id idoo a la mendicidad, sin otro crimen que su adhesión a los pri p rinn c ip ipio ioss civiles y relig re ligio ioso sos, s, g a ran ra n tiz ti z a d o s p o r las leyes ley es ba b a jo el imp im p erio er io d e las cuale cu aless h a b ían ía n esco es cogi gidd o su e sta st a d o y po p o r la n egat eg ativ ivaa a un j u r a m e n to q u e les h o rro rr o riz ri z a b a (p. 67). El Rey, R ey, que conocía el estado esta do de las cosas cosas y de los los espíritus, advertía a los realistas mantenerse quietos y ocultar sus verdaderos sentimientos sentimientos bajo b ajo la máscara republirepu blicana (p. (p. 254) 254).. Por Po r su su parte, pa rte, po bre br e y olvidado, olvidad o, erraba erra ba por Europa, cambiando de asilo según las circunstancias y consolándose de sus calamidades presentes con la esperanza de un mejor porvenir (p. 152). Pero la causa de este desgraciado monarca parecía al universo entero absolutamente desesperada (p. 341), tanto más cuanto que, para sellar sus desgracias, todas las las municipalidades municipalidades de Inglaterra Ing laterra acab a cababa abann de firmar, sin vacila vacilaci ción, ón, el compromiso solemne de m antene an tenerr la forma actual de gobierno (p. 325 ^^^). Sus amigos habían sido desafortunados en todas las empresas que habían intentado tad o en su servic servicio io (ibid.). La sangre san gre de los los más ardientes realistas realistas se se había verti v ertido do en el el cadalso; otros, o tros, en gran núnú m ero, habían perdido pe rdido su valor en las las prisiones; todos estaban arruinados por las confiscaciones, las multas y los impuestos extraordinarios. extraordina rios. Nadie Na die se atrevía a confesarse confesarse realista; y este partido parecía tan poco numeroso a los ojos superficial su perficiales es que, q ue, si alguna vez la Nación Nació n fuese libre en su elección (lo que no era probable en absoluto), resultaba muy dudoso saber qué forma de gobierno se daría (p. 342). Pero, en medio de estas apariencias sifo rtuna na niestras, la fortu por un gi giro ro extraordinario, extraord inario, allaallanaba nab a ai Rey el camino camino del trono tro no y lo reconducía recond ucía en paz y en triun triunfo fo al rango de sus sus antepa an tepasad sados os (p. 342) 342).. Cuando Cu ando Monk comenzó comenzó a po ner ne r sus sus grandes proyectos proyectos i i ¡En 1659 1659,, un año antes d e la restaurac ión!!! M e inclino inclino a nte la voluntad del ‘pueblo. pueblo. 9^116 lí 1í : _ . ¡Sin duda!
CONSIDE RA CE CE ONES S OB RE FRAN CIA
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en ejecución, la Nación había caído en una anarquía completa. Este general no tenía más que seis mil hom bre b ress , y las fue fu e rzas rz as q u e se le p o d ían ía n o p o n e r e r a n cinco cin co veces veces m ás fuertes. fue rtes. En su camino a Lond Lo ndres, res, lo más selecto de los habitantes de cada provincia acudía a su paso y le rogaba rog aba que se dignas dignasee a ser el el instrum instrum ento que devoldevo lviese viese a la Nación Nació n la paz, la tranqu tran quilidad ilidad y el el goce de aqu a queellas franquicias que pertenecían a los ingleses por derecho de nacimien na cimiento, to, y de de las las que habían sido sido privados tan largo tiempo tiemp o por po r circunstancias circunstancias desgraciadas (p. 352) 352).. Se esperaba sobre todo de él la convocatoria legal de un nuevo Parlamento (p. 353). Los excesos de la tiranía y los de la anarquía, el recuerdo del pasado, el temor del po p o rve rv e n ir, ir , la in indd ig ignn a c ió iónn c o n tra tr a los exce ex ceso soss d el p o d e r mim ilitar, todos estos sentimientos reunidos habían aproximado a los los partidos pa rtidos y formado formad o una un a coalic coalición ión tácita entre loss realistas lo realistas y los presbiteriano presb iterianos. s. Éstos És tos conve co nvenían nían en que habían ha bían ido demasiado dem asiado lejos y que las lecciones lecciones de la expeexp eriencia los reunía al final al resto de Inglaterra para desear un Rey, único remedio a tantos males (pp. 333, 353 Monk no tenía, sin embargo, todavía la intención de respon resp onde derr al al voto de sus sus conciudadanos conciudada nos (p. 353) 353).. ConstiCon stituye incluso incluso un problem prob lemaa el saber en qué época quiso quiso de bu b u e n a fe f e un u n rey re y (p. (p . 345). C u a n d o llegó lle gó a Lo L o n d r e s , se feli fe li-citó, en su discurso al Parlamento, de haber sido escogido por la Providencia para la restaurac restauración ión de aquel aqu el cuer po (p. 354). 35 4). A ñ a d ió que qu e e r a al Pa P a rla rl a m e n to a ctu ct u a l al q u e competía el pronunciarse sobre la necesidad de una nueva convocatoria, y que, si se atendían los votos de la Na N a ció ci ó n s o b re e ste st e p u n to im p o r tan ta n te, te , serí se ríaa sufi su ficc ien ie n te, te , pa p a r a la l a se s e g u rid ri d a d pú p ú b lica li ca,, el exc e xclu luir ir de d e la l a nue nu e v a a sam sa m b lea le a a los fanáticos y a los realistas, dos especies de hombres hechos para p ara destruir d estruir el gobierno o la libertad libertad (p. 355) 355).. En 1659 1659,, cuatro años an tes, los los realistas, según el mismo histo riador, se engañaban grandem ente cuando se imaginaban que los qp migos migos del gobierno eran los los amigos amigos del del Rey . V éase antes, pá gin & ^2 .
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Sirvi irvióó incluso incluso al Parlam ento en to Largo en una u na medida m edida violenta (p. 356). Pero, desde que estuvo decidido a una nueva convocatoria, convoc atoria, todo tod o el reino reino estaba transportad transp ortadoo de júb jú b ilo il o . L os rea re a lis li s tas ta s y los p res re s b ite it e ria ri a n o s se a b raz ra z a b a n y se reunían reun ían para p ara maldecir m aldecir de su sus tiranos (p. 358) 358).. No que q ue-daban a éstos más que algunos hombres desesperados (p. 353 ^^^). Los republicanos decididos, sobre todo los jueces del Rey, Rey , no se descuidaro descu idaronn en esta ocasión. ocasión. Por Po r sí mismos mismos o po p o r sus e m isa is a rio ri o s , h a c ían ía n p res re s e n te a los sold so ldad adoo s que qu e todos los actos de bravu bra vura ra que los los habían engrande eng randecido cido a los ojos del Parlamento serían crímenes a los de los realistas, cuyas venganzas no tendrían límites; que no se debía creer en todas las protestas de olvido y de clemencia; cia; que la ejecución ejecució n del d el Rey, Rey , la de tantos nobles, nob les, y el enen carcelamiento del resto eran crímenes imperdonables a los ojos de los realistas (p. 366). Pero el acuerdo de todos los partidos formaba uno de esos torrentes populares que nada puede detener. Los fanáticos mismos estaban desarmados; y, suspendidos entre la desesperación y el asombro, dejaban hacer lo que no podían impedir (p. 363). La Nación quería, con un ardor infinito, infinito, aunq au nque ue en sile silenci ncio, o, el el restablecimien restablec imiento to de la Monarquía (ibid.) Los republicanos, repub licanos, que eran todavía en esta época amos del Reino quisieron quisieron enen tonces hablar de condiciones y recordar antiguas pro pu p u e s tas ta s ; p e ro la o p in inió iónn p úbli úb lica ca r e p r o b a b a esta es tass c a p itu it u laciones con el Sobe So beran rano. o. La sola sola idea de negociaciones negociaciones y de aplazamientos atemorizaba a hombres abrumados po p o r tan ta n to toss sufr su frim imie ienn to toss . P o r o tra tr a p a r te, te , al en e n tu tusi siaa smo sm o de te m ían ía n m u c h o m á s e l r e s ta b le c im ie n to d e En 1660; pero en 1655 tem la monarquía que lo que odiaban el gobierno establecido, pá p á g in a 209. 209 . s in v a c ila il a r, el com Pero el año p reced ente, e l p u e b l o firmaba, sin pro p ro m iso is o d e m a n t e n e r la r e p ú b lic li c a . A s í, n o f u e r o n n e c e s a r io s m á s q u e 365 365 días días a lo lo más pa ra ca m biar, en el corazón de este Sob eran o, el odio fi n ito it o . o la indiferencia e n a r d o r in fin iNotad bien! bien!
c o n s i d e r a
Ci O N tS SO BRE ERA N i ’IA
la libertad, llevado a los últimos excesos, había sucedido, por un movimiento natural, un espíritu general de lealtad y de subordinación. Después de las concesiones hechas a la Nación por el difunto Rey, la constitución inglesa parecía suficientemente consolidada (p. 364). El Parlamento, cuyas funciones estaban a punto de ex pirar, había realmente hecho una ley para prohibir al pueblo la facultad de elegir ciertas personas en la próxima asamblea (p. 365); pues se daba bien cuenta de que, en las circunstancias actuales, convocar libremente a la Nación equivalía a traer al Rey (p. 361). Pero el pueblo se mofó de ia ley y nombró los diputados que le convinieron (p. 365). Tal era la disposición general de los espíritus, cuando... coetera DESIDERANTUR
POST SCRÍPTUM La nueva edición de esta obra tocaba a su término cuando franceses, dignos de una entera confianza, me han asegurado que el libro del Desenvolvimiento de los verdaderos principios, etc., que he citado en el capítulo VIII, contiene máximas que el Rey no aprueba. «Los Magistrados, me dicen, autores del libro en cuestión, reducen nuestros Estados generales a la facultad de ■presentar quejas y atribuyen a los Parlamentos el derecho ejecutivo de comprobar las leyes, aquellas mismas que han sido devueltas a petición de los Estados; es decir, que elevan ia magistratura por encima de la Nación.» Confieso que no he percibido este error monstruoso en ia obra de los Magistrados franceses (que no está ya a mi disposición); me parece incluso excluida por algunos textos de esta obra, citados en las páginas 115 y 116 de la mía; y se ha podido ver, en la nota de la página 120, que el libro del cual se trata ha hecho nacer objeciones de un género totalmente distinto. Si, como se me asegura, los autores se han apartado de los verdaderos principios sobre los derechos legítimos de
Es la tercera en cinco meses, contando la fraudulenta francesa qu e acaba de ap arecer. É sta ha copiado fielm ente las innu m erables faltas de la primera y ha añadido otras.