7 LA CULTURA CRISTIANA Y SAN AGUSTIN
SERIE HISTORIA DE LA FILOSOFIA
7 LA CULTURA CRISTIANA Y SAN AGUSTIN JOSE ANTONIO GARCIA-JUNCEO A Catedrático de Historia de la Filosofía Antigua y Medieval de la Universidad Autónoma de Madrid
PROLOGO DE MANUEL MACEOLAS FAFIAN Profesor titular de Historia de la Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
c ¡n c ¿ i EDITORIAL CINCEL
Cubierta: Javier del Olmo ® 1986. J. Antonio García-Junceda EDITORIAL CINCEL, S.A. Martín de los Hcros, 57. 28008 Madrid ISBN: 84-7046-434-5 Depósito legal: M. 14.903-1988 © 1992. Editorial Cincel Kapelusz Impreso por Lito-Camargo Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Indice
A m odo de p r ó lo g o ........................................................
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Cuadro cronológico comparado ..................................... 1. El Cristianismo como hecho histórico ......... 1.1. In tro d u cció n ................................................... 1.2. La tie rra y el p u e b l o ..................................... 1.2.1. Proceso de penetración del C ristia nism o en O c c id e n te .......................... 1.3. T em poralidad y C ris tia n is m o .................... 1.3.1. T em poralidad y reto rn o ................ 1.3.2. Contingencia y tem poralidad ......... 1.4. El proyecto h u m a n o ..................................... 1.4.1. H um anism o r o m a n o ......................... 1.4.2. H um anism o cristiano .....................
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2. Cristianismo y cultura ............................................. 2.1. In tro d u cció n ................................................... 2.2. Judaism o y C ristianism o ........................... 2.2.1. La com unidad cristian a de Jerusalem .....................................................
31 31 32 34 5
2.3. C ristianism o y h e le n is m o ........................... 2.3.1. El ex trañam iento cu ltu ral cris tiano ....................................................... 2.4. El C ristianism o postapostólico ............... 2.4.1. La helenización del C ristianism o. 2.5. El hom bre nuevo .........................................
35
3. E l hecho cu ltu ral cristiano y la filosofía ...
45
3.1. In tro d u cció n ................................................... 3.1.1. Un nuevo lenguaje ........................... 3.1.2. El esfuerzo racionalizador .......... 3.2. Judaism o y filosofía ................................... 3.2.1. La D iáspora: cu ltu ra judeo-helenística ................................................... 3.2.2. La figura de Filón de A lejandría. 3.3. C ristianism o y filosofía griega ......... ... 3.3.1. La opinión de Hegel ...................... 3.3.2. Dei la ética a la r e li g i ó n ............. 3.4. O riginalidad de la filosofía cristiana ...
45 46 47 48
4. Las p rim era s form as del pensar cristiano ...
61
4.1. In tro d u cció n ................................................... 4.2. P a t r í s t i c a .......................................................... 4.2.1. La apologética griega ................... 4.2.2. La apologética latina .................... 4.3. E scrito res eclesiásticos griegos ................ 4.3.1. San Atanasio ........................................ 4.3.2. Los capadocios ................................... 4.3.3. San Juan C risóstom o ........................ 4.4. E scrito res eclesiásticos latinos ................. 4.4.1. P rim er período .................................. 4.4.2. Segundo p e r ío d o ................................
61 63 65 71 73 73 75 79 80 81 82
5. San Agustín, su vida y su o b ra ........................
85
5.1. Las fuentes ..................................................... 5.2. Del nacim iento a la conversión ............... 5.3. De la conversión a la consagración epis copal .................................................................. 5.4. De la consagración episcopal a la m uerte. 6
37 38 39 41
48 51 53 53 54 59
85 87 93 99
6. Las relaciones en tre fe y r a z ó n .......................... 6.1. 6.2. 6.3. 6.4.
In tro d u cció n .................................................... D elim itación del problem a ...................... Qué es la Filosofía ....................................... Identificación existencial de la Religión con la F ilo s o fía ............................................... 6.5. Identificación m etafísica ............................ 6.6. El sentido de la fe en orden al conocer. 6.7. A m odo de conclusión .................................
7. La orientación del hom bre a la trascendencia en el pensam iento agustiniano ..........................
103 103 104 105 107 109 112 117
120
7.1. O bjetivos y su p uestos básicos del p en sa r a g u s tin ia n o ....................................................... 7.1.1. E l conocim iento de Dios y del alm a com o objetivos ...................... 7.1.2. Los su p uestos del pensam iento agustiniano: la prim acía de la «Auctoritas», la idea de la creación y la concepción del hom bre com o «Im ago Dei» ................................ ...
124
8. El principio agustiniano de la in terio rid ad . Su origen y sentido ..............................................
142
8.1. I n tr o d u c c ió n ............................... 8.2. Origen y form ulación del principio de la in terio rid ad ...................................................... 8.3. La tran sfo rm ació n cristian a de la inte rio rid ad y sus consecuencias en los pla nos individual y c o le c tiv o ................ 148
120 120
142 143
9. La p reg u n ta agustin iana sobre el hom bre ...
153
9.1. El problem a del hom bre y su definición. 9.1.1. El alm a hum ana: su origen y n a tu raleza ..................................................... 9.2. El alm a hum ana y su función cognos citiva 9.2.1. S entido y valor del conocim iento sensible .................................................
153 156 161 163 7
10. El conocim iento de Dios por el hombre ...
172
10.1. El conocim iento de Dios .......................... 10.1.1. C onocim iento ascensional .........
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11. La sociedad y la p a z .........................................
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11.1. I n tr o d u c c ió n .................................................. 11.2. El pueblo, com unidad de objetos am a dos .................................................................... 11.3. La ciudad de Dios y la ciudad terrenal. 11.4. Paz, ord en y j u s t i c i a .................................. 11.4.1. La paz y el orden .......................... 11.4.2. La j u s t i c i a .......................................
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Apéndice ............................................................................
193
G lo sa r io ..............................................................................
201
B ibliografía .......................................................................
203
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A modo de prólogo
No es este, querido lector, un libro com o los dem ás de n u estra colección. No lo es p o rq u e su a u to r p rim ero y principal, n u estro querido am igo y com pañero José Antonio G arcía-Junceda, ha m uerto. Desde el m ás em o cionado recu erd o evocam os aquí su m em oria puesto que fueron éstas las últim as páginas que escribió. Y ellas fueron tam bién la tarea en to m o a la cual alegrem ente discutió con nosotros, sus am igos, sabiendo ya, y lo sabía con certeza, que la m u erte se lo llevaría el día m enos pensado. C ontra esta cruel certeza, que conoció en el m ism o quirófano un año antes, José A ntonio siguió y siguió trab a jan d o h asta dos días antes de su d esap ari ción: traduciendo con algunos de nosotros los fragm en tos de las obras p rim eras de A ristóteles, p re p ara n d o su particip ació n en el congreso de M aim ónides y, sobre todo, escribiendo este libro. Tal fue el ejem plo de su fortaleza y el m odelo de su tesón. Pero en la m adrugada del 23 de junio de 1986 su ya anunciada m u erte llegó y con d estru c to ra celeridad 9
q uebró para siem pre su fortaleza y doblegó definitiva m ente su tesón. Sólo pudo dejarnos escritos los cuatro prim eros capítulos. En ellos, y tras la apariencia de un tratam ien to pu ram ente histórico de ese período, José Antonio G arcía-Junceda ha sabido ir persiguiendo el hilo tem ático de lo que supuso el C ristianism o como esencia vivificadora de la cu ltura occidental en cada uno de los hitos históricos o en el seno del pensam iento de escri tores, pad res y teólogos. Su tratam ien to es, p o r ello, pro fu n d am en te original y se aleja de las exposiciones usuales de las histo rias de la filosofía. Para p ercatarse de ello se exige, sin duda, atención en la lectura, puesto que cada página está vinculada a la a n terio r y a la si guiente ra strean d o la penetración racional y cultural del cristianism o. Tan sutil m anera de exponerlo pocos po d rían hacerlo com o José Antonio, que era uno de los m ás grandes conocedores de este período. Sobre ello llam am os la atención del lector. Pero, antes de re d a c ta r los capítulos dedicados a San Agustín, se hicieron p ara él ciertas aquellas bellas p ala b ras de las últim as páginas de las Confesiones: «todo este orden herm osísim o de las cosas en extrem o buenas, cum plidas sus m edidas, ha de pasar». Y llegó p ara nues tro amigo José Antonio «el descanso después del tiem po» agustiniano. Sus am igos nos em peñam os entonces en term in ar, no con la perfección con que él lo hubiera hecho, el tra b a jo em pezado. P articu larm en te los cap ítu los V y VI fueron redactados p o r Rafael R am ón G uerre ro. Sobre Adolfo Arias Muñoz recayó el peso m ayor, puesto que suyos son los capítulos VII, V III, IX y X, que, p ro fu n d am en te docum entados, responden al núcleo del pensam iento agustiniano, com o puede apreciarse. Por últim o, el que suscribe, recoge en el capítulo XI las ideas p rincipales de La Ciudad de Dios. Ese fue el rem e dio ed ito rial que, dignam ente creem os, hace posible este libro. Pero la ausencia de nuestro amigo, esa sí, es ya p ara todos, am igos y estudiosos de la filosofía, irrem e diable. Perdónenos el lecto r si, con esta obligada explicación, no hem os podido elu d ir la evocación del recuerdo de 10
José Antonio, esencialm ente amigo, a cuya m em oria de dicam os —ju n tam en te con la E ditorial Cincel— este libro, en p a rte suyo, p ara quien sin duda se h ab rá hecho bueno el anhelo agustiniano de la paz, de la sum a paz, que so b rep u ja a todo entendim iento. M a n u e l M a c e ir a s F afxán
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Cuadro cronológico com parado
145-215.—Clemente
de
Alejandría.
121-180,—M asco Aurelio .
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313.—Edicto de Milán: libertad al Cristianismo,
Conversión de C onstantino Cristianismo.
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325.—Concilio de Nicea.
138-161,—Antonino . 161-180.—M arco Aurelio .
117-138,-—Adriano.
§ §1
339-397.—S an Ambrosio . 347-419.—S an J erónimo.
150.—L uciano: Diálogos. —T olomeo: Astronomía.
110.—Arco de Bará. 125-200,—Luciano de S amosata.
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com parado (Continuación)
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El Cristianismo como hecho histórico
1.1.
Introducción
Desde la perspectiva del creyente la venida de C risto al m undo es un acontecim iento a-histórico. La decisión divina de la E ncarnación no estab a integrada en el plan del hom bre, sino sólo en el de Dios. In te n ta r averiguar p or qué tales acontecim ientos se p ro d u jero n en un m o m ento d eterm in ad o de la h isto ria excede a la capacidad hum ana, incluso la del creyente: Dios cum plim entó su prom esa al pueblo de A braham en el m om ento p rev iste desde toda la E tern idad. El C ristianism o, p o r tanto, es p ara el creyente u na donación, en v irtu d de la cual va a serle posible elevarse sobre sí m ism o y sobre la m u er te. El credo del C ristianism o constituye una dim ensión fu n d am en tal de los hechos que aquí tratam os; sin em bargo, au n q u e respetándolo, no será en estos m om entos m otivo de mi reflexión. Ahora bien, desde la perspectiva que aquí nos in te resa, la venida de C risto al m undo es un evento h istó rico y geográfico valorable desde las coordenadas espa 17
cio-tem porales que lo definen. Así, afirm o, en p rim er lugar, que fue un acontecim iento en el ám bito del m u n do hebreo, de su cu ltu ra y de su historia. Y en un m o m ento que el pueblo judío vivía unas determ inadas ges tas políticas, que habían condicionado su econom ía, so ciología y cultu ra. De cuál era esta situación me voy a o cu p ar en p rim e r lugar.
1.2. La tierra y el pueblo La tie rra de Canaán, «la m ás pequeña de todas las tierras» com o se la ha llam ado, la «Siria Palestina» com o la nom bró H erodoto, el país, en fin, m edido en la B iblia «desde Dan h asta B ersabee» (Jueces, XX, 1) es una fra n ja de tie rra que se alarga p o r la costa m edi terrán ea, desde Gaza, no m uy lejos de la cual estaba y está B ersabee, h asta el quiebro que hace el río al-Litánl p a ra desem bocar en el M editerráneo, cerca de donde se en cu en tra la ciudad de Dan. E ste alargado territo rio está atravesado p o r el río Jo rd án , que nace en el m on te H erm on, desciende al lago de T iberíades y de allí, en línea recta, al m a r M uerto. A orillas del lago está la ciudad de T iberíades, y a la a ltu ra del extrem o norte del m ar M uerto, Jerusalem . Pues bien, hacia esta tierra, la tie rra prom etida, avan zó, hacia el siglo x m a. de C., el pueblo hebreo liberado de la esclavitud de los faraones egipcios p o r Moisés, la p rim era figura n etam en te histórica de toda esta m a ra villosa aventura. Moisés, d u ran te el Exodo, se convirtió en el p ro feta m ás grande del pueblo hebreo, en su liber tad o r y en su p rim e r legislador. La p en etració n y asentam iento definitivo en C anaán se realizó en tiem pos de Josué (c. siglo x i i ), que d istri buyó la tie rra en tre las 12 tribus. A éste siguió el pe ríodo de los «jueces». E stablecida la m onarquía en Is rael ésta adq u irió su m áxim o esplendor con David y su sucesor Salom ón. 18
1.2.1. P roceso de la penetración del C ristian ism o en O ccidente Ahora bien, el C ristianism o apareció en E uropa com o misión de evangelización procedente de las ciudades del Levante, centros de cu ltu ra que introducían ésta con la nueva religión. Pero estas culturas habían en trad o ya en el ám bito del m undo helenístico com o consecuencia de una concatenación de hechos que ofrecieron la posi bilidad, a la religión de C risto, de ser salvadora y con tin u ad o ra de los valores culturales clásicos. Los hitos fundam entales del proceso a que aludo, que tiene, si se m editan, una indudable significación, son los siguientes: a) Jerusalem en tra en el área del m undo clásico des pués de ser re sta u rad a por Ciro (538 a. de C.) e incluida en la satra p ía de Damasco, pese a que vivió aislada b ajo la au to rid ad de su propia ley (Pentateuco, recopilacio nes legislativas de N ehem ías y E sdras, etc.). b) El aislam iento de Jerusalem concluye al ser con quistada P alestina p o r A lejandro (331 a. de C.), que dando unida al Egipto de los Ptolom eos después de su m uerte (320 a. de C.). c) Al ser anexionada Palestina al Im perio Saléucida de S iria p o r Antipo III (198 a. de C.), Jerusalem era un islote hebreo en m edio de un país cada vez m ás helenizado, donde los seléucidas p retendieron h acer a d ju ra r a los hebreos de su religión. Por o tra parte, los judíos que habían salido de Palestina después de la conquista de S am aría p o r Sargon (721 a. de C.) y de Jerusalem por N abuconodosor (586 a. de C.) se habían convertido en hom bres de negocios y hacia el siglo n a. de C. gran núm ero de ellos se habían establecido en A lejandría y Antiopía. E stos judíos de la D iáspora se helenizaron en el gran m ovim iento cu ltu ral internacional (recuér dese la traducción griega de la Biblia, versión de los Setenta; el eclesiástico de Ben Sirah, del 170 a. de C., etcétera), lo que ayudó a la división in tern a en dos ban dos: el p artid o nacionalista y el p artido helénico, dico tom ía que dio lugar a una g u erra civil, tran sfo rm ad a en gu erra de independencia del Im perio Seléucida por 19
los herm anos M acabeo (166 a. de C.), la cual alcanzaron de hecho d u ra n te el m ando de Judas M acabeo, el año 166 a. de C., aunque perm anecieron bajo la nom inal so b eranía de los seléucidas h asta que fue reconocido el reino de Jerusalem p o r el rey de A ntioquía, el año 142 a. de C. d) El contacto con Rom a se p ro d u jo porque en el nuevo reino de Jerusalem se entabló, una vez m ás, un claro antagonism o en tre el p artido real, in tem acio n a lista, y el p artid o piadoso, aislacionista. Ambos p artid o s recu rren a Pompeyo, vencedor de M irtrídates, que acaba con el p artid o real el año 64 a. de C., quedando Je ru sa lem in co rp o rad a a la provincia rom ana de Siria, h asta que reaparece la m onarquía en Roma, con Antonio, el año 37 a. de C. Rom a confió entonces a H erodes, como su aliado, el tro n o de Palestina, quien restau ró el es plen d o r salom ónico creando una corte cosm opolita, cu lta y helenizante, h asta el punto de convertirse H ero des el G rande, degollador de los inocentes, en p ro tec to r de Atenas, y m anteniendo estrecho contacto con todas las colonias de la diáspora. e) A su m uerte H erodes rep artió el reino entre sus hijos Arquelao, H erodes Antipas, que m andó degollar a San Ju an B autista, y H erodes Filipo. En este tiem po se p ro d u jo la predicación de Jesús. E stas breves no tas deben hacernos com prender que la vida de Jesús se desarrolló en el pueblo judío, su pueblo, en el que su palabra hinca sus raíces m ás p ro fundas, pero cuando éste había sido azotado por vien tos de o tro s horizontes que habían dejado en él sus huellas, pese a la devoción que el judío tuvo siem pre p o r sus tradiciones. ¿Q uiere esto decir que en la acción hum ana de C risto se en cu en tran restos de esos vientos de una rosa d istin ta? Pienso que no, aunque para d ar una resp u esta científica h abría que realizar profundos análisis. Sin em bargo, la co n tra ria es obviam ente cierta: la predicación de Jesús está basada en los m ás firm es pilares de la trad ición credencial hebrea, desde su con cepto de Dios h asta las claves de in terp retació n del m undo. 20
1.3.
Temporalidad y Cristianismo
La concepción h istó rica que vive un pueblo no está basada en las d octrinas que crean sus sabios, pero sí en lo que el tiem po significa p ara él que, en definitiva, es lo que sirve de base a sus sabios p ara fu n d a r una doc trin a de la historia. El pensam iento griego y después el rom ano concibie ron la h isto ria com o una continua repetición de hechos, de situaciones. De aquí que fu era «m aestra de la vida». Lo que sucede es que el hom bre vivía, sin darse cuenta, esta infinita repetición del acontecer en el cual está inm erso y atado a él p o r el destino, sin que pueda librarse de esta sujeción sea cual fuere el nom bre que se dé a aquello que obliga a los acontecim ientos a repe tirse. El esfuerzo p o r su strae rse a esa fuerza p ro d u jo la tragedia vinculada así al m ito del eterno retorno. 1.3.1.
T em poralidad y retorno
El m ito del etern o reto rn o lo recoge del Político de Platón (268e y ss,). B ajo el dom inio de C rono y Zeus la vida consum ió su tiem po y el período de C rono te r m inó «por h ab er dado cada alm a todas las generaciones que le co rresp o n d ían y h ab er caído com o sem illa en la tierra las veces dispuestas p a ra ello) (272e). D espués del lógico cataclism o que suponía el cam bio de sentido, «que hacía del fin principio y del principio fin» (273e), el m undo prosiguió su m archa, que, ya el Dios al m ando del tim ón, p erd u ró «inm ortal y exento de vejez» (273e). Pero no así el h om bre que debió vivirlo por sí, sin ayuda ni protección divina. El problem a no está en esta o en o tra concepción del acontecer cósm ico y hum ano que pudiéram os a r!,,cir, sino en que este sentido cíclico de la historia nace p o r que el tiem po es vivido com o un continuo presente, en el cual sólo existe el an tes y el después p ara el especta dor, p ara el que contem pla el tiem po que pasa y vuel ve, porque, com o decía H cráclito en el círculo es común el principio y el fin. (Frag. B103) 21
El tiem po se vivió com o circular, siendo el tiem po en el que lo frío se torna caliente, lo caliente frío, lo mojado seco y lo seco húmedo. (Frag. B126) El tiem po es así un absoluto; en ese sentido se le llam ó eterno, al cual se refiere todo com o a su p rin cipio y fin, com o en el m ito de Crono devorador de sus hijos o en el texto de Anaxim andro: Donde las cosas se generan, allí retornan disolvién dose, según lo necesario y, así, una paga a la otra la pena que para retornar la justicia le es impuesta por su injusticia, según el orden del tiempo. (Frag. Bl) El tiem po es, sin principio ni fin continuam ente sien do. Todo es p ara el tiem po. Y es obvio co n stata r que m uchas de las concepciones filosóficas clásicas son un reflejo de esta vivencia del tiem po, com o la tran sm ig ra ción de las alm as. Séneca fue disidente en esta concepción del tiem po y no p o rq u e escapara a la concepción del «eterno re torno» ni al influjo del destino sino porque, pese a todo ello, concibió el tiem po com o la ocasión dada al hom bre p ara hacer algo: El vivir como si hubiera, de vivir para siempre, sin que nuestra fragilidad os despierte. No observáis el tiempo que se os ha pasado y así gastáis de él como de caudal colmado y abundante, siendo contingente que el día que tenéis determinado para alguna acción $m el último de vuestra vida. (De Brevitate Vitae, IV) Pero advierto que esta posible sem ejanza con la con cepción cristian a es pu ram en te accidental. Según cuanto antecede puede entenderse que el m un do clásico fue a-histórico, en cuanto que consideró el o b jeto de la h isto ria en su ser actual, aunque in illo tem pore. Incluso, en la propia filosofía aparece muy claro. A ristóteles, que m ontó siem pre sus opiniones so22
brc las sostenidas anteriorm ente, lo hizo sin verlas en una perspectiva histórica, sino com o actuales en aquel tiempo. 1.3.2.
C ontingencia y tem p oralid ad
F rente a la concepción clásica del tiem po, n u estra época ha ab o rd ad o el tem a siguiendo uno de los crite rios m etodológicos m ás típicam ente m odernos desde D escartes, a saber, p artien d o de la conciencia com o cam po de experim entación. E sto es, tam bién, lo que parecía indicar San Agustín. En consecuencia, todo lo que no ha sido ab o rd a r el p roblem a de la tem poralidad p o r esta vía ha quedado excluido, arrinconado. Mi propósito es d estacar u na conciencia de la tem p o ralid ad y una tem poralidad de la conciencia habida histórica, no p o r ex periencia o análisis de la conciencia, sino por algo to tal m ente distinto. P erm ítasem e un parangón en tre el concepto de con tingencia y el de tem poralidad. La contingencia, rem i tida aquí com o ejem plo a la tercera vía tom ista, d eter m ina un carác te r del m undo apoyándose en el cual Santo Tom ás d em o stró la existencia de Dios. E fectiva m ente la contigencia es u n a m ás de las ca racterísticas del m undo, que nos perm ite h ac er de él el tram polín para la dem ostración de la existencia de Dios, dando cum plim iento así a aquellas p alab ras de San Pablo, en su E pístola a los R om anos (I, 20), en las cuales reprocha a los paganos no h ab er sido capaces de com p ren d er el m undo de form a que éste p e rm ita a firm a r a Dios, p o r que invisibilia Dei per ea quae facía sunt, intellecta conspiciuntur. La filosofía cristian a tra ta rá de no h a cerse acreed o ra al reproche de San Pablo, m irando el m undo «tal y com o es» p ara desde él com p ren d er la existencia de Dios, Así pues, Dios viene exigido p o r el m undo, pero p ara darse cuenta de esto es preciso ver el m undo com o exigiendo a Dios.
Temporalidad y experiencia de Dios Quiero con esto decir que es p recisa la experiencia no filosófica de Dios p ara co m p ren d er la contingencia del 23
m undo com o exigencia de !a necesidad de Dios. E igual sucede en la conciencia de la tem poralidad y la tem po ralidad de la conciencia. N osotros, m odernos, e incluso San Agustín, aún hom bre clásico, entendem os la eternidad com o carencia de tiem po. Según yo creo —d em ostrarlo sería muy proli jo— , p ara un pen sad or cristiano lo que propiam ente es un concepto negativo es el de tem poralidad com o nega ción de la eternidad. El análisis va en busca, en el Cris tianism o, del concepto de la eternidad, que puede ser incluido p or la propia reflexión, dada la indudable ansia de etern id ad que anida en el hom bre y que para él es au tén tica realidad. Ansia de eternidad que no es identi f i c a r e de m an era alguna con lo que los griegos enten dieron p o r infinitud del tiem po, ya que este concepto helénico es, quizá, el que b o rra al otro en los autores posteriores al p en sar estrictam ente cristiano. Lo otro, la tem poralidad de la conciencia y la con ciencia de la tem poralidad, es de lo que se p arte y no a lo que se preten d e llegar. Es tam bién lo m ás sabio y lo m ás consciente, de la m ism a form a que la contingen cia del inundo es m ás evidente que la necesidad de Dios necesario. La tem poralidad es despreciada, com o despreciado es el m undo en aras del ser. Pero no del ser de este m un do, sino del ser verdadero, y, a un Lempo mismo, verda dero seiS. Ahora bien, la verdad de la tem poralidad, el ser de la tem poralidad, es sólo explicable desde la ete r nidad. De aquí que en ella se centr" -1 problem a. Dios es eterno, la coeternidad es un grado de p erfec ción; el m áxim o grado, la coeternidad del hijo; después de ¡a co eternidad de las ideas; después todo tem pora lidad. Pero, así, la tem poralidad no es originaria, porque su originariedad está en Ja eternidad. Tam poco funda nada, porque es ella m ism a fundada. Consiste exclusivam ente en que no es eternidad. El tiem po es carencia de e tern i dad y ia carencia de eternidad es ausencia de Dios. Cuando Escoto E rígcna lleva al hom bre a la e tern i dad, hace que éste a rra stre a la eternidad al universo entero. Y una de las explicaciones que de esto p o d ría mos d ar es que carece de sentido la perm anencia de 24
cosas tem porales cuando el tiem po ha vuelto al ser, es decir, a la eternidad. El tiem po es en tre un antes, que es creación, y un después que es resurrección. E n tre am bos extrem os está el tiem po, que es transición purificadora. Cuando San Anselmo habla del hom bre y del m undo antes del pecado del hom bre, piensa que éste es m ortal, pero sin que la m uerte signifique destrucción, sino p u ri ficación. La tem poralidad es proyecto creacional de Dios. Para el hom bre la tem poralidad es espera —tam bién espe ranza^— de cum plim iento del proyecto divino. De aquí que la tem poralidad, en los pensadores cristianos, esté vinculada a la catarsis, a la purificación, puesto que el tiem po es lo que p ara purificarnos tenem os. El tiem po, según esto, sería proyecto, pero proyecto divino. Sería posibilidad de futuro, pero de fu tu ro di vino, de eternidad. Y psicológicam ente será espera y tam bién esperanza. El hom bre, y con el hom bre todo lo contingente, vie ne de la etern id ad hacia la eternidad; el tiem po es ún i cam ente la carencia de esa eternidad. Ahora bien, esto es así —paralelam ente a la concepción de la contingen cia necesitante de Dios necesario— cuando se piensa en la tem poralidad desde la experiencia de la a-tem poralidad; p o r ello debe ser esta experiencia la originaria. Finalm ente, el tiem po es posibilidad de catarsis, de p u ri ficación para poseer la eternidad plena, m ás bien que vacía. De aquí que la h istoricidad del hom bre sea enten dida en el C ristianism o como cam ino hacia Dios. Y de aquí que las concepciones filosóficas de la historia en los pensadores cristianos sean entendidas exactam ente igual, es decir, com o los acontecim ientos sucesivos en el tra n s ita r de ese cam ino hacia Dios.
1 .4 .
E l p ro y ecto
hum ano
Pero adem ás de una nueva conceptualización de la tem poralidad y del m undo, que el C ristianism o incorpo ró de su origen judío, la predicación de Jesús com portó 25
un novísim o proyecto hum ano. Es p o r ello por lo que puede hablarse de una cu ltu ra cristiana c, incluso, com o decía Croce, por ello «no podem os d ejar de llam arnos cristianos». Tengo p ara mí que una cultura se define, antes que p o r sus creencias o sus supuestos, aunque estos influ yan fu ndam entalm ente en el proyecto, por el m odelo hum ano al que se aspira. Así, en el m undo clásico grie go el hum anism o consistió en cultivar del hom bre aque llas facultades que, en su ideal, le constituyen en tal; a saber, su inteligencia, su razón y, algo derivado de am bas, su posibilidad de hablar. Es la form a m ás p u ra de la paideia griega.
1.4.1.
H um anism o rom ano
El helenism o entendió por perfección del hom bre su preparación, desde la inteligencia, para la vida; era la form a aplicada de la paideia griega. P or el co n trario , el hum anism o rom ano fue, en p rin cipio, algo to talm en te distinto. El viejo ideal de «vir fo rtissim u s#, que pensadores como Catón el Viejo tra ta ron de defender de la contam inación helenística, estaba concebido en v irtu d de la guerra, como defensa del ideal político. El hom bre m ejor era aquel capaz de gue rre a r m ejor. Fue Cicerón, indudablem ente, quien debi litó este concepto de hom bre, traduciendo al latín la paideia griega, que arraigó profundam ente al com pás de la «Pax Augusta». Se oponía así a la form ación del g u errero la educación del niño: Nosotros, Romanos, que hemos sido instruidos por los Griegos, leemos desde niños las obras de los poe tas y a esto llamamos estudios liberales. iTuscalanaSj,, I, II) E ra u na nueva form a de salvar al pueblo rom ano: (Qué mayor o mejor servicio podemos prestar a la República, que educar e instruir a la juventud, en estos tiempos especialmente y con estas costumbres, 26
por las cuales ha caído tan bajo que debe ser fre nada y moderada con la ayuda de lodos? (De Divinit., II, 2) El nuevo ideal de hom bre creaba nuevas form as en la cu ltura rom ana: La elocuencia y la filosofía fueron encontradas para formar el espíritu de los jóvenes en los valores hu manos y en la virtud. (De Oratore., III, 15)
Humanismo senequiano Pero Rom a no agotó su hum anism o en la concepción ciceroniana de la H um anitas. Séneca, eq u id istan te del varón fuerte y de la educación «infantil», propuso un nuevo ideal hum ano: el del hom bre virtuoso. Es cierto que la m áxim a v irtu d de aquel «hom bre» era la fo rta leza, pero en un sentido nuevo. El hom bre es fuerte frente a las adversidades de la vida, frente a los reveses de la fo rtu n a; pero, adem ás, en la m ism a m edida su fortaleza se une estrecham ente a la fraternidad. En cierta m anera, y sólo en cierta m anera, Séneca su peraba el intelectualism o griego, pero el pragm atism o del sabio helenístico y la propia H um anitas ciceroniana, dando un lugar y un tiem po a los estudios liberales y poniendo el ideal últim o hum ano en aquello que, según él, hacía al h om bre verdaderam ente libre, en la virtud: Deseas saber lo que pienso de los estudios libera les. Ningún caudal hago de ninguno da ellos: a nin guno de ellos le cuento entre las cosas buenas, si solamente. se encaminan al lucro. Son industrias mer cenarias, útiles mientras preparan la. inteligencia, sin estorbarla. Hay que hacer parada en ellos no más que el tiempo en que el espíritu no sea capaz de cosa mejor, son aprendizajes y no obras definitivas. Ya ves por qué fueron llamados estudios liberales; porque son dignos del hombre libre. Por lo demás, solo uno hay que sea verdaderamente liberal, el que nace libre; éste es el de la sabiduría, estudio elevado, fuerte, magnánimo. Todos los otros son pequeneces y puerilidades. ¿Crees tú, a dicha, que puede haber 27
algo de bueno en esos estudios cuyos profesores, como ves, son los más deshonestos y calamitosos?; no debe mos aprenderlos, sino haberlos aprendido. Algunos juzgaron que se debía averiguar si los estudios libe rales hacen al hombre honesto, cosa que ellos ni pro meten y cuya finalidad ni afectan siquiera. El gramá tico se dedica a alinear y redondear el lenguaje, y si se quiere extender un poco más, hace una excur sión a la Historia y a los versos si da a sus estudios el mayor ensanche que se puede. ¿Y qué cosas de éstas allanan el camino de la virtud: la explicación de las sílabas, la cuidadosa elección de las palabras, la memoria de las fábulas, la ley y las variaciones de los metros? ¿Qué cosas de éstas quita el miedo, exi me de la codicia, enfrena la lujuria? Pasemos a la geometría y a la música. Nada hallarás en ella que prohíba el tener, que vede el codiciar. Quien ignora estas cosas, en balde sabe las otras... (S éneca: Epis. 88 a Lucilio «Sobre los estudios li berales») P recisam ente este concepto del hum anism o senequiano determ in ó su enlace con el C ristianism o. Sin em bar go, el hum anism o cristiano, independientem ente de la sem ejanza, tiene unos presupuestos totalm ente distintos. 1.4.2.
H u m an ism o cristian o
Se ha insistido en que el hum anism o cristiano alcanza su culm inación en el «Serm ón de la M ontaña», progra m a de la predicación de Cristo. Sobre este pu n to planteó Hegel la antítesis clasicism o-cristianism o. Sin em bargo, no debe olvidarse que este program a encu en tra su sen tido en la resp u esta de Cristo al fariseo (M a t e o , X X II, 3040; M a r c o s , 12, 28-24), que le preguntaba: «Maestro, ¿cuál es el m andam iento m ás grande de la ley? El le dijo: Am arás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alm a y con toda tu m ente». Las m últiples ocasiones en que Séneca se refiere al am o r del p ró jim o («no vivir p ara los otros es lo m ism o que no vivir para sí». Epis. 55; «Tener uno a quien dedi carse, uno p or quien m orir», Epis. 9; etc.), carecen de sentido cristiano, p o rque el segundo m andam iento a que 28
hace m ención C risto en el pasaje evangélico antes ci tado «Amarás al prójim o com o a ti mismo», sólo tiene auténtico valor cristiano cuando va precedido de las palabras que el evangelista escribe: «El segundo es se m ejante a éste»; es decir, el prim ero. El am o r al pró jim o, la bienaventuranza de los pobres de espíritu, de los m ansos, de los que lloran, de los que tienen ham bre y sed de justicia, de los m isericordiosos, de los lim pios de corazón, de los pacíficos, etc., sólo es pen sam iento cristian o cuando se contem pla desde el am o r a Dios, en su trip le exigencia de am or, voluntad y com prensión. Así, el hum anism o consiste, en el C ristianism o, en p re p a ra r hom bres capaces de am ar a Dios, de am ar lo tam bién en el prójim o, y de am arlo con el corazón, con la voluntad y con la m ente. El C ristianism o va a vivir, com o creencia, este con cepto de hum anism o: toda institución social o política, todo esfuerzo individual ha de ten er p o r m isión la fo r m ación de este tipo de hom bre. La cu ltu ra ten d rá tam bién este m ism o origen y este m ism o fin. Y no es com prensible la filosofía cristian a si no se concibe com o cam ino de perfección del am or de Dios, porque a m a r a Dios con la m ente no se consigue sólo con la fe *.
* Los asteriscos hacen referencia a términos cuya explicación hallará el lector en el Glosario que aparece al final del libro, página 201. 29
Cristianismo y cultura
2.1.
Introducción
Es cierto que el m ensaje de am o r del C ristianism o p re cisaba de una ejem plaridad; y tal ejem plaridad se cum plió. La voluntad exigida debía llevar necesariam ente a la acción; y tal acción se llevó a cabo. Sin em bargo, el m andato intelectual se cum plió precisam ente en los p ri m eros m om entos; y ello porque el C ristianism o no en contró, con independencia de la predicación, unos m o dos propios de desarrollo intelectual. Como dice H. I. M arrou «para la Iglesia antigua la expresión 'educación cristian a ' encierra un sentido m ás estricto y m ás profundo. Se tra ta esencialm ente de la educación religiosa; es decir, por una p arte la inicia ción dogm ática: ¿cuáles son las verdades que es nece sario creer p ara salvarse?; y p o r o tra, la form ación m o ral: ¿cuál es la conducta que debe o bservar el c ristia no? No es o tro el esquem a sobre el cual se han cons tru id o las E pístolas de San Pablo: toda la Iglesia an tigua siguió el cam ino inaugurado por el gran apóstol. E sta educación cristiana, en el sentido sagrado y tra s cendente de la expresión, no podía im p artirse en la es 31
cuela, com o la educación profana, sino en la Iglesia y p or la Iglesia y, adem ás, en el seno de la fam ilia» (H. I. M arrou , 1965, p. 383). Así, las p rim eras form as de iniciación al proyecto cristian o se dieron, com o cuentan Los hechos de los Apóstoles, en las com unidades cristianas fundadas por ellos. La p rim era de estas com unidades fue la de Jerusalem , en la que se puso en p ráctica una form a de vida co m u n itaria o com unista, que realizaba el esp íri tu nuevo. E sta com unidad fue, al m ism o tiem po, el pu n to de arran q u e de las com unidades helenísticas. Si estos fueron los hechos, ello no quiere decir que el sentido in telectu alista del C ristianism o se agotara en esa dim ensión catequística de la cultura, pues, com o si gue diciendo M arrou, «si bien es verdad que la educa ción cristiana, en sentido estricto, no deriva del dom i nio de la escuela, no p o r ello cabría in ferir que la Igle sia p u d iera d esentenderse de aquella. P ara p o d er p ro pagarse y m an tenerse, p a ra poder ase g u rar no sólo su m agisterio, sino el sim ple ejercicio del culto, la religión cristian a exige im periosam ente, p o r lo m enos, un m íni m o de cu ltu ra literaria. El C ristianism o es una religión e ru d ita y no p o d ría existir en un contexto de barbarie» (op. cit., p. 385). De aquí que el C ristianism o asp irara desde su origen a la creación de una cu ltu ra cristiana.
2.2.
Judaismo y Cristianismo
El m undo político judío en tiem po de la vida de J e sús, que tenía p o r su stra to el m onoteísm o y la expecta ción m esiánica, estaba rep resen tad o p o r dos tendencias fundam entales: la de los fariseos y la de los esenios, m uy desiguales en tre sí num éricam ente. Los fariseos, el p artid o religioso m ás num eroso y de m ayor au to rid ad an te el pueblo, eran los re p resen ta n tes del ju d aism o ortodoxo; esto quiere decir que eran los defensores de la ley. Y en cuanto tales, sucesores de los asideos, que habían hecho de esa defensa un principio absoluto, el cual había guiado la reform a de los m acabeos. F ren te a los asideos, los saduceos repre sen taron, com o tendencia heterodoxa, cierto racionalis32
ino, que se apoyaba en la Tora, es decir, en los cinco libros de Moisés, y tendía en política a una actitu d conciliadora con los rom anos. Los fariseos, hered eros de esa ideología asidea, prac ticaban una in terp retació n m inuciosa de la ley, que lle vaba a una com plicada casuística que im pedía la deci sión m o ral individual. E sta in terp re tació n quedaba con signada en la M ishná y en el Talm ud, exponentes de un querido tradicionalism o. El fariseo se sentía, com o es tricto cum p lid o r de la ley, u n ciudadano su p erio r fren te al pueblo ig norante de ella y, sin em bargo, olvidaba las o tras exigencias del credo de Israel. Así, el cum plim iento de la ley llevó a o tro grupo de judíos a fo rm a r una com unidad cerrada, lejos de toda m anifestación pública o política: los esenios. De este grupo sabíam os muy poco h asta el año 1947, cuando los descubrim ientos arqueológicos de G um rán, asentam ien to del grupo al oeste del m ar M uerto, enriquecieron notablem ente n u e stra inform ación sobre sus form as de vida. Como los fariseos, tuvieron su origen en la re fo r ma de los M acabeos y estuvieron m uy presentes en tiem pos de C risto p erd u ran d o h asta el año 68 y des apareciendo p rácticam ente a la vez que los rom anos des truían su asentam iento. Inicialm ente los esenios fueron ex trao rd in ariam en te intransigentes. «La estricta h erm an d ad de Q um rán ob servaba el celibato, pero en las cercanías de la funda ción vivían secuaces casados, y p o r toda P alestina vivían esenios aislados. No se adm ite com pasión alguna con el im pío, sino que se le persigue con odio im placable y co n tra él se invocan la ira y la m aldición de Dios. Los escritos extrabíblicos que, p o r lo m enos fragm en tariam en te, han aparecido en los hallazgos de K hirbet Q um rán, nos perm iten conocer el fuerte interés del g ru po esenio p o r la lite ra tu ra apocalíptica, cuyos tem as son los grandes acontecim ientos del fin del m undo: la victoria final sobre el mal, la resurrección de los m u er tos, el juicio final y la gloria de la era de salvación que no ten d rá fin (...) Ciertos rasgos de esta lite ra tu ra apo calíptica ponen de m anifiesto que, con el c o rre r del tiem po, hubo de o p erarse un cam bio en algunas ideas de la com unidad de Q um rán, en el sentido, por ejem plo, 33
de una m ayor suavidad con el Impío y pecador; la idea de odio perdió terren o, y el deber de am ar al prójim o alcanzaba ah ora tam bién al que no era m iem bro de la com unidad, incluso al pecador y al enemigo. La era de la salvación se in terp re tó en una fase p o sterio r como una especie de reto rn o al paraíso terrenal. De m odo p a recido al de los textos de Q um rán de la p rim era época, tam poco los textos apocalípticos conocen un Mesías de co ntornos claram en te definidos y m arcados» (K. B a u s , 1980, pp. 118-119). Q uedaría incom pleto el panoram a religioso-político del ju d aism o en este m om ento histórico si no citara a los zelotas, que conocem os p o r Flavio Josefo. Este grupo estab a de acuerdo con los fariseos en los puntos generales de su doctrina, pero su actitu d era extrem a dam ente nacionalista, h asta el pun'to que se creían des tinados a elim inar a los paganos invasores p ara crear sobre sus cenizas el nuevo pueblo de Israel. E sta convic ción la llevaron a la práctica con un heroísm o y cruel dad aterrad o res en la güera de los judíos. 2.2.1.
La com un idad cristian a de Jerusalem
E n tre estos extrem os, a los que cabría a ñ a d ir los grupos de los ju d ío s de la Diáspora, aparece la com u nidad cristian a de Jerusalem . E sta com unidad, que es tab a integrada p o r unas 120 personas cuando se inicia el relato de Los hechos de los Apóstoles, ni estaba ce rrad a sobre sí m ism a, com o los esenios, ni alejada de la vida pública. Por el contrario, sus jefes, los 11 apóstoles a los que se añadió p o r elección M atías, incitaban con su predicación a co m p artir su nuevo credo y pronto P edro proclam ó públicam ente a Jesús com o el Mesías prom etido. Pero no puede decirse que el elem ento aglutinante de la asam blea (ecclesia) cristiana fuera únicam ente la idea del Mesías. H ubo o tro s vínculos credenciales, éticos y sociológicos, que ejercieron igual o m ayor fuerza que el reconocim iento del Mesías, aunque nacieran in sp ira dos p o r tal reconocim iento. Me refiero a la fratern id ad , a la caridad, a la com unidad de bienes, a la re ctitu d de conciencia e incluso, a un cierto espíritu de clase. 34
La asam blea cristiana, en cuanto «escuela de Jesús», estaba regida p o r el m aestro, el «padre» iniciador del que hablan los H echos y las E pístolas de San Pablo. Pero era este u n tipo de je ra rq u ía espiritual no política ni jurídica, ya que la fratern a l igualdad sólo estaba rota p o r el carácter carism ático del p ad re o m aestro. Y tal jera rq u ía no se m odificó p o r la aparición de ciertos cargos interm edios, p u ram en te funcionales y elegidos por la asam blea, nacidos para resolver problem as de la convivencia com unitaria. Es p o r esto que prosperó el esp íritu de clase, apoyado en la pobreza voluntaria, en la igualdad p reten d id a y en la unidad de m edios y fines. Tal esp íritu de clase p erd u ró por m ás de dos siglos y prácticam ente en la totalidad de las asam bleas cristianas. De todas estas especificidades del p rim er C ristianis mo de Jeru salem surgió el rechazo. El estam ento político hebreo com prendió p ro n to la fuerza del m ovim iento cristiano y su capacidad de proselitism o y negó, por ello, su identificación con él: el C ristianism o fue des gajado violentam ente del pueblo judío perdiendo así sus raíces culturales. Pero, adem ás, a este hecho no fue ajeno el C ristianism o, pues el propio Pedro adelantó la ru p tu ra culpando de la m uerte de Jesús al pueblo he breo, o, al m enos, a su estam ento religioso-político. Finalm ente la gu erra de los judíos, que les enfrentó ab su rd am en te a las legiones rom anas al frente de las cuales puso Merón a Vespasiano, cuyo relato nos n arra el renegado Flavio Josefo, term inó el año 70 con Judea, con Jerusalem y con su tem plo, iniciándose así el ju daism o sínagogal. Y p o r supuesto haciendo desapare cer tam bién la com unidad cristiana. La desaparición de la asam blea de Jerusalem supuso el desarraigo definitivo del C ristianism o con su cu ltu ra originaria e, incluso, provocó que judaism o y C ristianis mo q u ed aran p o r siem pre enfrentados.
2.3.
Cristianismo y helenismo
La iglesia de Jerusalem , sobre todo los apóstoles, tuvo b astan te claro desde el pincipio la necesidad de predi car el C ristianism o al otro lado de las fro n teras judías; 35
es decir, e n tre los paganos. Bien es cierto que esta m i sión se vio favorecida p o r la presencia de éstos en su propio entorno, com o el grupo de los «helenistas» d iri gidos p o r E steban, y por los grupos de los judíos de la D iáspora. Y esta expansión se p rodujo prim ero, lógica m ente, en las ciudades m ás próxim as a Jerusalem : en Cesárea con la conversión del centurión y su fam ilia de la que nos hablan los Hechos, en A lejandría, etc. En C hipre y la C irenaica p o r los propios cristianos de Je ru salem refugiados allí a consecuencia de la persecución de E steban (H echos, XI, 19 y ss.), obra que culm inó B ernabé, que siendo originario de la D iáspora de C hipre fue enviado allí com o m isionero. Pero la gran labor de expansión la realizó Pablo, tam bién p erteneciente a la Diáspora, en este caso a la de T arso de Cilicio, aunque tenía ya desde su p ad re los de rechos de ciudadano rom ano. Pablo actuó en el cora zón del m undo griego: Asia Menor, Atenas, Corinto, Efeso, M acedonia, etc. Pero, adem ás, las «iglesias» cons titu id as p o r Pablo tenían una nueva y m ás vigorosa o r ganización y él, Pablo, en cuanto jefe de un gran n ú m ero de ellas ad q u iere un carácter muy distinto al tenido antes p o r los apóstoles en la com unidad de Je ru salem . Como dice Baus, «Pablo no es solam ente p ara sus iglesias la suprem a au to rid ad docente, sino tam bién el juez y legislador suprem o, la cúpula de un orden jerárquico» ( B a u s , 1980, p. 176). Indudablem ente en Pablo estuvo el germ en de la fu tu ra configuración je rá r quica de la Iglesia. Un d ato puede m anifestar claram ente el ritm o de la expansión cristian a: la persecución de N erón. El E m perad o r, q u e 'm u r ió el año 68, antes de te rm in a r la guerra de los judíos, persigue a los cristianos tras el fam oso incendio de Rom a del 64 y de su decreto se siguió la ilicitud del C ristianism o. Lo cual quiere decir que en el año 64 ya había cristianos en R om a y no un pequeño grupo, pues en su relato de los hechos Tácito dice en sus Anales que fue detenida una ingens multitudo de cristianos. E sta «ingente m ultitud» estaba constituida por las clases m ás desam paradas, habitantes de los b arrio s po pulares, ya que Tácito no destaca a nadie p o r su con36
ilición o alcurnia. Quizá esto no q uiera decir rol midam ente que el C ristianism o se propagaba siguiendo el espíritu de clase del que antes hablaba, pero algo hay de ello p o r m uchas que sean las opiniones en contra. Una de ellas, y p o r cierto com edida, es la m antenida por los auto res de la o bra El judaism o y el cristianism o antiguo: «Pero el C ristianism o no se definía únicam ente com o la religión de los pobres, y sería falso ver en ella una expresión de la conciencia colectiva del p ro letariad o de la antigüedad. Si bien costó m ucho tra b a jo ganar para la nueva religión a los cam pesinos, la propaganda cristiana se extendió rápidam ente en las ciudades fuera de los b arrio s populares. Ya en tiem pos de N erón y Dom iciano d esp ertab a grandes sim patías y hacía prosélitos en tre la aristo cracia rom ana, aunque ésta, en su con jun to , había de p erm anecer com o uno de los últim os bastiones del paganism o declinante (M. S i m o n -A. B e i n o t , 1976, p. 69).
2.3.1.
E l extrañ am ien to cu ltu ral cristian o
Lo que me im p o rta d estacar es el extrañam iento cul tural de los cristianos, rechazados p o r el judaism o sinagogal de la D iáspora y p o r el im perialism o rom ano. Y esto ú ltim o no p o r razones cu ltu rales o rituales, pues el E stado era en esto m uy tolerante y para él el Cris tianism o pasaba p o r una secta ju d ía sin ninguna origi nalidad, p o r negarse a a c e p ta r el culto al em perad or, el m ás fu erte sostén político del Im perio. Ya Hegel con sagró esta visión con toda claridad: La comunidad (cristiana) se encontraba en el mun do romano, en el cual la expansión de la religión cristiana debía tener lugar. La comunidad hubo de empezar por mantenerse alejada de toda actividad en el Estado, constituyendo por sí una sociedad separa da, sin reaccionar a las decisiones, opiniones y accio nes del Estado. Pero como estaba separada del Es tado y no tenía al emperador por su jefe supremo, fue objeto de la persecución y del odio. Entonces se manifestó esa infinita libertad interna en la gran for taleza con que fueron soportados pacientemente por 37
la verdad suprema sufrimiento y dolores. Lo que ha dado al cristianismo su expansión exterior y su fuerza íntima fueron, no tanto los milagros de los apóstoles, como el contenido, la verdad de la doctrina misma. (Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, tr. de J. Gaos, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 2.“ ed., 1982, pp. 558-559) De este ex trañ am iento eran conscientes los c ristia nos, que se reconocían un «pueblo» forastero y p ere grino, desarraigado de este m undo y puesta la m irada sólo en el pro m etid o y definitivo. Así lo conceptualiza Pedro en su Prim era Epístola, dirigida «a los elegidos ex tran jero s de la dispersión, del Ponto, etc.», buscando en esa condición la unidad y fortaleza de los cristianos: «Os ruego, carísim os, que, com o peregrinos y advene dizos, os abstengáis de los apetitos carnales que com b aten co n tra el alm a y observéis entre los gentiles una conducta ejem plar» (2, 11-12). Lo repite expresam ente m ás tard e C lem ente de A lejandría en su Primera E pís tola a los corintios: «La Iglesia de Dios que habita com o fo rastera en Rom a, a la Iglesia de Dios que habjt com o fo rastera en Corinto». E ste vivir de paso, que es lo que significa el verbo griego -jtapoix, del que viene el térm ino «parroquia», hab itan tes de un país extraño, configuró p o r m ucho tiem po la iglesia cristian a y en ello encontraban, p aradójicam ente, su unidad y su m ís tica.
2.4.
El Cristianismo postapostólico
Se tom a com o fecha del fin de la p rim era generación de apóstoles el año 70, año h a rto significativo p o r lo que ya sabem os. Cuando esto aconteció se habían consoli dado las asam bleas cristianas en todo el ám bito del Im p erio y m an ten ían en tre sí un so rp ren d en te ecumenism o. Su im plantación en el m edio sociológico helenístico de un modo perm an ente exigía una form a de artic u la ción en tre C ristianism o y paganism o. El Apocalipsis p a recía a p u n ta r una dialéctica violenta, que term in aría 38
con la desaparición de Rom a, representación de todo mal. Pero esta solución no llegaba y el C ristianism o tuvo que co n sid erar un nuevo tipo de relación con el m undo clásico, y ya no sólo en las form as cotidianas de vida, tan to individual com o eclesial, sino tam bién ante los m odos cu ltu rales a ad o p tar, que deberían ser tom ados del m edio helenístico. El d esarrollo del período postapostóíico fue, p o r una parte, el período de las persecuciones, pero tam bién de las reconciliaciones; y, por o tra, la aparición de la p rim era lite ra tu ra cristiana, con las actas de los m ár tires y la apologética, form as de lite ra tu ra de intim idad. En el siglo II apareció la gnosis, que no fue o tra cosa que la in crustación en las filosofías neopitagórica y neoplatónica, consideradas ya en sí m ism as com o filosofías de salvación, de elem entos religiosos de los cultos o rien tales y, fu n dam entalm ente, del C ristianism o en virtud de que su vigencia aum entaba de día en día. Pero la gnosis rep resen tab a un peligro que radicaba en que se ofrecía com o la revelación de la revelación, ad q u irid a por los m ás peregrinos cam inos, es decir, com o la ver dad ú ltim a del C ristianism o. Desde Sim ón Mago y Cerinto, co n tem poráneo de San Juan, pasando por Saturnilo (siglo 11 ) , en A ntioquía, h asta los alejan d rin o s Basílides, V alentín (siglo n ), que la in tro d u jo en Roma, C arpócrates y Taciano, encontram os toda una corte de privilegiados sabedores de la verdad últim a, creadores de d o ctrin as m ágicas, que debieron ser com batidas p o r hom bres com o C lem ente de A lejandría, San Ju stin o , San Irineo, San E pifanio, etc.
2.4.1.
La h elen ización del C ristian ism o
O rtega decía que «el cristianism o h a tenido en este orden * un destino trágico. No ha podido h ab lar nunca su idiom a: en su teo-logía — su h a b la r de Dios— el theos es cristian o y el logos pred o m in an tem en te de G re cia. Y m irando las cosas con un poco de rigor se ad vierte que el logos griego traiciona co n stan te e inevi tablem ente la intuición cristiana» (En torno a Galilea, 39
en Obras com pletas, Ed. Revista de Occidente, 5.a ed., 1961, vol. V, p. 91). Y efectivam ente esto es así, pero en aquellos m om entos el C ristianism o, perdidas sus raíces hebreas y disperso p o r el ám bito del Im perio Rom ano y p or los restos de los im perios de los diádocos, no tenía o tra fuente cu ltu ral ni otros m odelos de expresión y com portam iento que los grecorrom anos y a ellos tuvo que atenerse. Utilizó las form as literarias clásicas p ara expresar en ellas su m ensaje. Y los nuevos contenidos fueron dando sentidos nuevos a aquellas viejas form as litera rias que decaían con el Im perio. Fue esto lo que hizo cam biar el destino de la «Igle sia cristiana» y su papel en el desarrollo de la historia. Su cada vez m ás profunda helenización o rom anización, en los distintos ám bitos, la llevaron a ser la gran pro pagadora de la cu ltu ra clásica en su m isión evangelizadora. B ástenos co n siderar algunos aspectos de este proceso: a) Los cristianos conservaron la lengua griega, que fue originariam ente la de la Iglesia, y se hicieron cul tu ralm en te fuertes en A lejandría, capital cultural de este período. b) Rom a no pudo con la tradición cristiana y esta perd u ró como reelaboradora y renovadora de la an ti güedad. c) El E dicto del 313, dado en Milán p o r C onstantino y Licinio, establecía que am bos cónsules concedían «tanto a los cristianos como a todos los dem ás, plena lib ertad p ara ad h erirse a la religión que cada cual elija, com o objeto dé que toda clase de divinidad que gobier ne los cielos sea p ara nosotros y nuestros súbditos fa vorable y propicia». Con lo que quedaba el C ristianism o com o religio licita. d) En el 380 el E dicto de Tesalónica establecía el deseo im perial de que «todas las gentes que están so m etidas a n u estra clem encia sigan la religión que el divino Apóstol Pedro predicó a los rom anos». Por la vo luntad de Teodosio el C ristianism o se convirtió en la religión del Im perio. 40
e) Después de V alenliniano (375) el Im perio se divide y con los sucesores de Teodosio se establece la m onar quía h ered itaria (Arcadio en O ccidente y H onorio en Oriente). P ronto se vio que O riente tenía m ayor resis tencia p or su riqueza y sus m enores problem as bélicos, lo que hizo que la Iglesia se apoyara sólidam ente en él. I) Desde C onstantinopla (Teodosio II, 480-450) O rien te inicia una reconquista de Occidente, cada día m ás agobiado p o r la presión de los pueblos b árbaros. Debe mos ver en el Im perio de O riente la reserva cu ltu ral del m undo helénico, papel que desem peñó hasta su con tacto con el genio europeo del siglo xv, que p ro d u jo el Renacim iento. En Roma, m ientras tanto, la Iglesia sus tituyó al Im perio y asum ió la obra cu ltu ral que este no pudo co n tin u ar haciendo. g) La Iglesia, apoyada siem pre en Bizancio pasó, casi sin transición, de su lucha con el paganism o a la lucha con la barbarie. Pero resistió am bos em biles. Cuando el Im perio Rom ano cayó, extensas zonas ru rales no eran cristianas, sino oficialm ente. Pese a ello, con estos ele m entos la Iglesia creó una nueva unidad política que sustituyó a Bizancio después de la coronación de Cario Magno el año 800. Sólo en ese m om ento puede decirse que triunfó una cu ltu ra originalm ente cristiana.
2.5. El hombre nuevo P ara term in ar vam os a p reguntarnos quién era este hom bre que, com o decía San Agustín, p o r el agua del bautism o se convertía en un hom bre nuevo. Es indudable que el hecho de la conversión, prescin diendo de toda acción so b ren atu ral, im plica una m oti vación y una esperanza. Una m otivación p o r la cual el hom bre abandona lo antiguo y una esperanza en lo que confía alcanzar. Sin em bargo, en principio, parece que todo lo que conseguía el pagano adoptando el C ristia nism o era convertirse en un peregrino, perseguido y obligado a vivir oculto, tránsfuga de sus tradiciones reli giosas, políticas y sociales. Por el contrario, ab an d o n ar el paganism o parece que consistía en ren u n ciar a la se 41
guridad del Im perio, a la protección de su organización gigantesca y al am p aro de la sociedad m ism a, con sus m itos y form as vividos tradicionalm ente. Pero si esto hubiera sido así las conversiones sólo serían explicables com o hechos m istéricos. Es posible que en los prim ero s tiem pos funcionara lo que he lla m ado esp íritu de clase, que se tran sitara de una pobre za desesperada a una pobreza esperanzada, de un des arraig o m undano a la posesión de un m undo futuro, de un desam or a u n am or ofrecido. Pero esta m ecánica no serviría p ara explicar las conversiones a p a rtir del siglo ti, p orque estas no sólo se produjeron entre las clases m ás desfavorecidas, sino tam bién entre estam en tos m ás elevados de la sociedad. A p a rtir del siglo II lo que abandonaba el pagano era su insatisfacción, su sensación de disgusto provocada p o r el envejecim iento y la corrupción de las institucio nes rom anas, su descreim iento en unas confusas y des prestigiadas form as religiosas. Lo que m ovía al pagano era un deseo de verdad, de liberación e, incluso, de santidad. Las conversiones sólo son explicables porque el Im perio Rom ano, en una fabulosa endogam ia, acababa consigo m ism o. Y es preciso reconocer que en esta autodestrucción no tuvo nada que ver el C ristianism o. Pero si es verdad que el C ristianism o nada tuvo que ver en la decadencia de la vida rom ana, tam bién lo es que el C ristianism o no iba a infundir nuevo vigor a las instituciones del Im perio. Como dice B urckhardt: En esto reside precisamente el gran privilegio de esta religión cuyo reino no es de este mundo y que no se propone dirigir un determinado sistema estatal, una determinada cultura, como lo habían hecho las religiones del paganismo, y que es capaz, más bien, de reconciliar los pueblos y edades diferentes, estados y culturas diversas y mediar entre ellas. No podía, pues, el cristianismo insuflar una segunda juventud al Imperio senescente, pero podía preparar a los con quistadores germanos hasta el punto, al menos, de que no pisotearan, sin remedio, la cultura romana. (B urckhardt: 1982, p. 242) 42
Quizá la clave esté, com o pensara tam bién Hegel, en la idea de reconciliación. El hom bre nuevo se reconcilia ba con sus conciudadanos, con la vida y con el m undo, pero no sólo con el otro, sino tam bién con este que se convertía en un ám bito de posible perfección. El hecho de las conversiones sólo es explicable desde la perspectiva de un m undo agonizante al que se le ofrecía una reivindicación de sus m ás íntim os deseos de reconciliación. Pero no puede entenderse com o su sti tución de u n a cu ltu ra por otra, porque el C ristianism o todavía no ofrecía o tra cosa que la protección a las for m as de la cu ltu ra grecorrom ana.
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El hecho cultural cristiano y la filosofía
3.1.
Introducción
Es un hecho que a p a rtir dei siglo n el C ristianism o inició un diálogo con la filosofía griega. La evidencia de este hecho ha provocado que la búsqueda de su expli cación no siem pre cale h asta sus raíces y aclare sus p ri m eras causas. Con independencia de su condición m os tren ca tra ta ré de exponer las razones de su aparición. • En p rim e r lugar, hay que v alorar que con la adopción de la lengua griega p enetró en el C ristianism o todo un m undo term inológico, de gran riqueza sem ántica, que, adem ás, debía ad ap tarse a ex p resar sem antem as pe culiares del m undo credencial cristan o de tradición he brea, que no eran m oneda lingüística co rrien te en el idiom a griego. De la m ism a m anera que los cristianos usaron desde el p rim er m om ento las form as literarias griegas, com o la «epístola», los hechos, o la diatriba, que constituyó la base del serm ón, la term inología he brea debió rev estirse de form as griegas. Quiero con esto decir que esp ontáneam ente se tuvo que re c u rrir al grie 45
go culto p ara v erter térm inos que no lo eran en guaje hebreo. E sto caracterizó desde un principio guaje cristiano. Fenóm eno que, com o verem os, sucedido ya con el judaism o y que no se puede d e ra r ni intencionado ni individualizado.
el len el len había consi
• E n segundo lugar, el diálogo C ristianism o-Paganism o se definió lingüísticam ente por la condición cu ltu ral de los interlocutores. He repetido que inicialm ente hubo una conversión básicam ente de elem entos populares, cuya dialógica estaba fundam entada m ás en el gesto que en la p alab ra m ism a. Y añadiré ahora que donde no se p ro d u jo p rácticam ente conversión alguna fue en el es tam ento agrícola, muy apegado a la tradición religiosa popular, ni en la aristocracia, excesivam ente próxim a al a p a rato im perial. De donde se deduce que cuando las conversiones dejaron o excedieron el ám bito po p u lar la gam a de los conversos quedaba b astan te defi nida: es decir, se tra ta b a del conjunto de las clases m edias, tradicionalm ente cultas en el Im perio, las cua les incluían tam bién el m undo de los intelectuales. Es esta nueva clientela la que obligó a cam biar el lengua je y el estilo a los predicadores e, incluso, el m edio de difusión, que ya no fue únicam ente el contacto directo, ni la prédica, sino tam bién el texto escrito difundido de casa en casa o dado sim plem ente a la publicidad. 3.1.1.
Un nuevo lenguaje
No debe ex tra ñ ar esta form a de difusión porque, como recu erd a Jaeger, estas form as de propaganda no eran nuevas en el m undo griego y m enos en el helenism o: «Tenemos que co n tar con la existencia de folletos reli giosos que en la época helenista servían com o m edio de propaganda fidei a m uchas sectas. Si bien estos es critos efím eros no sobrevivieron. Platón m enciona cier tos folletos órficos que eran distribuidos por m iem bros de esta secta de casa en casa, y Plutarco en sus Reglas para las recién casadas, advierte a las casadas que no adm itan extraños p or la p u erta de atrás, pues éstos tra tarán de m eter sus folletos sobre religiones ajenas y esto puede acarrearlas disgustos con sus m aridos (...). 46
Todos tenían cierta sem ejanza entre sí y, de cuando en cuando, se copiaban frases. Uno de estos grupos era el de los llam ados «pitagóricos», que predicaban la form a de vida «pitagórica» y tenían como sím bolo una Y, el signo del cruce de cam inos en el que el hom bre debía elegir qué cam ino tom ar, el del bien o el del mal» (J aeg e r , 1965, pp. 17-19). E ste m ism o signo fue utilizado por los cristianos. E sta actividad apologética, que com o vemos era tam bién característica en la filosofía helenística, debía ele gir un lenguaje com prensible pero expresivo, asim ilable pero no p o pular, capaz de singularizar el m ensaje cris tiano pese a plasm arse en term inología com ún con otros esfuerzos p ro trépticos. Sigue diciendo Jaeger: «E sta si tuación paralela en tre los filósofos griegos y los m isio neros cristianos llevó a estos últim os a aprovecharla a su favor. T am bién el dios de los filósofos era diferente de los dioses del Olimpo pagano tradicional y los siste m as filosóficos de la edad del helenism o eran p a ra sus seguidores una especie de refugio espiritual. Los m isio neros cristianos siguieron sus huellas y, si confiam os en los relatos de los H echos de los apóstoles, a veces tom aban p restad o s los argum entos de estos predeceso res, sobre todo cuando se dirigían a un auditorio griego culto» (ibid., pp. 21-22). No puede decirse con rigor que esta lite ra tu ra fuese, en sentido estricto, filosófica, pero sí que utilizó un len guaje altam en te form alizado, aunque haya que tener en cuenta que lo que ha llegado hasta nosotros son m ues tras muy elaboradas. En cualquier caso, tan to los escri tos apostólicos, que pudieran entenderse com o única m ente p ara cristianos, com o los apologéticos, m uchas veces agresivos p ara el paganism o, constituyeron un p ri m er ejercicio dialéctico im portante.
3.1.2.
E l esfuerzo racionalizador
A estas form as p rim eras de encuentro entre Filosofía y C ristianism o hay que a ñ a d ir o tras que se caracteriza ron p o r ser m as deliberadas. Así, la actitu d del filósofo converso, a quien se le p re sen tab a la antinom ia de aban 47
d o n ar su vocación o conciliar ésta con su nuevo m undo credencial. De aquí salieron form as de pensam iento muy desarro llad as, com o verem os en el próxim o capítulo. Pero tam bién la filosofía pagana, sobre todo la neoplatónica, y ya desde el siglo ii, provocó la actividad fi losófica cristiana. Sólo han llegado h asta nosotros tres ejem plos, a saber: el de Celso, el de P orfirio y el de Ju lián, p ero probablem ente, hubo más. E stos autores, cu yas obras conocem os exclusivam ente p o r las réplicas, pues la censura im perial de los siglo iv y v se encargó de que los escritos originales desaparecieran, atacaban con sus argum entos a la d octrina cristiana, que enten dían se p re sen tab a com o una filosofía m ás, pero que, com o decía Celso, p or basarse en una ingenua creduli dad sin fundam ento no podía p asar de ser estim ada m ás que com o u n a religión m istérica. La necesidad de responder a estos ataques forjó otro de los d esarrollos del pensam iento cristiano con m ás carga filosófica, porque el C ristianism o no podía ren u n ciar a p resen tarse com o la verdad y ésta, frente a este tipo de ataques, debía ser defendida com o «razonable» y «lógicam ente» dem ostrable. F inalm ente, y es éste el cam po m ás propio de la filo sofía cristiana, el C ristianism o tuvo que form alizar sus propios contenidos credenciales, para lo cual no dispo nía, com o he repetido, de o tro m undo conceptual que el del pensam iento pagano.
3.2.
Judaismo y filosofía
Tengo p ara mí, aunque sobre esto no hayan insistido dem asiado los investigadores, que no se h u b iera p ro d u cido de igual m anera el diálogo C ristianism o-filosofía griega si antes no se h u b iera desarrollado la c u ltu ra judeo-helenística. 3.2.1.
La D iáspora: cultura ju d eo-h elen ística
La D iáspora ju día com enzó siglos antes del C ristia nism o y continuó inin terru m p id am en te h asta los desas48
tres del 70 y del 135. Así se constituyeron im p o rtan tes colonias p o r todo el ám bito del Im perio desde A ntioquía a Roma. E stas colonias ju d ía gozaron siem pre de una buena acogida p o r p a rte de los vecindarios en los que se in stalaron, acogida que el Im perio Rom ano, com o ins titución, siguió dispensando, h asta el punto de p e rm itir se el culto de su religión y dispensarles del propio en lo que al suyo se oponía, com o en lo referente al culto del em perador. P or supuesto que esto no supuso que se m an tu v ieran co n tinuam ente unas relaciones idílicas, pero sí que n u n ca ad o p taro n los rom anos actitudes violentas co n tra los judíos. A lo cual estos respondieron con una p ro fu n d a helenización o rom anización, que les llevó, incluso, a ol vidar sus lenguas originarias, el hebreo o el aram eo, in troduciendo el griego y el latín en sus propios cultos y ritos. E sto explica la p ro n ta traducción de la B iblia al griego, en la llam ada «versión de los Setenta», realizada, al p arecer, en tiem pos de Tolom eo Filadelfo, en la se gunda m itad del siglo m a. de C. E sta versión, que gozó en las sinagogas de igual au to rid ad que la hebrea, sirvió tam bién p ara que los grie gos tuvieran acceso a las fuentes religiosas judías. Pero, sobre todo, supuso una prim era adaptación de la term i nología del m onoteísm o y creacionalism o hebreo a la conceptualización griega. Jaeger definía este hecho así: «Cuando los griegos se toparon p o r p rim era vez con la religión ju d ía en A lejandría —siglo n a. de C., poco des pués de la av en tu ra de A lejandro Magno, los au to res grie gos que refieren sus p rim eras im presiones del en cu en tro con el pueblo ju d ío —e n tre ellos, H ecateo de Abdera, Megástenes y Clearco de Soli en Chipre, el discípulo de T eofrasto— llam an invariablem ente a los judíos la «raza filosófica». Lo que querían decir era, desde luego, que los ju d ío s h abía tenido siem pre cierta idea de la unici dad del principio divino del m undo, idea a la que los filósofos griegos habían llegado m uy recientem ente. La filosofía había servido com o una plataform a p ara los prim eros intentos de lograr un contacto m ás estrech o en tre O riente y O ccidente en una época en que la civili zación griega empezó a desplazarse hacia el O riente b ajo A lejandro Magno, y quizá ya aun antes. El judío men49
cionado en el p erdido diálogo de C rearco, quien conoció a A ristóteles cuando éste enseñaba en Assos, Asia Me nor, es descrito com o un perfecto griego no sólo p o r su lengua sino tam bién p o r su alm a. ¿Qué es un «alma grie ga» p ara un escrito r peripatético? No aquello que los eru d ito s m odernos en historia o filología in te n ta r ap re s a r en H om ero, P índaro o en la Atenas de P e n d e s; p ara él un alm a griega es la m ente hum ana intelectualizada en cuyo m undo, claro com o el cristal, un ex tran jero m uy dotado e inteligente, podía p a rtic ip a r y m overse con p erfecta so ltu ra y gracia. Quizá nunca llegaran a en ten d e r los últim os m otivos m utuos, quizá el oído in telectual de cada uno de ellos no fuera capaz de perci b ir los tonos m ás finos del lenguaje del otro; pero bas ta —pen saro n que podrían com prenderse y sus valientes esfuerzos parecían p ro m ete r un éxito so rp ren d en te—. Me tem o que la Sagrada E scritu ra ju d ía nunca hu b iera sido trad u cid a y la S eptuaginta no h ab ría nacido jam ás, sino hub iera sido p o r las esperanzas de los griegos de Ale ja n d ría de en c o n tra r en ellas el secreto de lo que, res petuosam ente, llam aban la filosofía de los bárbaros» ( J a e g e r , 1965, pp. 47-48). Jaeg er h abla en este texto exclusivam ente de Alejan dría, p o rque de todas las colonias de la D iáspora es ella la que h a llegado h asta nosotros com o la m ás cu lta y helenizada, sobre todo en el orden filosófico, aunque ello no em pece p a ra que el fenóm eno, en m enor escala, lo que explicaría no h ab e r llegado h asta nosotros, no se p ro d u je ra en o tras ciudades. Pero, en cualqu ier caso, de ella proceden los textos y referencias m ás im p o rtan tes, incluida la versión de los Setenta. Y tam bién encon tram o s en ella el m ás cualificado re p resen ta n te del pen sam iento judeo-helenístico: Filón. Filón de A lejandría, contem poráneo de Cristo, fue, m ás que un filólosofo, un com entarista bíblico, pero un co m en tarista bíblico en griego. Desde su m étodo alegó rico, m uy generalizado en la A lejandría de su tiem po p o r los filósofos griegos, h asta su asim ilación de los m i tos helenos, su obra se p resen ta com o un ejem plo privi legiado del grado de helenización a que llegó el pensa m iento judío. Es indudable que este pensam iento influ 50
yó sobre el cristiano y facilitó la posibilidad del diálogo C ristianism o-helenism o. 3.2.2.
La figura de F ilón de Alejandría
P ara ju stific a r lo que acabo de decir, ya que luego no podré volver sobre él, podría elegir diversos puntos de la doctrina filoniana, m as pienso que ninguno tan ade cuado ni tan fru ctífero como su teoría de las ideas, p o r que ella nos pone en contacto con el logos, piedra angu lar de la concepción de Dios creador e ilu m in ad o r en Filón. Aunque la p rístin a teoría platónica de las ideas sufrie ra un sinfín de interpretaciones antes de llegar a Filón, p ara éste seguían teniendo papeles ontológicos y gnoseológicos sem ejantes. T anto en un caso com o en otro las ideas eran p ara él in term ediarios: causas ejem plares y principios inteligibles. Ahora bien, com o dice B rehier, p ara Filón «por una p arte el m undo inteligible es distinto de Dios com o en Platón; pero p o r o tra, es derivado de él y subordinado a él siendo Dios la única causa activa. E ncontram os aquí un rasgo general de su especulación, la com binación de la unidad absoluta de la causalidad divina con una inde pendencia relativa en el conjunto de sus m anifestacio nes. Es así que el m undo inteligible que com prende el conjunto de las Ideas deviene el pensam iento m ism o de Dios, en tan to que él crea el m undo» (op. cit., en l.r., p. 154). Ese som etim iento del m undo inteligible a Dios en el orden de la creación introduce en el platonism o la idea de la unidad de] principio, que Posidonio exponía en su com entario al Timeo. A su vez, en el orden del conocim iento Filón entiende que su p o n er que los inteligibles tienen su origen en la inteligencia hum ana es una d octrina im pía. El hom bre recibe los inteligibles de fuera, p o r im presión, com o re cibe de fu era las sensaciones p o r el m ism o procedim ien to. De esta form a, Filón ponía en contacto la inteligen cia hum ana con los interm ediarios, es decir, con las ideas, pero d ejaba a Dios, siguiendo a Platón, el papel del «bien prim ero», del «sol inteligible», causa que perm ite que el h om bre alcance el conocim iento. 51
Mas e n tre Dios y las ideas, tan to en el orden de la creación com o del conocim iento, con independencia de las potencias —tem a que ni de pasada puedo tocar—, Filón situ ab a o tro interm ediario: el logos. Quizá la m ás clara y precisa definición del logos que pueda encon tra rse en la extensa obra de Filón sea ésta: Si alguien quiere expresarse en forma más simple y directa, bien puede decir que el mundo aprehensible por la inteligencia no es otra cosa que el logos de Dios entregado ya a la obra de la creación del mundo. (De opificio mundi, 24, en Obras completas, trad. esp. de J. M. T r i v i ñ o , Ed. Acervo Cultural, Buenos Ai res, 1975, 5 vols.; vol. I. p. 78) Es el in stru m en to del que Dios se sirve p ara d ar el ser y p a ra d ar el conocim iento, porque Dios n ad a nece sita «y cuando da lo hace sirviéndose del m inisterio de Su logos, al que em pleó asim ism o para crear el m un do» (Quod Deus inm utabilis sit, LVII, ed. c., vol. II, pp. 87-88). H abría que añ ad ir que Filón nom bra de m u chas m aneras al logos, unas poéticas como «som bra de Dios», pero tres m ás com prom etidas, com o «prim ogéni to de Dios», «palabra de Dios», «principio», etc. La d o ctrin a filoniana del logos es m uy com pleja y tra ta rla en pro fu n d id ad ha sido ocupación de todos los in vestigadores, p o r ello es problem ático e n tra r en su estu dio som eram ente. Pero sí quiero d ejar claro que no debe ser enten d id a únicam ente como una doctrina filosófica, ya que an tes es una cuestión dogm ática. Así debe enten derse este texto, que por su claridad y precisión puede c e rra r el tem a: «El Padre que todo lo ha creado ha con cedido a Su logos, m ensajero suprem o y prim ero en je ra rq u ía, la especial prerrogativa de que, ubicado en m e dio, señale el lím ite en tre la c ria tu ra y el C reador. E ste logos es, p or u n a p arte, suplicante ante el In m o rtal a favor de la raza m o rtal y, p o r o tra, m ensajero del Sobe rano ante Sus súbditos. Lleno de júbilo y orgullo por tal don se nos m u estra al decir: «Y yo estaba entre el Se ñ or y vosotros» (D e u t V, 5), es decir, ni increado com o Dios ni creado com o vosotros, sino interm edio en tre 52
los extrem os, com o garantía p ara am bos. P ara el Pro g en ito r yo soy la g aran tía de que lo que El ha engen drado no se revelará jam ás ni se alejará eligiendo el desorden en vez del orden; p a ra el vástago soy la fun dada esperanza de que el m isericordioso Dios jam ás ol vidará Su p ro p ia obra. Anuncio yo, en efecto, a la crea ción la paz de p arte de Dios, preserv ad o r perp etu o de la paz, cuya m isión es acab ar con las guerras» (Quis rerum divinarum heres, 205-206; ed. c., vol. III, p. 50). E n este sentido se com prende que es im posible reco r d ar el cap. I del Evangelio de San Juan o los orígenes de la in terp retació n del dogm a de la T rinidad, sin hacer referencia a Filón. E sto no quiere decir necesariam ente que San Ju an leyera a Filón o que lo hicieran los p ri m eros tra ta d ista s del dogm a, aunque un caso excepcio nal p u d iera ser Orígenes, pero sí que en el lenguaje filo sófico helenista habían calado profundam ente sus doc trin as, convirtiéndose en patrim onio com ún.
3.3.
Cristianismo y filosofía griega
3.3.1.
La opin ión de H egel
Hegel concibió, y así lo expuso en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, que la filosofía cristian a se encu ad rab a en la dialéctica neoplatónica. Pero ello no com o consecuencia de influencias m utuas, sino porque el d esarrollo dialéctico del pen sar había llegado a ese m om ento: Ya a través de la filosofía neoplatónica hemos po dido ponemos totalmente en contacto con la idea del cristianismo, la nueva religión que aparece ahora en el mundo. (H egel: 1975, III, p. 75) Ahora bien, la idea que aparece en el neoplatonism o y se afianza en el C ristianism o es, según Hegel, la d eterm i nación de lo absoluto. P ara el neoplatonism o lo absolu to es pensam iento, aunque pensam iento ab stracto . P arte 53
de lo Uno, que se d eterm in a a sí m ism o, y de él b ro ta lo determ inado; sin em bargo, falta en su dialéctica el m om ento de la su b jetividad o, com o dice Hegel: «El m om ento de la realidad, la cúspide que reduce todos los m om entos a uno, siendo así unidad, generalidad y ser inm ediatos» (Ibid., pp. 75-76). El C ristianism o ap o rtó a esta dialéctica, según su teo ría, el m om ento de la subjetividad «en el que el esp íri tu es ya esp íritu existente, presente, inm ediato en el m undo; en el que el esp íritu absoluto es conocido com o ho m b re en el inm ediato presente» (Ibid., p. 76). Y de aquí derivaba Hegel el fundamento de la Filosofía del C ristianism o, a saber, p orque la conciencia de esa ver dad d esp ierta en el hom bre, el hom bre debe ser capaz de co m p ren d er que esa verdad existe p a ra él. «La vida cristian a consiste en que la cúspide de la subjetividad se halle fam iliarizada con esta idea, en que se apele al individuo m ismo y se le considere digno de llegar a esa unidad, digno de que m ore en él el espíritu divino, la gracia, com o se la llam a» (ibid., p. 76). Es indudable la atracción de la tesis hegeliana, pero es preciso reconocer que el análisis histórico desborda su apriorism o. El p anoram a sobre el que se proyectó el pensam iento cristiano y, por tanto, las influencias que recibió fueron m ucho m ás com plejas. Sin ellas no es explicable el proyecto de filosofía cristian a... aunque tam bién es verdad que ese proyecto m odificó definiti vam ente la filosofía pagana.
3.3.2.
De la ética a la religión
Como viera agudam ente hace ya casi un siglo Windelban d , en su Lehrbuch der Geschichte der Philosophie, sobre el gozne de la nueva era la filosofía helenística dio un giro desde la problem ática ética a la religiosa. La razón * m ás poderosa de este tránsito, a mi juicio, fue la creciente insuficiencia de la tem ática ética p a ra satis facer el anhelado deseo de felicidad de los hom bres de aquel período de éxitos bélicos y fracasos hum anos. La p ro b lem ática ética había buscado, incluso, u n a instancia su p erio r en la que b asa r sus presupuestos. Y el progre 54
sivo descreim iento incitaba a la búsqueda de algo en que creer. De aquí la buena acogida de las religiones forá neas, com o la ju d ía, la persa o las orientales, que intro ducían en el cam po del pensam iento una referencia a la trascendencia. E sto afectó a las escuelas tradicionales, que se llena ron de sentido teísta y se ofrecieron com o filosofías de salvación. Así sucedió con el estoicism o del propio Sé neca y sus seguidores E picteto y M arco Aurelio; con el cinism o de un Demonax (s. n ) o con el propio epicureis mo, que, sin nom bres, siguió ejerciendo su influjo.
Neopi tagorismo En esta línea estaba el neopitagorism o, fundado en Rom a p o r Nigidio Fíbulo en el siglo i a. de C., con nom b res com o Apolonio de Tiana (s. i), fu n d ad o r de la escue la de Efeso, que sintetizó platonism o, pitagorism o y mazdeísm o. Y su contem poráneo M oderato de Gades, que escribía en griego desde la recóndita Cádiz, que según P orfirio influyó en el propio P lotino y que hablaba ya de una unidad S uprem a, su p erio r al ser y a toda esencia.
El neoplatonismo sirio El neoplatonism o llegó en el siglo II a los confines de Siria, con N um enio de Apamea, cuyo pensam iento esta ba presidido p o r una «Trinidad», de tradición platónica, fo rm ad a p o r el «prim er Dios», la inteligencia y el Bien suprem os; el «segundo Dios», el D em iurgo que genera las ideas y crea el m undo, y el «tercer Dios», el m undo creado, espejo de la belleza del p rim e r Dios. Con Nicóm aco de G erasa, en Arabia, tam bién perten ecien te al si glo i, los núm eros son asim ilados a las ideas y así com o la unidad es principio del núm ero, lo Uno es principio de todas las cosas; con Nicóm aco la aritm ología se tra n s form a en u n a m ística del núm ero. Muy cerca y fácilm ente confundible con él la Acade m ia m edia, el platonism o ecléctico, tra ta de alcanzar form as religiosas sin ab an d o n ar la teo ría de los núm e ros, b asándose m ás o m enos rem o tam en te en Platón. 55
Además de com entaristas y editores de las obras del M aestro, com o Trasilo, hay que citar a Plutarco de Queronea (c. 46-125), que estudió en Atenas y que adem ás de sus fam osas Vidas paralelas escribió m últiples tra ta dos ético-religiosos. Fue sacerdote del tem plo de Delfos y, sin em bargo, luchó en diversas obras contra las su persticiones, defendiendo la interpretación filosófica de los m itos griegos; en su obra El dem onio de Sócrates defendió la presencia e intervención de los «dáimones» en n u estro m undo. Tam bién hay que citar a Máximo de T iro (segunda m itad del siglo n ) cuyas obras están lle nas de acento religioso. Y a Apuleyo de M adaura (c. 125c. 180), que escribió en latín y cuya novela la M eta m orfosis o el Asno de Oro, planteó el problem a de que el alm a no puede alcanzar el am or divino sino es a tra vés de una palingenesia, de un renacim iento. En fin, podría citarse a Celso, el anticristiano y los escritos re unidos b ajo el nom bre de H erm es Trim egistos.
Neoplatonismo alejandrino: Ammonio Sakkas Ahora bien, en apoyo de Hegel hay que decir que la principal escuela filosófica que llenó la filosofía de in tención religiosa fue el neoplatonism o. Fundado en Ale ja n d ría p o r Ammonio Sakkas en el trán sito de los si glos ti y n i, en el paso de un siglo se extendió p o r todo el Im perio. Quizá Ammonio, como decía Porfirio, fuese un cristian o que influido p o r la filosofía griega abando n ara su confesión p ara desarrollar un pensam iento filo sófico que satisfaciera su sentim iento de dependencia de una p rim era causa. La tesis del cristianism o de Am m onio fue com batida, lógicam ente, por los filósofos cris tianos, com o E usebio de Cesárea; sin em bargo, en la ac tualidad la obra de E. E lorduy sobre este au to r (Ed. Es tudios Onienses, Oña, 1959), ha reivindicado la confesionalidad del filósofo en una com plicada, atractiva y débil tesis que, pese a todo, abre nuevas perspectivas. E n tre los discípulos alejandrinos de Ammonio hay que citar, aunque fuese escasa su actividad especulativa, a Longinos (c. 213-273), que llevó su gran erudición a Ate nas, a H erennio (siglo m ) y a Orígenes (siglo n i) neoplatónico probable h eredero de la escuela de Ammonio; 56
pero, sobre todo al Orígenes (185-253) cristiano, que fue discípulo tam bién de Clem ente de A lejandría y a Plotino (205-270). La im portancia de este últim o, con inde pendencia de la de Orígenes, anuló la de sus otros con discípulos. Plotino abrió su escuela en Rom a, pese a que siem pre estuvo alejado de la política, incluso de sus problem as teóricos. Hizo su filosofía de espaldas a toda form alización lógica, disciplina que no le im portó; p o r ello y p o r el ascetism o de su vida y aliento de su o b ra debe ser considerado un m ístico. No es éste m om ento de analizar cuáles fueron los ele m entos que in tro d u jo en la d octrina de Platón, para convertirla en neoplatonism o. Pero, pienso, que no fue sólo el influjo de su m aestro, sino m ás bien el conjunto dé ideas que pululaban por todas las escuelas que antes m encionaba, incluido el C ristianism o y el m azdeísm o zoroástrico que, al parecer, le fascinaba. Todo ello le llevó a co n v ertir conceptos y térm inos noéticos y cosm o lógicos platónicos en una tríad a o «trinidad» m istiforme. El «uno-Bien», la «inteligencia» y el «Alma» proce sionales e hipostáticas, que son tam bién om nipresentes y en el hom bre de una m anera excelente.
Neoplatonismo romano y ateniense La escuela de Plotino en Rom a incorporó a Porfirio (233-305), p rim ero discípulo de Longinos en Atenas que fue, quizá, el p rim ero en in co rp o rar explícitam ente a A ristóteles al neoplatonism o, tendencia que se continuó tan to en la escuela de A lenjandría com o en la de Atenas. D iscípulo de Porfirio fue Jám blico (c. 250-c. 325), fun d ad o r de la escuela de Apamea en Siria, que rom pió la sim plicidad «trinitaria» con entidades interm edias m uy próxim as a un m isticism o mágico. Plutarco (ss. iv-v) in stau ró el neoplatonism o en Ate nas. Su discípulo y sucesor Siriano, que consideró im prescindible la incorporación de la Lógica, la Física y la E tica aristo télicas a la doctrina, consolidó así la tenden cia a realizar la síntesis en tre los dos grandes m aestros. Proclo (410-485) hizo célebre la escuela de Atenas y, en cierta m anera, cierra el desarrollo de la filosofía griega. 57
Proclo escolastizó el neoplatonism o con su «tríada» Cau sa prim era, p ro ductividad efectiva, fin al que todo re to rna. Todavía cabe c ita r de la generación que le siguió el n om bre de Sim plicio, que fue quien con m ás ahínco defendió la tesis de que entre Platón y A ristóteles no había contradicción. Cuando Ju stin ian o cerró la escuela de Atenas en el 529, después de h ab er pasado p o r ella Boecio, ya u n h om bre m edieval p o r origen y destino, toda esta filo sofía se traslad ó hacia el Este, donde reinaba el influjo de Jám bico, y donde florecieron o tras escuelas, com o las de Nínive y Y undisapür, e n tre o tras, m uchas de ellas cristian as p o r religión, neoplatónicas por filosofía y si ríacas o persas p o r raza, com o dijo Asín Palacios.
La gnosis En este con ju n to de doctrinas hay que m encionar tam bién la gnosis, que no fue sino la incrustación en las fi losofías neopitagóricas y neoplatónicas de elem entos re ligiosos de los cultos orientales y, fundam entalm ente, del C ristianism o, en la m edida que aum entaba su vigen cia día a día. Pero la gnosis se ofrecía com o la revela ción de la revelación, ad quirida p o r los m ás peregrinos cam inos, y, p or tan to , com o la verdad últim a. Desde Si m ón Mago y C erinto, contem poráneos de San Juan, pa sando p o r S atu rn ilo (s. n ), en A ntioquía, h asta los ale jan d rin o s Basílides (s. u ), V alentín (s. n ), que la in tro d u jo en Rom a, C arpócrates y Taciano, encontram os toda una co rte de privilegiados sabedores de la verdad ú lti m a, creadores de d octrinas m ágicas, que debieron des pués se r com batidos p o r los cristianos. E ste com plejo pan oram a es im prescindible p ara com p re n d e r el desarrollo de la filosofía cristiana. P ero pien so que qued a claro de lo poco dicho que el sincretism o venía perfilado ya, sin que con esto defienda la tesis de Hegel, p o r los intereses filosóficos, que convinieron con la expansión del C ristianism o. Pero, adem ás, el C ristia nism o llevó a cabo una gran tare a erudita, que sirvió p ara re sc a ta r p a ra la h isto ria m uchas de estas doctrinas. 58
3.4.
Originalidad de la filosofía cristiana
Pienso que es posible que el m ejor procedim iento p a ra d escu b rir la originalidad de la filosofía cristiana fren te a la pagana que acabo de sintetizar, sea re c u rrir a sus orígenes. Es decir, co m p ren d er a los p rim ero s hom bres que filosofaron desde su confesionalidad. Y voy a re cu rrir, p o r ello, a San Ju stin o m ártir, uno de los principales apologistas y quizá quien deba ser conside rado com o el p rim e r filósofo cristiano. Fue sam aritano, de Síquem , la ciudad en la que aq u e lla buena m oza dio de beber agua fresca del pozo a Je sús. Nació hacia el año 100 ó 105, cuando la ciudad era ya rom ana y se llam aba Flavía N eápolis, a la que llam a ro n los árabes N ablus, y en aquellos m om entos ya no debía q u ed ar recuerdo alguno, p o r lo que sabem os por el propio San Ju stin o, del paso de Jesús p o r sus calles. Nació en una fam ilia rom ana, asen tad a allí pro b ab le m ente después de los desastres del 70. Le p ro c u raro n una esm erada educación, com enzando p o r los poetas y los historiadores. Pero después de este inicio su vocación le llevó p o r cam inos que realm ente son difíciles de definir. Sabem os lo que él sentía des pués de su conversión y entonces nos la define com o la b úsqueda de Dios, la verdad convertida en am or. Yo pienso que se dedicó a la filosofía buscando en ella una ju stificació n ética, una ética vital, cotidiana, que term i nó en contrando en el C ristianism o. Es por ello que juz go que San Ju stin o no se convirtió de la Filosofía al C ristianism o, sino del paganism o al C ristianism o, consi d eran d o éste como la v erd ad era Filosofía. E sta conversión supone, en p rim e r lugar, que la fi losofía dejó de ser u na búsqueda de la verdad p a ra con v ertirse e n . una búsq ueda de la acción a p a r tir de la verdad. Q uedaría así definida la filosofía del paganism o com o u na especulación pura, m ien tras que la filosofía cristiana, com o o tras form as de p en sa r m ás o m enos orientales, vendrían definidas p o r el fin. Son éstos los p rim eros detalles de lo que se ha dado en llam ar filosofía cristiana, que no fue nunca una m era reelección de la filosofía griega, sino que inicialm ente 59
tom ó de éste, tan sólo, el nom bre de «filosofía» y el so m ero concepto pagano de que la filosofía es am o r a la sabiduría. E ntendiendo el C ristianism o que la sabiduría es Dios, el am o r a Dios se constituyó en una verdadera filosofía. Algo de todo esto, apuntado en San Justino, enco n trarem o s desarrollado en San Agustín.
60
Las primeras formas del pensar cristiano 4.1.
Introducción
Pienso que crearía confusión el a b o rd ar directam ente el pensam iento de San Agustín sin hacer referencia a las prim eras form as del pen sar cristiano, que hem os visto iniciarse con San Justino. Es p o r ello que dedico este capítulo a reseñar, aunque sea sum ariam ente, los nom bres que escalonan el período que va de San Ju s tino a San Agustín, a m odo de estado de la cuestión del pensam iento cristiano que recibió este últim o. Los pensadores cristianos del período en cuestión des arro llaro n su actividad en dos ám bitos geográficos o, quizá m ejor, en dos ám bitos lingüísticos: el Im perio de Occidente o latín y el Im perio de O riente o griego. Aun que no sea una fro n tera excesivam ente rígida sí in tro du jo u na p rim era clasificación en ellos. El griego, com o pienso ha quedado ya suficientem ente m ostrado, se h a bía adelantado en la incorporación de la conceptualización cristiana; m ien tras que el latín tenía pendiente to davía esta labor, que llevó a cabo fundam entalm ente T er tuliano. 61
O tras form as de clasificación que se han introducido en el con ju n to de estos pensadores se refiere al conte nido de sus obras, a su intención o program a, que evo lucionó en el tiem po. E sta clasificación, p o r tanto, tiene cronología aunque no sea cronológica. Pero es m ás fuerte el criterio unificador de todos los escrito res cristianos nacido de sus m otivaciones pedagó gicas y m agistrales, que los engloba como m aestros de la «cristiandad», que aquellos que introducen matizaciones divisorias. Ahora bien el concepto de m aestro fue sustituido p o r el de «padre», en base fundam entalm ente a la tradición paulina. E fectivam ente en la Primera E pístola a los Co rintios decía: «porque aunque tengáis diez mil p recep tores en Cristo, sin em bargo, no tenéis m uchos padres puesto que quien os engendró en Jesucristo, p o r el Evan gelio, fui yo». E sta idea in trodujo un aspecto eclesial y jerá rq u ico en el papel del m aestro o p ad re y de ella de rivó el térm ino de Padre de la Iglesia, que hace refe rencia al ya dicho criterio pedagógico y m agistral. Aunque en un principio se llam ó P adre sólo a los obis pos, que eran los verdaderos m aestros, ya San Agustín citó a un esc rito r eclesiástico, no obispo, designándole com o Padre. El concepto am pliado por San Agustín lo re cibió V icente de L erins en su C om m onitorium , publicado en 434, y puede decirse que lo consagraba al afirm ar: ¿Y si, finalmente, se suscitara una cuestión sin tener alguno de estos auxilios a su alcance? Entonces se ingeniará para investigar y consultar, comparán dola entre sí, las sentencias de los mayores, de aque llos solamente que, aun viviendo en diversos lugares y tiempos, por haber perseverado en la fe y comu nión de una m isma Iglesia católica, fueron tenidos por maestros acreditados. (O. c„ III, 4) La cuestión no es accidental, ya que se tra ta de que el C ristianism o in tentó, desde un principio, institucio nalizar la pedagogía doctrinal, identificando, en cierta m anera, d o ctrin a y jerarq u ía. Y, en cualquier caso, sólo consideró escrito res y filósofos propios a aquellos que ejerciero n una función pedagógica teologal. 62
Y p o rque esto fue así m uy en breve se preocupó de es tablecer el catálogo de sus «doctores», que es lo que subyace al concepto de Patrística.
4.2.
Patrística
P atrística hace, pues, referencia al con ju n to de las obras de los hom bres que de alguna m anera iniciaron a sus congéneres en la Fe de Cristo. «Al con ju n to de las obras»; es decir, P atrística es un concepto literario, au n que esta lite ra tu ra constituya una doctrina. D octrina que, p o r su diversidad, es im posible que integre la doc trin a oficial de la Iglesia, lo que la reduce a un co n ju n to de plurales referencias doctrinales, que, de una m a n era u otra, se rem iten a los problem as dogm áticos del C ristianism o. El concepto de Padre-M aestro ha sido definido re stric tivam ente p o r la Iglesia. Así se re feriría sólo a los auto res en los que recayeran estas características: 1. Doc trina orthodoxa, que no se refiere a una inm unidad de erro res, pero sí a una com unidad doctrinal con la Igle sia. 2. Sanctitas vitae, que no m b ra la veneración que en su tiem po se le tuvo a tal autor. 3. Approbatio Ecclesiae, aunque no precise ser expresa. 4. A ntiquitas, en el sentido de antigüedad eclesial. Según estas notas el con cepto de P adre de la Iglesia queda com o el de m aestro de la Fe, que p o r su antigüedad se sabe que afirm ab a lo que era universalm ente creído originariam ente. E ste concepto restringido se am plió cuando se inician las grandes patrologías, que incluían tam bién doctrinas no ortodoxas y au to res sin antigüedad eclesiástica. El térm ino Patrología lo em pleó p o r p rim era vez Juan Gerh ard (f 1637) al p u b licar la obra que llevaba ese título. Se am pliaba así el concepto de Padre, que antes he defi nido, al de «escritor eclesiástico», aunque fuera hereje. La vocación eru d ita del C ristianism o se puso pronto de m anifiesto recopilando nom bres y obras de estos p ri m eros escritores cristianos. La tare a la inició San Jeró nimo, estan d o en Belén y a petición de su am igo Dextro, que p ropuso al santo una recopilación de nom bres de perso n ajes em inentes del C ristianism o, p ara d em o strar 63
a los paganos la riqueza cultural de la Iglesia. Y le p ro puso com o m odelo a seguir la obra de Suetonio. Jeróni m o com puso u na o b ra en 135 capítulos, dedicado cada un o de ellos a un escrito r cristiano, acabada hacia el 392, que fue el p rim er Catalogus scriptorum ecclesiasticorum , que tituló, en recuerdo a Suetonio, De viris ellustribus. San Jerónim o incluyó ya en su obra a au to res h erejes, a los judíos Filón y José y al pagano Séneca. Con este m ism o título y tom ando com o base la obra de San Jerónim o escribieron: a) Genadio de M arsella, que hacia el 480 continuó la o b ra de San Jerónim o, lo que hizo que en algunos m a n u scrito s aparezca esta continuación como su segunda parte. b) San Isidoro de Sevilla, que escribió en tre el 615 y el 618 o tro catálogo con el m ism o título y m ás breve que el de San Jerónim o. c) San Ildefonso de Toledo (f 667), discípulo de San Isidoro, que continuó la obra de su m aestro añadiendo, casi exclusivam ente, nom bres hispanos. d) T rad u cid a al griego la obra de San Jerónim o, sir vió de base a Focio, p a tria rc a de C onstantinopla, p ara su Biblioteca en la cual incluyó, a petición de su h erm a no Tarasio, un resum en de las obras que se discutieron en la Academ ia privada que el p a tria rc a tenía en su p ro pia casa. E sta obra, red actad a antes del 858, incluye el resum en de 280 códices y da noticias biográficas de sus autores. e) En fin, hacia fines del siglo xi el benedictino bel ga Sigiberto de Gembloux (f 1112), redactó o tra o b ra De viris illustribus, que podem os decir cierra la serie de patrologías antiguas. El contenido de la Patrología se clasifica consuetudi nariam en te en los siguientes apartados: 1. 2. 3.
64
Padres apostólicos, que incluye autores h asta el año 150. Actas de los m ártires. Padres apologistas, que alcanzan aproxim adam en te h asta el año 300.
4. 5.
Padres y au to res griegos. P adres y au to res latinos.
De los dos p rim eros ap a rtad o s n ad a añ ad iré a las so m eras referencias ya hechas. Se tra ta de una lite ra tu ra de intim idad, realizada p o r cristianos p ara cristianos, y agotan su interés en lo pu ram en te religioso.
4.2.1.
La ap ologética griega
Quizá con la excepción de San Justino, hay que decir que la apologética griega, en sentido estricto, tuvo fina lidades m uy diversas y poca elevación especulativa. Se dedicó a re fu ta r calum nias y acusaciones m ás o m enos ju stas, a fustig ar la vida y la m oral paganas, loando las form as cristian as, a atacar, incluso, a la filosofía com o soberbia de la razón, etc. En esta línea estuvieron Cuad rato, que vivió en tiem pos de Adriano, a quien se diri gió, y es así el m ás antiguo apologista del que tenem os noticia; tam bién A rístides de Atenas o A ristón de Pella o el discípulo de Ju stino, Taciano de Siria. Y añadiendo a éstos algunos nom bres de relativa im p o rtan cia com o A tenágoras de Atenas, Teófilo de A ntioquía o M elitón de S ardes tendríam os la lista com pleta de este tipo de apo logistas. En este m ism o período, siglo n y com ienzos del m , apareció la lite ra tu ra herética, principalm ente el ya ci tado gnosticism o, y com o consecuencia la lite ra tu ra «an tiherética», en la que aparecen m uchos nom bres, pero todos ellos de poco relieve si exceptuam os a Ireneo de Lión, o riundo de Asía M enor, que se traslad ó en el ú lti m o cu arto del siglo n a las Galias y fue el teólogo m ás im p o rtan te de su época. Ahora bien, las estrictas m otivaciones apologéticas no p erd u raro n d u ran te m ucho tiem po, y fueron dejando paso a o tro tipo de obras que tenían objetivos m enos polém icos y m ás constructivos en cuanto a la exposi ción de la d o ctrin a cristiana. E sta lite ra tu ra se d esa rro lló básicam ente d u ra n te el siglo n i, en el cual las condi ciones de convivencia del C ristianism o con el paganis mo fueron m ás pacíficas. Y aunque pueda considerarse 65
geográficam ente difusa esta actividad, tuvo, sin em bar go, tres cen tro s fundam entales: la escuela de A lejandría, la de Cesárea y la de Antioquía, cada una de ellas con al gunos nom bres excepcionales.
La escuela de Alejandría La escuela de A lejandría, la m ás antigua, fue fundada, p o r lo que sabem os, p o r Panteno, un siciliano que aban donó el estoicism o p ara convertirse al C ristianism o. H a cia el año 180 llegó a A lejandría y fue designado m aes tro de la escuela de catecúm enos de aquella ciudad. Com pañero y colaborador suyo fue Clem ente de Alejan d ría (c. 150-c. 215), un convertido que le sucedió en la dirección de la escuela. C le m e n t e
de
Alejandría
El P rotréptico de Clem ente puede presentarse com o m odelo de esta nueva apologética, que pretende en tu siasm ar an tes que a tac ar con acritud. A esta o b ra le sigue, de acuerdo con su plan de exhortar, ed u car y en señar, los tres libros del Pedagogo, que exponen una m o ral general y una m oral cotidiana del cristiano. Y aun que no realizó la tercera p arte de su plan, sí escribió una ob ra que tiene un gran interés p ara la H istoria de la Filosofía, sus Strom ata, en la que puso en relación el C ristianism o con la Filosofía griega, partiendo del p rin cipio de que la fe es el fundam ento de todo conocim ien to. Los S tro m a ta son una fuente im p o rtan te de textos de los antiguos filósofos griegos. Estos eran com para dos p o r Clem ente con los profetas, porque todos habían sido inspirados p o r el Lógos. O rígenes Pero el nom bre m ás destacado fue el de Orígenes (185253), claro exponente de este intento de racionalización del dogma. H abía nacido en la propia A lejandría y de padres cristianos. Leónidas, su padre, fue un hom bre culto, poseedor de una buena biblioteca que aprovechó p a ra la form ación de su hijo. Es, pues, Orígenes, un 66
ejem plo de intelectual cristiano, form ado en la escuela fam iliar y no en la pública, que in ten tó una aventura «filosófica». Asistió, todavía adolescente, a recibir las lecciones de C lem ente en la escuela de catecúm enos, con quien p ro n to colaboró en las funciones docentes. A finales del si glo ii el em p erad o r Septim io Severo, vencedor de los parto s, después de un viaje por S iria y el propio Egipto, consideró peligroso el núm ero de judíos y cristianos que h ab itab an la zona y dictó un edicto el año 201 tendente a lim itar la p ropaganda cristiana. La situación de Cle m ente se hizo insostenible y en el 202 abandonó Ale jan d ría , sucediéndole Orígenes com o jefe de la escuela. Dirigió la escuela casi trein ta años, h asta el 231, fecha en la que fue depuesto del sacerdocio por Dem etrio, obispo de A lejandría acusado de algunas opiniones pe ligrosas. Se re tiró a Cesárea, cuyo obispo le aceptó sin p re s ta r oídos a las censuras de D em etrio, fundando allí u n a nueva escuela en donde le volverem os a en contrar. Cuando tenía veinticinco años acudió a la escuela de Ammonio Sakka, que le sirvió p ara afianzarse en el co nocim iento de las d octrinas filosóficas griegas y, sobre todo, en las del naciente neoplatonism o. En este punto conviene ad e la n tar que p ara Orígenes el C ristianism o no se co n trap o n e a la filosofía com o doctrina, ya que an tes que una d o ctrin a el C ristianism o es una fuerza, una energía que actú a en la historia, que se m anifiesta en sus m ártires, en la transform ación de las alm as. Prescindiendo de la Hexapla y de todo tipo de com en tario bíblico, tan ab u n d an tes en Orígenes y con los cu a les puede decirse que fundó la lite ra tu ra hexegética, me in teresa destacar, com o ejem plo de su pensam iento, su posición an te la Filosofía sostenida en su o b ra Contra Celso, a u to r éste, com o ya sabem os, de una d iatrib a con tra el C ristianism o. E n el L. I de esta obra, caps. 9-14, aso m an u n a serie de ideas im portantes. a) E n principio, la Filosofía, aparece com o una es quiva su stitu ta de la fe: «Si fuera posible que todos ab an d o n aran los negocios de la vida p ara vacar tra n q u i lam ente a la filosofía, no h ab ría que seguir o tro cam ino que éste, pues en el cristianism o no se h allará m enor 67
tarea —p a ra no decir algo fuerte— que en o tra p arte al guna: el exam en de las verdades de la fe, la in te rp re ta ción de los enigm as de los profetas, de las parábolas evangélicas y de infinitas cosas m ás acontecidas o legis ladas sim bólicam ente. Pero eso es im posible, ora por ra zón de las necesidades de la vida, ora tam bién p o r la flaca inteligencia de los hom bres, pocos de los cuales se en treg an con ahínco a la reflexión» (trad. esp. R uiz B ueno , Ed. BAC, M adrid, 1967, p. 46). Parece, pues, ser la fe cristian a com o cierto cam ino abreviado, elem ental y fácil de poseer unas verdades fi losóficas, p ara aquellos incapaces de alcanzarlas p o r sí m ism os. El contexto en el cual está inserto el texto ci tado es aquel en el que Celso reprocha a los cristianos el no servirse de u n a guía racional y adherirse a lo p ri m ero que toca. Ahora bien, la cosa no es cierta. Sólo una de las filosofías, sólo una de las escuelas filosóficas es la verdadera: el platónico defiende su d octrina fren te al estoico y éste frente al aristotélico. Y si esto es así, parece evidente la necesidad de creer a Dios m ejor que al fu n d ad o r de cualquier o tra filosofía, pues Dios es el único que nos enseña una sabiduría que nunca puede llevarnos al erro r, que no tiene el peligro, com o las o tras escuelas filosóficas, de la incertidum bre. b) Es esencial distinguir, según Orígenes, en tre la fe d esn u d a y la fe ad q uirida y su sten tad a en y p o r la ra zón, com o lo es igualm ente establecer un orden de p ri m acía en tre ellas. Y la resp u esta es clara: la prim acía está en favor de aquel que cree apoyado en su disposi ción divina, de aquel que se entrega a Dios confiadam en te. Mas no cabe duda que Orígenes dio con el ejem plo de su vida y dedicación al estudio el valor del hom bre que se en treg a al razonam iento y a la com prensión de lo creído. La argum entación de Orígenes tiene, p o r tanto, un valor m oral, pues p arte de una concepción de la reli gión norm ativa, o rd enadora y estru c tu rad o ra de la vida hum ana: «No hay sino p re g u n ta r sobre la m uchedum b re de los creyentes, lim pios ahora del alubión de m al dad en que antes se revolvían: ¿Qué es m ejor p ara ellos: h ab er creído sin b u scar la razón de su fe, hab er orde nado com o q u iera sus costum bres m ovidos de su creen 68
cia sobre el castigo de los pecados y el prem io de las buenas obras, o d ila ta r su conversión p o r desnuda fe h asta entreg arse al exam en de las razones de la fe? Es evidente que, en tal caso, fu era de unos poquísim os, la m ayoría no h ab rían recibido lo que han recibido p o r h a b er creído sencillam ente y hab rían perm anecido en su pésim a vida» (Ibid., p. 46). c) Hay que d istinguir tam bién e n tre la sab id u ría de Dios y la sab id u ría del m undo, e n tre las cuales Oríge nes tra ta de en c o n trar una dialéctica no de oposición: «Ahora bien, llam am os sabiduría de este m undo, que, según las E scritu ras, es d estru id a p o r Dios (I, Cor. 2, 6), a toda falsa filosofía; y decim os buena la necedad, no así ab solutam ente, sino cuando uno se hace necio p ara este siglo» (ídem, p. 50). No se tra ta , pues, de alab a r la necedad, sino de rem ediarla, no de d esp reciar la sabi d uría de este m undo, sino de divinizarla. P or ello, Orí genes confirm a: Que, según el beneplácito del Logos mismo, va mu cha diferencia entre aceptar nuestros dogmas por razón o sabiduría o por desnuda fe; esto sólo por accidente lo quiso el Logos, a fin de no dejar de todo punto desamparados a los hombres, como lo pone de manifiesto Pablo, discípulo genuino de Jesús, diciendo: Ya que el mundo no conoció, por la sabi duría, a Dios en la sabiduría de Dios, plúgole a Dios salvar a los creyentes por la necesidad de la predi cación. (I, Cor. 1,21) Quizá sea in ju sto p a ra con Orígenes juzgar su p o stu ra com o an tirracio n alista, aunque en el fondo sea así, p o r que en su bien intencionada fe se piensa que en la p re dicación de Jesús, com o afirm a ra el apóstol Pablo, rad i ca la única posibilidad de sabiduría, aquella que era escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Orígenes defendió siem pre al creyente frente al intelec tual, aunque lo fuese tam bién, porque consideró valor p rim ario el ser lo prim ero, frente a lo segundo, él que fue siem pre, com o ya he dicho, en el m ás estricto sen tido de la p alabra, un intelectual. 69
No debo term in ar esta referencia a Orígenes sin hacer m ención de su De principiis, p rim er gran intento de S u m m a dogm ática cristiana, que a través de la tra d u c ción de Rufino de Aquileva (c. 345-c. 410), que pretendió tam bién elim in ar de sus páginas las posibles herejías, se incorporó al caudal inspirador del pensam iento cris tiano en la E d ad Media.
La escuela de Cesárea La escuela de Cesárea surgió com o consecuencia del refugio de Orígenes y su legado literario en aquella ciu dad y se consolidó después de su m uerte el año 253, convertida en centro de erudición ayudado p o r u n a gran biblioteca. A esta lab or contribuyó eficazm ente su dis cípulo Pánfilo, que le sucedió com o director. D iscípulo de O rígenes en Cesárea fue Gregorio el Tau m aturgo, d u ra n te un período de cinco años, desde el 233 al 238, período de tiem po que parece d u ra b a el curso com pleto de form ación establecido p o r el m aestro. G re gorio el T au m aturgo fundo la iglesia de Capadocia, en el Asia M enor; y fue, m ás que un filósofo, un hom bre de acción. T am bién discípulo directo de G regorio en Cesarea fue Firm iliano, uno de los obispos que to m aro n p a r te en los prim ero s sínodos de Antioquía. M uerto el m aes tro se educó en la escuela Eusebio, el gran h isto riad o r, y, en cierta m anera, los llam ados padres capadocios: San Basilio, G regorio de Nisa, G regorio N acianceno, etc., de los que algo diré luego. Pero no todos siguieron a Gregorio; p o r ejem plo, Metodio que refu tó la teoría origíniana de la preexistencia del alm a. Y ya vim os cóm o su obispo en A lejandría en co n tró tam bién dificultades con su doctrina.
La escuela de Antioquía La escuela de A ntioquía, fundada p o r Luciano de Sam o sata (f 312), nació en oposición, p o r lo m enos, a los m étodos de Orígenes. Luciano se opuso al idealism o pla tónico y al m étodo alegórico del alejandrino, tra ta n d o de volver a un au stero racionalism o, que buscaba en el análisis g ram atical y en la interpelación literal de las 70
E scritu ra s la definición dogm ática. Luciano fue m aestro de Arrio y en cierta m anera quedó la escuela unida a su herejía. E sta escuela alcanzó gran im portan cia a fi nales del siglo iv con Diodoro de Tarso, del que fue dis cípulo San Ju an Crisóstom o.
4.2.2.
La ap ologética latina
No es válido afirm a r sin m ás, com o tan tas veces se hace, que los inicios de la apologética latina fueron m e nos abu n d an tes y valiosos que los de la griega, ya que se dieron en ella condiciones m uy diferentes. Inicialm ente la Rom a capital del Im perio estuvo cons titu id a p o r una población de alubión y en sus calles po dían escucharse o tras lenguas diversas al latín, funda m entalm ente el griego. Por o tra parte, y en cuanto a lo que a n u estro tem a atañe, hay que ten er en cuenta que el griego fue la lengua oficial y litúrgica de la Iglesia, com o consecuencia de que la m ayor p arte de la p rim i tiva com unidad cristiana, incluso la asentada en Roma, era prim o rd ialm en te oriental. V istas así las cosas, cabría p reguntarse si el propio Ju stin o , que abrió su escuela en Roma, pese a escribir en griego, no fue un apologeta latino; o si es lícito con sid erar a H ipólito de Roma (f 235), el gran conocedor de la filosofía griega, como un escrito r rom ano, ya que probablem ente no nació en esta ciudad y escribió en griego. Igual p o d ría decirse de Novaciano, continuador de la teología de los Logos p ropuesta por H ipólito, que escribió en latín, pero que era de origen frigio. Según estas consideraciones sólo podríam os llam ar, con pro piedad, apologeta latino a M inucio Félix, que escribió en elegante latín; valga como ejem plo su Diálogo Octa vio, y que, adem ás, era de origen rom ano. La oficialidad del griego en la Iglesia p erd u ró m ucho tiem po, aunque algunos papas com o Cornelio (250-253) y E steban (254-257), escribieron ya algunas cartas en latín. En cuanto al cam bio de lengua litúrgica no se efectuó h asta el período del hispano Dámaso (366-384), de quien se ha repetido que com partió el dom inio del m undo con el Gran Teodosio (379-395). Pienso que, en 71
principio, hay que en tender que la latinización litúrgica de la Iglesia fue un proyecto político. Pero aún puede com plicarse m ás esta cuestión si te nem os en cuenta que uno de los autores m ás im portan tes e n tre los escritores latinos de este período, y del que me quiero ocupar brevem ente, Tertuliano, no solam ente no era rom ano, sino que tam poco se educó en Roma ni alcanzó su fam a en ella, aunque en todo m om ento utilizó el latín. E stas son las consecuencias de las carac terísticas geopolíticas del Im perio Romano.
Tertuliano T ertuliano nació en Cartago, hacia el 160, en una fa m ilia pagana y su padre era centurión de la cohorte proconsular. Probablem ente su form ación com o ré to r la llevó a cabo en C artago y alcanzó en Rom a su fam a com o ju rista. En la capital del Im perio se convirtió al C ristianism o hacia el 193 y se trasladó a Cartago, donde se entregó a su nueva labor literaria apologética. En el 207 y com o consecuencia de su tem peram ento se pasó al m ontañism o, m ovim iento ideológico iniciado por Mon tano hacia el año 172 en Frigia y que se caracterizaba por su rigorism o fanático y visionario, que preten d ía refo rm arlo todo em pezando por la Iglesia m ism a. P ron to T ertuliano fue cabeza de una facción de este m ovi m iento, que llevó su nom bre: «tertulianism o», secta que aún existía en tiem pos de San Agustín. Fue un escrito r apasionado de aguda dialéctica ejerci tada en su profesión de ju rista y de su extensa obra cabría d estacar la titu lad a Apologeticum . Tres aspectos de su doctrina me in teresan destacar. En p rim er lugar, su contribución a la creación del lenguaje cristiano la tino, aunque sea exagerado afirm a r que fue él quien lo creó. En tiem pos de T ertuliano existía ya, al m enos, una traducción de la Biblia, que él m ism o m anejó. Sin em bargo, según el cóm puto de H. Hoppe, T ertuliano creó 982 p alabras, en tre sustantivos, adjetivos, adverbios y verbos, algunos de ellos de fundam ental im portancia p ara la dogm ática. En segyndo lugar, su actitu d ante la filosofía. Para T ertuliano la fe no tiene nada que ver con la filosofía, 72
pese a su influencia estoica, principalm ente de Séneca. Es m ás, p ara quien posee el Evangelio nada puede inte resarle el conocim iento de o tras ciencias, que en nada han de ayudarle a la salvación: la ciencia no sólo no conoce la verdad, sino que la corrom pe. Finalm ente, la im portancia de su teología trinitaria. Punto culm inante de su creación lingüística fue la apli cación del térm ino latino Trinitas a la «unidad de la Di vinidad del Padre, el H ijo y el E sp íritu Santo». Así com o la concepción de la unidad substancial y la utilización del térm ino persona, tom ado del derecho, p a ra afirm a r que el H ijo es o tro que el Padre en el sentido de perso na y no de sustancia. Pese a todo esto, la teología trin i taria de T ertuliano era todavía, p ara el desarrollo dog m ático p o sterio r, m uy elem ental. E n tre los escrito res eclesiásticos africanos que cubren este período y que destacan com o p arte de la apologé tica latina, deben ser citados C ipriano de C ^rtago (c. 210258), ad m irad o r de T ertuliano pese a ser un hom bre de acción que term inó en el m artirio; y L actancio (t 320), el Cicerón cristiano, a u to r de Divinae institutiones, obra paralela a la de Orígenes, y que puede calificarse com o el intento del p rim er com pendio dogm ático latino.
4.3.
Escritores eclesiásticos griegos
A p a rtir del año 300, p o r poner una fecha m eram ente sim bólica, cam biaron, com o ya he dicho, las relaciones en tre Iglesia e Im p erio de la m ano de C onstantino, y ello hizo que v ariaran claram ente los tem as y form as li te ra rias de los escritores eclesiásticos. Sobre todo, te niendo en cu enta que C onstantino tuvo un especial in terés en pacificar las relaciones en tre todas las tenden cias religiosas cristianas. 4.3.1.
San Atanasio
Por m últiples razones el P adre griego de m ayor influ jo en este período y de influencia m ás d u ra d era fue Atanasio (c. 295-373). 73
El lecto r m enos avispado com prende perfectam ente la im posibilidad de aproxim arnos, en estos m om entos, con intención expositiva a la personalidad o a la d o ctri na de esta atalaya de la Iglesia universal, que ha sido reconocida como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia griega, la cual le designó con el título de Padre de la Ortodoxia. N ació y vivió, m ien tras pudo, en A lejandría y, aunque no fue un m aestro en el sentido académ ico, su ingente lab o r teórica hizo de él un escrito r universal, en el m ás estricto sentido eclesiástico del térm ino, es decir, com o guía dogm ática de todos los cristianos. Su fam a fue ya ex trao rd in aria desde las Sesiones del Concilio de Nicea (325), al que asistió com o secretario de A lejandro, obispo de A lejandría, al que sucedió en el 328, p o r sus d isp u tas con los rep resen tan tes del arrianism o. Pese a la im posibilidad de co n sid erar aquí su d o ctri na, q u iero d estac ar dos aspectos de su obra, a saber, su Vita Antonii, que de m anera tan efectiva influyó en la difusión del m onaquisino en Occidente, y su defensa de la form ulación niceniana trin itaria. La V ita del Santo erm itaño que Atanasio escribió es la exaltación del ascetism o, presentado com o m odélico, a petición de ciertos m onjes que rogaron al obispo na rra ra cuál fue la m otivación que llevó al S anto Abad a elegir la vida m onacal. Atanasio com puso esta o b ra qui zá un año después de la m uerte del Santo, es decir, el año 357 y se basó p a ra ello en el conocim iento que él m ism o tuvo de la vida y de la persona del erem ita. Según Atanasio, la vida m onacal fue entendida p o r An tonio com o una b atalla in in terru m p id a co n tra las fu er zas del mal, c o n tra los dem onios; b atalla que pretendía m an ten er el alm a en el estado de pureza en el que Dios la entregó al hom bre. De aquí, quizá, la perspectiva egoísta, la unip erso n alidad de la catarsis fundada por San Antonio. Y digo esto porque tal catarsis se realiza com o una lucha individual del hom bre en soledad por m an ten er su pureza originaria. O tro aspecto de la m otivación personal de la vida ele gida p o r San Antonio, según Atanasio, fue su ansia de m artirio . Quizá esto tam bién m arca un alejam iento con 74
la trad ició n co m u n itaria de los prim eros cristianos. San A ntonio no sufrió el m artirio en las persecuciones de M axim ino Daía y ello le llevó a p re fe rir y norm alizar u na vida de m artirio incruento diario, con la cual creía un irse a la Iglesia doliente. De cu alq u ier form a, su ideal fue realizar la perfec ción de la vida cristiana, que no le era posible alcanzar al pueblo todo, y de esa form a abrió cam ino a otros hom bres, que, com o San Pacom io, en los albores del si glo iv, fundó el cenobitism o, form a m ás ortodoxa a mi juicio de la vida de perfección cristiana. La Vita A ntonii fue p ro n tam e n te trad u c id a al latín (c. 375) p o r Evragio de A ntioquia y así influyó p ro fu n d am ente en el m onaquisino occidental de los prim eros siglos. E n la defensa de la fórm ula trin ita ria del Concilio niceniano, es decir, la consustancialidad del H ijo y del E sp íritu S anto con el P adre, in tro d u jo la problem ática de la procedencia del E sp íritu Santo, que resolvió ini ciando la fórm ula del P adre p o r el Hijo, que d ará lugar a una de las m ás im p o rtan tes disputas m edievales de los p rim ero s siglos.
4.3.2.
L os cap ad ocios
De e n tre los Padres del Asia M enor es preciso m en cio n ar a los capadocios. Basilio el G rande (c. 330-379), cuya vida y d o ctrin a guardan un ex trao rd in ario parale lism o con la de San Atanasio, con quien m antuvo rela ciones epistolares, fue quizá el de m ás am plia influencia. Nació en Cesárea de Capadocia y culm inó su educa ción en Atenas en donde conoció a Gregorio, o riundo de Arianzo, en las proxim idades de N acianzo de C apa docia, con quien le unió, desde entonces, u n a en tra ñ a ble am istad. Ya de nuevo en Cesárea abandonó la re tó ric a en la que se h ab ía educado p o r el bautism o, y p ara re cu p erar los años que, según su opinión, había perdido dedicado a a p re n d e r conocim ientos vanos, se inició en la vida ere m ítica en Siria, Palestina, Egipto y M esopotam ia, fun d an d o un cenobio en N eocesarea, en el Ponto, a su re 75
greso de sus an terio res viajes. Allí acudió su am igo Gre gorio, el gran poeta y o ra d o r sagrado del siglo iv, el año 358, y con su colaboración redactó la Philocalia, se lección de textos de Orígenes, de quien se consideraba discípulo, y tam bién las dos Reglas. Más tard e fue ordenado sacerdote por Ensebio, obis po de Cesárea de Capadocia, a quien sucedió a su m uer te el año 370. Dos años después de m o rir Basilio, el 381, se celebraba el segundo Concilio ecum énico en Constantinopla que, bajo el am paro del em p erad o r Teodosio el G rande, ratificó la unidad de creencia de la Iglesia en las fórm ulas nicénianas, lo que había constituido la gran aspiración de Basilio y que su labor hizo posible. Como en el caso de Atanasio lo que m ás me im porta destacar es su defensa de la tesis niceniana y su form u lación de las procesiones, según la cual el E sp íritu S an to procede del Padre por el Hijo, con lo que contribuía a m an ten er esta d o ctrina com o la típica de la Iglesia oriental, frente a la fórm ula Filioque que sostendría la occidental. Debo citar tam bién su Ad adolescentes. Es una obra que, aunque dedicada en concreto a unos sobrinos su yos, p lantea el problem a de la conveniencia de educar a la juv en tu d en las letras profanas, cuestión que re suelve a favor de ellas, siem pre y cuando no entorpezcan el estudio y su p erio r provecho de las Sagradas E sc ritu ras. Es indudable que en este breve trata d o San Basilio puso de m anifiesto la no contradicción en tre lo que el R enacim iento llam ó «hum anism o» y la vida del cristia no. Con esta opinión el Santo superaba las concepcio nes generalizadas de su tiem po y, en gran parte, c o n tri buyó con ella a m odificarlas definitivam ente. Hay que reconocer com o extraordinaria la estirp e de San Basilio, ya que santa fue su abuela M acrina, sus padres, Basilio y Em ilia, su herm ana M acrina, su h er m ano Pedro y su herm ano m enor Gregorio de Nisa (c. 335-c. 385). G regorio de. N isa G regorio llegó a ser, como Basilio, m aestro de retó rica, pero la influencia de Gregorio N acianceno, tam 76
bién gran am igo suyo, le llevó al m onasterio de Iris, que fu n d ara aquél en el Ponto. Fue obispo de N isa (371), pe queña diócesis de Cesaría, y arzobispo de S ebaste (380); asistió con Gregorio al concilio de C onstantinopla, en el cual, según sus actas, brilló su gran talento especu lativo. Dos tem as acap aran para n u estro propósito la im por tancia de la o b ra de G regorio Niseno, a saber: • la relación que estableciera entre Filosofía y dogma, • su concepción sobre la libertad. a) En cuanto al p rim er tem a hay que reconocer que Niseno fue el P adre griego que hizo m ayor uso de las teorías filosóficas p ara explicar los dogm as. E sta acti tu d suya en este pu nto estaba en p erfecta consonancia con el carác te r especulativo de toda su obra. No se tra ta, com o algún a u to r ha pensado, que G regorio quisiera re s ta u ra r las concepciones platónicas o, quizá m ejor, neoplatónicas en el seno de una dogm ática cristian a m í nim a, sino de p ro fu n d izar en la dogm ática, a p a rtir de las S agradas E scritu ra s y la tradición de los Padres, p a ra en c o n tra r la razón de la fe. b) Respecto al segundo tem a, en De vita M oysis, obra que p o r ser del últim o período de su vida recoge p er fectam ente su doctrina, establece que el hom bre es, en su e stru c tu ra originaria an terio r a la caída, que p a ra G regorio constituye el hom bre real, «Im agen de Dios» y viene definido com o síntesis existencial de naturaleza y gracia. Sólo p o rque en el hom bre hay algo divino, aún en el estad o de caído, es posible su divinización. La n a turaleza se prolonga y acaba en m ovim iento ascensional, es una tensión hacia Dios. Así, lo divino que coexiste en el hom bre con lo n atu ra) es lo que le p erm ite acceder, en cuanto que es pu n to de p artid a p ara ello, a la inteligibilidad y a la libertad. Veam os en esta concepción la posibilidad de unificar los dos tem as propuestos. M al y lib e r ta d La vida tem p o ral del hom bre caído, que se opone al h om bre real, ad q u iere sentido en el esfuerzo p o r alcan 77
zar nuevam ente la e stru c tu ra originaria, la estru c tu ra real del hom bre, es decir, el volver del hom bre a ser «imagen». Y en este sentido la vida hum ana es un p ro ceso de liberación de una alienación, que en el hom bre ha pro d u cid o el pecado. El h om bre alienado no es libre, ni tam poco en cierto sentido, inteligente, en cuanto que es incapaz, p o r e sta r alienado en las estru c tu ra s espacio tem porales condi cionantes del ejercicio de la inteligencia, de in tu ir a Dios que es la actividad pro p ia de esa inteligencia origi naria. A nivel del ho m bre «imagen» éste es ca ren te de sexualidad, in co rru p tible e inm ortal, apático, es decir, caren te de pasiones, inteligente y libre: estas cualidades son las que perm iten la asim ilación de la «imagen» a Dios. Y estas cualidades son las que el hom bre ha p er dido p o r la alienación. El p roblem a radica en cóm o se libera el hom bre de la alienación. La resp u esta de G regorio es taxativa: por m edio de la experiencia del mal. B revísim am ente p lan tearé el problem a originario que subyace a esta cuestión: ¿cómo explicar y ju stific a r la caída de la especie hum ana, que fue «participación» di vina y estuvo en p o d er de lo inteligente? No puede tra tarse de que el alm a se dejó a rra s tra r p o r el cuerpo, po rque ella es d irectriz y guía de un cuerpo originaria m ente no corrom pido, y su dinam ism o es su p erio r al de éste. Tam poco es suficiente la intervención del dem onio, po rque ello traslad a ría el problem a a o tro punto dogm á tico. ¿Qué es, pues, el pecado original? Sabido es que éste es un grave problem a de in te rp re tación del p ensam iento de Gregorio. Y he dicho que íba m os a p lan tea r el p roblem a originario y no original, y ello debido a que p a ra G regorio el pecado originario no es el pecado original. Este, el original, es el pecado de Adán, pero Adán fue ya un hom bre pecador, que había p erdido la originariedad de la «imagen», era u n ser alie nado, un ser co n tra n atu ra. Aquél, el originario, es en el cam bio del p rim e r proyecto creacional divino del hom bre, cam bio que se p roduce a causa del pecado que de bía com eter la hum anidad. E ste cam bio del proyecto, esta segunda creación del hom bre le hizo lim itado a las estru c tu ras espacio-tem porales. 78
G regorio de Nisa, que expresa nostalgia en el Paraíso, no se refiere al Paraíso terrenal de Adán, sino al Paraíso celeste, en el cual el hom bre hubiera sido creado sino hu b iera pecado. Pecado que es, así, equiparable al de los ángeles. El pecado de Adán es el pecado del p rim e r hom bre en el cual pecaba la hum anidad, pero no porque la hu m a nidad pecaba en Adán, sino porque Adán tom aba origi nalm ente su p arte en el pecado de la hum anidad, com o todos y cada uno de los hom bres. El pecado original explica la purificación del hom bre p o r la experiencia del mal, porque el hom bre caído, en la lim itación de en tendim iento y libertad, necesita, p ara conocer el bien, la experiencia del mal. Sólo cayéndo recu p era su tendencia ascensional. Y en esta concep ción está, tam bién, incluida la econom ía de la gracia. El pecado de Adán es la p rim era experiencia del mal, ante la posibilidad del bien y del mal, p o r el cual se rom pe el equilibrio de am bas posibilidades, lo que hizo que su situación fu era tran sm itid a a los hom bres todos, ya que cada ho m b re condiciona, incluso cósm icam ente, la existencia de los que 1c suceden. Ahora bien, el peca do, en cu an to pecado del hom bre caído, es esencialm en te personal e incom unicable. Lo que sucede es que ya el h om bre pecó com o hum anidad, obligando a Dios, en su previsión, castig ar a la hum anidad.
4.3.3.
San Juan C risóstom o
P rocedente de A ntioquía destaca, no sólo en la P atrís tica griega, sino en su condición de gran figura univer sal, San Ju an C risóstom o (c. 354-407). D espués de sus estudios de Filosofía y re tó ric a (hasta 365), de su b a u tis mo tard ío (379) y de un período de vida erem ítica y dis cipulado en teología con Diodoro de Tarse, la vida de Ju an se d esarrolló en tre la iglesia C atedral de A ntioquía (381-397), en la que predicó sus m ás bellas hom ilías so b re San M ateo y la E pístola a los R om anos e n tre otras, y su p atria rcad o en Cucuso de Arm enia, en donde p er m aneció tres años, y después en Pitio, en el extrem o oriental del M ar Negro, al cual no llegó p o rq u e m urió 79
en la ciudad de Com ana en el Ponto, d u ran te el viaje, el 14 de septiem bre del 407. R esulta h arto difícil d eterm in a r el aspecto o faceta de la o b ra de Ju an de A ntioquía, como le llam aron sus contem poráneos, que tuvo m ayor resonancia. Es claro que le tocó vivir, en sus años de form ación, aquel tu rb u lento m undo dogm ático que vengo m encionando en tre los dos grandes concilio ecum énicos, Nicea y Constantinopla, que padeciera la Iglesia de O riente, y que unió su lab o r a la de A nastasio, Basilio y los dos Gregorios, haciendo triu n fa r la preten d id a ortodoxia en el últim o de los dos concilios citados. Pero quizá no sea este pu n to de d octrina lo m ás im p o rtan te de su obra; ni tam poco, con serlo m ucho, sus trata d o s ascéticos, ni siquiera sus brillantes y retóricas hom ilías. Yo diría que fue su casi legendaria personali dad. Su condición de asceta, sacerdote, m ístico y m á rtir fue lo que hizo de su o b ra fuente de lectu ra y de citas y referencias ocasionales. Ahora bien, si quisiera destacar, pese a todo, dos as pectos im portantes de la obra de Juan C risóstom o, se ñ alaría su intención pedagógica y su preocupación pol la juventud. • En cu an to a su p rim e r punto destaca su exaltación del hogar com o escuela cristiana, única posibilidad de d esechar la educación p rim aria y su p erio r pagana, o En cu an to al segundo, su defensa de la m oralidad del joven fren te a los vicios de su tiem po. Y no se piense en que Ju an propugnó una m oral intransigente, de tipo ascético, p o rque propuso una ética del hom bre íntegro, que vive la actividad política y convive con los m odelos éticos paganos.
4.4.
Escritores eclesiásticos latinos
Como antes decía de la Apologética, la P atrística tie ne características m uy diversas de la griega. Por una p arte, no padeció la p roblem ática dogm ática creada en O riente p o r el arrianism o, pero sí sufrió una m ayor in 80
seguridad política, que la im pidió, en cierto grado, d a r m ejores frutos. Dos períodos se destacan en ella, uno a n te rio r al im perio de Teodosio el G rande, y o tro p o sterio r a su gogobierno, d u ra n te el cual se produce el apogeo del que con toda razón podem os llam ar Im perio cristiano. 4.4.1.
Prim er período
E n este p rim er período, en el que deben encuadrarse H ilario de Poitiers y Am brosio de Milán, es m ayor la com unidad de problem as y actitudes con la P atrística griega; en el segundo, en el que se encuentran Jerónim o y Agustín de H ipona, se produce la afloración de la sis tem ática filosófica cristiana, representada, fundam ental m ente, p o r este últim o. La definición dogm ática fundam ental del C ristianis mo, a saber, la divinidad de Jesús, tuvo en O ccidente im po rtan tes defensores. El prim ero de ellos Osio de Cór doba, que presidió el Concilio de Nicea y que al decir de Atanasio propuso cierta term inología para definir la consustancialidad y la distinción personal trin ita ria. En los años que siguieron al Concilio de Nicea, el gran de fensor de la'o rto d o x ia en Occidente fue H ilario de Poi tiers (c. 315-367). H ilario se convirtió ya cerca de los trein ta años, des pués de ag o tar las posibilidades de la filosofía pagana. Fue elegido obispo de su ciudad cuando ya estaba casa do, el año 350. Constancio le d esterró el año 356 al Asia M enor, lo que H ilario aprovechó para e n tra r en contacto con la lite ra tu ra dogm ática griega. Regresó a P itiers en el 360 y continuó, d u ran te los siéte años que sobrevivió, su lucha co n tra el arrianism o. La ob ra de n u estro obispo es típicam ente polém ica y lo único que quiero d estacar de ella es que significó una im p o rtan te difusión de las doctrinas dogm áticas griegas en tre el m undo de lengua latina. La biografía de Am brosio de Milán (339-397) es m uy sem ejante a la de Hilario. Nacido de una noble fam ilia rom ana, educado en la filosofía y en la política de su época se convirtió al C ristianism o ya m aduro y, cuando era poco m ás que un catecúm eno, fue nom brado obispo 81
de M ilán en el 374. Destacó p o r su lab o r en co n tra del arrian ism o italiano y fue consejero de tres em peradores: G raciano, V alentiniano II y Teodosio I. G ran estudioso de la P atrística griega, su fervor intelectual y la relevan cia de su p o stu ra política no le ap artaro n , extrañam en te, de su defensa y seguim iento de la pobreza. E ste gran p red icad o r m urió el 7 de diciem bre del 397. La m ayor p a rte de sus obras exegéticas son hom ilías, com o los serm ones sobre el Evangelio de San Lucas que p ro n u n ciara en tre los años 377-378 y que en el 389 re dactó en form a de tratad o . De entre estas obras exegé ticas sobresalen los seis libros del H exam eron, in sp ira dos en Basilio. T am bién m erece m ención su obra ética De oficiis m in istrorum , sobre la plantilla del de Cicerón, y que constituye un verdadero com pendio de m oral cris tiana. E n el orden * dogm ático fue un defensor del «Filíoque». 4.4.2.
S egundo período
E n el que ha llam ado segundo período citaré tan sólo a San Jerónim o, puesto que San Agustín es el objeto de los próxim os capítulos. San Jerónim o (c. 347-419/420) no creó un pensam iento sistem ático; sin em bargo, su personalidad, su actividad, su vivir m ism o e stru c tu raro n , en cierta m anera, la vida de la E u ro p a cristiana. Nació en E strid ó n de Dalm acia y siendo muy joven se traslad ó a Rom a p a ra estu d iar la ciencia clásica. E n la escuela de D onato conoció a Rufino de Aquileya, el tra d u c to r de tan tas obras fundam entales de la P atrística griega, y estableció con él una am istad tan estrecha que un día le hizo exclam ar: «La am istad que puede cesar es que no fue jam ás verdadera» (últim as palabras de la Carta 3). Quién le iba a decir a Jerónim o que su am istad con Rufino se tro caría en odio, con m otivo de la cues tión origenista que tan to s sinsabores le ocasionó. En su biografía p o sterio r a los años de aprendizaje de las «artes del siglo» com o dice el propio Jerónim o, dis tinguen sus biógrafos cuatro períodos: • D urante el p rim er período tom ó contacto con la colo nia m onástica de Tréveris y después con la de Aqui-
leya, que d irigiría Crom acio, en la que convivió con sus am igos Rufino, Donoso y F lorentino, nom bres que estuvieron siem pre en su m em oria. E ste re tiro erem í tico debió de term in ar de form a brusca hacia el año 372 ó 373 y Jerónim o decidió re tira rse, después de ciertas dudas, al desierto de Siria. • El segundo período, que com prende desde el 374 al 382, lo inicia su m archa hacia Siria, aunque su poca salud le retuvo en Antioquía. Vivió tres años com o an aco reta en Calcis y volvió a C onstantinopla donde escuchó a G regorio N acianceno e intim ó con G regorio de Nisa. Todo este período se caracteriza p o r sus es tudios de griego y de hebreo y de la obra de Orígenes, a quien entonces adm iraba, y de los grandes Padres orientales. • El tercero lo constituye su vuelta a Rom a el año 382 llam ado p o r el p apa Dámaso, de quien fue secretario, p ara asistir al sínodo que en la capital de la C ristian dad se celebró p ara tra ta r el cism a antioqueno. En este período ejerce gran influjo en la Iglesia de Occi dente, dando a conocer los grandes logros de la de O riente, en tre ellos los adelantos de la institución m o nacal. El p apa Dám aso fue quien le indujo a la revi sión del texto latino de la Biblia, que le llevó a redac ta r la «Vulgata». • El cu arto y últim o período es su re tiro en Belén. El papa D ám aso m u rió en diciem bre del 384, su sucesor, Siricio, no tenía preocupaciones filológicas y escuchó la co n ju ra de «m onjes» y clérigos co n tra Jerónim o, que fue acusado, incluso, de relaciones ilícitas con sus discípulas, las m onjas del palacio Aventino. Como con secuencia de todo ello p artió p a ra O riente en agosto del 385. E n el 386 se instala definitivam ente en Belén, después de p asa r algún tiem po en A ntioquía y A lejan dría, y allí fundó un m onasterio de hom bres y tres de m u jeres, una hospedería y u n a escuela, en la que rea lizó u n a ex trao rd in aria labor docente y literaria. Jerónim o fue un tem peram ento apasionado, violento, iracundo, pero el influjo de su vida p erd u ró p o r siglos en E uropa. 83
San Ambrosio. Pinturicchio. Santa María del Popolo. Roma.
San Agustín, su vida y su obra
5.1. Las fuentes Como ya se ha dicho an terio rm en te, San Agustín fue el que inició pro p iam ente y de m anera definitiva la sis tem ática filosófica cristiana. El fue, sin duda alguna, el verdadero m aestro de pensam iento a lo largo de la E dad M edia y el artífice de la cu ltu ra m edieval en el Occiden te latino. P or esta razón, todos los pensadores de este período histórico lo consideraron com o auctoritas indis cutible. Si im p o rtan te es conocer la vida de un filósofo p ara situ a r en ella todo su pensam iento, m ucho m ás lo es en el caso de Agustín de H ipona. Toda su vida fue u n a con tin u a b ú squeda de perfección y sabiduría, com o él m is m o reconoce en las C onfesiones (III, 4, 7):
Con una increíble pasión de mi corazón, yo deseaba ardientemente la inmortalidad de la sabiduría. Fue esta co n stan te búsqueda, que presidió todo su q uehacer hum ano, la que explica el sentido de su con 85
versión, com o tendrem os ocasión de ver, así com o la gran producción escrita que nos ha dejado. El propio Agustín nos proporciona suficiente infor m ación p ara po d er establecer su biografía y su itin e ra rio espiritual. Y, aunque algunos de sus escritos han planteado diversos problem as y discusiones, sin em b ar go, p erm iten traz ar las etapas principales de su vida. Así, la p rim era fuente de que disponem os es el escri to autobiogrífico Confesiones, que contienen inform a ción desde su nacim iento h asta la m uerte de su m adre, Mónica, ocu rrid a en Rom a en el año 387. Además, la o b ra nos m u estra la personalidad de Agustín en el m o m ento en que la redacta, entre los años 397 al 400. No o b stan te h ab er sido discutido su valor histórico, los da tos que se en cuentran en esta obra de fam a universal son aceptados casi unánim em ente p o r la crítica actual. Las noticias sobre su vida an terio r a recibir el bautism o hallan com plem ento en algunos datos que nos refiere en los Diálogos com puestos en la villa de Casicíaco. La segunda fuente biográfica está constituida p o r otros escritos agustinianos, especialm ente las Cartas, S erm o nes, con p a rtic u la r relevancia de los Serm ones 355 y 356, y las R etractaciones, donde encontram os inform ación sobre hechos posteriores a su vuelta de Roma y donde, en p a rtic u la r en la últim a obra citada, pasa revista a su actividad literaria, explicando las circunstancias que le m ovieron a com poner sus obras y revisando algunas de sus opiniones expresadas en los escritos repasados. Finalm ente, disponem os de la Vita Sancli Augustini, com puesta p o r su am igo y com pañero el obispo de Calam a, San Posidio, en tre los años 431 y 439, es decir, in m ediatam ente después de la m uerte de Agustín. En la ob ra su au tor, com o testigo presencial, pretende d e ja r m em oria de las cosas que en él del nacimiento, vida varón, lo que sé por mes recibidos de él amistosas relaciones.
vi y de lo que oí de él... acerca y muerte de aquel venerable experiencia propia y por infor en muchísimos años de muy (Praefatio)
86
E specialm ente, es de interés p ara fija r aspectos de la vida de Agustín desde el m om ento de su ordenación sa cerdotal h asta su m uerte. E sta Vita ha sido editada y trad u cid a al castellano en Obras de San Agustín (vo!. I, pp. 303-365). Tom ando como base estas fuentes, se pueden estable cer tres etapas en la vida de San Agustín. La p rim era de ellas tra n sc u rre en tre su nacim iento y su conversión al C ristianism o (354-386). La segunda va desde la con versión hasta su consagración episcopal (386-396). Y, en fin, la tercera com prende desde su consagración h asta su m u erte (396-430). E sta será la división que seguire mos p ara conocer su vida y su obra.
5.2.
Del nacimiento a la conversión
La conquista rom ana había tran sfo rm ad o com pleta m ente el n orte de Africa, desde la T ripolitania en el este hasta la M auritania C aesariensis en el oeste. Una transform ación que tuvo com o fin principal convertir toda esta región en el granero de Roma. De aquí que Juvenal pud iera decir que Africa alim entaba a la Urbs, perm itiéndole en tregarse sin preocupaciones a los pla ceres del teatro y del circo. En esta inm ensa región, dividida en el siglo iv en siete provincias, nació Aurelio Agustín, el día 13 de noviem bre del año 354 en la antigua ciudad de Tagaste, en la provincia rom ana de N um idia, hoy la ciu dad argelina de Souk Ahras. Su p ad re se llam aba Pa tricio, funcionario m unicipal, pagano, Agustín le dedica escasa atención en las Confesiones. Su m adre, Mónica, cristiana, ejerció sobre él una p rofunda influencia, has ta que m u rió en el año 387 en el p u erto rom ano de Ostia, com o recu erd a continuam ente Agustín en su obra. Tuvo dos herm anos, Navigio, contertulio suyo en algunos Diálogos, y Perpetua. Disponem os de un reciente tra b a jo en donde se es tudia .la vida tal como era en la época en que vivió San Agustín ( H a m ma n , 1979). Se describe aquí cómo la educación rom ana no había variado desde la época 87
de Cicerón y de Quintiliano. La escuela com enzaba a los siete años de edad. T ras su infancia, recordada brevem ente en C o n f e s i o n e s (I, 6-3), Agustín ingresó en la escuela de Tagaste, donde aprendió la lectura y la escritura, p rim era fase de la enseñanza, no sólo de la lengua latina, sino, p ro bablem ente tam bién, de la lengua griega, com o parece deducirse del siguiente pasaje: ¿ C u á l e r a la c a n s a d e q u e y o o d i a r a las l e t r a s g r i e g a s, e n la s q u e , s i e n d o n iñ o , e r a i m b u i d o ? N o l o sé, y n i a u n a h o r a m i s m o lo t e n g o b i e n a v e r i g u a d o . E n c a m b i o , g u s t á b a n m e la s l a t i n a s c o n p a s i ó n , n o las q u e e n s e ñ a n lo s p r i m e r o s m a e s t r o s , s i n o l a s q u e e x p l i c a n lo s l l a m a d o s g r a m á t i c o s . ( C o n f e s i o n e s , I, 13)
G ram ática y retó rica constituían las siguientes eta pas de form ación. Y estas dos artes las aprendió en las escuelas de M adaura y de Cartago (C o n f ., II, 3). El estudio de la g ram ática com prendía dos aspectos: conocim iento teórico de la lengua y de sus leyes, y explicación de los grandes escritores clásicos. La re tórica tenía como fin la elocuencia. Se trata b a de una cu ltu ra esencialm ente literaria, destinada a la o ra to ria ( M a r r o u , 1983, p p . 3-159). E n Cartago,-,a donde llegó con 16 ó 17 años, tras un descanso im puesto en sus estudios p o r falta de re cu r sos fam iliares ( C o n f . , II, 3), ciudad que era un hervi dero de am ores im puros, «me precipité en el am or en que deseaba ser cogido» ( C o n f . , III, 1), fru to del cual fue su hijo Adeodato. Aquí continuó con éxito sus estudios, h asta el punto de llegar a ser el «mayor» en la escuela de retórica, en tre com pañeros cuyas calaveradas aborrecía. Fue entonces, 19 años tenía, cuando com enzó lo que se h a llam ado el «dram a» de Agustín, es decir, su larga evolución in terio r que le llevaría a recib ir el bautism o cristiano. La causa de ello estuvo en la lectura de un libro, hoy perdido, de Cicerón, el H ortensias, exhorta ción a la filosofía, en donde se pasaba revista a las do ctrin as filosóficas m ás im portantes. He aquí el re lato de San Agustín: 88
Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan ¡laca, edad, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje, casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama Hortensias. Semejante libro cam bió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que. mis votos y deseos fueran otros. De re pente apareció a mis ojos vil toda esperanza, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la in mortalidad de la sabiduría, y comcticé a levantarme para volver a ti. Porque no era para suplir el estilo —que es lo que parecía debía comprar yo con los di neros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo em pleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía... El amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, a saber, filosofía, al cual me encendían aquellas pá ginas. (Conf., III, 4) La lectu ra de esta obra rep resen tó , pues, el punto de p artid a en el, d esarrollo del pensam iento de Agus tín. De ahí que haya sido considerado por m uchos his toriadores corno el acontecim iento m ás im p o rtan te de su vida. La b ú squeda de la sabiduría. Tal fue el nuevo sen tido que orientó la vida de Agustín desde su lectura del H ortensius. Una orientación que despertó en él una tendencia racio n alista y n atu ra lista, com o parece des p ren d erse de las dos vivencias que experim entó inm e diatam en te después: la lectu ra de las Sagradas E scri tu ras y su adhesión al m aniqueísm o *: Mas entonces, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhorta ción el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, estuviese dondequiera... En vista de ello de cidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver 89
qué tal eran... Al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me pa recieron indignas de parangonarse con la. majestad de los escritos de Tullo. Mi hinchazón recusaba su es tilo y mi mente no penetraba su interior. {Conf., III, 4-5) Buscó la S abiduría en las Sagradas E scritu ras y, viendo que su in terio r sublim e estaba velado de m iste rios, les p arecieron indignas de com pararse con los escritos tulianos. No. Allí no estaba todavía p ara él la S abiduría. De este modo vine a dar con unos hombres que deliraban soberbiamente, carnales y habladores en demasía... Decían: ¡Verdad! ¡Verdad! Y me lo decían muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; antes decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres verdad por esencia, sino también de los elementos de este mundo, creación tuya. {Conf., III, 6) E stos hom bres eran los m aniqueos, muy extendidos en el n o rte de Africa en esta época (Decret, 1970). D urante nueve años abrazó el m aniqueísm o, posible m ente p o r e n c o n trar en la secta una p retendida expli cación racional del universo y, sobre todo, por su so lución al p roblem a del mal, acuciante p ara Agustín a lo largo de toda su vida. E n treta n to , y después de esta adhesión, Agustín fina lizaba sus estudios en C artago, a los 19 años, y regresa a su ciudad natal, Tagaste, p a ra enseñar gram ática y retó rica. Poco después, atorm entado, re to rn a a Car tago, com o profesor. Lee y com prende p o r sí m ismo, sin ayuda de m aestro alguno, las Categorías de A ristó teles y o tro s libros sobre las artes liberales (Conf., IV, 16). Tenía 20 años. A los 26 ó 27 escribe su p rim era obra, p erd id a ya cuando Agustín red actaba las Confesiones, com o él m is m o refiere (Conf., IV, 13). Se tra ta b a de una obra ti tu lad a De pulchro et apto, cuyo objeto era lo herm oso y lo conveniente, tem as que m u estran ya sus preocupa ciones filosóficas. 90
Su entusiasm o p or el m aniqueísm o, nunca m uy enfer vorizado, com ienza a decaer. Se le plantean grandes du das sobre diversos problem as, cuyas soluciones no en cu en tra en ¡a enseñanza de Maní. Los m aestros de la sec ta se m u estran incapaces de resolverlas; ni siquiera aquel fam oso y elocuente F austo puede darles respuesta. La desilusión de Agustín ante el esperado m aestro es enor me: su em peño en p rogresar dentro de la secta se le aca bó una vez que hubo conocido a este hom bre, aunque de cidiera perm an ecer en ella m ientras encontraba algo m e jo r que elegir, según sus propias p alab ras (C onf., V, 7). En el año 383 m archa a Rom a com o p ro feso r de re tórica, todavía de la m ano de los m aniqueos. Los m iem b ro s de la secta le reciben y le ayudan a instalarse. A poco de llegar cayó enferm o de gravedad, h asta el p u n to de que estuvo a punto de ir al sepulcro (Con fesiones, V, 9). R establecido, com enzó a to m ar en con sideración la d o ctrina escéptica de la Academia Nueva: Por este tiempo se me vino a la mente también la idea de que los filósofos que llaman académicos ha bían sido los más prudentes, por tener como princi pio que se debe dudar de todas las cosas y que nin guna verdad puede ser comprendida por el hombre. {Conf., V, 10) Vacante una cáted ra de retó rica en Milán, sus am igos m aniqueos le ayudan a conseguirla, recom endándolo al p refecto Sím aco. En el otoño del año 384 Agustín se traslad a a la ciudad m ediolanense, donde a la sazón era obispo San Ambrosio, a quien Agustín acude a vi sita r {Conf., V, 13). Como hom bre dedicado al cultivo de la palabra, Agus tín frecu en ta las predicaciones de San Am brosio, cuya fam a com o o ra d o r era m uy grande: Oíale con iodo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver si correspondía a su fama o era mayor o menor que la que se pregonaba. Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía... veníanse a mi mente, juntamente con las palabras que me agrada91
han, las cosas que despreciaba, por no poder sepa rar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de verdadero. (Conf., V, 13-14) La predicación de Am brosio desarrolló en Agustín u na sensación de b úsqueda no igualada h asta entonces. P or una p arte, encontró resueltas algunas de las difi cultades no solucionadas p o r los m aniqueos; p o r otra, el obispo de M ilán le dio la clave p ara in te rp re ta r el sentido de las Sagradas E scrituras, aquel que antes h a bía buscado en vano, ya que la predicación de Am brosio tenía la v irtu d de exponerlas de una m anera com ple tam ente diferente a com o lo hacían los m aniqueos: es piritu al y figurativam ente, basándose en el dicho del Apóstol Pablo de que la letra m ata y el esp íritu vivifica (Conf., VI, 4). Comenzó así la etapa que le llevaría a su conversión y bautism o, una etap a en la que las dos ocupaciones fu ndam entales de Agustín fueron el C ristianism o y la filosofía de los platónicos (Conf., V, 14; VI, 5; V II, 9, Y VTIT, 2). La influencia de los libros que ahora leía fue muy grande sobre él. Las entrevistas con Sim pliciano y Ponticiano le conm ueven. La voz que oye, invitándole a leer: «Tolle, lege; tolle lege». Toma, lee (Conf., V III, 12), la in te rp re ta com o una orden divina. La lectura que hace del Apóstol, E pístola a los Rom anos, 13, 13, le fue suficiente: No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiese infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se di siparon todas las tinieblas de mis dudas. (Conf., VIII, 12) E ra el verano del año 386. Agustín se convertía de finitivam ente. De aquí que el episodio del «Tolle lege» haya sido considerado como el m om ento por excelen cia, el m om ento decisivo, el culm en de su vida (O roz R e t a : 1967, p. 159). 92
5.3.
De la conversión a la consagración episcopal
H em os q uerido su b ray ar en el ap artad o a n te rio r el im p o rtan te papel que la filosofía desem peñó en la evo lución in te rio r de San Agustín h asta el m om ento en que se p roduce su conversión. Su vida, tal com o nos la cu enta en las C onfesiones y com o ya hem os dicho, fue u n a larga b ú squeda en pos de la filosofía. Por ello, parece conveniente detenerse en la conversión agustiniana p a ra co m p ren d er plenam ente el significado que tuvo. E n el m undo antiguo el térm ino «conversión» tuvo una larga tradición, significando una sola cosa: con v ertirse sólo q u ería decir «convertirse a la filosofía» (Aubin : 1963). E jem plos de conversiones en este sen tido, an terio res a la de Agustín, se nos han proporcio nado (Marrou : 1985, pp. 169-173). Y convertirse a la filosofía no era o tra cosa que convertirse a la vida del esp íritu , es decir, «volverse sobre sí mismo». En el m undo cristiano este volverse sobre sí m ism o im plicaba un «volverse hacia Dios», porque ésta era la m an era de en ten d e r el ir hacia sí m ism o, en virtud de que la presencia divina sólo podía ser descubierta en el in terio r del hom bre. Así entendida, la conversión de Agustín representó no sólo su en tra d a en la Iglesia católica, sino tam bién el inicio de la sistem atización filosófica cristiana, p o r que ese sentido del térm ino «conversión» se co n stitu i ría en el tem a típ icam ente agustiniano, sobre el cual giraría todo su pensam iento y gran p arte del de los siglos p osteriores: la in terio rid ad com o cam ino para d escu b rir d en tro de sí la im agen de Dios, com o se verá m ás adelante. Por ello se han destacado (Marrou : 1983, pp. 164165) varios aspectos en la conversión de Agustín. En p rim er lugar, el religioso: decidió e n tra r en la Iglesia católica. En segundo lugar, el m oral: se separó de su segunda concubina, rechazó el m atrim onio y adoptó una regla de vida ascética. En te rc e r lugar, el social: abandonó la enseñanza com o profesor rem un erado y 93
renunció a todas sus posibles aspiraciones y am bicio nes políticas. En cu arto lugar, el filosófico: se adhirió al neoplatonism o y se liberó com pletam ente del escep ticism o académ ico. E n fin, en quinto lugar, el cultural: desde ese m om ento com enzó a concebir una cu ltu ra m uy d iferente de la que an terio rm en te había sido la suya p ro p ia; es decir, abandonó la cu ltu ra lite ra ria y se ordenó a la búsqueda de la sabiduría, entendid a esta bú squeda com o cu ltu ra filosófica. E n este cam bio, no sólo de sus convicciones filosófi cas, sino de su concepción y organización de la cultura, desem peñó un papel de sum a im portancia la lectu ra que realizó de los libros neoplatónicos, que le enca m inaron a la com prensión de las Sagradas E scritu ras: Por medio de un cierto hombre me procuraste unos ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín. En ellos leí, no con estas mismas palabras pero sí enteramente esto mismo, persuadiéndolo con muchas y variadas razones, que en el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y Dios era el Verbo. (C o n f VII, 9) Agustín conoció el platonism o a través de algunos textos de Plotino, traducidos p o r M ario V ictorino, y, quizá, p o r la lectu ra del Fedro y del Timeo. E n m uchos textos reconoce la ayuda que Platón le p re stó p a ra co m p ren der la verdad. Por ello, siem pre habla de Platón en térm inos de elogio. E incluso llegó a a firm a r que sólo b astaría con m odificar unas cuan tas p alab ras y unas pocas expresiones para que los pla tónicos se conviertan en cristianos {De vera religione, IV, 7). M ediante el platonism o pudo solucionar algu nos de los p roblem as que en el m aniqueísm o no h a bían en contrado respuesta, descubriendo el m undo de la in terio rid ad y viendo que el m al no era m ás que una privación de bien. Los libros neoplatónicos le m os tra ro n tam bién que el Logos griego y el Logos cris tiano eran uno y el m ism o. Además, el platonism o le puso en co ntacto con el m undo que él anhelaba, el de la verdad p erm anente, que quizá pudo d escu b rir tam bién en sus conocim ientos m atem áticos, adquiridos po 94
siblem ente en los E lem enta, de Euclides, que le m os traro n la existencia de una verdad irrefu tab le ( M a r r o u : 1985, p. 266). Los diversos estudiosos de San Agustín h an discutido si fue neoplatónico antes que cristiano o, a la inversa, si fue cristian o an tes que neoplatónico. El problem a, difícil de resolver de m odo definitivo, ha sido abordado p o r P. Courcelle (1950), quien ha precisado las fuen tes platónicas de San Agustín y quien ha m ostrado que el neoplatonism o era la filosofía oficial del cris tianism o m ilanés a fines del siglo iv, señalando ade m ás (1950, p. 150) que los cristian o s de Milán se im a ginaban un platonism o m ucho m ás cercano al cristia nism o de lo que en realidad podía ser. Así, pues, los libros de los neoplatónicos y la re lectu ra de las Sagradas E scritu ra s condujeron a Agus tín a la conversión filosófica y cristiana. P or eso pudo d ecir que la filosofía le había m ostrado su faz: Y he aquí que unos libros, bien henchidos, como dice Celsino, esparcieron sobre nosotros los perfumes de la Arabia y, destilando unas poquísimas gotas de su esencia sobre aquella llamita, me abrasaron con un incendio increíble... Y miré como de paso —así lo confieso— aquella religión que, siendo niño, me había sido profundamente impresa en mi ánimo, y, si bien inconscientemente, me sentía arrebatado hacia ella. Así titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el libro del Apóstol San Pablo... F lo leí todo entero con mucha atención y piedad. Entonces, como rociado por esta feble luz, se me mostró tan radiante el semblante de la filosofía, que me sentí capaz de mostrar su hermosura. (Contra Académicos, II, 2) Como infatigable b u scador de la verdad, Agustín vio el ro stro , el sem blante de la filosofía. Ella venía a consolarlo en su dram a, de la m ism a m anera que, m ás tard e, Filosofía, como dam a, se aparecería a Boecio en su prisión, p ara darle consuelo (C ourcelle: 1968, pá ginas 110-120). Desde entonces, com o verem os en el siguiente capí tulo, Filosofía y Religión fueron p ara él una sola y la 95
m ism a cosa: el estudio de la sabiduría {De vera religione, V, 8). A finales del verano del año 386, Agustín decide aban donar su profesión de m aestro de retó rica y se re tira a la q u in ta de Casiciaco, propiedad de su amigo Ve recundo, p ro feso r como él. Le acom pañan a este re tiro su m adre, su herm ano Navigio, su hijo Adeodato y sus parien tes y discípulos Alipio, Trigecio y Licencio. E n Casiciaco se dedica al estudio y a la conversación filosófica con sus com pañeros de re tiro , m ien tras se p re p ara p ara recibir el bautism o. En esa conversación, los interlo cu to res im itaban a Platón entreteniéndose con sus discípulos en los jard in es de la Academia, o a Cicerón discutiendo con sus amigos en la som bra de Túsculo (O roz R eta: 1967, p. 165). F ru to de estas conversaciones son sus prim eras obras, conocidas p o r el nom bre genérico de Diálogos de Casi ciaco. E n ellos Agustín nos m u estra cuáles son sus preocupaciones en esta época. Contra Académ icos re futa definitivam ente la duda escéptica, a la que d u ran te algún tiem po había prestado atención. De beata vita es una exposición del tem a de la felicidad, consistente en el perfecto conocim iento de Dios (R eí rae t ., I, 2). El diálogo De ordine es una reflexión sobre el orden del universo, cuyo reflejo ha de encontrarse en el alm a, m antenido p o r la Providencia, y sobre si en el orden providencial están com prendidos el bien y el mal. Fi nalm ente, los Soliloquia, diálogo de Agustín con su p ro p ia razón, escrito con el fin de «investigar la ver dad acerca de los problem as cuya solución m e atra ía con m ás fuerza», según sus propias palabras {Retract., I, 4), y donde aborda cuestiones referentes al conoci m iento, la verdad, la sabiduría y la inm ortalidad; es el diálogo del silencio interior, la conversación en tre su propia alm a y Dios, donde ya están los frutos de su conversión: Quiero conocer a Dios y al alma. —¿Nada más? —Nada más. {Solil., I, 2) E n m arzo del 387 regresan a Milán y d u ra n te la Vi gilia Pascual, según la costum bre de la época, Agustín, 96
Alipio y Adeodato reciben el bautism o de m anos de San Ambrosio. E ra Ja noche de] 24 al 25 de abril. Agustín, que tan to s detalles nos proporciona sobre su vida an terio r, sobre sus crisis, preocupaciones y ansie dades, se m u estra sum am ente callado sobre este m o m ento. Sólo alude a él con una breve frase:
Y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros toda preocupación de la vida pasada. (Conf., IX, 6) Agustín desea entonces difu n d ir en Africa la nueva sab id u ría a la que ha llegado. A fines de agosto del año 387 todo el grupo abandona Milán y se dirigen al p u erto rom ano de Ostia, con el fin de em b arcar hacia Africa. Pero aquí M ónica enferm a rep en tin am en te y m uere. La serena m u erte que tuvo influyó p ro fu n d a m ente sobre Agustín, quien se refiere a este m om ento diciendo:
Abandonado de aquel tan gran consuelo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había lle gado a formar una sola con la suya. (Conf., IX, 12) Decide entonces p erm anecer d u ra n te algún tiem po en Roma, in teresándose p o r la vida m onástica y escri biendo algunos libros: De inm ortalitate anim ae y De qua n tita te animae, donde tra ta de cuestiones referen tes al alm a; De m oribus m anichaeorum y De m oribus ecclesiae catholicae, donde com ienza su polém ica con tra los m aniqueos. Además, inicia la com posición de otro s que finalizaría estando ya en Africa: De libero arbitrio y De música. Finalizando el verano del 386 em barca definitivam en te con destino a Africa y se instala en Tagaste, con su hijo Adeodato y Alipio, adem ás de otros com pa ñeros, organizando allí una vida en com unidad, au stera y coi l egada al estudio y la oración. T erm ina sus obras iniciadas en Roma y com ienza un fructífero período de com posición de escritos. E n tre los que escribió en esta época destacan el diálogo De m agistro, cuyos interlocu tores son p adre e hijo y cuyo objeto es m o stra r al ver97
dadero M aestro interior, Cristo, y el trata d o De vera religione, sobre las relaciones en tre la fe y la razón y el problem a del hom bre interior. R edacta tam bién resp u estas a cuestiones que le com ienzan a p lan tea r no sólo sus com pañeros, sino tam bién h ab itan tes de o tras ciudades cercanas a Tagaste. Tal era su fam a ya. E stas cuestiones fueron recogidas en un libro que p u blicó siendo ya obispo con el título De diversis quaestionibus octoginta tribus. Su fam a iba en aum ento. En el año 391 viaja a Hipona, ciudad p o rtu aria, una de las plazas fuertes de la h erejía donatista. El obispo de la ciudad, Valerio, se m u estra im potente p ara h acer frente a las necesidades de los católicos, p o r su origen o riental y p o r su avan zada edad. H abiendo solicitado un sacerdote que fuera capaz de ayudarle en sus m enesteres, los católicos de la ciudad, conocedores de la vida de Agustín,
lo arrebataron y, como ocurre en tales casos, lo pre sentaron a Valerio para que lo ordenase, según lo exigían con clamor unánime y grandes deseos todos, mientras él lloraba copiosamente. (S an PosiDro: Vita, 4) O rdenado sacerdote, el obispo Valerio le dona un hu erto , donde funda un m onasterio, viviendo según la m anera y regla establecida en tiem pos de los apósto les, según dice su biógrafo (Vita, 5), sin que se sepa con certeza cuál era esta regla. Inicia entonces el m inisterio de la predicación, lle gando incluso a exponer un serm ón ante los obispos de Africa, reunidos en H ipona en el año 393. Se ocupa de los católicos de la ciudad, pero tam bién continúa su lab o r de apologética y de controversia co n tra maniqueos y donatistas. R esultado de esta labor fueron diversas obras escritas entonces, en tre las que hay que su b ray ar el De u tilitate credendi, síntesis de su paso p o r el m aniqueísm o y de la ru ta que siguió h asta lle gar a la verdad: la fe, aun en las cosas hum anas, es necesaria, puesto que antes de llegar al conocim iento de una ciencia es preciso acep tar la au to rid ad de un m aestro. 98
La reputación de Agustín iba en aum ento. V alerio acudió al prim ado de C artago p ara que lo n o m b rara obispo auxiliar de H ipona, con el fin de que co laborara con él. O btenido el asentim iento, Valerio lo anunció a sus fieles, quienes acogieron la p ro p u esta con alegría y aprobación. E n los últim os días del año 395 o co m ienzos del 396, Agustín fue consagrado obispo auxilar de Hipona.
5.4. De la consagración episcopal a la muerte Cuando Agustín fue años de edad. H asta el una actividad pasto ral, conpció reposo. V iajaba m aban:
consagrado obispo co n tab a 42 día de su m uerte se entregó a apologética y lite raria que no con frecuencia allí donde le lla
Nombrado obispo, predicaba la palabra de salva ción con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo en una región, sino dondequiera que le rogasen, acu día pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia. (S an P osidio : Vita, 9) Poco después de ser elegido obispo auxiliar, m urió el anciano Valerio y él quedó al frente de la com uni dad cristian a de Hipona. Sus ocupaciones desde ese m om ento nos las n a rra con detalle su biógrafo Posidio B asta leer las páginas que le dedica p ara com p render la incansable labor de apostolado que Agustín d esa rro lló: sus predicaciones, sus intervenciones ante cuestio nes litigiosas, sus controversias con d o n atistas, maní queos, pelagianos y arríanos, su participación en con cilios locales y en asam bleas de obispos norteafricanos, su relación ep isto lar con Italia, H ispania y la Galia, la form ación de clérigos. Amplios y abu n d an tes queha ceres que, sin em bargo, requieren poco espacio para referirse a ellos. En H ipona, Agustín realiza y com pleta su nueva con cepción de la cu ltu ra, aquélla a la que se había incli99
nado tras su conversión. E sta cultura ya es en él ple nam ente cristiana: las exigencias de la religión se le hacen im periosas, m ás con scien tes, m ás profundas; tien den a estar p resentes en todas las m an ifestaciones de su vida (M arrou : 1983, p. 333), com o se deja traslucir en los libros que escribió durante su últim a etapa de vida.
Adem ás de sus m ás de trescientos serm ones y m ás de doscientas cartas, Agustín com puso sus m ás im por tan tes obras apologéticas, dogm áticas, m orales, p asto ra les y exegéticas. E n tre ellas sólo se pueden citar, p o r la im p o rtan cia que tienen desde el punto de vista fi losófico, al p re cisar algunas de sus doctrinas, las si guientes obras. E n p rim e r lugar, De doctrina christiana, esc rita hacia el año 397, en la que establece el p ro gram a de form ación cristiana, que ha de incluir, com o prop ed éu tica y prelim inar, el conocim iento y utiliza ción de la cu ltu ra antigua, y en donde propone una teo ría del signo y de herm enéutica bíblica que serían tom adas com o m odelo en la E dad Media. El De Trinitate, u n a de sus obras m aestras, com puesta e n tre los años 399 y 420, donde expone su d octrina teológica tri n itaria, que tan ta influencia h ab ría de tener p o sterio r m ente, adem ás de en co n trarse en ella im p o rtan tes p re cisiones de índole filosófica. Las Confesiones, escrita e n tre los años 397 y 400, su obra autobiográfica, com o ya tuvim os ocasión de señalar. Y, en fin, el De C ivitate Dei, que escribió entre los años 413 y 426 con ocasión de las acusaciones que se dirigieron co n tra los cristianos a raíz del saqueo de Rom a en el año 410 p o r obra de Alarico. De esta obra se ha dicho (Oroz R eta: 1967, página 244) que constituye el sistem a m ás com plejo y p erfecto de la apología cristiana. E scrito con intención polém ica, es un libro cuyo alcance e im portancia tra s cienden esta finalidad. Es u n a síntesis de su pensa m iento filosófico, teológico y político, en la que com bate el paganism o y defiende la d octrina cristiana. De ah í que sea su o tra gran o b ra m aestra, cuya influen cia y vigencia h an p erd u rad o a lo largo de las épocas. Poco después term in a sus Retractaciones, donde re visa y corrige los libros que había publicado: «La obra en que estaba tra b a ja n d o me era muy necesaria, pues 100
estab a revisando todos m is opúsculos; cuando en ellos hallo algo que me ofende a mí o puede ofender a otros, unas veces lo repruebo y o tras veces explico lo que p o d ría o debería leerse», nos dice en la C arta 224, esc rita en el año 427, dirigida a Quodvultdeo. Fue poce m ás tard e cuando por voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, do tadas con toda clase de armas y avezadas a la guerra, desembarcaron e irrumpieron en Africa; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetra ron en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo. (S an P osidio : Vita, 28) La invasión de los vándalos de G enserico a que se refiere aquí el biógrafo, había com enzado en el año 428 ó 429. E n mayo del 430 llegaban a H ipona y po nían sitio a la ciudad. S acerdotes y obispos se refu gian allí. Agustín, ya anciano, anim aba a todos y los ex hortaba a resistir. E jem p lar es la carta que poco an tes de este suceso había enviado al obispo H onorato: C arta 228, reproducida p o r Posidio en su Vita. A los tres m eses de haberse iniciado el asedio, Agus tín cayó enferm o de unas fiebres. Unos días después, el 28 de agosto del año 430, Agustín m oría. He aquí el relato de Posidio, testigo presencial: Aquel santo tuvo una larga vida, concedida por di vina dispensación para prosperidad y dicha de la Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdo te y obispo durante casi cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, después del bautismo, aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enferme dad de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que nadie le distrajera de su ocupación, unos diez días 101
antes de morir, nos pidió en nuestra presencia que nadie entrase a verle fuera de las horas en que le visitaban los médicos o se le llevaba la refección. Se cumplió su deseo, y todo aquel tiempo lo dedicaba a la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano con sejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros cor porales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido de nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse con sus padres, disfrutando aún de buena vejez. (S an P osidio : Vita, 31) La o b ra de San Agustín fue editada p o r vez p rim era de m an era com pleta p o r los benedictinos de San Mau ro, en 11 volúm enes, París, 1679-1700, edición llam ada «M aurina», que reeditó Migne en su Patrología Latina, volúm enes 32 al 47. La Biblioteca de Autores C ristia nos (BAC), de M adrid, inició la publicación de las obras, texto latino y traducción castellana, en 1946, llevando h asta ahora publicados 26 volúm enes, de los 43 proyectados.
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Las relaciones entre fe y razón
6.1.
Introducción
El en fren tam ien to de San Agustín con el problem a de las relaciones en tre Fe y Razón, independientem ente de que, com o ya hem os visto, sea un problem a de obli gada solución p ara todo aquel que podem os llam ar filósofo cristiano, viene condicionado p o r dos aconte cim ientos biográficos; a saber, su condición de busca d o r de la verdad e n tre las pro p u estas de la filosofía clásica y el hecho de su conversión. Es este esquem a vital el que asem eja su actitud, así com o la solución en co ntrada, a San Justino. La b ú squeda de la verdad entre las filosofías propuestasi le llevó al escepticism o. Mas de él no salió p o r su conversión, sino p o r la lectura de los E lem enta de E uclides, que le hicieron ver la existencia de una verdad, tan restrin g id a com o se quisiera en el ám bito intelectual, pero que abría la esperanza a en co n trarla en un ám bito de m ayor alcance. Su conversión al C ristianism o está tam bién m otivada p o r aconteceres m uy análogos a los de San Justino. 103
Se mezcló en su m ente Am or y Verdad, y, cuando cre yó d escu b rir aquél, descubrió a un m ism o tiem po éste. Mas acontece que la solución agustiniana tiene m u cho m ayor fuste intelectual que la de San Justino. P odría decirse m ás; es la solución que se ha dado al p ro b lem a de las relaciones en tre Fe y Razón m ás po derosa, m ás sólida y m ás auténtica. Y su autenticidad no nace de su intelectualism o, com o podríam os acha carle a Santo Tom ás, sino de su propia condición de cristiano. C abría decir lo m ism o que se dijo cuando San Ju stino: San Agustín no creó una filosofía cris tiana, sino que hizo del C ristianism o una filosofía. Pero, p recisam ente en la m edida en que la solución dada por San Agustín es poderosa y sólida, es, al m is mo tiem po com pleja. Lo que ha hecho que m uchas ve ces, quizás dem asiadas, no haya sido entendida en toda su profundidad. En la m ayor p arte de los casos p o r so brecargarla de intelectualism o. Veamos con cierto detenim iento los fundam entos metafísicos y existenciales que so portan su solución.
6.2.
Delimitación del problema
Uno de los ideales que San Agustín parece h ab e r tra n s m itido a la E dad Media fue el de la convergencia, o, si querem os m ejor, la identificación en tre Fe y Razón, en tre Religión y Filosofía. B. M. M anser (La esencia del T o m ism o , M adrid, 1953) ha clasificado, ju stam en te, la d o ctrin a de San Agustín sobre este punto esencial de su pensam iento, den tro de aquel grupo de au to res que confunden o identifican Religión y Filosofía. Y cier tam en te esto es así, p orque San Agustín lo repite con tin u am en te en textos como éste: Porque se cree y se pone como fundamento de la salvación humana que son una misma cosa la filoso fía, esto es, el amor a la sabiduría, y la religión, pues aquellos cuya doctrina rechazamos tampoco partici pan con nosotros de los sacramentos. (De vera reí., V, 8) 104
Hay identificación en tre Filosofía y Religión. Pero esta identificación no se realiza porque se confundan fe y razón, sino que am bas son dos acciones com pleta m ente d istin tas en el hom bre: Así, hay en el alma tres operaciones que parecen ser cada una continuación de la otra y que es conve niente discernir: entender, creer y opinar... Por lo tanto, lo que comprendemos se lo debemos a la razón; lo que creemos, a la autoridad; lo que opinamos, al error. (De útil, credendi, XI, 25) E ntonces, ¿en qué radica esa identidad e n tre Filoso fía y Religión? M uchas han sido las respuestas que se h an dado a esta pregunta. E n tre ellas, quienes consideran que esta identificación fue u n propósito concebido expre sam ente p o r San Agustín, de o rie n ta r toda actividad racional hacia la fe. Así, B a u rn g a rtn er («San Agustín», en Grandes pensadores, M adrid, 1936, I, p. 358) dice que «la Filosofía está orien tad a en todas sus p artes hacia la Religión y hacia la Teología, hacia el m odo que tiene el C ristianism o de p la n te a r los problem as. S an Agustín co n sidera com o fin suprem o la arm onía del cuad ro universal filosófico con las teorías cristia nas». No in ten tarem o s aquí hacer h isto ria de todas esas in terp retacio n es que se han hecho de tal cuestión. Si citam os este ejem plo, lo hacem os p ara señ a la r lo que creem os un erro r. Porque no se tra ta de un problem a de subordinación o de condicionam iento, sino de iden tificación existencial y m etafísica, com o nos esforzare m os en m o strar.
6.3. Qué es la Filosofía P ara San Agustín la radical actitud filosófica con siste en el deseo de conocer la verdad (M indan: 1955), algo que es universal y patrim onio de todos: Os ruego prestéis gustosa atención a unas observa ciones relativas a nuestro asunto sobre la esperanza 105
de la vida y los propósitos que nos animan: creo que nuestra ocupación, no leve y superfina, sino necesaria y suprema, es buscar con todo empeño la verdad. (Contra Acad., III, 1) La verdad es común a todos. No es ni mía, ni tuya, ni de éste, ni de aquél, sino común a todos. (In psalmum 75, 17) El conocim iento de esta verdad, com ún a todos, es precisam ente la Filosofía, ya que ésta es am or a la sab id u ría y la sabiduría es contem plación y posesión de la verdad: Si uno se fija, el nombre mismo de filosofía expresa una gran cosa, que con todo el afecto se debe amar, pues significa amor y deseo ardoroso de la sabiduría. {De moribus Eccl. cath., I, 21) La misma sabiduría, esto es, la contemplación de la verdad. {De sermone Domini in monte, I, 3) ¿Acaso crees que la sabiduría es otra cosa que la verdad, en la que se contempla y posee el sumo bien? {De lib. arb., II, 9) Ya he demostrado que ningún otro amor me do mina, porque lo que no se ama por sí mismo no se ama. Yo amo sólo la sabiduría por sí misma, y las demás cosas deseo poseerlas o temo que me falten sólo por ella. (Solil., I, 13) El problem a p ara el filósofo es, precisam ente, encon tr a r el cam ino p ara alcanzar la verdad, p ara llegar a poseerla. El alm a pugna p o r en c o n trar la verdad, com o nos dice en De u tilitate credendi (VII, 14). Y es p re ciso en c o n tra r el cam ino de la verdad, si es que existe, p o rque en ello va la salvación de n u estra alm a, a riesgo de todo peligro se debe buscar la verdad y la salud del alma, aun cuando hayan sido estériles todos 106
los trabajos y tío se haya encontrado, allí donde pa recía seguro, su hallazgo. (De útil, credendi, VII, 8) Así, pues, la Filosofía responde a la exigencia que dom ina al hom bre de alcanzar la verdad. Veam os, se gún esto, en qué radica esa identificación existencia! y m etafísica de la Filosofía con la Religión de que he m os hablado.
6.4.
Identificación existencial de la Religión con la Filosofía
Porque la Religión y la Filosofía cum plen idéntico papel en la existencia hum ana, podem os decir que se da esa identificación existencial. En efecto, Religión y Filosofía son dos em peños que tienen idéntica finali dad, y es esta identificación de fines la que unifica la Religión y la Filosofía en su significado vital. A fanosam ente busca el hom bre y desea ard ien tem en te alcanzar la verdad, porque sólo ella le d ará la feli cidad. Y esto p o rque sólo es feliz el que no carece de aquello que desea poseer, y, siendo la felicidad hu m ana cosa del alm a, sólo la verdad calm a adecuada m ente su necesidad, com o se puede leer en De beata vita (IV, 33). E stam os, pues, ante el núcleo que ce n tra todo el pensam iento agustiniano: la felicidad, a la que todo h om bre tiende p o r naturaleza: Una cierta opinión, propia de todos aquellos que de algún modo pueden hacer uso de su razón, es que todos los hombres quieren ser felices. (De civitate Dei, X, 1) En tanto que apetece la vida feliz, ningún hombre se equivoca. (De lib. arb., II, 9) Ciertamente, todos queremos vivir felizmente. Y no existe nadie entre los hombres que no dé asentimien to a esta proposición, incluso antes de ser enunciada plenamente. (De moribus Eccl. cath., I, 3) 107
T area de b úsqueda de la felicidad en la que han coincidido todos los filósofos, porque ellos han con siderado que el fin suprem o del hom bre consiste en la felicidad. P o r ello, bu scar la felicidad se revela com o la única causa y el único fin de la filosofía. Pero es que sucede que igual designio m ueve al hom b re a ser religioso: Sabed ante todo que los filósofos en general perse guían todos una finalidad común; hubo entre ellos cinco partidos, cada uno con su particular doctrina. La aspiración de todos ellos en sus estudios, búsque das, disputas y maneras de vida, era llegar a la vida feliz. Esta era la única causa de su filosofar, y juzgo que los filósofos van en esto de acuerdo con nosotros. Pues si os pregunto la razón de creer en Cristo y por qué os hicisteis cristianos, me responderéis todos uná nimes en esta verdad: Por la vida feliz(Sermón 150, 4) La Religión y la Filosofía son, p o r consiguiente, dos m edios de que dispone el hom bre p ara lograr su bien. Ambas tienden a un m ism o fin, la sabiduría, que es verdad y felicidad. Filósofos y cristianos coinciden, pues, en orden a alcanzar su perfección p o r dos vías: Por lo cual también en el tratamiento con que la divina Providencia e inefable bondad mira a la cura ción de las almas luce muchísimo la belleza en sus grados y perfecciones. Pues en él se emplean dos me dios: la autoridad y la razón. La razón guía al cono cimiento e intelección. (De vera reí., XXIV, 45) Falta ahora que exponer las normas con que han de instruirse los que ya aprendieron a vivir. Dos ca minos hay que nos llevan al conocimiento: la autori dad y la razón. (De ordine, II, 9) Así resu ltan identificadas p o r su fin, p o r su signifi cado, en la h um ana existencia, Religión y Filosofía. D ecíam os an terio rm en te que el problem a p a ra el fi lósofo consistía en e n c o n trar el cam ino de la verdad, 108
esto es, la vía que a la verdad nos lleva. H asta aquí, la Religión y la Filosofía son m odos, m edios. Pero es preciso que se especifiquen en su llegar a ser, en su devenir. ¿Cómo en c o n trar esa especificación? He aquí dónde se realizará lo que hem os llam ado identificación m etafísica. A puntem os el tem a con este bellísim o texto agustiniano: Por tanto, vida, la que es digna de ser llamada por este nombre, no es más que la feliz■Y no será feliz si no es eterna. Esto, esto es lo que todos quieren, esto es lo que todos queremos: la verdad y la vida; mas ¿por dónde ir a la posesión de tan gran felicidad? Trazáronse los filósofos caminos sin camino; unos dijeron: «¡Por aquí!» Otros: «¡Por ahí no, sino por allí!» El camino fue para ellos una incógnita, porque Dios resiste a los soberbios; y aun para nosotros lo fuera de no haber venido el camino a nosotros. Por eso dice el Señor: Yo soy el camino. ¡Viajero desazo nado! Tú tío quieres venir al Camino, y el Camino vino a ti. ¿No buscabas por dónde ir? Yo soy el ca mino. Buscabas a dónde ir: Yo soy la verdad y la vida. Si vas a él por él, no has de perderte. He ahí la doctrina de los cristianos, no digo comparable, sino incomparablemente superior a las doctrinas de estos filósofos: a la inmundicia de los epicúreos y al orgullo de los estoicos. (Sermón 150, 10)
6.5,
Identificación metafísica
No. No podem os h ab lar de dos cam inos que se iden tifican p o r su fin, sino de un solo cam ino que se di versifica en etapas. E sta afirm ación debem os ju stific arla con la exigencia de identidad, que nace de una p o stu ra m etafísica ini cial. P o stu ra q u e llam am os m etafísica p o r su conte nido, pero que no debe entenderse com o la p rim era afirm ación de la m etafísica agustiniana, pues con igual derecho se p o d ría a firm a r entonces que es su p rim era concepción religiosa o intuición m ística. Se tra ta , antes al co n trario , de una afirm ación que su sten ta la base 109
de am bas, y que a am bas, Religión y Filosofía, atañe en igual m edida, «Si la relación de las creatu ra s a Dios es ta n íntim a que constituye todo su ser, ¿qué com penetración se debe e sp e rar d escu brir en tre la V erdad subsistente, p o r u n a parte, y la inteligencia cuya n aturaleza es co nocer la V erdad, p o r o tra? San Agustín ha percibido, quizá m ás que nadie, la dependencia del esp íritu h u m ano an te la suprem a luz. Aquí está el cen tro de su filosofía». C iertam ente, estas palabras de Ch. Boyer (1940, p. 179) constituyen el punto que debem os poner de m anifiesto. En San Agustín, la esencia de la verdad está insepa rablem ente unida a la existencia, ha afirm ado muy ati nad am en te W indelband (H istoria de la Filosofía, Mé xico, vol. III, p. 69). Así, pues, la V erdad, con m a yúscula, tiene que e sta r unida a su existencia propia, y esta Verdad que existe es Dios: A Ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por guien son verdaderas todas las cosas que son ver daderas. (Solil., I, 1) La vida feliz es rozo de la verdad, es decir, es gozar de Ti, Dios, que eres la Verdad. (Conf., X, 23) Mas ¿cuál ha de ser la sabiduría digna de este nom bre sino la de Dios? Por divina autoridad sabemos que el Hijo de Dios es la Sabiduría de Dios; y cier tamente es Dios el Hijo de Dios. Posee, pues, a Dios el hombre feliz, según estamos de acuerdo todos des de el primer día de este banquete. Pero ¿qué es la Sabiduría de Dios sino la Verdad? Porque El ha di cho: Yo soy la Verdad. (De beata vita, IV, 34) E sta es la verd ad que el hom bre tiene que alcanzar p ara o b ten er la felicidad por la Filosofía, y éste es el Dios que debe am ar p ara cum plir con su religión. Pero, repitám oslo, este saber y este am or no son dos accio nes diversas y separadas, sino que am bas se im plican, se exigen y se com plem entan, haciendo así de esos dos 110
cam inos de que hablam os una sola y real vía de sal vación, de felicidad, de sabiduría. Camino que Agustín p resen ta no com o un descubri m iento suyo, ni siquiera com o algo propio del C ristia nism o, sino com o aquella vía que ya establecieron los filósofos antiguos, especialm ente Platón. Así, San Agus tín quiso situ arse en una tradición filosófica ya con solidada: Baste por el momento recordar que para Platón el bien supremo consiste en vivir según la virtud, y que esto sólo puede alcanzarlo quien tiene conoci miento de Dios y procura su imitación; según él, no hay otra causa que pueda hacerle feliz. Y así, no duda en afirmar que filosofar es amar a Dios, cuya natu raleza no es corporal. De donde se sigue que entonces es feliz el amante de la sabiduría (tal es el filósofo) cuando comienza a gozar de Dios. Aunque en reali dad no siempre es feliz el que goza de lo que ama; hay muchos que son miserables por amar lo que no debe ser amado, y más miserables aún si llegan a disfrutar de ello; pero nadie es feliz si no goza de aquello que ama. Los mismos que aman lo que no debe ser amado, no piensan ser felices en el amor, sino en el gozo. Por tanto, quien goza de aquel a quien ama, y ama el verdadero y supremo bien, ¿quién, sino alguien muy depravado, negará que es feliz? A ese bien verdadero y supremo lo reconoce Platón como Dios; por eso dice que el filósofo es amador de Dios, a fin de que, como la filosofía tiende a la vida feliz, sea feliz gozando de Dios el que lo ama. (De civitate Dei, VIII, 8) El alm a tiene unos ojos p ara alcanzar las verdades de la ciencia: son la razón. Pero, para conocerlas, es preciso, adem ás, conocer el sol, que, com o las verda des, los alum bra: Porque las potencias del alma son como los ojos de la mente; y los axiomas y verdades de las cien cias aseméjanse a los objetos, ilustrados por el sol para que puedan ser vistos, como la tierra y todo lo terreno. Y Dios es el sol que los baña con su luz. (Solil., I, 6) 111
Así, p a ra alcanzar estas verdades es m en ester alcan zar la verdad. Mas para alcanzar ésta, la razón es insu ficiente, porque las verdades inteligibles, que superan el orden sensible que se encarna en las verdades exis ten tes in tram u n d an as, no sólo son p roducto de nues tras potencias, sino fru to de una ilum inatio, de u n a desvelación divina. ¿D ónde está, por consiguiente, el cam ino a seguir?
6.6.
El sentido de la fe en orden al conocer
El joven Agustín nos hubiera hablado del ejercicio de la razón, de la b úsqueda en viejos m am otretos. Pero Agustín descubrió un día la luz y e n tra ro n en arm onía todas las p artes de su ser. Ante todo, conviene advertir al futuro lector de este mi tratado sobre la Trinidad, que mi pluma está vigilante contra las calumnias de aquellos que, des preciando los sumos principios de la fe, se dejaron engañar por un prematuro y perverso amor a la razón. (De Trinitate, I, 1) No. No es la razón el inicio del cam ino. Es necesario que éste sea p rep arad o , dispuesto p ara hacer efectivo el razonar. Como ha expresado Gilson (1949, p. 31), San Agustín buscó la verdad d u ran te largos años p o r la ra zón; descubrió después que la fe ponía a su disposición la verd ad que su razón no había logrado descubrir. P or ello, su experiencia le persuadió de que m ejo r era creer p ara sab er que saber p ara creer. De esta m anera, p ara San Agustín la preparación del cam ino debe com enzar p o r lim piar nu estro s ojos p a ra que pued an ver. Y sólo con la fe se logra la visión, ya que sólo ella hace posible el que alcancem os la sabidu ría. Una voz nos clam a este secreto en nuestro corazón, nos señala el cam ino: Y este aviso, esta voz interior que nos invita a pensar en Dios, a buscarlo, a desearlo sin tibieza, nos viene de la fuente misma de la Verdad. Es un íntimo 112
resplandor en que nos baña el secreto sol de las al mas. De El procede toda verdad que sale de nuestra boca, aun cuando nuestros ojos, o por débiles o por faltos de avezamiento, trepidan al fijarse en él y abra zarlo en su integridad, pues en última instancia es el mismo Dios y sin ninguna modificación esencial. (De beata vita, IV, 35) La atención a la luz in terio r, la docilidad a la voz que resuena. Tal es el principio de n u estro m ovim iento hacia Dios (J olivet : 1932, p. 229). Por eso ha podido decir Gilson (1949, p. 38) que la d o ctrin a agustiniana de las relaciones en tre fe y razón rechaza se p a ra r la ilum ina ción * del pensam iento de la purificación del corazón La fe ag u stiniana es ilum inadora y pu rificad o ra, pues se aplica al hom bre p ara tran sfo rm arlo todo entero. Pero esto es solam ente el inicio, el ponernos en ca m ino, al final del cual se h allará la sab id u ría y la fe licidad: Con todo, mientras vamos en su busca y no abre vamos en la plenitud de su fuente, no hemos llegado aún a nuestra medida *; y aunque no nos falta la di vina ayuda, todavía no somos ni sabios ni felices. Esta es, pues, la plena hartura de las almas; ésta es la vida feliz, que consiste en conocer piadosa y per fectamente quién nos guía a la verdad, y los vínculos que nos relacionan con ella, y los medios que nos llevan al sumo modo. (De beata vita, IV, 35) Así, al q u erer ser sabios, nos pide ser piadosos, p o r que la sab id u ría hu m ana es la piedad, com o a p u n ta en el E nchiridion (II, 1). Una vez que estam os puestos en el cam ino, veam os de reco rrerlo . Y el inicio de este cam ino nos pide, en p ri m er lugar, la fe. No es lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que ver. Luego el alma necesita tres cosas: tener ojos, mirar, ver. Los ojos sanos son la mente pura de toda mancha corporal, esto es, alejada y limpia del ape tito de las cosas corruptibles. Y esta limpieza y liber tad se consigue con la fe, porque nadie se esforzará 113
por conseguir la sanidad de los ojos si no lo cree in dispensable para ver lo que no puede mostrársele por hallarse inquinado y débil. (Solil., I, 6) Cuando se tiene la fe, es decir, si se cree, se sigue que se tiene esperanza y am or: Y si cree que realmente sanando de su enfermedad alcanzará la visión, pero le falla la esperanza de lo grar la salud, ¿no es verdad que rechazará todo re medio resistiéndose a los mandatos del médico? ...H a de añadirse, pues, la esperanza a la fe... Y si admitiese todo eso, animándole la esperanza de po derse sanar, pero no desea la luz prometida y (la razón) anda contenta en sus tinieblas, que con la costumbre se han hecho agradables, ¿no es verdad que aborrecerá al médico?... Se requiere, pues, la tercera cosa, que es la caridad. (Solil., 1,6) De este m odo, p a ra San Agustín, com o base de la posibilidad m ism a de la Filosofía, están la fe, la espe ranza y la caridad. Ellas son, p o r consiguiente, el único m odo de que se nos haga posible la verdad: La fe, creyendo que en la visión del objeto que ha de mirar está su dicha; la esperanza, confiando en que lo verá si mira bien; la caridad, queriendo con templarlo y tener fruición de él. (Solil., I, 6) Es aquí donde se dan cita lo natu ral y lo so b ren atu ral en la concepción agustiniana. El hom bre caído sólo puede volver a en co n trarse p o r la gracia. La fe agusti niana es, a la vez, adhesión del espíritu a la verdad so b re n a tu ra l y abandono hum ilde del hom bre entero a la gracia de C risto, según expresa Gilson (1949, p. 38). La adhesión a la au to rid ad de Dios supone la hum ildad y ésta, a su vez, im plica una confianza en Dios. P or ello, son plenam ente aceptables las palabras de Boyer (1932, p. 205) cuando, al resu m ir su posición sobre este punto, dice que San Agustín veía en las realidades so b re n atu ra les el perfeccionam iento de las potencias de n u estra na114
turaleza, poniendo el principal interés de filosofar en m o strar, p o r una p arte, la necesidad que tenem os de la fe y, p o r o tra, la arm onía en tre los dones divinos y n u estro s m ás pro fu n dos deseos. El cam ino m ás seguro com ienza, así, con la fe: hay que b u scar con la fe p ara que el intelecto encuentre: Así se han de buscar las realidades incomprensi bles, y no crea que no ha encontrado nada el que comprende la incomprensibilidad de lo que busca. ¿A qué buscar, si comprende que es incomprensible lo que busca, sino porque sabe que no ha de cejar en su empeño mientras adelanta en la búsqueda de lo in comprensible, pues cada día se hace mejor el que busca tan gran bien, encontrando lo que busca y bus cando lo que encuentra? Se le busca para que sea más dulce el hallazgo, se le encuentra para buscarle con más avidez. ■■ Busca la fe, encuentra el entendi miento. (De Trinitate, XV, 2) El en ten d er, p o r tanto, sigue al creer. Pero, ¿p ara qué en ten d e r después de creer? La fe no es entendi m iento; la fe sólo m u estra el cam ino y lo p re p a ra p ara que sea posible en ten der: La fe, en efecto, es el peldaño de la intelección, y la inteligencia es la recompensa de la fe. (Sermón 126, 1) Aunque la fe sea un acto del pensam iento, al que se concede asentim iento, com o la define en De praedestinatione sanctorum (II, 5), es decir, siendo algo que for m a p a rte del proceso m ental norm al; sin em bargo, es el en ten d im ien to el que nos abre las p u erta s de la sabi duría, que es posesión de la verdad. La fe sólo es «sa biduría» p ara el «ignorante»; pero, p ara quien necesita, p a ra quien siente el deseo de satisfacer su entendim ien to, debe p ro lo n g ar el acto de la fe con el de entender. La inteligencia puede y debe seguir a esta fe; que, com o hem os visto an terio rm en te, está fecundada por la esperanza y la caridad. No se tra ta , pues, de u n a fe b ru ta aq u élla que Dios nos recom ienda en las E scritu ras, 115
sino que sus preceptos nos fuerzan a prolongarla p o r la vía del conocim iento, de la intelección: La intención del que busca es camino segurísimo hasta el momento en que se alcance aquello a lo que aspiramos y hacia lo que tendemos. Pero la inten ción, para que sea recta, ha de partir de la fe. La fe cierta es principio de conocimiento siempre. (De Trinitate, IX, 1) El en ten d er lo que creem os nos hace contem plar la verdad y las verdades. Nos perm ite contem plar la ver dad, porque lo que creem os es Dios, y éste es la Verdad; p en etrando en su com prensión, nos acercam os a El. Nos p erm ite co n tem plar las verdades porque visible es la tierra, lo mismo que la luz; pero aquélla no puede verse si no está iluminada por ésta. Luego tampoco los axiomas de las ciencias, que sin ninguna duda retenemos como verdades evidentes, se ha de creer que podemos entenderlas sin la radiación de un sol especial. (Solil., I, 8) Hay, al final del cam ino, la aprehensión de la Verdad: Nuestro conocimiento, sin embargo, no se perfec ciona sino después de esta vida, cuando lo veamos cara a cara. Tengamos esto presente y conoceremos que es más seguro el deseo de conocer la verdad que la necia presunción del que toma lo desconocido como cosa sabida. Busquemos como si hubiéramos de encontrar, y encontremos con el afán de buscar. (De Trinitate, IX, 1) Se realizan de esta m anera en San Agustín las tres etapas que hacen al hom bre feliz, com o expresa clara m ente en el Tractatus in Joan. Evang.: creer, saber, aprehender. Tres etapas que tienen una sola dirección, pues no son reversibles en el sentido anselm iano, com o se ha querido ver repetidam ente. Véase detenidam ente, si no, el S erm ón 43, y, en particu lar, sus últim as pa labras: 116
Pues ciertamente lo que ahora estoy hablando lo hablo para que crean los que aún no creen. Y, sin embargo, si no entienden lo que hablo, no pueden creer. Por lo tanto, en cierto modo es verdad lo que él dice: «Entienda yo y creeré»; también lo es lo que digo yo con el profeta: «Más bien cree para enten der.» Ambos decimos la verdad; pongámonos de acuer do. En consecuencia, entiende para creer, cree para entender. En pocas palabras os voy a decir cómo he mos de entenderlo sin controversia alguna: Entienda para creer mi palabra; cree para entender la pala bra de Dios. {Sermón 43, 9)
6.7.
A modo de conclusión
Toda esta d o ctrin a acerca del concepto, extensión y p ro fundidad de la fe que San Agustín fue desarrollando p au latin am en te, le fue tan evidente que pudo decir lo siguiente: De donde resulta que las verdades que al princi pio creimos, abrazándolas sólo por la autoridad, en parte se hacen comprensibles hasta ver que son cer tísimas; en parte vemos que son posibles, y cuán conveniente fue que se hicieren, y nos dan lástima los que no las creen, prefiriendo burlarse de nuestra primera credulidad a seguir en nuestra fe. (De vera relig., VIII, 14) Pero, p ara quien esté sanam ente em bargado del am o r a la sabiduría, oirá la voz que en nosotros clam a: Así, pues, si aquellos filósofos pudieran volver a la vida con nosotros, reconocerían, sin duda, la fuerza de la autoridad, que por vías tan fáciles ha obrado la salvación de los hombres, y, cambiando algunas pala bras y pensamientos se harían cristianos, como se han hecho muchos platónicos modernos y de nuestra época. (De vera relig., IV, 7) 117
Toda esta concepción agustiniana no es o tra cosa que tina sublim e glosa de la frase bíblica que com enta en re p etid as ocasiones: Recordad que él dijo: Tenemos un testimonio más firme, el de los profetas. Concédeme que en aquella controversia el juez sea el profeta. ¿Qué traíamos en tre manos? Tú decías: «Entienda yo y creeré.» Yo, en cambio, decía: «Cree para entender.» Surgió la con troversia; vengamos al juez, juzgue el profeta; me jor, juzgue Dios por medio del profeta. Callemos am bos. Ya se ha oído lo que decimos uno y otro. «En tienda yo, dices, y creeré.» «Cree, digo yo, para en tender.» Responde el profeta: Si no creyereis, no entenderéis. (Sermón 43, 7) San Agustín, com o ha expresado Gilson (1949, pp. 4142), no se ha planteado el problem a de si la razón sola puede alcanzar ciertas verdades, ya que a esto única m ente podía resp o nder afirm ativam ente. P ara él, el pro blem a era el de si la razón sola puede conducirnos a p oseer la sabiduría. Y esto fue lo que negó: la razón, sin la fe, no es ap ta p ara hacernos ap reh en d er la V er dad, fundam ento últim o de toda verdad. Exigía, p o r consiguiente, el com ienzo p o r la fe. Razón y Fe, Filosofía y Religión se funden, pues, en un único concepto de búsqueda, que lleva a la V erdad, a la S abiduría, a la Felicidad. Quien así busca es el filó sofo cristiano, aquel al que San Agustín dirige el si guiente consejo: Ama en gran manera el intelecto. (Epístola 120, 3)
118
San Agustín lee la Epístola. B. Gozzoli. San Gimignano. lelesia de San Agustín.
La orientación del hombre a la trascendencia en el pensamiento agustiniano
7.1. 7.1.1.
Objetivos y supuestos básicos del pensar agustiniano E l co n o cim ien to de D ios y del alm a co m o o b jetiv o s
El pensam iento de San Agustín es la expresión m ás clara de la vocación de un hom bre o rientado al ap ren dizaje y al conocim iento de la verdad. El problem a de la V erdad fue p a ra él una cuestión vital o, m ejo r aún, com o nos h a indicado J. H essen, la cuestión vital p o r excelencia pu esto que, de la solución de la m ism a espe ra b a m ucho m ás que u n a p u ra satisfacción intelectual. P ara él significaba la co n q u ista de u n a c e rtera visión del m undo y de la vida, a la que iba a p a rejad a la po sibilidad de u n a genuina form ación y el desarrollo de su p ersonalidad (J. J essen , 1962, p. 35). E sta vocación de aprendizaje y de conocim iento de la verdad viene im pulsada p o r dos grandes fuerzas m o 120
trices com o son la Auctoritas y la Ratio. A utoridad y Razón que se conjugan arm ónicam ente en ese intento agustiniano p o r conocer a Dios y al alm a que, de esa m anera, se configuran com o tem as centrales de toda in dagación filosófica. P ara San Agustín está claro que sólo hay un doble cam ino «para evitar la oscuridad que nos circunda: la Razón y la A utoridad» (Acerca del Orden, II, 5, 6, 16; Contra Académicos, III, 20, 43) y sólo a través de ellas podrem os resolver esos dos grandes problem as que in quietan al filósofo de todos los tiem pos: Dos problemas le inquietan (al filósofo): uno con cerniente al alma y el otro concerniente a Dios. El primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo al conocimiento de nuestro origen. El propio cono cimiento nos es más grato, el de Dios más caro; aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es para los aprendices, el segundo para los doctos. (Acerca del Orden, II, 18, 47) Son diversos los argum entos que apoyan la posición agustiniana y que configuran su fortaleza. El prim ero de ellos se cifra en el pleno y absoluto convencim iento de la «Auctoritas» de C risto com o «m aestro au téntico de verdad». P ara mí, nos ha dicho San Agustín, «es cosa ya cierta que no debo ap a rta rm e de la au to rid ad de C risto, pues no hallo o tra m ás firm e» (Contra los Acadé micos, III, 24, 43), y así, frente a la au to rid ad de la filo sofía que, «si bien prom ete la razón, salva a poquísi mos» (Acerca del Orden, II, 55, 16), San Agustín señala la su p rem a veracidad de la «verdadera filosofía» ante la p reten d id a verdad expresada con bellas palabras. Un bello texto del Agustín de Las C onfesiones m u estra cla ram en te su talan te en este punto: «Ya había aprendido de ti que no p o r decirse una cosa con elegancia debía tenerse p o r verdadera, ni falsa porque se diga con des aliño; ni a su vez verdadero lo que se dice toscam ente, ni falso lo que se dice con estilo b rillante; sino que la sabiduría y necedad son com o m anjares, provechosos o nocivos, y las palab ras elegantes o triviales, com o platos preciosos o hum ildes, en los que se pueden ser.vir am 121
bos m anjares» (op. cit., V, 6, 10). Con ello San Agustíh quiere darnos a en tender que es necesario distinguir no sólo en tre «Autoridad» y «Razón», sino tam bién la pre cedencia de aquélla respecto de ésta en orden a la d eter m inación de la verdad, así com o la necesidad de adop ta r u na posición de clara receptividad respecto de la «verdadera autoridad». Un segundo argum ento de apoyo podem os cifrarlo en la configuración de Dios com o fin único de la actividad del alm a y que ap u n ta a la afirm ación de la radical te leología del hom bre a lo divino y a la explicitación del ser hum ano com o realidad m enesterosa de Dios. E fectivam ente, no es suficiente, p ara San Agustín, ten er conocim iento de nuestro origen para d a r sentido a la vida hum ana. Es necesario a p u n ta r hacia el ho ri zonte que abre la esperanza de lograr la felicidad que el hom bre, en su vida y con su vivir, pretende encontrar. La coherencia in tern a del pensam iento agustiniano hace pues indispensable la conciencia hum ana de Dios com o principio y fin de la acción del hom bre m ismo. Signifi cativas son las ideas agustinianas expresadas en este texto de su tra ta d o sobre El libre albedrío: ¿Qué me puede perjudicar, efectivamente, el igno rar cuándo comencé a existir, si sé que actualmente existo y espero que he de poder continuar existiendo? No es en el pasado donde yo me fijo principalmente, como para avergonzarme de un error perniciosísimo, si de las cosas pasadas opino de otro modo distinto de como en realidad fueron, sino que lo que me preocupa y en lo que pienso, teniendo por guía la misericordia de mi Creador, es en lo que he de ser. Si acercq de lo que he de ser y acerca de aquél ante quien he de comparecer creyere o pensare cosa dis tinta de lo que es la verdad, éste sí que sería un error, del que debería precaverme a toda costa, a fin de que no me sucediera, o que no preparase lo ne cesario, o que no pudiese llegar al mismísimo térmi no de mis aspiraciones. Así como para comprar un vestido nada me per judicaría el haberme olvidado del pasado invierno, y sí me perjudicaría el no creer que se aproxima el venidero, del mismo modo nada perjudicará a mi alma si acaso ha olvidado lo que antes ha sufrido, 122
si actualmente advierte y tiene muy presente para qué cosas se la avisa que se prepare en lo ful uro. Y así como, por ejemplo, el que navega hacia Roma ningún inconveniente le vendría de haberse olvidado del puerto del cual zarpó la nave, con tal de que no ignorara hacia qué lado del lugar en que se halla de bería enfilar la proa, y, por el contrario, de nada le serviría acordarse de la costa de donde partió si, ig norando la verdadera situación del puerto romano, chocase en un escollo, así también nada me puede perjudicar a mí el no saber cuándo comencé la ca rrera de mi vida si sé el fin al que debo llegar y en el que debo descansar. Ni me serviría de nada la me moria o conjetura acerca de los comienzos de mi vida si, sintiendo acerca de. Dios, que es el único fin ver dadero de la actividad del alma, cosa distinta de lo que es digno de él, diese en los escollos del error. (O. c., III, 21,61) De ahí la necesidad, p ara el hom bre, de llegar al autoconocim iento, porque sólo a través de él se abre paso a la trascendencia: «Indaga qué es lo que en el placer corporal cautiva: nada hallará fuera de la con veniencia; pues si lo que co n tra ría engendra dolor, lo congruente p roduce deleite. Reconoce, pues, cuál es la verd ad era congruencia. No quieras d e rra m a rte fuera; e n tra d en tro de ti m ism o, porque en el hom bre in terio r reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es m u dable, trascién d ete a ti m ism o, pero no olvides que, al re m o n ta rte sobre las cim as de tu ser, te elevas sobre tu alm a, d o tad a de razón» (Acerca de la verdadera R eli gión, 39, 72). En consecuencia, pues, dos son los objetivos funda m entales del p en sar de San Agustín. En orden de exce lencia, qué duda cabe que la prim acía recae en Dios, pues com o ha expresado ce rteram en te V. Capanaga, «lo divino es la atm ó sfera propia del genio de San Agustín, p o rque en el universo creado sólo ve vestigios, som bras, guiños de la S abiduría infinita, que le hacen volver y su b ir a la Causa suprem a y ejem p lar de cuanto existe. Y es que la idea de Dios ilum ina la concepción agustiniana del m undo. No sólo p o r interés religioso, sino tam bién p o r razones m etafísicas el problem a de Dios es 123
cen tral en su filosofía com o áncora del pensam iento y del corazón. El sentido del m undo, el valor de la p er sonalidad hum ana y h asta los problem as del conoci m iento y de la c u ltu ra reclam an el apoyo de Dios. Cono cer a Dios es la m ás dichosa ocupación del esp íritu , p o r que El es el valor de los valores, el Sum o Bien, en quien se aq u ieta el corazón hum ano. La dialéctica de la cul tu ra ag u stiniana se halla m ovida in terio rm en te p o r este im pulso del conocim iento de Dios, que es un im pulso soteriológico o de salvación del alm a, es decir, el m ás hondo im pulso que subm ueve al hom bre» (V. Capanaga , 1962, p. 79). Sin em bargo, en el orden n atu ra l del conocer hum a no, la prim acía tem poral recae en el conocim iento del hom bre, en el conocim iento del alm a, ya que a través de ella podem os llegar a Dios. R ecordem os, sim plem ente, la conocida expresión agustiniana, sobre la que p o sterio r m ente volverem os: «Deus sem per idem : noverim me, noverim Te» (Soliloquios II, 1, 1) y que sirve de horizonte m etodológico del p en sar agustiniano. Como el lecto r h ab rá podido apreciar, una serie de su puestos subyacen al p lanteam iento m ism o de los obje tivos del p en sa r de San Agustín. El análisis de esos su puesto s constituye, ju stam en te, el objetivo del siguiente parágrafo.
7.1.2.
Los su p u esto s del p en sam ien to agu stinian o: la prim acía de la «A uctoritas», la idea de creación y la con cep ción del hom b re com o «Im ago Del»
B ajo tres grandes p u n to s centram os los supuestos sobre los que giran los objetivos agustinianos de «co nocer a Dios y al alma»: el pleno convencim iento de la p rim acía de la «A utoridad» sobre la «Razón», la p ri m acía de la idea de «creación» con las consecuencias que ella conlleva en todo el esquem a filosófico agustinia no y, p o r útim o, la determ inación de la centralidad del h om bre en el universo creado y su configuración com o «Im ago Dei». Un estudio sobre el pensam iento agusti124
niano no puede d e ja r de lado u n a reflexión, por breve que sea, sobre estos grandes núcleos.
Primacía de la «Autoridad » sobre la «Razón» Aun cuando el tem a que ah o ra nos ocupa se sitúa frecu en tem en te en el contexto de la discusión sobre «Fe y Razón» p o r la evidente relación que con esa tem á tica tiene, es conveniente retom arlo, aquí y ahora, con el fin de analizar su engarce con el p roblem a de la orien tació n trascen d en te del ho m b re en el pensam iento agustiniano. E n su concepción, el concepto de «Autoridad» es usa do p ara designar la reconocida capacidad general que tiene un ser, un grupo, etc., p a ra influir sobre otros ho m b res y o b ten er obediencia con el propósito de ase gu rarles la consecución de bienes o ven tajas verdade ras o, al m enos, que se puedan ten er com o verdaderas. Desde este sentido genérico, nos ha reseñado S. C otta en su análisis del térm ino en la Enciclopedia Filosófica, 1967, vol. I, la a u to rid a d se caracteriza p o r tres elem en tos esenciales: a) la capacidad, efectiva o p resu n ta, de influir sobre o tro s d istin to s de sí m ism o, con lo que se diferencia del au to co n tro l; b) el destino de esa capaci dad que no es o tro que ase g u rar u n a serie de bienes o v en tajas p a ra otro s seres distin to s al que se considera au to rid ad , c) p o r últim o, el reconocim iento de dicha ca pacidad. R econocim iento que conlleva u n a plena «con fianza», «fe», «fiducia», en que aquél que posee dicha capacidad cu m p lirá sus objetivos. Desde esta perspectiva genérica puede p erfectam en te enfocarse la in terp re tació n agustiniana de la «Autoridad» a condición de en ten d erla en la m entalidad de un c ristia no an tes que filósofo. Q uiero decir con ello que, p ara San Agustín, y con él todo el pensam iento m edieval, en ten d erá p o r «vera A uctoritas» única y exclusivam ente la A utoridad que se desprende de la verdad revelada, la Revelación, las S agradas E scritu ra s, en definitiva. Todo lo dem ás, p o d rá ser «Autoridad», pero no necesaria m en te «verdadera A utoridad», com o insistirá, u n a y o tra vez, E scoto Erígena. 125
¿Qué podem os en co n trar de positivo en este plantea m iento?, ¿acaso no im plica ello una dejación de la inelu dible actividad h um ana? Sí y sólo si nos fijam os en la pasividad in h eren te al «crede ut intelligas», pero no cuando se com pleta con el «intellige u t credas» que expresa el dinam ism o de ser hum ano, com prom etido en su cristianism o, que tra ta de com prender con la razón aquello que cree p ara, de esa m anera, hacer efectiva la praxis cristiana. Aspectos estos que fueron la fuerza agustiniana de los pensam ientos de S. Anselmo y Es coto E rígena e n tre otros medievales. San Agustín se dio perfectam ente cuenta de estos aspectos ju stam en te a la hora de d eterm in a r el sentido e stricto de la «Autoridad» y la necesidad de distinguir e n tre la «A utoridad divina» y la «autoridad hum ana» y, de esa m anera, p recisar el papel que juega la Razón a la h o ra de explicitar la vocación trascen d en te del hom b re a Dios. Efectivam ente, en su trata d o Acerca de la cantidad del alma, tra s reconocer el sentido de criterio de ver dad en el ám bito de la ciencia que la au to rid ad posee, señala al m ism o tiem po, la necesidad de no e sta r dom i nado exclusivam ente p o r esa au to rid ad que no es «ver d ad era autoridad». «Es distinto creer algo fundados en la au to rid ad que en la razón. Conseguir la verdad fundándose en la au to rid ad es cam ino breve y de nin gún trabajo» (o p . cit., 7, 12). Sin em bargo, m ás adelante, añadirá: «no te hagas dem asiado esclavo de la autoridad, sobre todo a la mía, que nada vale. H oracio dice «Atré vete a saber», a fin de que la razón te subyugue antes que el m iedo» (op. cit., 23, 41). Y es que, el criterio de au to rid ad , en el ám bito de la ciencia, siem pre tiene un valor relativo, toda vez que el criterio de au to rid ad no es la razón ú ltim a de la bondad o m alicia de los actos hum anos. Es claro que, en el orden n a tu ra l del conocer, la au to rid ad siem pre precede a la razón: «Como todo hom bre sin duda se hace docto de indocto y ningún indocto conoce la disposición y la docilidad de vida con que debe ponerse b ajo la dirección de los m aestros, resu lta que a todos cu antos desean llegar al conocim iento de 126
las grandes cuestiones, la au to rid ad les abre la puerta» (Acerca del Orden, II, 9, 26). De ahí que la razón, al des c u b rir su debilidad, «tiene necesidad del recurso a la au to rid ad com o confirm ación de lo que ella ha estable cido» (De las C ostum bres de la Iglesia Católica, I, 2, 3). Por esa razón, San Agustín, reconociendo la exigencia de la au to rid ad en todo proceso cognoscitivo, necesita d eterm in a r el sentido de la «verdadera autoridad» que ilum ine el cam inar de la razón hum ana. Así, en un claro fragm ento del tratad o Acerca del orden realiza esta dis tinción en tre «A utoridad divina» y «autoridad hum ana»; «La au to rid ad puede ser divina o hum ana: la divina es la verdadera, firm e y suprem a. Y al b u scarla se ha de tem er la m aravillosa potencia de engañar que tienen los dem onios, pues p o r m edio de la adivinación de co sas relativas a la percepción sensible y p o r algunas obras han logrado engañar fácilm ente a las alm as am igas de sortilegios, am biciosas de m ando o tem erosa de m ila gros vanos. Aquella es la verdadera au to rid ad divina que no sólo trasciende con signos sensibles toda h u m ana potestad , sino que, actuando sobre el hom bre, le m anifiesta cómo se abatió p o r él y le m an d a lib rarse de la tiran ía de los sentidos y aún de los m ism os m ila gros sensibles y elevarse a su in terp retació n espiritual, dem ostrándole a la p a r cuánto puede el o b ra r aquí y p o r qué puede todo esto y lo poco que lo estim a. H a de d escu b rir con sus m ilagros el poder, y con la hum ildad su clem encia, y su n atu raleza con m andatos, cosa todas que se nos enseñan m ás íntim a y seguram ente en las verdades sagradas en que estam os iniciándonos, pues p o r ellas la vida de los buenos -,e purifica m uy fácil m ente, no con rodeos de disputas, sino con la au to rid ad de los m isterios.» La au to rid ad hum ana, en cam bio, engaña m uchas ve ces; y en ella aventajan p articu larm en te, según el ap re cio de los ignorantes, los que dan m uchos indicios de la verdad de su doctrina, conform ando su enseñanza con el ejem plo. Y si a esto se agrega que tienen algunos bienes de fo rtu n a, cuyo uso los engrandece y les g ran jea reverencia, será m uy difícil que quien dé crédito a sus preceptos de buen vivir sea signo de censura» (op. cit., IL 9, 27). 127
T ras la distinción de estos dos tipos de au to rid a d y con la apropiación del «Sapere aude» de H oracio an te rio rm en te reseñada, San Agustín ha puesto sobre el ta pete los papeles que juegan en su p en sa r filosófico tan to la A utoridad com o la Razón. La A utoridad verdadera, la Revelación, la E scritu ra, en definitiva proporciona los contenidos de n u estro saber racional de form a que, sin la contribución de la Revelación, n u estro sab e r n atu ra l sería ciego p a ra la verdad en estricto sentido. Desde esta perspectiva, pues, la A utoridad m u estra su radical precedencia y prim acía sobre la razón pues, com o se ñala en el T ratad o sobre La Trinidad, la fe purifica y esclerece los ojos del alm a y la lib ertad del atractivo falaz de los sentidos (cfr. op. cit., I, 1, 3). Sin em bargo, la aspiración de Agustín no es sólo creer, sino llegar a la inteligencia de aquello que cree. Con o tras palabras, las consideraciones agustinianas del crede ut intelligas no suponen u n a detención en el m arco de! asentim iento in h eren te a toda creencia, sino que está en función de la inteligencia de aquello que se cree. E n consecuencia, pues, las consideraciones agustinia nas no constituyen un rechazo de la «razón» y, p o r tan to , de la filosofía, sino, ju stam en te, la afirm ación en su lugar d en tro del m arco ideológico del pensam iento cristian o de los P adres de la Iglesia. R ecordem os, «la filosofía prom ete la razón, pero salva a poquísim os», nos decía en el tra ta d o Acerca del Orden (II, 5, 16), sin em bargo, la razón, en tan to elem ento m ás elevado de la natu raleza hum ana, según nos señala, en tre otros lugares en su tra ta d o Acerca del libre albedrío (II, 6, 13), es no sólo esa facultad que el hom bre tiene p a ra perci b irse a sí m ism a com o objeto de su propio conoci m iento (Acerca del Libre Albedrío, II, 3, 9) o aquella a través de la cual el hom bre contem pla su propia alm a (cfr. Acerca de la Cantidad del Alma, 14, 24), sino tam bién, y pienso que fundam entalm ente, es esa capacidad del en ten d im ien to que, a p a rtir de lo visible, asciende a lo invisible (Acerca de la Verdadera Religión, 19, 52) y, en consecuencia, puede llegar a d e m o stra r a Dios, siem pre y cuando se desligue de lo sensible y en clara conjunción con la cardinalidad de la fe, esperanza y ca ridad, goznes de la praxeología agustiniana, com o bien 128
refleja en los Soliloquios: «La razón es la m irada del alm a; p ero com o no todo el que m ira ve, la m irad a bue na y p erfecta, seguida de la visión, se llam a virtud, que es la re cta y p erfecta razón. Con todo, la m ism a m irada de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no perm anecen las tres virtudes: la fe, haciéndole creer que en el o bjeto de su visión está la vida feliz; la espe ranza, confiando en que lo verá, si m ira bien; la caridad, queriendo co ntem plarlo y gozar de él. A la m irad a sigue la visión m ism a de Dios, que es el único o b jeto a cuya posesión asp ira, y tal es la verdadera y p erfec ta virtud, la razón que llega a su fin, prem iad a con la vida feliz. Y la visión es un acto in telectual que se verifica en el alm a com o re su ltad o de la unión del entendim iento y del o b jeto conocido, lo m ism o que p a ra la visión o cular co n curren el sentido y el objeto visible, y ninguno de ellos se puede elim inar, so pena de anularla» (op. cit., I, 6,13). Con ello se aprecia claram en te que uno de los m éritos agustinianos consiste, precisam ente, en la definitiva su peración de la desconfianza de algunos P adres de la Iglesia desde el m om ento en que acoge favorablem ente a las arte s liberales y a la filosofía m ism a, sim bolizada en la Razón, otorgándole su derecho de ciudadanía en el m arco del pensam iento cristiano m ism o. Desde esta perspectiva, San Agustín, se m overá en la posición aco gedora de San Ju stin o y C lem ente de A lejandría recono ciendo, ciertam en te, que la verdad radical tan sólo se en cu en tra en el C ristianism o, es decir, en la Revelación, y que es con esa verdad revelada con la que hay que c o n tra sta r las d istin tas d o ctrinas de los filósofos, pero que, en cu alq u ier caso, siem pre hay una validez en la form a n a tu ra l de conocer, en la actividad de la Razón, que actú a com o p ro p edéutica p ara el objetivo últim o y que se expresa claram ente en el p ro g ram a pedagógico expuesto en su tra ta d o sobre La D octrina Cristiana, donde nos señala la vía m ejo r p a ra llegar al conoci m iento de las S agradas E scritu ra s y con el estableci m iento de u n ord en jerá rq u ico del sab e r en el que, en el m arco de las ciencias creadas p o r el hom bre, se re chazarán las ciencias supersticiosas y superfluas y que a p u n tarán a la clara identificación en tre d o ctrin a cris129
tian a y v erd ad era filosofía, expresión del p en sa r de un ho m b re com prom etido en su pen sar y h acer com o cris tiano.
La primacía de la idea de «creación» y sus consecuencias para la filosofía agustiniana E l p roblem a del origen del m undo h a sido un p ro b le m a filosófico p o r excelencia en todos los tiem pos. Las soluciones, en cam bio, h an sido, lógicam ente, m uy di versas en v irtu d , precisam ente, de los factores que con figuran todo pensam iento filosófico. Desconocida en el pensam iento griego, en v irtu d del principio de la etern i d ad de la m ateria, la idea de creación adquirió ca rta de ciudadanía en el pensam iento filosófico con el pensa m iento ju d eo cristian o y fue precisándose a través de la discusión patrístico-escolástica com o antítesis de otros posibles tipos de derivación del principio originario, tales com o lo indicado con los térm inos «proceso» que, tra d u ciendo el vocablo griego -rcpooSoç, alude a la derivación de los seres que surgen del principio p rim ario de las cosas y que en cu en tra en la filosofía ncoplatónica u n fiel reflejo en ese su in ten to p o r su p erar el dualism o platóni co y establecer u n a continuidad de lo m últiple del Uno P rim ero (cfr. P lotino , Encadas, IV, 2.1; VI, 2.26; V, 3.22). O bien con lo significado con el térm ino «E m ana ción», en sus d istin tas form as de entenderla, sustancial (surgim iento de la pro p ia sustancia de una realidad dis tin ta aunque su stancialm ente igual a la p rim era) o m o dal (producción en el se r m ism o de uno de sus m odos de ser que, aunque d istin to del ser prim ario, no lo es de fo rm a absoluta). O, p o r últim o, con el m ás radical sentido n atu ra lista que nos ofrece la opción del té r m ino «generación». E n el debate con estas tres grandes tesis la teo ría creacionista se precisa sin caer en el b an do n atu ra lista. Las razones son obvias. De u n a p a rte se p lan tea la p o sibilidad de explicación del surgim iento de la m u ltiplicidad a p a r tir de la unidad p rim o rd ial en v irtu d de la v oluntad personal y libre del cread o r («Creatio ex nihilo»), de o tra, la presencia de lo divino en los seres creados, a la p a r que su trascendencia, en v irtu d de la diferencia ontológica y que, en ú ltim a ins130
tancia, p erm ite toda la «ordenación» de lo creado a la causa prim ordial. Desde esta perspectiva, el pensam iento agustiniano se m ueve en un plano claram ente creacionista y, de hecho, toda la filosofía del Obispo de H ipona es un canto a la prim acía de la idea de creación, en su sentido m ás genuino, fren te a las tesis del neoplatonism o y el gnosti cism o, en general, y el m aniqueísm o en particu lar. El sentido creacionista agustiniano encu en tra su m á xim a expresión ju stam en te a la hora de ab o rd a r el sen tido del orden del universo, de m odo que puede decirse que la categoría de «Orden» viene a ser la clave de in terp retació n del pensam iento no sólo de San Agustín sino tam b ién de todo el pensam iento cristiano m edieval, com o m uy bien nos reseñó Landsberg en su obra La Edad M edia y nosotros (1925, p. 19) cuando señala que, «la idea central, la clave que nos abre la inteligencia del pensam iento, de la visión del m undo y de la filosofía de la E dad Media, es la creencia de que el m undo es un cosm os, un todo ordenado con arreglo a un plan, un con ju n to que se m ueve tranquilam ente según leyes y ordenaciones eternas, las cuales, nacidas con el p rim er principio de Dios, tienen tam bién en Dios su referencia final». O rden que no sólo se da en el plano físico, sino tam bién en el personal y social. E sta ordenación del universo, en su integralidad, a Dios, configura ese cierto «optim ism o m etafísico» que, desde sus com ienzos, tra tó de p o n er a la luz el C ristia nism o fren te al radical pesim ism o gnóstico, y que p er m itió a b rir u n a vía a la esperanza al re in te g rar a la soberanía de un principio, esencialm ente bueno y c rea d o r de toda bondad, la totalidad del m undo. A p a rtir de entonces, com o ha señalado V. Capanaga, en su In troducción general a las Obras com pletas de San Agus tín, «todos los seres podían re sp ira r ya u n a atm ósfera m ás p u ra y libre, p o rque se hallaban en las m anos de Dios y no de un tirano» (op. cit., I, p. 48). Pero, ¿cóm o en ten d er el sentido de este orden que, a juicio de K. Svoboda (cfr. La estética de San A gustín, M adrid, 1958), se constituye en una categoría fundam en tal en el p ensam iento agustiano?, ¿Cuáles podrían ser sus fuentes? Quizá un principio de resp u esta la halle131
m os en las afirm aciones agustinianas de que «todo se halla en cerrado d entro del orden» (Acerca del orden, I, 7, 19) y que, en gran m edida, este orden no será o tra cosa que una form ulación del principio de «razón sufi ciente»: «que nadie m e pregunte ya p o r qué suceden cada una de estas cosas. Baste con sab er que nada se engendra, n ad a se hace sin una causa suficiente, que la produce y lleva a su térm ino» (op. cit., I, 6, 14). Es cierto que todavía que no se ha respondido a la preg u n ta pero, quizá, la resp u esta podam os entreverla en la afirm ación agustiana de que «todas las cosas han sido ordenadas p o r el cread o r en m edida, núm ero y peso» (Del Génesis a la letra, IV, 3, 7), tres conceptos claves que es nece sario explicitar. E s claro que la «medida» (m ensura) es lo que d eter m ina el m odo ser de cada ser, según nos refiere en el p árrafo citado, y, en ella, se incluye la idea de aju ste o de adaptación a u n a norm a fija, en tan to que «me dida de las m edidas». E sta idea de ajuste, referencia al ord en o, m ejor, a la ordenación según norm a, exige la previa com prensión de la tesis, expuesta en la c a rta a N ebridio (cfr. Ep. 11, 3), así com o en el trata d o Acerca de la V erdadera Religión (XXXVI, 66) y en Las C onfe siones (IV, 10). Si en la correspondencia con N ebridio se nos dice que «No existe naturaleza alguna ni su stan cia que no contenga y lleve consigo estos tres elem en tos: p rim ero el ser; segundo el ser esto o lo otro; te r cero, la perm anencia a toda costa en su ser» trata n d o de evidenciar con ello que lo prim ero es la causa na tu ral de procedencia, la especie según la cual las cosas se form an, lo segundo y, en terc er lugar la perm anencia en el ser, en el tra ta d o acerca de la Verdadera Religión m encionará la un idad del ser existente com o «vestigio de ese p rim e r principio», de quien recibirá la «m ism a unidad» y que perm itirá, justam ente, la identificación de ese « p rim er principio» com o «m edida de las m edi das», exactam ente com o esa m edida que «determ ina el m odo de ex istir de todo ser». V inculado a ese planteam iento, com o ha reseñado Capanaga, se en cu en tra la idea de «forma» o «Species» la cual nos m u estra la diferencia entre los seres en tanto que seres m últiples: «todo ser m udable es necesaria132
m ente susceptible de perfección o de form a. Así com o llam am os m udable a lo que puede cam biarse, así llam a ría yo form able a lo que es capaz de recib ir una nueva form a. Pero ningún ser puede form arse a sí m ismo, p o rque ningún ser puede darse a sí m ism o lo que no tiene, y, p o r tan to , p ara llegar a ten er form a, es preciso que la preceda un ser form ado. P or lo cual, si algún ser tiene ya su form a, no tiene necesidad de re cib ir lo que ya posee, y si alguno no tiene form a, no puede re cib ir de sí m ism o lo que no tiene. Ningún ser, pues, puede fo rm arse a sí m ism o» (Acerca del libre albedrío, II, 17, 45). Es cierto que el térm ino form a puede en ten d erse en un doble sentido, bien aristotélico, bien platónico. San Agustín recogerá am bas y ad m itirá una form a inm anente a las cosas, in trín seca a ellas y, tam bién una fo rm a ejem plar, trascendente, form a de todas las form as, que es, ju stam en te, la aspiración de toda realidad. El pro blem a aq u í no radica en la distinción de estos dos tipos de form as, sino en cóm o la razón es capaz de p asa r de la m ultiplicidad de las form as a la unidad de la form a de las form as. En este sentido, el gran m ediador no es o tra cosa que el m ism o concepto de núm ero que, si bien «brilla en las cosas», «sólo la razón logra alcan zarlo» (cfr. Acerca del orden, II, 15, 42). De ahí la im por tancia de las leyes m atem áticas en la epistem ología agustiniana en tan to que con ellas nos introducim os en un ám bito de certezas, en un ám bito inteligible, bello y arm ónico y, en consecuencia, «racional» del cosmos. P or ello no nos ex traña que San Agustín m encione al «núm ero», al estilo platónico, com o ese gran m ensajero en tre el m undo sensible y el inteligible: «Si pues todo cuanto ves que es m udable no lo puedes p ercib ir ni p o r los sentidos del cuerpo ni p o r la atención del espíritu, a no ser que exista en una form a num érica, sin la cual todo se reduce a la nada, no dudes que existe una form a etern a e inm utable, en v irtu d de la cual estas cosas, que son m udables, no desaparecen, sino que con sus acom pasados m ovim ientos y la gran variedad de sus form as, continúan recorriendo h asta el fin los cam inos de su existencia corporal; form a etern a e inm utable, en cuya v irtu d , sin e sta r contenida ni com o definida en el 133
espacio, ni prolongarse a través de los tiem pos, ni su fr ir alteración con el tiem po, todas las dem ás pueden ser form adas, y, según sus géneros, llenar y re co rre r los núm eros del espacio y del tiem po» (Acerca del libre albedrío, II, 16, 44). Ahora bien, volviendo a las consideraciones agustinianas de que todas las cosas «han sido ordenadas p o r el cread o r en m edida, n úm ero y peso *» y, una vez explicitad o que, de u na p arte, la m edida es aquello que de term in a el m odo de existir de cada se r (cfr. Del Génesis a la letra, IV, 3, 7) y, de otra, que el núm ero es cóm o se expresan las form as específicas de los seres, es claro que nos queda p o r averiguar cuál es el sentido del «Peso» (pon d a s) y saber el papel que éste desem peña en la ordenación del universo en su integralidad. P ara resp o n d er a esta cuestión no hay m ejo r pru eb a que u n a m agnífica descripción del tem a que en co n tra m os en las E narrationes in psalm os (29, X), donde nos dice: El peso es cierto impulso o conato entrañado en cada ser, con que se esfuerza para ocupar su propio lugar. Tomas una piedra en la mano, sientes su peso, te hace presión en ella, porque apetece volver a su centro. ¿Quieres saber lo que busca? suéltala de la mano: cae en tierra, y allí descansa; ha llegado a donde tendía, halló su propio lugar. Otras cosas hay que se dirigen hacia arriba, porque si derramas agua sobre el aceite, por su peso se precipitará abajo. Busca su lugar, quiere ordenarse (ordinari), pues cosa fuera del orden es el agua sobre el aceite. Al contrario, quiebra una ampolla de aceite debajo del agua. Como el agua derramada sobre el aceite, busca su lugar sumergiéndose, el aceite soltado debajo sube arriba. ¿A dónde tienden igualmente el fuego y el agua? El fuego se dirige hacia arriba, buscando su centro, y los líquidos buscan también el suyo con el peso. Y lo mismo las piedras, las maderas, las co lumnas y la tierra con que está edificada esta Iglesia. Ese «conatus» o «ím petus» que es el peso («pondus») constituye, pues, la expresión m ás clara de la actitu d de todo ser creado: la tendencia a alcanzar su lugar natural, el establecim iento del equilibrio y la arm onía 134
(el orden) en el universo, y que San Agustín identifica con el pleno sentido del «amor»: Existe un amor con el que se ama lo que no debe amarse, y este amor lo odia en sí mismo el que ama aquél con que se ama lo que debe amarse. Los dos pueden coexistir en un mismo sujeto. Y el bien del hombre radicará en esto: en que medrando aquél por el que vivimos bien, desmedre éste por el que vivimos mal, hasta que logremos una salud perfecta y se trueque en bien toda nuestra vida. Si fuésemos bestias, amaríamos la vida carnal y lo conforme al sentido. Este sería un bien suficiente para nuestros deseos, y, yéndonos bien en él, no buscaríamos más. Asimismo, si fuéramos árboles, no podríamos amar cosa alguna con conocimiento sensitivo, pero apete ceríamos todo aquello que nos tornara más feraz y fértilm ente fructuosos. Y, si fuéramos piedras, agua, viento, fuego o algo por el estilo, sin sentido y sin vida, no nos faltaría una especie de tendencia a nues tros propios lugares y órdenes. Las tendencias de los pesos son como los amores de los cuerpos, bien bus quen con su pesantez lo bajo, bien con su levedad lo alto, pues como el ánimo es llevado por el amor doquiera vaya, así el cuerpo lo es por su peso. (La Ciudad de Dios, XI, 28) Podem os incluso re co rd ar las conocidas expresiones agustinianas de las Confesiones: «Las cosas m enos o r denadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi am or; él m e lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y p o r él som os llevados hacia a rri ba» (op. cit., X III, 9), y en las que se a p u n ta claram ente, de u n a p arte, la necesaria ordenación del universo p o r el C reador y la presencia de E ste en las tendencias del m ism o universo y, p o r o tra, la plasm ación de la con ciencia en el h om bre de su ordenación a Dios, fiel ex presión de la dialéctica de lo finito-infinito, consecuen cia de la tesis del hom bre com o «imago Dei». De ahí la necesidad de exam inar, com o presu p u esto básico del p en sa r agustiniano, el lugar que el hom bre tiene en el universo creado. 135
L a c e n tr a lid a d d el h o m b r e en el u n iv e rso crea d o y s u co n c e p c ió n c o m o « Im a g o Dei» Al igual que el tem a del origen del m undo, la p re g u n ta p o r qué sea el hom bre ha sido siem pre una p re g u n ta cen tral en la filosofía. P ara S an Agustín, com o dijim os anterio rm en te, tal preg u n ta se constituye en eje básico de su filosofar. Dos problem as, recordem os, in q u ietan al filósofo, uno concerniente al alm a y el otro concerniente a Dios. Si el prim ero nos conduce al p ro pio conocim iento, el segundo nos conduce al conoci m iento de n u estro origen. Pero esta cuestión acerca del hom bre debe equilatarse. En este punto, San Agustín alu d irá claram ente a las enseñanzas de los académ icos y co n trapone sus opciones al respecto con la in te rp re ta ción cristian a que debe re in a r en la ciudad de Dios * (cfr. La Ciudad de Dios, XIX, 3). Ahora bien, esta necesidad de a q u ilatar el sentido del hom bre no sólo viene determ inada p o r la posibilidad de resp u estas divergentes en la m ism a concepción del hom bre, sino, tam bién y fundam entalm ente, p o r el hecho concreto de que el h om bre se nos m uestra con dos ca racterísticas claves: su finitud y dinam ism o. P or su finitud, el h om bre aparece al hom bre m ism o com o «bur lador» (cfr. C onfesiones, I, 6, 7) de Dios: «Grande abism o es el hom bre, cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se p ierd a uno sin tú saberlo; y, sin em bargo, m ás fáciles de c o n tar son sus cabellos que sus afectos y los m ovim ientos de su corazón» (C onfesiones, IV, 14, 22). P or su a p e rtu ra, su dinam ism o, consecuencia clara de su naturaleza finita, el hom bre tiende a su perfección y com pletud (categoría de orden), que sólo alcanzará en Dios: «¿Qué soy pues, Dios m ío? ¿qué n atu raleza soy? Vida varia y m ultiform e y sobrem anera inm ensa. Ved m e aquí en los cam pos y an tro s e innum erables caver nas de mi m em oria, llenas innum erablem ente de géne ros innum erables de cosas, ya p o r sus im ágenes, com o las de todos los cuerpos; ya p o r presencia, com o las de las artes; ya no se qué nociones o notaciones, com o las de los afectos del alm a, las cuales, aunque el alm a no las padezca, las tiene la m em oria, p o r e star en el alm a cuando está en la m em oria. P or todas estas cosas dis 136
cu rro y vuelo de aquí p ara allá y p enetro cuanto puedo, sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la vir tu d de la m em oria, ta n ta es la v irtud de la vida en un hom bre que vive m ortalm ente» (C onfesiones, X, 17, 26). De ahí, pues, la necesidad, la p reg u n ta p o r el sentido del h om bre y, ju n to a ella, tratem os de com p ren d er el lugar de ese hom bre en el universo creado. Dos grandes corrientes confluyen en la configuración de la antropología agustiníana. De un lado, la corriente bíblica y paulina del hom bre com o «imago Dei», ser caído en la culpa y, de o tra p arte, la co rrien te griega del «homo rationalis» o un anim al m ovido p o r un «verbo interior» en que se cifra toda su dignidad» (cfr. Capanaga: In tro d . O. C., S. Agustín, I, p. 64). Ambos aspectos estarán estrech am en te conectados en S. Agustín y a ello, necesariam ente, debem os atender, pues, efectivam ente, si bien en el h om bre se da una síntesis de anim alidad y racionalidad que le perm ite «por ser racional, aven ta ja r a las bestias y p o r ser m ortal diferenciarse de las cosas divinas. Si le fa lta ra lo prim ero, sería un b ruto; si no se a p a rta ra de lo segundo, no p o d ría deificarse» (Acerca del Orden, II, 11, 31), lo cierto es que el hom bre tiene «su origen en Dios, de quien recibirá la form a, p o r el acto cread o r de Dios m ism o (cfr. Acerca del alm a y de su origen, I, 17, 27; Acerca del libre albedrío, II, 1, 2) y, en consecuencia, es un p u ro «Don de Dios» que se ex p resa com o «vestigio de la secretísim a un id ad de Dios» (Confesiones, I, 20, 31) y que pone sobre el tap ete la teo ría agustiníana, p rocedente de la teología bíblicopaulina del h om bre com o «imago Dei». V arias p reg u n tas nos surgen a la hora de exam inar esta cuestión: ¿Cómo y p o r qué el hom bre es imago Dei?, ¿cuál es el significado de esta tesis agustiniana?, ¿cóm o y dónde se expresa, en el hom bre, la im ago Dei? Las resp u estas a estas p reguntas debe hacerse aten d ien do básicam ente a lo que constituye el horizonte de S. Agustín, de una p a rte y, de o tra a la proyección his téric a del p roblem a tras la reflexión agustiniana. Dos expresiones del Génesis cen tran la atención agus tiniana. De un lado, la expresión: «Y Dios hizo al hom b re a su im agen y sem ejanza» y, de otro, «Adán perdió p o r el pecado la imagen y sem ejanza de Dios». Una co 137
rrecta in terp retació n del p en sa r agustiniano sobre esta cuestión debe p a rtir de estas claves h erm enéuticas que A. T u rrad o ha señalado desde un análisis histórico del p ro b lem a en su trab ajo : «N uestra im agen y sem ejanza divina. E n to rn o a la evolución de esta d o ctrin a en San Agustín» (en Rvta. La Ciudad de Dios, 3 4 (1968), pági nas 776-801): 1). Que San Agustín se sitúa siem pre en la perspectiva de la h isto ria de la salvación, lo que es indicativo de que habla siem pre de Adán partien d o del estado de ju stic ia * original en que fue creado. 2) Que su teo ría neoplatónico cristian a de la participación está la tiendo en to d as sus expresiones confiriendo a la im a gen y sem ejanza un ca rác te r esencialm ente dinám ico y gradual en función del m ayor o m enor grado de igual dad con el divino ejem plar. 3) Que la evolución de esta d o ctrin a tiene com o horizonte crítico el an tro p o m o rfis m o m ateria lista gnóstico-m aniqueo (con an terio rid ad al año 412) y el optim ism o pelagiano (con posterio rid ad al año 412). Ante el m aterialism o gnóstico-m aniqueo, la teoría de la Im ago Dei ag u stiniana sigue las d irectrices paulinas y se sitú a en un plano estricta m e n te espiritual, sobrena tu ra l y cristológico con una fu erte incidencia del plano m oral que p erm ite ren acer al hom bre nuevo una vez despojado del h om bre viejo. E sta reconquista, a p a rtir del h om bre viejo, sólo es posible a través del hom bre interio r. E n esa línea se m ueve la argum entación agus tin ian a en los trata d o s Acerca de la cantidad del alma (28, 54-5); Del Génesis contra los M aniqueos, Contra Fausto y en Del Génesis a la letra. Ante el m aniqueísm o, que tiene com o principio bási co que el origen del cuerpo y de las m iserias físicas y m orales del hom bre se deben al principio del mal, San Agustín quiere d em o strar que todos los m ales, tan to físicos com o m orales tienen com o única proceden cia el pecado de Adán, p o r el que perdió la im agen y se m ejanza divina en que había sido creado. De esta m a nera, m oviéndose en una perspectiva espiritual, m oral y cristológica, San Agustín habla de que Adán, con el pecado, se convierte a sí m ism o y sus descendientes en el h om bre terren o , viejo y exterior y, de ahí la necesi138
dad de la refo rm a p o r el hom bre nuevo, al haberse p er dido la im agen y sem ejanza de Dios. E n cam bio, señala T urrado, a p a r tir del 411-412, an le el pelagianism o que, con su optim ism o n atu ra lista, p ro pugnaba la no existencia m ism a del pecado reducién dolo a un sim ple m al ejem plo de los prim eros padres, San Agustín insiste en las heridas del p rim e r pecado en la natu raleza hum ana, expresadas en la ignorancia y concupiscencia desarreglada y que perm iten el debili tam iento del alm a y su dinam ism o (m em oria, inteligen cia y voluntad). De ahí que, al ten er com o horizonte al pelagianism o, San Agustín in sistirá en la necesidad de la R eform a de n u e stra im agen bajo la perspectiva de la Gracia. Sin em bargo, y saliéndonos del horizonte pu ram en te h istórico del problem a tal y com o fue tra ta d o p o r San Agustín, lo cierto es que la d o ctrin a tiene im p o rtan tes consecuencias filosóficas y que pueden conducirnos a! eje cen tral de la antropología agustiniana: la orientación trascen d en te del hom bre, su a p e rtu ra y vocación de in finitud. De lo exam inado conviene re p a ra r que en la d o ctri na ag u stiniana del hom bre com o «imago Dei»: a) tiene un sentido m uy explícito la afirm ación es c ritu ra ria de q ue Dios hizo al ho m b re a su im agen y sem ejanza y que no se d ije ra tan sólo «Y Dios hizo al hom bre», de la m ism a m an era que lo dice del resto de los seres creados. Con ello San A gustín tra ta de m o stra r la m ayor dignidad del hom bre y su lugar privilegiado en el orden creatu ral; b) esa «m ayor dignidad» se expresa en el m ism o h e cho de la racionalidad hum ana. Aspectos que se m ues tra n claram en te en estos dos textos de los trata d o s El Génesis a la Letra y sobre La T rinidad: Tampoco debemos pasar en silencio lo que al decir a nuestra imagen se añadió, inmediatamente: y ten ga dominio sobre los peces del mar y los volátiles del cielo, y sobre los demás animales que carecen de razón. Se dijo esto para que entendiésemos que el hombre fue hecho a imagen de Dios en lo que aven taja a los animales irracionales, es decir, en cuanto 139
a la razón, o la mente, o la inteligencia, o como queramos llamarla, si existe alguna otra palabra más apta. De aquí que el apóstol dice: renovaos en el es píritu de vuestra mente, y también: vestios el hom bre nuevo, el que se renueva en el conocimiento de Dios, según la imagen de El, que la crió. En esto se manifiesta suficientemente en qué fue creado el hom bre a imagen de Dios, es decir, que no fue credo en perfiles materiales, sino en cierta forma inteligible de mente iluminada. (Del Génesis a la letra, III, 20, 30) Era nuestra intención adiestrar al lector en la con templación de las criaturas, con el fin de que pudiera conocer a su Hacedor; y en nuestra búsqueda llega mos hasta la imagen de Dios, que es el hombre, en lo que tiene de más sobre los anitnales, es decir, su razón o inteligencia y cuanto pueda enunciarse del alma racional e intelectiva, siempre que pertenezca a esa realidad que llamamos mente o ánimo. (Acerca de la Trinidad, XV, 1, 1) E n consecuencia, pues, decir del ho m b re que es «imago Dei» y c ifra r esa im agen en la racionalidad es seña la r la pecu liar situación del hom bre en el cosm os y no sólo en el ám bito de lo p u ra y estricta m e n te fenom é nico, sino que a p u n ta al ám bito de la trascendencia. C iertam ente, el interés agustiniano de la teo ría del h o m b re com o «imago Dei» ap u n ta hacia su sentido trascen d en te, p ero no sólo tiene sentido desde ese ám bito. De él irra d ia rá, m ediando una transfiguración in evitable, to d a u n a teo ría acerca del dinam ism o hum ano en el sentido de u n endiosam iento del hom bre y que em pezará a flo recer en el R enacim iento. En conclusión podem os decir con R. A rnáu (La doc trina agustiniana de la ordenación del hom bre a la vi sión beatífica, Valencia, 1962, pp. 20-21), que el elem en to p rim ario y fu n d am ental de la teoría de la imago Dei, expresada en la racionalidad, en v irtud de la cual el h om bre se sitú a en esa posición in term ed ia en tre lo p u ram en te sensible y lo inteligible, es el hecho de se r capax Dei. Con o tra s p alab ras, lleva ín sita la posibilidad de llegar al conocim iento de Dios. De Dios y p a ra Dios 140
es ju stam en te el doble cam ino que re co rre el alm a crea da y sólo en ese cam ino tiene sentido, p ara San Agus tín, la realidad y el pensam iento del hom bre. El con cepto de n aturaleza h u m an a tiene solam ente sentido desde el cread o r que, a la vez, es el fin de la creación. De ahí la consideración de la n atu raleza hu m an a com o natu raleza a b ierta hacia un fin que no es ella m ism a y, de ahí su ca rác te r dinám ico y la form ulación del p rin cipio noverim me, noverim Te.
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El principio agustiniano de la interioridad. Su origen y sentido
8.1.
Introducción
E n páginas an terio res señalam os que dos eran los objetivos del p ep sar agustiniano: el conocim iento del alm a y el conocim iento de Dios. Igualm ente, indicam os que en ord en a su dignidad o sten tab a la prim acía el co nocim iento de Dios pero que, en el orden n atu ra l del conocer hum ano es claro que hay una prim acía en el autoconocim iento. C onocer al hom bre p ara conocer a Dios p o rq u e «en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la verdad». De esta form a podem os decir que en la in te rio rid ad encontram os u n núcleo básico del pensam iento agustiniano. Pero la in terio rid ad ¿tiene tan sólo un sentido m etodológico o encierra algo m ás? ¿Cuál es el sentido p rofundo que esconde la transform ación cris tian a de esa in terio ridad?
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8.2. Origen y formulación del principio de la interioridad El p ensam iento agustiniano, qué duda cabe, no es o ri ginal en el plan team iento de la cuestión de la in terio ri dad en su trata m ien to filosófico. Desde el oráculo deifi co «conócete a ti mismo», m áxim a de la reflexión socrá tica, la cuestión no ha dejado de p lan tearse h asta nues tro s días. Pero no es n u estro objetivo el tra ta m ie n to de este desarrollo sino, m uy al contrario, tr a ta r de confi g u ra r las líneas m aestras del origen de la concepción agustiniana de la in terio rid ad y, an te esa perspectiva, tres grandes núcleos de influencia podem os reseñar, sin que, p o r o tro lado, algunos m ás puedan reseñarse. E s tos tres núcleos podem os cifrarlos en el pensam iento plotiniano, en algunos planteam ientos gnósticos y, bási cam ente, en la trad ición cristiana. Aunque su plan team iento original, al m enos en sus aspectos esenciales, es platónico, no parece cab er la m en o r duda que u n a de las m ayores fuentes de in sp ira ción del pen sam ien to agustiniano fue el neoplatonism o con cuya filosofía estuvo en estrecho contacto en su etap a m ilanesa en ese círculo intelectual del obispo Am brosio. E l conocim iento de la o b ra de Plotino, a tra vés de las traducciones de M ario V ictorino, com o nos h a indicado M arrou, «orientó y condicionó to d a la evo lución intelectual y esp iritu al de Agustín. De un sólo golpe todas las dificultades fueron superadas: el descu b rim ien to de un m undo inteligible y de su realid ad em i nente disipaba las aberraciones del m aterialism o: una teoría del conocim iento, de razonado dogm atism o, eli m inaba el escepticism o de la Nueva Academia» (M a r r o u , 1959, p. 36). Una p ru eb a de la incidencia del pensam iento de Plo tino la podem os e n c o n tra r en el análisis de los conte nidos de la Enéada, I, trata d o 6, en el que P lotino des arro lla la tesis de la visión in terio r p ara p o d er alcanzar la belleza su perando la sensibilidad. Pero, ¿quiere decir esto que Agutín de H ipona sea un filósofo neoplatónico? La verdad es que no puede responderse afirm ativ a 143
m ente sin caer en un craso erro r, pues, com o h a seña lado m uy ce rteram en te E. Gilson, u n a cosa es que San Agustín haya vivido sobre el fondo neoplatónico acu m ulado en el p rim er entusiasm o de los años 385-386, d u ra n te su estancia en Milán, h asta el pu n to de que su técnica filosófica provenga íntegram ente de él, y o tra m uy d istin ta es su adscripción al m ovim iento neopla tónico stricto sensu, pues su conversión al C ristianism o m arcó una p au ta d iferenciadora en tre el p en sa r agustiniano y el neoplatónico. En cualquier caso, no parece desencam inada la tesis que ap u n ta al hecho de que el pensam iento agustiniano^ge configure com o una síntesis de ideas paganas, platónicas y de ideas pro fóticas y bí blicas, ap u n tan d o siem pre, ello es cierto, a la su p rem a cía -de la verdad cristiana, ante la que debe su p ed itarse todo plan team ien to filosófico correcto, si hacem os caso a la recom endaciones de San Agustín a Dióscoro: «Por donde se ve que los m ism os filósofos de la escuela pla tónica deben cam b iar algunos pocos puntos que rep ru e ba la disciplina cristiana; tienen que so m eter la cerviz al único e invicto rey, C risto, y ac ep tar el V erbo de Dios, que se revistió del h om bre, p o r cuyo m andato fue creído en el m undo aquello que ellos ni se atrevían a p ropo ner» (E pístola, 118, III, 21). Tam bién m erece m ención explícita la orientación gnóstica sobre el tem a. Con independencia de las peculiari dades que todo el m ovim iento gnóstico p resen ta y que no es posible tra ta r aquí, es claro que toda gnosis tra duce siem pre una necesidad individual de «salvación» com o consecuencia de una visión trágica del hom bre que, en cu alq u ier caso, es prisionero de su cuerpo, de su alm a inferior, del m undo, del tiem po y, de ahí, su «conciencia de ser arrojado» y tra ta n d o de e n c o n tra r el cam ino de regreso al estado de felicidad perdido. P or ello no nos ex trañ a la conclusión del gnóstico que, cons ciente de que «está en el m undo (realidad perversa), pero que no es de este m undo», propugna la ascensión «a la p a tria originaria» despreciando el m undo: «Busca el lu g ar de tu p a tria a rrib a y m aldice el lugar del enga ño en donde te dem oras», se lee en unos versos gnós ticos que aluden a la b ú squeda del doble de nosotros 144
m ism os (cfr. J. L. Leipoldt-W. Grundmann : E l m undo del N uevo T estam ento, II, Textos y D ocum entos, Ma d rid , Ed. C ristiandad, p. 418). P ero ¿cóm o llevar a cabo esta vuelta al lu g ar origina rio?, quizá la resp u esta m ás clara, d en tro de los m ism os docum entos gnósticos, sea la «Canción de la perla» de los «H echos de Tomás», en la que se alude al sím il del espejo y que, en cierta m edida, nos recu erd a la conoci da p aráb o la evangélica del hijo pródigo. En «La canción de la perla» podem os leer: «Mas repentinam ente, viendo yo el vestido (expresión que se refiere al vestido origi n ario en estad o de felicidad original en el acto de la creación), com o si se hubiera hecho sem ejante a un es pejo lo contem plé p o r entero (a través) de m í m ism o y m e reconocí y m e vi a través de él, p o rq u e éram os p a rte s sep arad as del m ism o se r y de nuevo som os un sólo ser en una ú nica form a» (J. Leipoldt-W. Grund mann , o. c., p. 433). El re to rn o a sí m ism o, la visión de lo que uno es, nos conduce a lo originario. E ste texto no deja de se r in teresan te p o r cuanto que «La canción de la perla» parece ser u n a reelaboración m aniquea de un gnóstico clásico y, no hay que olvidarlo, la inicial ad scripción al m aniqueísm o de San Agustín puede de j a r e n tre v e r una serie de antecedentes tem áticos poste riores, aunque p ro fu n d am en te m odificados p o r su con versión al cristianism o. E n cu alq u ier caso, parece claro que, consciente San A gustín de la existencia de dos órdenes de conocim ien to, el sensible y el inteligible, era necesaria la aplicación de un nuevo m étodo que lograse su p e ra r la gnoseología m ateria lista del m aniqueísm o el cual, al situ a r un velo sobre la p a rte m ás noble del ser, le im pedía ver algo m ás que la p u ra espacialidad, com o quiere indicarnos en las C onfesiones, V, 10 cuando, refiriéndose a su época m aniquea señala que «no podía concebir sino lo que te nía m asa corporal» y que explica ese su pastoreo de «m anadas de fan tasm as contradictorios», alejado del esp íritu , al que alude en Confesiones, V II, 17. ¿Cóm o co n cretizar ese proceso de interiorización? Son varios los pasajes de la o b ra agustiniana en los que se m u estra este proceso dialéctico de la in terio rid ad . Pero, 145
sin duda alguna, el que aparece con u n a gran claridad es el que se encu en tra en las Confesiones, VII, 18, donde podem os leer: Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermo sura ele los cuerpos —ya celestes, ya terrestres— y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y ca balmente de las cosas mudables cuando decía: "esto debe ser así, aquello no debe ser así"; buscando digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable. Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al al ma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos, del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la po tencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la mis ma inteligencia, y apartó el pensamiento de la cos tumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmuta ble debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo cono ciera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta crudeza. Y, finalmente, llegue a "lo que es" en un golpe de vista trepidante. Una lectu ra superficial del texto an terio r puede con ducirnos a u na erró nea in terp retació n de la in terio ri d ad agustiniana. Sin em bargo, es conveniente que una lectu ra de e s te 'tip o sea realizada p ara poder com pren d er el sentido profundo de lo que San Agustín quiere expresarnos. Un p resupuesto a ten er en cuenta es la triple catego ría de seres que conform an todo el universo, aunque no exclusivam ente, agustiniano: seres ínfim os, íntim os y superiores. Y en relación con ello se encuentra el p ro ceso dialéctico de la «aversión del m undo exterior», la «introversión» y la «extraversión o supraversión», que es la form a en que viene representado ese ascenso del 146
alm a que siente y entiende y, de ésta, a una luz supe rior, dando lugar a las diversas form as de conocim iento. Efectivam ente, si analizam os externam ente el texto, observam os que la p rim era form a de conocim iento es la de los sentidos externos, que nos enlazan con el m un do sensible que, si bien tiene su valor, m u estra clara m ente su lim itación, com o claram ente lo hace ver a los académ icos (cfr. Contra los académicos, II, 11, 24)'. Por ello, San Agustín ve un grado su p erio r de conocim iento el «sentido íntim o» o sensus interior o vis interior, que es a quien corresponde darse cuenta y d iscern ir cla ram en te las im presiones procedentes de los órganos corpóreos y, con ello da prueba de su su p erio rid ad (cfr. Acerca del libre albedrío, II, 4, 10; II, 5, 11). Pero San Agustín va m ás allá de esto y se da cuenta de que, si bien es a la razón a la que le toca juzgar acerca de los datos de la experiencia (cfr. Acerca del libre albe drío, II, 6, 13), no m enos cierto es quela razón, reco nociéndose m udable en sí m ism a, se rem onta h asta la m ism a inteligencia. Ascenso que tiene com o prem io la visión de «lo que es» al través de esa «luz trepidante». Es paten te, en todo ello, el esquem a neoplatónico. Sin em bargo, esa intuición actuó com o una especie de fíat lux en la m ente agustiniana en tan to que esclareció, de una vez p o r todas, en el pensam iento del obispo de H ipona, la relación q ue el alm a hum ana tiene con un principio fro n tal y absoluto. A p a rtir de ello, San Agus tín sólo tuvo ojos p ara ese m undo interior. De ahí que podam os decir que la reflexión agustiniana es una p er m anente invitación al descubrim iento del sentido p ro fundo del su jeto expresada en la conocida frase del trata d o Acerca de la Verdadera Religión (39, 72): «Noli foras iré, in teipsum redi. In interiore hom ine habitat veritas, el si tuam naturam m utabilem inveneris transcende et te ip su m ,» La cuestión, ahora, estrib a en saber cuál es el sentido de esa invitación al sujeto, la razón de esa vuelta a la subjetividad. Y es, ju stam en te aquí, donde se en cu en tra el giro típicam ente agustiniano el cual podem os c ifra r en la versión cristian a del «conóce te a ti mismo» a fin de conocer no sólo tu origen sino tam bién tu destino: Dios. 147
8.3.
La transformación cristiana de la interioridad y sus consecuencias en los planos individual y colectivo
De lo reseñado h asta ahora parece claro que el cono cim iento de sí m ism o se constituye en un eje central del p en sar agustiniano. Pero no es m enos cierto que este autoconocim iento tiene un sentido m ucho m ás alto que el que tenía el oráculo délfico. La razón es clara, e n tra r en sí m ism o, en San Agustín no significa o tra cosa que b u sca r el ra stro de Dios y la herm o su ra de su ro stro en el m ism o ser del alm a. Por eso no debe ex trañ arn o s que el principio de la in terio rid ad esté presen te en tesis agustinianas tan im p o rtan tes com o la dem ostración de la existencia de Dios y las p ru eb as de la esp iritu alid ad e inm ortalidad del alm a. En cualquier caso, el ingreso en la in terio rid ad supone, en San Agus tín, la victoria sobre el m aterialism o en general y el m aniqueísm o en p a rtic u la r que, p ara él, supuso un tiem po de d esp ilfarro y desfallecim iento in terio r y de rebo san te inflación ex terna (cfr. C onfesiones, X, 16). E n la in terio rid ad agustiniana ya no se tra ta de pen sarse a sí m ism o ni de alcanzar la intuición de unas p ri m eras verdades, sino que encontram os algo m ás, encon tram o s un enriquecim iento con los valores m orales de que es p o rta d o r la persona hum ana. Con la in terio ri dad, San Agustín, no sólo h a vislum brado un reino su p erio r de valores sino tam bién, y ello constituye un as pecto fundam ental, su necesidad de alcanzarlos. Con ello, claro está, surge u n a nueva voluntad, un ansia de vuelo esp iritu al que M. F. Sciacca ha expresado m a g istralm en te con estas palabras: «La autoconciencia sig nifica conciencia de la propia grandeza y de la propia m iseria la cual, p o r el hecho de ser objeto de mi con ciencia, es igualm ente grandeza y afirm ación de m i acti vidad. La verd ad era in terio rid ad debe in corporarse esta zona oscura a sus dom inios si quiere v erte r un poco de luz sobre el enigm a del ser hum ano. T anto m ás que, de ella, b ro ta el im pulso de trascendencia o, en térm i nos m ás concretos, el im pulso de salvación.» 148
Es, pues, con el desarrollo de esa in terio rid ad cóm o tom am os conciencia de una naturaleza, la hum ana, que está ab ierta, ju stam en te, a u n fin que no es ella m ism a. Sólo así podrem os com p ren d er cómo, p ara San Agustín, la vuelta a sí m ism o no es una sim ple vuelta al sujeto p a ra q u ed arse en él, sino p ara c o n stata r que en él hay algo que le trasciende: la verdad que h ab ita en el hom b re interio r. Con la interioridad, en definitiva, logra m os ver plasm ada esa dialéctica de la presencia y la ausencia, el gran m o to r de toda la especulación agustin ian a que ve en la paráb o la del hijo pródigo un cierto p aradigm a de la situación del hom bre respecto de Dios. E fectivam ente, un doble vínculo nos une a la tra s cendencia. De un lado, el re su ltad o de n u estro autoconocim iento no es o tro que el reconocim iento de n u estra propia lim itación, de n u e stra penuria, de n u estro estado de necesidad, que nos hace p en sa r en aquello que puede su p rim ir ese estado de necesidad ontológica que no es o tro que Dios m ism o com o ausente de nosotros. De otro, se en cu en tra el vínculo de la presencia, que se ex presa en la conciencia de n u estra dignidad, de n u estra grandeza en tan to que im ágenes de Dios, y que no pue de e n c o n tra r descanso en ningún ser creado p o r lo que siem pre busca el original. De ahí que el principio de la in terio rid ad no pueda ser considerado, sin traic io n a r el pensam iento agustiniano, com o un principio psicológico. Debe se r conside rad o com o un principio m etafísico. El noverim me.Noverim Te de los Soliloquios sólo tiene com o objetivo la tom a de conciencia de la finitud p ara de esa m anera ex p resar la necesidad de la trascendencia a la divinidad com o fuente y principio últim o (N overim Te), lo que es consecuente con la expresión del tra ta d o Acerca de la Verdadera Religión, antes citada, en la que San Agus tín apostilla, tras la recom endación del re to rn o a la in terio rid ad que «si tuam n atu ra m m utabilem inveneris transcende et teipsum ». E xpresiones que no indican, claram en te, debem os re iterarlo , un sentido solipsista ni constituye un proceso de «enajenación», sino u n a voca ción de trascendencia hacia aquello donde el hom bre en cu en tra su pleno sentido. 149
Es claro que en el p asaje que nos h a servido de pu n to de p a rtid a (C onfesiones, V II, 17, vid. suprá), puede en trev erse un claro sentido gnoseológico que, incluso, tam bién deja entrev erse en ese o tro texto del tra ta d o Acer ca de la Verdadera Religión cuando hace referencia a que en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la verdad. Pues, efectivam ente, p o r esa verdad podem os en ten d er no sólo la verdad de los hechos interiores de la con ciencia tales com o el yo pienso, yo existo, yo recuerdo, yo dudo, yo entiendo y que puede configurarse com o el cogito agu sü n ian o an te la posición filosófica de los académ icos, sino tam bién, la verdad de los axiom as o principios tan to éticos, m etafísicos, estéticos o m ate m áticos y que son p atrim onio, qué duda cabe, de todos aquellos que tienen razón o piensan. Sin em bargo, con ser im p o rtan te, no es definitorio del pen sam ien to agustiniano, pues, sobre ellos, se alza, com o in stan cia m uy superior, la V erdad absoluta y e te rn a que S an Agustín tra ta de expresar con su teoría de la ilum inación, a la que po sterio rm en te harem os re ferencia. E n cu alq u ier caso, esta ú ltim a verdad es la que configura el sentido m oral y esp iritu al que la tesis agustin ian a tra ta de re flejar en últim o térm ino p o r encim a de u n a lectu ra superficial del texto de referencia. E fectivam ente, el p rim e r paso, expresado en la autoconciencia, conduce, a n u estro juicio, a una situación trágica la cual puede p re sen tarse en el m arco de una situación dilem ática con im p o rtan tes consecuencia fi losóficas. Las razones parecen claras. De u n lado, puede d a r lugar al hund im iento en el pesim ism o de la propia desventura, desesperando de toda salvación y que en cu e n tra su sentido tan sólo en la m ás plena exteriori dad, pensam os en el hom bre estético de K ierkegaard, en los p erso n ajes de P irandello y, con m ás exactitud en el ho m bre com o pasión inútil de S artre, que en cu en tra su pleno sentido en la exterioridad y se expresan en el m arco de una ap ro piación avariciosa de la existencia del Yo sobre el o tro con el eterno conflicto com o lem a, y que San Agustín expresará en su tesis del hom bre ex terio r y su desenvolvim iento dialéctico que le condu ce al: a) ap artam ien to de Dios (aversio Dei, im pietas), b) conversión y caída en sí m ism o (soberbia) y c) con 150
versión a las criatu ras, todo lo cual no es m ás que una p u ra expresión de un claro solipsism o, bien que entre m uchos, que, en definitiva, no es o tra cosa que la nega ción de una v erdadera «societas» de jacto, aunque de iure pueda ser reconocida. Todo ello, qué duda cabe, conduce a un claro desco nocim iento de n u estra verdadera identidad, la cual ocul ta p o r la soberbia del sujeto. Es, ju sto , la p arad ó jica situación de un racionalism o exagerado que tan sólo ap u n ta al p o d er de la razón olvidando sus propios lí mites. Pero, de o tra p arte, no m enos claro es que, San Agus tín, consciente de que la praxis cristian a no es, com o se ha preten d id o p o steriorm ente, u n a m oral de esclavos sino una praxis liberadora, da pie a una posibilidad de salida al re cu p erar el sentido del «hom bre interior» en tendido, éste, no com o ser «ensim ism ado» en el sentido de «reducido a sí mismo», sino com o ser que, conscien te de su lim itación ontológica, se trasciende a sí m ism o en la captación del principio que da sentido a su ser (Dios) tan to en el orden individual com o colectivo. En consecuencia, pues, la introducción en la in terio rid ad im plica u n trascendente a sí m ism o hacia su p ro pio fundam ento y, p o r o tra parte, el reconocim iento del m ism o conduce a la conciencia com unitaria porque co m ún es el principio que hace de los hom bres tales. De esta m anera, el pensam iento agustiniano, com o conse cuencia del sentido últim o del principio de la in terio ri dad, no sólo conduce a una refo rm a del individuo que, com o cristiano, ad o p ta el m odelo de C risto quien actúa com o M aestro, sino tam bién a una reform a colectiva la cual debe conducir a la instauración de una civitas Dei.
15.1
San Agustín y un donante (Ambrogio Bergognone). Museo del Louvre, París.
La pregunta agustiniana sobre el hombre
9.1. El problema del hombre y su definición De lo exam inado h asta estos m om entos se desprende, quizá p or confesión de p arte, que dos han sido funda m en talm en te los p roblem as que h an interesado a la re flexión agustiniana. De u n a p a rte el conocim iento de Dios y, de o tra, el conocim iento del alm a. De estas dos grandes cuestiones u n a p rim aria conclusión parece sa carse: la clara orientación del hom bre a Dios. Sin em bargo, la cuestión de que sea el hom bre, su natu raleza y destino, es algo que queda p o r d eterm in a r y ése es n u estro objetivo a la h o ra de analizar el pensam iento del obispo de Hipona. Pero la tarea no es fácil, com o el m ism o San Agustín indica en C onfesiones: «grande abism o es el hom bre, cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se p ierd a uno sin tú saberlo; y, sin em bargo, m ás fáciles de co n tar son sus cabellos que sus afectos y los m ovi m ientos de su corazón» (IV, 14, 22). Y de ahí la necesi 153
dad de aq u ila ta r el concepto de hom bre toda vez que, a la h o ra de su discusión sobre el lenguaje, se preg u n ta acerca de si es lo m ism o el nom bre de «hom bre» que la realid ad «hom bre» (cfr. Sobre el M aestro, 8, 22). Quizá u n p rim e r acercam iento a la cuestión, tal y com o viene a ser concebida p o r San Agustín, la poda m os en c o n trar en el hecho de que el hom bre es una «pequeña p a rte de la creación» (C onfesiones, I, 1, 1), que tiene claram en te un lugar privilegiado en la m ism a en función de su m ayor dignidad la cual se expresa en su racionalidad. De ah í la descripción del hom bre com o sim biosis de an im alidad y racionalidad, que recibe la «form a» de Dios y, en consecuencia, sea un p u ro «don» de Dios, com o recogíam os en páginas anteriores. Sin em bargo, la cuestión sigue realm ente planteada: ¿cóm o defi n ir la realid ad hom bre?, ¿ p o r el alm a o p o r el cuerpo? En realidad, la p reg u n ta no es o tra que la siguiente: ¿en q ué consiste ser hom bre?, ¿cuál es su esencia?, ¿el alm a o el cuerpo? La resp u esta no parece en c e rra r la m ás m ínim a duda, y con ello se aprecia la ascendencia pla tónica agustiniana: la esencia del hom bre, su defini ción, es el alm a. Pero, ¿qué significa alm a y, restrictiv a m ente, alm a hum ana, en San Agustín?, ¿cuál es su n a tu raleza y sus funciones?, todas ellas son cuestiones que es necesario explicitar.
El alma humana: su sentido Conviene p recisar que, en un sentido genérico, el alm a h u m an a es, p a ra San Agustín, un «principio vital» en v irtu d del hecho de que «no puede h ab e r un organism o vivo sin su alm a» (Acerca del orden, II, 7, 19). Sin em bargo, conviene d istin g u ir e n tre aquello que se denom ina «alma» en su sentido genérico y aquello que se denom ina alm a en su sentido estricto y que viene a configurarse com o la definición del hom bre. E n su sentido genérico, es decir, en su consideración com o principio vital, el alm a m u estra su com unidad con el resto de los seres vivos y su vivir expresa un p re dom inio de la inm anencia y trascendencia inm anente, características de vida pro p ia del hom bre exterior. San Agustín insiste sobre estos puntos en su C om entario al 154
Evangelio de San Juan (8, 2), y en el tra ta d o Acerca de la Trinidad (X II, 1, 1), de donde podem os en tre saca r es tas líneas: «Veamos ah o ra dónde se en cu en tra el confín e n tre el ho m b re ex terio r y el interior. C uánto de com ún tenernos en el alm a con los anim ales, se dice, y con ra zón, que p erten ece aú n al h o m b re exterior. No es sola m ente el cuerpo lo que constituye el hom bre exterior: le in fo rm a un p rin cip io vital que infunde vigor a su o r ganism o corpóreo y a todos sus sentidos, de los que está ad m irab lem en te dotado p a ra p o d er p ercib ir las cosas externas; al ho m b re ex terio r pertenecen tam bién las im ágenes, p ro d u cto de n u e stra s sensaciones, esculpidas en la m em oria y co n tem pladas en el recuerdo. E n todo esto no nos diferenciam os del anim al sino en que nues tro cuerpo es recto y no curvado hacia la tierra . Sabia adv erten cia de n u estro suprem o H acedor, p a ra que en n u e stra p a rte m á s noble, esto es en el alm a, no nos ase m ejem os a las bestias, de las cuales nos distinguim os ya p o r la re ctitu d de n u estro cuerpo. No lancem os n u estra alm a a la co n q u ista de lo que hay m ás sublim e en los cuerpos, p o rq u e desear el reposo de la voluntad en ta les cosas es p ro stitu ir el alm a.» E ste sentido genérico del alm a aparece descrito tam bién en el m arco del tra ta d o Acerca de la cantidad del alm a (capítulo 33, 70 y ss.), con m ención explícita a la m ayor dignidad del alm a re stric tiv a m e n te hum ana: «El alm a vivifica con su presencia este cuerpo terren o y m o rtal; lo unifica y m antiene uno y no le d eja disgre garse ni consum irse; hace que los alim entos sean dis trib u id o s u n ifó rm en te p o r los m iem bros, dando a cada u no lo suyo; conserva su arm o n ía y proporción, no sólo en cu an to a la h erm osura, sino tam bién en el crecer y p ro crear. Pero estas cosas pueden co nsiderarse com u nes al ho m b re y a las plan tas; ya que tam bién decim os que éstas viven, vem os y confesam os que cada una de ellas se conserva, se n u tre, crece y se reproduce en su p ro p ia especie.» Sin em bargo, en su sentido m ás estricto, la noción de alm a se aplica claram ente al alm a racional, al alm a res trictiv am en te hu m an a que, consciente de su «ordena ción» a Dios, se sep ara del hom bre exterior e, in terio ri zándose, se encam ina hacia lo m ás alto trascendiéndose 155
a sí m ism a. En el tra ta d o Acerca de la Trinidad (X II, 1, 1) San Agustín se refiere a este aspecto de la siguiente m a nera: «Así com o n u estro cuerpo está n atu ralm en te e r guido, m irando lo que hay de m ás encum brado en el m undo, los astro s, así tam bién n u estra alm a, sustancia espiritual, h a de dirigir su m irada, no con altiva sober bia, sino con am o r piadoso de justicia.» Una m agnífica descripción de este ascenso del alm a h asta Dios, al tra vés de ese autoconocim iento, aparece en el tra ta d o Acer ca de la cantidad del alma, 33, §§ 71-79. S erá ju stam en te este sentido restringido ,de la noción de alm a lo que a San Agustín le interesa conocer sobre todo teniendo en cuenta aquellos principios que anim an el pensam iento agustiniano: la idea principal de la creatio ex ríihilo y su consecuencia inm ediata: la o r denación de toda cria tu ra a su creador, claram ente expresada bajo la categoría de pondus, y la considera ción de la m ayor dignidad del hom bre en el m arco del universo creado, en tan to en cuanto sólo el hom bre tiene conciencia de su vocación trascendente al recono cer su finitud. De ahí la im portancia del conocim iento de n u estra alm a p ara poder alcanzar el conocim iento de Dios, p orque el conocim iento de nosotros m ism os nos conduce al conocim iento de nu estra «filiación» di vina. Sin em bargo, San Agustín fue consciente de que esta cuestión no es una tarea fácil, y ello no sólo p o r las dim ensiones del p roblem a m ism o, com o reconoce en su tra ta d o Del Génesis a la letra, V II, 1, l: De anim a hu m ana non parva quaestio est, sino tam bién p o r la na turaleza m ism a de n u e stra capacidad hum ana de cono cer, la cual siem pre re q u erirá de la ayuda de Dios: «No hablarem os nada con re ctitu d (acerca del alm a hum ana) a no ser que El nos ayude» (op. cit., V II, 1, 1).
9.1.1.
E l a lm a h u m a n a : su o rig e n y n a tu ra le z a
Tam bién, p reg u n tarse, en San Agustín, p o r el origen del alm a es m overse en su terren o no exento de conflic to, y, sin em bargo, la cuestión es clave, pues, de su respuesta, está dependiendo el gran problem a de la 156
tran sm isió n del pecado original. San Agustín tuvo ple n a conciencia de la dificultad de la cuestión com o con secuencia de su d u d a en tre las opciones generacionistas y creacionistas. Así, en su c a rta a O piato (E pístola, 190, 2) reconoce esto m ism o: «Quiero que sepas que, a p esar de ser tan to s m is opúsculos, nunca osé p ro fe rir u n a sentencia definitiva sobre este problem a -—(el p ro blem a de referen cia es, ju stam en te, el de si las alm as surgen p o r propagación, com o los cuerpos, o fue creada com o la del p rim e r hom bre)—, ni de exponer im p ru d en tem en te p o r escrito p a ra in fo rm ar a otro lo que yo m ism o no ten ía averiguado.» El que su du d a fue b astan te intensa parece evidente a ten o r de lo que, en o tro m om ento le tran sm ite a O pia to (E pístola, 202, 17): «Respecto al origen de las alm as, aunque estoy seguro que las hace Dios, no sé si Dios las hace en los h o m b res por propagación o sin propaga ción; m ás q u isiera saberlo que ignorarlo. M ientras no lo sepa, m ejo r será d u d ar que atrev erm e o a firm a r com o cierto algo que quizá se opone a tal opinión. Y, sobre este punto, no debo dudar.» Sin em bargo, este cierto estado de p erp le jid a d en el que se ve sum ido San Agustín no debe inducirnos al e rro r de a firm a r que no tuviera unas ideas m uy claras al respecto. E fectivam ente, de e n tra d a rechaza la idea de la preexistencia del alm a y la teoría de la tran sm i gración en v irtu d , precisam ente, del principio de la «creación»: «estoy seguro que las hace Dios». Igual m ente, rechazará el em anacionism o neoplatónico así com o, tam bién, el gnóstico y m aniqueo. De o tra p arte, acepta de form a clara la tesis de la «creación del alm a en el p rim er hom bre», pero ése no es el p ro b lem a estrictam en te hablando. La cuestión es sab er cóm o pasa el alm a a los descendientes de Adán. Aquí, las posibilidades son varias y es en este p u n to donde se m u estra la p erp lejid ad de San Agustín. El alm a de los h ered eros del p rim e r hom bre, ¿tiene su origen en la creación individual de Dios o se realiza p o r propagación o generación? Aquí es donde se halla el problem a. Es verdad que, en la solución del problem a, San Agus tín parece inclinarse hacia un cierto «traducianism o» 157
aunque a condición de salvar la transm isión del pecado original, com o d eja en trev er en su c a rta a San Jerónim o (E pístola, 166, 26), pero ello no es fácil de en ten d er si no se tiene en cuenta la puntualización que sobre el trad u cian ism o ha realizado San Agustín y que h a hecho afirm a r a M. F. Sciacca que la posición agustiniana se m overía en el m arco de un traducianism o creacionista. Como es sabido, el traducianism o fue una doctrina se gún la cual el alm a hum ana procedía, por generación, de los pad res a hijos. De esta m anera, el alm a se tra n s m itía a los hijos co n ju n tam en te con el cuerpo, de ahí que al trad u cian ism o se le conozca, tam bién, com o generacionism o y que se oponga a creacionism o puro, que sostiene la inm ediata creación del alm a p o r p arte de Dios. El trad u cian ism o ha tenido im portantes defenso res en la h isto ria del C ristianism o y, en tre otros, pode mos citar, p o r ser un horizonte inm ediato de la crítica agustiniana, el traducianism o m aterialista de T ertu lia no, que defiende que el alm a derivaría o procedería del sem en m aterial (cfr. De anima, 27). En el ám bito de la R eform a, L utero m ostró una cierta sim patía p o r esta doctrina, que co n firm aba su d octrina acerca del pecado original, en cam bio, Calvino refutó claram ente esta doc trin a. En Leibniz podría en co n trarse incluso un cierto trad u cian ism o m oderado no excluyendo la esp iritu ali dad del alm a (cfr. E nsayos de Teodicea, §§86-91). San A gustín se m overá, com o hem os reseñado, en una posición de relativa am bigüedad, pues, si bien es cierto que no le hace ascos a un cierto traducianism o, no m e nos cierto es que en él ve en peligro la tesis de la espi ritu alid ad del alm a. Aquí los textos son m últiples, pero podríam os c ita r el que se en cu en tra en su trata d o Acer ca del libre albedrío (III, cap. 20-21), en el que pasa re vista a las diversas opiniones en torno al origen del alm a y, m o stran d o sus cautelas, apuesta p o r el necesa rio esclarecim iento de la fe: De estas cuatro opiniones acerca del origen del alma, a saber, la de que se transmite por generación, la de que se forma cada una en cada uno de los que nacen, la de la preexistencia en algún lugar, desde el cual son enviadas por Dios a los cuerpos, y la que dice que desde este lugar vienen ellas espontánea158
mente —aspectos éstos que San Agustín ha expuesto a lo largo del capítulo 20—, conviene no declararse afirmativamente por ninguna a la ligera, porque los comentaristas católicos de los Libros Santos, debido, sin duda, a su oscuridad y perplejidad, aún no han desentrañado y esclarecido esta cuestión, o si lo han hecho ya, aún no ha llegado a nuestras manos sus escritos. Contentémonos por ahora con estar firm es en la fe, que no nos permite pensar nada falso e in digno de la sustancia del Creador. (Op. cit., cap. 20) ¿Cuál sería, en ú ltim o térm ino, la solución agustiniana?, Sciacca nos h a hablado de un «creacionism o traducianista» pero, ¿qué quiere decirnos con eso? P ara a c la ra r el sentido de este «creacionism o traducianista» conviene p recisar que hay dos form as de e n ten d e r el creacionism o. De un lado, el creacionism o puro, con el que se ap u n ta que la om nipotencia divina crea cada alm a singular cada vez que un hom bre viene al m undo. De o tro , p odríam os h ab lar de un cierto creacionism o vin culado al proceso de transm isión del alm a de los padres a los h ijos au n q u e desde una perspectiva esp iritu al (generacionism o espiritual). S erá la du d a en tre am bas form as lo que p e rm itirá h ablar, en San Agustín, de un creacionism o trad u c ia n ista ju s to en este sentido: No cabe la m en o r du d a p ara S an Agustín, de que Dios crea el alm a singular. La duda rad ica en sab e r si la crea sacándola del alm a del proge n ito r p o r vía de generación o surge de la nada, com o la de Adán (cfr. E pístola, 190 a O ptate, 15-16). En conse cuencia, pues, la altern ativ a no es o tra que, o bien es cread a ex nihilo, com o la de Adán, o bien p o r creación desde el alm a de Adán, p ero teniendo en cu en ta que quien crea es Dios y no Adán, ni puede h ab larse que s u rja a p a rtir de u n a m ateria, com o explícitam ente se ñala an te el trad u cianism o m aterialista de T ertuliano. E sta form a de creacionism o deja a San Agustín m ucho m ás tran q u ilo en la cuestión de la tran sm isió n del pe cado original que es, en definitiva, la cuestión de fondo que se está debatiendo. Pero si el alm a tiene su origen en Dios, y de ello no d u d a San Agustín, la cuestión rad ica en sab ré cuál es 159
su naturaleza. P or lo pronto, S an Agustín señala en el tra ta d o Acerca de la cantidad del alma (13, 22), que el alm a es «una su stancia dotada de razón d estinada a reg ir el cuerpo» (N am m ihi vid etu r (anim us) esse substantia quaedam rationis particeps, regendo corporis accom m odata). De la definición del alm a com o su stan cia d otada de razón parece d esp ren d erse su clara distinción del cuer po, lo cual se pone de m anifiesto, precisam ente, en el tra ta d o Acerca de la cantidad del alm a cuando San Agus tín rechaza la «cantidad-extensión» del alm a. Sin em bargo, debe q u ed ar bien sentado que aquello que inte resa es, ju stam en te, el hom bre y, en él, alm a y cuerpo no constituyen dos realidades distintas. El ho m b re es, efectivam ente, un com puesto y, como tal, conform a su unidad: el cuerpo lo es siem pre de su alm a y, ésta, lo es de su cuerpo. De ahí que, desde esta perspectiva, el alm a aparezca, al m ism o tiem po, com o energía vital, energía sentiente y energía inteligente de form a que, el alm a, in ferio r a Dios, hace vivir lo que es in ferio r a ella, es decir, el cuerpo. P or eso no nos ex tra ñ a esa definición que del hom bre nos hace San Agus tín en el m arco de la C iudad de Dios: El hombre no es ni el alma sola ni el cuerpo solo, sino el compuesto de alma y cuerpo. Es una gran verdad que el alma del hombre no es todo el hom bre, sino la parte superior del mismo, y que su cuer po no es todo el hombre, sino su parte inferior. Y también lo es que a la unión simultánea de ambos elementos se da el nombre de hombre, término que no pierde cada uno de los elementos cuando habla mos de ellos por separado. (Op. cit., X III, 24, 2) Todo ello, p odríam os decir, conform a la tesis del ho m b re com o quiasm o e n tre «alm a y cuerpo», «m ente y carne». Ello indica claram ente un no ro tu n d o a la explicación de un esp iritualism o angélico. San Agustín define al ho m b re en su radical integridad y explicarlo desde u n a óptica excesivam ente platonizada significa ría caer en un angelism que el m ism o San A gustín no 160
defendería en ningún caso (C ostum bres de la Iglesia Católica, I, 4, 6), Ahora bien, decir que lo que caracteriza y define p ro piam ente la dignidad del hom bre es su alm a, en ningún caso significa ro m p er el com puesto alm a-cuerpo que es el hom bre, y tam poco im pide que podam os distinguir aquello que caracteriza al cuerpo, su extensión, de aque llo que caracteriza al alm a y, en ella su gradual diversi dad. P or de p ronto, el alm a se diferencia claram ente de lo corpóreo tan to p or su espiritualidad, en tanto que su experiencia no es o tra que la experiencia in terio r (cfr. Acerca de la Trinidad, X, 13, 16), com o por su inm or talidad ya que, en tan to que incorpórea, el alm a tiene en sí m ism a todo aquello que necesita para existir y, en consecuencia, es indestructible.
9.2.
El alma humana y su función cognoscitiva
Si el alm a, en general, ejerce u n a función vitalizadora, en el «hom bre» esa función anim adora, p o r la que se asem eja al resto de los «seres vivos», desarrolla una función específica: la función de conocim iento que, p o r o tro lado, es lo que caracteriza propiam ente a la reali dad hum ana, lo cual plantea de lleno la cuestión de cuál sea n u estra form a de conocer. El objeto de todo conocim iento es, obviam ente, alcan zar la verdad. San Agustín, lo hem os dicho ha sido, cla ram ente, un obsesionado p o r la V erdad y el alcanzarla constituye el leitm o tiv de su filosofía. En este objetivo no se diferencia en n ada de toda la tradición filosófica, pero, en realidad, San Agustín está planteando un nuevo tipo de verdad m ucho m ás profunda que es ¡a reflejad a en la frase evangélica «yo soy la V erdad y la Vida». Es a este tipo de V erdad a la que alude a la h o ra de seña la r que «dos cosas interesan al filósofo: el conocim ien to del alm a y el conocim iento de Dios» y que, p a ra lo grarlo no hace falta q uedarse en el exterior, sino buscar el h om bre in terior, «porque en él se en cu en tra esa Ver dad». 161
Pero la cuestión aquí radica en sab er cóm o y de qué m anera el h om bre puede alcanzar la V erdad y, en este punto, vem os a un Agustín en perm anente diálogo con la Filosofía. E n su discusión con los académ icos nos deja en trev er la posibilidad m ism a de alcanzar la verdad: «Deja, pues, a un lado tu p regunta, si te place, y discutam os entre los dos, con la m ayor sagacidad posible, si puede ha llarse la verdad. P or lo que a mí toca, tengo a m ano m uchos argum entos que oponer a la d octrina de los académ icos; n u estra diferencia de opiniones se reduce a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede descubrirse la verdad; en cam bio, a mí me parece que puede hallarse» (Contra los Académicos, II, 9, 23). De la posibilidad de ese conocim iento es buena p ru e ba esa p rim aria experiencia de la verdad de nuestro propio ser y que se expresa en el llam ado cogito agustiniano: «Mas com o de la naturaleza de la m ente se trata, apartem o s de n u estra consideración todos aquellos co nocim ientos que nos vienen del exterior p o r el conducto de los sentidos del cuerpo, y estudiem os con m ayor dili gencia el p roblem a planteado, a saber: que todas las m entes se conocen a sí m ism as con certid u m b re absolu ta. H an los hom bres dudado si la facultad de vivir, re cordar, entender, qu erer, pensar, saber y ju zg ar prove nía del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los átom os; o si, al m argen de estos cuatro elem entos, p ro venía de u n q u in to cuerpo de n aturaleza ignorada, o era trab azó n tem p eram en tal de n u estra carne; y hubo quie nes defendieron esta o aquella opinión. Sin em bargo, ¿quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga?; puesto que, si duda, vive; si duda, re cu erd a su duda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere e sta r cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe si duda, juzga que no conviene ase n tir tem era riam ente. Y aunque dude de todas las dem ás cosas, de éstas jam ás debe dudar; porque si no existiesen, sería im posible la duda» (Acerca de la Trinidad, X, 10, 14). El conocim iento es posible. Pero San Agustín distin gue varios tipos de conocim iento y, en su análisis, tra ta de averiguar en qué consiste el conocim iento que nos conduce a la V erdad. La reflexión agustiniana va desde 162
el análisis del conocim iento sensible y su valor, h asta el conocim iento intelectual y, con él toda la teoría de la ilum inación. E stas cuestiones son ahora n u estro ob jetivo.
9.2.1.
S en tid o y valor del co n ocim ien to sen sib le
Se suele decir con b astan te frecuencia que en San Agustín, en v irtu d de esa clara distinción e n tre cuerpo y alm a, existe u na evidente desvalorización del conoci m iento sensible. Sin em bargo, pienso que no es del todo cierto. Es verdad que p ara el conocim iento de las cosas en sí m ism as no es suficiente el conocim iento sensible, com o nos deja en trev er en los Soliloquios (I, 3, 8), pero no m enos cierto es que, an te los académ icos, que nie gan la validez del conocim iento sensible, San Agustín opone la cierta verdad que es inherente a la sensa ción. Efectivam ente, el p u n to de p a rtid a de la refutación de los académ icos, p o r p a rte de San Agustín, se encuen tra en la d o ctrin a de la veracidad actual o m om entánea de la sensación y que hallam os expresada en la frase ag u stiniana «llamo m undo a quello que se m e ofrece al E sp íritu , sea lo que fuere» (Contra los académ icos, III, 11, 25). Con ello se tra ta de hacernos ver que toda re presentación sensible no es o tra cosa que aquello que es actu alm en te y que, en consecuencia, es v erdadera en cu an to tal o cual rep resentación. En este sentido, si la reconozco com o tal o cual representación no hay nin gún tipo de erro r. El e rro r ra d icaría en la form ulación de un asen tim ien to a esa apariencia y co n fu n d ir lo real con lo que tan sólo es una apariencia de lo real. En consecuencia, pues, las percepciones sensibles no tienen p o r sí m ism as el p o d er de p ro d u c ir ciencia, pero ello no quiere decir que las m odificaciones actuales que se producen en los sentidos al través de la acción de los ob jeto s externos, no sean verdaderas, ya que no hay que confundir, nos recu erd a en los Soliloquios la verdad con lo verdadero (cfr. op. cit., I, 15, 27), y es que la regla de verdad de las cosas co rpóreas solam ente la encontrare163
mos en la V erdad etern a (cfr. Acerca de la Trinidad, IX, 6, 9). Por lo tan to , sólo en la «tem eraria consensio» en lo sensible se en cu en tra el e rro r, no en los sentidos, les hace ver a los académ icos (cfr. Contra los A cadém i cos, 111,15,34). En conclusión, pues, el conocim iento sensible no pue de fu n d a r la ciencia y, de ahí, la necesidad de su supe ración. La sensación es el punto de p a rtid a del conoci m iento n atu ra l pero, en ningún caso, ños conduce a la verdad en sí. E n su p ropia naturaleza el conocim iento sensible m u estra su lim itación y la necesidad de su su peración. El alm a hum ana, im pusada p o r las im presio nes orgánicas conform a las «sim ilitudines corporales» las cuales son el fru to de su actividad y que el spiritus com bina y disocia e n tre sí. E ste proceso es el que vimos reflejado, en páginas anteriores, a propósito del texto de C onfesiones, V II, 17, cuando exam inábam os la dialéctica de la in terio rid ad . Ahora podem os com pletar dicho texto con este o tro pro ced en te del tra ta d o Acerca de la T rini dad, en el que S an Agustín nos describe el proceso cog noscitivo que va de los sentidos al pensam iento: En esta distribución de las formas, empezando por la corpórea y terminando en la imagen que se en gendra en la mirada del pensamiento, encontramos cuatro imágenes, nacidas gradualmente una de otra; la segunda, de la primera; la tercera de la segunda, y la cuarta de la tercera. De la imagen del cuerpo visi ble nace la imagen en el sentido de la vista; de ésta nace otra imagen en la memoria, y de esta última una tercera en la mirada del pensamiento. Así la vo luntad une tres veces al padre con su prole: en pri mer término une la imagen del cuerpo con la ima gen engendrada en el sentido del cuerpo; luego, ésta con la que de ella nace de la memoria; y, en tercer lugar, ésta con la nacida en la mirada del pensa miento. Pero la cópula media, es decir, la segunda, aunque más próxima, no es tan semejante a la pri mera como la tercera. Dos son, pues, las visiones: una, la del que siente; otra, la del que piensa. Para que sea posible la visión del pensamiento ha de surgir en la memoria, por in termedio de la visión del sentido, una cierta seme janza, donde reposa la mirada del alma cuando pien164
sa, al igual que la vista del cuerpo reposa en el ob jeto cuando mira. (Op. cit., XI, 10, 16) E l c o n o c im ie n to in te le c tu a l. T eo ría d e la Ilu m in a c ió n E s claro ya que, p a ra San Agustín, el hom bre, p o r su razón, se diferencia del resto de los seres vivos pero, tam bién p o r la razón, el hom bre puede llegar a deificar se, según se deduce del tra tá d o Acerca del orden (II, 11, 31). La cuestión ah o ra consiste en d eterm in a r el sentido de la razón y sus funciones en la teo ría del conocim ien to de S an Agustín. La razón es, p a ra S an Agustín, ese «m ovim iento de la m ente capaz de d iscern ir y enlazar aquello que cono ce» (Acerca del orden, II, 11, 30). ¿Qué sentido tiene la definición de la razón com o m otio m e n tís ?, ¿existe al guna relación e n tre ratio e in telectu s? P or lo p ro n to , cabe señ alar que p ara San Agustín, si bien parece distin g u irse M ens y Anim a en sentido gené rico (cfr. Acerca del libre albedrío, I, 9, 19), la verdad es que, en el ho m b re M ens y Anim a, se identifican en tan to que, com o se señaló an terio rm en te, el alm a hum ana se caracteriza p o r su función intelectual. De esta m ane ra, con el térm ino «m ente» alude a la p a rte su p erio r del alm a h u m an a y, p o r ende, a la p a rte principal del ho m b re ya que es, ju stam en te, la zona del hom bre p o r la que éste se acerca a Dios, que es el objetivo últim o y, de ahí, el sentido últim o de la purificación de la m ente: Es grande y poco común trascender con la inten ción de la mente todas las criaturas corpóreas e in corpóreas, que se presentan mudables, y llegar a la sustancia inmutable de Dios, aprender allí de su magisterio que toda naturaleza que no es lo que El, no tiene otro autor que El. Dios no habla de esta manera con el hombre por medio de alguna criatura corpórea, susurrando en los oídos corporales de for ma que entre el que habla y el que oye vibren ondas aéreas. No habla tampoco por criatura espiritual con semejanza de cuerpos, como sucede en sueños, o de otro modo por el estilo. Aún en ese caso habla a los oídos corporales, ya que habla como por el cuer165
po y como por interposición de lugares corpóreos. Estas visiones son muy semejantes a las de los cuer pos. Habla por la verdad misma si hay alguno idóneo para oír con la mente, no con el cuerpo. Habla de este modo a aquella parte del hombre que en el hom bre es más perfecta que las demás de que consta, o, si esto no es posible, al menos creer, que el hom bre, hecho a imagen de Dios, está precisamente más cercano a Dios por aquella parte que supera a las demás partes inferiores, que tiene comunes con los animales. Pero como la mente, a la que van unidas por naturaleza la razón y la inteligencia, está impo sibilitada por algunos vicios tenebrosos e inveterados, no solamente para unirse a la luz inconmutable go zándola, sino también para soportarla, hasta que, renovándose de día en día y sanando, se torne capaz de tamaña felicidad, debía primeramente ser instrui da y purificada por la fe. (La Ciudad de Dios, XI, 2) De o tra p arte con el concepto de inteligencia se tra ta de p re cisar qué es, ju stam en te, la p arte m ás em inente de la m ens (cfr. Acerca del libre albedrío, II, 3), e inclu so se confunde con la noción de intellectus, con la que se m enciona esa facultad de la m ente que es ilum inada directam en te p o r la luz divina (cfr. E nnarrationes in Psalmos, 31, 9). E n cualquier caso, las dificultades h er m enéuticas de estos térm inos son grandes debido a la gran fluctuación de m atices con que rodea San Agustín sus expresiones, lo que ha m otivado el que, Giovanni di Napoli, en su trab a jo «Razón y racionalidad en San Agustín» (Augustinus, 7 (1957), pp. 307-330), señale que, si bien puede distinguirse entre «Ratio-Intelligentia-Intellectus», lo .cierto es que, con sum a frecuencia, San Agustín habla de la inteligencia y del entendim iento com o de la única función espiritual o absolutam ente esp iritu al del hom bre. De ahí que, ante los p artid ario s de la distinción en tre Ciencia y S abiduría, tales com o Sciacca y Capone Braga, Di Napoli insiste en que, p ara San Agustín, la razón es la facultad de o rd en ar los da tos sensibles y p ro d u c ir la ciencia y la inteligencia es la facultad de percib ir el m undo inteligible y de conse guir la sabiduría (cfr. Acerca del Orden, II, 9, 16) y que, en últim o térm ino, la razón se proclam e capaz de ele166
varse hacia Dios, es decir, de p ro d u c ir aquella sabidu ría que es, es últim o térm ino, la condición fundam ental de la vida feliz (cfr. G. di N apoli, op. cit., p. 311). Ciencia y Sabiduría, razón in ferio r y razón superior, vienen a ser las claves p a ra com prender el sentido de la gnoseología agustiniana. Efectivam ente, en el hom bre puede, ciertam ente, y hablando en una term inología fi losófica clásica, d istinguirse tanto una actividad dianoética com o una actividad noética. Ahí se expresan clara m ente los sentidos últim os de ratio e intellectus. Ya an terio rm en te habíam os señalado con Di Napoli que la razón, ciertam en te es la facultad de o rd e n ar los datos sensibles y p ro d u c ir la ciencia, m ientras que la inteli gencia es la facultad de p ercib ir el m undo inteligible, pero ello no im pide el reconocer que, en el pensam iento de San Agustín, la razón no cree u su rp a r la función del intelecto ayudando al hom bre a la consecución de su objetivo: la intelección de Dios. P or eso, an te la tesis de la sup erio rid ad de la inteligencia sobre la razón, Di Napoli postula la necesidad de «hallar un pu n to de fu sión en tre am bas, o, con o tras palabras, es necesario distinguir, en la actividad restrictivam ente hum ana, una doble función: la dianoética y la noética que, de nin guna m anera, están reñidas en tre sí, puesto que «aque lla p a rte de n u estro ser que se ocupa de la acción de las cosas corp ó reas y tem porales y no es a bestias y hom bres com ún, ciertam ente es racional, pero se deriva de esta su stancia racional del alm a que nos su bordina y une a la verdad inteligible e inconm utable, principio señalado p a ra a d m in istra r y go b ern ar las cosas inferio res» y es que, «al d isc u rrir acerca de la naturaleza de la m ente h um ana, discurrim os acerca de u n a sola realidad, los dos aspectos que recordé lo son en relación de sus dos funciones. Y así, cuando buscam os la trin id ad en el alm a, la buscam os en toda ella y no separam os nunca su acción racional en las cosas tem porales de la con tem plación de las eternas, com o buscando un te rc e r ele m ento p a ra co m p letar la trinidad» (Acerca de la Trini dad, X II, 4-5). ¿A qué conducen todas estas consideraciones? B ásica m en te a m o s tra r que, si bien San Agustín distingue en tre u n a «Ratio inferior» y una «Ratio Superior», lo cier167
to es que am bas están relacionadas y en ningún caso radicalm ente separadas. Y la razón de ellos parece cla ra, pues aquello que in teresa a San Agustín no es, en sentido estricto , cuál sea el origen del conocim iento, sino la validez del m ism o y, éste sólo es posible p o r la V erdad en sí m ism a, pues el criterio de la verdad de lo corpóreo, recordém oslo, no es o tro que la V erdad ete r na. La cuestión, ahora, estrib a en saber cóm o el hom bre puede alcanzar esa V erdad y, en este punto, e n tra en juego la d o ctrin a de la ilum inación. Dos cuestiones básicas pueden indicarnos el sentido de la teo ría ag u stiniana de la Ilum inación. De u n a p a r te, referid a a su origen, podem os decir que la teoría, in dudablem ente, no es originaria del obispo de H ipona sino que, de una u o tra form a, ya aparece esbozada en la filosofía helenística tanto cristiana com o no cristia na. Como m u estra José R am ón San Miguel, aparece es bozada tan to en San Pablo com o en San Juan, d esarro llada en tre los gnósticos y con una presencia indudable en el neoplatonism o especialm ente en la figura de Plotino (cfr. De Plotino a San Agustín. El conocim iento en San Agustín y en el neoplatonism o. M adrid, Augustinus, 1964, passim ). Sin em bargo, y con referencia a los conte nidos m ism os, es cierto, por otro lado, el trata m ien to de la ilum inación p or p a rte de San Agustín, tiene u n signo claram en te au tónom o y diferenciador com o consecuen cia del im pacto del C ristianism o. José R am ón S an Miguel recoge un triple sentido de la ilum inación en San Agustín. De un lado, la ilum ina ción com o creación; de otro, la ilum inación com o vitalización y, p o r últim o, la ilum inación com o proceso gnoseológico. Desde el sentido de la ilum inación com o creación, San Agustín reelab o ra la d octrina neoplatónica desde bases teológicas claram ente divergentes oponiendo al sistem a em an atista a p a rtir de la unidad, la idea de C reación que, a la p a r que establece una d istancia abso lu ta en tre el p rim er principio y la cre a tu ra in troduce un acto suprem o de libertad. E ste sentido de la ilum i nación es el que tran sparece, tam bién, en el ám bito de la Im ago Dei en v irtu d de la cual, nos señala San Mi guel, «la o b ra de Dios es u n a expresión de su creador». 168
T am bién la m ente «expresa» a un determ inado nivel ontológico el ser, vida y verdad divinos, y en este sentido se dice de ella que es imago Dei. Pero la p artic u la rid ad de la m ens consiste en que es una im agen viva e inteli gente, y p o r lo tanto, puede d escu b rir en sí m ism a la sem ejanza de su creador. Todos estos elem entos son su ficientes p a ra que la form ación del alm a sea al m ism o tiem po u n a ilum inación que se efectúa a través de ese m ism o ser, signo y expresión del ser divino» (o p . cit., página 176). Desde el sentido de la ilum inación com o vitalización, de donación de vida San Agustín tra ta de ex p resar la idea de la actividad del alm a com o imago Dei, esa se gunda luz que indica la diferencia existente e n tre la re cepción pasiva de la luz en u n cuerpo y la activación lum inosa de una an to rch a a p a rtir de u n a llam a o foco cen tral de luz, indicativo, p o r o tro lado, de la vitalidad del alm a. Desde el sentido de la ilum inación com o proceso gnoseológico, la m ente hum ana que, com o señalábam os an terio rm en te, es la p a rte su p erio r del alm a y la que nos pone en co n tacto con la inteligible, es igualm ente ese espejo que refleja a su creador. E ste conocim iento es pecular, que tan gráficas expresiones tiene en el tra ta d o Acerca de la Trinidad, señala José R am ón S an Miguel, es u n conocim iento indirecto que rep ro d u ce activam en te todos los rasgos del m odelo y, desde esta óptica, nos re tro traem o s a un aspecto ya indicado en la dialéctica de la in terio rid ad y que confirm a de la vocación tra s cen dente del hom bre: la m ente, es decir, la p a rte supe rio r del alm a, ese ser vivo e inteligente, rep ro d u ce y refleja el ser, la vida y la verdad divinas y, en este sen tido es la im agen m ás perfecta y adecuada a la divini dad (cfr. San Miguel, op. cit., pp. 178-19). Desde esta perspectiva es claro que, de la autoconciencia, se deriva el conocim iento de n u estro origen y ello sólo es posible p o r la ilum inación, que nos hace co n ocer n u e stra dependencia ontológica del c read o r en tan to que nos hace reconocer en n u estra alm a la huella del creador, fuente ilum inante de n u estro propio cono cer en v irtu d de las razones eternas. 169
Al llegar a este p u n to no hay m ás rem edio que aden tra rn o s en el bello p asaje en el que San Agustín retom a la cuestión de las ideas, la cual guarda, ciertam ente, una relación con la teo ría platónica de la rem iniscencia, au n que en un am plio sentido. En el tra ta d o De 83 questionibus, y en su cuestión 43, titu lad a De ideis, San Agustín define las ideas com o esas form as o razones estables e inconm utables de las cosas las cuales no han sido crea das y, en consecuencia, son eternas. El tem a consiste en sab er qué relación existe en tre las ideas y la reali dad creada. Podem os, efectivam ente, de u n a razón de ejem p larid ad , pero en San Agustín, p ropiam ente no es el caso. La relación que el obispo de H ipona establece es una relación de participación queriéndonos hacer ver que e n tre las ideas y la realidad existe un vínculo ontológico a la p a r que una diferencia esencial. Ese vínculo no es o tro que el de la p articipación de m anera que, po dem os decirlo en o tro lenguaje, la separación existente en tre Dios y la realidad creada no es o tra que la dife ren cia ontológica existente en tre el ser que existe p o r sí y el se r que existe p o r voluntad libre de su creador. Es claro que, en este sentido, su punto de p a rtid a no es o tro que el de la creatio ex nihilo y, p o r ello, San Agustín puede d istin g u ir e n tre la idea ab so lu ta en la m ente divina y la realidad creada que recibe el ser p o r la sem ejanza con la idea participada. De esta m anera, esa noción im p resa (notitia) en la realidad cread a es una im agen y, en la m edida en que el hom bre es capaz de trasc en d er esa im agen es posible su llegada a esa reali dad p rim era q ue es Dios. E n cu alq u ier caso, y siguiendo con ello a R. A rnáu en su trab a jo , an terio rm en te citado La doctrina agustiniana de la ordenación del hom bre a la visión beatífica (Valencia, 1962), conviene re p ara r, en torno al p ro b le m a de la ilum inación, la distinción existente e n tre la «luz increada» y la «luz participada», pues de ella está pendiendo esa diferencia ontológica reseñada a la p ar que la necesaria orientación a la trascendencia. E fectivam ente, si a través de la luz increada se explí cita claram en te, fren te a las opciones m aniqueas, que en tre Dios, la luz creadora, y la m ente racional (parti cip an te de la luz divina) que existe u n a relación pero 170
no, evidentem ente, una proporcionalidad. El hom bre es imago Dei y, com o tal, m antiene una co n stan te rela ción con aquél de quien es im agen. Pero en tre el hom b re y Dios existe la d isp arid ad de c ria tu ra a creador, de im agen a realidad. Y, en este sentido, el hom bre ante Dios ocupa una clara región de desem ejanza. Sin em bargo, en tan to que luz p articip ad a el hom bre tom a con ciencia de su lim itación no sólo en el ser, sino tam bién en el conocer y en el o b ra r y, de esta m anera, en el pensam iento agustiniano, Dios se constituye en el p rin cipio del ex istir del hom bre, en la razón de su conocer, y en la ley del am or, expresión de la actividad del hom bre, ese «peso» que m e lleva p o r doquier y que consti tuye la categoría básica del orden en el universo creado.
171
El conocimiento de Dios por el hombre
10.1. El conocimiento de Dios «A Dios y al alm a deseo conocer», esos eran los obje tivos del pensam iento agustiniano. H asta ahora, toda n u e stra exposición se ha centrado en la idea de que el conocim iento de Dios, objetivo final, debía p a rtir del conocim iento de nosotros m ism os. Es h o ra ya que nos preguntem os p o r la naturaleza m ism a de n u estro cono cim iento, en sentido estricto, de Dios. E n este sentido, un as expresiones agustinianas del tra ta d o Acerca de la Trinidad pueden servirnos com o pu n to de partid a: A Dios le hemos de concebir, si podemos, y en la medida que podemos, como un ser bueno sin cua lidad, grande sin cantidad, creador sin indigencias, presente sin ubicación, que abarca, sin ceñir, todas las cosas; omnipresente sin lugar, eterno sin tiempo, inmutable y autor de todos los cambios, sin un áto mo de pasividad. Quien así discurre de Dios, aunque no llegue a conocer lo que es, evita, sin embargo, 172
con piadosa diligencia y en cuanto es posible, pensar de El lo que no es. (Op. cit., V, 1, 2) Conviene re p a ra r en la idea de que, discurriendo de esa m anera com o nos dice San Agustín, aunque no lle guem os a conocer lo que Dios es, sí al m enos podem os p en sa r lo que no es. Con tales consideraciones se nos d eja en trev er claram ente que, aunque Dios sea incom p rensible a n u e stra naturaleza, si es cognoscible al tra vés de los cam inos de la negación y la em inencia. T erm inábam os el parágrafo a n te rio r señalando que el ho m b re an te Dios ocupaba u n a clara región de desem e jan za y que, en tan to que luz p articipada, el hom bre to m aba conciencia de su lim itación tan to en el ord en del ser, com o del conocer y del o b ra r, y que esta conciencia de su lim itación era lo que le im pulsaba al conocim ien to de Dios. Ju an Pegueroles, en su o b ra San Agustín. Un platonism o cristiano (B arcelona, 1985), ha visto, ju s ta m ente en ello, las tres vías agustinianas de la existencia de Dios: «las vías platónico-agustinianas p a ra llegar a Dios han de ser tres: p o r la participación física (en el se r), p o r la p articip ació n lógica (en la verdad), p o r la particip ació n ética (en el bien)» aunque, en últim o té r m ino, «las tres p ru eb as agustinianas de la existencia de Dios parecen p o d er reducirse, en definitiva, a una única p ru eb a p o r el conocim iento» (cfr. op. cit., pp. 69-73). El m odelo agustiniano de acercam iento a n u estro co nocim iento de la existencia de Dios es un m odelo «ascensional» y que se expresa en el «peregrinar de la m en te hacia Dios», p ereg rin ar que com ienza en el proceso de interiorización * a fin de e n c o n trar en el hom bre la huella de lo divino que confirm a su existencia. 10.1.1.
C on ocim ien to ascen sion al
Aunque son m últiples los m om entos en los que San Agustín, de u n a u o tra form a, nos deja en tre v er sus a r gum entos sobre este tem a, podem os decir que se en c u e n tran dos m om entos claves en sus obras Acerca del libre albedrío y en las C onfesiones y que son claram en te com plem entarios. 173
De la p lu r a lid a d a la u n id a d En el tra ta d o Acerca del libre albedrío, San A gustín nos indica, que p ara llegar a u n conocim iento claro de la exigencia de Dios es necesario averiguar an tes qué es lo m as noble que hay en el hom bre. Del análisis con cluye en que lo que constituye la m ayor dignidad del hom bre y, en consecuencia, su catalogación com o ser su p erio r al resto de los seres vivos, radica en su inteli gencia: «Porque, siendo tres cosas m uy d istin tas en tre sí el ser, el vivir y el en ten d er... estoy certísim o de que el que entiende existe y vive, p o r lo cual no dudo que sea m ás excelente el ser que tiene estas tres perfeccio nes que aquel o tro al cual falta u n a o dos de ellas» (op. cit., II, 3, 7). A p a rtir de estas consideraciones, San Agustín plan tea de lleno la p reg u n ta con que se inicia esta pru eb a dé la existencia de Dios que se conoce com o p ru e b a p o r las V erdades E tern as. Dice así: Ahora bien, siendo así que a la naturaleza, que no tiene más perfección que existir, que no tiene ni vida ni inteligencia, como es el cuerpo exánime, la aven taja aquella otra que, además de existir, goza tam bién de vida, pero que no tiene inteligencia, como es el alma de las bestias; y siendo así que a ésta aven taja la que, a la vez existe, vive y entiende, como lo es en el hombre el alma racional, ¿crees tú que en nosotros, es decir, entre los elementos que componen nuestra naturaleza, como naturaleza humana, pueda hallarse algo más excelente que esto que hemos enu merado en tercer lugar? Ante la respuesta negativa de Evodio, San Agustín señala: ¿Qué dirías si pudié ramos encontrar un ser de cuya existencia y preemi nencia sobre nuestra razón no pudieras dudar? ¿Du darías acaso de que este ser, fuere el que fuere, era Dios? Ante la respuesta de Evodio, San Agustín for mula chám ente el objetivo de la prueba: Me bas tará, por tanto, demostrar que existe tal ser (aquél mayor que el cual no hay nada), el cual confesarás que es Dios, y, si hubiere algún otro más excelente, confesarás que este mismo es Dios. Por lo cual, ya sea que exista algo más excelente, ya sea que no exista, verás de todos modos que, evidentemente, Dios 174
existe, cuando con la ayuda de este mismo Dios hu biere logrado demostrarte lo que te prometí, o sea, que hay un ser superior a la razón. (Op. cit., II, 6, 13-14) E n consecuencia, pues, la p ru eb a consiste en m o stra r que hay algo m ás digno y superior que la razón hum ana y que ello es en donde ésta en cu en tra su fundam ento últim o. ¿Cómo hacerlo?, ¿cuál es el procedim iento u tili zado p o r S an Agustín? A ello vam os a dedicar n u e stra atención. El esquem a arg u m ental agustiniano es m uy sim ple y se engarza con la tradición platónica: se tra ta de en c o n tra r la un id ad ú ltim a com o verdad necesaria. En este sentido, el p u n to de p a rtid a de la reflexión agustin iana lo enco n tram o s en el ám bito de la percepción sensible donde puede co n stata rse la diversidad p ercep tiva de una m ism a realidad. E sta diversidad perm ite claram en te la distinción e n tre lo com ún y lo privativo: «Es evidente que aquellas cosas que no transform am os, y que, no o b stan te, percibim os p o r los sentidos del cuer po, no llegan a fo rm a r p arte del ser de n u estro s senti dos, y p o r lo m ism o nos son m ás com unes, p o rq u e ni se tran sfo rm an ni convierte en algo propio privativo nues tro ... Como propio y privativo has de entender, según esto, lo que p erten ece a cada uno de nosotros exclusi vam ente, lo que él sólo siente en sí y lo que pertenece p ro p iam en te a su n aturaleza; y p o r com ún y com o público, lo que es sentido p o r todos los que sienten, sin que experim ente corrupción ni m utación alguna» {op. cit., 11,7, 19). De ahí p asa San Agustín, en su búsqueda p o r encon tr a r un elem ento u n itario p o r encim a de la diversidad sensible, al n úm ero cuya razón es en sí u n a e inm u table p ara to d as y cada una de las inteligencias que la perciben y, en consecuencia, en c o n tra ste con el ám bito p u ram en te sensible. El núm ero había sido considera do p o r San Agustín com o un elem ento necesario de la belleza (cfr. Acerca del orden, II, 15-42), que es origen de toda arm o n ía (cfr. Acerca de la Verdadera Religión, 42, 79) e im plica u na p lu ralid ad que es reducida a uni dad en tan to que el núm ero, si bien b rilla en las cosas, 175
sin em bargo, es alcanzable p o r la razón (cfr. Acerca del orden, II, 15, 42). A rgum entos todos ellos que vuelve a recoger en su trata d o Acerca del libre albedrío cuando dice: Si la unidad no la percibimos por los sentidos del cuerpo, tampoco percibimos por ellos número algu no, de aquellos, digo, que intuimos por inteligencia, porque ninguno de ellos hay que no tome su nombre del número de veces que contiene a la unidad, cuya intuición no tiene lugar por los sentidos del cuerpo. La mitad de cualquier cuerpo, por minúsculo que sea, es un todo que consto, de dos cuantos o partes extensas, pues ella misma tiene su media parte. Y de tal suerte están estas dos partes en el cuerpo, que ni ellas mismas son dos unidades simples o indivisi bles; mientras que el número dos, por contener dos veces la unidad simple, su mitad, o sea, lo que es la unidad simple e indivisible, no puede constar a su vez de dos mitades, terceras o cuartas partes, por que es simple y verdaderamente uno. (Cfr. op. cit., II, 8, 22) De ahí que, unos capítulos m ás adelante, San Agustín concluya en la necesidad de «una form a etern a e inm u table, en v irtu d de la cual estas cosas que son m uda bles —y que se expresan en núm ero— no desaparecen sino que, con sus acom pasados m ovim ientos y la gran variedad de sus form as, continúan recorriendo h asta el fin los cam inos de su existencia corporal; form a eter n a e inm utable, en cuya virtud, sin e sta r contenida ni com o definida en el espacio, ni prolongarse a través de los tiem pos, n i su frir alteración con el tiem po, todas las dem ás pueden ser form adas y, según sus géneros, llen ar y re c o rre r los núm eros del espacio y del tiem po» (cfr. op. cit., II, 16, 44). De su consideración de la unidad que rep resen ta el núm ero, San Agustín pasa a exam inar un terc er grado, la unidad expresada en la idea de sabiduría. Aquí, su pu n to de p artid a radica en la precisión acerca de qué debe enten d erse p o r sabiduría la cual no debe en ten d e r se com o lo que se opina que es la sabiduría. Ello se aprecia claram ente ante el hecho de la p erplejid ad de 176
Evodio quien señala, an te las apreciaciones de San Agustín: «No sé de qué sabiduría hablas, porque veo que difiere m ucho la opinión de los hom bres acerca de qué es la sabiduría» (o p . cit., II, 9, 25). Pero la resp u esta agustiniana es rápida: «¿Acaso piensas que hay o tra sab id u ría d istin ta de la verdad, en la que se contem pla y pose el sum o bien?» (op. cit., II, 9, 26). Im p o rtan te es, a m i juicio, la relación establecida p o r San Agustín en tre Sabiduría-V erdad-B ien sobre la que, en líneas generales, se ha extendido J. Villalobos en su o b ra S er y V erdad en Agustín de Hipona (Sevilla, 1982), p uesto que, en ella, está la clave de toda la arg u m en ta ción agustiniana. Efectivam ente, com o el m ism o San Agustín señala, «en cu an to todos los hom bres desean la vida bienaven tu rad a no yerran, el e rro r de cada uno consiste en que, confesando y proclam ando que no desea o tra cosa que llegar a la felicidad no sigue, sin em bargo, el ca m ino de la vida que a ella conduce. El e rro r está, pues, en que, siguiendo un cam ino, seguim os aquel que no conduce a donde deseam os llegar. Y cuanto m ás uno y erra el cam ino de la vida, tan to m enos sabe, porque tan to está m ás d istan te de la verdad, en cuya contem plación y posesión consiste el sum o bien. Y es bien av en tu rad o el h om bre que ha llegado a conocer y a poseer el sum o bien, lo cual deseam os todos sin género alguno de duda» (cfr. op. cit., II, 9, 26). La clave h erm enéutica se encuentra, evidentem ente, en la idea de S abiduría la cual es entendida com o «la posesión del bien sumo», «suprem a felicidad» que el hom bre tiene im presa en su m ente: «Si, pues, consta que todos querem os se r bienaventurados, igualm ente consta que todos querem os ser sabios, porque nadie que no sea sabio es bienaventurado, y nadie es biena ven turado sin la posesión del bien sum o, que consiste en el conocim iento y posesión de aquella verdad que llam am os sabiduría. Y así como, an tes de ser felices, tenem os im presa en n u e stra m ente la noción de felici dad, puesto que en su v irtu d sabem os y decim os con toda confianza, y sin duda alguna, que querem os ser di chosos, así tam bién, antes de ser sabios, tenem os en nu estra m ente la noción de sabiduría, en v irtud de la 177
cual cada uno de nosotros, sí se le pregunta a v er si quiere ser sabio, responde sin som bra de duda que sí, que lo quiere» (op. cit., II, 9, 26). A p a rtir de ahí la argum entación se desencadena de form a trep id an te y concluye en la afirm ación de la ver dad u n a e inconm utable en todos los seres, superior a n u estra m ente y que nos im pulsa a abrazarla con el fin de alcanzar la plena y absoluta felicidad. De ahí a la identificación de esa V erdad suprem a con Dios tan sólo hay un paso: «Te p ro m etí dem o strarte, si te acuerdas, que h abía algo que era m ucho m ás sublim e que n u estro esp íritu y que n u estra razón. Aquí lo tienes: es la m is m a verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella, y alégrate en el Señor y te concederá las peticiones de tu cora zón... P uesto que en la verdad se conoce y se posee el bien sum o, y la verdad es la sabiduría, fijem os en ella n u e stra m ente y apoderém onos así del bien sum o y gocemos de él, pues, es bienaventurado el que goza del sum o bien. E sta, la verdad, es la que contiene en tí to dos los bienes que son verdaderos, y de los que los ho m b res inteligentes, según la capacidad de p en e tra ción, eligen p ara su dicha uno o varios. Pero así com o en tre los hom bres hay quienes a la luz del sol eligen los objetos, que contem plan con agrado, y en contem plarlos ponen todos sus encantos, y quienes, teniendo u n a vista m ás vigorosa, m ás sana y potentísim a, a nada m iran con m ás placer que al sol, que ilum ina tam bién las dem ás cosas... así tam bién, cuando una poderosa y vi gorosa inteligencia descubre y ve con certeza la m ulti tud de cosas que hay inconm utablem ente verdaderas, se o rien ta hacia la m ism a verdad, que todo lo ilum ina, y, adhiriéndose a ella, parece com o que se olvida de to das las dem ás cosas, y, gozando de ella, goza a la vez de to d as las dem ás, porque cuanto hay de agradable en todas las cosas v erdaderas lo es precisam ente en vir tu d de la m ism a verdad» (cfr. op. cit., II, 13, 36).
La «Memoria Dei» Sin em bargo, en el m arco del trata d o Acerca del libre albedrío hay algo que no queda lo suficientem ente aqui latado, se tra ta de aquello a través de lo cual la m ente 178
h u m an a tiende h acia la captación y posesión de la ver dad pese a que señale que la sabiduría sale al paso de aquellos que la buscan m ediante los núm eros im presos en cada cosa (cfr. op. cit., II, 16, 41). Sobre este aspecto es sum am ente esclarecedora la argum entación que San Agustín lleva a cabo en el m arco de las C onfesiones. E fectivam ente, a lo largo del libro X de las Confe siones, San Agustín al tra ta r de explicitar su m étodo: «T raspasaré, pues, aun esta v irtud de mi n atu raleza as cendiendo p o r grados hacia aquel que me hizo» (op. cit., X, 8, 12), se en cu en tra con la clara distinción e n tre una m em oria sensible y una m em oria Dei. La pru eb a agustiniana de la M em oria Dei ju stific ará , en San Agustín la existencia de Dios en tan to que Dios es, ju stam en te la causa de esa m em oria. E n consecuencia, pues, com o ha reseñado Juan Pegueroles, la teoría agustiniana de la ilum inación o de la m em oria afirm a que todo conocim iento es un reconoci m iento y supone un preconocim iento en el sentido de que todo conocim iento de ser, verdad y bien es un re conocim iento y supone claram en te preconocim iento del Ser, de la V erdad y del Bien (cfr. op. cit., p. 77). Ahora bien, ¿dónde?, la respuesta es clara en San Agustín, en el ho m b re in te rio r que es, ju stam en te, don de se en cu en tra la V erdad. Es la indagación en el hom b re in terio r lo que nos conduce a la trascendencia, lo que nos lleva a la captación del fundam ento. Pero, com o dijim os an terio rm en te, a p ropósito de n u estro exam en de la in terio rid ad agustiniana, este re to rn o a nosotros m is mos p a ra e n c o n tra r n u e stra filiación divina sólo tiene sentido, en el orden práctico, cuando la conciencia de la filiatio divina se proyecta en la ch a n ta s cristian a en el m arco de una C ivitas Dei, que es el proyecto in tersu b jetivo de la idea de C ristiandad, clave herm enéutica a ten er en cuenta p a ra en ten d e r el sentido últim o del pen sam iento cristian o m edieval.
179
La sociedad y la paz
11.1.
Introducción
Como se desprende del capítulo an terio r, la vida m o ral del ho m b re no es en San Agustín un ám bito sepa rado de la vida co m unitaria o, en térm inos m ás actu a les, de la vida social. Y esto en v irtu d de que el p rin ci pio constitu tiv o de lo social es el sentim iento íntim o y perso n al del am or. E l am or es, en definitiva, quien une o divide a los ho m b re e n tre sí. De este m odo cada uno de ellos se sen tirá n ecesariam ente vinculado con aque llos que am en lo m ism o que él am a. Por eso, an tes ya de cu alq u ier o tro, el am or a Dios establece una com u n id ad universal e n tre todos los hom bres que lo p ro fesan. E n v irtu d de tal convicción, San Agustín tiende a in te rp re ta r la sociedad y la h isto ria a p a rtir deí principio que sirvió de su stento a su propia vida personal. Más todavía, a su propio d ram a personal. Am ante p rim ero de valores m u ndanos y m ás tard e converso a los ver d ad ero s valores del espíritu, su convicción p rofunda si gue siendo la m ism a. Solam ente gira el sentido de la h isto ria p ersonal o colectiva según aquello que se ame, 180
pero el principio psicológico y m oral del am o r es el que divide tal sentido. Se im pone aquí un principio de in tim idad sim ilar al de todo el pensam iento agustiniano.
11.2. El pueblo, comunidad de objetos amados El enunciado a n te rio r constituye el p ilar de La Ciudad de Dios, p articu larm en te de su segunda p arte. Desde la definición de pueblo y sociedad h asta la posible división o clasificación de ellos, el am o r es el hilo conductor de su razonam iento. A p a rtir de él, en p rim er lugar, puede ya definirse lo que es el pueblo, en su acepción de so ciedad: El pueblo es un conjunto de seres racionales aso ciados por la concorde comunidad de objetos ama dos, para saber qué es cada pueblo, es preciso exa minar los objetos de su amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias, sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de objetos amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto me jor cuanto más nobles sean los intereses que los li gan, y tanto peor cuanto menos nobles sean. Según esto, el pueblo romano es un pueblo, y su gobierno, una república. (•Obras, XVII, 511) De las p alab ras agustinianas se desprenden dos im p o rtan te s conclusiones: • • Sólo los seres racionales son aptos p ara co n stru ir real m ente un pueblo o sociedad. Nada, pues, m ás lejano a San Agustín que el ingenuo prim itivism o. Sólo la racionalidad hace posible el verdadero am or, vincu lado a la capacidad de sen tir reflexivam ente. Ello in troduce el im p o rtan te concepto según el cual la socie dad no es una extensión de la naturaleza. E lla p e rte nece al orden de lo racional. • E n co n tra de un m al entendido tcocentrism o, San Agustín acepta com o legítim as sociedades aquellas 181
com unidades que racionalm ente coinciden en ios ob jeto s am ados, sin que éstos se lim iten únicam ente a los ob jeto s de un determ inado orden, sea éste el es p iritu al. Se establece, bien es cierto, una sociología axiológica gradual. Las sociedades se distinguirán, en efecto, según el orden de sus am ores. In tro d u cid o así el principio general de toda legitim i dad social, aun distinguiéndose p o r los valores am ados, un pueblo se Iigitim a com o sociedad cuando com uni taria y racionalm ente busca unos valores que se reúnen en to rn o a objetivos no estricta m e n te espirituales. No se da, pues, el exclusivism o social esp iritu alista del que, con frecuencia, fue censurado el agustinism o pos terio r. Una cosa es, en efecto, que los valores de orden esp iritu al constituyen, p a ra San Agustín, sociedades m ás perfectas y o tra m uy d istin ta que puedan ser calificadas de sociedades sólo aquellas que los buscan. Ello conduce a la célebre distinción agustiniana de las dos ciudades: la de Dios y la terrenal.
11.3. La ciudad de Dios * y la ciudad terrenal * R eiterad am en te form ula Agustín la explícita afirm a ción sobre el origen de las dos ciudades. Al inicio del capítulo XIV se reconoce brevem ente que, en todo el orbe, los pueblos son m uy variados p o r sus usos, sus rito s y costum bres. Pero, en síntesis, y desde una in ter pretació n cristian a de la hum anidad, San Agustín reco noce que toda esa indiscutible variedad «no form an m ás que dos géneros de sociedad hum ana que podem os llam ar, conform ándonos con nu estras E scritu ras, dos ciudades, u n a es la de los hom bres que quieren vivir se gún la carne, y o tra la de los que quieren vivir según el esp íritu , cada u n a en su paz propia. Y la de cada una de ellas consiste en ver colm ados todos sus anhelos» (Obras, X V II, 58). Se in tro d u ce así una tipificación explícita que m ás adelante va a ser refo rm ulada m ás concisa y explícita m ente p artien d o del principio de socialidad ya enun 182
ciado: «Dos am ores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el am o r propio h asta el desprecio de Dios, la terren a, y el am o r de Dios h asta el desprecio de sí pro pio, la celestial» (XVII, 115). Queda así explícitam ente enunciado el sentido de una y otra: no es una la Iglesia y o tra el E stado, ni una la celeste y o tra la te rre stre , sino que la Ciudad de Dios la form an todos aquellos que am an a Dios, y la terren al aquellos que anteponen el am o r propio y to das sus secuelas al am o r de Dios. La Ciudad de Dios busca la gloria de Dios y ella tiene com o vínculo de sus ciudadanos, no al im perio a u to ri tario, sino a la caridad. La ciudad terrena, p o r el con trario , asienta su un idad en la au to rid ad que logre do m inar los intereses p artic u la res que necesariam ente su r gen cuando sus ciudadanos p a rte n del am o r a sí m ism os. Tal enunciado sugiere varias conclusiones: • En p rim er lugar, los ciudadanos de una y o tra ciu dad viven en esta vida en el seno de las m ism as so ciedades históricas. No puede ser de o tro m odo, ya que los ju sto s am antes de Dios son h om bres com o los dem ás. Posiblem ente influenciados p o r el maniqueísm o, sin em bargo, no lo desea aplicable a lo so cial. • E n segundo lugar, los ciudadanos de una y o tra ciu dad no son sólo los que actualm ente están vivos, sino que a la Ciudad de Dios pertenecen todos los ju sto s, pasados y futuros, así com o a la terren a los que a lo largo de la h isto ria de la hum anidad, p asad a o futura, p refiriero n o tro s am ores al am o r de Dios. Ello im pli ca, en térm inos hegelianos, una noción idealista de H istoria. O, en térm inos cristianos, una visión teolo gal de ella. C iertam ente, San Agustín in troduce m ás una teología de la h isto ria que no un ideal hegeliano de ella. Pero se form ula explícitam ente p o r p rim era vez, un co r epto ideal de H um anidad que sugiere una in terp retació n de la H istoria, no p o r su p u n tu al acon tecer, sino p o r el d escubrim iento en ella de un senti do que p au latin am ente se alu m b ra y en el que tom an p arte todos los hom bres. El propio San Agustín dice 183
que, «m ísticam ente dam os a esos dos grupos el nom b re de ciudades, que es decir sociedades de hom bres» (X V II,124). Ellas, en efecto, no tienen su razón en la experiencia y evidencia actuales, sino en la razón ocul ta del am o r no evidente, de sus m iem bros, en su m a yoría no presen tes realm ente en el m undo. Tal es el sentido del adverbio m ystice que él em plea. • Una te rc era conclusión parece decisiva p a ra in terp re ta r el pensam iento de San Agustín. No hay duda de que la Ciudad de Dios es, en v irtu d de su am or, supe rio r a la Ciudad terrena. Pero, ¿hasta qué punto? Todo el contenido del Civitate Dei es explícito: h asta el p u n to de que sólo la Ciudad de Dios es el m odelo de toda sociedad p o rq u e sólo en ella puede rein ar la ju s ticia, el ord en y la paz verdadera. Las sociedades, p o r tan to , que no reconocen al am or de Dios com o su am o r y, p o r tan to , com o su naturaleza, no pueden ser despojadas del títu lo de sociedades —como sucede con rom anos, atenienses, asirios, etc.— , pero todos ellos son incapaces de conocer «la verdadera ju sti cia», term in a afirm ando el capítulo 24 del libro XIX. P or tan to , sus categorías sociales no son las debidas. Nos enco n tram o s así con la afirm ación de que es la Ciudad de Dios la que debe su b sistir com o ideal de la h isto ria de la hum anidad. San Agustín introduce, pues, un p rin cip io de idealidad que, si bien no form ulado con lenguaje m oderno, establece com o objetivo de la reali dad h istó rica un ideal, sólo concebible com o posibili dad, al que ésta debe tender. Siendo la Ciudad de Dios el ideal de la Ciudad terre nal, ésta es an terio r y prim era, tan to individualizada en cada h o m b re cu anto colectivam ente considerada. Así lo reconoce San Agustín cuando, recordando las po lém icas sobre el pecado en que tom ó p arte , escribe: En cada hombre comprobamos la verdad de estas palabras del Apóstol: No es primero lo. espiritual, sino lo animal y luego lo espiritual. De donde se sigue que cada cual, por descender de un tronco da ñado, necesariamente es primero malo y carnal, y será luego bueno y espiritual si, renaciendo en Cris to, adelantare en la virtud. Y esto mismo sucede en 184
la humanidad entera. Cuando las dos ciudades em prendieron su curso evolutivo, por nacimientos y muertes sucesivas, nació primero el ciudadano de es te mundo y luego el peregrino del siglo, que pertenece a la Ciudad de Dios. (Obras, XVII, 124) P or tan to , es tam bién socialm ente aplicable el p rin ci pio según el cual no todo hom bre m alo ha de llegar a ser bueno, p ero sí que todo hom bre bueno ha sido p ri m ero m alo. Así sucede a la Ciudad de Dios, cuyos ciu dadanos, en v irtu d del pecado en que fueron engendra dos, an tes fu ero n todos ciudadanos de la Ciudad te rrena. Por últim o, la Ciudad de Dios no tiene en este m undo su n atu ra l culm inación sino que ella, en v irtu d de la m ism a idealidad teológica, concluirá en la posesión de Dios, que h abía sido el o b jeto del am or de sus súbditos. Agustín ilu stra sim bólicam ente este destino trascen d en te de la ciudad celeste evocando a Abel, su fundador, quien no fundó ninguna ciudad en este m undo, sino que se consideró siem pre peregrino en él, al co n trario de su herm an o Caín, fu n d ad o r de la ciudad terrenal. B ellam ente San Agustín llam a a la C iudad de Dios «via je ra en el m undo» (XV II, 214). Ello es to talm en te lógico si pensam os que el am o r de Dios es su esencial p rin ci pio constitutivo. Tales convicciones conducen a que el pensam iento ag u stiniano tiende a una cada vez m ás eficaz influencia del ám b ito religioso en el estricta m e n te m undano y es tatal. No podía ser de o tro m odo, puesto que su pensa m iento único, tra s su conversión, radica en la salvación de las alm as. Si bien Agustín propició la obediencia a las leyes ju sta s del E stado, buscó con em peño apostó lico la sum isión del derecho civil a las leyes y m anda tos de la Iglesia. Ello no m erm a su m érito de se r en tre los p en sadores antiguos y m edievales —cristianos o no— quizá el m ás grande defensor de la vida social y de la sociedad civil. P or eso escribirá, bellam ente: Nuestra más amplia acogida a la opinión que sos tiene que la vida social es propia del sabio. Porque ¿de dónde se originaría, cómo se desarrollaría y cómo 185
lograría su fin la Ciudad de Dios —objeto de esta obra, cuyo libro X IX estamos escribiendo ahora— si la vida de los santos no fuera vida social? (Obras, XVII, 470) A p esar de lo dicho, debem os reconocer las dificulta des y «la infinidad y gravedad de los m ales a que está su jeta la sociedad h um ana en esta m ísera condición m ortal» (Ibid.). Y citando a los poetas cóm icos sigue com entando la serie de inconvenientes que el hom bre tiene al casarse, al ten er hijos, al convivir con los de m ás ciudadanos. Males e inconvenientes nacidos y ori ginados en el seno de la sociedad civil que im piden que ella sea un ám bito de bonancible y d u rad era paz.
11.4. Paz, orden y justicia Los m ales e inconvenientes de la sociedad civil son de m uchos órdenes, desde las querellas de am or h asta las enem istades, las in ju rias y sospechas, y tienen su m áxim a expresión h istórica en la guerra. Son estos los m ales ciertos que hacen de la paz un bien incierto, ta n to en las relaciones restringidas entre las personas com o en las relaciones am plias en tre los pueblos. La convicción p ro fu n da de Agustín es que tales m a les tienen su origen fu ndam ental en la naturaleza caída del hom bre, en su condición de heredero de la culpa original. No es éste el m om ento de e n tra r en la discu sión sobre la d o ctrin a agustiniana del pecado original. Lo cierto es que de él derivan los m ales del hom bre. Pero A gustín es, adem ás de teólogo, un sincero obser vad o r psicológico. Por eso señala o tra causa, derivada sin duda de la an terio r, pero m ás inm ediata de los m ales de la sociedad. Es el m udable corazón del hom bre. M udable e inescru table corazón hum ano que hace ciertos los m ales e in cierta la paz, «porque desconoce m os los corazones de aquéllos con quienes querem os tenerla, y, aunque los conozcam os hoy, no sabem os qué serán m añana. ¿Quiénes suelen o, al m enos, deben ten er m ás am istad en tre sí que quienes se cobijan b ajo un m ism o techo, en una m ism a casa? Y, sin em bargo, ¿quién 186
de ésos está seguro cuando ve los m ales acaecidos p o r ocultas m aquinaciones, m ales tan to m ás am argos cuan to m ás dulce fue la paz considerada com o verdadera, siendo u na a stu ta ficción?» (Obras, XV II, 471). Ello trae a p rim e r plano el problem a de la paz.
11.4.1.
La paz y el orden
Aunque la paz sea un bien incierto es, sin em bargo, el m ayor de los bienes hum anos. Ella es un bien «tan notable, que aún en tre las cosas m ortales y terren as no hay n ad a m ás g rato al oído, ni m ás dulce al deseo, ni su p erio r en excelencia» (Obras, X V II, 481). Por su su prem o valor, la paz es buscada p o r todos, tanto p o r los ciudadanos de la Ciudad de Dios, com o p o r los de la Ciudad terren al. Incluso aquellos que hacen la g u erra es p o rq u e buscan la paz, aunque ésta suponga un so m etim iento de otro s hom bres. Pero lo cierto es que «to dos desean ten er paz con aquellos que quieren go b ern ar a su antojo» (Ibid., 482). San Agustín no se lim ita, sin em bargo, a la sola paz social, sea fam iliar o política, sino que su concepto de paz llega h asta h acer de ella la sustancial apetencia de las cosas todas. De ahí que su célebre definición se ex tienda a todos los ám bitos de la realidad. N ada m ejo r que sus p alab ras p ara en ten d er su pensam iento: Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; y la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, y la paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del animal. La paz entre el hom bre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la orde nada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados. La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de 187
Dios y a la vez en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. (Obras, XVII, 486) Como es perceptible, en toda la serie de realidades a las que San Agustín hace extensivo el bien de la paz, el o rd en aparece com o condición p ara que ella sea real m en te paz. No es posible paz sin orden, p o r eso, a ren glón seguido de la cita an terio r, se afirm a que «el o r den es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde». E stas bellísim as definiciones agustinianas sugieren va rias conclusiones: • Sin orden no hay paz. Pero el orden exige sobre todo «concordia», esto es, acuerdo y respeto a la debida natu raleza de cada cosa. Bien es cierto que en la n a tu raleza inorgánica esta «concordia» no p lan tea p ro blem as. Pero al ir ascendiendo en la escala de los se res y h acer aparición la com plicación orgánica, la ra cional y, m ás aún, la social, la concordia no es algo que los seres produzcan sua sponte. Ella exige esfuer zo, respeto, en fin, v irtud, p a ra no v u ln era r la debida disposición que las cosas, iguales o diferentes, deben de tener. La concordia es, en fin, «la salud del pue blo» (X V II,512). • La paz, tan to fam iliar com o social, dem anda u n a o r denación de valores y ello porque la sociedad está co n stitu id a p o r seres racionales, lo que exige que se som eta a la paz del entendim iento cuanto tiene el ho m b re de irracional, y que se som eta a la paz del alm a lo que en él viene de su cuerpo. Se exige, p o r tan to , el ord en en dos direcciones: de los seres con respecto a sus p a rte s de los seres respecto a los de m ás seres. • No será posible la paz social a través del dom inio del ho m b re p o r el hom bre. Con las lógicas vacilaciones de un h om bre del tiem po de San Agustín, form ado en la c u ltu ra rom ana, su exigencia es term in an te en el orden social y, p o r tanto, la paz debe ten er en cuenta que Dios quiso «que el h om bre racional, hecho a su im a gen, d o m in ara únicam ente a los irracionales, no el 188
h o m b re al h om bre, sino el ho m b re a la bestia» (XV II, 491). Y tra s este categórico reconocim iento, señala que la p alab ra siervo la m ereció el hom bre no por naturaleza, sino p o r el pecado. De ahí que, en rigor, nadie está legi tim ado p a ra llam ar o hacer siervo suyo a nadie. Sólo al pecador, respecto a Dios, es atrib u ib le tal categoría. • E n este sentido el dom inio que un hom bre ejerce so b re o tro no en cu en tra legitim ación natu ral. Y si al esclavo, siguiendo al Apóstol, le aconseja serv ir de corazón a su señor, ello no es, p a ra Agustín, u n a le gitim ación del dom inio, sino la invitación a u n a ac ti tud que sepa sac ar bien del mal, h asta que tal situ a ción sea superada. Se pide, pues, una a c titu d que re genere la conciencia del esclavo, sin que ello suponga h acer buena la relación dependencia. De ahí que «si sus dueños no les dan libertad, to rn en ellos, en cierta m anera, libre su servidum bre, no sirviendo con tem o r falso, sino con am or fiel, h asta que pase la iniquidad y se aniquilen el p rincipado y la p o testad hum ana y sea Dios todo en todas las cosas» (X V II, 492). No es, pues, la consagración del estado de dependencia, sino la espera en el triu n fo de Dios y de su reino sobre el egoísm o hum ano. No podem os p ed ir a Agustín u n a a c titu d revolucio naria. Su revolución, sin em bargo, no deja de ser p ro funda al solicitar la desaparición de la iniquidad, y del m al exigiendo que esto se produzca, no p o r im pulso de la fuerza, sino p o r el triu n fo del am or de Dios que e rra dicaría definitivam ente el m al y —con él— el dom inio egoísta de unos sobre otros. P ara que esto sea así ahí está la p alab ra y el testim onio cristianos com o p re sen cia en el m undo de exigente hum anism o. Algo sim ilar h ab ría que decir respecto a la pro p ie dad. No es el títu lo de adquisición el que legitim a una propiedad, sino su co rrecto uso, lo que debe se r ga ran tizad o p o r la ley civil. P ero en todo caso, cuando el m al uso se da, San A gustín no reclam a una re d istri bución revolucionaria. E stá convencido que la ju stic ia no será posible m ás que cuando triu n fe la ciudad ce189
leste so b re la terren al, o sea, cuando el am or de Dios su stitu y a al egoísmo. Su exigencia es así in terio r y m o ral y no política o económ ica.
11.4.2.
La ju sticia
El ejercicio real del o rd en y, p o r tanto, la g aran tía de la paz, es la ju sticia. E lla es, en p rim e r lugar, virtud que debe rev estir al ho m bre haciendo que él reconozca y dé a cada uno lo suyo. O sea, que respete el orden. Pero, adem ás, ella debe ser la esencia de la legislación civil del E stado. Siguiendo a Cicerón, insistirá San Agustín en que no hay república, o sea, estado, que pueda ser gobernado sin justicia. Y, en consecuencia, «donde no hay v erdadera ju sticia no puede darse ver dad ero derecho. Cpmo lo que se hace con derecho se hace ju stam en te, es im posible que se haga con derecho lo que se hace in ju sta m e n te... Por tanto, donde no exis te v erd ad era ju sticia no puede existir com unidad de hom b res fu n d ad a sobre derechos reconocidos, y, por tanto, tam poco pueblo...» (XV II, 501). Tal es la exigencia de Agustín que, tam bién aquí, confía en que no hay ju stic ia hum ana perfecta. Sólo la sociedad de los ju sto s en Dios realizará la verdadera justicia. Ello no im pide su c o n t i n u a d e m a n d a de un E stad o de derecho. Como pensador cristiano, San Agus tín entiende que el ideal de la praxis y de la realidad h istó rica no tiene su acabam iento en ella m ism a. Y esto es m ás aplicable todavía al orden ético. P ero eso recla m a la paralela convicción de que es en este m undo y desde la situación caída del hom bre, desde donde - es posible su regeneración, aunque ésta no sea definitiva sino en la posesión de Dios. Pero, com o venim os di ciendo, la Ciudad de Dios es tam bién de este m undo. E lla es el ideal al que, desde su legitim idad natural, la ciudad terren a debe encam inarse. Sólo en ella el orden y la paz p erfecta y, p o r tanto, la ju sticia serán posibles. M ientras que esto no se realice, o sea, m ien tras el am o r de Dios no su stitu y a al egoísmo, orden, paz y ju s ticia serán im posibles p o r convicción y sólo realizables p o r coacción legal. Se hace así evidente la falla o de190
ficiencia de la ciudad terrenal. La verdadera filosofía de la historia será aquella que encam ina la realidad h istó rica del E stado hacia un ideal ético, con la exi gencia de un progreso sobre el orden pu ram en te ju r í dico. P ero adem ás, en Agustín, el ideal ético a d q u irirá todo su sentido cuando las convicciones éticas lo sean en v irtu d de un sentido superior al pu ram en te h um a no, esto es, p o r am or de Dios. Es en él donde el hom b re en cu en tra su acabam iento. H asta entonces su co razón estará, según Agustín, en el desvelo y la in quietud.
191
Apéndice
Comentario de texto A)
T exto
Ya hemos apuntado en los libros anteriores que Dios, para unificar el género humano, no sólo por la semejanza de naturaleza, sino también por lazos de consanguinidad; para ligarlos, digo, con el vínculo de la paz en unidad con corde, quiso que todos los hombres procediesen de uno solo. Además fue también voluntad suya que el género humano no estuviera sujeto a la muerte individual si los dos prime ros hombres, de los cuales uno fue creado de la nada y otro del primero no se hubieran hecho acreedores de ella por la desobediencia. El pecado en que ellos consintieron fue tan enorme, que, en virtud de él, la naturaleza humana empeoró y se transmite a los descendientes el pecado mismo y la necesidad de la muerte. El imperio de la muerte se ense ñoreó tanto de los hombres, que diera con todos en la muer te segunda —como pena debida— si una gracia indebida de Dios no librara a algunos de ellos de la misma. De aquí que, siendo tantos y tan grandes los pueblos di seminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en ritos y en costumbres y tan variados en lengua, en armas y en vestidos, no formen más que dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, conformándonos con nuestras Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que quieren vivir según la carne, y otra la de los que quieren vivir según el espíritu, cada uno en su paz propia. Y la paz 195
de cada una de ellas consiste en ver colmados todos sus anhelos. (S an Ag u stín : La Ciudad de Dios, XIV, 1)
B) 1. A)
C om entario del texto El contexto El contexto ideológico
El fragm ento seleccionado pertenece a la o b ra de San Agustín La Ciudad de Dios que, com o es ya sabido, no sólo es la réplica definitiva del cristianism o ante el pen sam iento pagano, sino tam bién la obra en la que se p lan tan las bases del nuevo sentido de «Cristiandad» en sustitu ció n de la «H um anitas». Desde esta perspectiva, pues, La Ciudad de Dios es no sólo u n a au tén tica enci clopedia de lacu ltu ra an tigua y, en consonancia con ello, la ú ltim a gran apología del cristianism o, sino tam bién, y ello puede ser considerado com o lo m ás interesante, la p rim era gran h erm en éu tica de la h isto ria de la hum a nidad a p a rtir de estos presupuestos: a) La determ inación del objeto histórico com prende tres hechos: la referencia a las res gestae, a los aconte cim ientos indicativos del orden tem poral, así com o a la ordenación de los hechos en el tiem po; la determ inación de la n aturaleza no sólo de los hechos hum anos, sino tam bién de los divinos (gesta divina et hum ana), y los hechos de los hom bres en com unidad. h) La H istoria tiene com o fundam ento m etafísico la contingencia del m undo. La creación del m undo se cons tituye en el p rim e r acontecim iento histórico, lo que, al m ism o tiem po, posibilita el vínculo ontológico en tre el cread o r y la cria tu ra. Ahora bien, la historia com ienza con el p rim e r ho m b re y no con las cosas que hacen su aparición con el p rim er Fiat divino. c) A p a r tir de ahí se com prende perfectam ente cómo, p a ra San Agustín, las claves de esta herm enéutica de la h isto ria no sean o tras que las siguientes: 1) La «Provi dencia» divina, p o r la cual la h isto ria realizada es enten dida com o am pliación de la im agen divina y viene a ser 196
com o la culm inación de toda la creación. 2) El sentido cristo cén trico de la nueva hum anidad, expresado en el ca rác te r m ed iad o r de la figura de C risto, sin el cual la h isto ria es un caos p o rq u e El es la luz que la ilum ina, no sólo en el plano individual, sino tam bién en el social en tan to que, al fu n d a r la Iglesia, la religión cristiana, provee al hom bre de un m edio de salvación. 3) La con cepción del hom bre en tensión dialéctica en tre dos am o res: el egoísm o y la C hantas, que hacen al hom bre el único responsable de su destino en v irtud del principio de su libertad , que no e n tra en colisión con la Provi dencia divina, sino que viene a ser la expresión y expli cación m ás clara del «orden» y la «paz» del universo. B)
E l contexto inm ediato
Si el contexto ideológico del fragm ento seleccionado se en c u en tra en el m arco de una H erm enéutica de la H isto ria y, ésta, en ten d id a com o h isto ria de la salvación hum ana. El contexto inm ediato del fragm ento debe si tu arse con relación al horizonte concreto del plan de la obra, en este caso La Ciudad de Dios, a fin de com pren d er cuáles son los tem as concretos que se proponen y engarzarlos en el esquem a general del autor. La Ciudad de Dios es u n a volum inosa o b ra que se distribu y e en X X II libros, escritos en tre el 411 y el 426, ju sto en los m om entos difíciles que siguen al saqueo de Rom a p o r los godos de Alarico (410) y la definitiva des aparición del Im p erio R om ano de Occidente. La o b ra viene a ser la respuesta ag ustiniana a la exi gencia de u n nuevo orden fundado no en la inm ediatez, sino en la trascendencia, de m anera que a la antigua Rom a suceda una Nueva Rom a, la Jeru salén celestial, la cual debe con fig urarse com o la nueva ciudad eterna. A tendiendo a dichos objetivos la obra se distrib u y e a trav és de dos núcleos tem áticos. El prim ero es, fu n d a m en talm ente, crítico (libros I-X) y en el que San Agus tín analiza las causas del fracaso de la ciudad de Roma. E sta p arte viene a ser una especie de enciclopedia de la cu ltu ra an tigua (libros I-V III), term in an d o esta p a rte (libros IX-X) con u n a reflexión sobre el nuevo sentido de la m ediación de C risto en la h isto ria de la hum anidad 197
(libro IX) y el culto que debe darse al verdadero Dios (libro X). En la segunda p arte (libros XI-XXII) San Agustín nos ofrece un cuadro sistem ático y plenam ente com prensivo de la h isto ria de las dos ciudades, la celeste y la terrena, desde la creación del m undo h asta su tiem po y h asta el final de los tiem pos. El texto seleccionado se sitúa, justam ente, en el ám bito de esta segunda p arte de la obra, es decir, en el m om ento descriptivo de la aparición de las dos ciu dades. 2.
Los contenidos del texto
Una lectu ra aten ta del texto nos ofrece una serie de núcleos tem áticos engarzados entre sí y que podem os sistem atizar de la siguiente m anera: a) «Para u n ificar el género hum ano... quiso (Dios) que todos los hom bres procedieran de uno solo.» b) «Fue tam bién voluntad suya (de Dios) que el gé nero hum ano no estuviera sujeto a la m uerte individual si los dos prim eros ho m bres... no se hubieran hecho acreedores de ella p o r la desobediencia.» c) «El pecado en que ellos consintieron fue tan enor me, que, en v irtud de él, la naturaleza hum ana em peoró y se tran sm ite a los descendientes el pecado m ism o y la necesidad de la m uerte.» d) La m uerte segunda —com o pena debida— sería inevitable si una gracia indebida de Dios no lib rara a algunos de ellos de la misma.» e) Lo que caracteriza a los hom bres que conform an las dos ciudades es el «vivir según la carne» y el «vivir según el espíritu». El p rim ero de los núcleos tem áticos nos sugiere no sólo la cuestión de la creación, sino tam bién, y p rim o r dialm ente, la cuestión de la creación del hom bre y lo que ello significa. Im p o rta hacer m ención explícita a la im plícita distinción agustiniana en tre el hom bre como ser concreto y el género hum ano, sin la cual no podría 198
explicarse el tem a del origen del alm a hum ana. En con secuencia, la cuestión aquí sería: ¿cómo explica San Agustín el origen del alm a hum ana? ¿Cómo explica San Agustín el problem a de la transm isión del alm a del pri m er h om bre al resto de los seres hum anos? El segundo núcleo tem ático nos presenta, de un lado, lo que podríam os llam ar la voluntad divina y su provi dencia y, de otro, la voluntad hum ana y sus consecuen cias, doble aspecto que se expresa claram ente a través de la ilación condicional establecida entre la voluntad divina y la desición hum ana. En consecuencia, pues, el tem a a resp o n d er aquí es el siguiente: • ¿cóm o explica San Agustín aquí la Providencia divina y el origen del m al? ¿P or qué San Agustín entiende que no existe una contradicción e n tre la Providencia de Dios y la voluntad hum ana? El tercer núcleo tem ático es muy explícito y se refiere claram ente a las consecuencias del pecado —decisión libre del hom bre— p a ra la Im ago Dei. Aquí las cuestio nes pueden en trecru zarse aludiendo, de un lado, al pro blem a de la tran sm isión del pecado original, estrecha m ente relacionado, a su vez, con la tem ática referente al origen del alm a hum ana. De otro, se alude a la cues tión referen te a la incidencia de dicho pecado —decisión libre del h om bre— en la Im ago Dei que se encuentra en el alm a. Sobre este últim o punto convendría precisar las m atizaciones agustinianas sobre la Im ago Dei aten diendo el doble horizonte de su teoría y expresado en su p o stu ra an te el m aniqueísm o (antes del 412) y el pelagianism o (después del 412). La pregunta aquí podría ser la siguiente: ¿cóm o soluciona San Agustín el tem a de la incidencia del pecado en la Im ago D ei? El cu arto núcleo tem ático es m uy claro y expresa un aspecto fu ndam ental de la tesis agustiniana. De un lado, se en cu en tra la V oluntad divina; de otro, la decisión hum ana. De esta ú ltim a se desprende el origen del mal y su castigo («la pena debida», que es la m uerte). Sin em bargo, el h om bre no está dejado a su suerte. A la p ena debida se le contrapone p o r p arte de Dios una «gracia indebida», un «don de Dios» y que perm ite el triu n fo sobre la m uerte. En este punto dos cosas p a re cen claras. P rim ero, que con la noción de «m uerte» San 199
Agustín entiende no la m uerte física, sino la m uerte espiritual. Segundo, que Dios quiere salvar al hom bre y, sin «deberle nada a él», le otorga un don g ra tu ito y encauza el tem a clave de la Redención y que perm ite la distinción en tre el hom bre viejo, Adán, y el hom bre nuevo (Cristo). En consecuencia, pues, la pregunta aquí sería: ¿qué papel juega la Redención en el esquem a agustiniano y cuáles son las posiciones que puede adop ta r el h om bre an te el hecho concreto de la Redención? Por últim o, el q u into núcleo tem ático aborda la cues tión d irecta del sentido de las dos ciudades que tienen su origen en dos am ores. Aquí conviene p recisar que, con el térm ino am or, San Agustín alude, fundam ental m ente, al significado de pulsión, tendencia que conform a un estilo de vida y. con el térm ino ciudad, no está m en cionando a la res ciudad, sino al estilo de vida alcan zado a través de un d eterm inado am or-pulsión. Desde esta perspectiva se entiende, pues, cóm o San Agustín define la ciudad terren a, com o vida según la carne, en el sentido de un vivir en la inm anencia, en la inm edia tez de lo dado y que conduce a la im pietas y a la sober bia de la vida que concluye, com o indicó Zubiri, al ateís mo. Es la vida egoísta el m odelo de la ciudad terrena. En cam bio, la ciudad celeste, que se define com o vida según el esp íritu , en el sentido de un vivir o rientado a la tras cendencia, p erm ite la superación del am or-pulsión, del egoísmo, p o r la Charitas, que se constituye com o la clave herm enéutica de la «Sociedad cristiana» al fu n d a m e n tar se en la «filiación divina» de todos los seres hum anos, y que constituye el m ensaje social del pensam iento agus tiniano. En consecuencia, pues, la pregunta aquí sería: ¿cóm o explica San Agustín el sentido de la sociedad cris tian a en c o n tra ste con la sociedad antigua?
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Glosario Ciudad de Dios: Comunidad de los justos que anteponen el amor de Dios al amor propio. Ciudad terrenal: Comunidad de los que anteponen el am or propio al amor de Dios. Fe: Acto del pensamiento al que se concede asentimiento. Forma parte del proceso mental normal que se da en todos los niveles de la vida humana. Forma: Principio de distinción entre los seres. Iluminación: Acción por la que Dios asiste a la inteligen cia humana para que ella pueda alcanzar la verdad y la naturaleza de las cosas en cuanto que ellas son participa ción de las razones eternas. Interiorización: Proceso gradual del alma humana por el que ésta, partiendo de la falibilidad de los datos sensibles, llega a reconocer dentro de sí la existencia de verdades, que, a su vez, exigen un salir fuera de sí, un trascenderse para hallar el fundamento de estas verdades. Es, por con siguiente, el procedimiento por el que se combate el escep ticismo y por el que se encuentra la necesidad, inmutabili dad y eternidad de la verdad, es decir, aquellos caracteres que definen a Dios. 201
Justicia: Virtud por la cual se reconoce a cada uno lo que le pertenece. Doctrina del sacerdote persa Mani, siglo III, que —basada en el dualismo de la religión de Zaratustra— admite la existencia de dos principios cósmicos: uno del bien (principio luminoso) y otro del mal (principio de las tinieblas). Estos principios tienen también su sede en el hombre: en el alma corpórea el del mal y en un alma lu minosa el del bien.
M an iq u eísm o :
Medida: Es aquello que determina el modo de existir de cada ser. Orden: La disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde. Paz: La tranquilidad del orden. Peso: Im petus o conatus que mueve a cada ser a ocupar su lugar propio. Razón: Moción de la mente que permite la distinción y conexión de las cosas. Razones seminales: Principios o gérmenes latentes creados por Dios, que paulatina y evolutivamente van dando origen a las cosas a través del desarrollo y explicitación de su contenido potencial.
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2. Obras de San Agustín Las ediciones más im portantes de las obras de San Agus tín se encuentran en las siguientes colecciones: M igne (1844-1864): Patrologiae cursus completas. Series Latina, tomos 32 a 47. CSEL (1866 y ss.): Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum. Viena. En distintos volúmenes. Obras de San Agustín (1946 y ss.), edición bilingüe latino-caste llana, en varios volúmenes, todavía en curso de publicación. Madrid. BAC. (Cuando citamos Obras, nos referimos a esta edición.) 3. Estudios sobre San Agustín B oyer , Ch. (1932):
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— (1959): San Agustín y el agustinismo. Madrid. M. (1955): «La verdad, ideal supremo en San Agustín», en Revista de Filosofía, 52. O roz R eta, J. (1967): San Agustín. El hombre. El escritor. El santo. Madrid. Ed. Augustinus. P rzywara , E. (1984): San Agustín. Madrid. Ed. Cristiandad (re impresión). S ciacca, M. F. (1955): San Agustín. Barcelona. Ed. Miracle. S voboda, K. (1958): La estética de San Agustín. Madrid. T ruyol S erra , A. (1944): El derecho y el Estado en San Agustín. Madrid. M indan,
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