L E T R A S IMVERSnARIAS
Francisco J . Vidarte José Fernando Rampérez
FILOSOFÍAS DEL SIGLO
Filosofías d el siglo siglo XX traza un recor rido singular, otro más tal vez, po r una herencia
controv ertida de la <|ue <|ue en cierto cierto modo resu lta imposible ap rop iars e, ni siquiera hacerse cargo. N o sólo ya por su enorme dispersión dispersión y plu ralidad en los planteamientos teóricos, sino por la inu sitada violencia de un período revu elto de la la h istoria que se nos impone en su distante inmediatez con el el aplastan te peso d e una memoria que se dice patrim patrim onio y legado legado n uestro, p ero q ue no hemos elegi elegido. do. Lo que sí está en nu estra mano es con tarla, con la fidelidad fidelidad y veracida d que permite el hecho de (pie (pie todo recuerdo está em papa do de a fectos, es encubridor, rem emo rador de traum as no acontecidos, forjad or d e la novela familiar filosófic filosóficaa de todo un sigl siglo. o. Un recuerdo re stau rad or de ideas o sucesos sucesos que se se toman toman como verda deros y que, donde no es capaz de restaurar, reconstruye o inventa. Esto es lo que nosotros recordam os de un sigl sigloo de filosofía, en la la creencia de qu e le resu ltará útil útil a qu ienes quieran hacerse con nue stra actu al situación situación filosófic filosóficaa (o deshacerse de ella), sin sin un excesivo excesivo lastre dogmático, renuncian do a una mitolog mitología ía blanca cuya linealidad, coherencia, ingenuidad o mala intención se abordan con ironía, algo de culpa (in)consci (in)consciente ente y todo el el rigor de la H istoria de la F ilosofía que se puede ha cer hoy en nuestro país sin sonro jarse dem asiado.
Filosofías d el siglo siglo XX traza un recor rido singular, otro más tal vez, po r una herencia
controv ertida de la <|ue <|ue en cierto cierto modo resu lta imposible ap rop iars e, ni siquiera hacerse cargo. N o sólo ya por su enorme dispersión dispersión y plu ralidad en los planteamientos teóricos, sino por la inu sitada violencia de un período revu elto de la la h istoria que se nos impone en su distante inmediatez con el el aplastan te peso d e una memoria que se dice patrim patrim onio y legado legado n uestro, p ero q ue no hemos elegi elegido. do. Lo que sí está en nu estra mano es con tarla, con la fidelidad fidelidad y veracida d que permite el hecho de (pie (pie todo recuerdo está em papa do de a fectos, es encubridor, rem emo rador de traum as no acontecidos, forjad or d e la novela familiar filosófic filosóficaa de todo un sigl siglo. o. Un recuerdo re stau rad or de ideas o sucesos sucesos que se se toman toman como verda deros y que, donde no es capaz de restaurar, reconstruye o inventa. Esto es lo que nosotros recordam os de un sigl sigloo de filosofía, en la la creencia de qu e le resu ltará útil útil a qu ienes quieran hacerse con nue stra actu al situación situación filosófic filosóficaa (o deshacerse de ella), sin sin un excesivo excesivo lastre dogmático, renuncian do a una mitolog mitología ía blanca cuya linealidad, coherencia, ingenuidad o mala intención se abordan con ironía, algo de culpa (in)consci (in)consciente ente y todo el el rigor de la H istoria de la F ilosofía que se puede ha cer hoy en nuestro país sin sonro jarse dem asiado.
Filosofías del siglo X X
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Filosofías del siglo XX Francisco Javier Vidarte José Fernando Rampérez
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E D IT O R IA L
S IN T E S IS
A mis padres, Marcelino y Carmen, con todo el cariño
F.J. V. F.
A Antonio Alcolea e, in memoriam, a R osario C ollado
Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones pénale- v el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito: de Editorial Síntesis, S. A. © Francisco Javier Vidarte Fernández y José Fernando Rampérez Alcolea © EDITORIA L SÍNTESIS, S. A. Vallehermoso, 34. 280 15 Madrid Teléfono 91 593 20 98 http://www.sintesis.com
ISBN: 84-9756-287-9 Depósito Legal: M. 831-2005 Impreso en Espana-Printed in Spain
Este libro nació de un texto de Borges [...]. Este texto cita “cierta enciclopedia china” donde está escrito que “los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, 1) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. En el asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto. Así, pues, ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata? Michel Foucault
Indice
I ntroducción: (D es)heredar la tradición .........................................................
13
1 . D espués de H egel, la quiebra de la moderni dadf i los ófi ca.........
19
1.1. El hom bre frente al espíritu: Schopenha uer, Kier kegaa rd .............. 1.2. La vertiente empirista: positivismo, utilitarismo, pragm atismo ...
20 23
1.3. Historicismo
2.
y
evolucionismo: la transformación del tie m po ......
41
1.5. C auce s para el pen samie nto de un siglo ..............................................
48
Fenomenologia.................................................................................................... 53 2.1. Husserl (1859-1938) ................................................................................
54
2.2. Fidelidad
62
y
disidencia a Husserl: Scheler
y
Merleau-Ponty ...........
2.3. Más allá del fenòmeno: Heidegger, Sartre, R ic oe ur ......................... 2.4 . Ap rop iaci on es: O rt e g a .............................................................................. 2.5. El Otro de la fenomeno logía: Lévinas .................................................
3.
31
1.4. La razón bajo sospecha: Marx, Nietzsche , Freu d ..............................
68
76 80
Existencialismos .................................................................................................. 89 3.1 . D e la nad a a la lib erta d: Sart re ...............................................................
90
3.2. Ex isten cialism o y trascende ncia: Jasp ers, Marc el ..............................
94
3.3. Del person alism o al diàlo go: Mounie r, Buber ...................................
100
Indice
Filosofías del siglo XX
4 . H e r m e n é u t ic a ..................................................................................................... 4.1 . Fen ome nolo gía y herm enéu tica: Heid egge r ....................................... 4.2 . Ser y leng uaje : Ga da m er .......................................................................... 4.3. La fluctuación hermenéutica del cogito: R i c o e u r . .............................. 4.4. Desfundamentación: nihilismo y encarnación en V attimo
...........
109
1 0 . N eopragmatismo y p osm oderni dad .................................................. 267 10.1 . Ne opr agm atis mo : Ror ty ..........................................................................
110 113
10.2. D ispersion y diferendo: Ly ota rd ............................................................
117
10.3. Kenosis ontològica y pensamiento débil: Vattimo
123
10.4. D el marxismo a la posmo dernidad: Baudrillard y el simulacro ....
...........................
10.5. De la posmodern idad al marxismo (o viceversa): Jam es on 10.6. Slavoj Zizëk: ideología y goce {por D avid Cordoba García ) 5 • E n t r e c o r ri e n te s , M a r t i n H e i d e g g e r . ........................................................
6.1 . O rto do xi a y re for mi sm o .......................................................................... 6.2. El marxismo (no) es un humanismo: Sartre y Althusser 6.3. Dialéctica de la Ilustración: Horkheime r y Adorn o
................
.........................
6.4 . P sicoaná lisis y teoría crítica: M ar cu se ................................................... 6.5. Hab ermas y la teoria de la acción comunicativa
...............................
...........
145
11.1. Precedentes de un feminism o filosófico ..............................................
30 7 311
161
11.4. Del feminismo lesbiano a la teoría queer
169
....................
{porJavier Sáez de l Alamo) ......................................................................
185 189
7.3. El neo posit ivism o lógic o, en busc a del se n ti do ..................................
196
7.4. Filosofía del lenguaje cotidiano, u otra forma de buscar el sentido
200
7.5 . Te oría de la ciencia: Po ppe r y más allá de Po p p er .............................
209
9-
.....................................................
219
21 9 221 22 5
8.4 . Laca n: el goc e de Freu d ...........................................................................
22 9
8.5 . An amo rfosis : Ro lan d Ba rt he s..................................................................
237
F i l o s o f ía s d e la d i f e r e n c i a ............................................................................
241
9.1. A pesar de las estruct uras, F ou ca ul t.......................................................
243
9.2. Esquizoanálisis: Deleuze
..........................................................................
9-3- De con str uc ció n: De rri da .........................................................................
31 5
174
7.2 . Wit tgen stein , sent ido y sin se n tid o........................................................
8.3. Psicoanálisis y marxismo: Althusser
303
11.3. El feminismo en EE U U : un debate entre tradiciones
7.1 . El po sitivi smo y la l ógica for mal ............................................................
8.2 . Lingüística y antropología estructural: Lévi-Strauss .........................
29 8
154
185
8.1 . Qu izá des de S au ss u re ................................................................................
29 5
11.2. De Simone de Beauvoir al feminismo de la dife ren cia ....................
146
F i l o s o f ía a n a l í t ic a ...........................................................................................
8 . E s t r u c t u r a l is m o s ..... ...........................................................................................
28 8 291
Feminismo y teorías de géner o .................................................................... 303
Epí logo: La comunidad (quizá) i noperante.................................................. 7.
281
133 11.
6 . E l m a r x is m o d e l s ig lo X X y l a E s c u e la d e F r a n k f u r t ........................
............
27 3
25 2 25 8
321
Bi bliografía ci tada ..................................................................................................... 341
Introducción: (Des)heredar ¡a tradición
La memoria corta incluye e l olvido comoproceso. .
Gilíes Deleuze
Historiar lo contemporáneo es una tarea paradójica. Si y sólo si entendemos la historia y lo histórico como pasado, sólo si entendemos la tarea del historiar como una mirada al pasado. Cómo entenderla, sin embargo, de otro modo, si precisamente queremos eli minar del acto de historiar sus connotaciones de sistematicidad, clasificación, concate nación o establecimiento o desvelamiento de un orden oculto. Si no aceptamos ya esa manera de entender la historia ni la tarea del que bucea en ella, queda tan sólo la labor de hacerse cargo de una herencia: una herencia llena de rique zas y deudas con las cuales nunca se actuará de forma adecuada, proporcionada, justifi cada. A estas alturas, historiar puede querer decir -má s que reconstruir, restaurar, limpiar, fijar y dar esplendor, más incluso que aprender de y en la historia- “inventar”, según la más antigua acepción que lo emparenta con “encontrar”: “En la historia de la filosofía no hay nada que aprender, pero todo por descubrir” (Ripalda, 1992: 236). No se trata, desde luego, del encuentro con lo que ya desde siempre estaba ahí esperándonos para ser descubierto, con esa actitud ingenua según la cual en la historia está todo ya dicho o dado (por unos pocos y, a ser posible, desde hace mucho tiempo), sino en el sentido más radical de ir al encuentro de lo no esperado y no dado, esto es, de esa manera de entender la invención propia de Foucault o Derrida, por ejemplo. Frente a la historia lineal cuyas secuencias o cuyo fin se postulan, al modo torpe y tosco de Fukuyama que la hace asimilable a una eventualidad real y casi objetiva, se trata aquí de leer el pasado
Filosofías de! siglo
XX
introducción: (Des)heredar la tradición
(presente incluido) como genealogía, geología, arqueología, hilo (quizá discontinuo) en el que guiarse por el laberinto de Dédalo, no confundiendo el hilo con el propio labe rinto, si ello es posible. Se trata pues, de hacerse cargo de una historia, de lo heredado, como albaceas, sin propiedad sobre ella, gestionándola lo mejor posible (lo que será siempre improbable), en una tarea que desborda precisamente los límites de lo posible para hacer inevitable cierto grado, que nosotros queremos conscientemente descarado, de transgresión. Una historia, por demás, desacreditada tras un descorazonador siglo XX, por el cual ésta ha perdido ciertas virtualidades que le conferían capacidad para dulcificar el deve nir y el porvenir, o para insertarlo en un marco que atemperase la catástrofe del hombre, al menos, dándole un sentido, uno solo, a su estar siendo. No deja de ser paradójico, en efecto, historizar lo coetáneo, especialmente si quien debe bañarse en las corrientes de la filosofía actual es el historiador de siempre, con la prudencia metodológica habitual y el escarmiento heraclíteo más puesto al día que nun
desorden ordenado imposible de desentrañar de forma definitiva, y cuyas condiciones tampoco podremos nunca sistematizar; en una herencia, pues, que nos deshereda tanto
ca, teniendo en el horizonte todo ese bagaje disciplinario de filosofía de la historia, aun que sólo sea para ya no creer en él, para darlo por perdido, añorarlo o maldecirlo. No hay ironía en esta constatación. Una ojeada rápida por algunos intentos recientes de la historia de la filosofía contemporánea nos haría, de hecho, caer en la cuenta de lo dra mático de una situación generalizada de desconcierto, donde no cabe ya la buena con ciencia, pero donde no deja de urgir la necesidad -por distintos motivos: pedagógicos, críticos, interpretativos, editoriales, propedéuticos, políticos, académicos, curriculares, autobiográficos, funcionariales...- de ofrecer una visión “de conjunto”, lo que no impli cará que sea ni totalizadora, ni homogeneizadora, del pensamiento filosófico de los últi mos cien años y pico. Esos mismos motivos que acabamos de mencionar, por otro lado, aportan cada uno a las condiciones del historiar sus propias condiciones: lo pedagógico las impone, lo inter pretativo también, lo político incluso, pero también lo q ue exige el propio Libro, las con diciones impuestas por la secuencia de las páginas, de las líneas y los capítulos, el orden del discurso. La clasificación que Foucáult toma de Borges en la primera página de Las palabras y las cosas y que hemos reproducido como cita inicial de este estudio transmite a las cla ras, precisamente en la incomodidad que produce, las condiciones de cualquier ordena ción, si no de cualquier historia. Tentados como estamos de jugar y transgredir usando esa clasificación para la filosofía contemporánea, atribuyendo buen número de filósofos
una historia de lo posible. En su libro Elposmodemismo o la lógica cultural del capitalismo avan zado, Fredric Jame son alude a la abolición de la distancia crítica como uno de los problemas actuales inevi tables a la hora de abordar el fenómeno posmoderno: “El nuevo espacio del posmoder nismo ha abolido literalmente las distancias (incluida la distancia crítica). Nos encontramos tan inmersos en estos volúmenes asfixiantes y saturados, que nuestros cuerpos posmo dernos han sido despojados de sus coordenadas espaciales y se han vuelto en la práctica
a los epígrafes “embalsamados”, “amaestrados”, “perros sueltos” o “que de lejos parecen moscas”, no dejaremos, sin embargo, en nuestra cobardía, de correr un velo de sospecha y desconfianza sobre la clasificación elegida, ni sobre los criterios -cualesquiera- desde los cuales clasificar, haciéndonos cargo, junto a la herencia, especialmente de la descon fianza que la misma nos despierta. Esa desconfianza se extiende, de hecho, entre las pala bras y las cosas, entre la explicación y lo explicado , entre el autor y sus lecturas, entre la interpretación y la lectura de la interpretación, para desembocar en un libro tan infini to como imposible de textos cuyas huellas, cuyas marcas se remiten unas a otras en un.
como nos nutre y nos maleduca. La cita repetida de Fo ucáult nos enfrenta en sus últimas líneas con lo que, haciendo un ejercicio de simpleza y simplificación, podríamos considerar el tema de fon do que da unidad ficticia a la filosofía que pretendemos abarcar aquí: qué es imposible pensar y de qué imposibilid ad se trata. Quizá la evolución (una vez más fingida, reconstruida, inter pretada desde nuestros puntos de vista) de esa misma filosofía es la que lleva desde una tarea kantiana claramente formulada en la frase de Foucáult, a saber, la que se ocupa de las posibilidades y los límites de la razón en lo que se ha dado en llamar pensamiento crí tico, hasta esas propuestas más recientes que, desde la radicalización de la crítica o en una hiper-crítica, se plantean la posibilidad de lo imposible, e incluso su estricta inevitabilidad, pues, en términos de Derrida, “lo imposible es lo único que puede ocurrir (Derrida, 2003: 72). Y, sin embargo, esta historia de la filosofía no puede ser más que
(por no hablar de la teoría) impotentes para todo distanciamiento” (Jarneson, 1993: 1). Esta constatación no lo conduce, sin embargo, al desaliento o a la abdicación de todo pro yecto destinado a lograr orientarse en este nuevo espacio que no permite el distanciamiento necesario para el análisis ni ofrece puntos arquimédicos de referencia externos, observatorios desde los que echar una mirada sobre lo que acontece. Jarneson apela a la necesidad de crear algún tipo de lo que él llama “mapas cognitivos . Dichos mapas nece sariamente no pueden recurrir ya a modelos representativos, miméticos, para lograr ese objetivo fundamental de orientar al usuario. Lo que se le exige a un mapa cognitivo es que permita “al sujeto individual representarse su situación en relación con la totalidad amplísima y genuinamente irrepresentable constituida por el conjunto d e la ciudad como un todo” (Jarneson, 1993: 114). Lo irrepresentable (o impresentable) de la ciudad no la convierte por fuerza en incognoscible o, más exactamente, en inhabitable. Deleuze y Guattari también utilizan la metáfora cartográfica en su célebre intro ducción a M il mesetas. El “principio de cartografía” no supone una renuncia a nada ni una claudicación, sencillamente constituye otro modo de orientarse que no se basa ya en modelos estructurales o genéticos (los cuales no pueden evitar girar alrededor de un eje principal, tronco del árbol), y no responde así a una disposición arborescente, a un tronco o una raíz de los que saldrían ramificaciones secundarias. Muy distinto es el rizoma, mapa y no calco. Hacer el mapa y no el calco. La orquí dea no reproduce el calco de la avispa, hace mapa con la avispa en el seno de un rizo-
Introducción: (Dcs)heredar la tradición
filosofías del siglo x x
mi. Si el mapa se opone al calco es precisamente porque está totalmente orientado hacia una experimentación que actúa sobre lo real. El mapa no reproduce un incons ciente cerrado sobre sí mismo, lo construye [...] El mapa es abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir constantemente modi ficaciones. Puede ser roto, alterado, adaptarse a distintos montajes, iniciado por un individuo, un grupo, una formación social. Puede dibujarse en una pared, concebir se como una obra de arte, construirse como una acción política o como una medita ción. Una de las características más importantes del rizoma quizá sea la de tener siem pre múltiples entradas (Deleuze y Guattari, 2000: 17-18). Hay que añadir: nadie debe tomar el mapa por la realidad misma -sea esto lo que fuere, en caso de ser discernible y existir una distancia crítica para poder juzgarlo-, ni tampoco por su representación fiel. Infiel por definición, simulacro por principio, el mapa es como la herencia desheredada. La propuesta de Deleuze y Guattari ha renun ciado a la metáfora del organismo, por demás, de la raíz, del sistema, e incluso a la ima gen del “sistema-raicilla” o “raíz fasciculada”. Lo que más puede interesar a quien hace historia de la filosofía actual es la dinamicidad del rizoma, y su adaptabilidad y su ma leabilidad ante cualquier tipo de cambio. El rizoma es, en efecto, capaz de hacerse car go de la herencia, deshaciéndola en una multiplicidad sin nostalgia del centro perdido y denunciando las “pseudomultiplicidades arborescentes”: “todo rizoma comprende líneas de segmentaridad según las cuales está estratificado, territorializado, organizado, significado, atribuido, etc.; pero también líneas de desterritorialización según las cua les se escapa sin cesar” (Deleuze y Guattari, 2000: 15). Difícil será contener un rizoma, o múltiples (pues son siempre más de uno), en un libro. A no ser que sea el propio libro, aunque sea una historia , el que estalle en cuanto tal: Igual ocurre con el libro y el mundo: el libro no es una imagen del mundo, según una creencia muy arraigada. Hace rizoma con el mundo, hay una evolución aparale la del libro y del mundo. [...] El mimetismo es un mal concepto, producto de una lógi ca binaria, para explicar fenómenos que tienen otra naturaleza (Deleuze y Guattari, 2000: 16). Llama la atención que este planteamiento rizomático tenga como sustrato una condición temporal, a saber, que arraiga en la distinción neurológica (así interpreta da por los autores) entre la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo, algo que nos afecta de forma directa cuando de lo que se trata es de hacerse cargo de una herencia reciente, es decir, cuando debemos de alguna forma renunciar a la historia a largo plazo y confiar en las posibilidades, la competencia y el rendimiento de la memo ria a corto plazo: Los neurólogos, los psicofisiólogos, distinguen una memoria larga y una memo ria corta. Ahora bien, la diferencia entre ellas no es sólo cuantitativa: la memoria cor
ta es del tipo rizoma, diagrama, mientras que la larga es arborescente y centralizada (huella, engrama, calco o foto). La memoria corta no está en modo alguno sometida a una ley de contingüidad o de inmediatez a su objeto, puede ser a distancia, mani festarse o volver a manifestarse tiempo después, pero siempre en condiciones de dis continuidad, de ruptura y de multiplicidad. Es más, las dos memorias no se distin guen como dos modos temporales de aprehender una misma cosa; no captan lo mismo, el mismo recuerdo, ni tampoco la misma idea [...]. La memoria corta incluye el olvi do como proceso (Deleuze y Guattari, 2000: 21). No es incompatible el planteamiento rizomático con el de una historia en decons trucción. Si no hay nada fuera de texto, si todo es texto y contexto a la vez, será sólo una opción estratégica delimitar contornos y constatar aportas. Es crucial compren der la noción de texto frente a la de relato o narración para hacerse cargo de otras his torias. Evidentemente, no será ésta “la” historia, ni siquiera será contar “una historia”, ni única ni cualquiera, ni una entre muchas. Otra historia más. Siempre será un tex to abierto, un recorrido alterable, válido como camino que se deshace al recorrerlo; no será un libro, no custodiará un sentido. La historia no quiere decir nada concreto porque en todo momento dice más de un único sentido, se abre a múltiples lecturas (no todas valen, pero no se cerrarán nunca), po r demás, nun ca aplastadas p or la ver dad ni el árbol: Un texto no es un texto si no esconde a la primera mirada, al primer llegado, la ley de su composición y la regla de su juego. Un texto, además, resulta siempre imper ceptible. La ley y la regla no se cobijan en la inaccesibilidad de un secreto, sencilla mente no se entregan jamás, en el presente, a nada que se pueda rigurosamente deno minar una percepción [...]. El ocultamlento de la textura puede en cualquier caso tardar siglos en deshacer su tela. La tela que envuelve a la tela. S iglos en deshacer la tela. Reconstruyéndola también como un organismo. Regenerando indefinidamente su propio tejido por detrás de la huella que corta, la decisión de cada lectura. Reservan do siempre una sorpresa a la anatomía o a la fisiología de una crítica que creería domi nar su juego, vigilar tod os los hilos a la vez (Derrida, 1972: 71 ). Una historia, sobre todo una historia a corto plazo, una memoria a corto plazo está constituida, pues, más que por lo que cuenta (y cómo, y con qué palabras, y dónde y cuándo, y por quién, y para qué), por la decisión de contar eso y por lo que olvida. Hacer memoria es olvidar, y sospechamos que junto a autoras que entran por p rime ra vez en un manual de historia de la filosofía, como es el caso de las teóricas queer, otros será la última vez que siquiera sean nombrados en un libro de estas característi cas. Recordar com o quien hace una raya en el agua: seleccionar, borrar, destacar, dejar se uno mismo en el texto elegido, establecer criterios como quien se agarra a un clavo ardiendo, criterios que llegan cuando uno ya se ha quemado. No todos los criterios son iguales a la hora de asumir una herencia. Pero ninguna razón será nunca suficien te para defender esos criterios.
Filosofías
del siglo XX
Para Abdallah Una noche un actor me pidió que escribiera una obra para ser representada por negros. Pero, ¿qué es, en realidad, un negro? Y, en primer término, ¿de qué color es? Esta obra -lo repito- escrita por un blanco, está destinada a un público de blan cos. Pero si, por casualidad, fuera interpretada una noche ante un público de negros, sería necesario que a cada representación fuera invitado un blanco, hombre o mujer. El organizador del espectáculo lo recibirá solemnemente, lo hará vestirse con un atuen do ceremonial y lo conducirá a su sitio: preferentemente, en el centro de la primera fila de platea. Se actuará para el. Sobre este blanco simbólico será enfocado un reflec tor durante todo el espectáculo. ¿Y si ningún blanco aceptase esta representación? Que, al entrar a la sala, se dis tribuyan entre el público negro máscaras de blancos. Y si los negros rechazan las más caras, que se utilice un maniquí (Jean Genet).
1
Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
“¿Adonde ha ido a pa rar D ios?”, gritó, “¡os lo diré!¡Nosotros lo hemos matado -vosotros yyo -! ¡Todas nosotros somossus asesino s! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de bebemos el m ar? ¿Quién nos dio la esponja pa ra borrar el horizonte entero? ¿Qué hici mos que desencadenamos esta tierra dé su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos?¿Lejos de todos los soles?¿No nos precipitamos sin cesar?¿Yhacia atrás, de lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿No erramos como a través de una nada infinita?, ¿o nos sopla de frente el espacio vacío ?” Friedrich Nietzsche
Quizá el origen de nuestra actual condición filosófica (e incluso cultural) está, más que en el propio proyecto de la Modernidad, en las vertientes de insatisfacción que este mis mo proyecto ha ido provocando. Insatisfacción que comienza bien pronto en el Rom an ticismo, pero que encuentra en la reacción ante el absolutismo del sistema hegeliano su punto claro de partida. El sueño de Occidente, recuperado con especial énfasis por la conciencia moderna del siglo XVIII, perfectamente planeado en el kantismo, llega a ima ginar en Hegel un absoluto reluciente impersonal y racional que genera tantas ilusiones como frustraciones, y arrasa cualquier experiencia concreta, cualquier acontecimiento, en el torbellino om niabarcante de lo universal: Lo particular tiene su interés propio en la historia universal; es algo finito y como tal debe sucumbir. Los fines particulares se combaten uno a otro y una parte de ellos sucumbe. Pero precisamente con la ludia, con la ruina de lo particular, se produce lo universal. Este no perece. La idea universal no se entrega a la oposición y a la lucha, no se expone al peligro; permanece intangible e ilesa, en el fondo, y envía lo particu-
¡•¡¡asofias del siglo xx
lar de la pasión a que en la lucha reciba los golpes, pe puede llamar a egirsr!. ardid de la razón; la razón hace que las pasiones obren por ella y que aquello mediante lo Cual la razón llega a la existencia, se pierda y sufra dañcí;,(Hegel, 1982: 97%
Sacrificio de la pasión, razón triunfante; de esas ilusiones (mitología blanca, que se quiere transparente, al decir de Derrida) y esas frustraciones no hemos escapado, quizá, todavía. El fin de la filosofía proclamado sigue pensándose casi dos siglos más tarde. Repasaremos muy brevemente en este capítulo las vertientes principales de esos sueños y esas insatisfacciones, tal como se dibujan en el XIX, que no dejamos de (des)heredar, concluyendo con una visión panorámica de su proyección en el siglo XX.
i
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El hombre frente al espíritu: Schopenhauer, Kierkegaard
Irracionalidad o angustia, individuo frente a generalidad. Schopenhauer y Kierkegaard conforman una reacción temprana al absoluto hegeliano. Las diatribas de Schopenhauer contra Hegel, a quien conoció en Berlín en torno a 1820, sosteniendo con él una pugna universitaria de la que no saldría victorioso acadé micamente habland o, son de una acidez y una pasión extremadas. Para Schopenhauer (1788-1860), Hegel es el “charlatán” por excelencia, el servidor de los intereses del Esta do, principal responsable de que la filosofía se haya vendido a la administración y al áni mo de lucro, a la ambición y al prestigio de las cátedras renunciando a la libertad del pensamiento y a su principal tarea de propugnar una verdad no remunerada. Dos son las razones porque han odiado tanto mi filosofía los señores “filósofos de oficio”, nombre que ellos mismos se dan ingenuamente. Es la primera de estas razo nes la de que mis obras echan a perder el gusto del público por los tejidos de frases huecas; por la acumulación de palabras sin sentido alguno; por la charla vacía, fati gante y ramplona; por la dogmática cristiana que se introduce disfrazada con el traje de una aburrida metafísica y del filisteísmo más llano. [...] Odio a Kant, odio a mí, odio a la verdad, si bien todo ello in maiorem Deigloriam; he aquí lo que anima a esos pensionarios de la filosofía. ¿Quién no ve que la filosofía universitaria es la antagonista de aquella otra que se concibe en serio, estando obligada aquélla a detener los pro gresos de ésta? La filosofía digna de este nombre es el puro culto a la verdad, el anhe lo más alto del género humano, anhelo que no encaja con oficio alguno. Donde menos puede hallar asiento es en las Universidades (Schopenha uer, 1994: 25-26 y 36). El trasfondo de este irreconciliable desacuerdo estriba en la diferente visión que tenían uno y otro del mundo burgués y de la tarea del individuo en la historia. Schopenhauer rompe radicalmente con la idea ilustrada de un proyecto infinito de emancipación y pro greso históricos en el que colaborarían los individuos en la limitada medida de la finitud de sus fuerzas. La voluntad de vivir se le aparece como una tensión necesariamente insatisfecha, una fuerza que no tiende hacia finalidad alguna y convierte a la historia en
ifkpBfíh'l: Después de Hegel, la quiebra ¡fe la modernidad filosófica
un ciego azar transido del dolor y la tragedia de su misma inutilidad, de su aspiración sin terminó: “Todo esfuerzo o aspiración nace de una necesidad, de un descontento con el estado presentí f 'i.s por tanto un dolor mientras no si ve satisfecho. Pero la satisfac ción verdadera no existe, puesto que es el punto de partida de un nuevo deseo, también dificultado y origen de nuevos dolores. Jamás hay descanso final; por tanto, jamás hay límites ni términos para el dolor” (Schopenhauer, 1992: 243). Estamos en las antípodas del optimismo y del progreso históricos en Hegel: la acción histórica ha dejado de tener sentido, el tiempo no es más que dolor no amortizable. La construcción colectiva de un Estado ideal, el camino ha cia la libertad, la felicidad o cualquier otro ideal regulador que antaño permitían la reconciliación del individuo con su propia finitud, en Schopenhauer han desaparecido como dimensión salvadora. El individuo schopenhaueriano es incapaz de integrarse en un ideal abstracto supe rior, en una subjetividad infinita, en la especie humana: nunca se sacrificará por algo en lo que ya no cree, le será imposible autotrascenderse ni inmolarse en aras de una huma nidad genérica. Schopen hauer nos presenta al individuo solo y desvinculado del pro yecto colectivo moderno. Frente a Hegel y a la modernidad ilustrada, tan solo nos que da la idea de individualidad y su despliegue en la singularidad, habiéndose renunciado igualmente a la posibilidad de sublimar su propia muerte en una universalidad cual quiera. La ecuación salvadora que traza Schopenhauer es tan sencilla como renunciar a todo ideal supraindividual, renunciar a la propia volunta d siempre hambrienta e insa tisfecha, renunciar y vaciar de sentido la existencia misma y el mund o, con lo cual la muerte dejará de presentársenos como un absurdo, una limitación, una negación: Lo que queda después de la supresión total de la voluntad no es para todos aque llos a quienes la voluntad misma anima todavía sino la nada. Pero también es verdad que para aquellos en los cuales la voluntad se ha convertido o suprimido, este mundo tan real, con todos sus soles y nebulosas, no es tampoco otra cosa más que la nada (Schopenhauer, 1992: 315). Tampoco aceptará Kierkegaard (1813 -1855) el pensamiento hegeliano, justamente por la subsunción del individuo en lo general, de lo particular en lo general, por la inca pacidad del idealismo para pensar la existencia concreta, singular, más acá del concepto. La primacía del individuo irrepetible, irreductible e irreemplazable por estar hecho a ima gen y semejanza de Dios, al contrario que los animales, subordinados a la especie, coli siona frontalmente con el espíritu del sistema hegeliano. El sistema anula la fe, es inca paz de pensarla ni de dar cuenta de ella. En el prólogo a Temory Temblor escribe: El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendi do el Sistema de que exista uno, y caso de que esté redondea do [...]. Aunque se lograiEreducir a una fórmula conceptual todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo; es poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no
Filosofías del sigla f X
escribe Sistemas ni promesas de Sistemas, que no proviene de! Sistema ni s£ ¡encami na hacia el Sistema (Kierkegaard, 1995: 5).
Capítulo l: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
Trascender la esfera de lo ético será la gran propuesta de Kierkegaard, lo que, como es,claro, hará de él el fecundo pozo de donde beberá sin cesar el existencia!ismo. Dicha trascendencia se cumple como un salto, una ruptura sin mediaciones, una paradoja irre
Los intereses de Kierk egaard no van de la mano de la filosofía, de la especulación, ni siquiera de la Razón. Le inquieta cuanto no dependa de este ámbito, lo que no puede ser comprendido, explicado, reducido a conceptos. Simbólicamente, entre el último filó sofo y el caballero de la fe, elige sin dudar a Abraham:
soluble que no admite el movimiento integrador de la Aufhcbung, un corte absoluto: “La fe consiste precisamente en la paradoja de que el Particular se encuentra como tal Par
Se oye decir que Hegel resulta difícil de entender, pero que comprender a Abra ham... es una bagatela. Superar a Hegel es una hazaña prodigiosa, mientras que supe rar a Abraham es la tarea más sencilla que se puede imaginar. Por lo que a mí respec ta, puedo decir que he dedicado muchas horas a la filosofía hegeliana, con la intención de llegar a comprenderla, y creo haberlo logrado en grado aceptable; es más, tengo la osadía de afirmar que si, pese a tantos esfuerzos, me he estrellado ante ciertos pasajes que nunca he llegado a entender, ello se debe sin duda a que ni siquiera el mismo autor veía claro lo que trataba de decir. Mis pensamientos fluyen con facilidad y mi cabeza no sufre durante dicho proceso mental. En cambio, cuando doy en pensar en Abra ham me siento anonadado (Kierkegaard, 1995: 25).
doja po r encima de los límites de la razón” (Kierkegaard, 1995: 46 -47) . El ejemplo pri vilegiado de todo ello es Abraham en la escena del sacrificio de Isaac, quien logra situarse por la fe más allá de la ética quedando com o asesino a la simple mirada de la colectividad que se rige por lo general, pero como héroe para quien alcanza la perspectiva de la fe. Kant se halla aquí también en las antípodas del pensamiento kierkegaardiano. Haber situado la eticidad como el horizonte máximo del hombre le impide llegar a la sublimidad de la fe abrahámica, a la soledad del individuo particular frente al Dios singular cristiano. En El conflicto de las facultad es escribe: “Abraham tendría que haberle respondido a esa pre sunta voz de Dios, aun cuando descendiese del cielo (visible): ‘Que no debo asesinar a mi
La huida hacia la colectividad, hacia la generalidad de la ética, como tiene lugar en Kant y en Hegel, le parece a Kierkegaard renunciar a lo más alto que hay en el hombre: la posibilidad de llegar a la fe, de profundizar en su interior para encontrar en él no la norma, los preceptos morales, sino su absoluta soledad y su desvinculación de la esfera comunitaria. La interiorización frente a la exteriorización que conduce a la Sittlichkeit, a la comun idad y acaba con el individuo: En la filosofía hegeliana das Aussere (die Entiiusserung) es superior a das Innere. Esto viene frecuentemente ilustrado con un ejemplo: el niño es das Innere y el hom bre das Aussere; el niño está, en consecuencia, determinado por lo exterior y, el hom bre, inversamente, como das Aussere, está determinado por das Innere. La fe consiste, al contrario, en la paradoja siguiente: lo íntimo es superior a lo exterior (Kierkegaard, 1995: 58). ' ' ' Los individuos se horrorizan de su soledad y se refugian en cualquier empresa colec
ticular por encima de lo general y justificado frente a ello, no como subordinado, sino como superior. [...] Esta situación no admite mediación, pues toda mediación se produ ce siempre en virtud de lo general; nos encontramos pues -y para siempre - con una pa ra
buen hijo, es algo bien seguro; pero de que tú, quien te me apareces, seas Dios, es algo d e lo que no estoy nada seguro, ni tampoco puedo llegar a estarlo”’ (Kant, 1992: 43). Temor y temblor parece estar escrito contra estas palabras, contra la herencia ilustrada moderna en el intento de lograr una “suspensión teleológica de lo ético” en virtud del absurdo, “pues absurdo es que él como Particular se halle por encima de lo general. Gracias al absur do recupera a Isaac. Por eso Abraham no es en ningún momento un héroe trágico, sino una figura muy diferente: o es un asesino o es un creyente” (Kierkegaard, 1995 : 47). Abra ham o bra por motivos estrictamente personales, es incapaz de justificar su acción por haberla hecho en nombre de su pueblo, de un ideal más honroso, de reconciliarse con Dios, por defender el Estado: todos imperativos éticos. La suspensión de la eticidad es su única posibilidad de responder al deber absoluto para con Dios, de Particular a Particu lar, solus cum Solo, lo que impide cualquier comunicación con la comunidad, cualquier explicación o justificación, cualquier palabra que vuelva a reinscribir al Particular en la generalidad del lenguaje. Abraham salta del curso de la historia, de la temporalidad cro nológica, del mundo: no busca el éxito ni la celebridad entre los hombres, sabe dónde está el valor absoluto, en sí mismo , y no en servir al tiempo histórico, a una época, al siglo:
tiva, en cualquier ideal que los una al resto y los redima -como funcionarios, trabajado res, adeptos a una causa, ciudadanos- de su existencia finita a través de un infinito abs tracto; escapan de la angustia y con ello a su posibilidad más propia, a su capacidad de
“El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro” (Kierkegaard, 1995: 68).
relacionarse, sin mediaciones, como individuos particulares, con el Infinito absoluto. La solución de Schopenhauer, la renuncia a la esperanza, al propio fin inscrito en cada uno
1 . 2. La vertiente empirista: positivismo, utilitarismo, pragmatismo
de nosotro s, el suicidio espiritual, evidentemente no es de recibo. La desesperación schopenhaueriana ni siquiera habría lo grado salir del estadio estético, y salir de ella por la pie
De alguna forma, si bien desde el lado materialista, sueña el positivismo el mismo sue ño de Hegel de forma paralela; ¡el de la integración total en una racionalidad plena,
dad compasiva es quedarse estancado nuevamente, como toda la tradición filosófica, en el estadio ético.
ya no dialéctica, pero racionalidad, al fin y al cabo, que acabaremos llamando cientí fico-técnica.
Filosofías del siglo
XX
Lejos de la tradición del individuo autónomo ilustrado, habiendo roto con SaintSimón -sin haber perdido por ello la fe en los avances de la industria y de la ciencia—f convencido de la necesidad de llevar a cabo una reforma general de la organización de la sociedad, Augusto Cornte (1798-1857) emprende su tarea decidido a sentar las bases de una reconfiguración racional de toda la vida social, basándose para ello en la más avan zada, compleja y difícil de las ciencias: la física social. La urgencia por reformar la socie dad le venía impuesta a Cornte, en cierto modo, por la constatación del fracaso de la Revolución francesa; según este autor, no terminó de lograr sus objetivos nunca por no estar asentada firmemente sobre una sólida estructura racional que le permitiera llegar a un orden social por encima de las divergencias políticas y alcanzar así cierto equilibrio. La política se había mostrado incapaz de conducir a los hombres rectamente hacia los grandes ideales que ella misma se había propuesto. Sin una reflexión sobre ¡a sociedad, cualquier intento por dirigir o conducir ésta hacia cualquier meta parecía abocado al fra caso. La observación histórica de las sociedades lleva a Cornte a formular su conocida ley de los tres estadios (aplicable también a los individuos y a cada una de las ciencias), orien tada por una idea de progreso ilustrada, absolutizada e inquebrantable, dirigida hacia la consecución del estadio más perfecto y avanzado, el positivo. Sólo la objetividad de la ciencia y de su noción de verdad lograrán establecer un consenso en la sociedad, y eli minar las interminables querellas y disputas de las fases precedentes. Sin embargo, esto no basta. La pob lación tiene tendencia a permanecer enqu istada en la fase teológica y no es concebible una masa generalizada de sabios positivistas. Cornte articulará pues una taimada convivencia del sustrato teológico y el positivo para lograr el ideal social de orden y progreso. Por un lado, el papel integrajior y de cohesión de la religión le resulta irrenunciable e inextirpable: la religión de la humanidad cumplirá las mismas funciones que las reli giones tradicionales, en concreto la cristiana, que se verá despojad a de su credo pero habrá de conservar su monumen tal estructura socializadora como factor de cohesión, integración y orden. Sólo que esta religión no deberá traspasar su labor encomendada y aspirar a tener valor cognoscitivo alguno. Esta otra misión habrá de ser desemp eñada por la ciencia, motor de la dinámica y el progreso sociales. La tentación dirigista y dictato rial acechaba a la vuelta de la esquina: una sociedad en manos de una minoría de sabios científicos que hacían las veces de sacerdotes. No obstante, desde la misma tradición positivista, sólo que de cuño británico, defen sor del empirismo a ultranza y padre del psicologismo (que concedía a las leyes del pen samiento sólo un fun damento fisiológico, pero sin relevancia gnoseológica ni corres pondencia con la estructura de la realidad), John Stuart Mili (180 6-1873 ) va a propugnar un reformismo social diametralmente opuesto al de Cornte, que será objeto de sus más airadas críticas. La libertad y la individualidad serán un capital humano irrenunciable para Mili, sorprendido de ver la mon struosidad a la que puede llegar la razón cuando olvida estos dos presupuestos básicos. Imbuido del espíritu demócrata nacido a raíz del influjo de Tocqueville por su obra La democracia en América, Mili es consciente de que, de no mitigarse la inercia del sistema económico capitalista, la democracia se convertirá
Capítulo I : Después de Hegel, la quiebra de ¡a modernidad filosófica
irremediablemente en la domin ación de una élite aristocrática y privilegiada sobre la masa despolitizada y entregada a la ley de la oferta y la demanda: algo parecido a lo que Cornte había propuesto como ideal de la Humanidad resucitando un antiquísimo cesa ropapismo católico. La forma de resistir a este funesto destino es clara: el refortaleci miento del individuo soberano y responsable. Quizá sea éste el presupuesto menos some tido a autocrítica de su pensamiento, ya que la existencia de dicho individuo más parece un axioma en el que se cree con fe inquebrantable que un sujeto constatado empírica mente. En efecto, la dinámica económico-social de mercado y los mecanismos del Esta do burgués ya habían hecho mella justamente en el sujeto que Mili quiere resucitar para hacer frente al gregarismo que comenzaba a recorrer Europa. Las premisas básicas de la filosofía de Mili proceden del utilitarismo de Jeremy Ben tham (1748-1832), inscrito en los albores del auge de la economía política y de la indus trialización. Suele decirse que Mili refinó los más “groseros” planteamientos de su pre decesor. Esto es verdad si precisamos teóricamente dicho refinamiento en dos puntos básicos. En primer lugar, la confianza de Bentham en poder alcanzar la felicidad de los individuos mediante el establecimiento de unas condiciones económicas aptas para satis facer sus ambiciones y aspiraciones es ahora seriamente puesta en cuestión. Esta estrate gia, por sí sola, no logra establecer una armonía social; como mucho fomenta la progre siva masificación de los individuos y su homogeneización como víctimas del mercado. Frente a ello, Mili propondrá una actuación en las motivaciones que mueven a los hom bres, en la raíz de sus deseos y en su idea misma de felicidad. Se hacía preciso delimitar claramente el punctum dolens del utilitarismo: la noción de utilidad y felicidad. En segun do lugar, matizará gravemente el “sensualismo” de Bentham ligado a su concepción del placer. Éste con sideraba que la esperanza de placer o dolor era la motivación única de las acciones, siendo juzgadas éstas por su contribución a la felicidad del mayor número. La sencillez del planteamiento se conjugaba con una fe ciega en la ciencia empírica, que le hacía soñar con poder calcular con precisión las intensidades del placer y del dolor para poder establecer entre ellos una jerarquía objetiva que determinara con rigor matemáti co toda elección. La generalizada reducción de lo cualitativo a lo cuantitativo en el ámbi to de la felicidad y el placer, así como la consideración de que la felicidad social coinci día con la su ma de las felicidades individuales, será el segundo objeto de la crítica de Mili a Bentham. Su afirmación, que qu edó cristalizada como resumen de su pensamiento, de qu e vale más un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho, ha de ser situada en este contexto. Es imposible una cuantificación total de los placeres y además debería hacerse, caso de ser posible, dividiendo éstos cualitativamente y aplicando dicha baremación sólo dentro del mismo grupo. Por otra parte, dentro de la distinta cualidad de los placeres, Mili opta decididam ente por aquellos de naturaleza espiritual sobre los meramente corporales, como los únicos capaces de proporcionar una verdadera felicidad distinta de la que ofre cía la perspectiva ecónomicista de lograr un acceso igualitario y generalizado al consu mo. El elitismo de Mili hace aquí acto de presencia, pretendiendo una igualación de la sociedad mediante la extensión universal de la idea de felicidad del gentleman victoria
Filosofías del siglo xx
Capítulo I: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
no, confiado en la antigua máxima de que bonum est diffussivum su i. N o renuncia a con vertir a toda la sociedad en una élite moral para no caer en una renovación de la figura del conductor-sacerdote de masas. Otra cosa sería cuestionar por qué su ideal de felici
pragmatista tiene lugar en Cambridge (Massachusetts) en torno a 1870, donde un gru
dad ha de ser el más elevado o acertado históricamente frente a otros, o frente al de los cerdos en busca de satisfacción. Respecto del problema acerca de la equiparación de la felicidad de la sociedad con la suma de las felicidades individuales, Mili llegará a afirmar que “ la virtud, conforme con la doctrina utilitarista, no es natural y originariamente par te del fin, pero es susceptible de llegar a serlo. En aquellos que la aman desinteresada mente ya lo es, deseándola y apreciándola no como medio para la felicidad, sino como
esta corriente y anfitriones de los encuentros: Charles Sanders Peirce (1839-1914) y William James (1842-1910). Junto a ellos (además de muchos otros personajes que con el tiempo adquirirían gran renombre) cabe destacar singularmente a Chauncey Wright,
parte de su felicidad” (Mili, 1984: 92). Liberalismo, hedonism o, utilitarismo: estas vías se encuentran en Mili a la vez reafir madas y cuestionadas, por ta nto; salen, por decirlo así, de una previa ingenuidad. Y se ven acompañadas por otro factor que adquiere gran fuerza desde este autor y las matiza: la consideración de la naciente opinión pública, como factor de delimitación del poder y la protección de una libertad razonada, bien entendida, y compatible con el interés común:
rece utilizado este término, de cuya autoría llegó a dudar el propio Peirce. Será James quien recordará la paternidad y la ocasión del alumbramiento:
Llegó un momento en que una república democrática ocupó una gran parte de la superficie de la tierra y se mostró como uno de los miembros más poderosos de la comunidad de naciones. Se vio entonces que frases como “el poder sobre sí mismo” y “el poder de los pueblos sobre sí mismos”, no expresaban la verdadera situación de las cosas. El pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido. Y el “gobierno de sí mismo” del que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino ei gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más acti va del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pue blo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precaucio nes son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso de poder. Por consiguiente, la limitación del poder del gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. En la especu lación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría” entre los males contra los cuales debe ponerse en guardia una sociedad (Mili, 1997: 85-86). El pragmatismo es la primera respuesta, por así decirlo, desde el interior de Estados Unidos y elaborada por intelectuales norteamericanos, a las corrientes de pensamiento dominantes de la época. Según Rorty, “el pragmatismo tiene el pistoletazo de salida en la adopció n p or parte de Peirce de la definición de Alexander Bain de creencia como regla o hábito de acción. Tomando esta definición como punto de partida, Peirce defen dió que la función de la indagación no es representar la realidad, sino más bien capaci tarnos para actuar más eficazmente” (Rorty, 2000c: 24). En el crisol del pragmatismo se van a dar cita el positivismo, el utilitarismo, la psi cología asociacionista (de Alexander Bain, discípulo de J. S. Mili), el pensamiento lógi co y ma temático y el evolucionismo de Darwin y Spencer. El nacimiento del movimiento
po de intelectuales de diversa procedencia y dedicación comienza a reunirse periódica mente para tratar las más variadas cuestiones. Entre ellos se cuentan los dos adalides de
destacado pensador omnicomprensivo declaradamente positivista y convencido entu siasta del evolucionismo. Fue en este contexto donde Peirce leyó, en 1 873, un ensayo en el que se esbozaban las líneas generales del pragmat ismo y en el que por primera vez apa
El término procede de la palabra griega prágtna, que quiere decir acción, y de la que proceden nuestras palabras “práctica” y “práctico”. Fue introducido por primera vez en la filosofía po r el Sr. Charles Sand ers Peirce en 187 8. En un ensayo t itulad o “How to Make Our Ideas Clear” y publicado en el Popular Science Monthly de enero de ese año, después de indicar que nuestras creencias realmente son reglas de acción, el Sr. Peirce afirmó que, para esclarecer el significado de un pensamiento, sólo necesi tamos determinar qué conducta es adecuada para producirlo: tal conducta será para nosotros todo su significado (James, 2000: 80). El artículo al que se refiere James es una reelaboración posterior para su edición del texto que leyera Peirce por primera vez en las reuniones de Cambridge en 1873. Otro punto de vista es el que expresa Ramón del Castillo en su libro Conocimiento y acción. El giro pragmático de la filosofía: La decisión de usar el término “pragmatismo” para bautizar su doctrina de la creencia y del significado no fue determinada por los naturalistas, sino por el uso que el propio Kant hizo de pragmatisch en la primera de sus Críticas. N o se insiste lo sufi ciente en el hecho de que Peirce basara su uso de “pragmatismo” en el uso que el pro pio Kant otorgó al término y no, como creyó el propio James, en el griego prágmata. [...] Peirce nunca quiso lla mar a su doctrina “practicismo” o “practical ismo”: “Algunos de mis amigos quisieron que la llamara practicismo o practicalismo, quizá porque praktikós es mejor griego que pragmatikós. Pero para uno que, como yo, ha aprendido filo sofía de Kant (como le ha pasado a diecinueve de cada veinte científicos que se vuel ven filósofos) [...] praktisch y pragmatisch constituyen dos polos opuestos” [...]. Kant creía que la razón puede hacer un uso práctico de las Ideas (como la de Dios, la de libertad y la de la existencia de un mundo futuro), y que un fin es práctico cuando es una determinación a priori de la voluntad, un fin no determinado empíricamente, sino absolutamente preceptivo: cumplir la ley moral es un fin práctico, un fin abso lutamente necesario y fijado por la razón, y la condición por la que ese fin tiene vali dez práctica es que hay un Dios y una vida futura. En cambio, lo pragmático -dice Kant- es el uso de la razón que nos recomienda introducir leyes o máximas para la consecución de fines que no están determinados a priori. En estos casos, la razón tiene
Filosofías del siglo XX
un uso regulador, pero los fines no están determinados aprioriy, por tanto, lo que hace la razón es sencillamente dar unidad a los fines empíricos Lo curioso es que Kant pone como ejemplo de creencia pragmática el diagnóstico médico: “a la creencia que sirve de base al uso real de los medios para ciertos fines la llamo creencia pragmática” {Castillo, 1995: 370-371).
La deriva que, sin embargo , sufrieron las primigenias ideas de Peirce a man os de William James, quien hizo del pragmatismo un movimiento mundial que se extendió por el nuevo y el viejo continente (Vaihinger, Papini, Schiller, Dewey) y la orientación peculiar que dio éste a su pensamiento hicieron que Peirce dejara de reconocerse en el nombre de prag matismo y propusiera en 1904 el nombre de “pragmaticismo” para su propia concepción, confiado en que nadie se adscribiría ni usurparía tan horrenda deno minación. Centrándonos en Peirce, verdadero fundador del pragmatismo, podemos considerar su máxima fundamental expuesta en “How to M ake Our Ideas Clear”, que reza como sigue: “Para lograr una perfecta claridad en nuestros pensamientos sobre un objeto, sólo necesitamos considerar qué efectos concebibles de índole práctica podría entrañar ese obje to, qué sensaciones h emos de esperar de él y qué reacciones habremos de preparar. Nue s tra concepción de esos efectos, inmediatos o remotos, es nuestra concepción total del obje to, si es que esa concepción tiene algún significado real. Este es el principio de Peirce, el principio del pragmatismo” (James, 2000: 80). Para llegar a esta máxima es preciso hacer un breve recorrido por el pensamiento de Peirce en rorno a las nociones de “creencia” y de “hábito” . Todo h ombre se debate entre dos estados básicos, el de la duda y el de la creen cia. La duda inquieta y no permite el reposo, iniciando un movimiento que nos lleva a desembarazarnos de ella para lograr forjarnos una creencia en la que poder descansar y que nos permite actuar. Una creencia no es más que un “hábito de acción”, aquello que hace obrar a los hombres. El salto de la duda a la creencia se realiza mediante una indagación que finalmente nos conduce a suscribir una opinión determinada o creencia. En su otro artículo capital “L a fijación de la creencia”, de 1878 , establece Peirce cuatro modos de lle gar a la creencia: 1) el método de la tozudez, a saber, aquel que consiste en evitar de cual quier modo posible todos los hechos, opiniones y estímulos procedentes del exterior que nos obligarían a tener que modificar nuestros prejuicios, que a toda costa preferimos m an tener a salvo. Es el empecinamiento en nuestras creencias porque sí, sólo que la presión social lo diluye con cierta facilidad, ya que la creencia no es algo privado sino público. 2) El método de la autoridad es el que intenta imponer las creencias desde un espacio de poder, institucional, intelectual, religioso, etc. requiriendo la aceptación pasiva de las mis mas po r parte de la masa. El curso de ia historia muestra cómo también este procedimiento se revela hasta cierto pun to débil y acaba m ostrando la contingencia y volubilidad de sus creencias. 3) El método apriori es el perteneciente a la filosofía y deriva de la creencia en la propia necesidad de la razón, sólo que las disputas entre los filósofos dan buena cuenta de la inestabilidad d e su fundamento y de cóm o éste se reduce finalmente, en palabras de Peirce, “a cuestión de gusto” , no resistiendo ia confrontación con ios hechos.
Capítulo 1: Después de I legel, la quiebra de la m odernidad filosófica
El único modo válido de llegar a la creencia es el método de la ciencia (4). Su ven taja sobre los demás es que considera la verdad como cosa pública, no privada, su con frontación contin ua con la realidad regida por la verificación. Será la realidad la que con solide nuestras creencias, la que decante las reglas de actuación y los hábitos más adecuados con ella. Lo real no será entonces más que aquello en lo que todos los hombres que quie ren salir de la duda acaban por ponerse de acuerdo, lo que genera su creencia común. L a creencia, al ser general, pública y no privada, da consistencia a lo real; la realidad es capaz de desmentir creencias privadas, pero no es capaz de desmentir el carácter público de la verdad. El peligro de deslizarse hacia el argumento del consensus gentiu m amenazará siem pre que se baje la guardia respecto de la verificación de las creencias; por ello la indaga ción que recorre el camino desde la duda a la creencia, en último término, parece ser indefinida: La realidad es el resultado de un acuerdo “público” infinitamente lejano. El úni co presupuesto del método científico es precisamente el de considerar como posible y concebible el establecimiento de tal acuerdo, incluso muy a largo plazo, en virtud de la potencia de la indagación común [...]. “Realidad” no es, por tanto, ninguna ins tancia genuinamente “ontològica”, sino lo que, a través de la indagación, se configu ra progresivamente como “posible” . En tal investigación las opiniones subjetivas se confrontan con los hechos. Pero los hechos no son algo externo, ajeno, contrapuesto al “pensamiento en general” (si bien pueden serlo respecto al “mío”, al “tuyo” o a “nues tro” pensamiento). Los hechos son aquello que, en el desarrollo general de la inteli gencia humana, se va configurando como características emergentes de la experiencia social y pública. Esta experiencia, por otra parte, no puede darse por concluida. Cada expresión determinada de la verdad, dice Peirce, está inevitablemente afectada por la idiosincrasia y el error; sólo en un camino infinito sería posible llegar a la perfecta con gruencia entre verdad y realidad. En un futuro infinitamente lejano (así lo expresaba en una ocasión Peirce) el mundo se cristalizará en el pensamiento y el pensamiento en el mundo. Mantendrán una relación de perfecta transparencia (Sini, 1999: 29-30) . Se suele decir que el pragmatismo de Peirce es “lógico” o “científico”, mientras que la versión que da d e él William James se inclina más del lado de la m oral, la religión y el humanismo. Para el neopragmatista Rorty, nada amigo de los coqueteos filosóficos con la divinidad, esto no resulta, sin embargo, motivo de descrédito hacia William James en favor de Peirce, sino todo lo contrario, su mayor ventaja y lo que otorgará al pragmatis mo del primero mejor rendimiento y utilidad que el de Peirce. Junto a la noción de ver dad que James hereda de Peirce centrada en el lugar asintotico de convergencia de todas las opiniones, el punto común de llegada de las investigaciones humanas, el proceso de verificación de una verdad in fieri [pues “las ideas verdaderas son aquellas que podemos asimilar, validar, corroborar y verificar. Las ideas falsas son las que no [...]. La verdad de una idea no es una propiedad estancada e inherente a sí misma. La verdad acontece a una idea. Se hace verdadera. Los hechos la hacen verdadera. Su veracidad es realmen te algo que sucede, un proceso, a saber: el proceso de su propia verificación, de su veri-
Filosofías del siglo XX
ficación. Su validez es el proceso de su validación (James, 200 0: 170)], aparece un matiz claramente utilitarista que vincula verdad y felicidad, con el que Peirce, naturalmenre, no estaría de acuerdo. En este sentido, James hace gala del antipositivismo que caracte riza al movimiento pragmático para reconciliarlo con la religión: Ahora bien, aunque el pragmatismo se consagra a los hechos no tiene esa pro pensión materia lista con la que se desarrolla el empirismo común [...]. El pragmati s mo, no interesado en otras conclusiones que en las que elaboran conjuntamente nues tra mente y nuestra experiencia, no tiene prejuicios a priori contra la teología. Si Lis ideas teológicas demuestran poseer un valor para la vida concreta, para el pragmatismo serán verdaderas; o sea, serán buenas en esa medida (james, 2000: 96). Es claro el corrimiento de lo útil desde el bien hacia la verdad: ahora no sólo lo bue no es lo útil, sino que también lo verdadero habrá de ser lo útil, y tanto lo bueno como lo verdadero tendrán como característica primordial el generar felicidad. James lo dice con toda claridad, consciente de la riesgosa operación que lleva a cabo: Soy consciente de la extrañeza que debe producir en algunos de ustedes oírme decir que una idea es “verdadera” mientras resulte de provecho para nuestras vidas. Pero tendrían que admitir de buena gana que, en la medida en que procure provecho, es buena. Si lo que hacemos con su ayuda es bueno, me concederán que, en esa medi da, la idea misma ha de ser buena, puesto que poseerla hace que estemos mejor. Pero, dirán ustedes, ¿no es un uso extraño e indebi do de la palabra “verdad llamar verda deras” a las ideas por esa razón? [...] Permítanme ahora decir tan sólo que la verdad es una especie de lo bueno, y no como se supone corrientemente, una categoría distinta de lo bueno y coordinada con ello. “Lo verdadero” es como se llama a todo manto demuestra ser bueno en términos de creencia;y bueno, además, por razones definidas y señalablm Desde luego, deben admitir que si en las ideas verdaderas no existiera ningún bien para la vida, o si conocerlas fuera realmente desventajoso y las ideas falsas fueran las únicas útiles, entonces la noción común de la verdad, como algo divino y precioso cuya bús queda es un deber, nunca podría haber prevalecido ni haberse convertido en un dog ma [...] “ ¡Lo que nos sea mejor creer!” Esto suena muy parecido a una definición de la verdad. Se aproxima mucho a decir: “lo que debemos creer” [...] ¿Es que acaso no debemos creer lo que nos resulta mejor creer? ¿Podemos entonces mantener perma nentemente separadas la noción de lo que nos resulta mejor y la noción de lo que nos resulta verdadero? (James, 2000: 98-99). John Dewey (1859-1952) se ubica en la misma estela que sus dos predecesores: com parte el influjo de la revolución darwiniana, la noció n de un con ocimiento práctico y las premisas del utilitarismo. Introducirá, en cambio, modificaciones sustanciales respecto del pragm atismo clásico en lo que concierne a los conceptos de “experiencia”, “verdad e “indagación”. La experiencia recogerá para Dewey algo que hasta entonces había sido por completo descuidado y denostado, a saber, que acoge en sí no sólo un conocimien to consciente de la situación empírica actual, sino que alberga al tiempo un “trasfondo”
Capítulo 1: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
prejuicial, proveniente de las costumbres, de la tradición y de las creencias. Dicho tras fondo posibilita la experiencia misma y permite la evolución y el paso de unos modos de comprensión a o tros. Parece moverse Dewey entre una especie de sociología del con o cimiento y una teoría de la experiencia hermenéutica que inserta en el corazón mismo del pragmatismo. La tarea de la filosofía será precisamente hacer explícito dicho tras fondo y ponerlo en relación con la praxis cotidiana, medir su eficacia y su valor de adap tación y configuración del medio. Como buen darwinisra, Dewey considera el pensamiento una adaptación evolutiva y, por tanto, su papel estará determinado por la capacidad que éste tenga de dominar y controlar las distintas experiencias, por su aptitud para intervenir en la realidad y solu cionar los problemas que la relación con el medio plantea. En este sentido definirá su “instrumentalismo”, término con el que prefiere designar su versión del pragmatismo, que concibe el conocimiento como acción transformadora del mun do: dicha transfor mación se llevará a cabo mediante las “ideas”, que no son más que los instrumentos modi ficadores de la realidad, planes o proyectos determinados de acción. Una idea no podrá, de este modo, calificarse de verdadera o falsa, sino de más o menos eficaz, perjudicial, útil o provechosa dependiendo de si nos conduce o no a una práctica exitosa. En su obra de 1938, Lógica: teoría de la indagación, definirá ésta como “la transformación contro lada o dirigida de una situación indeterminada en otra que está tan determinada en sus distinciones y relaciones constitutivas, que convierte a los elementos de la situación ori ginal en un todo unificado”. Lo verdadero, en este proceso continuo de indagación, no será entonces sino una guía, una creencia o un conocimiento que ha demostrado ser ope rativo, que nos permite salir de una situación problemática, indeterminada: Dewey pre fiere hablar de “aserciones garantizadas”, como aquello que nos permite salir de un esta do de duda, de incertidumbre, de incapacidad momentánea de reaccionar adecuada y beneficiosamente ante nuestro entorno vital. La generalización de este mismo principio básico a la esfera de la moral y de los valo res le hará considerar también éstos desde la perspectiva de su utilidad y su carácter trans formador de la realidad. Un valor no es calibrable más que observando sus consecuen cias prácticas en un dete rminado contexto histórico. N o hay, por tanto, valores absolutos; más bien valores socialmente compartidos y constituidos a través de la experiencia y el aprendizaje común ininterrumpidos.
1.3. Historicismo y evolucionismo: la transformación del tiempo Después de Hegel, el tiempo se transforma. Entre el deseo de homogeneizar la historia
y la relatividad del tiempo con la que se inicia el siglo XX, dos momentos del XIX esta blecen relaciones turbulentas con la historicidad y la tem poralidad, o el modo en que ambas son vividas por el hombre. El evolucionismo, primero, introduciendo en la idea de progreso ilustrada un carácter hasta entonces insospechado, y haciéndolo, para mayor ofensa, de la mano de la ciencia; y produciendo una de las grandes carcajadas a las que
Filosofías del siglo
XX
(Jlíffitum l: Después mi Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
ha tenido que someterse el hombre ilustrado durante el siglo XIX: la evolución a partir del mono. El historicismo, después, introduciendo la historicidad no sólo en la vida, sino en el discurso mismo, y abriendo paso así a una investigación inconclusa -siempre incon
v. §?:: la v ia b le longitud de los picos de los pinzones en cada una de las islas Galápagos); rompía asfcon Cualquier fmalismo en la evolución; dichas variaciones podían resultar veníftjjsas o no a sus poseedores en la competencia por el alimento, la reproducción y la super-
clusa- del sentido; investigación que, junto al giro lingüístico y a la herencia nietzschea na, dará lugar a la hermenéutica, a Heidegger, a la deconstrucción, etc. Si las relaciones entre Filosofía y ciencia ya eran tempestuosas a finales del siglo XIX,
Cte StíS -la selección natural-; tales mutaciones azarosas pasaban hereditariamente a la siguiente generación, pero sólo ellas, no las conductas ni los hábitos adquiridos. Con este esquema básico se descomponía evidentemente cualquier pensamiento fina lista, cíSacionista o progresivo-teleológico. El papel que adquiere el azar como respon
las teorías de Charles Darwin (1809-1882) iban a impactar en el pensamiento ilustrado moderno con la fuerza de un meteorito de considerable tamaño. Hasta la publicación de E l origen de las especies en 1859 el panorama científico en lo que respecta a la biolo gía se repartía a medias entre el fijismo aristotélico-tomista, regido por la convicción de que cada especie se había originado o había sido creada por separado de forma inmuta ble y perfecta, no sometida a cambio ni variación, y el lamarekismo que, pese a intro ducir la idea de un cambio y un progreso en las especies, lo que rompía con la idea del fijismo, no lograba deshacerse del finalismo y la teleología como leyes supremas de la naturaleza. En el contexto del fijismo, sólo cabía pues la clasificación y la descripción de las especies dadas more Linneo, no suponiendo los restos fósiles de especies hoy extin guidas mayor problema que el de suscribir la teoría de los cataclismos. Lamarck avanzó, como hemos dicho, en lo tocante a la transformación de las especies a lo largo del tiem po. Para ello, apelaba a dos razones fundamentales: un medio ca mbiante, que fuerza a los organismos a modificar su m odo de vida; una especial capacidad de éstos para adap tarse a las nuevas condiciones que ha provocado la reconfiguración de su hábitat. La céle bre sentencia “La función crea el órgano” resume lo más básico del lamarekismo, a saber, que la transformación de las especies viene urgida por una teleología, una finalidad ínsi ta en los organismos y que se asocia a una “voluntad” para adaptarse. A ello hay que sumarle un tercer axioma, que es el de la herencia de los caracteres adquiridos de este modo -por hábito, por costumbre mantenida durante largo tiempo- sin lo cual se per derían en las generaciones sucesivas. Darwin representa la quiebra absoluta de esta forma de pensar, que no provocaba para el pensamiento tradicional mayores problemas. A partir de las observaciones en su viaje en el Beagle de los estudios realizados en la cría doméstica de especies animales, de la inves tigación de los fósiles y de la embriología, llega a la conclusión de que el factor básico para la transformación de las especies está en la selección, como había visto que sucedía en la cría doméstica. Sólo que aquí eran evidentes la voluntad y el finalismo de los artífices de dicha selección. Un injerto ideológico proveniente de otra disciplina, los escritos del eco nomista Malthus, según reconoce el propio Darwin, le harán dar con la tecla buscada, a saber, cómo opera la selección en la naturaleza. Malthus preconizaba que en las socieda des siempre se llegaba a un punto en el que la población superaba con mucho los medios de subsistencia disponibles, lo que desencadenaba una lucha por la existencia y la super vivencia de los mejor adaptados. Sólo faltaba transponer esta idea al ámbito biológico para dar con la ley de la selección natural. La teoría de Darwin se basa en varios axiomas prin cipales: de una generación a la siguiente, se producen de m odo espontáneo y aleatorio mutaciones mínimas dentro de las especies (hecho que había constatado por observación,
sable de la evolución siega la hierba bajo los pies de cualquier pensamiento moderno; SSimismo resulta imposible realizar una jerarquía ínter species entre los diversos organis mos, ¡el hombre incluido (El origen del hombre apareció en 1871, suscitando las más que consabidas controversias), apoyándose en el mero criterio de la adaptación el que la espe cie humana saliera mejor parada que otra. El paradigma de la ciencia y del causalismo mecanicista va a imponerse radicalmente, como dijo el discípulo de Darwin, Huxley, sencillamente por mostrar que están mejor adaptados al tiempo presente que otros modos de pensamiento. La filosofía se hizo eco del darwinismo en la figura de Herbert Spencer (1820-1903), quien siete años antes de E l origen de las especies había publicado su célebre artículo “La hipótesis del desarrollo” esbozando una primera idea del principio de la evolución que luego convertirá en pilar básico de su sistema. En efecto, Spencer se propone enLos primeros principios elaborar un sistema metafísico de corte universalista para dar razón, hablando llanamente, de todo. Dividirá la realidad en dos grandes apartados: lo incog noscible, el misterio último del universo al que jamás se podrá llegar y adonde apuntan el misterio religioso, por un lado, y la inconclusión de la ciencia, por otro; y el mundo fenoménico o cognoscible, que se rige por la ley de la evolución. Para Spencer, dicha ley se articula o subdivide en una serie de características primordiales que atañen a t odo desa rrollo: el paso de la homogeneidad a la heterogeneidad; la transición de una menor a una mayor coherencia e integración de la materia; la tendencia a una definición y determi nación mayores; la evolución hacia un estado de mayor equilibrio. La traducción, empe ro, del darwinismo a su sistema filosófico, hizo recaer a éste nuevamente en el fmalismo y en el lamarekismo; no obstante, el seguimiento filosófico de Spencer no fue ni con mucho la mayor ni la más importante repercusión de las teorías de Darwin en el campo de la filosofía y de la ciencia, sobra decirlo. Henri Bergson (1859-1941) nace justamente el año en que se publica E l origen de las especies. Q ueda impactado p or la lectura de Los primeros principio s de Spencer, que se propone corregir, sobre todo en torno a la noción del “tiempo”, elemento capital del bergsonismo. El desengaño ante el proyecto spenceriano se deberá a la confusión entre el tiempo de la ciencia y el tiempo vivido, a la ignorancia de la “duración” y su intento deyeducirla a mera cronología, a tiempo matemático. En efecto, según Bergson, el espa cio determina la idea ordinaria del tiempo, así como el tiempo científico. El tiempo es pacial izado es el tiempo hom ogéneo, reversible, hecho de instantes, cuan tificable, d ivi sible, matematizable. Frente a él se encuentra el tiempo puro, el tiempo real, la duración no contaminada por el espacio. L a duración es multiplicidad cualitativa y no cuantita
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tiva, no es una multiplicidad numérica ni es susceptible de sumación o de establecer en ella discontinuidades porque la duración es continua, como el fluir de la conciencia en el yo profundo. La duración es heterogeneidad, diferencia, creatividad, originalidad, espontaneidad. El paradigma de la duración es la conciencia del sujeto, el yo que vive y se siente en continuo fluir. Evidentemente, Bergson arremete contra la psicología deter minista y mecanicista que intenta aplicar a la conciencia un tiempo matematizado, loca lizar motivos, causas y efectos distribuidos en un antes y un después. La libertad queda así maltrecha ya que su esencia es la duración: Podemos ahora formular nuestra concepción de la libertad. Se llama libertad a la relación del yo concreto con el acto que realiza. Esa relación es indefinible, precisa mente porque somos libres. En efecto, se analiza una cosa, peco no un progreso; se descompone extensión, pero no duración. O bien, si uno se obstina, con todo, en ana lizar, se transforma inconscientemente el progreso en cosa y la duración en extensión. Por el mero hecho de que se pretende descomponer el tiempo concreto, se despliegan sus momentos en el espacio homogéneo; en lugar del hecho realizándose se pone el hecho realizado y, como se ha empezado por fijar de algún modo la actividad del yo, se ve a la espontaneidad reducirse a inercia y a la libertad a necesidad. Por eso toda definición de libertad dará razón al determimsmo [...]. En resumen, toda demanda de esclarecimiento en lo que concierne a la libertad viene a significar insospechadamen te la cuestión siguiente: “.¿Puede representarse adecuadamente el tiempo por el espa cio?” (Bergson, 1999: 152). El mod o de acceso a la duración es la intuición. Esta deriva del instinto y se opone a la inteligencia, como veremos. Gilíes Deleuze hace un magnífico análisis de la intui ción como método fundamental del bergsonismo, decomponiéndola en una serie de reglas básicas. La intuición se encarga de determinar los verdaderos problemas, denun ciando cuándo un problema es falso o está mal planteado. Un problema está mal plan teado cuando representa uno o varios términos “mixtos” en los que se combinan y con funden diferencias de naturaleza irreductibles: el ejemplo privilegiado es el del tiempo y la libertad que acabamos de comentar. Sólo mediante la intuición llegamos a percibir las diferencias reales y a determinar los componentes del problema en su estado puro. Es la regla segunda de la intuición: Luchar contra la ilusión, encontrar las verdaderas diferencias de naturaleza o las articulaciones de lo real. Son célebres los dualismos bergsonianos: duración-espacio, cualidad-cantidad, heterogéneo-homogéneo, continuo-discontinuo, las dos multi plicidades, memoria-materia, recuerdo-percepción, contradicción-distensión, ins tinto-inteligencia, las dos fuentes, etc. (Deleuze, 1996: 18). La última regla de la intuición ya hemos tenido ocasión de comprobarla en su obra: Plan tear los problemas y resolverlos en función del tiempo más bien que de l espacio. Esta regla da el “sentido fundamental” de la intuición: la intuición supone la dura
Capítulo ] : Después de Hegel, ¡a quiebra de la modernidad filosófica
ción, consiste en pensar en términos de duración [...]. Con sideremos la división bergsoniana principal: la duración y el espacio. Cualquier otra división, cualquier otro dua lismo la implica, deriva de ella o desemboca en ella (Deleuze, 1996: 28-29).
En La evolución creadora (1907) acomete Bergson la empresa de adaptar el evolu cionismo a sus propias exigencias filosóficas. Com o es claro, el concepto de duración será el responsable de la generalidad del proceso evolutivo y será en todo momento el factor subyacente a la evolución y su explicación última. El evolucionismo pierde en Bergson todo matiz mecanicista, rehuye el azar de la mutación darwiniano, la selección natural, pero también el evolucionismo teleológico o creacionista que camina hacia un fin concreto. Si el evolucionismo queda irreconocible a principios del siglo XX, la idea de tiempo no deja de alterarse, camino de la hermenéutica y curiosamente en un ambiente neo kantiano, con Dilthey y los precursores del historicismo. Sobre el término historicismo, tal vez resulte útil esta aclaración preliminar de Raymond Aron: En lo que respecta al término historicismo, pienso que la definición presenta dos dificultades. La primera es bastante fácil de resolver: la palabra historismo o his toricismo -pues no hay una distinción real en el uso ordinario o filosófico entre his torismo e historicismo- la utiliza sir Karl Popper en un sentido muy particular y que no corresponde al sentido ordinario que asume en la literatura filosófica. Karl Popper ha intitulado un librito The Poverty of Historicism [Miseria del historicismo]. En esta obra, Popper entiende por historicismo una manera de enfocar la historia según la cual ésta estaría dirigida, determinada, por fuerzas irresistibles a las que los hombres estarían sometidos. Se trata de una representación determinista de la his toria que adquiriría la forma de leyes históricas, leyes que presidirían el movimien to global del devenir humano. En el fondo, es la pretensión de conocer el porvenir, o más aún, de establecer las leyes del devenir macrohistórico. Esta interpretación del término historismo o historicismo no es la generalmente aceptada, y si cito ahora dos libros alemanes, clásicos en la literatura, es porque trataré de demostrarles que este término puede adquirir un sentido diferente. Estos dos libros son los siguien tes: Die En tstehung des Historismus [El historicismo y su génesis] de Meinecke, y el otro, igualmente clásico, de Troeltsch: Der H istorismus un d seine Probleme [El his toricismo y sus problemas]. Ya sea que se trate de Meinecke o de Troeltsch, el histo ricismo (Historismus) nos remite a una concepción de la historia humana según la cual el devenir humano se define por la diversidad fundamental de las épocas y de las sociedades; por consiguiente, por la pluralidad de los valores característicos de cada sociedad o de cada época. Una de las consecuencias de esta interpretación del pluralismo sería un relativismo de los valores, por oposición a la concepción del Siglo de las Luces, según la cual habría valores universales de la h umanidad, vincu lados al triunfo de la razón [...], esto no es sino un primer aspecto, y un aspecto rela tivamente superficial, de la manera histórica de pensar. As!, a partir de la pluralidad de universos espirituales realizados a través del tiempo, los historiadores alemanes se deslizan hacia cierta representación metafísica de la historia, considerada un deve
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nir creador; el hombre crea a través del tiempo universos intelectuales que son su obra y que a la vez son su ser; el hombre es al mismo tiempo sujeto y objeto de la historia... (Aron, 1996; 31-32). La cuestión a la que deben enfrentarse los autores que solem os encuadrar bajo el rótulo del historicismo, en cualquier caso, viene dada, en cierto modo, por la influen cia de la teoría romántica de la individualidad que Schleiermacher consagra en su con cepción de la hermenéutica y que deberá ser conciliada con la pretensión de elaborar y hacer posible una historia universal más allá del propio individuo. Desde los albores mismos del historicismo, la confrontación con Hegel se llevará a cabo en pos de un ideal de “historia real”, alejándose de todo tipo de especulaciones filosóficas de este ran go. El propio Hum boldt rechazaba una filosofía de la historia como la de Hegel al ver en ella una separación artificial entre los fenómenos y las ideas, entre la realidad vital y la razón. De ahí su insistencia, de origen indudablemente romántico, en la indivi dualidad en la hisroria. El historiador debe exponer sencillamente lo que ha ocurrido en su puridad, del modo más completo posible, siendo dicha exposición de lo acaeci do la primera y más inexcusable tarea. La línea que se traza, pues, desde un comienzo es la negativa a reducir la historia a una teleología apriorística, a sub sumir la historia dentro de los cauces de la especulación, sin renunciar por ello al deseo de constituir una historia universal. En Leopold von Ranke se aprecia todavía la ambigua relación del historicismo con el idealismo. En su Historia universal (publicada en seis volúmenes de 1880 a 1885), Ranke se aparta del idealismo historicista para considerar la historia desde dentro de sí misma, a p artir de sus propios principios, de la documentación y las fuentes mismas. Contra el desarrollo lógico del concepto y el proceso de autoconocimiento del espíritu, propone Ranke la noción de fiterza, que subyace a y propulsa los acontecimientos, resis tiéndose a cualquier análisis que pudiera preverla ni señalarle un telos anticipable. Dicha fuerza no es de naturaleza mecánica; consiste en la realización de ideas espirituales y en la conformación de un ordenamiento moral universal. Pero, paralelamente, la tan cita da consigna rankeana de conocer los sucesos “tal y como acontecieron” ( wie es eigentlich gewesen), quiere separarse de su inspiración idealista, privando a la investigación históri ca de cualquier adherencia especulativa y centrándose en lo que realmente ocurrió, tal como ocurrió, con una pretensión de cientificidad que señala la insistencia en el “hecho mismo” que tal vez pueda parecer ingenua bajo cierta perspectiva, pero que depuraba a la historiografía de la tentación especulativa acercándola hacia el ideal de una disciplina de rango científico, que va de lo singular a lo general. Johann Gustav Droysen ( Compendio de Historia, 1868 e Histórica, publicación pos tuma de 1937) pondrá definitivamente en claro el estatuto de la historia frente a las cien cias de la naturaleza y la filosofía con su distinción entre los tres ámbitos del conoci miento: filosófico {erkennen), científico ( erklären ) e histórico ( verstehen ), para sentar con rigor la tan deseada auton omía de la historiografía en el campo del saber. A partir de entonces la dicotomía que se establece entre el campo de la explicación y el de la com
Capítulo l : Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
prensión creará un abismo difícil de solventar. En la comprensión histórica, la singula ridad e irrepetibilidad de los acontecimientos los hacen irreductibles a la noción de expe rimento en ciencia; éstos no pueden explicarse mediante leyes universales ni se les pue de aplicar el principio de causalidad tensa stricto; además, el conocimiento histórico pretende iluminar el presente desde el pasado, uniendo a su interés teórico un no menos irrenunciable interés práctico, ético y político, vinculado estrechamente con el principio de la libertad entendido como liberación de la causalidad natural. La tentación positi vista de la historiografía quedará, de este modo, cancelada: la historia trata de “com prender investigando”, teniéndose en cuenta en cada momento la implicación del pro pio yo del historiador en la realidad que investiga, con la que se encuentra en una peculiar simpatía. Pero la tematización más explícita entre ciencias del espíritu y ciencias de la natura leza será la llevada a cabo por Wilhelm Dilthey en su Introducción a las ciencias del espíritu de 1883. Dicha distinción descansa en la diferencia de sus respectivos objetos de conocimiento: las ciencias naturales se ocupan de los fenómenos externos, mientras que las ciencias del espíritu operan con fenómenos internos a la propia conciencia. A cada objeto corresponde, por tanto, un acceso metodológico distinto: la observación y la expe rimentación frente a la experiencia vital (Erlebnis) donde no hay distinción entre lo cono cido y el acto del sujeto cognoscente (pues, como dice Dilthey, “la realidad de los esta dos internos es el punto de par tida seguro de todo conocim iento” -Dil they , 1 988: 105—)Consiguientemente, la explicación causal, propia de las ciencias de la naturaleza, no resul tará apropiada para las ciencias del espíritu, que se valdrán de otras categorías en las que se incluyen las motivaciones, los fines, los valores. No se trata de dos realidades ontológicamente diferentes, el espíritu y la materia, sino, com o queda claro, de d os m odos dis tintos de abordarlas. Debido a la peculiaridad de la Erlebnis, o experiencia vivida, el modo de acceso a ella que privilegiará Dilthey será la psicología. La “comprensión de la vida como verdadera realidad última y multiforme” (Nebre da, 1997: 84) será la luz que oriente todos sus trabajos y el esfuerzo de fundamentación , en su deseo de construir una crítica de la razón histórica. Dilthey entiende que la razón histórica necesita de una operación similar a la que realizó Kant, mostrando el ámbito de validez de la ciencia y sus juicios. El idealismo especulativo, a los ojos de la escuela histórica alemana, suponía para la razón histórica el mismo lastre que la metafísica para la ciencia. Se hacía precisa una depuración como la de Kant para lograr la cientificidad del conocimiento histórico: Pero lo que no podía satisfacer a Dilthey era la mera remodeiación de esta cons trucción y su transpolación al terreno del conocimiento histórico emprendida por el neokantismo [...]. Pues lo que soporta la construcción del mundo histórico no son los hechos ganados por la experiencia e incluidos luego en una referencia valorativa, sino que su base es más bien la historicidad interna propia de la misma experiencia. Ésta es un proceso vita! e histórico, y su modelo no es la constatación de hechos sino la peculiar fusión de recuerdo y expectativa en un todo que llamamos experiencia y que
Filosofí as d el sig lo
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se adquiere en la medida en que se hacen experiencias [...]. Las ciencias históricas tan sólo continúan el razonamiento empezado en la experiencia de la vida (Gadamer, 1998b: 281). Gadam er ha visto, pues, en D ilthey el paso del análisis psicológico de la vida a su análisis hermenéutico. Este paso se hace a través de la propia noción de Erlebnis, en la que el individuo se encuentra no sólo a sí mismo, sino que se halla sumergido en un ámbito cultural y social. La Erlebnis también supone esta mediación entre lo interno y lo externo, que no es má s que la objetivación y expresión de las diversas experiencias vita les de la humanidad. La última raíz de la visión del mundo es la vida. Esparcida sobre la tierra en innu merables vidas individuales, vivida de nuevo en cada individuo y conservada -ya que como mero instante del presente escapa a la observación- en la resonancia del recuer do; más comprensible, por otra parte, en toda su hondura de inteligencia e interpre tación, tal como se ha objetivado en sus exteriorizaciones, que en toda percatación y aprehensión del propio vivir, la vida nos está presente en nuestro saber en innumera bles formas y muestra, sin embargo, en todas partes los mismos rasgos comunes [...]. En ella aprehendo a los demás hombres y las cosas no sólo como realidades que están conmigo y entre sí en una conexión causal; parten de mí relaciones vitales hacia todos lados [...]. Así crea la vida desde cada individuo su propio mundo (Dilthey, 1988: 40-41). Aquí es don de entra la hermenéutica necesariamente como interpretación de la expe riencia vital interior y su proyección objetivada en las manifestaciones culturales plenas de significado vital. Este tránsito hacia la hermenéutica, en palabras de Gadamer, apa rece descrito en total armo nía con la hipótesis última diltheyana de la vida com o fun damento último: “La vida misma, esta temporalidad en constante fluir, está referida a la configuración de unidades de sentido duraderas. La vida misma se autointerpreta. Tie ne estructura hermenéutica. Es así como la vida constituye la verdadera base de las cien cias del espíritu. La hermenéutica no es una herencia romántica en el pensamiento de Dilthey, sino que se concluye consistentemente a partir de la fúndamentación de la filo sofía en la ‘vida’” (Gadamer, 1998b: 2 86). L a historia se presta de este modo a la com prensión, por ser la cristalización de una infinidad de experiencias vitales a las que el his toriador accede por la com unión en un mismo espíritu, por la semejanza simpática con todos los sujetos del pasado, congenialidad que recoge de la antigua tradición herme néutica que ya hemos visto anteriormente. Esta comprensión de la historia no puede suponer una inmediatez ni la co-presencia del intérprete y el pasado por la finitud mis ma de la conciencia histórica. La historicidad prohíbe el saber absoluto y la transparen
Capítulo 1: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
través de los grados de la historia, a la plena conciencia histórica actual. Esta historia es la indispensable propedéutica de la filosofía sistemática. Pues la plena autocon ciencia, de la que ningún pensamiento puede hacer abstracción, que, antes bien, sólo puede analizar, es histórica (Dilthey, 1988: 112).
Para Dilthey, por tanto, la filosofía estará, al contrario que en Hegel, tan determin a da históricamente como las instituciones, el arte o la religión. “Dilthey lleva a su culmi nación la polémica de la escuela histórica contra la filosofía hegeliana. Es la historia, no la filosofía, la que constituye la estructura última de validación, no hay forma de cono cimiento que no sea expresión de una situación histórica determinada, y por tanto no hay conocimiento superior al conocimiento historiográfico” (Ferraris, 2000: 155). En cualquier caso, el límite ¡rrebasable para el conocimiento siempre lo constituirá la fuen te misma de la que éste surge, la propia vida: “El conocim iento no pue de retroceder más allá de la vida, es decir, no puede establecer ninguna conexión que no esté dada en la pro pia vida” (D ilthe y 1988: 102). No obstan te, hay que reseñar que la referencia a la psi cología sigue influyendo notablemente en Dilthey hasta el punto de poner en jaque su planteamiento historicista y el proyecto hermenéutico, desplazándose de uno a otro sin cesar, porque el objetivo último del desciframiento hermenéutico parece no ser, en oca siones, más que el descubrimiento, detrás de los textos y documentos, de las ya aludidas experiencias vitales. En otras palabras, parece interesar más quién dice las cosas que lo que dice y lograr penetrar en una psique distinta de la propia borrando con ello toda dis tancia temporal y la tematización misma del pasado en cuanto tal: “La obra de Dilthey, más aún que la de Schleiermacher, pone de relieve la aporía central de una hermenéuti ca que pone la comprensión de un texto bajo la' ley de la comprensión de un semejante que en él se expresa [...], el objeto de la hermenéutica se desplaza sin cesar del texto, de su sentido y de su referencia, a la vivencia que en él se expresa” (Ricoeur, 1 986: 8 6). C om o señala Dilthey, a la hora de comprender el mund o exterior, el de las objetivaciones: “Entre esos objetos exteriores se distinguen aquellos en los que nos vemos obligados a poner una interioridad; esto se hace mediante el proceso de la reproducción o comprensión. La expe riencia interna y la comprensión son do s procesos capitales en el que se da el mundo espi ritual e histórico. Reprod ucir es revivir. La comprensión metódica es exégesis o interpre tación” (Dilthey, 1988: 106), con lo que la hermenéudca sufre así un sesgo de revivificación cuya impronta encontraremos siempre en la filosofía de la historia diltheyana. La peculiaridad del enfoque diltheyano de la historia de la filosofía se trasluce con la mayor claridad en la ya aludida obra Los tipos de visión del mundo y su desarrollo en los sistemas metaflsicos (1911). Le preocupa al autor la tentación escéptica del historiador ante el antagonismo de la multitud de sistemas filosóficos que se han dado en la histo ria, recabando para sí, pese a su gran número y diversidad, un carácter de universalidad:
cia de la autoconciencia sin límites ni barreras infranqueables. La filosofía tiene como primera misión y como su parte preparatoria la elevación de la predisposición filosófica y de la necesidad filosófica que existe en los sujetos, a
Entre los motivos que alimentan siempre de nuevo el escepticismo, uno de los más eficaces es la anarquía de los sistemas filosóficos. Entre la conciencia histórica de su ilimitada multiplicidad y la pretensión de cada uno de ellos a la validez uni-
Filosofías del siglo
XX
versal hay una contradicción que fomenta el espíritu escéptico más que cualquier argumentación sistemática. Ilimitada, caótica, es la multitud de sistemas filosóficos que quedan detrás de nosotros y se extienden a nuestro alrededor. En todos los tiem pos, desde que existen, se han excluido y combatido recíprocamente. Y no se vis lumbra ninguna esperanza de que pudiera lograrse entre ellos una decisión [...]. Vol vemos los ojos sobre un inmenso campo de ruinas de tradiciones religiosas, afirmaciones metafísicas, sistemas demostrados: posibilidades de toda índole para .. fundamentar científicamente, expresar poéticamente o proclamar religiosamente la conexión de las cosas ha ensayado y probado unas tras otras el espíritu humano durante muchos siglos, y la investigación histórica, metódica y crítica estudia cada fragmento, cada residuo de esta larga labor de nuestra especie. Cada uno de estos sistemas excluye al otro, cada uno refuta al otro, ninguno es capaz de demostrarse; nada encontramos en las fuentes de la historia de aquella pacífica conversación de la Escuela de Atenas de Rafael, que fue la expresión de la tendencia ecléctica de aquellos días. De este modo, la contradicción entre la conciencia histórica cre ciente y la pretensión de validez universal de las filosofías se ha hecho cada vez más áspera (Dilthey, 1988: 35-36). Efectivamente, es ésta la piedra clave del hlstoricismo y una de las acusaciones secu lares que se le han h echo a este mod o de ver las cosas: el tan traído y llevado relativismo escéptico. Para salir de él, la historiografía ha de hacer una ap uesta más fuerte y cambiar de terreno en busca de un fundamento que le proporcione un punto de referencia que mitigue el devenir y permita un cierto juicio sobre la historia. Dilthey lo encontrará en su teoría de las visiones del mundo, dimanada en última instancia de la “vida”, ambiguo término que le permite escapar del relativismo de la historia ante el que el filósofo no deja de estar en guardia, pero pagando las consecuencias de tener que recurrir a una dimensión en cierto modo ultra o ahistórica, con no pocos tintes de irracionalismo: “La filosofía no ha de buscar en el mundo, sino en el hombre, la coherencia interna de sus conocimientos. La vida vivida por los hombres: comprender esto es la voluntad del hom bre actual” (Dilthey, 1988: 36). El tópico de la vida, con ligeras o sustanciales variantes, va a aportar un nuevo punto de visca a la filosofía de la historia en estos tiempos, a caba llo entre los siglos XIX y XX, como podrá verse en autores, can distintos en sus concep ciones pese a recurrir a este mismo fundamento, como Nietzsche, Freud, Bergson, Orte ga o el mismo Husserl. Por último, el historicismo, quizá a su pesar, introduce en cualquier caso en el siglo XX un germen disolvente capaz de transformar en pocas décadas gran parte de la o ntología tradicional: Anre la mirada que abarca la tierra y todo el pasado desaparece la validez absolu ta de cualquier forma particular de vida, organización, religión o filosofía. De este modo, el desarrollo de la conciencia histórica destruye, de un modo aún más profun do que la contemplación del antagonismo de los sistemas, la creencia en la validez uni versal de cualquiera de las filosofías que han intentado expresar de un modo conclu yente la complexión del universo mediante una complexión de conceptos (Dilthey, 1988: 36).
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1 .4. La razón bajo sospecha: Marx, Nietzsche, Freud
A lo largo del siglo XIX, después de Hcgcl, parece como si efectivamente la filosofía tra dicional hubiese culminado y surgen entonces, por un lado, tres grandes críticas a la pro pia idea de la filosofía y, en conjunto, a toda la cultura occidental, y, por otro, una ideo logía que pretende considerar a la filosofía como un conocimiento superado. Las tres críticas proceden de sendos aurores que han sido llamados por Paul Ricoeur (en una ape lación discutible pero útil por el momento) filósofos de la sospecha, en tanto que des confían del conjunto de nuestra cultura: son Marx, Nietzsche y Freud. La ideología a la que nos referimos es el positivismo de Comte y el empirismo, analizados más arriba. Si añadimos el evolucionismo, el hombre del siglo XIX debe soportar, por tanto, en oca siones su reducción a mera materia, a pura animalidad, en otras la acusación de delirio paranoico, de debilidad de voluntad o de alienación ideológica. De los tres filósofos de la sospecha, el primero es Karl Marx. Marx piensa que toda la cultura occidental (sobre todo la religión y la filosofía) es una inmensa farsa construi da para impedir que los hombres piensen en lo único importante: las condiciones mate riales (las económicas primero, y como consecuencia de éstas las sociales y políticas) de su existencia. Para el marxismo, las ideologías impiden que los seres humanos se den cuenta (tomen conciencia) de que están alienados, es decir, de que no pueden desarro llarse como hombres porque pertenecen a sistemas económicos basados en la explota ción de unos por otros. La alienación económica está encubierta por esa ideología, que es tanto la filosofía misma como el opio de la religión: El objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta al trabajador como un ser extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa; el producto es la obje tivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabaja dor, la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento, como enajenación. [...] Todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como con un objeto extraño, ajeno. Partiendo de este supuesto, es evidente que cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño, objetivo, que crea frente a sí, y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos dueño de sí mismo es. Lo mismo sucede con la religión: cuanto más pone el hombre en Dios, tanto menos guarda en sí mismo (Marx, 1995: 106). Para el marxismo, la lucha de clases es el motor de la historia; contra el idealismo hegeliano, pero aprovechando la noción de dialéctica, quiere Marx ofrecer una inter pretación y un método científico para el análisis de lo social y lo histórico, y lo encuen tra en un humanismo materialista que busca la emancipación del ser humano (con fon do, por tanto, tan ilustrado como el que más) de las alienaciones, básicamente la económica, que le impiden realizarse. La alienación económica se produce, como hemos
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visto en el párrafo anterior, en la reducción del obrero, que debe inevitablemente ven der su trabajo al poseedor de medios de producción, como mercancía; y en el inevitable robo que el burgués se apropia con respecto al trabajo del obrero, a saber, la plusvalía. La alienación económica, imposible de evitar en un modo de producción en el que haya clases sociales y, por tanto, lucha de clases, genera otras alienaciones: desde la política encarnada en ese Estado puesto al servicio de la explotación económica, hasta la aliena ción del pensamiento o ideología. En las décadas finales del siglo XX, la caída del muro de Berlín y de toda la estruc tura que este muro sostenía llevó a (¿bienintencionados?) sociólogos, economistas, his toriadores e incluso filósofos, a proclamar entusiasmados la muerte de Marx. Éste murió, efectivamente, hace más de un siglo. Y, sin embargo, su herencia quizá ahora, cuando sin duda está enterrado, sea más intensa, pues ha quedado liberada de los mecanismos de esclerotización y ortodoxia que algunos marxismos 'oficiales” habían impuesto. Quie nes apresuradamente proclamaban esa muerte, no obstante, ignoraban en buena medi da lo que sus propias disciplinas deben a la metodología marxísta, probablemente la pri mera manera científica o simplemente objetiva (junto con la comteana) de considerar con rigor los hechos socio-históricos. Objetividad, sin duda, que constituye el impulso fundamental que llevó a Marx a dar la vuelta a Hegel, convirtiendo una dialéctica idea lista en una dialéctica materialista, pero sin perder esa herramienta lógica que garantiza ba, en línea con el proyecto ilustrado e incluso con cierta forma de romanticismo, el desarrollo inexorable de la historia hacia la realización del ser humano. Pues podemos hoy subrayar cómo esos ideales presentes en la mente de Marx están arraigados en e! mis mo sueño de liberación y emancipación que abrió la modernidad misma. El marxismo tiene una triple dimensión, pues, que pretendían ignorar sus sepultu reros:-incluye modelo, procedimiento de diagnóstico y tratamiento. No es sólo revolu ción, y mucho menos lo que los hechos históricos han hecho de él. Como modelo de una humanidad (im)posible, el marxismo es de entrada un humanismo (y así se destaca en fragmentos muchas veces olvidados del joven Marx), es decir, ofrece una concepción materialista del hombre, ser natural, temporal, histórico e inserto en un entramado de relaciones dialécticas en el cual debe desarrollar su libertad evitando alienaciones e ideo logías. Por otro lado, como procedimiento o metodología de diagnóstico, el marxismo es una teoría de las ciencias sociales, especialmente de la historia, que demuestra cómo la situación social y política (incluido el Estado como alienación), e incluso la forma de pensar de una época, están todas al servicio de un sistema de alienación económica. En tercer lugar, como tratamiento, el ma rxismo es un proyecto revolucionario de liberación del hombre a través de la creación de una sociedad sin clases y, por tanto, sin ningún tipo de alienación ni de ideología: El comunismo es la abolición positiva de la propiedad privada, de la autoalienación humana y así, la conquista real de la naturaleza humana, por y para el hombre. Es la vuelta del hombre como ser social, es decir, realmente humano, una vuelta com pleta y consciente que asimila toda la riqueza del desarrollo previo. El comunismo [...]
Capítulo h Después de llegcl , la quiebra de la modernidad filosó fica
es la solución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. Es la solución verdadera del conflicto entre la existencia y la esen cia, entre la objetivación y la autoafirmación, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es la solución al misterio de la historia (Marx, 1995: 143). Manuel Sacristán, filósofo español y marxísta clandestino durante el franquismo, realizó análisis tremendamente lúcidos del marxismo y su vinculación posible con otras tendencias del siglo XX (desde el desarrollo de la lógica formal al existencialismo), para llegar a la conclusión de que precisamente las dos palabras que definen al marxismo cons tituyen el mínimo común denominador de cierta actitud marxísta: materialismo (con su pretensión de objetividad aplicada a las humanidades, herencia a la que pocos se atre ven a renunciar) y dialéctica (cfr. Sacristán, 19 83b). Con todo, nos interesa subrayar dos conceptos (claves de su pensamiento) de la aportación de Marx al debate filosófico: la lucha de clases y la filosofía de la praxis. La contradicción práctica, cotidiana y activa que enfrenta por definición dialéctica a los que poseen medios de producción con los que no los poseen (y deben venderse a sí mismos, por canto, a los anteriores) constituye, para Marx, el motor de la historia debi do a la alienación que necesariamente engendra. Esa contradicción, esa lucha de cla ses, sigue en el vocabulario político y económico como punto d e referencia con res pecto al cual medir o diagnosticar e! desarrollo de una sociedad, y continúa, pues, dando lugar al debate. Pero más importante todavía es la manera en la que Marx reelabora el concepto de alienación, sin el cual no es posible entender hoy el de libertad, así como el de aliena ción ideológica o ideología. La alienación -el enajenamiento, el extrañamiento, la des posesión, die Entffemdung- es un concepto inseparable de la dialéctica que, sin embar go, se ha emancipado incluso de ella. Se acepte o no que la alienación económica es el origen de todas las alienaciones, la posibilidad de ese extrañamiento del pensamiento con respecto a sí mismo introduce en la mente del sujeto moderno (cual genio maligno) la posibilidad de la duda tanto como la necesidad de una liberación mental, es decir, de una desideologización. Y constituye esta tarea, la que cierta ortodoxia marxísta llamaría concienciación y que, desde otros lados, ha sido denominada por ejemplo desmistifica ción, una operación que la propia filosofía no ha podido de jar de plantearse desde Marx. Considerar la alienación del pensamiento o la manipulación del m ismo desde poderes externos a él, se sueñe o no con una conciencia inmaculada, es una labor reivindicada por tendencias tan diversas como la Escuela de Lrankfurt (no otro sentido tiene la expre sión “teoría crítica”) o la arqueología foucaultiana. La necesidad de una crítica (que está en la raíz de la filosofía misma) desideologizadora es la raíz, por otra parte, del otro concepto básico marxista. La filosofía de la pra xis abre, después de siglos de una tradición aristotélico-tomista que consideraba al filo sofar como la más teórica de las actividades, el cuestionamiento definitivo de la escisión teórico-práctico. La separación conocimiento/acción, básica incluso en Kant, no resis te el ataque de una dialéctica material que ve (o quiere ver) en las propias ideas hechos
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que mueven el mundo (o que lo paran, al estar ideologizadas). £1 pensamiento marxis ta se propone a sí mismo como negación de la negación: desvela las condiciones reales de produ cción para decir no a una sociedad alienante, provocando así una contradic ción que el motor de la dialéctica se encargará de superar. Sólo una filosofía de la pra xis, por tanto, puede negar un estado de cosas alienante, desideologizar y fundir así teo ría y práctica. El segundo filósofo (siempre en orden cronológico) que considera un error el con jun to de la cult ura occi den tal es F riedrich Nie tzsche . Si bien la ra dical idad del pens a miento nietzscheano no adm ite antecedentes directos, puede decirse que su filosofía par te de tres fuentes: el pensamiento griego, el Romanticismo (junto con el esteticismo) y la obra de Schopenhauer. Arthur Schopenhauer es explícitamente el autor que pone en marcha el pensamiento de Nietzsche en E l nacimiento de la tragedia: de él toma dos coor denadas fundamen tales, a saber, el irracionalismo y la (re)afirmación de la voluntad. Los estudios de filología griega llevaron a Nietzsche a revolucionar la lectura tradicional de la cultura antigua: la relectura de Heráclito y la nueva interpretación del origen de la filo sofía, así como su teoría sobre el teatro ateniense, ponen las bases de su filosofía en ese mismo libro. La tercera fuente (de la cual se distanciará, como de las demás, progresiva mente) es la cultura romántica (ya desde su amistad inicial con Richard Wagner): la rei vindicación de la creatividad, el subjetivismo, el esteticismo, la recuperación del senti miento y la imaginación contra la razón y, en definitiva, la búsqueda de la obra de arte total (que para Nietzsche es la propia vida), son elementos que impregnan toda la obra filosófica de este autor, y todavía más claramente su música y su poesía. Afirma Nietzsche que la historia de Occidente es la historia de un hombre cobarde, incapaz de afrontar la vida con su tragedia (con muerte, pasión, deseos, impulsos, caos...), y que se inventa un sistema de conceptos o rdenado (sea religión, ciencia o filosofía) por que no se atreve a enfrentarse con el caos de la existencia. Se lo inventa y se lo cree; es más, dedica su vida a buscarlo y, con ello, pierde lo único que tenemos y que importa: la propia vida, con todo lo irracional que contiene. Contra esa filosofía cobarde, propia del hombre débil cristiano y apolíneo, propone Nietzsche una filosofía poética, irracio nal, pasional, atrevida, que afirme la vida por encima de todo y sirva para su desarrollo en vez de frenarla; de esta forma, rechaza Nietzsche la culpa y la autocomplacencia dicien do “Vete con tus lágrimas a tu soledad, hermano mío. Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo, y por ello perece’’ (Nietzsche, 1987: 104). Para el vitalismo nietzscheano, tod o se reduce a una cuestión de valores: valores vita les o antivitales, y, por tanto, a una cuestión de voluntad, esto es, de querer. Hay una voluntad que se afirma a sí misma en su caos, dionisíaca, una voluntad de poder que dice sí incluso a lo trágico y terrible, y toda la ontología tradicional queda desmontada a la luz de ella. Los valores antivitales de la tradición son los apolíneos, que se imponen a los dionisíacos en el na cimiento de la filosofía. Entre los valores apolíneos está una moral de escla vos y verdugos, basada en el odio a la propia voluntad y en los sentimientos de culpa y
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resignación, propios de hombres débiles; pero también toda la ontología, basada en la búsqueda absurda del ser, y la epistemología tradicionales, que buscan conceptos uni versales y rechazan lo poético y metafórico. La propia lógica es apolínea. Contra todo ello, Nietzsche propone pasar del nihilismo a un mom ento positivo, de creación de valo res a través de la voluntad de poder, proponiendo un nuevo tipo de hombre, el Ubermensch, que ama la vida hasta el punto de querer que se repita eternamente (teoría del eterno retorno de lo idéntico). Dos momen tos de la filosofía de Nietzsche merecen ser subrayados en esta apre tada síntesis: la muerte de D ios y la teoría del olvido de la naturaleza metafórica del concepto. Dios no es más que un valor, el más antivital de todos los valores antivitales pues to que los une y sintetiza: la búsqueda del ser, el odio al devenir, la necesidad de tras cendencia, la imposición de una moral de esclavos, la idealización de la belleza, la dona ción de esencias, la seguridad falsa de un cosmos ordenado y confortable... Dios es la huida de la tragedia, y, para Nietzsche, la vida es trágica porque se nos va de las manos como arena. Las manos no se pueden cerrar. La muerte de Dios significa, por tanto, la culminación de la transvaloración de todos los valores, el momento de aniquilación y ensangrentado crepúsculo en el que desemboca el nihilismo, destino de Occidente, para dar paso después a la creatividad del niño, a la nueva aurora. La muerte de Dios es el abandono de todo fundamento, de cualquier suelo ontológico, y ha proyectado una sombra poco confortable sobre todo el pensamiento actual. Tan trascendente como el abandono de! fundamento es la crítica nietzscheana a las teorías tradicionales del conocimiento. No se trata tan sólo (aunque también) de que la misma lógica o la ciencia sean otras formas de fe, de ansia de un m undo ordenad o y cohe rente con el cual consolarse de una realidad que ni siquiera soporta ese nombre. No se trata tan sólo de que la verdad sea una mentira compartida y aceptada de forma gregaria para ofrecer una aparente seguridad. Es que incluso los conceptos con los que operamos esconden en sí mismos una renuncia a lo vivo, a lo trágico vital. Con la teoría del olvido de la naturaleza metafórica del concepto explica Nietzsche cómo las metáforas originales del lenguaje se han ido unlversalizando por impotencia, cómo se han transformado en conceptos que, después, han sido toma dos como lo primero, como el origen hacia el cual todo lenguaje debía orientarse. No hay, sin embargo, origen universal: hay metáforas vivas, concretas, diferentes, que nombran cad a instante, cada sensación, cada vivencia, y que no se dejan conceptualizar o bien, cuando se conceptualizan universalizándose, se convier ten en conceptos muertos, alejados de la realidad, distantes, inútiles, falsos, sueños apo líneos, “el último humo de la realidad que se evapora”. En ellos no está la vida; el devenir dionisíaco se esclerotiza, se paraliza en ellos. Se construyen (o más bien se creen), pues, estos conceptos con el olvido de su naturaleza metafórica. Una metáfora es siempre una expresión singular, diferente para cosas y momentos diferentes, abierta a la interpretación; y así es, de hecho, el lenguaje. Desde Nietzsche, por tanto, no podemos confiar en los conceptos: hay que lanzarse a aquello que encierran, a su historia, a la evolución de sus negaciones y ocultaciones, a la constitución de su sentido, al ensombrecimiento de las
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Capítulo 1: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
diferencias que su pulsión uní verealizadora produce. Recon ducir el lenguaje de los con ceptos al de la poesía, problematizando la relación sujeto/objeto que no deja de obsesio
tes y triunfantes siempre al final del ciclo biológico, incluso cósmico; este postulado que echaba por tierra los sueños emancipáronos e ¡renistas de la Ilustración, ya que nunca
nar al pensamiento mo derno, no es la menor herencia de Nietzsche:
podría la cultura con el invencible empuje antisocial de la pulsión de muerte. La persona resulta ser, así, un jue go de cont inuas e inevitables tensiones. El Yo está sometido a innumerables vasallajes a los que no puede más que sucumbir de continuo
Nosotros, los que percibimos pensando, somos quienes efectiva y continuamen te hacemos algo que todavía no existe: el mundo entero, siempre creciente, de apre ciaciones, colores, acentos, perspectivas, jerarquizaciones, afirmaciones y negaciones. Y el mundo es, así, obra poética inventada por nosotros (Nietzsche, 1986: 207). Y de ahí que produzca Nietzsche lo que podríamos llamar el estallido de la metáfo ra, abriendo paso a todas las maneras de discutir el sentido a las que se ha enfrentado el siglo XX: la hermenéutica, Heidegger, la deconstrucción, la filosofía de la diferencia...; todas aquellas que o bien b uscan reconstruir la posibilidad de un sentido único, y en esa reconstrucción a veces se pierden (desde la analítica a la semiología, pasando por la her menéutica o el historicismo), o bien se aventuran con relativo carácter dionisíaco en la renuncia al sentido propio (como la deconstrucción). Sabemos, por tanto, desde Marx y Nietzsche que en las propias ideas que maneja mos se esconde mucho más de lo que dejan ver: alienaciones encubiertas para el prime ro, actitudes antivitales para el segundo. En esta reivindicación de la necesidad de una hiper-crítica que de ellos se colige sólo faltaba un ingrediente, que aportará el final del siglo XIX: la búsqueda por debajo de esa conciencia que empieza a dudar de sí misma de una dimensión inexplorada, igualmente constituyente de sentido, a la cual Sigmund Freud llamará inconsciente. El tercer filósofo de la sospecha (y con él entramos ya en el siglo XX) es Sigmund Freud. Podemos caracterizar muy someramente la aportación freudiana en el descubri miento y la sistematización de la lógica del inconsciente, lo que supuso el destro namiento de la razón de su pedestal ilustrado; el diseño de un modo privilegiado de acceso a dichos procesos no racionales, que se escapaban al dominio del sujeto auto consciente y libre, a los modos de autoconocimiento usuales en filosofía; la postulación del imperio del placer, de la sexualidad como trasfondo explicativo de la evolución psí
o, a lo sumo, parchear y negociar con las exigencias que provienen del ello pulsional o de la crueldad superyoica a modo de despiadada conciencia moral. La energía psíquica, la libido, la pulsión; tales son los conceptos que desde Freud son imprescindibles para caracterizar al hombre, es decir, para pensar a ese sujeto que antes quería concebirse fenomenológica y cartesianamente como pura presencia a sí mismo de la conciencia. Las representaciones con las que trabaja la conciencia quedan, desde el psicoanálisis, teñidas para siempre de vínculos afectivos, de referencias ocultas, sometidas a procesos de des plazamiento o condensación, esto es, ya nunca más puras, inocentes ni ingenuas. La lógi ca del yo consciente deja, por su parte, de ser la única o la principal: el inconsciente no respeta lógica, ni cronología, ni argumento de la realidad alguno. No se trata, en cualquier caso, de sintetizar aquí la aportación del psicoanálisis, pero sí de subrayar dos aspectos especialmente trascendentes de su aportación a la filosofía actual (sin entrar en la tradición específicamente psicoanalítica que ha generado). Por una parte, Freud ha constituido todo un vocabulario y un planteamiento estratégico que han obligado a abordar los problemas filosóficos de otro modo. La constitución psico lógica del sujeto no influye tan sólo en su comportamiento individual, sino que permi te enfocar de modo distinto las cuestiones que se plantea: hay otra manera (con otro len guaje) de entender no sólo la neurosis o la psicosis, sino la felicidad, la agresividad o la cultura misma. La vía de contaminación queda, pues, abierta, y la necesidad de revisar la concepción del hombre como autoconciencia no es su aportación más pequeña. Hay en el ser humano una pulsión de placer que va más allá de la satisfacción instintiva como lo reconocería la biología: incluye a Eros, pero también a Tánatos, incluye la atracción y la creatividad, pero también la destrucción, la agresividad y la aniquilación; y esa agre sividad se vuelve, en su rechazo por parte de la política y la cultura, contra el propio suje to, imposibilitando la felicidad y riéndose de la fraternidad universal:
quica desde la misma infancia del sujeto, lo que suponía un enorme varapalo para las construcciones éticas al uso, tanto como para la concepción aséptica del sujeto moral, capaz hasta entonces de orillar todos sus intereses empíricos en pro de una conducta moral; la configuración de una estructura psíquica, en términos topológicos, escindida en un conflicto perenne entre sus tres instancias: ello, yo y superyó, lo que minaba la unidad de consciencia y voluntad del sujeto ilustrado, que ya no sabía en ningún momen to dónde se hallaba, quién en él decidía, quién quería y quién regía sus actos; el descu brimiento, decisivo en la filosofía contemporánea, de la pulsión de muerte, de la exis tencia de un dinamismo interno a todo ser vivo a traspasar las fronteras biológicas del
La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante forma ciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al próji mo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, - como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa (Freud, 1991:53-54).
placer hacia la disgregación final que supone la muerte como disolución de todo víncu lo erótico, familiar, social, comunitario como destructividad y agresividad desbordan
Debajo o más allá de la conciencia aparentemente transparente del cogito moderno, por tanto, se esconden mil formas de opacidad: la alienación ideológica y el sometimiento
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de la conciencia al poder (económico o de otro tipo), una voluntad débil que se refugia en conceptos supuestamente puros por mera cobardía, o un inconsciente gobernado por el (más allá del) principio de placer. Si añadimos a estos tres “insultos” los que proceden del positivismo y del evolucionismo, nos haremos cargo de la lamentable situación a la que se ha visto conducida la herencia del sujeto ilustrado a principios del siglo XX.
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ta”, incontaminada, empero, por las ciencias empíricas. Vigente todavía hoy, el éxito o fracaso de la empresa fenomenológica no habrá de medirse por sus logros particulares, por la consecución o no de las metas que se había trazado, sino por haberse convertido en columna vertebral de buena parte del pensamiento filosófico posterior. En efecto, Heidegger, el existencialismo, la hermenéutica beberán de la fenomenología llevándola, eso sí, po r muy diferentes derroteros. El arrojamiento del sujeto en la existencia que pond rán de relieve Heidegger y el exis
1.5. Cauces para el pensamiento de un siglo Los cauces se van formando por el paso habitual de una corriente, pero se desbordan a menudo, o se secan durante temporadas. En una visión muy a vuelo de pájaro de la filo sofía desde principios del siglo XX, tal vez lo que más llame la atención sea la tematización explícita por parte de la filosofía de su propia posibilidad, de si tiene o no sentido como discurso en términos absolutos. Es decir, la novedad radical en este autocuestionamiento, por otra parte endémico a la comunidad filosófica de todos los tiempos, no es tan sólo su delimitación frente a otros saberes, su carácter de cientificidad, sus pre tensiones de validez, sino si acaso habrá llegado el momento del fin, como final, de la filosofía, su clausura y cierre definitivos. En un momento dado, la filosofía enuncia la cuestión atenazadora o, más bien, la afirmación de su propia muerte: No más filosofía. La crítica al hegelianismo había dejado entrever que, si la filosofía había de subsistir, no sería desde luego h la Hegel, sino que habría de explorar nuevos territorios, nuevas for mas de pensar. La búsqueda del sentid o, de un sentido para el filosofar, comienza enton ces una difícil andadura que llega a cuestionarse los fundamentos mismos del pensar. La obsesión por el sentido, por un sentido perdido, por un sujeto que se ha desvanecido, por una sistematicidad periclitada, p or una verdad que ya nadie cree, el duelo po r el con cepto, el asedio de la metáfora y de la metonimia, de la retórica, ya no abandonarán al pensamiento en todo el siglo XX. Y de ahí que sea norma (paradójicamente) del pensa miento actual la hibridez, la contaminación, la mezcla. Cuestiones como las tensiones continua s entre filosofía y literatura, filosofía y ciencia, filosofía y religión no dejan nun ca el primer plano, precisamente porque la propia filosofía sigue interrogándose sobre su lugar propio, si es que tiene su propio lugar; la contaminación creativa de los discur sos será quizá una buena manera de enfocar cómo se ha ido transformando la historia del pensamiento (si la hay) en las últimas décadas. Por otra parte, la filosofía se hace consciente casi de modo generalizado, o bien toma la decisión casi unánime de que mejor es dar lo perdido por perdido, por irrecuperable. Tan sólo Husserl cargará sobre sus hombros con la responsabilidad de retomar el pro yecto de Occidente y embarcarse en el antiguo sueño de lograr de nuevo, por fin, por primera vez en la historia de la humanidad, aquel futidamentum inconcussum insaciable mente buscado y deseado por el racionalismo. El último soñador de O ccidente se afa nará sin descanso en localizar el porqué de la crisis de Europa, de su proyecto de racio nalidad; ensayará denodadamente la refundación del sujeto, de la verdad, de la certeza y de la apo dicticidad para una filosofía capaz de concebirse a sí misma co mo “ciencia estric-
tencialismo y del que también se hará cargo la hermenéutica parece retomar, aunque no de modo explícito, tras el espejismo fenomenológico, el hundimiento del sujeto provo cado por Nietzsche y Freud. La carencia de todo apoyo en certezas, valores o siquiera en la intimidad de la propia conciencia dejan a la filosofía en medio del mund o, habién dose de plantear su tarea a partir de ahora como pro-yecto, “proyecto yecto’ , repite insis tentemente Heidegger en Ser y tiempo. La búsqueda del sentido tendrá la forma de una prospectiva, pero también de una rememoración que, sin embargo, nunca podrá llegar a una recuperación de lo ya sido. El final de la metafísica se impone co mo un factum insoslayable. La “libertad” se convierte en la esencia de la verdad y del sujeto, la libe rtad pasa a ser la esencia del propio pensar liberado de todo constreñimiento, pero también amenazado con caer en el abismo del sinsentido, del desfondamiento, de la nada. No sólo la filosofía se ve aquejada por esta nueva reedición de una finitud, de una culpabi lidad, de un estado post-lapsario que la dejan sin aliento, sino que el sujeto, la comuni dad entrarán también en crisis. El pensamiento de la comunidad, al que dedicaremos las conclusiones de este estudio, articulará la reflexión de la hermenéutica, de la tradición marxista, heideggeriana, postestructuralista y del neopragmatismo. Por otra parte, ei estructuralismo ahondará en la brecha de esta crisis, dándole la puntilla al sujeto, al “hom bre”, deslizando hacia un primer plano la tendencia antihumanista que parecía ser la últi ma resistencia de la metafísica, su último reducto, pese al azote freudiano y al apocalip sis del superhombre nietzscheano. Con la caída del sujeto vendría también un nuevo seísmo para el sentido, disuelto en un lenguaje privado de intencionalidad, de todo valor expresivo, un lenguaje que parece funcionar en vacío, por detrás del sujeto, autónomo en sus estructuras, en el desplazamiento y la articulación de los significantes. En los inicios del siglo XX, dos giros se transforman en bisagras sobre las que habrá de girar sobre sí mismo el pensamiento: el giro lingüístico y el giro psicoanalítico. Bisa gras que comienzan por mostrar su propio desencajamiento, su incapacidad para cerrar la puerta de la metafísica, así como para abrirla hacia algo distinto. Doble bisagra que ni cierra ni abre y no permite dar un portazo para olvidarse de la propia historia. Dicho giro lingüístico afectará por igual a la tradición analítica y a la continental, a Heidegger y a Wittgenstein, al estructuralismo y a todas las demás corrientes. En un primer mom en to, la búsqueda de un lenguaje ideal, unido a su matematización y formulación lógica, hará furor en la corriente positivista suponiendo una seria amenaza para la filosofía, que quedará relegada, según este presupuesto, a mera supervisora de la corrección lógica del lenguaje para que no vuelvan a surgir los enunciados absurdos que constituían su núcleo mismo. Sin embargo, la filosofía lingüística tomará otros derroteros, dentro de la m is
Filosofías
del
Capítulo 1: Después de Hegel, la quiebra de la modernidad filosófica
siglo XX
ma corriente positivista, para terminar denu nciando el ideal espurio, metafísico también, de la búsqueda de un lenguaje perfecto. El propio Wittgenstein, que desencadenara con el Tmctatus la fiebre del neopositivismo lógico, volverá sobre sus pasos y se centrará en la investigación del lenguaje ordinario, abriendo con ello una vía de escape a la filosofía y un enorme campo de reflexión que aprovecharán tanto pragmatista, como hermenéuticos y marxistas. Y recorrerá, así, el filósofo vienes un camino en sus dos etapas que le ha llevado luego t odo un siglo recorrer a buena parte de la filosofía del lenguaje. La cien cia, por su parte, se verá escindida en un doble frente antimetafísico hacia el exterior y hacia el interior. Los ilusos presupuestos del positivismo y neopositivismo se irán des haciendo a golpes de “racionalismo crítico” popperiano y éste sufrirá también en sus pro pias carnes la acom etida de otros filósofos de la ciencia que acabarán igualmente por derribar la torre de Babel de la verdad, la objetividad, la universalidad y del progreso científicos. Como lejanos ecos del pasado, hemos asistido últimamente al intento de avi var las ascuas de un antiguo fuego ya extinto en el patético episodio protagonizado por Sokal y Bricmont, sólo que trasnochadamente y desprovistos de la seriedad que tuvo en su día la querella entre ciencia y filosofía. Ha quedado, no obstante, de estas ruinas una herida más profunda. La deslegiti mación de la verdad y de la lógica mismas, ya abierta por Nietzsche, pone en juego a finales de siglo a la historia de la filosofía, así como-al proyecto ilustrado, si no al mis mo proyecto (si tal cosa hay) de Occidente. La hermenéutica y el postestructuralismo, pero también la deconstrucción y la supuesta posmodernidad, han llevado a una vigi lancia hiper-crítica, como siempre lo ha debido ser la filosofía, cuestionando los prin cipios mismos del filosofar, es decir, esos mismos conceptos que, con diferentes conte nidos pero idéntico marco de referencia, han canalizado la historia del pensamiento. Acometidas como la de Foucault contra la verdad y el poder, o la de Derrida contra la metafísica de la presencia o el logocentrismo, o la de Deleuze contra la lógica del sen tido, devuelven a la filosofía ese carácter de radicalidad que en otras ilusiones o con suelos apolíneo s quizá había quedad o me rmado. Con lo cual vuelve a plantearse, y a situarse en primera línea de problematización, la cuestión de las herramientas mismas del pensar. Por si la filosofía no tuviera ya bastante, hubo de hacerse responsable también de Auschwitz. Parecía como si toda la historia del pensamiento hubiera conducido hasta este desastroso final. Ya no se trataba de un cuestionamiento teórico venido de una cri sis interna, del acabamiento de la metafísica o de los ataques de otras disciplinas: se tra taba del fracaso ético-político de Occidente en su conjunto. L a filosofía, la metafísica reducida a cenizas, adquiere en Auschwitz connotaciones definitivamente siniestras. El ¿Por qué la guerra? de Freud se quedaba muy corto. El dem onio de la pulsión de muer te parecía haberse desatado con la mayor impiedad. El malestar de principios de siglo se consumaba en el horror. Será la Escuela de Frankfurt quien más directamente sufra las consecuencias de este desastre y quien intente volver a pensar, a escribir siquiera una línea filosófica después del holocausto, mostrando a la vez síntomas de un claro agota miento, de la cancelación del propio proyecto ilustrado. Lo ominoso, lo siniestro, el
acontecimiento entran en escena portando cabe sí el estigma de su ambivalencia. Habra que pensar a partir de ahora la diferencia, la alteridad, lo radicalmente otro sin olvidar que guardan en su seno la semilla de lo monstruoso. Habermas, sin embargo, no dará la Ilustración y el proyecto de la modernidad por perdidos, entablando singular bata lla contra la hermenéutica, el postestructuralismo y la posmodernidad. Sea como fue re, la filosofía terminará asumien do con Auschwitz el imperativo ético-político, el impe rativo de la memoria y del olvido, de la conjugación de tradición y emancipación como deber inexcusable: diálogo, consenso, diferendo, acción comunicativa, solidaridad, amis tad, son términos que responden a esta llamada a configurar el terreno para una posi ble comunidad ético-política a través del pensamiento. Si es que siquiera es pensable una comunidad filosófica como comunidad política de lectura, especie de sinousía tex tual posmetafísica.
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2 Fenomenología
Las cosas no pueden separarse nunca del qu e las percibe, no pueden estar nunca efectivamente en si mismas porque sus articulaciones son las mismas de nuestra existencia y porque se colocan al otro extremo de la mirada oa l término de una exploración que les confiere humanidad. Maurice Merleau-Ponty
i i Final de toda objetividad, contaminación o com unidad entre la mirada y las cosas, la fenomenología prácticamente inaugurada por Husserl es p robablemente la vertiente ori ginal del siglo XX más fecunda -no hay como morir para servir de abono-, y que mejor combin a el vínculo con la historia tradicional de la filosofía y su renovación. Sabido es que Husserl ancla sus meditaciones en las de Descartes para dar respues ta, desde el respeto a su obra y a sus fundamentos, a los principales problemas que éste había dejado abiertos; lo cual es como decir que retom a el hilo de la fundamentac ión de lo moderno para corregirlo y darle un nuevo impulso. La adopci ón del sujeto individual como suelo ontológico, unida a la postulación del hombre libre europeo como proyec to histórico, continúan, en efecto, siendo la base de la filosofía en Husserl; sin embargo, ese sujeto habrá de librarse de ciertas consecuencias no satisfactorias que la m isma pro puesta cartesiana había abierto; por un lado, cierto solipsismo de un individuo moder no cerrado en su propia conciencia y sin acceso al mundo ni, sobre todo, a los demás; por otro, la reducción del mundo a ese universo físico-matemático que, en época de Des cartes, era reclamado por el desarrollo de la ciencia, pero ya en el siglo XX ha mostrado su estrechez y sobre todo los peligros qu e supone su prepotencia cuando reduce la razón a racionalidad científico-técnica.
filosofías tlcl siglo xx Capitulo 2: Fenomenología
Ambos pioblemas son afrontados con un mismo planteamiento, con una simple corrección al cogito cartesiano: la teoría de la intencionalidad y la consecuente: afirma ción del mundo de la vida. Planteamiento que, por otra parte, constituye el denomina dor común que vincula a corrientes diversas y distantes nacidas más o'menos remota mente de la fenomenología: desde la hermenéutica a la deconstrucción, pasando por el existencialism o o las mode rnas teorías de la percepción. *
2.r. Husserl (1859-1938) ti a
la razón por la que todo retorno reflexivo ocasional ¡¡g también filosó fico ) del trabajo técnico sobr e su auténtico sentido se detiene siempre en la naturaleza idealizada, sin que las reflexiones conduzcan radicalmente hasta el fin últi mo al que la nueva ciencia natural, con la geometría a ella vinculada, desarrollándose a partir de la vida precientífica y de su mundo circundante, debió servir desde un comienzo; un fin que, sin embargo, tenía que radicar en esta vida y tenía, también, que venir referido a su mundo de vida. Sólo a él podía plantearle el hombre Viviente en ese mundo y, por ende, también el investigador de la naturaleza, todas sus cues tiones teóricas y prácticas [...]. Este mundo efectivamente intuitivo, efectivamente experimentado y experimentable, en el que discurre prácticamente toda nuestra vida, permanece invariable tal como es, en su propia estructura esencial, en su propio estilo causal concreto, hagamos lo que hagamos, tanto si lo hacemos tecnificadamente como si no (Husserl, 1991: 51-52). El punto de partida de Husserl es el intento de ir más allá del ingenuo positivismo. El mundo de la vida se opone al mundo de la ciencia, al mundo que ésta ha tecnificado y deformado proyectando sobre él su particular acervo teórico. La ciencia, por así decir lo, ha ¡legado a usurpar el mundo de la vida, enfrentándonos ahora con él desde sus propios parámetros y hab itándolo o utilizándolo desde una explicación científica que hemos pasado a interiorizar. El mundo de la vida pasa a ser así sólo un conjunto de hechos mas o menos inconexos, cuyo valor y sentido han terminado por desaparecer y, con ellos, el estatuto del propio ser humano: “La exclusividad con la que en la segun da mitad del siglo XIX se dejó determinar la visión entera del mundo del hombre moder no por las ciencias positivas y se dejó deslumbrar por la prosperity hecha posible por ellas, significo paralelamente un desvío indiferente respecto de las cuestiones realmen te decisivas para una humanidad auténtica. Meras ciencias de hechos hacen meros hom bres de hechos [...]. Las cuestiones que excluye por principio son precisamente las más candentes para unos seres sometidos, en esta época desventurada, a mutaciones deci sivas. las cuestiones relativas al sentido o sinsentido de esta entera existencia humana” (Husse rl, 1991 : 5). N o obstan te, la razón de que la ciencia haya llegado a ocupar este lugar en la cultura actual es un hecho que sólo nos resulta comprensible desde la his toria. Será la reflexión sobre la historia de Europa hasta llegar a la crisis originada por las ciencias la que le dará a Husserl claridad acerca de la tarea de la filosofía y de la raíz
del impasse de la cultura europea (cfr. HusserI, 19 91: 15), precisamente po r haber olvi dado la ggntralidad del Lebensivelt. El concepto de racionalidad descubierto en Grecia es señalado por HusserI como el. último causante, el último eslabón de la cadena al que nos podemos remontar históri camente para explicar nuestra situación actual: “Un determinado ideal de una filosofía universal y un método acorde con ella constituyeron el comienzo, la fundación origina ria, por así decirlo, de la filosofía moderna y de todos sus ciclos de desarrollo. Sólo que en lugar de acceder este ideal a su cumplimiento efectivo, conoció una descomposición interna” (HusserI, 1991: 12), La cuestión singular del mund o de la vida se inscribe así dentro de un horizonte histórico y geográfico, introduciendo una segunda oposición en este concepto, entre el mundo moderno y el mundo no moderno, así como entre el acer camiento y la relación con el mundo de la vida hecho en Europ a y en otras culturas dife rentes de la nuestra: la posibilidad radical de que existan “otros mundos de la vida”. La salida del relativismo histórico es, pues, la vuelta a la postulación de una subjeti vidad trascendental universal que desgaja a la fenomenología de la historia en dos pla nos: el empírico y el trascendental, correspondiendo la historia como proceso racional teleológico al plano trascendental, que anula la contingencia del mundo de la vida coti diano, por no decir que lo toma en consideración para acabar por desentenderse de él, desproblematizándolo de raíz para facilitarse rápidamente el paso a lo universal y ahistórico, Un paso co ntrovertido , ya que el mundo d e la vida como apriori histórico tras cendental habrá de encarnarse necesariamente en algún mund o de la vida particular y concreto, ya sabemos que para HusserI éste será Europa, y se constituirá así un mundo particular históricamente determinado en el portador de unos valores universales: Sólo así podrá decidirse la cuestión de si el telos inherente a la humanidad euro pea desde el nacimiento de la filosofía griega, que le lleva a querer ser una humanidad conforme a la razón filosófica y no poder ser sino tal, en el movimiento infinito de la razón latente a la razón manifiesta y en la infinita aspiración a darse normas a sí misnía mediante esta verdad y esta genuinidad que son, tan específicamente, las suyas, no habrá sido, en definitiva, sino un mero delirio histórico-fáctico, el logro casual y con tingente de una humanidad casual y no menos contingente, entre otras humanidades y otras historicidades de muy variado linaje; o si, por el contrario, lo que por vez pri mera irrumpió con la humanidad griega fue, precisamente, lo que como entelequia viene esencialmente ínsito en la humanidad como tal [...]. Sólo así cabría dar por deci dido si la humanidad europea lleva en sí realmente una idea absoluta y no es tan sólo un mero tipo antropológico empírico como “China ” o “India” , como sólo así podría darse también por decidido si el espectáculo de la europeización de todas las huma nidades extranjeras anuncia efectivamente en sí el imperio de un sentido absoluto, per teneciente al sentido del mundo, y no a un sinsentido histórico del mismo (HusserI, 199 l B . ' La estrategia histórica de la fenomenología queda así claramente expuesta: se tra tará siempre de ir mj¡¡ allá de una historia fáctica y empírica que se considera contin
Capítulo 2: Fenomenología
Filosofías del siglo XX
gente y sin sentido, para descubrir más allá de ella-en un nivel ahistóridSo transhistoncp, sólo que, para no estar desencarnado, es peligrosamente identiffcada» reali dades históricas concretas- un sentido unitario que dé razón de su proceso, u ft p ro ^ so que además recibe un enfoque teleológico, el del mismo despliegue de la razó«; Intentaremos atravesar la costra de los ‘hechos históricos’ externos de la historia de la filosofía, interrogando, probando, verificando su sentido interno, su oculta teleología” (Husserl, 1991: 19). 6 Hemos v*st0>por tanto, cómo el positivismo y la confianza en el avance de las cien cias había entregado a la racionalidad filosófica en manos del método científico-técnico. En este ambiente, Husserl encuentra en la crítica al naturalismo psicologista {Investigaciones tógicas, 1900), que reducía el mundo de la conciencia a procesos'psicofísicostla señal de salida que dará comienzo a la fundación de su fenomenología. Con esto daremos en una ciencia -de cuyo enorme alcance no se han dado cuen ta aún los contemporáneos- que, en verdad, es una ciencia de la conciencia y, sin ernbargo, no es psicología: una fenomenología de la conciencia en oposición a una ciencia natural de la conciencia. Puesto que aquí no se trata de un equívoco accidental, existe desde un principio el derecho de esperar que la fenomenología y la psicología estén íntima mente ligadas, por cuanto cada una de ellas se ocupa de la conciencia, aunque de modo diferente y de acuerdo a una actitud” diferente. Lo que queremos decir es que la psi cología se ocupa de la “conciencia empírica”, de la conciencia en la actitud de la expe riencia como existente en el orden de la naturaleza, mientras que la fenomenología se ocupa de la “conciencia pura”, es decir, de la conciencia en la actitud fenomenológica. [...] Al final se llegaría a prever que toda gnoseología psicologista se debería al hecho de que, careciendo del sentido exacto de la problemática gnoseológica, cae en la confusión -fácilmen te explicable al parecer- de la conciencia pura y la conciencia empírica, lo que quiere decir que ella “naturaliza” la conciencia (Husserl, 1981 :59 ), * Las objetividades ideales, entre ellas la de la lógica y la matemática, no eran reductibles a hechos contingentes. En un texto tardío, cuyo manuscrito original data de 1936, nos encontramos con esta misma preocupación: La existencia geométrica no es existencia psíquica, no es existencia de algo perso nal en la esfera personal de la conciencia; es existencia de un ser-ahí, objetivamente para “todo el mundo” (para el geómetra real y posible o para quienquiera que com prenda la geometría). Más aún, desde su protofundación tiene una existencia especí ficamente supratemporal y accesible a todos los hombres tal como estamos seguros, y, en primer lugar, a los matemáticos reales y posibles de todos los pueblos, de todos los siglos y esto en todas sus formas particulares. Y todas las formas producidas nueva mente por cualquiera sobre la base de las formas predadas adoptan inmediatamente la misma objetividad, Se trata, como observamos, de una objetividad “ideal”. l s pro pia de una dase de productos espirituales del mundo de la cultura al que pertenecen no solamente todas las formaciones científicas y las ciencias mismas, sino también, por ejemplo, las formaciones del arte literario (Husserl, en Derrida, 20 00: 167).
El campo que quedaba abierto así para la investigación fenomenológica era tan amplio como el ocupado por la generalidad de las “objetividades ideales . A partir de aquí se va a llevar a cabo toda una reorganización de la dicotomía entre hechos físicos y hechos psí quicos, res exte iia f res Cogítaris, y la fundamentación de una nueva torma de ver las cosas distinta al prejuicio cientificista, inmerso en la “actitud natural”, cosiírcadora, objetivadora, que proponía como punto de partida un mundo objetivo ya previamente dado que el sujeto recibía pre-conformado a través de las impresiones que dicho estado de cosas dejaba en él. Sin embargo, H usserl nunca renunciará al ideal de cientificidad para la filosofía, evi dentemente no entendido al modo de la ciencia misma, sino una cientificidad estricta mente filosófica cuya consigna será la apodicticidad. Éste será el talón de Aquiles per petuo de su proyecto fenomenològico junto con el cartesianismo que ello implica, a saber, la fundamentación de la apodicticidad en la esfera egológica. En La filosofía como ciencia estricta esbozaba esta pretensión: “Los intereses más elevados de la cultura humana exigen el desarrollo de una filosofía rigurosamente científica; que, por consiguiente, en nuestro tiempo sólo justifica un cambio si está animado por la intención de fundar la raíz de la filosofía en el sentido de la ciencia estricta” (Husserl, 1981: 48 ). Pretensión que ya no abandonaría nunca y que volvemos a encontrar en la última página de su postre ro texto aún con un fuerte acento teleológico: La crisis de las, ciencias europeas y la fenomenología trascendental.
En este texto de madurez se encuentra, a nuestro juicio, uno de los más acertados y completos resúmenes del proyecto fenomenològico que haya dado a luz Husserl condensado en un breve párrafo del epílogo a la obra, justo cuando acaba de hablar de la vocación apodíctica del hombre: Precisamente con ello c omienza una filosofía de la máximamente profunda y máxi mamente universal autocomprensión del ego filosofante en tanto que portador de la razón absoluta que arriba a sí misma, del mismo ego que, en tanto que en su apodíctico ser-para-sí-mismo implica sus co-sujetos y codos los posibles co-filósofos; comien za el descubrimiento de la intersubjetividad absoluta (objetivada en el mundo como humanidad universal) como aquella intersubjetividad en la que la razón, en oscureci mientos, en iluminaciones, en el movimiento de la autocomprensión clara como el día, está en un progreso infinito. Es el descubrimiento de la manera de ser necesaria y concreta de la subjetividad absoluta (de la subjetividad trascendental en sentido últi mo) en una vida trascendental de constante “constitución del mundo” y, correlativa mente con ello, es el nuevo descubrimiento del “mundo que es”, cuyo sentido de ser, en tanto que constituido trascendentalmente, da por resultado un nuevo sentido para aquello que en los niveles anteriores “mundo” y “verdad del mundo” se denominaba conocimiento del nuindo (Husserl, 1991: 282-283).
Detengámonos en la profundidad y concisión de estas líneas, que condensan la esen cia de la fenomenología husserliana. El texto concluye con la explícita referencia a la superación hecha por la nueva filosofía de la verdad y el conocimiento del m undo en
Filosofías del siglo XX Capítulo 2: Fenomenología
unos niveles anteriores [frühere Stufen) de racionalidad. Sin duda alguna, Husserl se está t ™ d° C° nreSta eXpreS!0n 31 ^ blt0 cognoscitivo propio de la actitud natural y el obje™ o aenttfico cu7a raaonaltdad se propone superar. El hecho que caractenza radtcalmente la actitud natural es la entrega confiada del sujeto al mundo, que se pierde umergiendose en la mundanida d predada que no cuestiona. El mun do es la base y el tionaHment° de t0da eXpenenCla^ de la vida misma ; es nna creencia (l Veltglaube) incuesnonada, pero que no se ejercita de modo explícito. Ser hombre es set hombre en y for mando parte del mundo: la existencia es mundanal. Encontramos asimismo en la actisí ^ T S T C10n d‘COtÓmiCa cognosc’t*va básica entre el mundo real objetivo en s. (wahre Wlf) y la representación posterior subjetiva del mismo ( Weltvorstellung) Esta es la actitud natural ineludible sobre la que hemos de iniciar toda reflexión y ST a; “ Una 7 1Untad flrme dC dÍmÍnar t0d° preíuicio (a saber, la s del mundo y la distinctio phaenomenologica) para poder dejar hablar y mostrarse
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daC1Ón mmedlata’ no distorsionada. Es el conocido lema
Zu den Sachen selbst. (¡A las cosas mismas!) que habrá de conducirnos hacia lo pri mordial y originario a través de la ciencia primordial, la Urquellewissenchañ. La cues
tión inicial sera pues resolver el cómo y el porqué de esta predonación de la verdad y el conocimiento del mundo como sentido válido y objetivo para cualquier hombre ar irnos entonces del trasfondo hu mano vital de la experiencia prerreflexiva para, y f CT 7 r° de0 fll0SÓfic° qUC n° S lleve hasta aflucl'<> más ooriginario r k ¡ 1 3y Tfundante 7 ' ’ Tde donde todo toma su verdadero sentido, volver de nuevo a este mundo de la vida (Ruckfrage zur Lebenswelt) como asiento primigenio y necesario lugar de toda experiencia humana. &
Comienza así una filosofía con un evidente deseo de radicalidad y universalidad, una filosofía que, recordemos, quiere adquirir los caracteres de una ciencia estricta. Será su mas urgente tarea abandonar una ingenua y pasiva contemplación del mundo para en un esfuerzo critico sin precedentes, no admitir más que aquello máximamente eviden1 certídumlir"0'^ T Z raCÍOml ? experienciaI ^ 1 su jeto. Es el afán de la certidumbre absoluta,^de la fundamentación última de todo conocimiento, y con ello de la propia filosofía. Para este Yo-Razón, Vernunft-Ich, nada puede ser aceptado acríti camente, ningún prejuicio será bienvenido. Será por ello indispensable una drástica medi da. prescindir, neutralizar, poner entre paréntesis, todo aquello que no nos sea inmediaamente evidente, todo cuanto no nos sea dado en una vivencia tal que excluya pensar que pueda no existir eso mismo dado. Es la epojé del mundo objetivo, y la reducción imnacmn, re-conduccion al mundo de la conciencia. Así comienza la fenomenología por una Egolog.a a utorresponsable y crítica, no confiada más que en aquello que de sí depend e y puede someter a su control y verificación. q
evo f í í 7 T a fiÍ0S,°fía fS ensu comienzo una autocomprensión {Selbstbesinnung) del g filosofante, redu cido al hecho primordial de su soledad radical. Se halla aqu í el pegro de deslizamiento sobre el que se han escrito ríos de tinta y que produjo las pri meras deserciones hacia el incómodo solipsismo cartesiano y el en foque idealista de la fenomenología. Sin embargo, esta solipsistische Einstellun g tenía desde un principio un
carácter provisional y no definitivo. El ego cogito al que nos hemos reducido nada tiene que ver con el yo cartesiano que sacrificaba, en provecho de las vivencias psicológicas subjetivas, toda exterioridad, el mundo y los otros, como trascendente a la propia sub jeti vid ad ingred iente . La esfera e goló gica en que nos hall amos , a l h aber hech o epojé de todo lo mundano, es la de un yo puro no inserto en el mundo, prepersonal, liberado de su materialidad psico-física, que sólo alberga en su esfera de propiedad su vida cons ciente real y posible y todo el ámbito de sus intencionalidades que no implican espiri tualidad extraña alguna (intencionalidades en las que sí se halla implicado el mundo como su necesario correlato: conciencia de un objeto/objeto para una conciencia). Mas como dice el propio Husserl, no es éste un yo aislado, sino que co-implica en su apodíctico darse a sí mismo todo otro posible co-sujeto. El ego implica, lleva dentro de sí a los otros como co-sujetos: aterrizamos de lleno en el complejo problema de la inter subjetividad husserliana. Como dijimos, es en la corrección (una corrección desde la aceptación y la admira ción por Descartes) del cogito donde el enfoque de la fenomenología inaugura una eta pa nueva en la historia de la filosofía. La separación estricta entre un mundo mecánico y un yo puro queda puesta en cuestión por esa intencionalidad de la conciencia que abre la vía fenomenológica trascendental ego-cogito-cogitatum. No hay yo sino volcado sobre el mundo, pero no es éste el frío mundo mecánico de la matemática cartesiana, sino un mundo de sentido, un mundo vivido. Entenderemos de otra forma los dos polos que conformaban el problema de la comunicación de las sustancias, resolviendo así el pro blema. Pero, sin embargo, ese reduccionismo en las concepciones del sujeto y el objeto iba acompañado de un p roblema consecuente que sigue planteándose con la corrección de Husserl: por mucho que el yo no se entienda sin su volcarse al mundo, ni el mundo vivido sin el yo que lo vive, seguimos sin encontra r espacio para los otros, par a los demás sujetos; tal es el problema de la intersubjetividad. Señalaba Ricoeur que mientras Descartes trascendía el cogito gracias al recurso de la veracitas Dei, Husserl trascenderá el ego por el álter ego, en una filosofía de la in tersubjetividad. ¿Cómo puede el yo trascenderse a sí mismo, ir más allá de sí hacia el otro? Husserl apela a una intencionalidad preeminente ( ausgezeichnete Intention alität) que funda sin embargo previamente en lo que pod emos llamar un a utotrascendimiento predialógico del ego sin salir de sí, una com unidad temporal del yo consigo mismo. Recu rre para ello a la experiencia de la Entgegenwärtigung o despresentificación del yo que recuerda su pasado como “otro modo de ser yo” distinto del presente. En efecto, cada momento de la experiencia pasada (o por venir) constituye diferentes potencialidades, modos d e ser yo distintos del yo actual, a los cuales me dirijo despresentificándome, autotrascendiéndome, naturalmente sin dejar de ser yo mismo. Mas ya es un primer encuen tro con la alteridad. Esto mismo es factible mediante el autofantaseamiento de mis pro pias posibilidades de ser yo de otro modo, sin que tenga por qué mediar recuerdo pasado alguno; sencillamente es un autofantasearse de modo distinto al presente. Pues bien, Husserl establece una analogía entre este autotrascendimiento inmanente y el salto a la trascendencia verdadera del otro por la intencionalidad preeminente ya aludida. Pode-
Filosofías de I siglo XX
Capítulo 2: Fenomenología
mos completar k analogía esclareciendo el mod o cómo los otros Mitsubiekte se hallan Z e n s í d e n„ m7 ° T T ^ " - Í c o m oí l yo p « er vo n id o fi 7 ’ n0 C° m° m m lrrealidad>rod™ *>* otros modos de ser yo pasados y futuros como pertenecientes a su esencia e h.storia personal, de! mismo « Í r r e" C t0d° S 105 ° tr0S C° m° P° SÍbleS m° dos y PcrsPcctivas del yo, en cuyo lugar puedo transponerme recurriendo a la fantasía (.Selbstphantasie) Hay, con todo, una segunda forma de co-implicactón de los otros en el yo, que se opera mediante la adquts.ctón del eidos ego. Si el sujeto individual inicia el proceso de serde otm m 3 d T l dc las posibilidades de su poder ser de otro modo (dada la contingencia ocasional de su ser-así, Sosan) y llega a construir y matar la esenc.a de su yotdad , y si esas variaciones no han sido meras alteraciones que hayan conservado su identidad personal, arribaremos al Eidos-Ego del que el sujetinto de sT h v I “ “ “ ParUCular’ Un e^ m Pl c “ « e P ° E cualquier otro ego di s o de si. El yo puro es capaz, med iante la reducción eidética a su propia esencia de halkr k esencia de todo posible Yo en general y, sabiéndose caso particular de“ ma a bergar en s. todo el universo de subjetualida des egológicas posibles. En resolución por i m t í a T C1-1 temP° ral’ k SeWstPhan tasie y Posesión del eidos-ego, el yo cotmpltca al universo de los co-sujetos y se halla por tanto preparado para salir a su encuenro efectivo en la experiencia de lo otro, de lo extraño [FremderfahLg], que al cabo sólo ? I eXP1Cir ,0r; r r,la dC Una lntersubíetividad implicada, fuídada en el propio
r yaffundam ' ' f 6SentarSe d CUerp°'alIÍ ° tr° “ mide sentido ppfopledád piedad , setlT se hallara motivada entada la transferenciaddaperceptiva era i cuerpo orgánico hacia su Korper, que así queda constituido como un Leib igual ¿ m!°-E" m i m 6 p < yk “ ">ando d' * “ filiación de senndo, accona, J e p S f« d a oirá monada, „„ . ¡ « r «p. P ,„e»,¡ficción que roponde , una j ™ ion de la fantasía (que me presenta al otro como nn posible ser-po-de-ouo-modoW la percepción del cuerpo-dl i (que me lo presenta como un auténtico otro-que-yo) La Iníer subjetividad, por esta, fundada en una Egologia solipsisia, no puede menTque cornX ™ S “ “ “ ,erdad ' ,a Monadología, que supere el solipsismo, sin violenta, la egolo5. ‘ S estrategia algo mas que un intento desesperado por salvar al cogito tradicional de su auttsmo, es algo que el lector debe evaluar. esta m i m í T '' ^ t ^ 5 7 “ o b j et iv id a d y d e su cará cte r i nt ersu bje ti vo en to crucial en d maS Cg° ° gIca dek. Fen°menología, pasamos a un segundo momen to crucial en el que esta .meará la descripción de la realidad medianil el recurso a la scendentahdad de la conciencia subjetiva previamente elucidada. En efecto al des se tT d T T SubÍ T daCl SUCede en el text0 el descubrimiento del modo de uJ j inte^subietividad, su esencia y sus funciones primordiales: “die Entdecd Z í f r n0< T Í tgen kr $ m en Seinsweise der ilu te n -der nn lezten Sinn traszent r r - S; b je\ T ? Y r r d 0 d e “ P ro PÍo d c o b je t iv id a d n o es o tr o q ue de k c x l t l í , ,Cnd° 61,0 U M o b je ti vi da d apriori, independiente k experiencia puramente gnoseoiogica, no óntica, inobjetivable, que precisamen“ P° r “ ,ar ” “ da “ “ * * empírico, puede fiind J c „ , „ o b j L a m e i T “ da 6o
experiencia. El sujeto trascendental se instaura así como lo más originario y último, límite irrebasable no cognoscible en sí mismo, sino en el desarrollo dc su actividad objetivante. La vida de la subjetividad trascendental queda definida como “Leben der ständigen 'Welikonstitution'". Nos enfrentamos así con uno de los conceptos centrales de la Feno menología: “constitución”. Husserl entiende por constitución la dación o formación de un sentido unitario. Así la perpetua constitución del mundo habrá de entenderse como la creación trascendental del mun do como conjun to inteligible de sentidos, referido, por el apriori de correlación, a la incersubjetividad trascendental constituyente con la que se halla en estrecha dependencia. El error de contundir la función de la subjetividad tras cendental así entendida con una creación ontológica eficiente de io real evidentemente no es de recibo. La dependencia del mundo constituido respecto a la conciencia es gnoseológica de sentido y no ontológica de existencia según el idealismo trascendental hus serliano. Mas, si constituir es dar sentido, movidos por el afán de ir a lo originario, pode mos realizar un análisis genético de cualquier sentido da do y llegar a su estado primero, a lo que fue su primera “instauración originaria de sentido”. Llegamos así a la Urstiftung como el límite cognoscitivo radical al que nos ha conduci do la fenomenología, al esque ma de implicación guía, que se halla al inicio del conocimiento de todo objeto, funda mento irrebasable y último de la objetividad. Conocer es un re-conocer los objetos, ayu dados por los esquemas primarios de implicación que formó nuestra subjetividad trascendental, y que son la más radical acepción de la palabra “sentido”. Correlativamente a esta constitución intersubjetiva trascendental de sentido, encon tramos en el polo noemático una nueva noción de mundo, del “mundo que es” ( seien den Welt). Este nuevo sentido del mundo, que viene a sustituir a la noción primera que de él poseíamos en la actitud natural, ha superado el prejuicio objetivista de un mundo anterior y separado de la conciencia, conocido por una mera representación incapaz de reflejar toda la riqueza del wahre Welt, que así permanecía incógnito en buena medida. Por la reducción trascendental y el descubrimiento del “mundo que es” como mundo constituido por la conciencia, se reducen el ser y la verdad del mundo a su sentido. El mundo no es ya algo en-sí más allá de mi representación, independiente de mi concien cia; por el contrario, el mundo se constituye como el horizonte máximo omniabarcante de mi experiencia real y posible (así podemos decir que al mundo como tal no se lo “tiene”, sino que se le “puede” abiertamente). Todo el sentido del mundo real radica en ser correlato de mi subjetividad. No hay otro mundo existente que el que nos aparece como correlato de nuestra intencionalidad. Es imposible pensar algo más allá del mun do no d ado ni dable, absolutamente trascendente. Por fin el mundo está a nuestro alcan ce, hemos llegado al sustrato de la realidad y el ser objetivos que la actitud natural se vedaba a sí misma por el prejuicio de la distinctiophaenomenologica y el olvido de la vida trascendental constituyente del sujeto, que permanecía anónima, mas no por ello inefi caz. Es el momento de iniciar la Riickfmge zu r Lebenswelt, rechazando los ingenuos pre juicio s ob jetiv istas que tení a la actit ud natural, pero c onserv and o el indisp ensabl e, ine vitable y rico trasfondo humano vital de toda experiencia.
Capítulo 2: Fenomenología Filosofías del siglo XX
El dinamismo interno de esta filosofía de autorreflcxión del ego filosofante se pre senta con un carácter abiertamente teleológico: telos de la razón, del hombre, y específi camente del hombre europeo en cuanto su descubridor. La Fenomenología se presenta como tarea inacabada que se encamina hacia un telos último de racionalidad, entendi da como deseo de realidad, de apod icticidad. Y decir apodicticidad es decir evidencia, la cual se logra trascendiendo la ocasionalidad del aquí-yo-ahora, superando la prueba del tiempo y la prueba del otro. Encontramos de este modo que el proyecto fenomenológico habrá de insertarse, más allá del hic et nunc, en el decurso inacabado de la historia, teniendo como sujeto no el filósofo aislado en soledad, sino la absoluta intersubjetivi dad “objek tiviert in der Welt ais Allmenschbeit”. Se funda así un a nueva historicidad y un ámbito de responsabilidad personal encaminado a la máxima autocomprensión y autorreflexión (bajo la forma de la reducción trascendental como explicitación del apriori constituyente de la conciencia), única vía para lograr alcanzar la verdad como proyecto siempre perfectible y en devenir del mundo que es.
. . Fidelidad y disidencia a Husserl: Scheler y Merleau-Pontv
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Scheler ha conocido un triste destino en la historia de la filosofía pasando a engrosar la enorme lista de los autores más frecuentemente olvidados en todo canon o “recuento” realizado a vuelapluma por la filosofía del siglo XX. Tal vez su talante, su discurso, sus preocupaciones o sus enemigos no parezcan ser de nuestro tiempo. La deriva espiritua lista y personalista de su pensamiento desde luego no es de gran ayuda en la actualidad para conseguir llamar la atención; sin embargo, justamente ahí radica lo más original del giro que conseguirá imprimir a la fenomenología husserliana de la que, en todo momen to, se reconoce deudor aunque Husserl acabara metiéndolo con Heidegger en el mismo cajón de sastre del “antropologismo”. El punto de partida de su filosofía será estrictamente fenomenológico, ateniéndose en todo momento a la esfera de los “hechos puros”, es decir, los hechos de conciencia desprovistos de cualquier elemento sensorial que se encuentran más allá de su simboli zación posterior. Se sitúa de este modo fuera de la actitud natural inserta en el mundo de la apariencia sensible tanto como de la actitud científica y sus objetos simbólicos. Para llegar a estos hechos puros, Scheler opera una particular reducción fenomenológica que se aleja en cierto modo de la de Husserl. No se trata de suspender únicamente el juicio de existencia, sino de vencer lo que él llama la “resistencia” de lo real en virtud de una actitud desinteresada, “amorosa”, de entrega pura a las esencias, no someti da a la volun tad de dominio de los objetos. Suspendido el juicio de existencia permanecería aún la realidad del mundo, no se habría logrado neutralizar su resistencia: Aunque para nuestra conciencia hayan palidecido todos los colores y todas las materias sensibles, aunque para ella se hayan desvanecido todas las formas y todas las proporciones y todas las formas objetivas unitarias, al fin siempre nos quedará -des-
nuda y despojada de toda consistencia material- la poderosa impresión de la realidad del mundo. La vivencia primaria de la realidad, como vivencia de la resistencia que ofrece el mundo, precede, por lo tanto, a toda conciencia, a toda representación, a toda percepción (Scheler, 1984: 54). La reducción fenomenológica exige transformarse en una “desreahzacion mas radi cal aunque consiga desligarnos afectivamente, impulsivamente, del mundo: •Qué significa “desrealizar” o “idear” el mundo? No significa, como creía Husserl, reservar el juicio existencial (presente ya en toda percepción natural), puesto que e mismo predicado del juicio “A es real” implica ya un contenido vivencial. Si gnifica mas bien abolir -aun experimentalmente (para nosotros)- el momento de realidad mismo, aniquilar toda impresión indivisa, poderosa de realidad con su correlato afectivo [ j. Cuando la existencia es “resistencia”, este acto de desrealización, ascético en el fondo, sólo puede consistir en la abolición de aquel impulso vital, en relación al cual el mun do se nos presenta ante todo como resistencia [...]. El hombre es el ser vivo que pue de adoptar una conducta ascética frente a la vida -vida que lo estremece con violen cia-, sometiendo y reprimiendo sus propios impulsos, en tanto rehúsa a estos el sustento de las imágenes perceptivas y de las representaciones. Comparado con el animal que siempre dice “sí” a la vida -incluso cuando la teme y la rehuye-, el hombre es el ser que sabe decir nd\ el “asceta de la vida , el eterno protestante contra tod a mera reaitdad (Scheler, 1984: 54-55). A esta capacidad de desrealización, de “anulación (experimental) del carácter de ia realidad”, le debe el hombre su singularidad en relación al resto de los seres vivos, su pecu liar “puesto” en el cosmos. Scheler hará residir esta aptitud en el “espíritu , concepto ver tebrado! de todo su sistema y que abrirá la fenomenología hacia el campo de la afectivi dad de lo emocional y fundamentalmente hacia el ámbito de la axiologia. La principa confusión, el error más craso que va a desmentir Scheler es la identificación del espíritu con la razón, con la facultad intelectiva, quedando excluido así del espíritu el sentimien to La fenomenología husserliana estaba profundam ente anclada en la res cogitaos carte siana; la tarea de Scheler consistirá en ampliarla had a el “orden del corazón pascahano como dominio propio y autónomo incluido en el más general concepto de espíritu: Ya los griegos sostuvieron la existencia de tal principio y lo llamaron “razón” Noso tros preferimos emplear una palabra más amplia para designar esa X, una palabra que si bien comprende el concepto de “razón , junto al “pensar ideas”, comprende también una determinada especie de '‘intuición, la intuición de los fenómenos primarios, con tenidos esenciales y además una determinada clase de actos volitivos y emocionales tales como la bondad, el amor, el arrepentimiento, la veneración, el asombro, el deleite y la desesperación (Scheler, 1984: 39). Llegamos así a lo más original de la disidencia fenomenológica schelenana: la axiología y una nueva fundamentación de la ética frente al kantismo y al relativismo. Todo
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ello girará en torno a la reformulación del concepto de apriori. En sentido kantiano, el apriori venía a identifica rse con lo formal , subya cicndo la contraposición formal-m ate rial, a prio ri-a posteriori. Sin embargo, para Scheler, apriori no implica necesariamente la formalidad, ya que, si bien las reglas de la lógica son formales, no son equiparables por completo al apriorismo de la geometría, vinculado con la materialidad en la que nece sariamente se inscribe. El apriori material designa una cualidad especial de apriori que se halla fundado en lo material pero cuyas necesidad y validez no dependen de este hecho. Del mismo modo, dicho apriori presenta una estrecha vinculación con las cosas mismas, está arraigado en ellas y pertenece al ser de los objetos, no es un mero añadido del suje to. Los apiiori materiales no son puestos por el sujeto, sino que éste se limita a reco nocerlos, a descubrirlos en las cosas mismas. El giro último que hace Scheler respecto del apriori será no restringirlo al campo de la racionalidad, co mo hemos visto en la cita ante rior, sino ampliarlo al ámbito de lo “volitivo y emocional”. Hay un apriori material que no sólo no pertenece al entendimiento, sino que éste es incapaz de captar, es ciego para este campo de la experiencia fenomenológica, como el olfato no detecta los sonidos: se trata de la esfera de los valores , a la que corresponde la facultad espiritual de la intui ción emocional o afectiva que lleva a cabo una verdadera Wertnehmung. Al delimitar estrictamente el valor como apriori, Scheler va al encuentro de Kant. quien había confundido bien y valor, oponiéndolos al deber como reino exclusivo de lo apriori. Se posibilita de este modo el acceso a una ética material, no formal, pero válida necesariamente por el carácter apriorístico y objetivo del valor, no identificado con los bienes. Éstos no son los valores, sino únicamente “portadores” de valores. No obstante, no se puede llegar al valor por inducción a partir de los bienes, ya que el valor, como se ha señalado, se aprehende en una intuición afectiva directa e inmediata en la que éstos se auto-donan: Aquello hacia lo que se orienta la percepción afectiva [...] son los valores. El obje to se-da-a-sí-mismo como valioso y ello es captado en una intuición esencial que apun ta al valor como tal, independientemente de sus realizaciones concretas o de todas las contingencias y mediaciones que sufra. Ello no quiere decir que pueda librarse de hecho de estas contingencias y mediaciones, sino que a pesar de ellas y a través de ellas la intención apunta al núcleo axiológico. El valor tampoco depende de en qué o en quién se realice, o de con qué bienes se relacione (los bienes son portadores de valores). Por ello, lo que se dice existir, los valores sólo existen vinculados a entidades, objetos o acontecimientos, así como a bienes. Lo que se ha de comprender es que un valor no tienepoi qué existirpar a ser tal. Por más que su aprehensión requiera un vínculo mun dano. En consecuencia, la fenomenología deberá intentar encontrar el camino hacia el valor como tal más allá de su aprehensión subjetiva, pero también analizando ésta a fondo. Es en este sencido en el que la ética scheleriana reivindica el apriori smo: no como cualidad de algo ajeno a la experiencia, sino independiente de ella en su validez intrínseca. Los valores son ideales (no sometidos a contingencias ni a determinacio nes variables) y objetivos , en cuanto no se confunden con el acto que los capta (al que requieren para ser captados) (Moreno, 2000: 29).
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Se cumple así la exigencia de universalidad y necesidad de la ética en cuanto referi da a los valores apriori, ideales y objetivos; mas también se huye del formalismo por la vinculación y encarnación de los mismos en la materialidad de tos bienes. Por otra par te, la autonomía del espíritu respecto de la “vida” volcada en la realidad mundana hace que dichos valores no estén sometidos a relativismo alguno. En contra de Nietzsche, la vida no crea ni derriba valores, ya que éstos no se reducen a su captación , no son “pues tos” ni “constituidos” en su aprehensión. Las ventajas y la complejidad de la via media scheleriana se hacen de este modo patentes, evidenciando la dificultad mayor a la q ue se confrontaba su pensamiento que quiso ligar sin contradicción realismo e idealismo, vita lismo y espiritualismo, formalismo y materialismo. Otra dirección, siempre desde Husserl, toma Maurice Merleau-Ponty. La fenome nología merleau-pontyniana se inscribe dentro de lo que podríamos llamar una profundización en el concepto clave de los últimos años del desarrollo del pensamiento d e Hu s serl: el mundo de la vida. Dicho concepto provocará también otros desarrollos de diferente cuño, como el sartreano o el heideggeriano (a los que este filósofo llegó a estar mu y pró ximo), que insistirán también en la facticidad y consumarán el giro de la fenomenolo gía hacia la filosofía existencial a partir de la nueva importancia concedida al Lebenswelt y a la actitud fenomenológica concebida como vida que experimenta mund o ( Welterfabrendesleben). Merleau-Ponty partirá de un doble distanciamiento respecto de la acti tud científica que convierte al hombre en mero espectador desinteresado, en el sujeto de la ciencia que tiende a hacer del mundo no más que un objeto y de los resabios de ide alismo y cartesianismo que aún restaban dentro de ia escuela fenomenológica. La toma de postura general que encontramos explicitada en el Prefacio a la Fenomenología de la percepción resulta de extremo valor para situar el empeño de Merleau-Ponty, así como para apercibirnos rápidamente de sus objetivos y posteriores evoluciones. Nada más comenzar, se hace cargo de una serie de contradicciones que ha bitan en el seno d e la tra dición fenomenológica para, por su parte, poner el acento en el segundo miembro de cada afirmación que es de lo que querrá ocuparse primordialmente. En efecto, la feno menología es un “estudio de las esencias”, una “filosofía trascendental” y asume la ambi ción de llegar a ser una “ciencia exacta”, pero también, al mismo tiempo, la fenomeno logía insiste sobre la “facticidad”, el “mundo” y lo “vivido”. En sus propias palabras: La fenomenología es el estudio de las esencias y todos los problemas, según ella, se reducen a definir las esencias: la esencia de la percepción, la esencia de la conscien cia, por ejemplo. Pero la fenomenología es también una filosofía que resitúa las esen cias en la existencia y no piensa que se pueda comprender al hombre y al mundo de otro modo más que a partir de la “facticidad”. Es una filosofía trascendental que pone en suspenso, para comprenderlas, las afirmaciones de la actitud natural, pero es tam bién una filosofía para la que el mundo siempre está “ya ahí” antes de la reflexión, como una presencia inalienable y cuyo esfuerzo consiste en reencontrar ese contacto inocente con el mundo para darle finalmente un estatuto filosófico. Es la ambición de una filosofía que sea una “ciencia exacta”, pero es también un dar cuenta del espa cio, del tiempo y del mundo “vividos” (Merleau-Ponty, 1945: 1 [cursivas nuestras]).
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Hemos dicho que Merleau-Ponty va a distanciarse tanto de la actitud científica, como de los residuos de idealismo del cogito cartesiano que pudieran oscurecer aún el sendero de la fen omen ología. La estrategia para log rar ambas metas: será la vuelta al mun do de la vida y la insistencia en la percep ción como el modo de acceso privilec giado a esa forma peculiar de habitar el mundo: No diremos ya que la percepción es una ciencia que comienza, sino al contrario, que la ciencia clásica es una percepción que olvida sus orígenes y que se cree culmi nada. El primer acto filosófico sería pues volver al mundo vivido más acá del mundo objetivo porque es en él donde podremos comprender el derecho como los límites del mundo objetivo, devolver a la cosa su fisionomía concreta, a los organismos su mane ra propia de tratar el mundo, a la subjetividad su inherencia histórica; donde podre mos reencontrar los fenómenos, el lecho de experiencia viviente a través de la cual el otro y las cosas se nos dan de antemano, el sistema “Yo-Otro-las cosas” en estado nacien te; despertar la percepción y deshacer la estratagema por la que se deja olvidar como hecho y como percepción en beneficio del objeto que nos ofrece y de la tradición racio nal que funda (Merleau-Ponty, 1945: 69). Vemos en todo momento una reivindicación de la sensibilidad que ha de llevar apa rejado un profundo trabajo fenomenológico que explicite dicho campo, el de la percep ción, y la aleje de las concepciones científicas de lo sensible así como de la propia acti tud natural. Este es el motivo fundamental de la fenomenología merleau-pontyniana, que viene a colmar la desatención de H usserl y del propio Dasein heideggeriano al cuerpo: “No pue do olvidar que es a través de mi cuerpo como me dirijo al mundo, la experiencia táctil se hace ‘antes’ de m í y no está centrada en mí. N o soy yo el que toca, es mi cuerpo” (Mer leau-Ponty, 1945: 365). La conciencia, el yo, el cogito van a verse de este modo encar nados en el mundo. Se trata realmente de una encarnación que rompe el dualismo men te-cuerpo/cosas, pero tam poco es una med iación corporal por la que la conciencia se volcaría en el mundo. Conciencia y cuerpo son indisociables y no se da entre ellos rela ción de exterioridad alguna: ¿Diremos pues que percibimos nuestro cuerpo por su ley de construcción, lo mis mo que conocemos con anterioridad todas las perspectivas posibles de un cubo a par tir de su estructura geométrica? Pero -por no hablar aún de los objetos exteriores- el cuerpo propio nos enseña un modo de unidad que no es la subsunción bajo una ley. En tanto en cuanto está ante mí y ofrece a la observación sus variaciones sistemáticas, el objeto exterior se presta a un recorrido mental de sus elementos y puede, al menos en una primera aproximación, ser definido como la ley de sus variaciones. Pero yo no estoy ante mi cuerpo, estoy en mi cuerpo o, más bien, soy mi cuerpo (Merleau-Ponty, 1945: 175). ' ‘ Y es la corporeidad (del Leib y no del Körper, como señalaba Husserl) justamente la que me abre al mundo, la que me hace estar en el mundo y habitarlo, la que me imposi-
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bilita objetivarlo, El cuerpo se hace el gozne que articula la conciencia-de y el mundo-para, la corporalidadjK el modo original que ha hallado Merleau-Ponty de repensar el apriori de correlación husssrliano una vez
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ta, la reducción fenomenologica es la de una filosofía cxistencial: el ' in dei- Welt-Sein” de Heidegger no aparece más que sobre el fondo de la reducción fenomenològica (Mer ital i-Pon ty, 1945: IX ). La incomp letud de la reducción hace que la tarea fenomenològica no pueda cerrar se sobre sí misma y, por definición, camine hacia su inacabamiento y deba recomenzar siempre: es la consecuencia de haber asumido hasta sus últimas implicaciones la facticidad, entendida como cuerpo percipiente, como situación, cam po y perspectiva. Facticidad perceptiva que atenúa la ambición husserliana presente en el concepto de consti tución; “L o real está por describir, no po r construir o por constituir” (Merleau-Ponty, 1945: IV). El cuerpo pontymano no podrá ser ya nunca un ideal de autotransparencia y autoconocimiento, más bien progresa en la dirección de perseverar en su arraigo mun dano mas auténtico, en el entrelace o entrelazamiento del apriori de correlación que comienza por asumir su propia limitación y que convierte la reducción eidetica, el estu dio de las esencias no en un fin, sino en el medio necesario para distanciarse y recuperar así el mundo vivido, un mundo que, por situarnos, no nos aboca al desgarro sartreano de la libertad absoluta, a la Nada, sino todo lo contrario: “Porque estamos en el mundo, estamos condenados a l sentido”,
2. 3. Má s allá del fenómeno: Heidegger, Sartre, Ricoeur
Mas allá del fenómeno no hay, sorprendentemente, noúmeno, según la tradición fenomenológica. Es, sin embargo, ma tizando esta noción clave como van desarrollándose vías a partir de la fen omenología inicial, (des)heredando a Husserl. Vías que van hacia el existencialismo o la hermenéutica, por ejemplo. El parágrafo 7 de Ser y tiempo, que lleva por título “El métod o fenomeno lógico de la investigación”, así como la propia dedicatoria del libro, son fiel exponente de la clara vinculación del proyecto heideggeríano con la fenomenología, mas también muestran a las claras el distanciamiento que ya se había producido con su maestro. En concreto, el nombre de Husserl no aparece sino al final del parágrafo, una vez terminada la exposi ción del meollo de la fenomenologí a que Heidegger retrotrae a Grecia, mientras que para Husserl esta era una invención específicamente moderna : “Las siguientes investigacio nes sólo han sido posibles sobre la base puesta por E. Husserl, con cuyas Investigaciones lógicas hizo irrupción la fenomenología” (Heidegger, 1991: 49). Heidegger había comenzado ya a apartarse de la senda husserliana en el texto de las lecciones del semestre de verano de 1925 de Marburgo, Prolegómenos pa ra la historia del concepto de tiempo, dond e se contiene seguramente el intento más sistemático de Heid egger por aclararse a sí mismo en su enigmática relación con el gran idealista” (eír. I efialver, 1989: 5 7). Allí aparecen como m otivos fundament ales de la fenomenolo gía y sus mayores hallazgos el lema de “A las cosas mismas”, la intencionalidad, la intui ción categorial, el apriori y el nombre mismo de “fenomenología”. La crítica de Hei-
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degget, en un epígrafe que él mismo titula “Crítica inmanente de la investigación feno menològica”, se va a centrar en que Husserl no se habría atenido a su propia máxima de “A las cosas mismas” por haber heredado el prejuicio ¡ncuestionado del ideal de cientificidad que lo conduce a elaborar una ciencia estricta fenomenològica y a buscar para ella el fnndamentum inconcussum en la vida de la conciencia reflexiva. Con ello, Husserl lo que habría propuesto es un retorno al prejuicio básico de la modernidad y no a las cosas mismas. En el camino, su interés se habría centrado en la conciencia pura, en las leyes ideales del pensamiento, en una suerte de teoría del conocim iento, en la lucha fren te al psicologismo perdiendo el ser de las cosas mismas, el polo noemático intenciona do, el mundo de la vida y las vivencias del sujeto que lleva a cabo la reducción. Habrá que retomar la pregunta decisiva que el cartesianismo husserliano evita, a saber, cuál es el carácter del ser de la conciencia, su intencionalidad, más bien que proceder en el empe ño de hacer de la conciencia el fundamento de una ciencia. Heidegger seguirá a partir de entonces un derrotero muy distinto al de su maestro a la hora de desarrollar esta pregunta. Excluirá de su cam po de interés el sujeto cartesiano reflexivo y se preocupará más bien por dirigir esta pregunta al ente que se la hace en su facticid ad e historicidad, al Dasein: En lugar del Yo trascendental pone Heidegger la vida'en su carácter factual. Esta “vida fáctica” es vida en un mundo; es en última instancia histórica y es “histórica mente” como se “entiende” a sí misma. De esta forma, la historia acontecida se con vierte en hilo fundamental de la investigación fenomenològic a (Póggeler, 1986 : 75). Lo que ha cambiado es la óptica con la que se abordan las cosas mismas: de la obje tividad a la originalidad de su dación, a saber, que siempre tiene lugar en un mundo en el que ya nos encontramos, en un estar ahí, en el da del Dasein, que no puede ver redu cido su mundo, su existencia fáctica a las proyecciones constituyentes del ego trascen dental por ser ésta absolutamente originaria. Se suele señalar este paso como la transi ción del Bewusst-sein al Dasein para indicar cómo la conciencia husserliana ha arraigado en el mundo. El Dasein se constituye así como el ente privilegiado, señalado entre los demás como portador de la pregunta por el ser, aquel que nos permitirá escrutar el sen tido del ser en el análisis de sus estructuras existenciarias. Esta será la primera tarea que se aborde en Ser y tiempo, la analítica existenciaria del ser-ahí a partir de su cotidianidad más inmediata hasta llegar a elaborar la cuestión del ser -que revelará la impropiedad de esta forma de existencia inautèntica-. La radicalización de la fenomenología nos lleva, pues, a preguntarnos qué es lo que realmente es fenómeno, qué debemos dejar aparecer: “El concepto fenomenológico de fenómeno entiende por ‘lo que se muestra’ el ser de los entes, su sentido, sus modificaciones y derivados”, y, en este sentido, “Feno menolo gía es la forma de acceder a lo que debe ser tema de la ontologia y la forma d emostrativa de determinarlo. La ontologia sólo es posible como fenomenolo gía” (Heidegger, 1991: 46). Sin embargo, señala Heidegger: “¿Qué es lo que debe llamarse ‘fenómeno’ en un seña lado sentido? ¿Qué es lo que es por esencia tema necesario de un mostrar expresamen
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te? Con evidencia, aquello que inmediata y regularmente justo no se muestra, aquello que, al contrario de lo que inmediata y regularmente se muestra, está oculto”. La feno menología se complica de este modo considerablemente pues ha de intentar dejar ver lo que tiende a ocultarse, encubrirse, desfigurarse u olvidarse -hasta llegar, en los escritos más tardíos de Heidegger (el seminario de Zähringen de 19 73)- a hablar de una Phänomenologie des Unscheinbares (cfr. Duque, en Pöggeler, 1986: 375). Por ello, una de las tareas de la fenomenología será investigar las formas en que el fenómeno , el ser de los entes, se oculta, se ha ocul tado en la historia (esta tarea, en cier to modo, culmina la analítica existenciaria que había desvelado la historicidad del serahí). No sólo es precisa la analítica existenciaria del Dasein , sino que se hace imprescin dible una revisión de la historia de la ontología, lo que Heidegger llama destrucción de la ontología: Es en este momento cuando la fenomenología, que exige la absoluta exen ción de prejuicios, se hace necesaria. La fenomenología, por fidelidad a la cosa misma -la historicidad de la existencia- se torna crítica de la historia y de la tradición. Su tarea es el desmontaje ( Abbau) de la tradición” (Rodríguez, 1987: 81) (la destrucción, por su parte, hace posible desocultar la pregunta por el ser y abrir el camino hacia la analítica existenciaria). La pregunta por el ser está inscrita en la facticidad de la existencia pero también en su historicidad y en la posibilidad de que el existente se pregunte acerca de su propia historicidad, que se haga historiografía). La pregunta por el ser es histórica y tiene una historia, en la cual “cae” el Dasein ocultando la pregunta por el ser en la heren cia de su tradición: “La tradición, que así viene a imperar, hace inmediata y regularmente lo que ‘transmite’ tan poco accesible que más bien lo encubre” (Heidegger, 1991: 31 ). La destrucción de esta tradición encubridora tratará de “ablandar” sus estructuras endu recidas (la tesis de Kan t sobre el ser, el cogito cartesiano, la ontología medieval y griega) para desvelar las experiencias originales que las ocasiona ron; no se trata de renegar de la tradición ni de sacudírsela de encima: “La destrucción no quiere sepultar el pasado en la nada; tiene una mira positiva” (Heidegger, 1991: 33). Esa mirada, no obstante, acabará alejando a Heideg ger de su fuente y le llevará a un camino boscoso tan singular que será analizado en capítulo aparte. Otra vía abierta desde la fenomenología, y que su autor enlazará también con la for ma de existencialismo naciente que encontramos en Ser y Tiempo, es la de Jean-Paul Sar tre (1905-1980). Sartre tendrá por primera vez noticia de la fenomenología por la tesis de Lévinas sobre la teoría de la intuición en Husserl, que descubre curioseando por los bouquinistes y le provoca, como cuenta Simone de Beauvoir, una verdadera conmoción. Por fin, solía decir, una filosofía que habla de las cosas mismas. En septiembre de 1933, obtiene Sartre una beca como lector en el Instituto Francés de Berlín y marcha allí para conocer más a fondo la fenomenología, en concreto el pensamiento de Husserl y el de Heidegger. Del corazón de la fenomenología rescatará y reformulará originalmente varias de sus ideas principales: la noción de fenómeno, la intencionalidad y el ser-en-el-mundo. Sus primeros artículos se consagran de lleno al núcleo del pensamiento fenomenológico: La trascendencia del ego (1936), Una ide a fund am ental de la fenomenología de Husserl: la intenc ionalidad (1939 ). En el primero de ellos, Sartre intenta depurar la feno-
Capítulo 2: Fenomenología
metrología del resabio cartesiano del Yo que la conducía por los cauces de la autorreflexión. El campo trascendental pasa a ser impersonal o prepersonal; la fenomenolo gía no tiene necesidad de recurrir a un Ego como unificación e individuación del flu jo d e la conci encia. Ésta no pertenece a nad ie, no es prop ieda d de un sujet o qu e “tie ne” consciencia o que está, que se aparece en su conciencia. El sujeto egológico está tan en el mundo, fuera de sí, como los demás sujetos. La conciencia no es una interioridad, es pura trascendencia hada el exterior, salida de sí, justamente lo que Husserl quiere decir con la expresión “conciencia-de” es esto, lo que debería cortarle el paso a una filosofía del ego máximamente reflexionante, a una filosofía que girara en torno a la inmanencia del Yo. La consciencia para Sartre quedará despojada de cualquier tipo de sustancialismo de la res cogitans, no siendo ya más que pura transparencia, pura tras cendencia, salida de sí, no-identidad consigo misma, vaciamiento, Nada. Otros tra bajos como La imaginación (1936), Bosquejo de una teoría de las emociones (1938) o Lo Im aginario. Psicología fenómeno lógica de la im aginación (1940) profundizan en otros campos con una estricta observancia del método fenomenológico. La imaginación es tratada justamente como aquello que permite a la conciencia poner el mundo y poner lo como nada en relación a la existencia. Para ello es preciso que la consciencia no sea mundo, no sea un mero en-sí, sino que tenga la aptitud de retirarse de las cosas median te la imaginación desrealizadora. Radica aquí la libertad de la-conciencia constituyente capaz de neutralizar existencialmente el fenómeno, “nadificarlo” o “aniquilarlo” imagi nativamente más que perceptivamente. Todos estos temas serán sistemáticamente tratados con profusión en la obra capital de Sartre: El sery la nada (1943) que lleva como subtítulo y no por azar: “Ensayo de onto logía fenomenológica” . La introducción, “En busca del ser”, es un recorrido general por las cuestiones principales de la fenomenología y el modo en que Sartre va a asimilarlas para su proyecto. Más adelante hablaremos sobre la coincidencia y las diferencias entre la ontología fun damental heideggeriana y la ontología fenomenológica sartreana, la profundización de ambos en la facticidad de la existencia, en el ser-en-el-mundo, en el hecho de la existencia y cómo, procediendo a mbos de la fenomenología, arraigando el cogito en la existencia, llegarán a coincidir, en un primer m omento, en algo así como una filosofía existencial, en un existencialismo de corte fenomenológico en el que a veces se los ins cribe, lo que se verá rotundamente desmentido en su polémica pública acerca de esta cuestionen 1946-1948. Volviendo a E l sery la nada, el libro se abre con el epígrafe “La ide a de fenóme no”. La aportación crucial fenomenológica ha sido reducir lo existente a la serie de apariciones que lo manifiestan rompiendo con el dualismo de lo interno/externo y del ser/parecer: Si una vez nos desprendimos de aquello que Nietzsche llamaba “la ilusión de los trasmundos” y si ya no creemos en el ser-por-detrás-de-la-aparición, este se convierte entonces, por el contrario, en plena positividad, su esencia es un “parecer” que ya no se opone al ser Ya que el ser de un existente es precisamente lo que parece. Así lie-
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gamos a la idca de fenômeno, tal ycom o podemo* êncontrarla en la T’enonjenologia’' de Husserl o de Heidegger (Sartre, 1943: 12). Cae con ello también el dualismo entre esencia y apariencias la apariencia ya tro ocul ta la esencia, sino que es la esencia: “Esto es lo que explica que pueda haber una intuición de esencias (la Wesenschau de Husserl, por ejemplo). Así, el ser fenomenal se manifiesta, manifiesta su esencia tanto como su existencia y no es nada más que la serie bien ligada de estas manifestaciones” (Sartre, 1943: 12-13). Este es el primer ser que encuentra la fenomenología, el ser de la aparición. Ahora bien, es posible preguntarse si este fenóme no de ser coincide con el ser del fenómeno: este cuestionamiento lleva la ontología más allá, puesto que lo que pone en su punto de mira no es un fenómeno concreto sino el ser del fenómeno en general. La fenomenalidad no es más que su aparecer, dicho de otro modo, esse estpercipi: pero de nuevo nos encontramos con que el esse no se reduce, sino que funda el percipi de la consciencia, como su ser propio transfenomenal, su ser cons ciente, lo absoluto inmanente respecto de lo que todo es relativo, fenómeno. Pero, diremos, Husserl define precisamente la consciencia como trascendencia. En efecto: eso es lo que propone y es su descubrimiento esencial. Pero desde el momento en que hace del noema un irreal, correlativo de la nóesis cuyo esse es un percipi, es totalmente infiel a su principio. La conciencia es conciencia de algo: esto significa que la trascendencia es la estructura constitutiva de la conciencia: es decir, que la conciencia nace portada por un ser que no es ella [...] la conciencia es un ser para el que en su ser es cuestión de su ser en tanto que este ser implica un ser distinto de ella (Sartre, 1943: 28-29).
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puertas de los desarrollos de El ser y la nad a; lo analizaremos más detenidamente en el epí grafe dedicado al existencialismo, para ocuparnos ahora de otra vía abierta por la feno menología, en este caso la conexión con la hermenéutica, de la mano de Ricoeur. Tal y como el propio Paul Ricoeur (1913-) reconoce, su subsuelo filosófico viene a estar constituido por la fenomenología husserliana y las aportaciones de la filosofía existencial de Gabriel Marcel y Emmanuel Mo unier: “De un lado, la búsqueda existencialista, con sus temas de la encarnación, del compromiso, del diálogo, de la invocación; del otro, la exigencia reflexiva con su preocupación de exigencia intelectual, sus análi sis rigurosos, sus articulaciones complejas del campo fenoménico, a la luz de la racio nalidad cartesiana y kantiana” (Ricoeur, 1991: 26- 27). N uevamente nos encontramos con la “encarnación” del cogito en la línea de una desidealización del pensamiento hus serliano para hacerlo “participar” realmente del mundo y de la existencia contingente y en la estela de la necesaria “¡nco mpletud de la reducción” de Merleau-Ponty. Es lo que Ricoeur ha tematizado también bajo el sugerente nombre de cogito blessé, o cogito herido. Sin embargo, el inicio de la andadura ricoeuriana no pretendía en absoluto un distanciamiento crítico con la fenomenología de Husserl. Podría más bien decirse que ello fue un accidente sobrevenido en la prosecución de su trabajo. A diferencia de otros pen sadores, que parten del Husserl de la Krisis, el Husserl “pre-existencialista”, Ricoeur se hace cargo de la línea dura de la fenomenología representada por los textos más impreg nados de idealismo: Ideen I (que tradujo en el cautiverio de un campo de concentra ción durante la guerra) y las Meditaciones cartesianas. No hemos de buscar, por tanto, una voluntad rupturista en este autor, poco inclinado a revoluciones. El título de la conferencia de Ricoeur en el Simposio Internacional sobre su pensa
Llegamo s así a la célebre distinción sartreana del ser para si y del ser en si, corres pondien tes a la conciencia y al fenómeno respectivamente, escindiendo el ser en dos.
miento organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad de G ranada en 1987 es significativo: “Autocomprensión e historia”. Se sugiere ya con ello el necesario trascendimiento del cogito hacia el mundo, volcarse en su propia facticidad e historici dad para llegar a la autocomprensión. Es la célebre “vía larga” de la reflexión frente a la
ámbitos perfectamente incomunicables e irreductibles. En efecto, si el ser en sí actuara sobre la conciencia se ad optaría u na actitud realista; si el ser para sí actuara sobre los fenó menos sería una solución idealista. Será preciso hallar otra solución. El ser en sí implica
“vía corta” de la intuición e inmediatez a sí de la conciencia. Mas, nuevamente, el trán sito de la fenomenología a la hermenéutica, mediado por la filosofía existencial, no es un corte ni una superación del subsuelo fenomenológico que, en cierto modo, como
una a usencia de relación consig o mism o, el en sí indica que el ser que es en sí, es este sí,, idéntico consigo mismo: “El ser es opaco a sí mismo precisamente porque está lleno de sí. Esto es lo que expresaremos mejor diciendo que el ser es lo que es” (Sartre, 1943: 32).
veremos, se podría decir que Ricoeur no abandonará nunca. La hermenéutica no signi fica una ruptura con la fenomenología, sino, como el propio filósofo señala, más bien constituye un “injerto”. Veamos cómo expresa él mismo sus primeros pasos en el cam
Por su parte, el ser de la conciencia se define justamente porque nunca coincide consi go mismo, no es lo que es sino que tiene que ser lo que es. El ser en sí es pura positivi dad, es masivo, no conoce la alteridad ni es capaz de mantener ninguna relación con lo otro: sencillamente es. “El ser es. El ser es en sí. El ser es lo que es. He aquí los tres carac
po fenomenológ ico:
teres que el examen provisional del fenómeno de ser nos permite asignar al ser de los fenómenos [...] hemos partido de las ‘apariciones’ y hemos sido conducidos progresiva mente a plan tear dos tipo s de ser: el en sí y el para sí” (Sartre, 194 3: 33). Hasta aquí el itinerario inicial del personalísimo giro sartreano de la fenomenología y la forma en que el análisis del fenómeno ha derivado en una ontología que nos deja a las
.
Hay una cosa cierta: fue en efecto la eidética husserliana la que yo pensé poner a prueba al elegir Le volontaire et ñnvolontaire como tema de mi primera obra mayor. Con bastante ingenuidad, yo pensaba ofrecer una contrapartida, un complemento a la Phénoménologie de la perception de Merleau-Ponty. Era pues, en términos de ampliación como yo concebía mi contribución a la fenomenología, en una época en la que éramos muchos los que consultábamos en Lovaina los inéditos de Husserl, que nos parecía abrir una gran diversidad de caminos. Lo que yo no había previsto en mi punto de partida
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era que la puesta en práctica del método repercutiría sobre algunos de los presupuestos fundamentales de la fenomenología, como, por ejemplo, la transparencia de la conciencia a sí misma. Después de todo, Merleau-Ponty ya había comenzado a cuestionar este pre supuesto en el famoso Prefacio a su Phénoménologie ele laperception. Mi “herejía” nacien te estaba de alguna manera avalada por el más grande fenomenólogo francés. Pero, sin poner todavía en cuestión el presupuesto mayor de la fenomenología, que acabo de men cionar, yo no pensaba que una ampliación temática (la voluntad y no la percepción) pudiera conmover la fidelidad metodológica (Ricoeur, 1991: 112-113). La elección de la voluntad como campo de reflexión fenomenològico no es azarosa. Permanecer en la percepción suponía aún quedar preso en cierta manera de un intelectualismo, un teoreticismo y un epistemologismo no sometidos a crítica. La voluntad sig nificaba ir realmente a las cosas mismas y radicalizar la exigencia del adagio husserliano; ello, sin contar con que “el propio Husserl se vio forzado a reconocer que el proceso de la reducción no se puede poner en marcha sin una decisión del sujeto, lo mismo que sucedía en Descartes en el caso de la duda; en rigor, esto parece indicar que el yo no es primariamente contemplativo, sino activo y sólo la vivencia de la libertad del sujeto per mite po ner en marcha el análisis, hasta el punto de que la reducción es asunto de n ues tra entera libertad’ (Ideen I, & 31)” (Pintor Ramos, en Ricoeur, 1991; 91-92). Con la mayor brevedad, podemos intentar trazar el itinerario que conducirá a Ricoeur desde la fenome nologí a a la hermenéutica a través de algunas de sus obras más relevantes. La filosofía de la voluntad esboza un programa general tripartito dividido en eidètica, empírica y poética. La eidètica se desarrollará en el primer libro inscrito en este descomunal pro yecto, Lo vo luntario y lo involuntario, y en ella se lleva a cabo un esclarecimiento de las estructuras fundamentales del sujeto intencional. Aquí se analiza la estructura de la voli ción como “querer algo”, que implica una decisión, un proyecto y un consentimiento. La voluntad se tropieza en su proyectar con las determinaciones y exigencias que le vie nen impuestas por el mundo, el ámbito de lo involuntario, a las que debe hacer frente. Se hace aquí ya evidente el giro ricoeuriano hacia una fenomenología inscrita en la finitud y una matización grave de la potencia relativa de la voluntad del sujeto constituyente. Lo involuntario designa todo aquello que supera y excede al cogito y con lo que éste debe contar. En este sentido, afirma Ricoeur: Pero fue en la segunda y tercera parte de Le volontaire et l'involontaire donde la temática comenzaba a rebelarse contra el método: los grados de docilidad corporal desvelados por el análisis del mover, y más aún el reconocimiento de la no disponibi lidad de lo involuntario absoluto (carácter, inconsciente, vida) no podía dejar de reper cutir sobre el postulado de la transparencia a sí misma de la consciencia, en la medi da en que lo involuntario revelaba la opacidad del yo en el yo puedo del yo quiero (Ricoeur, 1991: 114). ' La segunda parte del proyecto en cuestión corresponde a la primera parte del libro Finitud y culpabilidad: “El hombre falible”. En ella, se establece una ontologia de la des
proporción que escinde al sujeto más allá de lo voluntario y lo involuntario; en la no-coin cidencia del sujeto consigo mismo, en términos de finitud e infinitud, de la autonomía del cogito frente a lo que por aquel entonces llamó Ricoeur “patética de la miseria” y que venía a limitar la inmediatez, apodicticidad y transparencia del ego cartesiano. A través de la reflexión sobre la culpa y el mal, se accede a la necesidad de iniciar el largo rodeo por los signos, los mitos y los símbo los acerca del mal, ind ispensables para un correcto acer camiento a esta enorme problemática. La reflexividad se abre de este modo a la historici dad en la tercera y última parte del proyecto: La simbólica del mal. Con ello se ha dado ya el primer paso hacia la hermenéutica: la conciencia del mal se vuelca hacia sus represen taciones en la historia y la cultura, las cuales no podrán esclarecerse ni hacerse accesibles de otro m odo que mediante la hermenéutica. La salida del sujeto husserliano ha de pasar necesariamente por estas mediaciones, por este desvío si quiere retornar de algún modo a sí mismo, pero este camino va a imposibilitar la total coincidencia del sujeto consigo mis mo: en cierto sentido, la oncología antropológica de la escisión que afectaba al hombre falible es la que posibilita y hace preciso el paso de la fenomenología por y hacia la her menéutica, la transición de la autocomprensión hacia la historia. En este trayecto, R icoeur se confrontará con diversas explicitaciones de su intuición fundamental, a saber, la opacidad del sujeto para consigo mismo. Entre ellas cabe des tacar las filosofías que él mismo bautizó con el célebre epiteto.de “filosofías de la sospe cha”: Nietzsche, Marx y Freud. Este impulso inicial nacido en un contexto claramente fenomenològico cabe prolongarlo en todos sus escritos posteriores donde se trata de la conflictividad de establecer una subietualidad no idéntica a sí misma: es lo que sucede claramente en Tiempo y nanación con la aproximación al concepto de “identidad narra tiva”, o en S í mismo como un otro con el conflicto entre “ipseidad” y “mismidad”: Yo he percibido la fenomenología existencial a la vez como una de las expresio nes concretas de esa vuelta a sí mismo y como el abandono del rasgo más importante de la filosofía reflexiva, a saber, el carácter de rodeo y de vuelta a sí. De ahí mi doble actitud respecto de esta fenomenología existencial: la aceptación de su programa de realización de la reflexión, y la crítica de su pretensión a la inmediatez [...]. La crítica de la inmediatez debía conducirme a someter el yo de la primera persona al sí (self, Selbst) reflexivo de todas las personas: me, te, se/ella, nos, cada uno, se, etc. Esta insis tencia en el carácter mediato de la reflexión a expensas del carácter inmediato de la intuición tiene por consecuencia que la investigación ontològica, ligada directamen te al “yo soy” del cogito, se vuelve ella misma muy indirecta, hasta el punto de hacer la aparecer como una línea de horizonte cada vez más fugitiva. Mi trabajo en curso intenta resolver esta dificultad dando al testimonio [attestation], como modo de creen cia específica del sí reflexivo, el estatuto ontològico quitado a la intuición directa del yo soy contenida en el yo pienso (Ricoeur, 1991: 71). Retomaremos más pausadamente el pensamiento hcrmenéutico ricoeuriano, así como un más detenido examen de sus obras en el capítulo correspondiente a la corriente her menéutica.
Filosofías del siglo XX
Gapitulo 2: Fenomenología
2.4. Apropiaciones: Ortega José Orteg a y Gasset (18 83-19 55) recoge en su filosofía, el raciovitalismo, una equili brad a sín tesi s de las co rrien tes filosófi cas m ás 111(1uyx n 1csi-en las p rimeras décadas del siglo XX. Educado en el neokantismo alemán, vive de forma directa la problemática filosófica alemana de esa época y construye a partir de ella su síntesis en dos grandes períodos. En primer lugar, el período llamado perspectivista (1914-19 23), en el cual recibe especialmente la influencia del vitalismo de Friedrich Nietzsche y del historicismo de Dilthey. En segundo lugar, el período raciovitalista (desde 1923), acoge ideas procedentes de la fenomenología de Edmund Husserl y del existencialismo naciente de Martin Heidegger. Con todo ello despliega un sistema que se basa en el respeto a la noción de vida como realidad radical (con Nietzsche) y en la propuesta (lejos ya de Nietzsche) de una racionalidad capaz de abordar la comprensión de esa vida, es decir, una racionalidad vital, histórica y concreta. S u punto de partida, en cualquier caso, encuentra su base real en la intencionalidad de la conciencia que aprende de Husserl; este motivo nos lleva a encuadrar su mezcla de corrientes filosóficas en la estela de la fenomenología. Podría sintetizarse la apuesta filosófica de Ortega co mo un intento de pensar la vida sin incurrir en el irracionalismo nietzscheano. La filosofía es, para Ortega, el intento de buscar una unidad y una coherencia en el universo que se rebela contra la preten dida inmediatez de los datos naturales (la actitud natural fenomenológica) y de la con ciencia ingenua. M as allá de la utilidad, pero también más allá del espíritu contem plativo de raíz aristotélica, piensa Ortega que la filosofía nace de una necesidad, siendo por tanto inevitable: la necesidad de pensar el todo, incluso aunque, como sabemos desde el origen, sea éste un intento nunca definitivamente logrado. Lo que se nos da (los datos) es siempre insuficiente y fragmentario: de ahí la inevitabilidad de la filoso fía como rebelión en busca del ser fundamental que ni se da simplemente en presente ni reside en los datos intramundanos. Los caracteres de la actitud filosófica son, de esta forma, 1) el planteamiento crítico (sin prejuicios ni creencias previas) de un problema absoluto, 2) el imperativo de autonomía, es decir, la autosuficiencia de un conocimiento que se da su propia ley y no depende de otro conocimiento alguno, 3) la pantonomía, esto es, el intento de abarcar todos los problemas en una comprensión holista, global y 4) la plasmacion del conocimiento filosófico de carácter teórico en un saber expre sable e intersubjetivo. Para comprender adecuadamente qué tipo de pensamiento reclama Ortega, así como el tipo de racionalidad que de él emerge, debemos saber cómo se distancia de los plan teamientos teóricos tradicionales: el realismo y el idealismo. Friedrich Nietzsche había abierto la puerta a la superación de la anfibología tradicional de la Modernidad: la que separaba radicalmente sujeto y objeto, provocando así el problema de la comunicación de las sustancias; esa superación consistió en in troducir entre ambos la noción de vida y mostrar cóm o resulta irreductible a cualquiera de los dos polos. És ta es la línea que sigue y amplía Ortega, aprovechándose de la teoría de la intencionalidad de Husserl: &
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El modo de dependencia entre el pensar y sus objetos no puede s l | como pre tendía el idealissgg). un tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi halEit(gscomoaJÍHÍntoyy fuera de mí, ante mí, lis falso, pues, que la conciencia sea ■algo Mrrado, un diSfé Rema sólo de sí misma, de lo que tiene cn su interior. Al reves, vo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una-estrella: y entonces, de lo que me doy cuenta es de que existen dos co ® distintas, aunque unidas la una a la otra: yo, que veo la estrella, y la estrella, que ey vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idea lismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo verdadero aun que incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade: existe sólo pensa miento, Sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa. Si existe yo que pienso, existe el mundo que pienso. [...] Hemos supera do el subjetivismo de fí a siglos -el yo se ha libertado de su prisión íntima, ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que es unicidad-. Nos hemos evadido de la-reclusión hacia dentro en que vivíamos como modernos, reclusión tenebrosa, sin luz, sin luz de mundo y sin espacios donde holgar las alas del afán y el apetito. Estamos fuera del confinado recinto yoísta, cuarto hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían desesperadamente nuestro propio perfil -estamos fuera, al aire libre, abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al vuelo, el corazón apuntando a lo amable-. El mundo de nuevo es horizonte vital (Ortega, 1997: 249 y 252). El realismo ponía el acento siempre en el lado del objeto: lo que llamará Ortega la “naturaleza”, como conjunto de cosas físicas, con el consiguiente arquetipo de razón, la científico-técnica. En ias primeras décadas del siglo XX, sin embargo, Husserl, Hei degger y el propio Orte ga acusan a la ciencia de reducir la comprensión de la realidad y olvida; la vida y la existencia humanas. Husserl pretende que recuperemos el sentido y el valor de las cosas en la conciencia, haciendo epojé de la actitud natural con la que tra tamos usualmente las cosas y poniendo en su lugar de esta forma a esas “ciencias de meros hechos que hacen una humanidad de hecho”. Heidegger reclama en Ser y tiempo recu perar la pregunta fundamental de la ontologia, es decir, el ser (algo que toma literalmente Ortega), evitando la obsesión por los entes y el modo inautèntico de la existencia; es, por tanto, su filosofía una lucha contra el olvido del ser. Ortega y G asset, por su parte, insis te en que la ciencia nada tiene que decir sobre lo humano: no hay que hablar, según él, de naturaleza humana sino de mundo vivido, pues el hombre no tiene naturaleza sino vida e historia. El idealismo, por su parte, ponía el acento del lado del sujeto: sea la “res cogitans” cartesiana o el sujeto trascendental kantiano. A principios del siglo XX, este idealismo había cristalizado en la creación de las “ciencias del espíritu” por parte de W. Dilthey. Sin embargo, toda esta tradición comete en el fondo el mismo error que el realismo: la cosificación de la vida. La cosa que piensa, en palabras de D escartes, es para O rtega algo más, o algo distinto, de una cosa, es decir, una sustancia independiente, idéntica a sí misma. El yo no es nada sin el mundo vivido (la circunstancia). El error, por tanto, se remonta a la propia filosofía eleática: desde el lema de Parménides se ha in tentado redu
Filosofías del siglo XX Capitulo 2: Fenomenología
cir el ser a cosa, ide ntidad, despreciando lo que ahora Ortega, como hizo; ¿ N i e t z s c h e , - q u i e re reivindicar: el lado de Heráclito, es decir, el devenir, el cambio, la situación, l a p e r s pectiva. De ahí que coincida Ortega con la gran tarea heideggeriana: repensar e l s e r , vin culándolo a la vida (Heidegger diría la existencia) como realidad radial!, Para los antiguos, realidad, ser, significaba “cosa”; para los modernos, ser signifi caba intimidad, subjetividad”; para nosotros, ser significa.'Vivir” -por tanto, intimi dad consigo y con las cosas-. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida 1“vivir’C hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y superadas, la antis güedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto -estamos a nuestro nivel-, esta mos a la altura de los tiempos. El concepto de altura de los tiempos ns-es una es una realidad (Ortega, 1997: 246).
Sujeto y objeto, por tanto, deben remitir a una misma raíz, la realidad radical que es la vida, igual que la razón pura del sujeto y la razón objetiva científico-técnica deben remitirse a una misma raíz, la razón vital. Trataremos, por tanto, primero la ontología orteguiana, para después concluir con su oferta de racionalidad. Ontológicamente, el punto de partida de Ortega es, como hemos dicho, una mo di ficación del cogito cartesiano: no un yo puro, sólo sujeto, sino un yo volcado sobre el mundo. Recoge así este autor lo esencial de la teoría de la intencionalidad de la feno menología husserliana: la conciencia no es nada sin ese mundo sobre el cual está ya siempre volcada (el Lebenswelt de Husserl); como dirá más tarde Sartre, la conciencia en si no es nada; en palabras de Ortega, “no logro sorprender a mi conciencia sin que no sólo se esté ocupando de algo, sino que siempre se está ocupando con algo distin to de ella misma . Pero, mas alia de la descripción fenomenológica de la conciencia, que desemboca en idealismo, Ortega aprovecha la herencia nietzscheana para funda mentar una nueva ontología: la realidad indubitable es la vida concreta, de la cual el pensamiento no es más que un fragmento entre otros, y por tanto ese ser buscado no es ni alma ni materia, ni sujeto ni objeto, sino perspectiva. “Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola” (Ortega, 1998: 76). L a perspectiva es una cuestión no sólo epistemológica, sino on tológica; sin
definen mutuamente: la circunstancia es la situación concreta de un yo, el yo es el suje to activo inmerso en la circunstancia. Seis:categorías más permiten compre nder la vida. 1) Vivir es encontrarse en el inun de. Ese mundo es el mundo vivido, no el físico; es decir, ese mundo que se da a la con ciencia y llamaba Husserl Lebenswelt, o ese mundo sobre el cual estamos volcados según los conceptos heideggerianos Dasein y in-der-Welt-Sein. 2) En ese mundo, vivir es ocu parse siempre con algo, convivir con algo (la circunstancia); recordemos una vez más la intencionalidad de la fenomenología, pero también el análisis existencial que hace Hei degger en Sein un dZeit sobre los modos de ese ocuparse con el mundo. 3) Al ocuparnos con algo, nos dotamos siempre de finalidades; el existencialismo que nace en la época de Ortega parte de que la finalidad y la esencia es algo que debe darse el hombre a sí mis mo a lo largo de su existir, pues no hay una esencia prefijada que nos defina y nos limi te. 4) Al darnos finalidades, ejercemos nuestra capacidad de decisión, es decir, nuestra libertad; es quizá Sartre quien, poco después de O rtega, trabaja más a fondo ese con cepto: libertad es la responsabilidad de elegirnos a nosotros mismos, de definir con cada acto lo que es el hombre. Puntualiza, no obstante, Ortega, que esa libertad no es abso luta, sino que está limitada, a la vez que creada, por la circunstancia. 5) De acuerdo con este hacerse a sí mismo, dice Ortega que la vida es anticipación y proyecto: es decir, un decidirse a sí mismo; estos conceptos, sin embargo, encuentran un mayor sentido ontológico en Heidegger: el Dasein es pro-yecto en la medida en que está siempre vertido hacia el futuro, pero siempre también desde un presente y una herencia en la que inevi tablemente se encuentra ya arrojado; y son proyecto y arrojamiento dos dimensiones fundamentales del ser que es fuera de sí, es decir, del Dasein. 6) El hacerse y la ruptura del estatismo de la comprensión eleática del ser desembocan en otro concepto fun da mental tanto para Ortega como para Heidegger: el tiempo (tiempo que vivía el ser-ahí heideggeriano como Sein-zum-Tode). El ser es en el tiempo. De ahí que la vida sea para Ortega temporeidad, futurización, un “siendo” y “desiendo” continuos. Y de ahí que la circunstancia sea esencialmente historia. Parece claro que una razón capaz de compren der la vida con las categorías a nun ciadas debe ser una razón vital e histórica. La razón pura era una razón reprimida, estre cha, tanto como la científico-técnica. La razón no puede situarse, en el racionalismo,
embargo, alejándose ahora también de Nietzsche, las perspectivas no son irracionales ni incluyen la tragedia sino que remiten siempre a una unidad inalcanzable. La irre ductible multiplicidad de las perspectivas no impide una globalidad inalcanzable que
al margen de la vida: “La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del
se toma como punto de referencia y proyecta sobre ellas la posibilidad de una razón que las haga habitables.
mismo linaje que el ver o el palpar!” (Ortega, 1998: 149-151). Debe comprender la circunstancia, es decir, la situación histórica, es decir, ese repertorio de posibilidades que se hace con el tiempo. Más allá de la razón que enumera grandes acontecimien tos, la razón histórica, como la intrahistoria de Unamuno, se ocupa de lo concreto.
La inserción de la conciencia en el mundo y el abanico de perspectivas que compo nen la vida es lo que sintetiza Ortega en el concepto de circunstancia. La circunstancia es situación, historia, variabilidad de horizontes y perspectivas abiertas por el contexto, en el mundo vivido. Y la circunstancia forma parte de mí tanto como ese yo puro que habíamo s soñado, pues “yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega, 1998: 77 ). Ambos se
Vital, histórica y concreta, el arquetipo de racionalidad que propone Ortega recibe dos adjetivos más que permiten entenderla mejor: es una razón abierta al problema, que se sabe siempre en camino, en proceso, sin cerrar circunstancias sino abriéndolas; y es una razón a p osteriori, es decir, que tiene en cuenta la situación y se abre a ella, lejos
Capitulo 2: Fenomenología
Filosofías del rígíts xx
pues de una razón apriori qurisólo encuentra verdades eternas porque las prejuzga en sus esquemas. El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque historia es el moda de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente, movilidad y cambio. Y por" eso no es la razón pura, eleática y naturalista quien podrá jamás entender al hombre. Por eso, hasta ahora, el hombre ha sido un desconocido [...]. ¡Ha empezado la hora de las ciencias históricas! La razón pura [...] tiene que ser sustituida por una razón narrativa. [...] Y esa razón narrativa es “la razón histórica” (Ortega, 1996: 121-122).
2.5. El Otro de la fenomenología: Lévinas Siempre constituye una injusticia o, cuando menos, una inexactitud, clasificar a un autor dentro de una d eterminada corriente. Ello resulta aún más grave cuando dicho autor pue de pertenecer a más de una corriente de pensamiento. Llega a ser imperdonable cuando expresamente el filósofo hace constar que quiere inaugurar algo nuevo, salirse no ya del cauce de esta o aquella corriente, sino de la tradición misma de la filosofía occidental. Lévinas (190 5-19 95) no forma parte de la fenomenología, ni del existencialismo, ni sigue los pasos de Heidegger, ni del pensamiento dialógico. Realmente quiere ser “el otro” de todos estos movimientos y expresar “el otro” de la ontología greco-cristiana. Inscribirlo en la fenomenología no deja de ser el gesto que nunca se cansó Lévinas de denunciar: la reduc ción de lo Otro a lo Mismo, la operación de la filosofía por excelencia: la totalización de lo no-totalizable, de lo indomefiable, del Infinito. La mayoría de los filósofos, pero muy en especial Emmanuel Lévinas, son poco comentes, nad a comentes,fuer a de lo comente, de ahí la dificultad de su adscripción, de inscribirlos en Corrientes: lo que siempre constitui rá un acto de bandidaje. No obstante, podemos excusarnos en cierto modo po r haberlo situado aquí. Es corriente hacerlo. Suele decirse con intención pedagógica y algo bárbaramente que si Scheler exploró desde la fenome nología la esfera del valor, Merleau-Ponty la sensibilidad y el cuerpo y Heidegger el Ser, Lévinas se ocupó del Otro. El problema es que, mientras tan to, la fenomenología se iba transformando, dejando de ser ella misma y convirtiéndose en algo distinto: existencialismo, ontología fundamental, hermenéutica. Lo peor que le puede pasar a un filósofo es que (se) bautice su trabajo con el nombre que sea. Queda rá para siempre etiquetado y, tal vez por ello, malentendido. Pero más triste destino corren los sin nombre porque, a falta de nadar en la propia corriente, son arrastrados por la de los demás. E l pensamiento de Lévinas no tiene nombre. Campo libre para tratarlo entonces de “transfenomenólogo”, de filósofo cxistencial, de posmoderno o, si la imagi nación se halla sumida en un sueño aún más profundo, de “pensador judío”. Sea como fuere, lo cierto es que en 1 930 Lévinas publica su primer gran trabajo: Teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl, donde ya se adivinan las reticencias con respecto al maestro que se harán mucho más explícitas y severas en Totalidade Infinito (1961). For-
mado en el ncokantismo de Brunschwigy en el bergsonismo, resultará crucial en su traySEoria el contacto directo con Husserl y Heidegger en Friburgo muy a finales de los años veinte del siglo pasado (fruto de ello serán los artículos publicado s por aquel ent on ces, recogidos posteriormente en el volumen que lleva el significativo título de: En découvrant l ’existence auge H usserl et Heidegger). La recepción e importación de la fenomenolo gía en suelo francés llevada a cabo por Lévinas resultará decisiva: Sartre, por ejemplo, descubrirá a Husserl en 1930 leyendo la ya mencionada tesis doctoral de Lévinas sobre la teoría de la intuición en la fenomenología. ^ Introduciéndonos sin más preliminares en la obra clave de este pensador, Totalidad e Infinito (junto con su otra obra capital De otro modo que ser o más allá de la esencia, 1974) nos encontram os en la primera frase del libro con la que será la motivación fundamental del pensamiento levinasiano: “Aceptaremos fácilmente que es cuestión de gran impo rtancia saber si la moral no es una farsa” (Lévinas, 1977: 4 7). La farsa de la moral será su estar subordinada a la metafísica como una instancia previa y fun dante, lo que provoca su ruina más absoluta y el desastre mismo al que se ha visto con ducido Occidente: No es necesario probar por oscuros fragmentos de Heráclito que el ser se revela como guerra al pensamiento filosófico; que la guerra no sólo lo afecta como el hecho más patente, sino como la patencia misma -o la verdad- de lo real. En ella, la reali dad desgarra las palabras y las imágenes que la disimulan para imponerse en su des nudez y dureza. Dura realidad (¡esto suena como un pleonasmo!), dura lección de las cosas, la guerra se presenta como la experiencia pura de! ser puro (Lévinas, 1977: 4 7). La solución o la salida de este siniestro callejón estriba en ver las cosas de otro modo - “la ética es una óptica”-, en un cambio radical del enfoque filosófico que Lévinas seña la sin dudar como causante del desastre: “La faz del ser que aparece en la guerra se decanta en el concepto de totalidad que dom ina la filosofía occidental (Lévinas, 197 7. 48). Frente a la ambición dominadora, totalizadora (por no decir el destino totalita rio) de la o ntología de la guerra habrá de alzarse otro pensamiento capaz de llevarnos a la paz, un pensamiento que “no apunta al fin de la historia en el ser comprendido como totalidad, sino que se pone en relación con lo infinito del ser, que deja atrás la totalidad” (Lévinas, 1977: 49). Pero esta promesa, este esbozo de un proyecto que nos salve del horror de nuestro destino debe sobreponerse a la facticidad, a la evidencia que justamente Lévinas comenzó por constatar para no ser tachado de utópico, iluso rio o mesiánico en el peor sentido: Pero, para el filósofo, la experiencia de la guerra y de la to talidad ¿no coinci de aca so con la experiencia y la evidencia a secas? ¿Y la filosofía misma no se define, a fin de cuentas, como una tentativa de vivir en la evidencia, al oponerse a la opinión del pró jimo, a las ilusiones y a la fantasía de su propia subjetividad? A menos que la eviden cia filosófica remita por sí misma a una situación que no pueda ya expresarse en las categorías de “totalidad”. A menos que el no-saber en el que comienza el saber filosó
Capítulo 2: Fenomenología Filosofía s de l sig lo XX
fico no coincida con la nada a secas, sino sólo con la nada de los objetos. Sin sustituir la filosofía por la escatología, sin “demostrar” filosóficamente las “verdades” escatológicas: se puede ascender a partir de la experiencia de la totalidad a una situación en la que la totalidad se quiebra, cuando esta situación condiciona la totalidad misma. Tal situación es el resplandor de la.exterioridad o de la trascendencia en el rostro del otro. El concepto de esta trascendencia, rigurosamente desarrollado, se expresa con el tér mino infinito (Lévinas, 1977: 50-51). Vemos así muy brevemente trazado el propósito final del libro. A la motivación ini cial ético-escatológica de la p az más allá de la guerra se va a unir una segund a que será de orden metafísico, el irreductible deseo del Otro trascendente a lo Mismo, que no se pro pone desde el ámbito de una ilusión de incierto porvenir, o de un consuelo ideal, sino que pretende arraigarse en el suelo mismo de la experiencia, de la vida, de lo real y ser ilumi nado por la óptica de la ética que corrija la ceguera ontológica de la Alteridad. Pero, ¿en qué consiste realmente el sustrato de todo cuanto Lévinas va a denostar bajo el rótulo de la Totalidad y de la Ontología? En el aplastamiento, el sometimiento, la neutralización y la supresión del Otro, la incapacidad de pensar la alteridad justamente porque el Otro no se deja pensar ni comprender, porque sólo es capaz de expresarse y acontecer en una relación ética no inscrita en la voluntad de poder de la filosofía occi dental que siempre tiende a reducirlo a lo Mismo. Lévinas va a centrar su crítica en tor no a las “3 H ” de la filosofía a lemana para esclarecer el secreto designio qu e impulsa su pensamiento y que no viene sino a culminar la larga andadura del Logos desde Grecia hasta nuestros días. Hegel va a ser impugnado por su disolución de la alteridad reasu mida en lo Mismo a través de la dialéctica, donde la exterioridad y la negatividad no son sino un mero tránsito hacia una postrera reapropiación de sí que constituye el punto de partida y llegada, el Todo. La escisión que introduce la dialéctica finalmente se hace superflua. Siguiendo a Peñalver: La especificidad de la división levinasiana de lo Mismo y lo Otro está en pensar que dicha división es rigurosamente irreductible y que, en consecuencia, no se presta a una dialecticidad, a una relación de oposición o de contraposición. Si se pudiera decir, y es esto lo que prohíbe la ley heterológica, que lo Mismo se opone a lo Otro, se estará sólo a un paso de decir que lo Mismo y lo Otro forman una Totalidad, o la Totalidad [...]. La decisión heterológica da lugar a una delimitación crítica de las filosofías de la Totalidad en la medida en que éstas oponen lo Mismo y lo Otro, y así, en última instancia, hacen comprender lo Otro en lo Mismo, en la dialéctica de lo Mismo. Quizá el pathos del pen samiento levinasiano (en esto, paradójicamente, muy próximo al Nietzsche más lúcido) puede resumirse en una desconfianza sistemática frente al optimismo de todas las dia lécticas: éstas asignan alegremente (en todos los sentidos) a la negatividad, a la “alteri dad”, una fecundidad poco menos que ilimitada. El pensamiento heterológico propone un tema más sobrio, más simple, más estabilizador, con seguridad a-dialéctico (segura mente Hegel no podría dedicarle a este pensamiento de la “escisión” ni un minuto): lo Mismo no es lo Otro, lo Otro no es lo Mismo. Y por cierto que no da lo mismo refor mular esta tesis o esa hipótesis en categorías dialécticas (l’cñalver, 2000: 225).
La neutralización de la alteridad por parte de Husserl se centra en su idealismo tras cendental y su insistencia en el sujeto constituyente, en la egología a la que todo pre tende ser reducido imperativamente. El Otro sólo será concebido a partir de lo Mismo, habrá de aparecer y ser constituido por lo Mismo apenas como otro-Mism o, alter Ego desposeído de su auténtica alteridad, de la extraneza irtepresentable de su rostro; como señala Derrida comentando a Lévinas: Si en ei rostro la expresión no es revelación, lo no-revelable se expresa más alia de toda tematización, de todo análisis constitutivo, de toda fenomenología. En sus diversas etapas, la constitución trascendental del alter ego, tal como Husserl inten ta ordenar su descripción en la quinta de las Meditaciones cartesianas, presupon dría aquello cuya génesis (según Lévinas) pretende seguir. El otro no sería consti tuido como un alter ego, fenómeno del ego, por y para un ego monádico que procede por una analogía apresentativa. Todas las dificultades que encuentra Hus serl serían “superadas” si se reconociera la relación ética como cara a cara o rigina ria, como surgimiento de la alteridad absoluta, de una exterioridad que no se deja ni derivar, ni engendrar, ni constituir a partir de otra instancia que ella misma. “Fuera” absoluto, exterioridad que desborda infinitamente la mónada del ego cogito (Derrida, 1989: 143). Lévinas recurrirá al Descartes de la tercera de las Meditaciones metafísicas y a su idea de infinito para desbordar la finitud de la conciencia trascendental husserliana. Como, en otro ám bito completamente d istinto, hiciera Merleau-Ponty, la vía de escape de la fenomenología será el desbordamiento de la egología por la incompletud radical de la reducción, la necesaria inadecuación del cogitans y del cogitatum, de la finitud del ego y la idea de infinito: La idea de lo infinito no es una noción que se forja, incidentalmente, una subje tividad para reflejar una entidad que no encuentra fuera de ella nada que la limite, que desborde todo límite y, por esto, infinita. La producción de la entidad infinita no pue de separarse de la idea de lo infinito, porque es precisamente en la desproporción entre la idea de infinito y lo infinito del cual es idea donde se produce esta superación de los límites. [...] La subje tividad realiza estas exigencias imposibles: el hecho asombro so de contener más de lo que es posible contener [...]. La intencionalidad en la que el pensamiento sigue siendo adecuación al objeto no define la conciencia en su nivel fun damental. Todo saber, en tanto que intencionalidad, supone ya la idea de lo infinito, la inadecuación por excelencia. Contener más de lo que se es capaz no significa abar car o englobar con el pensamiento la totalidad del ser o, al menos, poder con poste rioridad dar cuenta de ello por la función interior del pensamiento constituyente. Con tener más de lo que se es capaz es, en todo momento, hacer estallar los cuadros de un contenido pensado, superar las barreras de la inmanencia [...]. Lo que irrumpe como violencia esencial en el acto es la excedencia del ser con respecto al pensamiento que pretende contenerlo, la maravilla de la idea de lo infinito. La encarnación de la con ciencia sólo puede pues comprenderse si, más allá de la adecuación, el desbordamiento
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Capítulo 2: Fenomenología
de la idea por su idealum-es decir, la idea de lo infinito- anima la conciencia (Lévi nas, 1977: 52-53). Lo Otro es otro justamente porque trasciende y es irreductible a mi idea de Otro, a lo Otro-en-mí que ha de verse no como acontecimiento apropiador sino como la expro piación absoluta de la Mismidad, la incapacidad para el sujeto constituyente de efectuar una Sinngebung de la alteridad. La disolución cognoscitiva de la alteridad va a verse culminada con el reproche a la filosofía heideggeriana de que, en el fondo, ésta comete el mismo error que criticara a Nietzsche acerca de la voluntad de poder ínsita en su pensamiento. El pensar del Ser no hace sino apoderarse de lo Otro en la más implacable forma de olvido que es el someti miento no desprovisto de fuerza. Lo Otro no obedece a ningún desvelamiento, sino que aparece y se expresa de suyo como revelación heterológica, no pertenece al reino de la evidencia sino al de la enseñanza en una relación disimétrica: El primado de la ontología heideggeriana no reposa sobre el truismo: “para cono cer el ente es necesario haber comprendido el ser del ente”. Afirmar la prioridad del rercon respecto al ente, es ya pronunciarse sobre la esencia de la filosofía, subordi nar la relación con alguno (relación ética) a una relación con el ser del ente que, imper sonal, permite la aprehensión, la dominación del ente (en una relación de saber). [...] La relación con el ser, que funciona com o ontolog ía, consiste en neutraliza r al ente para comprenderlo o para apresarlo. No es pues una relación con lo Otro como tal, sino la reducción de lo Otro a lo Mismo. Tal es la definición de la libertad: man tenerse contra lo Otro a pesar de la relación con lo Otro, asegurar la autarquía de un Yo. La tematización y la conceptuaiización, por otra parte inseparables, no son una relación de paz con el Otro, sino supresión o posesión del Otro. La posesión, en efecto, afirma lo Otro, pero en el seno de una negación de su independencia. “Yo pienso” se convierte en ‘yo puedo’ en una apropiación de lo que es, en una explota ción de la realidad. La ontología, como filosofía primera, es una filosofía de la poten cia [...]. Filosofía del poder, la ontología, como filosofía primera que no cuestiona el Mismo, es una filosofía de la injusticia. La ontología heideggeriana que subordi na la relación con el Otro a la relación con el ser en general -aun si se opone a la pasión técnica, salida del olvido del ser oculto por el ente- permanece en la obe diencia de lo anónimo y lleva, fatalmente, a otra potencia, a la dominación impe rialista, a la tiranía (Lévinas, 1977: 69-70).
de incompletud que inscribían en el hombre una tendencia irrefrenable hacia lo absolu tamente Otro. En Lévinas la separación entre lo Mismo y lo Otro será definitiva: “La correlación no es una categoría que satisfaga a la trascendencia” (Lévinas, 1977: 77 ). El Yo se halla separado de lo Otro por la peculiaridad de su psiquismo que lo hace autó nomo, egoísta y satisfecho de sí en el plano de la existencia. El deseo metafísico de alte ridad no se comprende en términos de carencia. La relación con el Otro debe entender se de una forma distinta que no rompa la heterología, la escisión radical de ambas esferas. El Yo, lo Mismo, vive separado de la historia, de la humanidad en su ipseidad, e inclu so de Dios: Se puede llamar ateísmo a esta separación tan completa que el ser separado se mantiene sólo en la existencia sin participar en el Ser del que está separado, capaz even tualmente de adherirse a él por la creencia. La ruptura con la participación está impli cada en esta capacidad. Se vive fuera de Dios, en lo de sí, se es yo, egoísmo. El alma -la dimensión de lo psíquico-, realización de la separación, es naturalmente atea. Por ateísmo, comprendemos así una posición anterior a la negación o afirmación de lo divino, la ruptura de la participación a partir de la cual el yo se implanta como el mis mo y como yo. Es ciertamente una gran gloria para el creador haber puesto en pie un ser capaz del ateísmo, un ser que, sin haber sido causa sui, tiene la mirada y la palabra independiente y es en lo de sí (Lévinas, 1977: 77). • Toda la segunda parte de Totalidad e Infinito está dedicada a lo que Patricio Peñalver llama “Fenomenología de la vida feliz” y no es más que la afirmación de la vida del exis tente humano como gozo (que ocupa el mismo lugar que la Sorgé). Lévinas desconoce y rehúye lo que pueda ser un estado de caída, alejándose con ello tanto de la Geworfienheit y la angustia heideggeriana como de la nada y la náusea de Sartre: “En el origen, tenemos un ser colmado, un ciudada no del paraíso [...]. La gnosis de lo sensible es ya gozo” (Lévi nas, 1977: 77). El psiquismo experimenta un completo amor a la vida. No hay negatividad en la existencia: lo Mismo y lo Otro no son antitéticos ni su relación se originará dia lécticamente. La facilidad de este goce viene representada por la figura de la alimentación (el alimento ocupará el lugar del Zeufi). Ni siquiera la necesidad de alimentos es vivida como desasosiego, es la felicidad de necesitar que destruye cualquier veleidad ascética ten dente a la ataraxia. La dificultad para el encuentro entre lo Mismo y lo Otro se la ha dificultado Lévi nas muchísimo:
El dejar ser al Ser nada tiene que ver con el dejar ser al Otro, apenas su inspiración fenomenològica, lo que está claro es que la serenidad, la Gelassenheìt de Heidegger, no tiene nada de ética: su vocación es claramente ontològica. Lévinas lleva la heterología al límite pues no sólo lo Otro no se reduce a lo Mismo por su trascendencia y su infinitud, sino que lo M ismo tampoco se relaciona con lo O tro: el pensamiento tradicional religioso-teológico intentaba salvar la radicalidad del Deus absconditus estableciendo algún tipo de lazos entre creador y criatura, lazos de carencia,
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Ni el ser separado, ni el ser infinito, se producen como términos antitéticos. Es necesario que la interioridad que asegura la separación [...] produzca un ser absolu tamente cerrado en él, que no saque dialécticamente su aislamiento de su oposición al Otro. Es necesario que este encierro no impida su salida fuera de la interioridad para que la exterioridad pueda hablarle, revelarse a él en un movimiento imprevisi ble que no podría suscitar, por simple contraste, el aislamiento del ser separado. Es necesario, pues, que en el ser separado la puerta sobre el exterior esté a la vez abicr-
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ta y cerrada. [...] De este modo se describe la posibilidad de despegar de la condi ción animal (Lévinas, 1977: 167). La necesidad de procurarse el alimento conduce al hombre al trabajo, a la posesión y a la fundación de un hogar. Será aquí donde ocurra la primera intuición de la alteridad bajo la figura de lo femenino, una alteridad muy distinta de la sartreana (pero alteridad vergonzante en lo que tiene de heterodesignación patriarcal, todo sea dicho, al defi nirse patéticamente lo femenino como lo otro en “gracia” y “dulzura”): El Otro que se revela precisamente -y por su alteridad - no en un choque negador del yo, sino como el fenómeno original de la dulzura [...]. El recibimiento del ros tro, de entrada pacífico porque responde ai Deseo inextinguible de lo Infinito y del cual la guerra sólo es una posibilidad -y de ninguna manera condición- se produce, de mod o original, en la dulzura del rostro femenino. [...] La idea de lo Infinito no pro voca la separación por una fuerza cualquiera de oposición y de correspondencia dia léctica, sino por la gracia femenina de su irradiación. La fuerza de oposición y de corres pondencia dialéctica destruiría la trascendencia al integrarla en una síntesis (Lévinas, 1977: 169). El rostro del O tro es siempre revelación, enseñanza desde la asimetría de una rela ción, que nunca será dialógica, con un Tú. Lévinas habla de la Maestría del Otro. El encuentro entre lo Mismo y lo Otro no ocurre al nivel de los fenómenos, la revelación de la alteridad no puede ser fenoménica porque el Otro no es fenómeno, sino epifanía, expresión que desborda el poder de la comprensión. Tras las críticas recibidas (en lugar destacado la realizada por Derrida) sobre la problematicidad de establecer una hererología pura y la imposibilidad llevada al extremo de vencer la disociación entre lo Mismo y lo Otro llevada a cabo en Totalidad e Infinito, Lévinas matizará el aislamiento del ser separado en el goce hasta llegar a la noción de “sustitución” de lo Mismo por lo Otro: “La subjetividad como el otro en lo mismo -com o inspiración- es la puesta en cuestión de toda afirm ación ‘para sí’, de rodo egoísmo” (Lévinas, 1990: 176). Insistirá en el suje to como “rehén” del Otro, sujetado por el Otro y en la responsabilidad ante su revela ción que no toma la iniciativa, al borde casi de la alienación: La responsabilidad por otro, que no es el accidente que le ocurriría a un Sujeto, sino que precede en él a la Esencia, no ha esperado la libertad en la que estaría cogi do el compromiso por otro. No he hecho nada y siempre he estado ya en causa: per seguido. La ipseidad, en su pasividad sin arelé de la identidad es rehén. La palabra Yo significa heme aquí [...]. Sm embargo, no es alienación -porque el Otro en lo Mismo es mi sustitución por el otro según la responsabilidad a la que irreemplazablemente, estoy asignado (Lévinas, 1990: 180-181). Se trata, en última instancia, de una radicalización de las posturas iniciales de Tota lidad e Infinito, en un intento de expresarlas en un lenguaje menos ontológico, convir-
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riéndose todo el proceso en una monu mental huida de las categorías tradicionales de ser, de ente, para dar cuenta de la relación del hombre con la alteridad que lo impregna todo y que fuerza este cambio de lenguaje, esta sustitución, como paso necesario en la res ponsabilidad que se siente incumbida p or el Otro hasta el punto de verse impelida a serde-otro-modo, a “de-serse” para corresponder a su llamada más allá de cualquier impul so de dominación y neutralización: El des-inter-esamiento (dés-inter-esseaiem). Esto es lo que quiere decir el titulo del libro: “de otro modo que ser” ( autrement qu être). La condición ontológica se desha ce, o es deshecha, en la condición o incondición humana. Ser humano significa: vivir como si no se fuera un ser entre los seres. Como si, por la espiritualidad humana, se revolvieran las categorías del ser en un “de otro modo que ser (autrement qu être). No sólo en un “ser de otro modo” ( être autrement)', ser de otro modo todavía es set. El de otro modo que ser”, en verdad, no tiene un verbo que designara el acontecimiento de su inquietud, de su des-ínter -esamiento, de la pue sta en cuest ión de este ser —o de este esamiento- del ente (Lévinas, 1994: 96-97).
3 Existencialismos
Siempre se nwere demasiado pronto o demasiado tarde. Y, sin embargo, la vid a está hecha, ahí, acab ada. La raya está trazada y hay que hacer la suma. Tú no eres más que tu vida. Jean-Paul Sartre
Ylpáthos existencialista, la experiencia de la paradoja, del absurdo, de la angustia, de la nada, la vivencia de la responsabilidad, la soledad absoluta del ser humano, la búsque da de su autenticidad, el encontrarse arrojado a la existencia, etc. pueden rastrearse tal vez en muchos representantes y escuelas a lo largo de la historia de la filosofía. Sin embar go, el existencialismo como movimiento filosófico nace justamente del encuentro de ií
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este páthos con un itinerario de pensamiento y una metodología precisos que sólo apor tó la fenomenología, cuya evolución parecía estar encaminada desde lo más hondo del proyecto husserliano de la welterfahrendes Leben a desembocar en el mundo de la vida, en la existencia. El reto último con el que se encuentra la filosofía en su giro fenomenológico parece volver a ser por fin lo más inmediato, lo más próximo: sumergirse en la experiencia de modo incondicional sin que la theoría sirva de parapeto para huir una vez más de las cosas mismas. Hemos visto cómo especialmente Merleau-Ponty, Sartre o Heidegger, en la estela de la fenomenología, seguían o forzaban esta andadura donde la facticidad acababa por recubrir y redescubrir lo más genuino del quehacer fenomenológico: raramente las disidencias respecto a una misma matriz, llevadas a cabo por algu nos de los pensadores más geniales de nuestro tiempo, llegan a compartir un aire de familia de modo tan claro ni llegan a aflorar a la vez una serie de obras capitales en un
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pcuodo tan breve de tiempo. Obra, que suelen remitirse, además de a la actitud feno tiempo, como punto de arran menologica, a la obra mtcal de Martín Heidegger, /
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T qUC’ aUnqUe 11CVarí 3 SU 3Ut0r bien lej ° s> es con tinu ado ^ Xu ttadi n cion | r existcncialista. ' por
, S,e “ nsaSraba de este modo el acabamiento de un mundo y sus categorías que Daré e T s lt Í eX T e ^ £i CU'men ^ k fll° SOfía £n ° CCÍdente >'se aquebrajaban todo en on g T ““ 0" « ^ d Pensamie" “ racional había podido elaborar hasta nvl ía d ISUjet° \ 11T rCSentaC,Ón’ k conciencia>e! id« l científico, la realidad objec a d e e sp h tu T u b 7 °n P°f ^ hegdÍan° ’ k ¡ndomeñabiiidad asistemátífinal P bj ° •, ^ filoSofla> como diÍ° Kierkegaard, parece haberse resignado fi n ie n te a vivir en su choza, tunando con recelo y atónita el palacio de ideas qu eZ n poco sabe muy bien por que ha construido y que da la sensación de que no va a servir le para mucho en lo sucesivo. M
3-i. De la nada a la libertad: Sartre Al final de la introducción a E l sery la nada, Sartre nos deja con la pregunta acerca del S i a eíen sM el * * “ ^ “ ?“ aCaba de elucidar en su análísis fenomenover b, „á I ^ “ “ 7 SeparaC'°n e ‘«comunicabilidad radical. Nada más vol ver la pa0ina en a que nos asaltan estos interrogantes, nos tropezamos, sin transición Z d e n te tn ri ^ 1Íbf° ’ SÍempre SOrprendente’ absolutamente sorP dente la primera vez cogiéndonos por sorpresa, agarrándonos sin que podamos opo n d e resistencia: El problema de la nada”. Se tratará de profundiz a?en el sentido del hombre y del mundo p ara que entre ellos se posibilite algún tipo de relación La prime ra pista en esta dirección será la conducta interrogativa del primero frente a su entorno en espera de obtener algún tipo de respuesta, afirmativa o negativa: “Así, la p ré g a n o s un puente tendido entre dos no-seres: no-ser del saber en el hombre, posibilidad de un W To ST traSCendenK (Sartfe’ 1943: 39)' Lo reaI se ¿ “ vela dc este modo como r da ’ como limit ación, como no-ser. Si algo es el que pregunta, será ese algo y, por lo demas, en su derredor, nada. En sí y para sí, ser y no-ser constituyen el horizonte de la omenologia sartreana. Pero la nada que aparece en la relación del hombre con el mun do Te 7 PUe'ta r PrT ° ^Udicadvamente-La «ada fundamenta y sostiene el jui cio de negación. Sartre explica esta precedencia ontológica de la nada mediante el céleb ejem pío de Fierre en el café. Al buscar a Fierre en el café, se produce un a doble l * * * d *1“ se d“ a Z T p ie l r ^ 3" r la ¿e la Z nada d f , q“ ‘° ^ Se ° freCe 3 la intuición « un parpadeo de nada, es la nada del fondo, cuya aniquilación reclama, exige la aparición de la forma y es la for-
ÜÍ 7 qU eT ^ ,Za COm° Un nada (rím> en Ia suPerficic del fondo Lo que uunaL doble h aniquilación Z n ’’T(Sartre, ° : PlCrre CStí )ahf’ £S P°r tant0 la caPtación ¡n tu itZ e 1943:n°44-45
La aprehensión de esta nada es justamente lo que hace surgir la angustia, y aquí Sar tre sigue explícitamente a Heidegger, llegando a generalizar la angustia como aprehen sión aniquiladora del mundo que se da como no siendo más que lo que es, albergando el ser la nada en su interior, “como un gusano”, sin que haya entre ellos relación de ante cedencia. Ahora bien, no habría nada en la opacidad, masividad y plenitud del ser en sí que pudiera hacer aparecer la nada. Esta procede del para sí, el ser que introduce la nada en el mundo porque ya la lleva en su corazón: “El Ser mediante el que la Nada llega al mundo es un ser en el que, en su Ser, es cuestión de la Nada de su Ser: el ser por el que la Nada viene al mundo debe ser su propia Nada. Y por ello es preciso entender no un acto aniquilador, que requeriría a su vez un fundamento en el Ser, sino una característi ca ontológica del Ser requerido” (Sartre, 1943: 57). Evidentemen te, dicho ser es el hom bre, el para sí, capaz de introducir la nada en el ser de lo en sí y en su propio ser: esta capacidad recibe el nombre de libertad, que no es una propiedad del existente humano, sino que precede a su propia esencia y la hace posible: “El hombre en absoluto es pri mero para ser libre después, sino que no hay diferencia entre el ser del hombre y su ‘serlibre’” (Sartre, 1943: 6 0). La libertad es la tematización sartreana de la trascendencia de la consciencia fenomenològica, de la intencionalidad husserliana como salida fuera de sí. La aniquilación que realiza la consciencia la lleva a situarse frente a su pasado y a su futuro como no-ser, como ya sidos o no todavía sidos, pero siéndolos a la vez en cierto modo. La libertad se encarna en una vivencia temporal de sí mismo escindida de sí, del propio pasado y de las posibilidades futuras: el captarse el hombre sobre este fondo de no-ser es la angustia. No ser del pasado, que constituye su esencia; no ser del proyecto futuro como posibilidad fuera del propio alcance. Frente a esta angustia radical se alza la posibilidad de una conducta que la rehuya: la mala fe que quiere hacernos creer que somos lo que somos, que en el hombre no habi ta la nada separándolo de sí mismo, haciéndole ser lo que no es. Sólo que la mala fe no puede evitar ignorarse a sí misma como hu ida, con lo que, en el fondo, vuelve a caer en la angustia de aquello que pretendía escapar. En la m ala fe también se aprehende la exis tencia angustiosa bajo la forma de la desmentida de que somos lo que no somos y no somos lo que somos. Pero esta astucia siempre se vuelve contra sí misma. Ya que si fué ramos lo que somos la mala fe sería inconcebible, como sería absurdo, por ejemplo, la prescripción, el deber de la sinceridad recogida en la máxima: “Hay que ser lo que se es”. El deber sería ya el ser. En el caso del hombre, no obstante, esta máxima no se cum ple del mismo modo que en los seres en sí: “El camarero no puede ser inmediatamente camarero en el sentido en que este tintero es este tintero, en el que el vaso es vaso [...]. No cabe ninguna duda de que yo soy en un sentido camarero -si no, ¿no podría lla marme también diplomático o periodista?-. Pero, si lo soy, no puede ser en el modo del ser en sí. Lo soy en el modo de ser lo que no soy” (Sartre, 1943: 94-95). El deber de ser lo que se es, el ideal de que el para sí sea un en sí, denuncia ya la nada de la que es por tador: la imposibilidad de alcanzar su meta por la separación en el existente humano entre su ser y su no-ser: “La condición de posibilidad de la mala fe es que la realidad humana, en su ser más inmediato, en la infraestructura del cogito prerreflexivo, sea lo
Filosofías del siglo XX
Capítulo 3: Existenáalismos
que no es y no sea lo que es (Sartre, 1943: 102). La vía fenomenológica de Sartre le ha lievado a separarse radicalmente del idealismo cartesiano por él que llegó a verse tenta do Husserl: El ser de la consciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plfr na. Esta adecuación, que es la del en-sí, se expresa por esta sencilla fórmula: el ser es lo que es. No hay en el en-sí una parcela de ser que no sea sin distancia respecto de sí. No hay en el ser así conceb ido el más mín imo rastro de dualida d [f!j| . La característica de la consciencia, por el contrario, es que ella es una descompresión del ser. Es imposible, en efecto, definirla como coincidencia consigo misma” (Sartre, 1943: 110). La presencia a sí de la consciencia nunca será, pues, plena sino distanciada, lo que implica ya el mismo hecho de estar presente “a”. Dicho distanciamiento es justamente la nada. Nada es lo que separa a la consciencia de sí misma:
hace que, por primera vez, me ap ata ca a m í mismo como un en-sí, como un objeto ante su conciencia, como cuerpo:
En el caso que nos ocupa, nada puede separar la consciencia (de) creencia de la creencia, ya que la creencia no es nada distinto que la consciencia (de) creencia. La nada qu e surge en el corazón de la consciencia no es. Ha sido. La creencia, por ejem plo, no es contigüidad de un ser con otro ser, es su propia presencia a sí, su propia des compresión de ser. Si no, la unidad del para-sí se desfondaría en una dualidad de dos en-sí. Así el para-sí debe ser su propia nada (Sartre, 1943: 113-114).
Este es el paso sartreano hacia la intersubjetividad, tan trabajosamente conseguida en la apresentación analógica husserliana y que Sartre resolverá originalmente con la dia léctica de la mirada para escapar del solipsismo; el otro es siempre alguien que me mira, a diferencia de los demás objetos en-sí. La mirada del otro trasciende mi propia mirada y sitúa mi fundamento fuera de mí. Lo más terrible de este encuentro es descubrir que soy una posibilidad para el otro, que formo parte de su libertad, con la que colisiona la mía en una oscilación angustiosa del para-sí como objeto y como proyecto libre. Mie do, vergüenza y esclavitud ante la mirada del otro:
El para-sí existe siempre en esta separación que es un remitirse continuo de sí hacia otro que sí, un continuo éxtasis no hacia otro ser, sino hacia sí mismo como otro dis tinto de sí. El origen de este modo de existir es una degradación de la solidez del ser en sí, la disolución de la ident idad por la presencia a sí, una puesta en cuestión del ser por el ser mismo que conduce a la reflexividad del para-sí como perpetua carencia y desi dentificación, “proyecto original de su propia nada” (Sartre, 1943: 115). Pero de este proyecto de ser escapa algo de lo que el para-sí no es en absoluto fundamento: el hecho de estar en el mundo, su facticidad que él no funda y que no le permite que todo que de bajo el imperio de su elección. El mundo en el que el para-sí se encuentra ser deter mina el pro-yecto de éste y su ser como proyecto, porque es lo que, en cierto modo, t am bién lo hace distinto de sí: Lo que hay que señalar es que el Para-sí está separado de la Presencia a sí que le falta y que es su posible propio, en un sentido por Nada y en otro sentido por la tota lidad de lo existente en el mundo, en tanto en cuanto el Para-sí carente o posible es Para-sí como presencia en un cierto estado del mundo. En este sentido, el ser sobre el cual proyecta el Para-sí la coincidencia consigo es el mundo (Sartre, 1943: 138-139). El para-sí se halla arrojado en el mundo como proyecto. Junto a la facticidad, y para concluir este esbozo de la fenomenología de la existencia en Sartre, encontramos tam bién la ape rtura hacia el otro. El tránsito se realiza a través de la vivencia fenomenológ i ca de la vergüenza. La vergüenza es una aprehensión de algo que se da en mi conciencia, pero del modo peculiar en que no me basto a mí mismo"para sentirla: implica necesa riamente un tercero ante el cual, ante cuya mirada, surge dicha sensación. Ese tercero
Es vierto que m i vergüenza no es reflexiva, ya que la presencia de otro a mi con ciencia, aunque fuera bajo el modo de un catalizador, es incompatible con la actitud reflexivaísen el campó dé tai reflexión nunca puedo encontrar nada más que mi propia consciencia. Ahora bi g u á otro es el mediador indispensable entre yo y yo mismo: ten go vergüenza de mí tal y como aparezco ante otro. Y, por la aparición misma de otro, me pongo en condiciones de realizar un juicio sobre mí mismo como sobre un objeto, ya que es como objeto como aparezco al otro [...] necesito al otro para captar plenamente todas las estructuras de miísfir, el Para-sí remite al Para-otro (Sartre, 1943: 260).
En estas circunstancias... no me queda otra solución que intentar recuperar el ser que el otro, verdadero escándalo, me ha robado. Para eso es preciso que yo constitu ya al otro en objeto, ya que, como sujeto, se halla fuera de mi alcance, pero, en cuan to lo constituyo en objeto, ya no puedo reconocerme en él... y caigo nuevamente en mi ipseidad. Basta una mirada del otro para que todos mis artificios se derrumben. Consiguientemente permaneceré en una atmósfera de conflicto. Sencillamente “el con flicto es el sentido originario del ser-para-otro” (Gorri, 1986: 210-211). La dialéctica hegeliana revisitada por Sartre nos sume en la más profunda negatividad de la existencia intersubjetiva radicada en el conflicto aniquilador de las libertades confrontadas. Quizá la conceptualización de la mirada como mero poder de objetiva ción del para-sí sea un paso demasiado rápido en el cuidadoso análisis sartreano, tal vez inmotivado o, mejor, sobredeterminado. La posibilidad de relación de la mirada no se reduce a la objetivación ni a la lucha que posteriormente se instaura, del mismo modo que la dialéctica del amo y el esclavo tampoco está revestida del carácter de necesidad. Justamente en este punto, aunque no sólo, se distanciarán los diversos existencialismos y sus distintos talantes en aras de una visión menos trágica de la existencia intersubjeti va y una conceptualización de la alteridad fuera de estos cánones. Paradigmática es la vía absolutamente innovadora que abrirá Lévinas y, en otra clave muy distinta, el persona lismo y el pensamiento dialógico. Quizá esta poco satisfactoria salida del conflicto de la libertad llevara al propio Sar tre a buscar otro tipo de solución menos individualista en su compromiso marxista y en
Filosofías del siglo XX
llevar a cabo una Critica de la razón dialéctica (1960), su segunda obra capital en el ámbi to ensayrstico. El socialismo parecía poder conjugar más exitosamente ai hombre, a la libertad y a la sociedad. A su vez, el pensam iento sartreano quizá hiciera recuperar al marxismo de la época la preocupación por la libertad, un tanto marginada por el enipeño en mo delar las estructuras de la sociedad ideal d e convivencia. Trataremos de este asunto, no obstante, en el tema dedicado a los marxismos del siglo XX.
3.2. Existencialismo y trascendencia: Jaspe rs, Marcel Lo que complica las cosas es que hay dos especies de existencialistas: los prime ros, que son cristianos, entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad (Sartre, 1 988: 14). Lo más decisivo, a nuestro juicio, de la célebre clasificación sartreana no es el hecho de la profesión de fe de estos o aquellos pensadores ni su ateísmo más o menos militante, sino como se aborda en su pensamiento la relación con lo otro, con mayúsculas o minús culas, y qué lugar ha y en sus respectivas filosofías para la apertura a la trascendencia, tam bién esta con o sin mayúsculas. En este sentido, tal vez el polémico existencialismo neideggeriano no podría alinearse con el de Sartre y la ruptura definitiva de la Can a sobre el humanismo podría considerarse desde este punto de vista. El existencialismo de Jaspers (1883-1969) lleva a cabo con decisión este giro hacia la trascendencia y la búsqueda de una Existencia más auténtica e irreductible al mero existir del Dasein. Del Dasein a la Existenz suele ser un título con bastante fortu na y muy extendido cuando se expone económicamente, de forma un tanto rimbombante y afo rística, el conjunto de la filosofía jaspersiana. La necesidad para el Dasein de llegar a efec tuar este “salto” hacia la existencia será el hilo conductor de su propuesta. Entre lo anec dótico y la reflexión biográfica más profunda, se suele aducir como uno de los motivos primeros del filosofar de Jaspers su procedencia de la psiquiatría como razón de peso, por un lado, para profundizar en lo más inso ndable del hombre desde la perspectiva ofre cida por la locura y, por otro, en el mantenimiento de una confianza en la racionalidad sabiendo a ésta mortalmente herida y habitad a por la sinrazón y lo supra o irracional. Sea como fuere, sin querer encontrar una explicación para todo y trazar necesariamente una linea que una su Psicopatologia gene ral de 1913 -año crucial para la fenomenología— con su Psicología de las concepciones del mundo (1919), su Filosofía (1932) o su Filosofía de la existencia (1937), si es cierto que, como ya hemos observado en otros filósofos que prolongaron originalmente el camino de la fenomenología, la existencia va a adquirir un enorme peso que contrastara con la confianza depositada por Husserl en la razón y en el sujeto consciente. Para Jaspers será crucial el “esclarecimiento de la existencia” ( Existenz-
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erhellt/ng), en cuyo desarrollo la fenom enolog ía —en la particular versión de psicologí a fenomenológica o psicología descriptiva que de ella hace Jaspers sin que parezca aclarar se en exceso respecto del propósito original husserliano—a la que pretendía adscribirse en un principio, se va a revelar como demasiado estrecha de miras para superar la expli cación psicologista. En su obra programática, Filosofía, e ncontramos esbozado s los tres ámbitos en los que podrá y deberá desenvolverse cualquier indagación filosófica: el mundo, la existen cia y, aportación novedosa, la trascendencia, a los que se dedican cada uno de los tres tomos. La lucha fundamental que debe acometer el filósofo es la superación del cienti ficismo como objetivación de la existencia y supresión de la trascendencia: Quien había buscado en la ciencia la razón de su vida, la guía de sus actos, el ser mismo, debió de quedar desengañado. Se trataba de volver a encontrar el cami no hacia la filosofía. Nuestro filosofar actual está sujeto a las condiciones impuestas por esta experiencia de la ciencia. El camino desde la desilusión provocada por una filosofía inválida hasta las ciencias reales, y de las ciencias, de nuevo, a una filosofía auténtica, es de tal naturaleza, que debe configurar la manera posible de filosofar hoy (Jaspers, 1984: 16). Más aún, como intento de cerrar e imposibilitar ese “salto” que hará que el Dasein acceda finalmente a la Existenz. El camino del conocimiento transita así desde las cien cias y el saber del mundo objetivo a las ciencias del espíritu, la filosofía, para llegar al encuentro con lo trascendente en la experiencia que proporcionan las “cifras” de la reli gión, el arte, los mitos, etc. La verdadera filosofía se define, pues, com o apertura a la tras cendencia, como ruptura de horizontes y resistencia a encerrarse en sí misma y en un saber clausurado, continuo autotrascendimiento más allá de sí misma: “El filosofar, a fuerza de pensamiento, insta y empuja hasta allí donde el pensar se convierte en la expe riencia de la realidad misma. Y, no obstante, para llegar ahí yo debo pensar siempre, sin estar ya realmente en este pensar en cuanto tal. En el camino del pensar provisional pre paratorio experimento un más-que-pensar” (Jaspers, 1984 : 23- 24). Filosofía de la existencia traza un recorrido tripartito similar que va desde el “ser de lo abarcador” a la verdad y, por último, a la realidad, en el que el dinamismo del filoso far se expresa igualmente mediante esta figura del autotrascendimiento, el salto, la aper tura y la continua superación de las insuficiencias que halla el hombre en todos los cam pos del saber. Lo que nos sale al paso son siempre modos determinados y concretos de ser pero nunca el ser mismo: “Ningún ser conocido es el ser”. Al mismo tiempo, descu brimos que el ser, aquello que se nos escapa, es irreductible al saber y que de él debere mos tener noticia por medios distintos de la teoría, cuyo proceder tiende a neutralizar lo y constreñirlo a la esfera de lo posible, de lo objetivo: Vivimos continuamente en un horizonte de nuestro saber. Sin embargo, vamos más allá, abarcando la perspectiva que hay detrás del horizonte y que se nos rehúsa. Pero no logramos ningún punto de vista en el que acabe el horizonte limitador y des
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de el cual podamos abarcar el todo sin horizonte jfgtrrggo, que por tanto m no segui ría señalando hacia otra cosa El ser queda para nosotros sin cerrar, nos arrastra por todos lados hacia lo ilimitado [...]. Así es el proceso de nuestro progresivo Bgpocer. Mientras reflexionamos sobre este proceso nos preguntamos por el ser mismo que, sin embargo, parece retroceder siempre ante nosotros con el manifestarse de todas las apariencias que nos vienen al encuentro. A este ser lo llamamos ¡o abarcador; pero no es el horizonte en el que reside nuestro saber particular, sino lo que jamás se hace visi ble ni siquiera como horizonte; más bien es aquello de lo que surge todo nuevo hori zonte. Lo abarcador es lo que siempre se anuncia -en los objetos presentes y en el l'ssrizonte- pero que nunca deviene objeto. Es lo que nunca se presenta en sí mismo, mas a la vez aquello en lo cual se nos presenta todo lo demás. Al mismo tiempo, es aque llo por lo que todas las cosas no son sólo lo que parecen inmediatamente; fino por lo que quedan transparentes (Jaspers, 1984: 25-26). Lo abarcador se divide en modos que el conocimiento deberá ir transitando progre sivamente: pasará del mundo objetivo a la conciencia en general y al existente (dentro de la inmanencia), para dar el salto crucial hacia lo trascendente mediante el espíritu y la existencia. Esta será la decisión fundamental que tomará el filósofo y, podríamos aña dir, donde se separa el camino común de los existencialismos: “La de si negaré el salto que lleva desde la tota lidad de la inmanencia a la trascendencia, o si haré de la ejecución de este salto el punto de partida del filosofar” (Jaspers, 1984: 36). Lo que está en juego es la libertad como apertura a la trascendencia. Existe, de hecho, una libertad en la inma nencia que hace de tod a búsqueda una tarea inacabable y abocada al fracaso, a la con frontación con la nada; pero la libertad verdadera nace más allá de este impasse al que conduce la libertad inmanente: “Pues la libertad de la existencia se da sólo como iden tidad con el surgimiento originario en el que encalla el pensar” (Jaspers, 1984: 37). La libertad y la nada en la temadzación jaspersiana, como vemos, se encuentran en las antí podas de la conceptualización que de las mismas hace Sartre justamente por la intro ducción de la trascendencia, lo que haría del existencialismo de éste en términos de Jas pers, un “pensar provisional preparatorio” anclado en la verdad del Dasein y del espíritu incapacitado para el acceso a la Existenz. Dicho acceso se presenta bajo los caracteres de excepcionalidad y autoridad. Ambas dimensiones apuntan al desbordamiento de la esfera de la cotidianidad y el saber. “La excepción no es sólo un raro acontecimiento llevado al límite -así en las figuras excep cionales e impresionantes, como Sócrates-, sino lo que está presente en toda existencia posible. Pues la historicidad como tal incluye en sí lo excepcional, que está indisoluble mente unido a lo universal. La verdad de la existencia tiene el carácter de ser también siempre excepción mediante la forma de todos los modos de lo universal” (Jaspers, 198 4: 83). Las famosas “situaciones-límite” a las que ha quedado reducida y con las que se vul gariza el pensamiento jaspersiano portan este carácter de excepcionalidad como apertu ra a lo otro y trascendimiento del saber. Estas Grenzsituationen permiten al Dasein salir del mundo, esclarecer su existencia y acceder a la metafísica, al sendero de la realidad misma. El clásico “ser en el mundo”, la “situación” tematizada por la filosofía existencial,
C a p í t u l o 1 ; E x i e t e n c i a l i sm o s
SCK »SÍ ampliado; en Jaspers por la situación límite que nos aparta de la existencia empi rics y n g n en cierto modttv de la mera situación hacia algo que es más que un estar situado, algo quefevelajlprofundidad de toda situación como salto desde la inm.inencia, donde lo trascendente trans-parece. Cabe las situaciones límite; el ser, lo abarcador, la realidad misma, la trascendencia se revela también en lo que Jaspers denomina “cifras”. En principio, cualquier aconteci miento, cualquier realidad puede adquirir este valor de desvelamiento: “La cifra es para la filosofía la forma de És realidad trascendente en el mundo, en la que todo puede ser cifra y nada es cifra concluyente para el intelecto” (Jaspers, 1984: 115). Las cifras serían el lenguaje propio del ser que excede todo saber y la lectura, pues el adecuado salir al encuentro de estas cifras no puede entenderse tampoco como una interpretación de las mismas: no hay una hermenéutica de las cifras. La cifra no es un fenómeno, aunque podría decirse que, en última instancia, ocupa el lugar del fenómeno: Sólo en el oír del ser como cifra percibimos la indudable realidad; en el oír existe como una conversión [.H El lenguaje de la realidad trascendente es una objetividad de origen incomparable e indeducible. Es el lenguaje de las cifras para la filosofía. Es la presencia de la trascendencia real en el mito y revelación para la religión (Jaspers, 1984:112). . " ~ ‘ La cifra no se interpreta, ni siquiera se entiende: su valor reside en situarse más allá de la comprensión y prometer tan sólo, anunciar, transparentar, arrancarnos de la nada para anclarnos en la existencia auténtica. La inmersión en la profundidad de la existencia conducirá a Gabriel Marcel (1889 1973), el más asistemático tal vez de los pensadores existencialistas, a una prolífica obra donde se entremezclan las reflexiones sueltas, las anotaciones, los diarios, las obras de teatro como el mejor modo de expresar el drama y el gozo de la existencia. Se trata, en efecto, de no neutralizar la intensidad de las vivencias humanas en el encorsetamiento de moldes abstractos; y exangües. La audacia de su Journal métaphysique (1913-1922), retomado más tarde en Etre et avoir (1928-193 3), consiste en esto precisamente, con trastando fuertemente su lectura con los textos canónicos de otros pensadores de la exis tencia, como la Filosofía de Jaspers o El sery la nada de Sartre, donde la estructura y la arquitectónica del texto no dejan a veces transparentarse al hombre que quieren traer a escena. Marcel aportará al existencialismo la figura de la revelación y del misterio, con duciéndolo finalmente por los senderos del personalismo, destacando como experiencias clave vivencias en aparien cia mucho menos trágicas y conmovedoras qu e las que se sue len asociar a la filosofía de la existencia, tal es el caso de la fidelidad, el amor o la espe ranza. Su conversión al catolicismo en 1929 - “He sido baut izado esta mañan a en una disposición interior que apenas me atrevía a esperar: ninguna exaltación, sino un senti miento de paz, de equilibrio, de esperanza, de fe” (Marcel, 1 991: 24 ) - y su activa militan da en pro de éste le harán un flaco favor a su posteridad filosófica. La deriva hacia el pietismo y lo poce? atractivo de un pensamiento “fácil” y sin estridencias que parece no
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afrontar los abism os de lo humano, así como su pereza ante la srxmmañcidad, serán acu saciones continuas encaminadas a apartarlo de la comunidad filosófica y ubicarlo más bien en el gremio de los predicadores. Uno de los abordajes iniciales de la existencia humana desde la perspectiva de Mar cel es el que realiza teniendo como trasfondo el eje polémico del tener y el ser en el que se sitúa el hombre. En sus análisis del ser y del tener recurre el pensador a la disciplina que le impone la fenomenología, que intenta trascender hacia lo que a veces llama “hiperlenomenología”, con el fin de no despegarse de la existencia inmediata en el mundo: “Tal vez se pueda preguntar por qué, en estas condiciones,yo mismo he utilizado el término de fenomenología. Pero responderé que es preciso señalar del modo más real que sea posible aquello que hay de no psicológico en una investigación semejante; realmente ver sa sobre contenidos de pensamiento que se trata propiamente de hacer emerger, de hacer que afloren a la luz de la reflexión” (Marcel, 1991: 114). La distinción básica que reali za en la esfera vivencial es la que aparece entre los sentimientos que “tengo” y los senti mientos que “soy”. Dos modos contrapuestos de comprenderse el hombre y dos modos que implican una relación y un estar en el mundo diferentes a radice. Subyace una crí tica a la sociedad tecnificada que ha desfondado al hombre y lo ha vaciado de sentido, colmando dicha falla mediante la posesión, supliendo el tener al ser y escindiendo al suje to que se ve a sí mismo como objeto, como de su propiedad, frente a sí. Ya en 1923 (16 de marzo) escribía Marcel en su diario: ‘ En el fondo todo se reduce a la distinción entre lo que se tiene y lo que se es Sólo que es extraordinariamente difícil expresarlo en forma conceptual y debe, no obstante, ser posible hacerlo. Lo que se tiene presenta evidentemente una cierta exte rioridad en relación a uno mismo. Esta exterioridad no es sin embargo absoluta. En principio, lo que se tieneson cosas (o algo que puede asimilarse a cosas y en la medi da precisa en que esta asimilación es posible). En el sentido estricto de la palabra, no puedo tener sino algo que posee una existencia hasta cierto punto independiente de mí. En otras palabras, lo que se me añade; es más, el hecho de ser poseída por mí se añade a otras propiedades, cualidades, etc. que pertenecen a la cosa que tengo. Un índice claro de la escisión que recorre al sujeto de parte a parte es la posesión del propio cuerpo, un cuerpo que se tiene en lugar del cuerpo que se es. Será la vía que explo re también Me rleau-Ponty y que en Marcel está sobredeterminada por lo qu e él llama la encarnación: Siempre que afirmo que una cosa existe es porque considero a esa cosa como vin culada con mi cuerpo, susceptible de ponerse en contacto con él, por muy indirecta mente que sea. Solo que de lo que hay que percatarse adecuadamente es que esta prio ridad que le atrtbuyo así a mi cuerpo depende del hecho de que éste se me da de modo no exclusivamente objetivo, depende del hecho de que es mi cuerpo. El carácter a la vez misterioso e íntimo de la vinculación entre mi cuerpo y yo (a voluntad no utilizo e termino relación) colorea en realidad todo juicio existencial. Esto implica decir que
no .sé puede disociar realmente: la existencia; la consciencia de sí como existente; la consciencia de sí como vinculado a un cuerpo, como encarnado. De ahí parecen resul tas-varias confftuencias importantes, 1°. En primer lugar, el punto de vista existen cial sobre la ráfiidad no parece poder ser más que el de una personalidad encarnada. ■ J La encarnación -dato esencial de la metafísica-. La encarnación, situación de un ser qué Se aparece como ligado a un cuerpo. Dato no transparente a sí mismo: oposi ción al Cogito. De este cuerpo no puedo decir ni que soy yo, ni que no soy yo, ni que és para mí (objeto). De entrada, la oposición del sujeto y del objeto se halla trascen dida,!„.]. Examinar si la encarnación es un hecho; no me lo parece, es el dato a par tir del cual un hecho es posible (lo que no es cierto del cogito). Situación fundamen tal y que, en rigor, no puede dominarse, controlarse, analizarse. Es justo esta posibilidad lo que ggjafirma cuando declaro, confusamente, que soy mi cuerpo, es decir: no se me puede tratar como un término distinto de mi cuerpo (Marcel, 1991: 14-15, en fecha 22-1,1-1928). En esta larga cita se puede comprobar la finura de los análisis marcelianos impregna dos de fen omenología, q ue recuerdan, más bien habría que decir que preceden en veinte años, a los del fenomenólogo del cuerpo p ar excellence. En Marcel se abre la vía del cogito encarnado, inscrito corporalmente en el mundo, más acá de la objetivación del mun do y del cuerpo propio (que analiza sutilmente desde la experiencia del suicidio), desde el que se abre a la realidad y a los otros no como mero espectador reflexivo y desinteresa do sino como partícipe de la existencia. El distanciamiento con respecto a toda forma de idealismo f, más concretamente, el distanciamiento respecto del cogito cartesiano será definitivo. El arraigo en la existencia de la reflexión de Marcel se torna indiscutible en esta anotación del 12 de junio de 1929, que constituye, podríamos decir, casi un canon del existencialismo en el más puro estilo del movimien to y en fecha muy temprana: Problema de la prioridad de la esencia en relación a la existencia que siempre me ha preocupado. En el fondo, creo que hay ahí una pura ilusión debido a que opo nemos lo que no es sino concebido (y que creemos poder permitirnos tratar como no-existente) a lo que es realizado. En realidad, no hay ahí más que dos modalida des existenciales distintas. El pensamiento no puede salir de la existencia [...]. El paso a la existencia es algo radicalmente impensable, algo que ni siquiera tiene sentido. Lo que llamamos de este modo es una cierta transformación intraexistencial [...]. En este respecto, un cierto cartesianismo, y sobre todo un cierto fichteísmo, me pare cen los errores más graves de los que ninguna metafísica se ha hecho culpable. Nun ca se dirá lo bastante cuánto más es preferible al cogito -que nos expone al puro sub jetivismo- la fórmula es.denkt in mir. El “yo pienso” no es una fuente, es un obturador (Marcel, 1991: 26). ’ ' Desde esta encarnación del pensamiento, el hombre ha de ser capaz de remontarse des de la inmediatez de la existencia a lo trascendente, desde lo que no se le aparece más que como problema que tiene que resolver, a la dimensión del misterio. Es lo que tematiza Mar cel como el paso de la reflexión primera a la reflexión segunda, el recogimiento. Hemos de
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si_pai.ii nos de la experiencia háéia lo metaproblemático, hacia lo que no «sim plem ent e expenenciable, objetivable, ante los ojos. El ser no es un problema ni objeto de-conocimiento. C0IJ0ccr un disponer de. una relación objetivante. No ftpu ed e disponer deí misterio. 1or ello, el salto desde el conocer a esta otra esfera de la ontología debe estar preparado pi§ la revelación: Una ontol ogía así orientada está evidentemente abierta en la dirección de una revelación que, por otra parte, no podría ni exigir, ni presuponer, ni integrar, ni siquiera, hablando en términos absolutos, comprender, pero cuya aceptación puede, en cierta medi da, preparar. Es posible, a decir verdad, que esta ontología no p ueda desarrollarse de hecho mas que sobre un terreno preparado co n anterioridad por la revelación” (Marcel, 1991: 85). La distinción entre problema y misterio corre pareja a la establecida entre ser y tenes I mundo del tener de la sociedad de consumo vuelve opaca la dimensión de apertura al ser lo mismo que oscurece nuestro ser conviniéndonos en simples poseedores anguja tiados por no poder tenerlo todo y por perder lo poco que tenemos, -transformándonos en nada desposeída, en meros vivientes y no en existentes. El asunto central es poder pasar del conocimiento, del saber, a esa otra fo rma de aproximación existencial que requie re el misterio ontológico, sin disimularlo, traicionarlo ni aniquilarlo. Los derroteros de este pensar existencial se alejan aquí considerablemente de los existencialismes, así Ha« mados por Sartre, ateos: Parece claro que entre un problema y un misterio se da la diferencia esencial de que un problema es algo con lo que tropiezo, que encuentro por entero ante mí, pero que por eso mismo puedo abarcar y reducir -mientras que un misterio es algo ejj .o que yo mismo estoy comprometido y que, por consiguiente, no es pensable más que como una esfera en la que la distinción de lo en mí y de lo ante mí pierde su significación y su valor inicial [...]. Sin duda siempre es posible (lógica y psicológicamente) degradar un misterio para hacer de él un problema; pero éste es un procedimiento profunda mente vicioso y cuyas fuentes deberían quizá buscarse en una especie de corrupción de la inteligencia [...]. Debe evitarse cuidadosamente toda confusión entre el misterio y lo incognoscible; lo incognoscible no es, en efecto, sino un límite de lo problemático que no puede actualizarse sin contradicción. El reconocimiento del misterio es, por el con nano, un acto esencialmente positivo del espíritu, el acto positivo por excelencia [ J . El itinerario metafísico esencial consistiría pues en una reflexión sobre esta reflexión, en una reflexión elevada a la segunda potencia, por la cual el pensamientose tiende hacia la recuperación de una intuición que se pierde, en cierto modo, en la medida en que se ejerce. El recogimiento, cuya posibilidad efectiva puede verse como el indicio ontoógico más revelador del que disponemos, constituye el medio real en cuyo seno dicha recuperación es susceptibl e de culminarse con éxito (Marcel, 199 1: 83).
3.3. Del personalismo al diálogo: Mounier, Bubcr
Los vínculos del personalismo de Mounier (1905-1950) con la filosofía existencial son evidentes. No sólo por la conexión directa que establece con Gabriel Marcel, con quien
funda la,revísta. Esprit en 1932,: sino por las apreciaciones que el propio Mounier hace en su bitroílsgcidii ¡g los existencialismos (1947). Desde una consideración de carácter más general como la que tiende a identificar filosofía y existencialistno, “en rigor, no hay filosofía que ato sea existencialista. La ciencia trata de las apariencias. La industria se ocupa de las utilidades. Uno se pregunta lo que haría una filosofía si no explorara la existencia de los existentes” (Mounier, 1990: 88), hasta descender a lo más concreto, donde coincidirían existencialismo y personalismo cristiano, la filiación es indiscutible: “¿No sería mejor decir simplemente que el existencialismo es otra manera de hablar el cristian ismo?’ (Mounier, 1990 : 90). El célebre árbol existencialista que aparece al comi en zo de esta obra sitúa al personalismo como una rama más de dicho árbol, a la derecha, formando parte del existencialismo cristiano, entre Jaspers, la rama mayor de todo el árbol, y Gabriel Marcel. Entrente, el existencialismo ateo representado por Heidegger -la segunda rama en tamaño-, que nace de una especie de tocón o bulbo, extraña pro tuberancia arbórea, que representa a Nietzsche. Sartre, nada es azar, no es más que una ramita, a la izquierda del todo, que nace de Heidegger. La simpatía por Sartre no es muy acentuada y aún menos por la moda existencialista que ha hecho correr y que tan to ha “desprestigiado” al movimiento. El libro comienza con un gran despliegue de fue gos artificiales: El último absurdo del siglo tenía que ser la moda del existencialismo: La entrega al parloteo cotidiano de una filosofía cuyo único sentido es arrancarnos de ese mismo parloteo [...]. La angustia del mundo encerrado entre las paredes de un café donde se charla, y ya sus corazones quedan satisfechos. Este es el primer tropiezo del existen cialismo [...]. N o se trata de tomar represalias y excluir a Jean-Paul Sartre del exis tencialismo porque el ala mundana de su influencia se dedique a estafar a la etiqueta. Pero es hora de dar a cada uno lo suyo y, dejando aparte la moda, poner esa mezcla de existencialismo e inexistencialismo, que constituye el sartrismo, en su lugar: Ser el últi mo vástago de una de las tradiciones existencialistas, tradición que, surgida de Hei degger, se ha constituido ella misma en oposición radical a los fundadores de la moder na filosofía de la existencia (Mounier, 1990: 87). Como se ve, la traición al existencialismo es la que ha llevado a cabo Sartre, recla mándose el personalismo cristiano como su continuación más auténtica, aunque para ello el árbol existencialista haya de hundir sus raíces en Sócrates, el estoicismo, San Agustín y San Bernardo, pasando por Pascal y Main de Biran. Lo único que queda en común es el tronco kierkegaardiano y la copa fenomenològica. La poda sartreana del árbol de Mounier ni siquiera resulta imaginable. De todos modos, la Introducción a los existencialismos no deja de ser una referencia obligada y clarividente sobre el tema, sabiendo quién, desde dónde y por qué lo escribe. Y que llama “inexistencialismo” al pensamiento de Same por su renuncia a la trascendencia y su insistencia en el absur do y la nada, amén de otras patéticas consideraciones del tipo: “En el eje Heidegger Sartre se propone una especie de privilegio irritante para la angustia irresoluta, para la conciencia desgraciada, un dolorismo ontológico. Verdad es que esto no es más que
Capítulo 3: F.xistencialismos
F i l o s o f í a s del s i g l o XX
literatu ra * El absur do no se refuta, pero puede rechazárselo. Y rechaza? razonable mente. Es absurdo que todo sea absurdo” (Mounier, 1990: 12j y 125). El quid del existencialismo cristiano es considerar la nada, la desesperación y el absurdo situados en “el lugar que ocupa la duda metódica al iniciarse la reflexión cartesiana” (ibídem), a saber, como mero tránsito hacia la trascendencia, la certeza, la quietud espiritual y la plenitud de sentido. Un angustiado y fugaz “aparta de mí este cáliz” para correr a abrazar la paz de la fe, desde luego más allá del absurdo, siguiendo los pasos de Ter tuliano. El desgarramiento de la cultura europea y la sociedad occidental aparecen a los ojos de Mounier no sólo como un fracaso del capitalismo, la industrialización y la tecnificación, la despersonalización del comunismo, sino que achaca también las culpas de ello al propio cristianismo (lo que nunca le perdonará el catolicismo más fanático y ultra conservador, atragantado desde un principio con el “filocomunismo” de Mounier), como se recoge en La cristiandad difunta (1950): La inflación sufrida en Europa entera de partidos demócrata-cristianos, a los que algunos se unen como si fuera un renacimiento, no nos engaña, no es más que un ede ma en ese cuerpo enfermo de la cristiandad [...]. Nacidos para desligar al mundo cris tiano de sus solidaridades reaccionarias, los partidos demócrata-cristianos, por un des tino singular, corren el riesgo de convertirse en el supremo refugio. Const ituidos contra la alianza del trono (o de la banca) y del altar, tienden a sustituir, con cincuenta años de retraso en la historia, al Santo Imperio o a la Monarquía cristiana por una forma de “Santa Democracia” que comporta las mismas ambigüedades. N o es con las auda cias de nuestros abuelos con las que responderemos a las angustias de nuestros hijos. No es con un clericalismo centrista con el que extirparemos el clericalismo conserva dor (Mounier, 1990: 555-556). Da escalofríos leer este texto de 1946 y pensar casi inmediatamente en n uestro país, en nuestra “Santa Democracia” y en el baile de letras que se produjo a fines de los noven ta en la Internacional Dem ócrata-Cristiana hacia la Internacional Dem ócrata-Centris ta. La denuncia de Mo unier sigue vigente y desoída, tanto que lo que él veía como un claro retroceso hoy se vende como proyecto de futuro. Mas centrémon os en el personalismo. En el prólogo a ¿Qué es el personalismo? (1947), que supone una relectura del Manifiesto a l servicio del Personalismo de 1936, se establece una precisa declaración de intenciones: “El ‘personalismo’, en cuanto dependa de mí, no será jamás un sistema ni una máquina política [...]. El mejor des tino que puede tener el personalismo es que, habiendo despertado en bastantes hom bres el sentido total del hombre, desaparezca sin dejar rastro, por haberse confundi do comple tamen te con el cotidiano transcurso de los días” (Mounier, 199 0: 195). Mounier hereda de Marcel el antisistematismo para hacer justicia a la persona, por ello no desea su cristalización en una filosofía. Aspira a penetrar en las conciencias porque en el fondo lo único que propone es un “sentido total del hombre” que se dilu ya en la vida misma; no es un credo, ni un dogma, sino la reivindicación del hombre
mismo. Según confiesa Mounier, la necesidad del personalismo nace de la crisis de Wall Sfcpet de 1929 y de la crisis .espiritual de Occidente para prop ugnar: “La R evo lución moral f£rá económica o no será. La Revolución económica será ‘moral’ o no será nada ” (Mounfer, 1990: 199). La primera consigna, pues, de Mounier, es el com promiso con la trasformación de las estructuras sociales injustas. Y dicho com prom i so nace de que la existencia es una “existencia incorporada”: “El hombre, así como es espíritu, es también cuerpo. Totalmente ‘cuerpo’ y totalmente ‘espíritu [...]. No hay en mí nada que no esté mezclado con tierra y sangre [...]. La unión indisoluble del alma y el cuerpo es el eje del pensamiento cristiano” (Mo unier, 1990: 4 63 ). C om promiso que “es para nosotros inseparable de una filosofía del absoluto o de la tras cendencia del modelo humano” para evitar que caiga en ese conformismo alentado por un realismo que no fuera más que un idealismo al revés. Lo que preocupa a Mou nier en todo momento es la “revolución” personalista y comunitaria, más que los jue gos intelectuales. La suya es una filosofía de la acción contra lo que llama insistente mente el “desorden establecido” , y, de hecho, a la luz de este párrafo no sorprenden las acusaciones de marxismo:
"
Hay que repetir en el plano de la acción lo que acabamos de decir en el plano de la explicación. En todo problema práctico es necesario asegurar la solución en el pla no de las infraestructuras biológica y económica si se quiere que las medidas tomadas en otro sean viables. Este niño es anormalmente perezoso o indolente: Examina d sus glándulas endocrinas antes de darle sermones. Este pueblo protesta: Mirad sus tablas de sueldos antes de denunciar el materialismo. Y si le deseáis más virtudes, dadle pri mero esa seguridad material (Mounier, 1990: 468).
Hemo s de terminar este apretado bosquejo incidiendo en el carácter comunitario del pensamiento de Mounier, para el que el individualismo “Es la antítesis misma del personalismo y su adversario más próximo” (Mounier, 1990: 474). La persona no surge y crece más que purificándose del individuo que hay en ella y abriéndose al otro, vol viéndose disponible. La comunicación interpersonal es para Mounier un hecho primi tivo “al punto de que constituye un pleonasmo designar a la civilización que persigue como personalista y comunitaria [...]. El primer acto de la persona es, pues, suscitar con otros una sociedad de personas” (Mounier, 1990: 475-476 ). La persona se definirá por cinco rasgos primordiales que son el salir de sí, el comprender situándose en lugar del otro, el hacerse cargo de los demás y del destino, el dar como generosidad gratuita sin economía de cálculo y la fidelidad como perfección de cada uno de los actos anteriores en la continuidad de una vida. Tal vez el más conciso mod o de resumir lo me jor que impulsa al movimiento personalista sean las palabras que encabezan el último capítulo de ¿Qué es el personalismo? donde se condensan su vocación transformadora, su radical comprom iso, su espíritu revolucionario y crítico y su apertura a la trascendencia y al otro con la pasión y entrega de la que hizo gala Mounier a lo largo de su vida: “Henos aquí ahora a punto...” (Mounier, 1990: 263).
Filosofías del siglo
XX
No dejaría de resultar en extremo interesante establecer un paralelismo entre, de un lado, la crítica interna y la profunda renovación del catolicismo soñada por Mounier y Marcel y, de otro lado, la labor similar llevada a cabo en el seno del judaismo por Buber y Lévinas: que esto haya ocurrido casi en los mismos años en el seno de tradiciones tan distintas, a lo que no es ajeno el desastre europeo, y que, en cierta medida, los resulta dos puedan inscribirse dentro de rótulos en los que todos estos pensadores se avienen mal que bien, como el de personalismo, pensamiento dialógico o filosofía de la existen cia, coincidiendo todos ellos además en una oposición o decidido afán de superar la feno menología, ciertamente da que pensar. Hacer esto en aras de un ecumenismo religioso o filosófico, no obstante, volvería a estropearlo todo, a reintroducir la violencia metafísico-dialéctica y a desbaratar lo más genuino de esta corriente: la irreductibilidad de la alteridad y la originariedad -ética, no cognoscitiva- del encuentro, de la relación con el o lo Otro. Buber (1878-1965), como hemos apuntado, se inscribe de lleno en la tradición jud ía y b uen a p arte de sus escri tos, la may oría , están cons agra dos a la lectu ra y el d iá logo con dicha tradición. Sus obras comp letas, divididas en tres partes, son buen tes timonio de ello: la primera parte recoge sus escritos filosóficos y políticos; la segunda, los escritos sobre la Biblia; y la tercera, los escritos sobre el Hasidismo. Justamente a la luz del judaismo es posible obtener una adecuada comprensión de algunos de los resortes fundamentales del pensamiento de Buber. Sus escritos sobre el Hasidismo y la recuperación de esta corriente de religiosidad para el presente forman parte del m ás ambicio so proyecto de iiberar al judaismo de un cierto estancamiento y refugio en la tradición y en los círculos más eruditos, sin capacidad para impregnar y revitalizar una reflexión sobre la actualidad y el mundo. Su reinterpretación del Hasidismo quiere poner de relieve la enseñanza básica de que la relación con Dios se basa primordial mente en la Alianza, no en la Ley ni en la Tradición. Lo fundante es el encuentro, la no oposición entre la vida en el mundo y la vida en Dios, así como la participación, la co-laboración del hombre en la redención (de aquí nacerá la singular hermenéutica bíblica buberiana que se enfrenta al texto como diálogo vivo y siempre novedoso con un Tú, antes que como una objetividad -un Ello- que conduciría a la fidelidad rabínica a la letra). Junto a esta interpretación “relacional” entre Dios y el hombre, coe xistirá el mand ato hebreo por excelencia de no hacerse imágenes ni representaciones de D ios, ni siquiera darle un nomb re para respetar su radical alteridad y no cosificarlo, objetivarlo. El pen samiento d ialógíco recogerá estas dos aportaciones de la cultura jud ía en l a ar ticu laci ón de las d os pala bras básic as con las que se co nfigu ra l a o bra filo sófica capital de Buber: Yoy Tú (19 23 ). En este libro se aprecia claramente la confrontación con la tradición occidental y la más reciente fenomenología en lo que a la problemática de la intersubjetividad se refie re, como ya hemos visto en los autores anteriores. La palabra básica Yo-Tú viene a rom per el objetivismo y la neutralización de la alteridad implícitos en la otra palabra básica Yo-Ello. El propio Yo se ve desdo blado, es distinto según se articule en una u otra de estas dos palabras, en el modo de la experiencia o del encuentro relacional:
Capítulo 3: Existencialismos
No existe ningún Yo en sí, sino sólo el yo de la palabra básica Yo-Tú y el Yo de la palabra básica Yo-Ello. Cuando el ser humano dice Yo, se refiere a uno de los dos [...] Ser Yo y decir Yo es lo mismo. Decir Yo y decir una de las palabras básicas es lo mismo. Quien dice una palabra básica entra en esa palabra y se instala en ella (Buber, 1993: 10). ' De aquí surgirá el problema fundamental del hombre, de instalarse casi con exclu sividad en la palabra básica Yo-Ello, en el ámbito de la experiencia, y descuidar la palabra básica primordial y la relación con el Tú. Porque ambos dominios son incom patibles y no se interrelacionan en el sentido de que “del ser humano a l que llamo T ú no tengo conocimiento experiencial [...]. La experiencia es el Tú en lejanía” (Buber, 1993: 15). Para Buber, la vivencia en el mund o, la experiencia, no es algo desagra dable o ingrato, es más, “sin el Ello no puede vivir el ser humano. Pero quien sola mente vive con el Ello no es ser humano” (Buber, 1993: 37 ). La dificultad estriba en la tendencia presente en la historia de la especie humana a una progresiva e impara ble ampliación de la esfera de la experiencia, del mundo del Ello; el crecimiento con tinuo del ámbito de lo útil, de lo pragmático y técnico por encima de la relación y la sociabilidad. La incompatibilidad de las dos palabras básicas se hace aquí más explí cita que nunca, ya que “la configuración de la capacidad de experiencia y de utili zación se logra sobre todo por la aminoración del poder relacional del ser humano, único poder por mor del cual el ser humano puede vivir en el espíritu” (Buber, 199 3:40 ). ' ‘ Frente a este perderse en el Ello, Buber considera que lo originario no es la expe riencia, sino la relación, y que, incluso cuando el Ello lo ha invadido todo, es posible hacer surgir de él el Tú: “El Ello es la crisálida, el Tú la mariposa”, dice metafóricamen te. En todo caso, el Yo, articulado con el Tú o con el Ello, es el gozne donde nos juga mos todo y donde tendrá lugar el juicio, dependiendo de en qué palabra decidamos ins talarnos. Recurriendo a la tradición judaica, Buber señala, de nuevo poéticamente, que: “El Yo es el verdadero schibboleth de la hum anid ad” (Buber, 1993: 63 ), a saber, la pala bra que según sea pronunciada, según dónde hagamos recaer el acento, frente a un Ello o dirigida al Tú, permitirá distinguir a unos hombres de otros, como los galaaditas de los efraimitas. Para Buber, sin embargo, lo que es primordial es la relación: “Al principio está la relación” es el desafío que lanza el pensamiento dialógico ai trascendentalismo fenomenológico, argumentándolo más o menos acertadamente con el recurso a los len guajes de los “primitivos”. Lo más destacable, de hecho, es esta intuición primordial del diálogo, de la relación írente a los calambures fcnomenológicos para llegar a la mera percepción apresentativa del cuerpo del otro que, al final, nunca acabará siendo más que un alter ego, un orto yo, pero nunca investido de la eticidad de ser otro-que-yo. El padre Caffarena, en su loable fidelidad a ultranza a la tradición trascendcntalista kantiana y, sin embargo, queriendo llegar desde ella, pero permaneciendo en ella y sin salirse de ella, al personalismo, concede la genialidad de esta aportación básica de Buber,
Capítulo 3: Existencialismos
Filosofías
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pero intenta llevar a cabo tina síntesis insólita que, si bien él ve “muy posible”, a noso tros parece cuando menos investida de la violencia connatural del trascendentalismo, pronto a digerir cualquier resto de alteridad que se le haya escapado en su desarrollo, a “refenomenologizarlo”. La agudeza de la propuesta del padre Caffarena merece, pese a todo, traerla a colación, ya que pone el dedo en la llaga de las dificultades del kan tismo y la fenomenología para acceder a la esfera de la ética, algo tan extraño al suje to trascendental pero tan ineludible al buen sentido que ha de terminar imp oniéndo se con la inapelabilidad de un Faktum: Si me he encontrado contigo -valga resumir así la requisitoria del personalismo dialógico-, no puedo hacerme problema de tu realidad, ni confundir tu realidad con nada; si no me he encontrado, entonces vivo un mundo solipsístico, rodeado de cosas (aunque algunas presenten rasgos humanos), y ningún tipo de razonamiento me llevará a ti. Pienso que hay algo no rechazable en esta requisitoria. Tiendo a emparentado con lo que Kant encontró por el camino de la razón práctica [...]. Por su parte, el análisis husserliano de la “actitud personalística” contiene ciertamente la esfera valoral y moral; pero sin suficiente destacado y ya siempre en el orden de lo constituido. ¿No podrían completarse la aportación husserliana y la dialógica? [...]. Es la actitud del sujeto (“yo”) laque cambia radicalmente cuando cae en la cuen ta de lo absolutamente inadecuado de tratar al “tú” como un “ello”; en tanto en cuanto eso hace, ni siquiera alcanza su pleno sentido como “yo”. Veo esta intuición ética como enteramente análoga a la del “reino de los seres personales como fines en sí” de la Fundamentación kantiana, Y pienso que el punto de arranque “diaiógico” hace más cercana y persuasiva la afirmación kantiana: sugiere el modo vivencial con natural de llegar a ella, sin obligarle a quedar en la situación de Faktum der Vernunft (Gómez Caffarena, 1990: 285-287). Volviendo a la relación Yo-Tú, ésta se caracteriza por su inmediatez, su ausencia de intermediarios, de mediaciones. Es la respuesta, la responsabilidad ante la interpelación de un Tú que me sale al encuentro. Ni siquiera Yo lo busco: también aquí se respeta su alteridad radical, su ser absolutamente otro: “El Tú me sale al encuentro por gracia -no se lo encuentra buscan do [...]. El Tú me sale al encuentro. Pero yo entro en relación inmediata con él. De modo que la relación significa ser elegido y elegir, pasión y acción unitariamente” (Buber, 1993: 17). Por ello puntualiza Buber, al calificar este encuentro relacional como amoroso, que el “amor ocurre”, mientras que a los sentimientos se los “tiene", lo que, por otra parte, nos recuerda vivamente a lo que Marcel escribía en su Journal Métaphysique el 16 de marzo de ese mismo año, 1923, en el que apareció publi cado Yoy Tú. Un último apunte para cerrar esta rápida ojeada al pensamiento de Buber, que nos cond ucirá de la relación Yo-Tú hacia la apertura al Otro absoluto -la cual no está exenta de verse malograda y recaer hacia el reino del Ello-, al Tú eterno, sin el que el mensaje buberiano quedaría reducido al mero plano de la generalidad ética, de no ser introducida la responsabilidad absoluta para con la heteronomía del T ú divino, nuevo escándalo para los kantianos:
Tres son las esferas en las que se construye el mundo de la relación. La primera, la vida con la naturaleza, en que la relación llega hasta el nivel del lenguaje. 1.a segun da, la vida con los seres humanos, en que la relación adquiere forma lingüistica. La tercera, la vida con las entidades espirituales, en que la relación carece de lenguaje, pero generando lenguaje. En cada esfera, en cada acto relacional, a través de cada rea lidad que deviene presente a nosotros, tendemos la mirada hacia la orilla del 1 ú eter no, a partir de cada acto relacional percibimos un soplo de Él, en cada Tú nos dirigi mos al Tú eterno, en cada esfera a su manera. Todas las esferas están incluidas en El, pero Él en ninguna. A través de todas las esferas irradia la presencia única. Pero noso tros podemos sustraer de la presencia a cada esfera [...]. Pero entonces a las esferas se les quita la transparencia, y con ello el sentido, cada una de ellas ha devenido utilizable y opaca, permanecen opacas por mucho que las invistamos con nombres lumino sos -cosmos, eros. logos- (Buber, 1993: 94).
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4 Hermenéutica
En la escritura se engendra Lt liberación del lenguaje respecto a su realización. Bajo l a form a de escritura todo lo transmitido se da simultáneamente para cualquier presente. H. G. Gadamer
La hermenéutica es más y menos que una corriente actual de la filosofía. Por varias razo nes. Tal vez no sea la de menor consideración el hecho de haber conseguido, como otro ra la fenomenología, aglutinar en sus filas una enorme cantidad de filósofos que, con mayor o menor acierto y según lo estrictos que seamos en la denominación, podríamos considerar afines a la hermenéutica. En ese sentido, la hermenéutica quiere ser, por su inherente afán de universalidad, no ya “la” corriente actual, a la vez que sempiterna, de la filosofía, sino la filosofía por antonomasia, la filosofía tout court. No cabe duda de la violencia de tal pretensión, pero tampoco cabe poner en cuestión lo bien pertrechado que se halla este pensamiento para llevar a cabo tal propósito. Su reflexión sobre la his toricidad y la finitud del ser humano, el paso por el existenciaiismo, su volverse hacia la tradición como subsuelo y fundamento del pensar hacen que la hermenéutica no apa rezca en primera instancia revestida de la prepotencia o tal vez sería mejor d ecir la inge nuidad de su madre fenomenológica. Gianni Vattimo, uno de sus más destacados repre sentantes, considera a la hermenéutica como la koiné, el lugar común de la filosofía actual, por su capacidad dialogante c integradora, si bien él mismo ha tenido que reconocer que considerar a la mayoría de los filósofos contemporáneos afines o próximos a la herme néutica acaba vaciando a ésta de sentido. Sea como fuere, desde el ideal punto de vista del observador no participante, la hermenéutica es considerada como la filosofía conti-
Filosofías del siglo XX Capítulo 4: Hermenéutica
iierual pa r excellence y la m ás fiel conservadora de toda la más rica tradición del pensa miento aquende los mares, vale decir, en la tan manida como recurrente oposición entre filosofía analítica y continental, lo continental se asocia indefectiblemente con lo hermenéutico. La fenomenología, el existencialismo, el estructuralismo, la deconstrucción, la posmodernidad, la herencia reflexiva y la herencia dialéctica: todo cabe bajo el rótulo e hermenéutica, todo es interpretación y puede ofrecer en una primera ojeada un cier to aire de familia. Incluso las corrientes hegeliano-marxistas o el psicoanálisis pueden no resultarle ajenas. La buena voluntad de diálogo de Gadamer, el denodado esfuerzo media dor de Ricoeur y la consumación de este prurito omniabarcador en Vattimo han contribuido a ello. Incluso desde la filosofía analítica se han tendido puentes hacia la ermenèutica y ésta ha logrado salir de su tradicional encierro en el ámbito de las Geisteswissenchafien, preocupándose por la esfera de la explicación. Es más y menos que una corriente actual, decíamos, porque tal vez es la filosofía más antigua, hundiendo sus raíces en una historia de abolengo tan rancio como ilus tre. Hermeneúein significaba originariamente prestar oídos a lo dicho, llevar o transmi tir un mensaje, dar noticia. N o cabe du da de que esta labor de transmisión, custodia, guarda y eventual interpretación de los mensajes es tan anciana como el propio hom bre. Tan sólo con sultar la formidable Historia de la hermenéutica de Maurizio Ferraris, por poner un ilustre ejemplo, ya nos da un a idea de lo descomunal de esta tradición y de lo que porta cabe sí la hermenéutica contemporánea considerada como corriente del pensamiento: la historia de la hermenéutica se brinda como la historia de la filosofía misma, historia genuina del pensar y del interpretar del ser en el tiempo y en su trans misión textual. La desgracia, tal vez, es que en el ámbito académico nacional se conti núe pensando que la hermenéutica tiene algo de “actual” y ello nos impida salir del retraso de 5 0 años como p oco, y con suerte, con el que finalizan los alumnos sus estu dios filosóficos en la universidad.
4.1. Fenomenolog ía y hermenéutica: Heidegger Tomada por su contenido es la fenomenología la ciencia del ser de los entes -ontología - En la dilucidación hecha de los problemas de la ontología surgió la necesidad de una ontología fundamental que tenga por tema el ente óntica-ontológicamente señalado , el ser ahí , de tal suerte que acabe por sí misma ante el problema cardinal, la pregunta que interroga por el sentido del ser en general (Heidegger, 1 991, 48). Ya vimos cómo, a través de una reelaboración y radicalización de la noción de fenóme no y del lema husserliano de a las cosas mismas”, la fenomenología se convertía en onto logía fundamental, según aparece en la cita. Dicho paso, mediado por la insistencia en la facticidad y la historicidad del Dasein, situaba asimismo la reflexión heideggeriana en el origen de la corriente existencialista, uno de los destinos capitales de la fenomenolo gía husserliana. Sin embargo, cosa que también hemos apuntado, no será el propósito
no
de Heidegger permanecer anclado en una reflexión sobre la existencia ni en una feno menología del existente hum ano. Su interés reside en otro lugar, en el ser mismo al que apunta el Dasein. La analítica existenciaria habrá de inscribirse en una tarea que la trascienda más allá de la fenomenología y del existencialismo, en una perspectiva hermenéutica. Metódica mente, la fenomenología, convertida en ontología, será hermenéutica, y no sólo metó dicamente, sino que el carácter hermenéutico, el “comprender” ( Verstehen), encontrará arraigo en el ser mismo del Dasein, pertenecerá a su estructura ontològica. Tal es el iti nerario esbozado en Ser y tiempo: De la investigación misma resultará esto: el sentido metódico de la descripción fenomenologica es una interpretación. El logos de la fenomenología del “ser ahí” tiene el carácter del hermeneúein, mediante el cual se le dan a conocer a la comprensión del ser inherente al “ser ahí” mismo el sentido propio del ser y las estructuras fundamen tales de su peculiar ser. Fenomenología del “ser ahí” es hermenéutica en la significa ción primitiva de la palabra [...]. Y en canto, finalmente, que el “ser ahí” tiene una pre eminencia ontològica sobre todo ente- en cuanto ente en la posibilidad de la existenciacobra la hermenéutica como interpretación del ser del “ser ahí” un tercer sentido espe cífico -el filosóficamente primario, de una analítica de la “existenciariedad” de la exis tencia. En esta hermenéutica, en tanto que desarrolla ontològicamente la historicidad del “ser ahí” como la condición óntica de la posibilidad de historiografía, tiene sus raí ces lo que sólo derivadamente puede llamarse “hermenéutica”: la metodología de las ciencias historiográficas del espíritu (Heidegger, 19 91, 48). Así pues, la filosofía es, por su objeto, ontología, y, por su método, fenomenología, habiendo pasado el fenómeno a designar el ser mismo; pero, como este ser, el Dasein, está investido de historicidad y facticidad, la fenomenología se hace interpretación, pasa a ser hermenéutica como analítica de la existencia, debido a la sustitución del Yo tras cendental husserliano por el Dasein. El propio Dasein en su estar ahí es hermenéutico, ya que en ese estar se le notifica, según la primitiva acepción de hermenéutica, su ser y su sentido. Poggeler lo resume así: Puesto que la fenomenología hermenéutica intenta llegar a la pregunta por el sen tido del ser a partir de la pregunta por el sentido-del-ser que el estar tiene, el “sentido primario” de la hermenéutica será el de una “analítica de la existenciaridad de la exis tencia”. En vista de que el sentido del ser de aquello que Husserl entendía como Yo trascendental es determinado por Heidegger como existencia fáctica, en sí misma her menéutica, la fenomenología trascendental \\usstrXnm se convierte en fenomenología hermenéutica en Heidegger. El “conocimiento trascendental” entendido hermencuticamente es de consuno pregunta por el sentido del ser del estar y por el sentido del ser; con ello, “ontològicamente”, afloramiento del ser [...] La analítica del ego tras cendental, de la existenciariedad de la existencia, queda puesta al servicio de una her menéutica para la que en última instancia importa la pregunta por el sentido del ser en general, y en este sentido dicha hermenéutica es ontològica (Póggeler, 198 6: 76).
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ü a p í t i t l o 4 : H e r m e n é u t i ca
La heimenéutica que funda de este modo Heidegger se distingue radicalmente de la hermenéutica corno método de lectura e interpretación, de exégesis textual por su dimen sión ontológica, poi constituir una estructura existencktria dellür ahí. La hermenéutica en el sentido de metodología propia dé las ciencias del espíritu no ¡es más que un deri vado de la compren sión , del Verstehen existenciario. En lo esencial, el análisis heideggenan o consiste en la mostración fenomenológica de que la circularidad de la com prensión, la copertenencia de intérprete y texto, del historiador y su objeto, entrevista ya en la hermenéutica histórica, se funda en la estructura ontológica del propio Daseirí' (Rodríguez, 1993: 27). El comprender hermenéutico se vincula ontológicamente con el poder y la posibilid ad del ser ahí. Compren der será, para Heidegger, casi equivalen te a poder y no Sé distinguirá el momento cognoscitivo del ejercicio mismo de la posi bilidad: “ El comprender es el ser existenciario del po der ser peculiar del ‘ser ahí’” (Hei degger, 1991: 162). Dicho poder ser, el ser posible del Dasein, es más cjue la mera contingencia o la vacua posibilidad lógica, es su más plena positividad. El es su posibilidad, pero una posibilidad que se encuentra arrojada en la facticidad, una posibilidad m undana, una posibilidad yecta determinada por el encontrarse. Lo posible, como apertura, sólo es concebible si se recorta bajo el horizonte de la facticidad, del estado de yecto. Por eso la posibilidad como proyecto será siempre un proyecto yecto: “El com prender es, en cuanto proyectar, la forma del ser del ser ahí en que éste es sus posibilid ades en cuan to posibilidades. En razón de la forma de ser constituida por el existenciario de la pro yección, es el ser ahí c onstante mente más’ de lo que es efectivamente [...]. Pero nun ca es más ae lo que es tácticamente, porque a su facticidad es esencialmente inherente el pod er ser (Heidegger, 19 91: 163). Esta facticidad no es una limitación de las posi bilidades del ser ahí, sino su condición de po sibilidad más auténtica; sin facticidad no habría siquiera posibilidad. La finitud es lo que hace surgir el proyecto, lo posible como un estar situado. Justamente el partir del estado de yecto, que todo proyecto sea un proyecto yecto es lo que alejará más la hermenéutica de la fenome nología. Acerca de la relación entre hermenéutica y fenomenología, resulta indispensable el ya citado y clásico estudio de Ramón Rodríguez Hermenéutica y subjetividad, en concreto, el capí tulo: El principio fenomenológico de evidencia y la hermenéutica contemporánea”. La idea de la hermenéutica como una radicalizacion de la fenomenología implica para el autor: “ 1) que la hermenéutica lleva hasta el extremo, hasta sus posibilidades últi
deggeriana. La verdadera ruptura con la fenomenología procede del descubrimiento de “un estrato más originario que la subjetiv idad trascend ental’ para la génesis del senti do (cfr. Rodríguez, 199J-: 80 ), la facticidad vital y, lo que profun diza en la ruptur a, la SSencial historicidad de dicho estrato: “La salida a la luz de un ámbito más radical que el plano trascendental de la conciencia, en el que se encuentra la verdadera Sinngebung, tiene como consecuencia poner una carga en la línea de flotación de la fenomenología: las ideas de evidencia, de experiencia originaria, de ausencia de supuestos, de comien zo absoluto, de filosofía como ciencia estricta e incluso la idea misma de reflexión que la actitud fenomenológica supone, se ven profundamente afectadas. Pues, efectiva mente, ese espacio histórico de signifteatividad que constituye toda situación herme néutica es, por principio, fugitivo, rehúye toda posibilidad de ser objetivado, es abso lutamente indisponible para el acto cognoscitivo justo en la medida en que lo hace realmente posible” (Rodríguez, 1993: 82).
4.2. Ser y lenguaje: Gad amer Cuando Heidegger elevó el tema de la comprensión desde una metod ología de las ciencias del espíritu a la condición de un existencial y fundamento de una o ntología del “ser-ahí”, la dimensión hermenéutica no representó ya un estrato superior en el estudio de la intencionalidad fenomenológica, estudio basado en la percep ción directa, sino que hizo aflorar sobre una base europea y dentro de la orientación de la fenomenología lo que en la lógica anglosajona aparecía casi simultáneamente como el linguistic turn. En la forma originaria, husserliana y scheleriana, de la inves tigación fenomenológica, el lenguaje habría quedado en la penumbra, a pesar del giro dado hacia el Lebenswelt (“mundo de la vida”). [...] En Heidegger se repitió una irrupción parecida, aún más vigorosa, de impulso lingüístico originario en la esfe ra del pensamiento. A ello contribuyó su recurso a la originariedad del lenguaje filo sófico griego. El “lenguaje” cobró así virulencia con toda la fuerza intuitiva de sus raíces vitales y penetró en el sutil artificio descriptivo de la fenomen ología husser liana (Gadamer, 1998b: 349-350).
mas, determinados motivos esenciales de la fenomenología y 2) que representa a la vez la superación de ésta, en la medida en que, por medio de la transformación que en ella
Gadamer (1900-2 002) va a seguir muy de cerca la estela heideggeriana, reconociendo explícitamente su herencia: la hermenéutica representará un ahondamiento en la pro blemática de la precomprensión, del círculo hermenéutico, del estado d e yecto y del arro-
opera, llega a posiciones de abierta confrontación e incompatibilidad con tesis fenomenoiogicas fundamentales (Rodríguez, 1993: 67-68). Entre los motivos heredados por la h ermenéutica se hallan: la fidelidad a las cosas mismas, el motivo del ver y la
jami ento , etc. Sin emb argo , com o hem os v isto en la cita anteri or, Ga da me r r eto ma al Heidegger más interesado por el lenguaje, distanciándose de él en la medida en que, en lugar de llevar a cabo la Destruktion que éste propone del lenguaje metafísic.o, intentará
intuición, la noción de horizonte proveniente de la estructura de la conciencia, la ins talación en el ámbito exclusivo del “sentido”. Más que ruptura, Ramón Rodríguez
repensar de otro modo la herencia de la tradición, como diálogo, sin llegar a valorar en exceso la acometida heideggeriana contra todo el pensar occidental. En esta línea ha de
obsetva una profunda transformación que se lleva a cabo en las nociones de epojé, reducción y evidencia que, según su análisis, siguen presentes en la hermenéutica hei-
situarse la rehabilitación del prejuicio y de la autoridad, la pertenencia a la tradición, la
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conciencia histórico-efectual.
Capítulo 4: Hermenéutica
filosofías del siglo XX
En 1920, sie ndo un joven profesor, se había atrevido a decir desde la tarima: “ Mundea”. Con ello hacía referencia al alborear del ser (como sol por las mañanas). En su madurez hubiera podido decir también: “Palabrea”. Pues es sólo a través del lenguaje que nos amanece el mundo, que el mundo se hace claro y distinto en toda su ilimita da diferencia y diferenciación del mostrarse. La virtualidad de la palabra constituye al mismo tiempo el “Da” del Sein, el “ah!” del ser. “Lenguajidad” [,Sprachlichkeit] es el elemento en el que vivimos, por lo cual el lenguaje no es tanto el objeto -cualquiera que sea su constitución natural o científica- como la realización de nuestro ahí, del “ahí” que somos. Después de la “vuelta”, Heidegger hablaba del “claro” en el que se muestra el “ser” y está “ahí”, como “acontecimiento”. De este punto, de esta visión del Heidegger tardío, partió mi propia aportación a la filosofía. Es cierto, desde luego, que no le seguí en su intento siempre de nuevo emprendido y siempre de nuevo fra casado de esquivar el lenguaje de la metafísica tradicional, su aparato conceptual y su discurso sobre el conocimiento del ser, intentar en lugar de ello aprovechar en favor del pensamiento la fuerza evocadora de la palabra poética de Hölderlin. Esto no me parece necesario, y tampoco, al fin y al cabo, posible (Gadamer, 1998a: 33-3 4). El pensar rememorante, el Andenken heideggeriano será decisivo en la trayectoria de Gadamer, quien se preocupará en todo momento por repensar la tradición de modo menos dramácico que en los términos de su maestro. La historia del ser nos viene dada por la tradición, la historia efectual de las interpretaciones que nos lega la tradición no es más que la historia del ser y a ella debe aplicarse la hermenéutica. Estamos arrojados a la tradición y somos ese arrojamiento: el ser en el mundo es ser (en) la tradición. Una tradición que se nos da como lenguaje. Uno de los mayores descubrimientos de Hum boldt, dice Gadamer, es
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su descubrimiento de la acepción del lenguaje como acepción del mundo [...]. El lenguaje no es sólo una de las donaciones de que está pertrechado el hombre tal como está en el mundo, sino que en él se basa y se representa el que los hombres simplemente ten gan mundo. Para el hombre el mundo está ahí como mundo, en una forma bajo la cual no tiene existencia para ningún otro ser vivo puesto en él. Y esta existencia del mun do está constituida lingüísticamente. Este es el verdadero meollo de una frase expre sada por Humboldt con otra intención, la de que las lenguas son acepciones del mun do [...]. Pero más importante aún es lo que subyace a este aserto: que el lenguaje no afirma a su vez una existencia autónoma frente al mundo que habla a través de él. No sólo el mundo es mundo en cuanto que accede al lenguaje: el lenguaje sólo tiene su verdadera existencia en el hecho de que en él se representa el mundo. La humanidad originaria del lenguaje significa, pues, al mismo tiempo la lingüisticidad originaria del estar-en-el- mundo del hombre (Gadamer, 1998b: 531). La lingüisticidad gadameriana recoge, por tanto, la mundanidad de Heidegger y
señala al Dasein justamente por la apertura al mundo, a la tradición que le concede el hecho de tener lenguaje: no es u na lingüisticidad meramente literaria, reducida a los tex tos transmitidos, sino que es la condición fundamental del ser-ahí, una reasunción de la definición aristotélica del hombre como zoon lógon ékhon.
La lingüisticidad fundamental del hombre inserto en la tradición recoge asimis mo la finitud de la existencia. En efecto, el lenguaje nos sitúa, de entrada, en una situación hermenéutica en la que nos encontramos frente a una inmensidad de inter pretaciones, de sentidos heredados, los cuales se presentan ante nosotros com o con tingentes, no revestidos de necesidad, punto en el que Gadam er se apartará decisiva mente de la mediación entre historia y verdad hegeliana. La efectualidad de la historia quiere decir también esto, que las interpretaciones no son necesarias, sino justame n te afectadas de la contingencia histórica y necesariamente abiertas a nuevas interpre taciones; es imposible una reapropiación por parte del intérprete que las totalice : No es posible una conciencia -lo hemos destacado repetidamente y en esto reposa la his toricidad del comprender-, no es posible una conciencia, por infinita que fuese, en la que la cosa transmitida pudiera aparecer a la luz de la eternidad. Toda aprop ia ción de la tradición es histórica y distinta de las otras” (Gadamer, 1998b: 565). El lenguaje, cada palabra, cada interpretación, remite siempre a una infinitud de senti do, de otras interpretaciones, del mundo como posibilidad desde su propia finitud y limitación. El lenguaje habla y dice todo lo que puede pero no puede decirlo todo. Con ello recoge lo más esencial de la experiencia hermenéutica, a saber, que es expe riencia de la propia finitud e historicidad, la apertura hacia nuevas experiencias. El lenguaje no limita al hombre, al contrario, es lo que hace de su ser un proyecto posi ble, capaz de experiencia y abierto a la alteridad de la tradición, alteridad ética de un Tú, como veremos, ya que la lingüisticidad originaria del ser-ahí se caracteriza por ser eminentemente dialógica: La ocasionalidad del hablar humano no es una imperfección eventual de su capa cidad expresiva, sino más bien expresión lógica de la virtualidad viva del hablar, que sin poder decirlo enteramente pone en juego, sin embargo, todo un conjunto de sentido. Todo hablar humano es finito en el sentido de que en él yace la infinitud de un senti do por desplegar e interpretar. Por eso, tamp oco el fenómeno hermenéutico puede ilus trarse si no es desde esta constitución fundamentalmente finita del ser, que desde sus cimientos está construida lingüísticamente (Gadamer, 1998b: 549).
La tradición (en la) que somos “es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú” (Gadamer, 1998b: 434): este hecho va a condicionar el abordaje y la experiencia que hagamos de ella, que no podrá ser más que una experiencia de diálogo, una autén tica conversación que ejemplificará del modo más adecuado la célebre noción de la fusión de horizontes de la hermenéutica gadameriana. Pero al ”1ú se lo puede objetivar, se lo puede reducir a uno mismo, se lo puede someter, dom inar en la línea de la dialéctica de la asistencia social” o de la “conciencia histórica”, sólo que también, y ése será el modo al que apele Gadamer, se puede “experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto su pretensión y dejarse hablar por él [...]. La apertura hacia el otro impli ca, pues, el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí. He aquí el corre-
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Capitulo 4: Hermenéutica
lato de la experiencia hermenéutica. Uno tiene que dejar valer a la tradición en sus pro, pías pretensiones y no en el sentido de un mero reconocimiento de la alteridad del pasa, do, sino en el de que ella tiene algo que decir” (Gadamer, 1998b: 438). ' Esta apertura experiencial se hace mediante la pregunta, ya que esta implica la pro pia finitud e in completud que obliga a salir fuera de sí hacia el otro, una salida tam bién limitada, a saber, orientada, por el horizonte que traza la pregunta misma. Pre guntar será así pensar y pensar no querrá decir otra cosa que el arte de llevar una autentica conversación, esto es, saber entrar en diálogo con el texto de la tradición. Es la propia tradición la que nos interpela y nos lanza una pregunta que hemos de co m prender, devolviendo a su vez una nueva pregunta en una dialéctica interminable de pregunta y respuesta en donde los interlocutores se ven llevados hacia un acuerdo en lo común. La ontología que subyace al modelo de conversación hermenéutico no es otra que la del juego. En el juego, lo mismo que en una conversación, más bien entra mos, ingresamos y nos “dejamo s llevar” por su propia dinámica, lejos de ser nosotros quienes juguemos al juego, la realidad es más bien que “se juega”, que algo -de lo que formam os parte, a lo que pertenecemos- “acontece V E 1 sujeto del juego no son los jug ad ore s, sino que a tra vés de ellos el jue go sim ple me nte acced e a su ma nife stac ión ” (Gadamer, 1998b: 145): ésta es la forma en la que la tradición también accede a su manifestación en la conversación que mantiene con el intérprete en el seno del len guaje, Jejos de cualquier subjetivismo ya que “es el juego el que se juega o desarrolla; no se retiene aquí ningún sujeto que sea el que juegue. El juego es la pura realización del movimiento (Gadamer, 1998b: 146). ‘ Aquí se aprecia una clara cercanía a los planteamientos heideggerianos e incluso wittgensteinianos, deuda que el propio autor reconoce: Este tipo de conversación” no tiene por qué reducirse exclusivamente, como toda comunicación que se realiza en palabras, al ámbito de dominio del lenguaje corres pondiente y en sus reglamentaciones. Es más bien así que la respuesta misma quiere tomar la palabra , a lo cual se refiere Heidegger cuand o dice: “L a lengua habla” El verdadero arte de llevar una conversación es aquel en el que ambos interlocutores se ven llevados. Esta es entonces una verdadera conversación, una conversación que lleva a algo. Para mantener alejada esta verdadera realidad del lenguaje en conversa ción, de la cual sale algo que llamamos la cosa misma, de todo subjetivismo propio de nuestra tradición conceptual occidental, he recurrido al concepto de juego, sirvién dome aquí de inspiración tanto Nietzsche como después sin duda Wittgenstein (Gada mer, 1998a: 35). ' Desde esta perspectiva hemos querido iluminar un más fácil acceso a la unidad especulativa que se expresa en el célebre dicho: “El ser que puede ser comprendido es lenguaje , donde es el propio ser quien interpela, quien interroga, quien nos sale al encuentro y acontece desde su lingüisticidad como el juego, “accede a su manifesta ción a través de los jugadores-intérpretes, ampliand o universalmente el campo de la hermenéutica.
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4.3. La fluctuación hermenéutica del cogito: Ricoeur Como hemos observado en muchos otros pensadores, el punto de partida de Ricoeur sé halla en la fenomenología i la evolución de su pensamiento M igualmente comple ja. Ta mbi én ha trans itad o Rico eur por las sen das de la f ilos ofía existen cial y ha ll egado a la hermenéutica a partir de los pasos de Husserl. Sin emba rgo, “el maestro de la media ción” nunca ha querido ver en su itinerario una ruptura con la fenomenología, consi derando que la hermenéutica es una prolongación, una consecuencia inevitable de ésta, pero que no constituye un abandono de los presupuestos fenomenológicos, sino, según señalamos más arriba, un injerto fecundo en el tronco de la fenomenología. Comen tando el ensayo “Acerca de la interpretación” que abre D el texto a la acción (1986), expo ne concisamente lo que la hermenéutica debe a la tradición reflexiva en su conjunto y a su variante fenomenológiéá en particular: el primado mismo de la cuestión de la comprensión de sí; la emergencia de la cuestión del sentido, en favor de la epoché fenomenológica aplica da a toda comprensión prematura a la existencia pura y simple; la inspección cuida dosa de las jerarquías de síntesis activas y pasivas; la búsqueda de una fundación últi ma, que sería al mismo tiempo la requisición de una responsabilidad más radical que cualquier distinción entre teoría y práctica. Expongo también lo que la hermenéutica añade a la fenomenología: la confesión de la opacidad para sí misma de la conciencia de sí; el reconocimiento de la anterioridad de la incomprensión y de la ilusión por rela ción a la comprensión verídica de sí mismo; la necesidad de un gran rodeo por el impe rio de los signos, de los símbolos, de las normas, y por todas las obras que la historia de nuestra cultura ha depositado en nuestra memoria común; la finitud de la com prensión; el conflicto de las interpretaciones que resulta de esa finitud; el carácter no acabado de todas las mediaciones; y, en consecuencia, la imposibilidad de la reflexión total por medio de una mediación total, como en Hegel. Que este injerto de la her menéutica en la fenomenología constituya una transformación en profundidad de la fenomenología es cosa que no discuto. Sin embargo, yo me niego a ver en esta trans formación una ruptura. Los nuevos conflictos abiertos por la perspectiva hermenéu tica iban a afianzarme en la convicción de la filiación reflexiva y fenomenológica de la hermenéutica (Ricoeur, 1986: 34).
Lo que más llama la atención en las palabras de Ricoeur es el reconocimiento de la raigambre reflexiva y fenomenológica de la hermenéutica. Si hay algo que caracterizará a su pensamiento será el continuo repensar el cogito en lugar de abandonarlo a su suer te. Lo que vulgarmente se ha traducido en multitud de seminarios de Filosofía que recla maban su ascendente ricoeuriano bajo el rótulo de “Pérdida y recuperación, del sujeto”; sólo que llamaba la atención la premura por recuperar algo que en nuestras latitudes y en nuestras facultades nunca se había llegado a perder, metidos de lleno incluso en una posmodernidad que en nuestras fronteras se tropezaba con mentes aún preilustradas. La operación de Ricoeur es más sincera y constituye un ejemplo inmejorable de la imposi
Filosofías del siglo XX Capítulo 4: Hermenéutica
bilidad de quemar etapas en filosofía. Fue en la Symbolique du mal cuando comenzó el largo rodeo por las mediaciones de los símbolos, los signos y la cultura, aunque todavía como una investigación circunscrita a un campo de estudio parcial. Todavía, si escu chamos sus palabras, no se había produ cido el giro hacia la hermenéutica, siendo el peso de la filosofía reflexiva aún enorme, y lo máximo que consiguió el autor fue bautizar este rodeo como una “reflexión concreta”: De esta forma yo podía hablar de la reflexión concreta, a falta de poder dar yo a la interpretación misma de estos símbolos y mitos el estatuto teórico designado con el término de hermenéutica . En esa época, yo era más sensible a la continuidad entre la reflexión formal, practicada en Le volontaire et linvolontaire, y la reflexión concre ta, aliment ada por la meditaci ón de los símbolos y de los mitos del mal, que a la rup tura entre hermenéutica y fenomeno logía (Ricoeur, 1986: 31 ). Pero el camino ya estaba trazado: se trataba de entrelazar la reflexividad y la his toricidad, de recuperar el cogito saliendo de la inmediatez de su intuición hacia el mundo de la vida, y constatar, haciéndole justicia en el pensamiento, la separación, el corte irremediable entre la existencia, el ser y la reflexión. Lo que que daba prohi bido era dar un paso atrás de nuevo en dirección a la transparencia de la autoconciencia no afectada de mediación. De aquí a la interpretación sólo restaba un paso. Ricoeur asum e esta constante de su pensamiento a la que nunca ha renunciado, con densán dola en la fórmula: Primado del yo soy sobre el yo pienso” (Ricoeur, 1986: 189). Dicho primado ya lo hemos visto en ejercicio a lo largo y ancho de la filosofía existencial y cómo se poma en juego originariamente en Heidegger. Pero, para Ricoeur, la analítica existencial heideggeriana resulta insatisfactoria. Frente a ella, preferirá lo que él mismo llamó la “vía larga” que constituye su propuesta: “Sustituir la vía corta de la Analítica del Dasein por la vía larga esbozada en los análisis del lenguaje; así conserva remos constantemente el contacto con las disciplinas que buscan practicar la interpre tación de forma metódica y nos resistiremos a la tentación de separar la verdad, propia a la comprensión, del métod o puesto en marcha por las disciplinas nacidas de la exe gesis (Ricoeur, 1969 : 14- 15). Esta vía larga provocará el abandono de la estricta inme diatez del yo pienso de la filosofía reflexiva y conduci rá a la hermenéutica. El cogito ya no sera reflexion sobre si mismo, sino autocomprensión por la vía de la interpreta ción hermenéutica: Pero el sujeto que se interpreta al interpretar los signos ya no es el Cogito: es un existente que descubre, por la exegesis de su vida, que está puesto en el ser antes inclu so que él se ponga y se posea. Así la hermenéutica descubriría una manera de existir que seguiría siendo de parte a parte ser-interpretado. Solo la reflexión, abobándose ella misma como reflexión, puede reconducirnos a las raíces ontológicas de la compren sión. Pero esto no deja de ocurrir en el lenguaje y por el movimiento de la reflexión (Ricoeur, 1969: 15).
La recuperación del cogito sólo podrá efectuarse, por tanto, a través de su propia exe gesis, es decir, de sus obras y de sus actos que, a mo do de signos, constituyen su vida. En 1965, en De l'interprétation, ya había prefigurado este decisivo paso hacia la hermenéu tica, el cual, sin embargo, habría de complicarse por el hecho de que no había tal cosa como “la” hermenéutica, sino una lucha abierta entre hermenéuticas irreconciliables y en conflicto: Para hacerse concreta, es decir, igual a sus contenidos más ricos, la reflexión debe hacerse hermenéutica: pero no existe una hermenéutica general; esta aporía nos pone en marcha: ¿no sería una y la misma empresa arbitrar la guerra de las hermenéuticas Y ampliar la reflexión a la medida de una crítica de las interpretaciones? ¿No es un mismo movimiento el que hace que la reflexión se haga concreta Y que la rivalidad de las interpretaciones pueda ser comprendida, en el doble sentido de la palabra: justifi cada por la reflexión e incorporada a su obra? (Ricoeur, 1965: 62- 63). El mayor desafío que le lanza la hermenéutica a la filosofía reflexiva es el encarna do por Freud (y, con él, los otros dos maestros de la sospecha -cfr. Ricoeur, 1965: 62-), quien desplaza la centralidad de la consciencia justamente al otro polo, al del deseo pulsional inconsciente que jamá s accede al ámbito de la reflexión y que, no obstante, deter mina por entero cada instante de la vida del sujeto. El yo queda así escindido y se tor na un problema para sí mismo, se vuelve opaco para su propia mirada, deviniendo incomprensible. La verdad fundamental del cogito es que su mayor certeza es su com pleto desconocimiento de sí. El único modo de acceder al inconsciente estará mediado por la interpretación de sus símbolos, los cuales ocultan más que desvelan, como suce de en Nietzsche y en Marx. La hermenéutica de la sospecha aparece de este modo como una hermenéutica reductiva, desmitificadora y regresiva. La estrategia de estas inter pretaciones se funda en una indagación arqueológica del sujeto y de su destino ancla do en el pasado: El genio del freudismo es haber desenmascarado la estrategia del principio de pla cer, forma arcaica de lo humano, bajo sus racionalizaciones, sus idealizaciones, sus sublimaciones. La función del análisis es reducir la aparente novedad al resurgimien to de lo antiguo: satisfacción sustituida, restauración del objeto arcaico perdido, reto ños de la fantasía inicial, son unos cuantos nombres para designar esta restauración de lo antiguo bajo los rasgos de lo nuevo (Ricoeur, 1965: 432 ). Un pasado que Freud sitúa en la pulsión de muerte, incapaz de acceder siquiera al lenguaje, a la representación, una pulsión que desafía no sólo a la reflexión, sino a la hermenéutica porque es muda, in-significante. Ricoeur querrá localizar la pulsión de muerte corno el sum del cogito, recordando su antigua noción de lo “involuntario abso luto” para vincularla con la problemática del sujeto encarnado y finito. Frente a la arqueología freudiana Ricoeur sitúa astutamente la progresividad de la conciencia teleológica de la Fenomenología del espíritu de Hegel, para compensar ambos movimientos
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y i estatuar una dialéctica del sujeto, dicho en términos heidegprianos, como proyfe to yecto. La labor del psicoanálisis no puede cerrarse con volver con *ÍM R lo fáíonsciente y reconducirlo a su fuente arqueológica. El devenir consciente implica asimistno una donación de sentido por parte del sujeto consistente en integrar la exijífncia dentro de un telos vital: El sujeto, decíamos más arriba, nunca es lo que creemos;, Pero no basía:, para quJ acceda a su verdadero ser, que descubra la inadecuación de la consciencia que adquie re de sí, ni siquiera el poder del deseo que le pone en la existencia. Is prectfo-aún que descubra que el “devenir consciente” por el que re apropia del sentido de su existencia como deseo y como esfuerzo, no le pertenezca, sino que pertenezca al se&do q u e « hace en sí. Le es preciso mediatizar la conciencia de sí por el espíritu, es decir, por las figuras que le otorgan un telos a ese “devenir consciente” (Ricoeur, 1965: 444). El desuno psicoanalítico se reinscribe así, mal que bien, en la dinámica del proyec to, de la promesa y de la creación de sí mismo. ‘ ' La confrontación con el estructuralismo tuvo lugar inicialmente en el contexto de un congreso celebrado en Roma en 1963 sobre “Hermenéutica y tradición”. Las pri meras, palabras de Ricoeur al respecto se refieren al núcleo principal en cuestión: “Una cierta manera de vivir, de operar el tiempo: tiempo de transmisión, tiempo de interpre tación” (Ricoeur, 1969: 31), mediadas por un tercer tiempo, el tiempo del sentido. El símbolo recoge en sí esta complicación temporal: por una parte, nos encontramos con su núcleo semántico, su significado literal, primario, mundano, sujeto a la transmisión; por otra parte, con su sentido figurado, existencial, espiritual, abierto a la interpreta ció n Fácilmente se llega así a la contraposición entre las nociones de sincronía y diacronta manejadas por el pensamiento estructural. El telón de fondo de la controversia es evidenteme nte, la confrontación entre explicación y compren sión, entre ciencias y i osofía La hermen éutica ha de hacerse cargo del desafío estructuralista en el ámbito de la subordinación de la diacronía a la sincronía, en el campo de la subjetividad, ya que postula un orden oculto inconsciente no sujeto a la reflexión, que además se cons tituye como objeto de ciencia; ha de salvarse la temporalidad propia de la interpreta ción y la apertura del sistema cerrado sintáctico-estructural hacia la referencialidad del símbolo. Lo que resultará determinante será el exceso de sentido de lo analizado, aque llo que justamente sigue siempre dando que pensar y que hace que el mito no sea una totalidad significante cerrada en sí misma, sino en continua renovación, transforma ción y recreación. Lo que se ve más claramente en el modelo kerigmático, caracteriza do por la herencia y la reinterpretación sin solución de continuidad, que en el mítico. La absoluttzación del modelo lingüístico yerra en lo fundamental, a saber, la insisten cia en la ley frente al sentido: No son las leyes lingüísticas las que buscamos totalizar para comprendemos i nosotros mismos, sino el sentido de las palabras, en relación a las cuales las leyes lin
C a p í t u l o 4 : H e r m e n é u t ic a
güísticas ggtptitijKn h mediación instrumental siempre inconsciente. Busco com prenderme retomando el sentido de las palabrastde todos los hombres: en este pla no.«?] tiempo oculto .tftviene la historicidad de la tradición y de la interpretación (Ricoeur, 1969- 55). La articulación entre estructuralismo y hermenéutica no ha de seguir la vía de un eclecticismo me todológico, sino que arraiga ontológicamente en la duplicidad misma del símbolo, que permite un análisis de homologías estructurales paralelo a la interpre tación de analogías semánticas o metafóricas. Excluir una de las dos esferas implica un empobrecimiento general del sentido total, un debilitamiento tanto de la comprensión como de la explicación: No hay análisis estructural, decíamos, sin la intelección hermenéutica de la transferencia de sentido (sin “metáforáfosin traslado), sin esa donación indirecta de sentido que instituye el campo semántico a partir del cual pueden discernirse las homologías estructurales [...]. Pero, a su vez, tampoco hay intelección hermenéu tica sin el recurso a una economía, a un orden en los que la simbólica significa. Tomados por sí mismo&,:los símbolos están amenazados p or su oscilación entre el estancamiento en lo imaginativo o la evaporación en el alegorismo; su riqueza, su exuberancia, su polisemia, exponen a los simbolistas ingenuos a la intemperancia y a la complacencia [...]. Los símbolos no simbolizan más que en los conjuntos que limitan y articulan sus significados. Por consiguiente, la comprensión de las estruc turas no es exterior a una comprensión que tendría por tarea pensar a partir de los símbolos (Ricoeur, 1969: 62). En este respecto, será decisivo el tránsito desde el símbolo y la metáfora al relato y al texto, donde el aspecto de la creación, de la irrupción de lo nuevo, de la tempo ralidad así como de la identidad narrativa ahondarán con mayor fortuna en esta pro blemática. Hemos apuntado que lo que en el fondo está en juego es la oposición epistemológi ca entre explicación y comprensión, que Ricoeur no admite como dada, como reflejo de un dualismo ontológico, sino que, más bien, considera que “explicar y comprender no constituirían los polos de una relación de exclusión, sino los momentos relativos de un proceso complejo que se puede llamar interpretación”. La propia hermenéutica diltheyana estaba habitada por esta escisión que Schleiermacher había conciliado con el equi librio entre “la genialidad romántica y la virtuosidad filológica”. Pero en Dilthey coha bitan malamente la consigna psicologizante de comprender al autor mejor de lo que se comprendía él mismo y una huida del subjetivismo arbitrario hacia la validez universal de la interpretación de los signos.exteriores. Dos vertientes de la comprensión, objetiva y subjetiva, despsicologizante y restauradora del sí mismo, pues, en conflicto. Ricoeur no. aborda la interpretación en términos de diálogo como hace Gadamer, sino que señala el distanciamiento básico de la escritura como diálogo roto, interrum pido. Por ello, la comprensión sedesubjetiviza y se constituye como demanda de expli-
Filosofías del siglo XX Capítulo 4: Hermenéutica
cauon, por cu di na ne a precisamente no sal.ablc dialógicamenter “la lectura „ n0 « simplemente „na escucha, hará regulada por códigos comparables al códi-o grama " due gura la com pre,«,ó„ de las oraciones. En el caso del relato, estos c ó jt s Z “ “
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Entre el análisis estructu ral y la intención del autor se despliega c omo mediación el mun do propio de la obra escrita, de la “cosa del texto”. med.ac.on el esta „ 7
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^ qUf dad° eI co&tó i Soi-méme comme un autre (1990) retoma
S , Z hermenéuti e l Sca derr si queCnraÍZada “ ka fil° S0ña refleXÍVadePara narse encuentra igual distancia la apología deluna Cogito do R ico er" '|C7 7 COeUa-,1" J0 : 7 T0da5laS « » 1* i « £ ido medfan• á ! ) 2 ° ar|° de su dl atada otra encontrarán ^o ra su reflejo en el ámbito de la ubjetiv.dad, escindida entre la esfera de la mismidad y de la ipseidad, enere el ilr n y d m d7 aC7 re,feren? a/ a comPleÍldad de *a identidad personal. Dicha escisión será mediada por la identidad narrativa, equilibrio entre la mismidzd-idem del “carácter” orno sustrato invariable de la identidad, determinante de la permanencia en el tiempo L ie ^ I COm° nMn[ tmi de¡0Í' idemidad esencialmente ética, que hace refeenma al comportamiento en la dimensión crucial en que el otro puede Cont ar” conridfd d me h,aCe,reSp° nSable de mí mism o como “promesa”, introdu ciéndose así la airedad de modo determinante y constitutivo de la identidad. La identidad narrativa coaliga c / e n 7 demTo d7 16113 7 apona ei cará«er, con la permanencia “étl ca en el tiempo del mcuntien de soi, s.endo capaz de aglutinar y responder a la doble ore gunra idenutana del “qué” y del “quién”, restaurando en cierta medida el Z Z sumfego cogito, de donde había partido en un principio la hermenéutica de d ic a ci ó n y prensión del si mismo Con demasiada celeridad, el estatuto ético-epistemológico q Je asignara R.coeur desde la hermenéutica al sujeto, será el de la “atestación”: 8 La atestación define =>nuestro juicio la especie de certeza a la que puede aspi rar la hermenéutica, no solo con respecto a la exaltación epistémica del Cogito a p L
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tir de Descartes, sino también respecto de su humillación en Nietzsche y sus suce sores. La atestación parece exigir menos que una y más que la otra. De hecho, com parada con ambas, propiamente es asimismo atopos [...]. La atestación es funda mentalmente atestación de sí. Esta confianza será a su vez, confianza en el poder de decir, en el poder de hacer, en el poder de reconocerse personaje del relato, en el poder de responder finalmente a la acusación por el acusativo: ¡heme aquí!, según una expresión grata a Lévinas [...]. La atestación puede definirse como la seguridad de ser uno-mismo actuand o y sufriendo. Esta seguridad permanece como el último recurso contra toda sospecha; incluso si en último extremo siempre se recibe de otro, sigue siendo atestación de sí. La atestación de sí preservará a todos los niveles -lingüístico, práctico, narrativo, prescriptivo- la pregunta ¿quién? de ser reempla zada por la pregunta ¿qué? o ¿por qué? [...]. En cuanto creencia sin garantía, pero también en cuanto que confianza más fuerte que toda sospecha, la hermenéutica del sí-mismo puede aspirar a mantenerse a igual distancia del Cogito exaltado por Descartes y del Cogito que Nietzsche proclamaba haber caído. El lector juzgará si las investigaciones que siguen justifican esta ambición. En todo caso, lo que el lector percibe en la mediación de Ricoeur es una desmedida “buena voluntad de poder” que sacrifica y desmerece el reto que le plantean algunos de los más temibles interlocutores de la historia de la filosofía: Nietzsche y, sobre todo, Freud, genios malignos que parecen quedar tan neutralizados por Ricoeur como nunca tampoco lo fue el genio cartesiano. Hecho que demuestra, en el sentido que querría Ricoeur pero, ai mismo tiempo, en ei sentido freudiano, la resistencia de ia hermenéuti ca fenomenológica. La oposición final entre atestación y sospecha se mantiene en un equi librio inestable, difícilmente dialectizable y nada presto a ser mediado -lo que, tal vez, para Ricoeur no es obstáculo, siempre cabrá hacerlo...-, aunque también cabe la posibi lidad de deslizarse hacia alguno de los extremos por considerar que es más lo que se pier de que lo que se gana con la mediación y el borramiento del genio maligno.
4 .4. Desfundam entación: nihilismo y encarnación en Vattimo Aunque a Vattimo (1936-) se lo identifique con toda celeridad como precursor del “pen samiento débil” y de ia “posmodernidad ”, creemos conveniente situarlo, al menos en un primer momento, dentro de la corriente hermenéutica, en la que él mismo se inscribe decidida y explícitamente, no respondiendo la denominación de pensamie nto débil sino a una evolución propia de la hermenéutica y no pudiendo entenderse la posmodernidad o la debilidad del pensamiento que reclama Vattimo más que como un avatar, un desti no, el que corresponde a nuestra época, del pensamiento hermenéutico del ser que entron ca con la noción de Verwindung de Heidegger: La experiencia de la que debemos arrancar, y a la que hemos de permanecer fie les, es la de lo que cabría calificar como cotidiano; experiencia que se presenta siem-
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pre cualificada desde el punto de vista histórico y preñada de contenido cultural [...]. Las condiciones de posibilidad de la experiencia se encuentran siempre cuali ficadas o, como dice Heidegger, el ser-ahí es un proyecto arrojado, arrojado una y otra vez. En otras palabras, el fundamen to, el principio, el proyecto inicial de nues tras reflexiones no puede ser sino la fundamentación hermenéutica (Vattimo y Rovat ti, 1988: 13).
El contexto más inmed iato, aparte de esta filiación hermenéutica, del pensamien to débil, es su oposic ión , digámos lo asi, al pensami ento 'Tuerte” de la histori a de la metafísica y, ejemplarmente, al pensam iento dialéctico. En E l pensamiento déb il, Vat timo señala líneas claras del debilitamiento dialéctico dentro de su propia tradición como son La critica de la razón dialéctica de Sartre, el "pathos micrológico” de Benja mín, la Dialéctica negativa de Adorno o el utopism o” de Bloch. Sin embargo, per manecer en el lincamiento dialéctico no resulta satisfactorio, ya que siguen en el fon do incuestionadas las categorías de sujeto, alienación, progreso histórico, emancipación, con el trasfondo de reapropiacion de la autenticidad del sentido que ello imp lica y el no abandono de la idea de rundamentación en filosofía. Vattimo considera que sólo acudiendo a la herencia heideggeriana y niestzcheana es posible superar, en el sentido de la muerte de Dios y de la Venuindung, la metafísica y su culminación dialéctica, sin salirse abruptame nte de su estela. La disolución de la metafísica ya fue anunciada por Nietzsche y prolongada por Heidegger. Vattimo radicalizará el planteamiento de este ultimo hasta hacerlo entrar en el extraviado zapato del nihilismo y convertirlo, mal que le pese y le apriete este moderno calzado urbano de estética tan poco campe sina, en el ultimo príncipe del nihilismo, como no podía ser de otro modo, ya que el nihilismo resulta irresistible para quien quiera acogerlo adecuadamente, esto es, como envío del ser. En este sentido, el pensamiento débil muestra la fortaleza de una propuesta ontolò gica de fondo, la de constituirse como una “ontologia del declinar” del ser. La debilidad del pensamiento corre pareja y se hace eco de la debilidad del ser mismo: “Equivale a acompañar al ser en su ocaso y a preparar así una humanidad ultrametafísica” (Vattimo y Rovatti, 1988: 42). Frente al pensam iento fuerte” del ser de la tradición filosófica occidental) investi do de los caracteres de presencia desplegada, eternidad, evidencia, en una palabra: auto ridad y dominio (Vattimo, 199 2: 9), Vattimo va a indagar en las raíces del debilita miento generalizado de la ontologia comenzando por Nietzsche, rescatándolo de la acusación heideggeriana de haber consuma do dichos valores “fuertes” en su noción de voluntad de poder. Por el contrario, Nietzsche habrá consumado el desfondamiento del ser y de toda la metafísica, habrá dejado al hombre sin agarraderos, sin tabla alguna de salvación con la constatación de que “Dios ha muerto” {Lagaya ciencia), de que “no hay hechos, solo interpretaciones {Mas al lá del bien y del m al) y de que “El mundo ver dadero se ha convertido en fábula {Crepúsculo de los ídolos). El panorama que había tra zado Heidegger, como se sabe, es el siguiente: " 1
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que la metafísica es la historia al fin de la cual del ser ya no queda nada, es decir, en la cual el ser es olvidado en favor del ente ordenado como sistema de causas y efectos, de razones todas desplegadas y enunciadas; cuando el olvido del ser es total y completo, la metafísica ha terminado, pero también se ha realizado totalmente en su tendencia profunda. Ahora bien, este olvido total del ser es la total organi zación técnica del mundo, donde ya no hay nada “imprevisto”, históricamente nue vo, nada que se sustraiga a la programada concatenación de causas y efectos. En el fin de la metafísica como técnica se explícita también el nexo original, que antes había permanecido encubierto, entre metafísica, dominio y voluntad. El sistema de la total concatenación de causas y efectos que la metafísica prefigura en su “visión” del mundo, y que la técnica realiza, es expresión de una voluntad de dominio. De este modo se entiende cómo la voluntad de poder nietzscheana representa sólo el punto de llegada más coherente de la historia de la metafísica occidental (Vattimo, 1998: 85).
En “ La voluntad de poder como arte”, Vattimo demostrará cómo en el pensamien to de Nietzsche se dan una oposición y una irreductibilidad constantes entre la volun tad de dominio de la ciencia, y la creatividad y el carácter innovador, desestabilizador y rupturista del arte, debiendo entenderse la voluntad de poder en sentido artístico. Si no, no se explicaría “la constancia con la que Nietzsche ha indicado, en sus apuntes, la volun tad de poder como arte” (Vattimo, 1998: 95 ), imposible de identificar con la voluntad del sujeto racional y organizador metafísico, cuya principal preocupación es, justamen te, desalojar al arte a un ámbito marginal. El arte tiene en verdad su lugar más apropia do en ese mundo donde ya no hay hechos que se puedan someter técnicamente bajo las leyes de la causalidad, sino sólo interpretaciones como resultado de los juegos de fuer zas, de dond e resultaría que “el mundo es como una obra de arte que se hace por sí mis m a” (Vattimo, 1998: 92). En la misma línea, Vattimo elucida en “Nietzsche y el más allá del sujeto” cómo el Übermensch tampo co es susceptible de ser identificado con el hombre técnico, para empe zar porque ni siquiera es un sujeto, sino que acaba con la subjetividad metafísica, ya sea en su versión reflexiva o dialéctica. El ultrahombre no es un sujeto autosatisfecho y om ni potente, un sujeto conciliado h la Hegel. Es un sujeto escindido pero incapaz de recu perarse, reinteriorizarse dialécticamente; la muerte de Dios le ha hecho aterrizar en el mundo de la fábula, de la interpretación, de la apariencia, no siendo él mismo más que esto, sin que haya una autenticidad, una verdad, una cosa misma más allá y fundam en to de dicha apariencia. La ontología hermenéutica de Nietzsche no es, sin embargo, sólo una doctri na antropológica, sino cabalmente también una teoría del ser. Que tiene entre sus principios el de “atribuir al devenir el carácter del ser”. Como bien ven los críticos que subrayan el carácter en definitiva nihilista del pensamiento nietzscheano, el poder que la voluntad quiere es posible sólo si esta voluntad tiene enfrente un ser identificado con la nada; nosotros diríamos, más bien, que la voluntad (es decir,
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la hybris interpretativa) necesita, para ejercitarse, d e u n ser " d éb il" [ J . E l t t S t t bien después del fin de la metafísica, sigue m o d e l a d o sobre el s u j e t o , p e r p a l s u jt y . to escindido que es el ultrahombre no puede y a c o r r e s p o n d e r u n s p r p e n s a d o c o n los caracteres de grandiosidad, fuerza, definitividad, e t e r n i d a d , a c t u a l i d a d e c s p l o gada, que la tradición siempre le ha reconocido. L a d o c t r i n a de l a v o l u n t a d de poder parece así, en definitiva, poner más bien l a s p r e m i s a s para u n a o n t o l o g í a que reniega precisamente de todos los elementos de “ p o d e r ” d o m i n a n t e s en el p e n s a miento metafísico, en la dirección de una concepción “ d é b i l ” del ser ( V a t t i m o 1992:44). ' El nihilismo, la ausencia de fundamento, la generalización de la interpretación, la
hybris interpretativa de la voluntad de poder, la destrucción del sujeto, dejan el puente tendido para continuar la andadura desde Nietzsche hasta Heidegger sin interrupción, como p rofundizacion en la ontología del deb ilitamiento del ser y del sujeto; en otras palabras, con la Verwindung de la metafísica. El primer filosofo que habla en términos de Verwindung, aunque naturalmente no usa esta palabra, no es Heidegger, sino Nietzsc he” (Vattimo, 20 00: 145), término que Vattimo asocia a la filosofía del mañana de este último, a los filósofos por venir. La explicación del pensador italiano de este termino heideggeriano llega a resultar casi moles ta, pues aparece al menos tres o cuatro veces en cada uno de sus escritos siempre inva riable, sin que ninguna de sus ocurrencias aporte nada nuevo sobre la anterior. Lo mis mo sucede con la constelación de términos implicados en esta explicitación de la
Verwindung. el Andenken, l a Schickung y el Gestell. Sin miedo a exagerar, Vattimo ape nas cita una decena de pasajes de todo el Corpus heideggeriano en sus escritos y, si ello es exagerar, si es absolutamente cierto que la frecuencia con la que aparecen acaba por hacernos entrar su literalidad casi con sangre. La superación de la metafísica entendida como Ubenvindungy Verwindung alude al hecho de que la metafísica, en realidad, no se puede superar; no sólo en el sentido de que no es algo que se “pueda dejar de lado, como una opinión”, sino tam bién fundamentalmente, porque la metafísica, superada, no desaparece. Ella regre sa bajo otra forma y mantiene su dominio como permanente distinción del ser res pecto de lo que es [...] Una eventual Überwindung de la metafísica puede pasar sólo a través de una larga Verwindung de ésta, es decir, sólo puede verificarse como últi mo punto de llegada de un proceso que viva la metafísica hasta el fondo, aceptan do totalmente, pues, con espíritu firme, también el destino técnico del hombre moderno; segundo, en el sentido de que, más radicalmente, el nexo Überwindung Verwindung sea asumido como expresión del hecho de que la metafísica no se pue de superar jamás, ni en ésta ni en otra eventual época del ser. Estos elementos pare-: cen sostener la tesis según la cual el único deber del pensamiento es, hoy, adecuarse al destino del dominio desplegado por la técnica, porque sólo de este modo se corres ponde con la Schickung, el envío, del ser. En efecto, esta Schickung parece insepara ble, en Heidegger, del retraerse del ser mismo en el momento en que Es gibt (Vatti mo , 1 99 8: 1 11- 112) . 1 "
' f iipítiilo 4: Hermenéutica.
Verwindung recoge las acepciones de superación y rebasamiento, pero también tie ne él sentido de convalecencia, de restablecimiento tras una enfermedad, así como un tercer significado equivalente a d is-torsión, alteración o desviación. Vattimo insiste en la imposibilidad de superación de la metafísica en esta línea trazada por el campo semán tico de la Verwindung: siempre seremos portadores de las secuelas de esta larguísima enfer medad. Hecho en el que abunda el que la metafísica como olvido del ser corresponda a un destinar del ser mismo, sea un envío del ser al que no podemos sino corresponder adecuadamente, uno de cuyos modos es la técnica. La solución a este dilema es, para Vat timo, profundizar en la técnica misma para salir de ella y, en la misma dirección, perse verar en el pensamiento de la tradición, ya que de ella no podemos salir ni restablecer nos completamente: estas dos supuestas salidas las toma del propio Heidegger, forzando, como él mismo reconoce, su pensamiento, y recuperando a su modo la constelación del Gestell de Identidad y diferencia y del Andenken o pensar rememorativo. El propósito último de Vattimo es inscribir a Heidegger dentro de su ontología del declinar, del nihilismo como debilitamiento del ser: Según una conocida tesis de Heidegger, el nombre Occidente, Abendland, no designa el lugar de nuestra civilización sólo en el plano geográfico, sino que la deno mina ontológicamente, en cuanto el Abendland es la tierra del ocaso, del poniente del ser. Ha blar de una on tologí a del declinar y ver su preparación y sus primeros elemen tos en los textos de Heidegger, sólo se puede hacer si se interpreta la tesis de Heideg ger sobre Occidente transformando su formulación: no “Occidente es la tierra del oca so (del ser)” , sino “Occidente es la tierra del ocaso (y, por eso, del ser)” [...]. Y así, Occidente no es la tierra en la que el ser se pone, mientras en otra parte resplandece (resplandecía, resplandecerá) alto en el cielo del mediodía; Occidente es la tierra del ser, la única, precisamente en cuanto también, inseparablemente, la tierra del ocaso del ser (Vattimo, 1992: 47). Y la culminación de este ocaso, como hemos visto repetidamente, es la técnica a la que ha llegado finalmente la historia ( Geschichte ) como destino ( Geschick). Técnica en la que, insiste Vattimo citando a Heidegger, “del ser ya no queda nada” como punto cul minante del nihilismo. La técnica es designada como Gestell, la imposición absoluta de la voluntad de dominio sobre los entes. Sólo que Vattimo intentará rescatar a la técnica, con Heidegger contra Heidegger, en términos de superación y no sólo cancelación de la metafísica, partiendo para ello del pasaje de Iden tidad y diferencia en donde dice: “Lo que experimentamos en la com-posición [Ge-Stell] como constelación de ser y hombre, a través del moderno mundo técnico, es sólo el preludio [Vorspiel] de lo que se llama acon tecimiento de transpropiación [Ereignis]" (Heidegger, 1988b: 87). La técnica no sólo no sería un obstáculo para dejar ser al ser, sino que constituye incluso su “preludio” necesa rio en la época de la técnica. Insistir en este aspecto “positivo”, iluminador del ser, pare ce poco heideggeriano, pero es la tesis de Vattimo, quien insiste en “la po sibilidad de ver en el Ge-Stell no sólo el extremo del riesgo y de la negatividad, sino también un primer relampaguear del evento del ser [...]. Ni Heidegger ni Adorno han culminado este paso”
fílusofías del siglo XX
Capitulo 4: Hermenéutica
(Vattimo, 1996b: 39). U superación de la metafísica a través del Ge-Stell apunta así hacia el Andenken, el pensar rememorante que también afecta a la técnica a su m odo, por mucho que sepamos que, para Heidegger, la técnica no piensa. Mas eso que la técnica no piensa es justamente lo digno de ser pensado y lo que permite que en ella relampa guee un preludio de! ser. La experiencia del Ge-Stellnos lleva a captar el Ereignis [...]. Es probable que esté aquí la diferencia, sobre la que Heidegger insiste siempre sin jamás aclararla de modo definitivo, ^entre pensar la técnica y pensar la esencia de la técnica, la cual no es, a su vez, algo técnico [...]. Más profundamente, pensar la esencia de la técnica como algo no técnico significa ver en el Ge-Stell h cifra del Ereignis (Vattimo, 1998: 165). 5 La Verwindung tiene lugar así dentro de la metafísica, incluso en la técnica, lo que muestra que no se ha producido una verdadera superación como liquidación de la tra dición, sino una profundización y una rememoración, un Andenken, exigido por cierto por el olvido mismo del ser: ‘ El Andenken, en la medida en que se remite al Zeit como Zeitigung, se encamina a pensar el ser como temporalidad, vida viviente (y, por tanto, también pasión, ecos, necesidad y acogida), envejecimiento, declinación, de un modo que incluye en el ser, como su darse esencial, todos aquellos caracteres que la metafísica, en busca de ase guramiento, por consiguiente, de fuerza (y de la violencia que está conectada con el imponerse de la presencia), había excluido de él (Vattimo, 1998: 173). La rememoración nos conduce a un pensar del ser como tiempo que es también maduración y envejecimiento. A esto es a lo que ya apuntaría Sein undZeit donde el serpara-la-muerte se constituye como el horizonte nihilista de la apertura al ser y que tras la Kehre, habría de corresponderle al ser mismo. Pensar el ser, rememorarlo, nos remite pues a volver a traer a la mente la finitud, la caducidad, no únicamente la del Dasein, sino la del ser. La debilidad del pensamiento débil no adjetiva únicamente al ser-ahí, sino al ser en su acontecer como Zeitigung. La rotundidad de estas palabras de Vattimo es definitiva: El verdadero trascendental, lo que hace posible cualqu ier experiencia del mundo, es la caducidad [...]. Recordar el ser equivale a traer a la memoria esta caducidad; el pensamiento de la verdad no es un pensamiento que “fundamenta”, tal como pien sa la metafísica, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es aquel pensa miento que, al poner de manifiesto la caducidad y la mortalidad como constituti vos intrínsecos del ser, lleva a cabo una des-fiindamentación o hundimiento ÍVattimo y Rovatti, 1988: 34).
La henneneútica, siguiendo las sendas de Nietzsche y Heidegger, será el modo filo sófico más apropiado para hacerse cargo de dicho debilitamiento del ser en nuestra
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época, ya que el Andenken sólo es posible como rememoración de la tradición, siendo esta Übsrlieferung eminentemente lingüística, lo que G adainer viene a consolidar en su célebre fiase ya citada de que “ El ser que puede ser compren dido es leng uaje” . Tal vez, como señala Vattimo, la arrogancia de la lingiíisticidad del ser en la hermenéuti ca gadamcriana deba verse matizada pata que su respuesta al decaimiento del ser en el lenguaje no acabe revistiéndose de una ontología fuerte que hubiera por fin encon trado el modo de acceder propiamente al ser. La debilidad hermenéutica debe consis tir justamente en asumir radicalmente su historicidad y su epocalidad. Decir que el ser que puede ser comprendido es lenguaje implica, por una parte, el exceso de afirmar que el ser “es” esto o aquello y, por otra parte, parece proponerse a sí misma como des cripción ‘Verdadera'’ de dicho ser y de la estructura del conocimiento histórico. L a her menéutica, sin embarco, no puede quedarse tan contenta pensando tranquilamente en haber presentado una descripción que finalmente da cuenta adecuada de la existencia: de su constitución interpretativa; cuando así lo hace, la hermenéutica se reduce a una mera y superflua teoría metafísica, la más banal y fútil de todas: la que se limita a decir únicamente que no hay en efecto una estructura estable del ser que pueda reflejarse en proposiciones [...]. La hermenéutica -y esto se ha de discutir revisando el modo de argumentar, rico y denso (pero también un poco blando y huidizo) de Gadamer en Verdady métodono puede legitimarse más que como correspondencia a un destino, que es el de la modernidad, pues, ciertamente, no puede proponerse como descripción adecuada de ninguna estructura de la existencia. En términos más simples, puede decirse que la única razón que hay para escuchar el discurso de la hermenéutica estriba en el hecho de que la hermenéutica se presenta como perteneciente a la edad en que vivimos, como su teoría -sólo en cierto sentido- “adecuada” [...]. La hermenéutica es la filosofía de ese mundo en el que el ser se da como debilitamiento y disolución; hay un sentido ‘deductivo” de la tesis: “No hay hechos sino sólo interpretaciones”, y tal senti do reductivo, de pérdida de realidad, también resulta esencial para la hermenéutica (Vattimo, 1991:216-221). Indudablemente ese sentido reductivo no está ni en Nietzsche ni en G adamer, y pro bablemente tampoco en Heidegger. La debilidad de la posición de Vattimo se hace en este punto extrema y tal vez ése sea su mayor mérito: lo más consecuente para un pen samiento débil es ofrecer todos sus flancos a la crítica filosófica y reconocer cuantas obje ciones puedan hacérsele. La respuesta que obtendremos será quizá una pregunta, la de desde dónde, desde qué seguridad metafísica criticamos su hermenéutica y cómo pode mos oponer nuestra interpretación a la suya, a no ser que consideremos nuestra posición un “hecho” y no tan sólo una interpretación: La hermenéutica, si quiere ser coherente con su rechazo de la metafísica no pue de sino presentarse como la interpretación filosófica más persuasiva de una situación, de una “época” y, por tanto, de una procedencia. No teniendo evidencias estructura-
Capítulo 4: 11ermenèutica Filosofías del siglo XX
les que ofrecer para justificarse racionalmente, puede argumentar su validez sólo sobre la base de un proceso que, desde su perspectiva, prepara ‘ lógicamente” una cierta sali da [...]. Así pues, ¿historicismo? Sí, si se entiende que la única argumentación posible a favor de la verdad de la hermenéutica es una cierta interpretación de las vicisitudes de la modernidad su valor estriba en la capacidad de hacer posible un marco cohe rente y comparable, a la espera de que otros propongan un marco alternativo más aceptable (Vattimo, (Vattimo, 1995: 48-49).
Queda, a la espera de ese marco alternativo, la cuestión, debatida por cierto hasta la extenuación, de cómo encajar el vuelco del pensamiento de Vattimo en su polémica obra Creer que se cree. Allí, cree. Allí, el “marco coherente y compa rable” de la hermenéutica hermenéutica ciertamente se torna un tanto violento. En efecto, no se sabe cuántos habrán permanecido junto a Vattimo en sus esfuerzos de reducir la hermenéutica a unos mínimos irrenunciables para poder ser comúnmente aceptada en estos tiempos sombríos. Pero, de ellos, seguramen te no pocos huirán despavoridos y en desbandada cuando salga a la luz que, en el fon do, lo que Vattimo tenía en mente es que la historia de la interpretación coincide con la historia de la salvación; que el debilitamiento del ser es el trasunto filosófico de la teo logía de la kenosis como kenosis como encamación del Verbo; que la Schickungy el Es gibt se gibt se corres ponden con la teología de la gracia; qu e la preferencia por Heidegger y Nietzsche se debe a una herencia cristiana nunca abandonada del todo, etc.: “Confieso que el esclareci miento de estas ideas, sobre la ontología débil como transcripción’ del del mensaje cristia no, lo he vivido como un gran acontecimiento, como una suerte de ‘descubrimiento’ decisivo” (Vattimo, 1996c: 39). El paso a la primera persona parece dificultar no poco la koinonía hermenéutica koinonía hermenéutica al poner sobre la mesa esas motivaciones personales y los itinerarios singulares de cada uno que lo han llevado a sentarse en tan particular compañía. No se comprende tampoco cómo si la secularización es un signo de la debilidad del ser y el destino mismo de la reli gión, se resacraliza a la postre de nuevo el discurso filosófico para “colmar” y “suplir” la propia debilidad del pensamiento, incluso en términos de prueba. Da la sensación de que Vattimo ha renunciado a la fragilidad de la hermenéutica “persuasiva” en esta últi ma etapa y da el salto hacia la justificación por la fe del discurso filosófico, hasta el pun to de arriesgar afirmaciones como ésta: “Descubrir el nexo entre historia de la revelación cristiana e historia del nihilismo quiere decir también, ni más ni menos, confirmar la validez del discurso heideggeriano sobre la metafísica y su final” (Vattimo, 1996c: 39). Si bien todo pudiera haber sido disculpable por la introducción introducción de la primera persona -u n d ebilitamiento más del discurso -, claramente las cosas no iban iban sólo en esa esa direc ción. Heidegger, el nihilismo y la hermenéutica se ven ahora “confirmados en su vali dez”, ni más ni menos, menos, por la revelación cristiana. Lo cual ya resulta más discutible. Sal vo que la hermenéutica quede como un esqueleto formal que todos podamos compartir, “rellenando” su kenosis constitutiva kenosis constitutiva de aquello que mejor nos parezca, y disolviendo sus propuestas en un mar de agua. Pese a sus invectivas contra Apel y Habermas, el forma lismo y el trascendentalismo de la interpretación que aquí podría apuntarse no quedan
muy lejos de los primeros, desm intiendo de paso la “énea ele ele contenidos hermenéutica que propone Vattimo en otros lugares. O la vinculación del nihilismo hermeneut.co y el cristianismo es definitiva -asunto extremadamente viole nto- o caso de no ser o y depende r del libre arbitrio de cada cual -cuestió n esta vez si de debilidad , la hernu náutica es una estructura narrativa vacía: en ambos casos, el paso mas alia que ha dado Vattimo le ha hecho perder no pocos seguidores. Aunque, no cabe duda, habra ganado otros En tod o caso, algo sí ha de reconocérse reconocérsele le sin restricciones en todo este tiempo tiempo de es un filósofo sonriente: El ultrahombre hybris interpretativa hybris interpretativa y es que Vattimo es do es también, y ante todo, el hombre de ‘buen carácter del que habla una pagina de Humano, demasiado humano (Vattimo, 1992. 4o).
5 Entre corrientes, Martin Heidegger
En lo existente existentey h abitua l minea se puede leer la verdad. L a ververdad como alumbramiento y ocultación ocultación del ente acontece acontece al poetizarse.
Martin Heidegger
Situar a Martin Heidegger (1889-1976) en un capítulo aparte es algo que no puede que dar sin explicación, explicación, y que no la encontrará nunca. Si bien hemos analizado ya su cone xión con la fenomenología, con el existencialismo, con la hermenéutica, lo cierto es que los derroteros por los que caminará, siempre entre sendas boscosas, su pensamiento le alejan de lo clasificable -y no en vano siempre serán los movimientos filosóficos cami sas estrechas, estrechas, camisas de fuerza quizá, quizá, en las que matar la vitalidad de c ualquier pen sa miento mínimamente relevante-. De un modo u otro, las corrientes actuales de la filo sofía siempre han dialogado -o insultado a, o debatido- con Heidegger, lo cual le sitúa especialmente entre entre corrientes, corrientes, a veces entre entre rápidos. Lo personal y singular de su cami no nos muestra quizá lo que señalábamos como característica clara de la filosofía recien te: que esa singularidad de cada filósofo no está reñida con la contamin ación continua, con la hibridez y, en definitiva, que, seamos honestos, nos hallamos -más o menos gozo samente- ante una dissémination más que ante una Versammlung. En la inquisición sobre el Ser posterior a Ser y tiempo tiempo, florece toda una nueva conste lación de temas mediante los cuales Heidegger comienza su reflexión más profunda sobre la metafísica como olvido del Ser: la diferencia ontológica, la esencia de la verdad, la nada, el fundamento, la superación de la metafísica, la técnica, el nihilismo, el hombre a la luz del ser, la esencia de la poesía, el arte, el lenguaje, etc. La esencia de la vuelta con siste en un repensar lo ya escrito, el tema del ser, sólo que dejando atrás toda huella de
Filosofías del siglo XX
antropocenrrismo y subjetivismo, heredados de la filosofía de la modernidad, para esta blecer definitivamente la primacía del ser sobre el existente humano. Ser y tiempo, en efecto, podía considerarse aún como una obra de “filosofía postidealista de la subjetivi dad ”, siendo obra término de dicha tradición, que mostraba en germen, germen, sin embargo, los caminos conducentes a su superación. Sein und. Zeit no es una antropología existencial, sino el cumplimiento de una destrucción del antropomorfismo de la Metafísica, para que el ser mismo sea el único protagonista del pensamiento esencial que Heidegger intenta. El hombre es concebido como pura expresión de ser, es decir, en su puro papel ontológico de D a s e i n , el lugar de la revelación ecstática del ser mismo. En la carta al Padre Richardson se halla reflejada la opinión del propio Heidegger acerca de la tan dis cutida reversión de su pensar. En ella advertimos cómo no considera el autor haber aban donado en ningún momento el método fenomenológico prefigurado en el párrafo sép timo de Ser y Tiempo, con la conocida corrección que propone a Richardson del título de su obra, inicialmente bajo el nombre “Desde la fenomenología al pensar del ser”: Pero si comprendemos la “fenomenología” como: dejarse decir la pregunta más propia del pensamiento, entonces el título debería ser: “Un camino a través de la feno menología hasta el pensar del ser” ( Verstehen wir aber die Phänomenologie ah das S ickzeigen lassen der eigensten Sache des Denkens, dann müßte der Ti tel lauten : 'Ein Weg durch die Phänomenologie in das Denken des Seins’) (Heidegger, 1976: 184). La con tinuidad en el camino de su pensar se recoge recoge asimismo en estos otros dos frag mentos de la mencionada carta, que transcribimos a continuación: Quien esté preparado para ver en su simplicidad la “amplitud de la cuestión”, a tiempo el punto de partida a partir del dominio de la subjetividad saber, que en Ser y tiempo queda desmontado {abgebaut), que toda problemática antropológica queda descarta da y que, por el contrario, sólo la experiencia del ser-ahí ( Dasein) a partir de la mi rada que se vuelve constantemente hacia la pregunta por el ser es decisiva, se le hará manifiesto que el “ser” que buscan alcanzar las preguntas de Ser y tiempo no puede ser puesto por el sujeto humano {keine Setzung des menschlichen Subjekts bleiben kann). Antes bien es el ser en cuanto presencia a partir de su carácter temporal quien se diri ge al ser-ahí, quien le concierne. Por consiguiente, desde el inicio de la pregunta por tiempo, el el ser en Ser y tiempo, el pensamiento se ve llamado a dar un viraje ( Wendung) que haga responder su andadura al propio giro (die seinen G ang der Kehre entsprechen läßt) [...]. Su distinción entre Heidegger I y Heidegger II está justificada únicamente bajo la con dición de que se tenga esto en cuenta: sólo a partir de lo que se piensa en I resulta acce sible lo que hay que pensar en II, pero el I no se hace posible más que si se halla con Gedachten her wird zunächst das unter II zu tenido en el II {Nur von dem unter I Gedachten Denkende zugänglich. zugänglich . Aber I wir d nur möglich, wenn wenn es in II I I enthalten ist) (Heidegger, 1986: 186 y 188). El primer testimonio que tenemos de la vuelta del pensar heideggeriano heideggeriano es el opúscu tiempo concebía la verdad en su sentido lo “De la esencia de la Verdad” de 1930. Ser y tiempo
Capitulo 5: Capitulo 5: F.ntre corrientes, Martin Heidegger
más original b ajo la apertura reveladora reveladora del Dasein ( Erchslossenheit ), que confería al ente ultramundano la posibilidad de ser descubierto. Partiendo de aquí se procederá a avan zar en una línea de interpretación del ser-ahí más profundamente relacionada con el Sei. El dejar ser del ente depende de la apertura del ser-ahí y de su relación con el Sen Es el modo como el Ser se le hace patente al Dasein lo que condiciona y posibilita que éste se abra a los entes. La verdad es interpretada a la luz del Ser, no sólo de la apertura del Dasein. E n Ser y tiempo tiempo se esforzaba Heidegger por llegar al ser a partir del Dasein; aho ra el Dasein es visto como una prolongación del Ser, la condición de posibilidad de su existen cia, y se compr ende a su luz. ./ Comienza la obra con el estudio de las condiciones de posibilidad de la noción tra dicional de verdad como concordancia o adecuación en el juicio. El juicio tiene su raíz en un “descubrir” el ente, en un “dejarlo ser” tal como éste se nos manifiesta y nos sale al encuentro. El hombre es fuente de la verdad no en tanto que la produce o la crea, sino en raneo que descubridor de la significatividad que las cosas en sí mismas poseen. La rela ción de comprensión del hombre hacia las cosas no será pues de proyección constitu yente cuanto de “apertura” a un ámbito de encuentro cara a cara con el ente. Las cosas no se hallan presentes para nosotros sino por esta apertura originaria, rasgo básico de nuestro comportamiento. Hay una voluntad firme de dejarse regir regir por la cosa, y ahí con tinúa la tradición fenomenológica, dejarla surgir ante nosotros en tanto que objeto, de tal mod o que el entendimiento se deje guiar por ella y la la experimente en su patencia. La apertura del conocimiento es la condición indispensable de la conformidad en el juicio, que le sirve de primordial basamento. Pero ¿qué es lo que le lleva al hombre a tomai c, ente como medida de sus actos, de su comportamiento?; ¿cómo y por qué es ello posi ble? La con formidad, la concordancia o el acuerdo entre el el ser-ahí ser-ahí y el ente sólo sólo son posi bles si el hombre está liberado para ese ámbito de la apertura mediante el cual y en cuyo interior puede aparecer lo manifiesto. Liberarse para la aceptación de una medida sólo es posible si se es libre para aquello que se nos manifiesta en el seno de nuestra apertura y que tomamos como patrón. Llegamos así a la tesis principal de la obra: El liberarse para una dirección que liga, sólo es posible como ser libre para lo paten te de lo abierto. Ese ser libre señala la esencia hasta ahora incomprendida de la liber tad. La apertura del comportamiento como posibilitación interna de la exactitud se verda d es la lib ertad erta d {das Wesen esen der Wahrheit ist funda en la libertad. La esencia de la verdad die Freiheit) (Heidegger, 1992: 117).
La libertad, pues, habrá que pensarla en su relación al concepto de verdad del que ha surgido. La forma original de verdad para Heidegger es aquella que ya se encuentra prefigurada en el concepto griego de alétheia como desvelamiento del ente (Unverborgenheit). A la luz de esta concepción de la verdad, la libertad aparece como el de jar ser al ente, retroceder frente a las cosas, mantener una cierta lejanía respecto a ellas, ecsistir, salir fuera de sí para exponerse a la patencia del ente y lograr que éste se revele en toda su pureza. Mas esta exposición al ente en que consiste la libertad, por radicar en la esen-
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cía del ser humano, como ec-sistcnte, no se encuentra a capricho suyo como una facul tad más que pueda o no pon er en práctica. I;I hombre se halla poseído por esa libertad que le hace posible su apertura al ente. Ahora bien, porque la verdad es en esencia libertad, por ser el hombre histórico, por el dejar ser al ente, puede también no dejar ser al ente lo que es y como es. Entonces el ente se encubre y se altera. La apariencia cobra poder. Por ella sale a la luz la no-esencia de la verdad. Pues to que la libertad ex-sistente como esencia de la verdad no es una pro piedad del hombre, sino que el hombre ex-siste sólo como poseído por esta verdad y así llega a ser capaz de historia, por eso t ampoco la no-esencia de la verdad puede nacer posteriormente de la mera incapacidad y de la indolencia del hombre (Hei degger, 1992: 121). En efecto, la existencia inautentica del ser-ahí ahora está determinada por el ser mis mo, por la verdad como desvelamiento que al mismo tiempo es ocultación y conduce al hom bre al errar y al error: El desvelamiento del ente como tal es en sí, simultá neamen te, la ocultación del ente en su totalidad. En la simu ltaneidad del desvelamiento y de la ocul tación impera el error. La ocultación de lo oculto y el error pertenecen a la esencia ini cial de la verdad [Heidegger, 1992: 12 7). En la Nota' que concluye este ensayo, Hei degger se pronuncia sobre Ser y tiempo, confesando que la pregunta por el ser aún sigue sin desarrollarse pero muestra muy a las claras el giro5 que ha dado su pensamiento: La respuesta a la pregunta por ia esencia de la verdad es ei relato (Sage) de una vuelta (Kehre) dentro de la historia del ser. Puesto que a él íe corresponde el cobijar que despeja, el Ser aparece inicialmente a la luz de una sustracción ocultadora. El nom bre de este despejamiento (Lichtung) es alétbeia [...]. He abandonado toda especie de antropología y toda subjetividad del hombre como sujeto, como en Ser y tiempo, y se persigue la verdad del ser como fundamento de un cambio de posición histórica fun damental (Heidegger, 1992: 130-131). Dicho cambio de posición se tematiza en la profundización de la diferencia oncoló gica ya prevista en Sery tiempo, donde se insistía en el hecho de que el ser de los entes no es el mismo un ente, recibiendo una caracterización definitiva en De la esencia de la verdad, cuando, sobre el ámbito de iluminación que constituye el ser como fondo de la verdad, se configuran los entes y las cosas dejándolo transparecer como algo no propio de si mismas ni del sujeto, sino diferente y trascendente a ellas. En el fenómeno de la verdad pu dimos ver cómo el ser se retraía a un segundo plano, quedando o bnubilado, ocultad o en la presencia del ente. El ser no es ningún ente, está por encima de todo ente,
Capítulo 5: Entre corrientes, Martin Heidegger
forme a él, y atendamos con más cuidado a! lado litigioso del asunto, y entonces se mostrará que ser significa siempre y en todas partes, el ser de lo ente, expresión en la que el genitivo debe ser pensado como genitivas objectivus. Lo ente significa siempre y en todas partes, lo ente del ser, expresión en la que el genitivo debe ser pensado como genitivas subjectivus [...]. Lo único que está claro es que cuando se habla del ser de lo ente y de lo ente del ser, se trata siempre de una diferencia. Por tanto, sólo pensamos el ser conforme a su asunto, cuando lo pensamos en la diferencia con lo ente, y a este último, en la diferencia con el ser (Heidegger, 198 8b: 133-135 ). No se diferencian como ente y ente, sino como ente y algo que no es un ente, el ser, que es su fundamento . Pero “diferencia” no significa una simple distinción de razón, sino que lleva implícita una relación esencial: es di-ferencia como re-ferencia. “Elser no está jam ás presente sin e l ente (das Sein nie west ohne das Seiende); el ente no esjam ás sin e l ser ” repite Heidegger. El ser se esencia en el ente poniendo de manifiesto su carácter tran sitivo. Porque el ser es transitivo hay ser esenciado en los entes y no más bien nada. Se refieren uno a otro como fundado y fundamento mutuamente Implicados. La diferen cia ontològica ocurre en el ámbito de la identidad. No debe entenderse que se den los entes y luego se dé el ser, para finalmente darse entre amb os una relación de diferencia. La diferencia ontologica es el ser mismo como fundamento. Muy en conexión con la diferencia oncológica se encuentra la relación entre el ser y la nada aparecida en ¿Qué es metafísica? (con un propósito ciertamente alejado del existencialismo sartreano, por mucho que la nada se conecte existencialmente con la angus tia). La nada surge como el “no” que la diferencia ontològica establece entre ser y ente, el ser es lo no-ente, la nada del ente. La nada no es el no-ser sino el no-ente, i.e., el ser experimentado desde el ente. La nada es el no-ente, lo otro que el ente que se presenta como ser: La nada es la posibilitación de la pate ncia d el ente, como tal ente, para la existencia humana. La nada no nos proporciona el concraconcepto del ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En ei ser del ente acontece el anonadar de la nada (Heidegger, 1988b: 50). No es inesencial ( Wesenslose), como careciendo de Wesen, de presencia, de manifes tación, pues es perfectamente experimentable. A la nada accedemos por la angustia, por la absoluta insignificatividad del mundo, de los entes, que denuncia un más allá del mun
tamp oco es genero de los entes, sin embargo toca a todo ente. El ser es ser del ente (geni tivo objetivo) y el entees ente del ser (genitivo subjetivo):
do en el que nos encontramos inhóspitamente. La experiencia de la nada pre-anuncia el ser en su diferencia con el ente: “Lo que ocurre es que el hombre, referido con stante mente a los entes, no se da cuenta de lo que hace posible que éstos se manifiesten como tales: a saber, la abierta claridad del ser que los determina, y que la metafísica en el esfuer zo por descubrirla y luego denomina rla, la designa como nada’ porque sólo puede ver
El asunto del pensar le ha sido transmitido al pensamiento occidental bajo el nom bre ser . Pensemos este asunto de un modo aunque sólo sea ligeramente más con
ía desde los entes y en función de ellos” (Gom á, 1959: 27). La nad a es “el velo del ser”, aquello que lo encubre y oculta, mejor, su encubrirse y ocultarse. Este fenómeno ya nos es familiar por ser también lugar común de la obra “De la esencia de la verdad”. Allí veía
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mos cómo el existente humano en la errancia, desocultaba y ocultaba al mismo tiempo el ser del ente en la obnubilación, desconociendo el encubrimiento que su desvelar lle vaba implícito. La nada viene a ser una reformulación de un hecho similar desde otro respecto. En la nada el ser se manifiesta de modo ejemplar: a través de la experiencia de la nada, caminamos hacia la experiencia del ser. La nada es lo mismo que el ser, en lo que tiene de irreductible al ente, mostrando así la distancia ontológica que media entre ambos (cfr. Navarro, 1966: 41). La nada aparecía introducida al inicio de este artículo de Heidegger a través través justamente de este ocultamiento, ocultamiento, que se producía del m odo más significativo en la técnica, culminación de la metafísica como extraviarse en los entes y olvido del ser como una “nadería”: Si queremos captar de una manera explícita la existencia científica, tal como la hemos esclarecido, tendremos que decir: Aquello a que se endereza esa referencia al mismo -y a nada más; Aquello de que toda actitud recibe su direc mundo es al ente mismo ción es del ente mismo -y de nada más; Aquello en lo cual irrumpe la investigación para dilucidarlo es en el ente mismo -y en nada más. Pero, cosa notable, en la manera mis ma como el hombre científico se asegura de lo que le es máspropio, habla, precisamente de otro. Lo que hay que inquirir es tan sólo el ente y, por lo demás -nada-, el ente sólo y -nada más; únicamente el ente y fuera de él- nada (Heidegger, 1992: 41). “Para Heidegger la Metafísica es aquella época de la historia del ser, en que éste, como ser de los entes, se destina y se ofrece al pensar como enticidad ( Seiendheit), escon diendo así la verdad del ser como el ser mismo; su ecstática trascendencia historificante (Seinsgeschichtlichkeit). El escondimiento ( lethe) de la verdad del ser abre el espacio histórico de la patencia ( alétheia) de la verdad del ente” (Álvarez, 1994: 109). En la metafísica se recoge pues, como rasgo fundacional, el olvido, la obnubilación del ser anunciado en “De la esencia de la Verdad” y en la experiencia de la nada como el velo del ser. La oncología realizada realizada en O ccidente desde los griegos ha concedido una espe cial importan cia a los entes en los que se ha centrado su reflexión, cerrada sobre el ámbi to de lo patente-presente, produciéndose por ello el necesario ocultamiento del ser que los fundamenta. Desde el punto de vista del olvido del ser, logra Heidegger alcanzar una atalaya desde la que la historia de la metafísica brilla con con singular unid ad de desti no desde Platón a Nietzsche. Al mismo tiempo, el primado hermenéutico del ente “fuer za a la metafísica a asegurarse asegurarse el ser mismo como el fundamen to del ente pensándolo a su vez como ente, como el supremo ente, lo theion. De esta forma la metafísica se cons tituye en onto-teo-logía, en doctrina que asegura para el pensar, pensar, la verdad inmutable del ente como ente en la inmutabilidad del ser, ser, y que se asegura asegura la dispon ibilidad del ser en lo inmutable del ente supremo” (Álvarez, 1994: 123). Aparece así configurada la necesidad de una tarea que ya se preveía indispensable en Ser y tiempo: la destrucción de la Ontología tradicional. Esta labor se llevará a cabo en un diá logo estrecho con Nietzsche, en cuyo pensamiento se condensa y culmina, a jui cio de Heidegger, toda la tradición del pensar occidental. Los dos volúmenes sobre Nietz-
Capítulo S: Entre corrientes corrientes,, Martin Heidegger
sche escritos por Martin Heidegger no son así más que una discusión con la metafísica has ta ahora existente. Heidegger repiensa los cinco conceptos fundamentales de la filosofía nietzscheana nietzscheana descubriendo en ellos un irrenunciable trasfondo metafísico aún no supera do. “Vol untad de poder” y “eterno retorno de lo mismo” expresan el qué y el cómo del ente, su esencia y su existencia. Ambos conceptos piensan metafísicamente el ser como invaria ble, inmutable y eternamente disponible en una presencia permanente. La voluntad de poder lleva implícito el eterno retorno pues no es sino voluntad de perpetuarse permanen temente en la disponibilidad de la eterna presencia. La voluntad de poder como conoci miento es “valoración”: reducir el ente a valor es hacerlo disponible a la voluntad, criterio de verdad y creadora autónoma de valores. La transvaloración es identificar valor y valora ción, sometiéndose todo el dominio de lo “en sí” a la primacía del sujeto, que no sólo no deja ser al ente en sí y desde sí mismo, sino que lo reduce a su propio proceso creativo-valorativo. Con ello se supera todo valor en sí. Es lo que se expresa en la consigna del “nihilis mo” como “Dios ha muerto”. El último concepto de la filosofía de Nietzsche es el de “super hombre”, poderoso ego cogito renacido, renacido, custodio de la verdad como volunta d de pode r ni siquiera sometida al imperio de la razón, de la idea, en la brutalidad de su vital “animalítas”. Es la consumación de la filosofía filosofía de la subjetividad, la antinomia de la libertad como el dejar ser al ente, la consolidación de la idea del ser como presencia permanente. El último eslabón del largo agonizar de la metafísica lo constituye la técnica como realización práctica de la voluntad de poder, metafísica consumada. Hemos visto cómo Vattimo matiza lo que ya se ha constituido como prejuicio generalizado acerca del “des precio” por la técnica en Heidegger. En este sentido convendría también recordar estas palabras del propio H eidegger acerca acerca del carácter de peligroso e insalvable obstáculo para el pensar del ser con el que se reviste la técnica: “Lo peligroso no es la técnica. No hay nada demoníaco en la técnica, lo que hay es el misterio de su esencia. La esencia de la técnica, como un sino del hacer salir lo oculto, es el peligro. El sentido transforma do de la palabra Ge-Stell (estructura de emplazamiento) se nos hará ahora tal vez algo más familiar, si pensamos el Ge-Stell en el sentido de sino y de peligro. Lo que amena za al hombre n o viene en primer lugar lugar de los efectos posiblemente mortales de las máqui nas y los aparatos de la técnica. La auténtica amenaza ha abordado ya al hombre en su esencia. esencia. El dom inio de la estructura estructura de emplazamiento amenaza con la posibilidad de que al hombre le pueda ser negado entrar en un hacer salir lo oculto más originario, y de que de este modo le sea negado experienciar la exhortación de una verdad más ini cial. Así pues, donde domina la estructura de emplazamiento, está, en su sentido supre mo, el peligro. ‘Pero donde está el peligro, peligro, crece también lo que salva ” (en “L a pregunta por la técnica”, Heidegger, 1994a: 29-30). Pero también estas otras palabras: “Quisie ra denominar esta actitud actitud que dice simultáneamente ‘sí’ y ‘no’ ‘no’ al mun do técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas. Con esta actitud dejamos de ver las cosas tan sólo desde una perspectiva técnica [...] No sabemos qué significación significación atribuir al incremento incremento inquietante del dom ino de la técnica atómica. El sentido del mundo técnico se oculta. Ahora bien, si atendemos, continuamente y en lo propio, al hecho de que por todas partes nos alcanza un sentido oculto del mundo téc
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nico, nos hallaremos al punto en el ámbito de lo que se nos oculta y que, además, se oculta en la medida en que viene precisamente a nuestro encuentro. encuentro. Lo que a sí se mues tra y al mismo tiempo se retira es el rasgo fundamental de lo que denominamos miste rio. Denomino la actitud por la que nos mantenemos abiertos al sentido oculto del mundo técnico la apertura al misterio. La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra [...]. La Serenidad para con las cosas y la aper tura al misterio nos abren la perspectiva hacia un nuevo arraigo. Algún día, éste podría incluso llegar a ser apropiado para hacer revivir, en figura mudada, el antiguo arraigo que tan rápidam ente se desvanece” desvanece” (Heidegger, 1994b: 27-28). La técnica es un modo de desocultamiento del ente, pues lo “trae a presencia” de una forma determinada, configura el modo en el cual las cosas aparecen. La técnica es un producir que obliga a la naturaleza a suministrar energía para almacenarla y tenerla siempre disponible. Asimismo el modo en el cual las cosas aparecen en el producir de la técnica es como “reservas”, “existencias” a la mano. El modo de desocultar el ente como existencia es la “imposición”. El ente ya no conserva nada de suyo. No es ni se muestra en sí y por sí, sino en función de las necesidades y la voluntad del hombre. El ente es por y depende absolutamente del sujeto técnico. Ya no hay ser, sino meros entes disponibles; y ni siquiera hay verdaderos entes, sino “existencias “existencias”” presentes de modo constante a mi disposición. Es la consumación de la metafísica y del nihilismo: La esencia del nihilismo reside en la historia, según la cual, en la manifestación de lo ente como tal en su totalidad, no se toca para nada al ser mismo y su verdad, de tal modo, que ia verdad de lo ente como tal vale para el ser porque falta la verdad del ser. Es cierto que en la época de ia incipiente consumación del nihilismo, Nietzsche experimentó y al mismo tiempo interpretó de manera nihilista algunos rasgos del nihi lismo y, de esta manera, ocultó por completo su esencia. Pero Nietzsche nunca reco noció la esencia del esencia del nihilismo, como tampoco lo hizo ninguna metafísica anterior a él (Heidegger, 1995:238). La empresa heideggeriana de pensar “la verdad de la esencia”, la verdad del ser, adquie re de este modo un peculiar sesgo “antimetafísico”. Si el olvido del ser funda la metafí sica, pensar el ser en sí mismo a fortiori no fortiori no puede ser una ocupación metafísica, ni mucho menos una nueva fundamentación de la misma. Pensar el ser no es hacer ontología fun damental, sino precisamente superar la ontología, destruir la metafísica tradicional lle gando al objeto primero del pensar: el ser. Mas, según sabemos, el olvido del ser no es algo casual, que pudiera o no haber sucedido a lo largo de la historia. El ser, al esenciaresenciarse, se disimula y oculta bajo el velo de la nada y el olvido. La metafísica no es ella mis ma responsable del olvido del ser ni del desconocimiento de este olvido por una omi sión, una decisión propia tomada en un determinado momento histórico: el olvido del ser proviene del ser mismo. Entonces residiría en la esencia del ser mismo el hecho de que éste permaneciera impensado porque lo propio del ser es sustraerse. El ser mismo se sustrae en su ver
Capítulo 5: Entre corrientes, corrientes, Martin Heidegger
dad. Se ocuita en ella y se cobija en ese refugio refugio [...]. La propia metafísica metafísica no sería, según esto, una mera omisión de una pregunta por el ser que aún queda por pensar. No sería ningún error. En cuanto historia de la verdad de lo ente como tal, la metafísica habría acontecido a partir del destino del propio ser [...]. La metafísica es una época de la his toria del ser mismo (Heidegger, (Heidegger, 1995: 238- 239) . La metafísica es un destino del ser, una destinación que el ser mismo envía obligan do al Dasein a conceptualizar el ente al modo de la metafísica en el olvido del ser. Todo atisbo de una arbitraria decisión humana en la fundación de la metafísica queda así des cartado: el ser es el necesario dueño y señor de la historia, lejos en su devenir de la influen cia de la intervención humana, que no hace sino obedecer los destinos que el ser le envía. La historia de la filosofía no es sino la historia del ser (Seinsgeschichte) que (Seinsgeschichte) que se esencia tem poralizándose epocalmente. La historia del ser soporta y determina toda situación y con dición humana: el giro ha sido aquí decisivo anulando cualquier atisbo de subjetividad de un ego prepotente actor de la historia. Pero, precisamente porque la historia de la metafísica es en cierto mo do la historia del destinar del ser, recorriendo recorriendo los “ lugares” del pensamiento en los que el ser se detiene y hace “morada” en su “camino” como “dador y lugar de los lugares”, repensándola en un intento de “ontología negativa”, experimen tando cómo se produce en ella el olvido del ser, lograremos superarla. Paradójicamente la superación de la metafísica se torna así una repetición de ella. El pensar (Dertken) (Dertken) se se vuelve recuerdo (Andenken (Andenken)) de la historia del ser, que sólo pue de leerse en la historia de la metafísica. Repetir, recordar la historia de la metafísica en la dirección de lo no pensado por ella es su verdadera superación y a la par experien cia del ser mismo (Rodríguez, 1 991: 163). La nueva visión que nos ofrece el segundo Heidegger acerca del hombre contrasta fuertemente con aquélla aparecida en Ser y tiempo. tiempo. Lo Lo esencial de esta postura se reco ge en la Carta sobre el Humanismo, Humanismo , donde nos enfrentamos a un hombre cuya esencia consiste únicamente en ser el guarda y pastor del ser, viviendo permanentemente bajo su luz. El humanismo (y el existencialismo), a juicio de Heidegger, no logra captar la esencialidad humana pues ignora su referencia referencia constitutiva al ser por su raigambre meta física. El humanismo no coloca a la altura suficiente la dignidad humana: en este sen tido habrá que entender el antihumanismo heideggeriano que coloca la raíz de la esen cia del hombre en su vinculación al ser, en su habitar en el claro del ser. De nuevo aparece aún con más insistencia el vocablo Ek-sistenz para Ek-sistenz para expresar la esencia ex-tática del hom bre, el estar fuera de sí hacia el ser. Los existenciales de Ser y tiempo adquieren tiempo adquieren ahora tin tes netamente ontológicos: el “ahí” del Dasein es Dasein es la inhabitación en el claro del ser; la “curá' es el cuidado, la guarda del ser; y el “proyecto” deja de ser el volcarse del ser-ahí sobre sus propias posibilidades para pasar a ser enviado, lanzado por el ser; ser; la “caída” no será más que la insistencia en los entes para olvidarse del ser. Para el filósofo, la dig nidad del hombre no reposa en el el todopoderoso sujeto de la voluntad de poder, de la metafísica de la subjetividad, sino en la humildad del pastor que goza del privilegio de
Filosofías del siglo
Capítulo 5: F.ntre F.ntre comentes, Martin Heidegger
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custodia r el ser, ser, vivir en su cercanía, ser vecino suyo. El hom bre no es el dueño y señor del ente sino el pastor del ser: éste ha sido el giro. El hombre está más bien “lanzado” por el propio ser en la verdad del ser, para que ec-sistiendo de esa suerte resguarde la verdad del ser, para que a la luz del ser apa rezca (luzca) el ente como el ente que es [...]. El arribo del ser estriba en el destino del ser. Para el hombre, empero, queda abierta la pregunta de si encuentra lo que cua dra a su esencia, lo que corresponde a su destino; pues, conforme a éste ha de res guardar, a fuer de ec-sistente, la verdad del ser. El hombre es el guardián del ser. A esto apunta Sein Sein und Zeit cuando Zeit cuando es experimentada la existencia ec-stática como “cui dado” (Heidegger, 1988a: 84).
El lugar privilegiado de la relación del hombre con el ser será el lenguaje y el pensa miento. El pensar esencial (das ivesentlicbe ivesentlicbe Denken) Denken) se esfuerza en mantener la relación ori ginal de los entes hacia el ser, es el pensar de la verdad del ser más allá de los entes. Análo gamente el sentido del lenguaje humano no es designar cosas o comunicar estados interiores, sino descubrir en su seno el ser de las cosas y recrearlas desde su ser. El lenguaje es la casa del ser, adonde el ser llega esclareciéndose. esclareciéndose. Pensar no es sino traer el ser a la pala bra: el hom bre que piensa habita en el lenguaje como su morada que es también casa del ser: “Lo que empero, ante todo, es’ es el ser. ser. El pensar consuma la referencia del ser a la esencia esencia del hombre. No hace ni efectúa esta referencia. El pensar sólo la ofrece al ser como aquello que le ha sido entregado por el ser. Este ofrecer consiste en que, en el pensar, el ser tiene la palabra. La palabra -el habla- es la casa del ser. En su morada habita el hombre” (Hei degger, degger, 1988a: 65 ). E s por este motivo que la investigación investigación arqueológica heideggeriana de las etimologías no es asunto trivial ni caprichoso: el lenguaje, al ser histórico, conserva el ser cabe sí, y es a esta habitación originaria del ser en las lenguas primitivas adonde quie re llegar llegar el filósofo. Muy en línea con la humildad del pastor, pastor, señala H eidegger que el ver ver dadero pensar del hom bre no se produce más que com o “escucha” del decir originario originario del ser, escucha que a su vez provoca silencio en un dejarse decir por el ser. El modo más auténtico del hablar es el silencio: “El habla que habla diciendo, se cui da de que nuestro hablar, estando a la escucha de lo inhablado, corresponda a lo dicho por el habla. Así, también el silencio, al que se suele atribuir el origen del hablar, es ya de por sí un corresponder. El silencio (Schweigen) corresponde (Schweigen) corresponde a la inaudible llamada de la calma (Stille ( Stille)) del Decir apropiador-mostrante. El Decir que descansa en el adveni miento apropiador es, en tanto que mostrar, el modo más propio de apropiar. El adve nimiento apropiador es diciente. El habla habla en este sentido cada vez según el modo en el cual el advenimiento apropiador en tanto que tal se desoculta o se retira” (Heideg ger, 1987: 237-238). El modo más auténtico de pensar es la apertura al misterio, responder a la llamada del ser como lo más digno de ser pensado: “El pensar es -para hablar sin rodeos- el pen sar del ser. El genitivo dice dos cosas: el pensar es del ser en cuanto que el pensar, pro ducido por el ser, le pertenece al ser. El pensar es simultáneamente pensar del ser en cuan
to perteneciendo al ser, escucha al ser. En cuanto escuchando pertenece al ser, es el pen sar lo que es según su origen esencial” (Heidegger, 1987: 68). En sus últimos escritos hace Heidegger referencia al “cuadrado originario del mun do” (Gevierl ( Gevierl)) compuesto por el cielo y la tierra, los inmortales y los moi tales. Los mor tales son los capaces de soportar la muerte como muerte, los inmortales son mensaje ros de la divinidad. La tierra tierra es soporte fructífero, el cielo cielo claridad y oscuridad nocturna, camino de los astros. Todo s estos elementos se hallan en un juego permanente en el que ninguno es sin los otros y se definen por oposición relacional siempre de modo conjunto. Tierra y cielo, dioses y hombres se reflejan entre sí como en un juego de espejos, hallando su armonía en el todo del ser. Pero el ser no se identifica con ningu no de los miembros del cuadrado, sino con su cuadratura ( Vierung), Vierung), la unidad en la diversidad, el equilibrio. Esta unión se descubre en la coseidad de las cosas, en el ser de, v. gr., una gr., una jarra como cosa. En el agua o el vino que escancia (schenken) (schenken) el jarro alienta la tierra como lluvia, rocío, vid; el cielo se hace presente en el calor y la luz que maduraron el vino; los hombres beben el vino y hacen una libación a los inmortales: en la jarra se reúne ( Thing) lo Thing) lo cuádruple del ser, el ser como el obsequio ( Geschenk) Geschenk) de lo vertido: En el obsequio de lo vertido, que es una bebida, demoran a su modo los morta les. En el obsequio de lo vertido, que es una libación, demoran a su modo los divinos [...]. En el obsequio de lo vertido demoran tierra y cielo. En el obsequio de lo vertido demoran al mismo tiempo tierra tiempo tierra y cielo, los divinos y los mortales. Los cuatro, unidos desde sí mismos, se pertenecen unos a otros. Anticipándose a todo lo presente, están reglados por una única Cuaterni dad (Heidegger, 1994a: 150). El escanciar, escanciar, schenken, es también un obsequiar, el dar del ser que aparece también en la expresión esgibt Sein. En Tiempo y ser asistimos asistimos a una breve recapitulación en la que, finalmente, se quiere recoger la apertura de Ser y tiempo: tiempo: El dar en el el Se da el el ser ser se mos tró como destinar y como destino de presencia en sus transformaciones epocales. El dar del ‘Se da el tiemp o’ se mostró como regalía esclarecedora esclarecedora de la región tetradimensional. En la medida en que en el ser como presencia se anuncia algo así como el tiempo, se robus tece la ya mencionada conjetura de que el tiempo auténtico, la cuádruple regalía de lo abierto, se deja hallar hallar como el ‘Se’ o el ‘Ello’, que da el ser” (Heidegger, 1999: 3 6-37) . Y justam ente “ lo que deter mina a am bos, ser y tiemp o, en lo que tienen d e p ropio , est o es, su recíproca copertenencia, lo llamamos: el acaecimiento [das Ereignis\ (Heidegger, 1999. 38). Acontecimiento que es la última palabra sobre el ser y del ser y en donde se condensa el pensamiento del don, del habla, de la retirada, del desocultamlento, del destinar del ser en relación al tiempo: El destinar en el destino del ser fue caracterizado como un dar, en el que lo des tinante mismo se retiene y retira en el retenerse del desocultamiento. En el tiempo auténtico y su espacio-tiempo se mostró el ofrendar del pasado, y por tanto de lo yano-presente, la recusación de éste. En el ofrendar del futuro, y por tanto de lo aún-
Filosofías del siglo XX
no-presente, se mostró la reserva de éste. Recusación y retención acusan el mismo rasgo que el contenerse en el destinar: a saber, el rettrar-se. En la medida, pues en que el destino del ser reposa en la regalía del tiempo y éste con aquél en el acaeci miento apropiador, se anuncia en el apropiar lo que le es peculiar a dicho acaecimiemo, que o que tiene de más propio lo retira el desocultamiento sin límite Pen sado desde el apropiar, esto quiere decir: el acontecimiento apropiador se expropia en el mencionado sentido, de sí mismo. A la apropiación del acaecimiento apropia dor como tal pertenece la expropiación. Por ella no se abandona el acaecimiento apro piado., sino que preserva su propiedad [...]. El acaecimiento apropiador ni es ni se da 1...J <(¿ue queda por decir? Sólo esto: el acaecimiento apropiador acaece apropiadoramente (Heidegger, 1999: 42-43). K
El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
Hay una sola expresión para la verdad: el pensamiento que niega la injusticia.
Horkheimer y Adorno
Com o queda escrito más arriba, quizá en el siglo XXI podamos apreciar con tranquilidad mayor lo que el marxismo y su tradición han aportado a la filosofía que en estos mom en tos se escribe. Señalábamos especialmente la filosofía de la praxis y su función desideologizadora, el nacimiento de la sospecha extendida sobre la verdad y la seguridad como garantes de poderes ajenos. Sin embargo, llegado el m omento d e analizar brevemente las vertientes del marxismo del siglo terminado, debemos empezar por insistir en que esa tarea “terapéutica” es precisamente la menos abordada por los propios marxistas. Lejos de desideologizar, la historia del marxismo después de Marx es quizá la historia de cóm o la mayor aportación desideologizadora se va ideologizando, y cómo otros marxistas no ortodoxos paradójicamente luchan contra esa ideologización. Buena parte del marxismo se convirtió, efectivamente, en dogma, negando así su propia raíz, de forma que trans currió el siglo entre debates que en unas ocasiones pretendían recuperar el sentido críti co de Marx y, en otras, simplemente matar a Marx (y a sus hijos más o menos bastardos) cuanto antes. Hasta que, llegadas las últimas décadas, el consabido anuncio de la muer te definitiva no haya sido sino una ideología más. El debate, dentro del marxismo, se ha canalizado sobre todo (en lo estrictamente teó rico, dejando prácticas políticas determinadas) por el sentido otorgado a la noción de dialéctica, y, por tanto, por la conexión con Hegel. El materialismo, desde luego, se man tuvo como condición sitie qua non de todos los marxistas (aunque vimos cómo algunos
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autores idealistas e incluso cristianos no dejaban de recoger cierta llamada a la praxis), pero la discusión sobre si la dialéctica constituía una lógica fría, mecánica y omniabarcante que olvidaba al individuo o si debía entenderse más bien como estrategia de aná lisis y acción puesta a disposición del hombre, ha orientado buena parte de los debates. En el marxism o se plasma con claridad absoluta, por tamo, toda la problemática que desde el inicio hemos ido explicitando con relación a la herencia: la distancia entre lo que se deja a los herederos y lo que éstos reciben, la distancia entre lo que reciben y o que hacen, la distancia, en definitiva, entre comprender la herencia como posesión y poder, o comprenderla como tarea inacabada de la cual hay que hacerse cargo. Con todo, puesto que en nuestros días parece que ese hacerse cargo del marxismo ha estado prin cipalmente en manos de la Escuela de Frankfirrt (si bien cabe atribuir a Espectros de Marx de Derrida el mérito de reavivar cierto debate sobre esa misma herencia), dedicaremos especial atención en este capítulo a la teoría crítica, haciendo un repaso leve, casi a bene ficio de inventario, de lo que queda, de oídas, en las mentes de nuestra generación filo sófica de otras trayectorias marxistas.
6.1. Ortod oxia y reformismo Ims años de la Segunda Internacional (1889-1917) van a conocer el mayor auge y vita lidad del pensamiento marxista después de Marx, en un clima que oscilaba de continuo entre el revisionismo de los textos de Marx y una indudable voluntad de mantener una línea clara de pensamiento ortodoxo u oficial, caracterizada por su inclinación a la filo sofía positivista y empirocriticista, así como su cercanía con el darwinismo, y en un inten to, por tanto, de alejarse del trasfondo hegeliano de la filosofía marxista. El principal exponente de esta ortodoxia pseudoevolucionista es Karl Kautsky (1854 -1938), quien logrará la expulsión de los anarquistas y la condena de las propuestas de Eduard Berns tein (1850-1932), albacea de Engels que abrió la brecha del revisionismo con su libro Los presupuestos de l sociulismo y Lisjuncione s de la socialdernocruciu. Bernstein echa po r tierra el sesgo profético del marxismo y desmiente todas sus pre visiones de futu ro, com o sólo en parte se ha encargado de hacer la historia. La economía no evolucionaba como Marx había predicho, ni se habían agudizado la polarización o la ucha de clases en el seno de la sociedad. Por otra parte, si el sustento determinista sobre el que descansa la política marxista cae por su propio peso, el voluntarismo de sus diri gentes se hace aún más explícito y carente a menudo de cualquier eticidad, sacrificada precisamente en nombre del bien mayor al que habían de conducir esas leyes de la his toria que, p ara Bernstein, se habían mostrado falaces. Su rechazo de la dialéctica es fron tal y sin concesiones, pues confunde lo ideal y deseable con lo necesario históricamen te. No se justifica tampoco la dictadura del proletariado, ideada en un tiempo que no conoció la dem ocratización creciente y la evolución de la economía en el ámbito del Esta do, el cual, por otra parte, Bernstein quiere recuperar como modo racional de convivencía y organización, liberándolo de la demonización marxista.
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Erankfurt
Todo ello se debe, evidentemente, al influjo corrector de estas tendencias que esta ba desempeñando la socialdemocracía. Para Bernstein, frente a la revolución, las refor mas internas en el marco de mocrático parecen ser el verdadero camino del progreso sin pagar tan altos tributos a la ética y a la humanidad en su conjunto. La democracia es el punto final del socialismo. En ella habrá de encarnarse y realizarse. Es lo que exige la res ponsabilidad y no el enceguecimiento al que conduce el ideal de una sociedad perfecta. El socialismo es una tarea inacabable de perfeccionamiento, no un golpe de mano que instituya la idea en lo real de un día para otro: el camino, el movimiento obrero prima sobre la consumación final. Kautsky le hizo frente al reformismo y venció. El colonialismo es, para él, la mejor prueba de que el capitalismo no sólo no retrocede ni se suaviza en sus consecuencias, sino que se expande y se hace más despiadado que nunca. Matizará en su Concepción materialista de la historia la dialéctica marxiana con la introducción de premisas venidas del evolucionismo de Darwin ; de la lucha de clases pasa a cierto darwinismo social regi do por la interacción mu tua entre los organismos y el entorno. El positivismo y el cien tificismo de sus teorías le valdrá sin embargo la condena posterior por parte de Lenin, que arremeterá contra el renegado Kautsky, crítico del bolchevismo oportunista al que acusa de renunciar a todos sus principios para perseverar en el poder. El triunfo de los bolcheviques, para Kautsky, no era sino la derrota del socialismo. La línea tal vez más dura contra el reformismo de Bernstein la representa la espartaquista Rosa Luxemburgo (1870-1919), fundadora del partido comunista alemán. Tampoco ésta transigiría con el determinista evolucionismo kautskiano: la revolución exigía la decisión y la voluntad del proletariado y no se podía reducir a una inelucta ble consecuencia del desarrollo histórico natural. Lo que sí tiende de modo necesario a su hundimiento final es el capitalismo, el cual, pese a su expansión colonial, acabará por no poder prolongar más su agonía sobre la limitada faz de la tierra. El purismo de Rosa Luxemburgo la llevó a oponerse al mismo Lenin y a los bolcheviques, a declarar se en contra de la guerra movida por afanes patrióticos inconciliables con el verdade ro proletariado, a criticar la dictadura contra el proletariado tal como se había insti tuido en Rusia. Desde el neokantismo, Max Adler (1873-1937) y Otto Bauer (1882-1938), prin cipales artífices de lo que se conocerá como austromarxismo, realizaron una crítica a la posibilidad de establecer una ciencia de lo social basada en leyes causalistas, y lo irrealizable de una filosofía de la historia apoyada en la necesidad del progreso y la revolución. Despojado de este modo el marxismo de su motor dialéctico principal, la lucha de clases, el fin último que proponía quedaba meramente como una idea regu lativa, una aspiración ética, una última versión del imperativo categórico que procla ma nuevamente el reino de los fines en sí. La típica preocupación neokantiana por la escisión entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu afectará a la noción de progreso del marxismo, no permitiendo identificarlo con el desarrollo histórico, con lo que de una parte quedaba la ciencia de la historia y, de otra, las valoraciones éticas sobre la misma, deshaciéndose la amalgama de hechos y valores que se apreciaba en
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
Filosofías del siglo XX
los textos de Marx y adquiriendo la dimensión ética mucha mayor relevancia, sin con taminaciones causalistas. En Rusia, Plejanov (1856-1918) es el representante más destacado de la ortodoxia, participando asimismo de la polémica contra Bernstein. Se reafirma en sus Cuestiones fundamentales del marxismo en el hegelianismo inherente al marxismo y en la necesidad de la dialéctica y las leyes de la historia, que no deben ser confundidas ni mezcladas con las teorías evolucionistas. Incluso llegó a oponerse a Lenin y a la revolución de octubre por haber intentado precipitar el curso de la historia y dar un salto para el que Rusia no estaba aún preparada por la inmadurez de su tejido económico. Como consecuencia, será tildado de revisionista por los bolcheviques. Sus prim eros trabajos, sin em bargo, seguirán siendo admirados. Lenin (1870-1924) no dudará en reconocerlo como su maes tro. Entre tanto, también el influjo del positivismo había llegado a Rusia, concretamen te en la síntesis que hicieron Bogdanov y Lunachartsky entre el marxismo y el empirocriticismo de Mach y Avenarius. El radicalismo sensualista de éstos les llevó incluso a liquidar el materialismo en favor de las sensaciones como única realidad fiable. Lenin, en Materialismo y empirocriticismo: notas críticas sobre una filosofía reaccionaria, los acu sará de idealistas y antidialécticos, reivindicando la existencia extramental de la materia más allá de las sensaciones, y el realismo básico y objetivo del conocimiento, que se va perfeccionando dialécticamente y con ayuda de la contrastación en la praxis. El pensamiento de Lenin se inicia con la profundización en los aspectos económi cos del marxismo: ello lo llevará a combatir los excesos del populismo revolucionario campesino y, como hemos visto, las derivaciones cientificistas, kantianas o darwinistas. Su marxismo estricto lo enfrentará con Bernstein y, siguiendo a Plejanov, con aque llos que defendían la idea de que la revolución proletaria sucedería de forma necesaria sin que fuera necesario llevar a cabo una política revolucionaria y una concienciación de clase. El proletariado, inserto en los avatares de la explotación económica capitalis ta, necesita de la ilustración de los intelectuales burgueses, los únicos capacitados para mostrarle el camino y la meta final del comunismo. La teoría revolucionaria es previa e indispensable para la revolución. La política y la praxis concretas adquieren así un valor inestimable por encima de la economía. Y ésta será su aportación fundamental al marxismo, ya que en filosofía ape nas se estrenó con la polémica frente al empirocriticismo. E l imperialismo, estado superior de l capitalismo y Estado y revolución son dos hitos clave en su pensamiento. Por ello, por la necesidad urgente de la praxis política, Lenin dudará del ineluctable hundimien to del capitalismo y considerará preciso acelerar su caída disponiendo los medios para este fin: el partido revolucionario como custodio del pensamiento marxista, guía del pro letariado y cabeza visible de la acción revolucionaria. La profesionalización y el carácter de ilustración de masas del partido hace que sea imposible la identificación entre éste y el proletariado, que queda a merced de la violencia y la disciplina militarista de los inte lectuales esclarecidos. La conversión del marxismo en ideología estaba servida. Este grupo de especialistas en derrocar al Estado y acabar con la burguesía será el que allane el camino hacia la dic-
tadura del proletariado, ejercida por el partido, sólo que en nombre del pueblo (pero sin el pueblo). Las consecuencias del golpe de timón que imprime Lenin al matxismo, haciéndolo ideología oficial y convirtiéndolo en dogma del partido comunista, no es cuestión de entrar a valorarlas aquí, gulag incluido. En el plano intelectual arraso con toda forma de disidencia, como ya hemos visto, cortando de raíz la apertura del mar xismo hacia otras corrientes filosóficas, determinando incluso cuál era la verdadera fide lidad al pensamiento de Marx, frente a otros que también se proclamaban fieles marxistas como Plejanov, Trotsky o Kautsky. La Vulgata marxista llegaría a hacerse tan peligrosa como la cristiana y su cristalización en 1938, Sobre el m aterialismo dialéctico y sobre el materialismo histórico, de Stalin, dará buena cuenta de hasta donde pudo llegar una “revolución traicionada”. Lenin conserva, pese a todos los negros velos que le han caído encima, el mérito de haber liberado al marxismo de ser una mera filosofía de la historia y haberlo volcado hacia lo concreto; su desconfianza en las regularidades de la historia y en las adquisiciones inamovibles del pensamiento o de la política lo con virtió en un fenomenal y flexible estratega que no vaciló en su mome nto en aplicar a NEP ; su claridad a la hora de reconocer que “sin teoría no hay revolución como seña laba en ¿Qué haceri, lo convenció de que no era concebible una neutralidad científica de la teoría, sino que ésta siempre se halla implicada, comprometida e interesada en una determinada praxis política. No hay verdad sin poder es, quizá, la idea que complementa ■
a lo que en Marx parecía más bien un sueño. L a T er ce ra In te rn ac io na l v ue lv e l os oj os ha cia He ge l a la ho ra de leer a M ar x, y la dialéctica cobra fuerza de nuevo tras las aventuras del empirocriticismo y los neokantianos. Lukács (1885-1971), en Historia y conciencia de clase, realiza una vuelta significati va a la ortodoxia marxista que preconiza la dialéctica como el método adecuado para entender la historia como un todo unitario, él también dialéctico. El sujeto-objeto cog noscitivo y activo de la historia es la clase como un todo, no los individuos aislados -ni siquiera los trágicos héroes de Dos toievsky -; la clase asume este doble papel teórico-práctico de autoconocimiento y autotransformación como conciencia de clase. Sea como fue re en 1924 la Tercera Internacional condenó esta obra por estar impregna da de subje tivismo y de idealismo, lo que forzó a Lukács a hacer una serie de retractaciones que se habrán de repetir más adelante, unidas a conminaciones al silencio en una incesante per secución intelectual. Su contribución más señalada la lleva a cabo en el campo de la este tica [El alma y las form as, Teoría de la novela), que concebirá el arte como un reflejo de lo real en consonancia con el realismo epistemológico marxista. Un reflejo que se aleja de la tentación naturalista tanto com o de la abstracción formal para lograr una repre sentación intuitiva de la vida, de lo real en su complejidad como un todo, la configura ción de tipos que armonicen lo universal y lo particular, lo concreto y la regla, lo ideal y lo histór ico. , , , ., . En su Marxismo y filosofía, Karl Korsch (1886-1961) declarara explícitamente su entusiasmo al leer Historia y conciencia de clase. También su libro sería condenado, pero su actitud ante la condena fue muy distinta, ya que arremetió, abanderando la dialécti ca del materialismo histórico concretada en la lucha del proletariado, no sólo contra la
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ortodoxia de Kautsky, sino contra la «rsión del comunismo elitista y la jerarquía de par tido que había impuesto el mismo Lenin. ‘
nismo, no abandonarán nunca el ámbito de lo terreno e inmanente, pero su tránsito por los do minios de la utopía y la esperanza harán surgir reservas dentro de la ortodoxia mar-
El marxismo va a conocer en Amonio Gramsci (1891-1937) una radical trafiisformacion de sus planteamientos por la necesidad de hallarle arraigo en una culturóla ita liana, muy distanciada del caso soviético. Asistimos a una primacía de la praxis huma nista e histoncista, ajena a la especulación, que sitúa la política en un peculiar contexto
sista, máxime cuando desde el cristianismo se lleguen a asimilar sus principios con una cierta facilidad. Sin embargK, la suma perfección en Bloch es exclusivamente histórica,
histórico, en unas relaciones sociales y en una tradición concreta, para subrayar también su contingencia y el carácter transitorio del Estado en la revolución. La necesidad de no
Ensperfectissimum y no como anamnesis o contemplación de una perfección perdida o trascendente. Dos pensadores más, de importancia muy desigual, resultan especialmente intere santes dada la libertad con que usan del marxismo y logran, en un caso, abrir nuevas
levantar demasjado los pies de la tierra la encuentra el propio pensador en la revolución de 1917, que se realizó contra El C apital, dialécticamente, desafiando cualquier previ sión y especulación, trazando el propio rumbo de su historia y no dejándose encerrar en vacíos esquemas conceptuales. El marxismo sólo tiene sentido como praxis y revolución no como dogma metafisico abstracto. Gramsci logra consolidarse como una alternativa al estalinismo y aglutinar en torno a sí toda la disidencia antisoviética. Cabe destacar su distinción entre la dominación y la hegemonía de una clase sobre otra, a saber, el puro control y opresión o la capacidad de dirigir la sociedad haciéndola progresar porque dicha clase ha logrado el autoconocimiento y ha sabido localizar y encauzar los problemas, lo que la convierte en hegemómea por ser la más apta para gobernar; entre sociedad polí tica o Estado y sociedad civil, mero aparato de control y poder frente a un verdadero . entrama do de relaciones horizontales e institucionales de partido y sindicato, locus naturali^ de la expansión h egemómea de clase sin el cual se hace violento y gratuito todo afán de dominio. El papel del intelectual y del partido en la sociedad civil será fundamental, integrador y omnipresente en Gramsci, no sin una cierta inclinación totalitaria, como catalizadores de la conciencia de clase y responsables de la supremacía de la clase prole taria sobre la burguesía y el capitalismo, logrando el beneficio de convertir al partido en una parte de la clase obrera, en un intelectual colectivo, no en un órgano dirigente sepa rado y extraño a la condición proletaria. Una mención aparte merece Ernst Bloch (1885-1977), decididamente un espíritu díscolo en la tradición ma mst a que soslaya casi de pleno los planteamientos económi cos y científicos centrándose en la vertiente “ética” y el espíritu utópico y humanista del marxismo. E l principio esperanza (195 4-195 9), algunos de cuyos planteamientos se habían esbozado ya en E l espíritu de la utopía (1918), subraya justamente este aprender a esperar corno esencial en el hombre, su apertura hacia el futuro en un marco ontolò gico de posibilidad y no-ser-todavía. La conexión de la esperanza y el marxismo apare ce como inmediata, ya que también éste señala esta apertura posibilitante de la praxis del hombre com o proyecto emancipador. L a ontologia del todavía-no, que comprende la esencia mas como lo que aún no se es que como lo que ya se es, lo real como por venir marca una singular distancia respecto de lo que podría entenderse como un materialis mo grosero que sobrenada en lo fáctico, en lo ya dado como presente o pasado. Por ello Bloch concede, en su uem po, mayor relevancia al futuro de la que pudo concederle Marx, necesitado de un minucioso análisis del presente de alienación para poder liberar un hori zonte de salida. La escatologia y el espíritu de trascendencia de Bloch, incluso su mesia-
es un novum J ño un prinmm como trascendencia hipostasiada. L a mediación del tra bajo humano en la materia es lo que constituye la esperanza como realización futura del
perspectivas (que anticipan la vertiente frankfurtiana), y, en el otro, tejer en nuestro país una síntesis original y no repetida del marxismo con otras de las principales corrientes del siglo. Nos referimos* respectivamente, a Benjamín y Sacristán. Walter Benjamín (1892-1940) abre, en efecto, la libertad ante el marxismo que llevará a la Escuela de Frankfurt. Con un pensamiento entrecortado, fragmentario y truncado por una muerte temprana, su influjo ha sido, no obstante, incalculable en diversos ámbitos del pen samiento. Son comen tadas especialmente sus tesis sobre filo sofía de la historia y su estética, pero nos interesa aquí centrarnos, a beneficio de bre vedad, solamente en la inspiración marxista que recibe y transforma. En Sobre el programa de una filosofía venidera (1918), sostiene con énfasis la necesidad de una nueva experiencia, “imprevisible y audaz”, que trate el conocimiento más allá de los polos metafísicos de sujeto y objeto, anticipando buena parte de la hermenéutica e incluso la filosofía de la diferencia. Pero es en lugares aparentemente alejados de la ortodoxa preocupación marxista donde muestra la apertura del marxismo a categorías proscri tas; el segundo párrafo, de hecho, de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), dice así: La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más lentamente que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer vigente en todos los campos de la cultura el cambio de las condiciones de producción. En qué forma sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero de esas indicaciones debemos reque rir determinados pronósticos. Poco corresponderán a tales requisitos las tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del poder; mucho menos todavía algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible en la superestructura que en la economía. Por eso sería un error menospreciar su valor combativo. Dichas tesis dejan de la do una serie de conceptos heredados (como creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incon trolada, y por el momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por comple to inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la forma ción de exigencias revolucionarias en la política artística (Benja min, 19 73: 18).
Filosofías del siglo XX
Desd e el iespeto (quiza un tanto irónico) a ciertas reglas del método marxista, Ben jam ín da la v uelt a a la s itu aci ón y se compromete con un análisis cultural del presente (ambas características suficientemente rebeldes para los hábitos marxistas), y lo hace movid o por lo qu e actuó de impulso para su reflexión e hizo sugerente su pensamiento: la oposición al fascismo. Pues el fascismo le hizo ver precisamente que, en vez de atrin cherarse en una suerte de ortod oxia revolucionaria, la tarea estaba precisamente en repen sar la tradición moderna que había llevado al nacimiento de tal política, y, por otro lado, en la necesidad de imped ir que ese fascismo se apropiase de tod o, engullese como sumi dero todo aquello que, como el arte, había buscado un p ropósito liberador, emancipa dor. Este ensayo de estética es buena muestra, de hecho, de cóm o un cierto anhelo román tico (plasmado en categorías estéticas como aura o genio) intenta no dejarse sustraer ni al dogmatismo de una metod ología que se iba cerrando progresivamente (la del mate rialismo histórico), ni a la asfixia de una practica política totalitaria que neutraliza cual quier alternativa y se adueña de cualquier tendencia esquiva. Mas que un cuerpo teórico, por tanto, importan de Benjamín su estilo y su actitud. Actitud que, en consecuencia con lo anterior, no puede evitar replantearse los mitos modernos de la historia, la técnica y el progreso. Sitúa de hecho la técnica en el primer plano de la reflexión filosófica, quiza en busca de esa huida del sujeto que anunciába mos. Y arremete contra el progreso, un huracán que nos empuja sembrando a su alre dedor ruinas (tesis novena de filosofía de la historia); progreso, por demás, que es hijo de una concepción de la historia lineal y acumulativa que es lo que hay que empezar por desmontar. La apropiación del pasado es más bien el adueñarse y hacerse cargo de una herencia y un recuerdo, y el resultado de esa operación ha de medirse much o más en tér minos de esperanza que de comprensión: Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo utal y como verdadera mente ha sido . Signifi ca adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instan te de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peli gro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a pun to de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vence dor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos esta rán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de ven cer (Benjamín, 1967: 45). La compa sión (en sentido estricto) por las víctimas y los muertos, con el consiguiente odio al fascismo, es la clave de esa nueva actitud marxista, que se hace, además de libe radora y desideologizadora, con Benjamín también esperanzadora. De ahí que Adorno caracterizase a Benjamín como la mirada que veía el mundo desde la perspectiva de los muertos. '
Cí0tnlu m E l m a r x i s m o
d e l s i g lo
XMy l a
Éseuela de Erankfurt
Hacíamos r e f e re n c i a m á s arriba también a otro marxismo distinto, .el que desarro l l ó l e j o s de las e s c u e la s y s u m i d o en ocupaciones más concretas, de lucha contra cierta forma d e lascismo cuand o é s t e ya había sido derrotado en el resro de Europa, Manuel Sacristán ( 1 9 2 5 - 1 9 8 5 ) . L e j o s d e las escuelas, de hecho, es quizá el factor que favorece la curiosa síntesis que ofrece Sacristán: el positivismo y la lógica formal para la ciencia, el existencialismo para la comprensión del sujeto, pero todo ello bajo el materialismo y la dialéctica sin las cuate nada tendría vinculación con la praxis, y de ahí la afiliación marxista. Con Sacristán comienza, por demás, algo que será característica de algunas filosofías muy actuales: la conciencia de escribir sometido a la urgencia, el saberse inmer so en un contexto socio-histórico que empuja y exige a las propias ideas como a los pro pios textos. La tesis doctoral de Sacristán trataba sobre la teoría del conocimiento de Heideg ger; toma de él sobre todo la conciencia de la historicidad y la inmersión en el mun do inevitable para el sujeto, así como la determinación óntica de la comprensión del ser. En contra de las apariencias, todos estos aspectos pueden ser leídos en clave mar xista. Pero es que tam bién la propia idea de verdad que estudia en el existencialismo queda tocada y vinculada con la de libertad, dándole otra vez un sentido emancipa dor ycas l revolucionario, pues la verdad abre mundo. Se guarda, sin embargo, Sacris tán de acercarse al planteamiento sartreano, pues, según él, Sartre absolutiza de tal for ma la “nada” que neutraliza ese valor emancipador de la verdad y el proyecto subjetivo existencial: “Puesto que no hay ser que preexista a la libertad (ella, como nada que es, pone la posibilidad del ser y el ser mismo proyectado), la elección no puede ser autén ticamente tranquila adhesión a nada”, El análisis lógico, de otro lado, sirve a Sacristán (y de él fue precursor en España a pesar de los más acom odad os que se llevaron la gloria -y su cátedra-) para investigar los límites del enunciado. El positivismo cosifica al ser, pero ésa es la condición de la cien cia, como su límite. Esta cosificación es, de hecho, su mayor virtud: logra la sistematicidad y la Universalidad, la estructura form al es de hecho la condición de determinado conocimiento, pero no hay que olvidar que la semántica llegará tarde o temprano para dar contenido a la mera universalidad formal. La operatividad científica, cuyo cómplice es el alejamiento, no tiene en modo alguno el derecho de olvidar que no es la única dimensión de conocimiento posible. La inserción en la práctica de esos niveles existencial y positivista que hemos comen tado llega, efectivamente, de la mano del marxismo. Contra el pensamiento romanticoide según el cual la filosofía está para comprender el mun do, Sacristán quiere que, siguiendo al marxismo, intervenga en él y señale fines; y para eso no basta la ciencia: Un programa práctico racional tiene que estar vinculado con el conocimiento positivo, con las teorías científicas, pero no puede deducirse de ellas con medios pura mente teóricos, porque el programa presupone unas valoraciones, unas finalidades y unas decisión* que, como es natural, no pueden estar ya dados por la teoría, por el conocimiento positivo (Sacristán, 1983a: 186).
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Exigencia práctica racional, pues, que por demás no necesita sino atener®! al mate rialismo y a la dialectics, .¡p decir, que huya del solipsismo y del cientificismo mediante una estrategia y un método adecuados. Materialismo y dialectics.que, además, a p o rt * la dimensión más clara de ese vínculo con la praxis: la dimensión histórica. Y todavía algo más: un duro anti-individualismo. Retomando el principio de concreción del que hablaba Lenin, afirma Sacristán: En el pensamiento marxista (...] la práctica tiene la función que el irracionalismo (no sólo de los idealistas) confía a la intuición: superar la unilateralidad del conoci miento abstracto, del conocimiento por leyes científicas y otras proposiciones unfyersales (Sacristán, 1983a: 189).
6.2 . El marxism o (no) es un humanism o: Sartre y Althusser A mediados de los años cuarenta, Sartre ya es conocido mundialmente y se ha consa grado como cabeza del existencialismo ateo. En 1945 funda con Merleau-Ponty Les Temps M o d e m s , al año siguiente publica Materialismo y revolución, contestando duramente al estalinismo; este mismo año ve la luz E l existencialismo es un humanismo, donde la polé mica con o contra el marxismo aún es muy virulenta y las acusaciones de filosofía bur guesa y n eoliberal que éste le lanza al existencialismo sartreano parecen hacer imposible cualquier conciliación. Establecer vínculos entre E l ser y la nada y la Crítica de la razón dialéctica (I960) es una tarea sin duda apasionante, tanto como fundamentar la ruptu ra que se produce entre ambas. En cualquier caso, hablar de un primer y un segundo Sartre, Heidegger, Wittgens tein, Derrida, etc. siempre será un pasatiempo filosófico imposible de erradicar, tan entre tenido como su opuesto: en el camino está lo mejor, siempre que ello se realice con volun tad de aprender algo y no en pos de dogmatismo alguno ni de fidelidades equivocadas o esencialismos antropológicos que no admitan sujetos tan brutalmente escindidos. Ya sabemos también, p or otra parte, que las cartas al padre Richardson no sirven de mucho ni acallan este tipo de polémica. Las declaraciones de los propios autores, que curiosa mente siempre van en la línea de la coherencia y la continuidad consigo mismos y con su pensamiento, parecen estar hechas para ser desmentidas. En el prólogo a la Critica de la razón dialéctica, dice Sartre: “Considero al marxismo como la filosofía insuperable de nuestros tiempos y porque creo que la ideología de la existencia y su método ‘comprensivo’ están enclavados en el marxismo” (Sartre, 1970: 10). Será bueno tener en mente estas palabras al tiempo que escuchamos aquellas otras pronunciadas en 1 946, en E l existencialismo es un humanismo, ante los reproches que se le hacían desde el marxismo: En primer lugar, se le ha reprochado [al existencialismo] el invitar a las gentes a permanecer en un quietismo de desesperación, porque si todas las soluciones están
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■Sitadas, habría que considerar que la acción en este mundo es totalmente imposibles y desembocar finalmente en una filosofía contemplativa, lo que además, dado que la contemplación es un lujo, nos conduce a una filosofía burguesa. Estos son sobre todo los repróc hase le)« comunistas [...] nos reprochan que hemos faltado a la solidaridad humana, qilAiconsideramos que el hombre está aislado, en gran parte, además, por que partimos -dicen los comunistas- de la subjetividad pura (Sartre, 1988: 11).
La inacción a la que en teoría conducen la angustia y la falta de solidaridad del egoís ta sujeto sartreano no parecen abrir precisamente las puertas del marxismo. Menos aún la volubilidad del para sí que parece impedir la consecución de cualquier empresa colec tiva orientada hacia el bien común: No puedo contar con hombres que no conozco fundándome en la bondad huma na o en el interés del hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay ninguna naturaleza humana en que yo pueda fundarme. No sé qué lle gará a ser de la revolución rusa; puedo admirarla y ponerla de ejemplo en la medida en que hoy me prueba que el proletariado desempeña un papel en Rusia como no lo desempeña en ninguna otra nación. Pero no puedo afirmar que esto conducirá forzo samente a un triunfo del proletariado [...] mañana, después de mi muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo y los otros .pueden ser lo bastante cobar des y desamparados para dejarles hacer; en ese mome nto, el fascismo será la verdad humana (Sartre, 1988: 27-28).
El doble pilar de que la existencia precede a la esencia y su correlato en la libertad humana dan la sensación de segarle la hierba bajo los pies a cualquier tipo de verdad absoluta, en este caso el marxismo. Si algo tiene la naturaleza humana es que no existe, que no hay tal naturaleza y nada puede fundarse en ella ni generar ningún tipo de con fianza. El existencialismo no da lugar a compromisos como el de Marx, justamente por que la libertad del sujeto que proclama los impide: [Pregunta] Sea cual fuere la moral que usted tenga, no se siente un lazo lógico tan estrecho entre esa moral y su filosofía como entre el Manifiesto Comunista y la filoso fía de Marx. [Sartre] Se trata de una moral de la libertad. Si no hay contradicción entre esta moral y nuestra filosofía, no hay nada más que exigir. Los tipos de compromiso son diferentes según las épocas. En una época en que comprometerse era hacer la revo lución, había que escribir el Manifiesto. En una época como la nuestra, en que hay varios partidos que se proclaman todos revolucionarios, el compromiso no es entrar en uno de ellos, sino tratar de clarificar los conceptos para precisar a la vez la posición y tratar de influir sobre los diferentes partidos revolucionarios (Sartre, 1988: 46-47).
Tal vez nos baste con esta confesión de Sartre de que los compromisos varían según las épocas para explicar, si es que debe hacerse y es tarea filosófica, su cambio al res pecto diez años más tarde. Desde luego, no sabríam os si habría que explicar dicho cam bio desde El ser y la nada o desde la Crítica, en términos de libertad o de causalidad:
F i l o s o f í a s d e l s i g l o XX
“El día en que un marxista me lo haya explicado, creeré eivl'.j,causalidad marxista. Uste des se pasan el tiempo, cuando se les habla de libertad, diciendo: perdón, lo que exis te es la causalidad. De esta causalidad secreta, que jólo tiene sentido en Hegel, ustedes no pueden dar cuenta. Sueñan con la causalidad marxista” (Sartre, 1988: 59-60). En todo caso, será la profundización en el tema de la libertad lo que sí pueda dar noticia, que no razón, de su tránsito al marxismo. Atreverse a decir que “Sartre, al abandonar su primera e ‘ingenua’ concepción de la libertad, individualista y absoluta, se plantea ba como cuestión fundamental si el socialismo sería capaz de dar una respuesta satis factoria a una idea de la libertad más enriquecedora y realista. En suma, si era posible la articulación de los conceptos: socialismo-hombre-libertad” (Gorri, 1986: 3 10), nos parece plantear el asunto de forma un tanto acelerada y dando por “ingenua” la filo sofía de E l sery la n ada. Es haber tomado ya postura claramente antes de abordar el problema. ¿Por qué no ver la ingenuidad en pensar que el marxismo podía ofrecer algo mejor que nadad ¿O que justamente lo que se alberga en el marxismo no es sino la inso luble contradicción entre el ser y la nada, entre la causalidad y la libertad? Recordarle a los marxistas de la época términos como subjetividad, libertad, devenir e incluso humanism o, no dejaba de ser una encomiable y necesaria tarea que el existencialismo podía cumplir con creces. En “Marxismo y Existencialismo”, Sartre escribe reveladoramente que el terreno del existencialismo no es el mismo que el del marxismo y que su confrontación no tiene lugar al mismo nivel, conservando ambos una relativa independencia. La filosofía cono ce tres nombres o tres momentos: Descartes y Locke, Kant y Hegel, y Marx. Paralela mente se sitúan otras figuras, pero no del lado de la filosofía, sino de la ideología, entre las que cabe resaltar a Kierkegaard frente a Hegel. Establecer una similitud entre exis tencialismo y marxismo en estos términos parece ser algo exigido por el texto mismo: No es conveniente llamar filósofos a los hombres de cultura que siguen a los gran des desarrollos y que tratan de arreglar los sistemas o de conquistar con los nuevos métodos territorios aún mal conocidos [...]. Propongo que a estos hombres, relativos les llamemos ideólogos. Y ya que tengo que hablar del existencialismo, habrá de com prenderse que para mí sea una ideología; es un sistema parásito que vive al margen del Saber, al que en un primer momento se opuso y con el que hoy trata de integrarse (Sartre, 1970: 18).
Kierkegaard y Hegel constituyen un binomio imposible de separar porque cada uno habla en nombre de un ámbito diferente e irrenunciable: el saber y la existencia, incon mensurables entre sí. Este tipo de inconmensurabilidad es el que podemos hallar tam bién entre marxismo y existencialismo. Sartre tal vez no se apeará nunca, como existencialista, de estas palabras que pone en boca de Kierkegaard: El hombre existente no puede ser .asimilado por un sistema de ideas; por mucho que se pueda pensar y decidir sobre él, el sufrimiento escapa al saber en la medida en que está sufrido en sí mismo, por sí mismo, y en que el saber es impotente para
’Qnpiltdc? 6: F .l m a r x i s m o d e l s i g l o XX y l a E s c u e l a d e V r a n k f u r t
'transformarlo fg.]. Efe beyho. la vida subjetiva, en la medida en que es vivida, nunca puede ser el objeto de .unsaber [...]. A esta interioridad que pretende afirmarse con sta toda filosofía en su estrechez y su profundidad infinita, a esta subjetividad encon trada, más allá del lenguaje como la aventura personal de cada cual frente a los otros a frcfltq a Dios, a ísoqS’ti lo que Kierkegaard llama existencia (Sartre, 1970: 20-21). Pero las cosas no son así exactamente. Marx no es Hegel, hasta el punto de que Sar tre considera que integra a Hegel y a Kierkegaard y que es “el primero en afirmar la espe cificidad de la existencia humana” (Sartre, 1 970: 23). La pregunta que se impone es, por tanto: “¿Por qué, pues, ha mantenido su auto nomí a el existencialismo’ ? ¿Por qué no se ha disuelto en el marxismo?* (Sartre, 1970: 27). Sartre critica los argumentos de Lukács en Existencialismo y marxismo, donde acusa al primero ® ser una excrecencia, el último baluarte de la conciencia burguesa. Más bien, había un dualismo insuperable en Sartre y los suyos: reconocían el marxismo como el método más adecuado para acceder a la historia y al existencialismo como la vía más segura para acceder a lo real. Si, además, la praxis marxista se veía subordinada a la teo ría convertida en dogma y alejada de la realidad y de la historia misma, más razón para no abandonar el existencialismo. La crisis del marxismo la expresa Sartre irónicamente así: “Si el subsuelo de Budapest no permitía que se construyese,'es que este subsuelo era contrarrevolucionario” (Sartre, 1970: 29). El existencialismo, desde luego, no es con trarrevolucionario en este sentido y se abre al marxismo para construir esa antropología desde el subsuelo del existencialismo que exigía la compleción de la acción como praxis histórica, dialéctica y de grupo. Pero dejemos a quí la cuestión, justo cuando va a iniciarse el largo recorrido de la Crítica. La aportación que lleva a cabo la lectura althusseriana de Marx no puede enmarcar se, desde luego, en el ámbito de las preocupaciones sartreanas. Cinco años después es necesario depurar al marxismo de todas las contaminaciones humanistas que ha ido acu mulando con el tiempo. Admita o no Althusser su vinculación con el estructuralismo, no cabe duda de que su antihumanismo y su aversión por las lecturas teleológicas y evo lutivas de Marx lo conecta muy directamente con una de las directrices principales del movimiento. Su voluntad expresa de fundar una ciencia o de rescatar la ciencia que habi ta, como su núcleo más genuino, en la teoría marxista, clausura un panorama que se aproxima mucho a lo que se entiende por estructuralismo. La intervención de Althusser en el seno de las lecturas que se hacían en la época de los textos de Marx constituyó to do un acontecimiento y, si bien es posible que no se pueda admitir sin más la ruptura epis temológica que propone entre el joven Marx y el Marx científico, no cabe duda de que dicha interpretación sí provocó una ruptura epistemológica y política dentro de las filas marxistas, representando un verdadero golpe de efecto y casi de gracia contra las recu peraciones de corte humanista que venían proliferando sobre Marx. El conjun to de los escritos incendiarios althusserianos, que aparecieron reunidos, en 1965, en Pour Marx, tenía una clara vocación de intervenir en la coyuntura del XX Con greso del Partido Comunista francés, en una línea política y filosófica muy definida que
Filosofías del siglo XX
Capítulo 6: F.I marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
tenía “por objeto trazar una línea de demarcación’ entre los fundamento s teóricos de la ciencia marxista de la historia y la filosofía marxista por una parte, y las ideologías idea listas premarxistas, sobre las cuales reposan las interpretaciones actuales del marxismo
tamente el joven Marx, que se venía utilizando com o justificación para estos desvíos. Al thusser conseguirá “aislar” al joven Marx del Marx maduro estableciendo entre ellos un corte epistemológico radical, oponiéndose a las lecturas usuales que veían un solo y úni
como ‘la filosofía del hombre’ , o como el ‘huma nism o, por otra” (Althusser, 19 74a: X). Concretamente, la condena del estalinismo provocó un giro hacia el humanismo y un peligroso corrimiento del marxismo hacia ideologías teñidas de liberalismo que rescata ban de nuevo, solapadamente, al sujeto burgués. En la Respuesta a John Lewis (1973), recordará dicha coyuntura de este modo:
co Marx ya precontenido in nuce en los escritos de juventud. Para Althusser, el segundo Marx renegaría de su pasado contaminado de idealismo y resabios feuerbachianos.
La “crítica de los errores” de Stalin fue formulada, en el XX Congreso, en térmi nos tales que entrañó inevitablemente lo que es necesario llamar con claridad un desen cadenamiento de temas ideológicos y filosóficos burgueses en los propios partidos comu nistas. [...] No es necesario sorprenderse si fabrican su pequeña filosofía marxista burguesa de los Derechos del Homb re exaltando al Hombre y sus Derechos, el pri mero de los cuales es la libertad y su reverso, la alienación. Claro está, se apoyan en las obras juveniles de Marx, que están por todos lados y, [adelante hacia el humanismo bajo todas sus formas! -humanismo “integral” a lo Garaudy, el humanismo a secas de John Lewis, el humanismo “verdadero”, el humanismo “real” de otros, ¿y por qué no, por último, el propio humanismo “científico”? ¡Entre las variantes de la filosofía de la Libertad humana, cada filósofo t iene, es evidente, el derecho a elegir libremente su variedad de humanismo! (Althusser, 1974b: 68-70). El doble frente se esbozaba, pues, como una lucha contra la deriva humanista neo liberal del marxismo (donde Althusser no se ahorrará las críticas a Sartre, cuya filosofía no pasa de ser un encubrimiento ideológico, en nombre del Hombre libre, de las rela ciones de producción de la lucha de clases) y la necesidad de dotar al marxismo de la teo ría más adecuada para lo que realizaba en la práctica. Contra Sartre, de hecho, afirma:
1) Una "ruptura epistemológica” sin equívocos interviene, sin duda, en la obra de Marx, en el punto en que Marx la sitúa en la obra no publicada durante su vida, que constituye la crítica de su antigua conciencia filosófica (ideológica): La ideología alemana. Las Tesis sobre Feuerbach, que no son sino algunas frases, marcan el borde anterior extremo de esta ruptura, el punto donde, en la conciencia antigua y en el lenguaje ante rior, por tanto, en fórmula y conceptos necesariamente desequilibradosy equívocos, se abre ya paso la nueva conciencia teórica. 2) Esta “r uptura epistemológica” concierne, al mis mo tiempo, a dos disciplinas teóricas diferentes. Fundando la teoría de la historia (mate rialismo histórico), Marx, en un solo y mismo movimiento, rompió con su conciencia filosófica ideológica anterior y fundó una nueva filosofía (materialismo dialéctico) [...] 3) Esta “ruptura epistemológica” divide el pensamiento de Marx en dos grandes perío dos esenciales: el período todavía “ideológico”, anterior a la ruptura de 18 45, y el período “científico” posteriora la ruptura de 1845 (Althusser, 1974a: 24-25). La producción filosófica de Marx quedaba así dividida en cuatro períodos: de juven tud, de ruptura, de maduración y de madurez, con los que Althusser lograba rescatar a Marx de su propio pasado en vez de reducirlo a él, lo que no era más que un enésimo intento de neutralizar su aportación teórica, de rebautizarlo y aburguesado. En 1974, tras las críticas recibidas acerca de la inexactitud de realizar dicha compartimentación estanca en el pensamiento de Marx, Althusser revisa algunos de sus plan teamientos más tajantes pero se mantiene firme en lo esencial, volviendo, en general, a llevar a su molino el agua de las críticas:
Pero la misma posición toma evidentemente giros más engañosos en las inter pretaciones fenomenológicas post-husserlianas y pre-kantíanas (cartesianas) como las de Sartre, donde las Tesis kantianas del Sujeto Trascendental único, puesto que uno, y de la Libertad de la Humanidad son confundidas, “trituradas” y desmultiplicadas en una teoría de la Libertad originaria de una infinidad de sujetos trascendentales “con cretos” [...] que d esemboca efectivamente en la Tesis de que “los hombres” (los indivi duos concretos) son los sujetos (trascendentales, constituyentes) de la historia. De allí el vivo interés que pone Sartre en la “pequeña frase” de El 18 Brumario [Los hombres hacen su propia historia]. [...] Al proponer la categoría de “proceso sin Sujeto ni Fin(es)” trazamos pues una “línea de demarcación” (Lenin) entre las posiciones materialistasdialécticas y las posiciones idealistas burguesas y pequeño-burguesas [...]. Porque la fra se completa dice: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a partir de elementos libremente elegidos” (ausJreien Stücken) (Althusser, 1974b: 79-81).
Si se considera el conjunto de la obra de Marx, no hay ninguna duda de que exis te un “corte” o una “ruptura” a partir de 1845 [ ...]. En 1845 Marx comienza a plan tear los fundamentos de una ciencia que no existía antes de él, la ciencia de la histo ria. Para esto, adelanta un cierto número de conceptos nuevos, que se precisan y se ajustan poco a poco en un sistema teórico, conceptos que no se encuentran antes en sus obras de juventud humanistas: modo de producción, fuerzas productivas, relacio nes de producción, infraestructura-superestructura, ideologías, etc. Nadie lo puede negar [...]. Algo irreversible comienza en 1845 : la “ruptura epistemológica” es un p un to de no retorno [...]. Sin emb argo esto no es suficiente. Y he aquí nú autocrítica [...] identifiqué la “ruptura epistemológica” (científica) y la revolución filosófica de Marx. Más precisamente, he pensado la revolución filosófica de Marx como idéntica a la “ruptura epistemológica” (Althusser, 1974b: 56-58).
Como siempre, las reclamaciones de fidelidad marxista pasan, una vez más, por rei vindicar la dialéctica contra el humanism o. La piedra angular de la intervención será jus
Resumidamente, Althusser reconoce haber pensado la filosofía bajo el modelo de la ciencia, como una ciencia, y haberle aplicado así la categoría de ruptura, lo que no es el
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caso, como muestran las críticas. En filosofía no se producen tales cortes y e! tránsito es más continuado, lo que prueban las pcrvivencias terminológicas de las obras de juven tud en los períodos posteriores. La ciencia y la fdosofía marxista son, en último térmi no, irreductibles. Althusser hablará entonces no de ruptura, sino de “revolución en la fdosofía de Marx, término que recoge la complejidad del proceso y se hace eco del tras fondo político de la operación en curso, a saber, que “la filosofía es, en última instancia, lucha de clases en la teoría” (Althusser, 19 74b: 59). Asimismo , Althusser se mostró siempre reacio a una interpretación hegelianizante de Marx, considerando que la sobredeterminación de la economía y el materialis mo histórico no tenían cabida dentro de la dialéctica hegeliana, necesitándose una causalidad estructural como relación entre un á mbito regional (la economía) y el todo social en su conjunto, en vez de una causalidad expresiva que procede por autodespliegue y cuyos elementos no son más que expresión de la totalidad, un despliegue regido por la necesidad de unas leyes ineluctables: “Una verdadera concepción mate rialista de la historia implica el abandono de la idea de que la historia está regida y domin ada por leyes que basta conocer y respetar para triunfar sobre la Anti-Historia” (Althusser, 1988: 22). Se trataba, en el fondo, de rehabilitar de alguna forma el meca nismo ciego de la dialéctica, que permitía olvidar al sujeto, transformándolo en me canismo estructural. Ya en los años ochenta, Althusser se inclinará más bien por dotar al m arxismo de una base filosófica más acorde con el materialismo aleatorio en la línea del materia lismo de Epicuro y Demócrito, llegando a desmentirse en parte de sus apreciaciones
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
tercer lugar, se reencuentra en el otra vez el motivo del antihumanismo, de la ausencia del sujeto en todo este proceso: Lo que plantea Epicuro es que es la desviación aleatoria y no la Razón o la Cau sa Primera, el origen del mundo [...]. Se trata del materialismo del encuentro, de la contingencia, en suma, de lo aleatorio, que se opone incluso a los materialismos registrados, incluyendo al comúnmente atribuido a Marx, Engels y Lenin que, como todo materialismo de la tradición racionalista, es un materialismo de la necesidad y de la teleología, es decir, de una forma disfrazada de idealismo [...]. La historia pre sente, viva, está abierta también a un futuro incierto, imprevisto, aún no consuma do y por tanto aleatorio. La historia viva no obedece más que a una constante (no a una ley): la constante de la lucha de clases. [...] Es decir, que una tendencia no posee la forma o figura de una ley lineal sino que puede bifurcarse bajo el efecto de un encuentro con otra tendencia y así hasta el infinito. En cada cruce de caminos, la tendencia puede tomar una vía imprevisible, por aleatoria. [. ..] Se desprende de lo anterior que lo culminante del materialismo, viejo como el mundo -primado de los Amigos de la Tierra sobre los Amigos de las Ideas de Platón-, es el materialismo a l e a t o r i o , requerido para pensar la apertura del mundo hacia el acontecimiento, la imaginación inaudita y también hacia toda práctica viva, incluyendo la política (Althusser, 1988:31-37).
6.3. Dialéctica de la Ilustración: Horkheimer y Adorno
anteriores: Marx se apoyó en una filosofía -la de Hegel- que nosotros podemos considerar que no fue la que mejor correspondía a su objetivo. [...] Nosotros podemos pensar que, en realidad, no profesó la filosofía que está presente en su investigación. Es lo que tratamos de hacer cuando intentamos darle una filosofía a Marx para permitir su inte ligencia, la de El capital, la de su pensamiento económico, político e histórico. En este punto, creo que, de alguna manera, erramos en el blanco, en tanto que no le dimos a Marx la mejor filosofía que convenía a su obra. Le dimos una filosofía dom inada por “el aire del tiempo”, de inspiración bachelardiana y estructuralista que, aunque sí da cuenta de una serie de aspectos del pensamiento de Marx, no creo que pueda ser lla mada una filosofía marxista. [...] Nosotros fabricamos una filosofía “imaginaria” para Marx, es decir, una filosofía que no existía en su obra -si se apega uno estrictamente a la letra de sus textos (Althusser, 1988: 26 -27). La tarea que quedaba, pues, planteada era la de encontrar no una filosofía marxista, sino una filosofía para el marxismo, y que Althusser cree poder encontrar en el materia lismo aleatorio. Dicho materialismo tendrá como notas principales la negación de todo comienzo, de todo origen, puesto que parte de una multiplicidad de átomos cayendo en el vacío; conjuntamente desaparece la noción de causa y teleología ya que, como sabe mos, el encuentro de estos átomos es completamente azaroso, regido por el clinamen; en
En la Alemania de los años veinte había quedado ya muy claro que la revolución prole taria no se iba a producir, contra el pronóstico de Marx, en los países industrializados, y que sí había tenido lugar en Rusia. El fracaso de los espartaquistas ahondaba aún más en el fracaso de la revolución en dicho país. En 1923 se funda el Instituto para la Investi gación Social, que reúne a un grupo de intelectuales de izquierda inquietos por saber qué hacer desde el marxismo para lograr alcanzar las metas que éste no había podido conse guir desde sus mismos presupuestos teóricos. En 1931, Horkheimer (1895 -1973), que acababa de obtener la cátedra de Filosofía Social creada ex profeso para él por Tillich, se hará cargo de la dirección del Instituto y dará comienzo así el más fructífero período que conozca la institución. Desde el inicio, el Instituto se embarcará en un amplio proyecto pluridisciplinar, donde no sólo tenga cabida la filosofía, sino también las demás ciencias sociales y las artes. La inspiración marxista llevará hasta sus últimas consecuencias la encarnación de los ideales ilustrados y un decidido combate contra el positivismo y el cientificismo imperantes. No es un factor aleatorio, ni mucho menos, en la conforma ción del Instituto y de su orientación teórica, el hecho de ser la mayoría de sus integrantes y promotores judíos, teniendo que vivir la represión nazi, el exilio en Estados Unidos, para volver finalmente a Frankfurt, excepción hecha de Marcuse, al terminar la guerra. El lema de pensar Auschwitz y pensar después de Auschwitz no deja de definir la labor de esta escuela.
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111 su ° bra Jeork critica, Horkheimer establece una idea clara de cuáles son los pará metros de la primera época déla Escuela, imbuida aún por un espíritu marxista que podría mos llamar clasico. Va a proceder a la crítica de la ideología positivista de la socie dad burguesa. La cenca ha llegado a considerarse a sí misma independiente tanto de su génesis histórica, como de su condicionamiento y vocación social; ha perdido toda noción de su propio sentido y fun dón , soslayando incluso teóricamente dicha pregunta como ajena a su racionalidad intrínseca: Una cencía que, en una independencia imaginaria, ve la formación de la praxis a la cual sirve y es inherente, como algo que está más allá de ella, y que se satisface con la separación del pensar y el actuar, ya ha renunciado a la humanidad. [...] El confor mismo del pensamiento, el aferrarse al principio de que éste es una actividad fija, un reino cerrado en sí mismo dentro de la totalidad social, renuncia a la esencia misma del pensar (Horkheimer, 1978: 270 -271). ^Frente a esta interpretación “tradicional” (aristotéiieo-tom ista, quizá) de la teoría, se sitúa la teoría critica , que tratará de incardinar la ciencia y el pensamiento en la histo ria y en la esfera del sencido. Borrando, por tanto, de acuerdo con la filosofía de la pra xis marxista, la distancia preestablecida entre teoría y acción; asumiendo la labor desideologizadora. Lo que está en juego es la posibilidad de una praxis transformadora que no contemple los meros hechos como datos exteriores y ajenos a la teoría o, aún peor, produzca una consolidación de la teoría para el mantenimiento del ¡tatú quo: La teoría, como momento de una praxis orientada hada formas sociales nuevas, no es la rueda de un mecanismo que se encuentre en movimiento. [...] Su oficio es la lucha, de la cual es parte su pensamiento, no el pensar como algo independiente que debiera ser separado de ella [...]. Lo que la teoría tradicional se permite admitir sin mas como existente, su papel positivo en una sociedad en funcionamiento, su rela ción, mediada y poco evidente por cierto, con la satisfacción de las necesidades de la comunidad [...] son cuestionadas por el pensamiento crítico. La meta que éste quiere alcanzar, es decir, una situación fundada en la razón, se basa, es cierto, en la miseria presente; pero esa miseria no ofrece por sí misma la imagen de su supresión. La teo ría esbozada por el pensar crítico no obra al servicio de una realidad va existente- sólo expresa su secreto (Horkheimer, 1974: 248). La necesidad de avanzar hacia nuevas formas de sociedad, unida a la convicción de que dicho cambio no se encuentra dado en la miseria presente, es lo que impulsa al pen samiento critico, convencido de su propia necesidad de c atalizad or y guía de cualquier transformación social, desengañado del espontáneo poder revolucionario de las masas: El intelectual que se limita a proclamar en actitud de extasiada veneración la fuer za creadora del proletariado, contentándose con adaptarse a él y glorificarlo, pasa por alto el hecho de que la renuncia al esfuerzo teórico -esfuerzo que él elude con la pasi-
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El marxismo del siglo
XX
y la Escuela de Frankfurt
vidad de su pensamiento- o la negativa a un eventual enfrenta miento con las masas -a la que podría llevarlo su propio pensamiento- vuelven a esas inasas más ciegas y más débiles de lo que deberían ser. El propio pensamiento del intelectual, en tanto elemento crítico y propulsor, forma parte del desarrollo de las masas (Horkheimer, 1974: 246). La transformación de la sociedad no puede quedar en manos de leyes necesarias de la historia ni del desarrollo del capital. Pero, por supuesto, tampoco en manos de una élite de intelectuales que conducen al pueblo ignorante ignorándolo. La tarea de los intelectua les, en línea con la tradición más ilustrada, será la de colaborar en la mayoría de edad del pueblo; una tarea educativa, emancipadora. Jun to a la economía se hace preciso reivindi car la libertad del hombre pa ra cambiar la sociedad “y la idea de la autodeterminación del género humano, es decir, la idea de un estado tal que, en él, las acciones de los hombres ya no emanen de un mecanismo, sino de sus mismas decisiones. El juicio acerca de la nece sidad del acontecer, tal como este último se ha dado hasta ahora, implica aquí la lucha por transformar una necesidad ciega en otra plena de sentido” (Horkheimer, 1974: 259). Necesidad y libertad se coimplican en la teoría crítica y se dan siempre al unísono. Una libertad que existiera siempre radicada en algún recóndito lugar del sujeto, aun en las más terribles condiciones de opresión y explotación, no sería más que un prejuicio idealista; del mismo modo, no es concebible para la teoría crítica la necesidad, aislada mente, como una naturaleza independiente del observador ante la que nada podría hacerse: “Afirmar la necesidad absoluta del acontecer significa, en última instancia, lo mismo que afirmar la libertad real en el presente: la resignación en la praxis” (Hork heimer, 1974: 260). La teoría crítica es la encargada de vencer esta inercia que consolida la teoría tradi cional para mejorar la existencia humana. Esta idea, ¡lustrada, de un progreso y perfec cionamiento social unidos a un ideal futuro hacia el que avanza el género humano, resul ta irrenunciable para este pensamiento y esboza también, ya desde estos primeros textos, el característico sesgo utópico del que será acusada a veces la Escuela de Frankfurt, des de Horkheimer hasta Haberma s. Sin embargo, aún es muy pronto para la utopía y los libres vuelos de la imaginación. Todavía se cree en la posibilidad de una transformación real y prefiere hablarse, con una muy bella expresión, de la “tenacidad de la fantasía” como motor del pensamiento crítico: Esta idea se diferencia de la utopía abstracta porque aduce como prueba de su posibilidad real el estado actual de las fuerzas humanas de producción [...]. Este pen sar tiene algo en común con la fantasía, a saber: que una imagen de futuro, que surge por cierto desde la más profunda comprensión del presente, determina pensamientos y acciones, aun en los períodos en que la marcha de las cosas parece descartarla y dar fundamento a cualquier doctrina antes que a la creencia en su cumplimiento. Pero no es propio de este pensar lo arbitrario y lo sospechosamente independiente, sino la tena cidad de la fantasía. Dentro de los grupos más avanzados, es el pensador teórico quien debe implantar esa tenacidad (Horkheimer, 19 74: 251).
Capítulo 6 : El marxismo del siglo XX y la Escuela de F r a n k f u r t
Filosofías del siglo XX
El paulatino desengaño de Horkheimer le liará convertir esta proclama en una ver dadera utopía y formular esta imagen de futuro nacida de la propia realidad no ya en términos marxistas, sino en los términos de u n ideal regulativo kantiano, volviendo a sus más tempranos orígenes de la mano de Hans Cornelias, con quien realizara su tesis doc toral sobre Kant. No en vano, comenta Estrada Díaz: “Si Horkheimer rechaza a Marx, no renuncia sin embargo a los ideales motrices de su sistema, que son, en definitiva, los de la Ilustración: el reino de la libertad; la sociedad justa, libre y emancipada. Pero este ideal no es ya el marxiano , sino que es sustitui do por el mora lismo kantiano Este resurgir, aparentemente inesperado, de Kant en el horizonte de su filosofía es perfecta mente lógico y coherente si atendemos a la evolución interna de su pensamiento. Des de el momento en que el marxismo pierde su fuerza de convicción deja de tener la pri macía como ‘camino hacia la realización de la utopía. Engels y Marx ven en el socialismo científico la respuesta y al mismo tiempo la actualización de todos los ideales y ensoña ciones del socialismo utópico. En la medida en que descubrieron las leyes de la sociedad y de la historia, presentaban una alternativa ‘científica’ real, al sueño de emancipación de las masas. Pero el Horkheimer que proclamaba la sociedad administrada está muy lejos de compartir esos criterios y de aceptar esa alternativa” (Estrada, 1990: 193-19 4). Mientras tanto, en cualquier caso, la preocupación de Horkheimer por “la supresión de la injusticia social” y por la función social de la filosofía le conduce a la promoción de una praxis emancipatoria y a la crítica de lo establecido con un apasionamiento que lue go, com o es natural, muchos echarán de m enos en su retorno al pesimismo schopenhaueriano. Para Horkheimer, todavía, “la filosofía es el intento metódico y perseveran te de introducir la razón en el mundo ”, una respuesta frente a este hecho incuestionable, insoportable y cuyas cicatrices cada vez van abriéndose y sangrando más: El último siglo de la historia de Europa muestra, de modo terminante, que los hombres, por más que se sientan seguros, son incapaces de encuadrar sus vidas den tro de sus ideas de humanidad. Un abismo separa los principios -según los cuales ellos se juzgan a sí mismos y juzgan al mundo- de la realidad social que ellos reproducen por medio de sus acciones [...]. Nuestra misión actual es, antes bien, asegurar que en el futuro no vuelva a perderse la capacidad para la teoría y para la acción que nace de ésta, ni siquiera en una futura época de paz, en la que la diaria rutina pudiera favore cer la tendencia a olvidar de nuevo todo el problema. Debemo s luchar para que la humanidad no quede desmoralizada para siempre por los terribles acontecimientos del presente, para que la fe en un futuro feliz de la sociedad, en un futuro de paz y dig no del hombre, no desaparezca de la tierra (Horkheimer, 1974: 287-289). Estas palabras convencieron y movieron a muchos, todavía hoy no han perdido su optimismo y vitalidad, pero es evidente que no calaron muy hondo en quien las pro nunciaba. En el prólogo para la reedición de Teoría critica de 1968, a sistimos a una valo ración del mismo altamente significativa: “He vacilado en volver a publicar mis ensayos aparecidos en la Zeitscbrift fü r Sozialforschung. Mis dudas se debieron en buena parte a que, según pienso, un autor sólo debe publicar ideas sobre las que no abrigue reservas”,
para añadir después que: “Este libro es una documentación. Repudiar la filosofía idea lista y, con el materialismo histórico, ver el objetivo en la terminación de la prehistoria de la humanidad, he ahí la alternativa teórica -ral me pareció- frente a la resignación ante la espantosa carrera hacia el mundo regimentado. Desde siempre estuve familiari zado con el pesimismo metafísico...” (Horkheimer, 1974: 9 y 12). El tránsito hacia esta actitud desesperanzada lo constituye la obra capital de la Escue la de Frankfurt, La dialéctica de la Ilustración (1947), escrita conjuntamente con Theo dor Adorno (1903-1969). Motivos claros provocarán este cambio de rumbo, la descon fianza del proyecto ilustrado y emancipatorio esbozado en la Teoría crítica: el fracaso de las predicciones marxistas, la estabilidad y la facilidad de automantenimiento del capi talismo, la integración de las masas proletarias en el sistema, la traición del estalinismo a los ideales ilustrados de libertad y justicia; la reificación y cosificación que afectaba de manera generalizada no sólo a las sociedades capitalistas, sino también al socialismo, lo que llevaba a pensar que, más que una consecuencia directa de la economía capitalista, el apogeo de la razón instrumental había de estar inscrito en el propio desenvolvimien to de la razón, de los ideales ilustrados de Occidente. Si esto último era así, evidente mente la crítica de la economía política perdía todo sentido y había de ser sustituida por una crítica radical de la propia racionalidad europea ilustrada, una crítica filosófica que pusiera de relieve la dialéctica perversa de la Ilustración y se dejara de investigaciones sociológicas empíricas, ya que el núcleo del problema se hallaba en la dialéctica misma de la razón y no en las contingencias histórico-sociales, derivadas en último extremo de aquel primer problema capital. La Critica de la razón instrumental (1944) de Horkheimer, aparecida inicialmente bajo el título de El eclipse de la razón, será una primera versión, distinta, de este vuelco o crisis de la teoría crítica, que encontramos ya apuntado en 1937 en “Teoría tradicio nal y teoría crítica”: La teoría crítica de la sociedad es en su totalidad un único juicio de existencia desarrollado. Este juicio afirma, dicho en términos generales, que la forma básica de la economía de mercancías históricamente dada, sobre la cual reposa la historia moder na, encierra en sí misma los antagonismos internos y externos de la época, los renue va constantemente de una manera agudizada, y que, tras un período de ascenso, de desarrollo de fuerzas humanas, de emancipación del individuo, tras una fabulosa expansión del poder del hombre sobre la naturaleza, termina impidiendo la conti nuación de ese desarrollo y lleva a la humanidad hacia una nueva barbarie (Hork heimer, 1974: 257). La Dialéctica de la Ilustración se abre en términos parecidos: “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie” (H ork heimer y Adorno, 1998: 51). Dos van a ser las razones fundamentales aún impensadas de este ineluctable proce so hacia el horror: la autodestrucción de la Ilustración y su vocación de dominio sobre
l'ilosoftas del siglo XX
la naturaleza. La perversión de la sociedad occidental s f halla en el origen mismo del pro yecto ilustrado y constituye su consumación. Evidentemente, esto plantea un problema de hondo calado teórico: no se puede recurrir a la propia Ilustración si la razón ilustra da ya encuentra su filo mellado ab origine para pode r llevar a cabo una reflexión sobre SÍ misma, una ilustración de la Ilustración; más bien lo que se plantea es una ruptura con dicha tradición, quedando imposibilitado cualquier proyecto teórico por la impotencia ante el imparable progreso hacia la sociedad administrada que esta m isma reflexión podría incluso acelerar. Por otra parte, Horkheimer y Adorno no quieren tirar aún la toalla y no renuncian a “preparar un concepto positivo” (Horkheim er y Adorno, 1998: 56) de la Ilustración, por mucho que ello suponga una aporía, una petitioprincipa , como ellos mismos reconocen: La aporta ante la que nos encontramos en nuestro trabajo se reveló así como el primer objeto que debíamos analizar: la autodestrucción de la Ilustración. No alber gamos la menor duda -y ésta es nuestra p e ti ti o p r i n c i p a de que la libertad en la socie dad es inseparable del pensamiento ilustrado. Pero creemos haber descubierto con igual claridad que el concepto de este mismo pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales en que se halla inmerso, contiene ya el germen de aquella regresión que hoy se verifica por doquier. Si la Ilustración no asu me en sí misma la reflexión sobre este momento regresivo, firma su propia condena (Horkheimer y Adorno, 1998: 53).
En la Crítica de la razón instrumental, Horkheimer había enfocado el problema de modo distinto para no caer en esta aporía, distinguiendo entre “razón objetiva”, o de fines, y ‘ razón subjetiva o instrumental”, o de medios, y planteando entonces no una autodestrucción de la razón, sino el solapamiento de la primera bajo la segunda. Ello conducía a una deshumanización creciente debido a esa exclusión de la racionalidad de los fines en la praxis que imponía la razón objetiva, llegando a identificarse los indivi duos ideológicamente con la razón tecnicista, consumando de este modo su alienación y cerrándose a la vez toda salida. En la Dialéctica de la Ilustración encontraremos, no obs tante, una recurrente apelación a la “utopía oculta en el concepto de razón” (Horkhei mer y Adorno, 1998: 132) como último baluarte inexpugnable desde el cual acometer la empresa de “salvar la Ilustración”. Como ya hemos señalado, la Ilustración se constituye originariamente como una voluntad de dom inio sobre el mundo: “Ha perseguido siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores [...]. El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia” (Horkheimer y Adorno, 1998: 59). Este afán de dominio es la raíz de su perversión que ha conducido a la actual barbarie, pues la ciencia acabará arrasan do con todo, incluso con la verdad y la felicidad como metas últimas del conocimiento a cuyo servicio debería haber estado el ansia de dominar: el conocer cae bajo la pesada losa del poder y se transmuta en este último, la mimesis es suplantada por el imperio sobre la naturaleza . En el camino hacia la ciencia moderna los hombres renuncian al
C a p í t u l o E l m a r xi sm o d e l si g lo X t Cy l a E s cu e l a d e Vrankfurt
sentido” (Horkheimer y Adorno, 1998: 61). Lo que la Ilustración ha olvidado es que los mitos que; quería desterrar en nombre de la ciencia ya eran Ilustración y también ellos estaban i m prim ado s de su voluntad de poder al querer controlar, explicar y reducir la naturaleza incógnita y ,sorprendente: Pero los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto de ésta. En el cálculo científico del acontecer queda anulada la explicación que el pensamiento había dado de él en los mitos. El mito quería narrar, nombrar, contar el origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada con el registro yla recopilación de los mitos. Pronto se convirtieron de narración en doctrina [...]. Los mitos; tal como los encontraron los Trágicos, se hallan ya bajo el signo de aquella disciplináy aquel poder que Bacon exalta como meta [...]. El mito se disuelve en Ilus tración yr la naturaleza en mera objetividad. Los hombres paga n el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo ejercen. La Ilustración se rela ciona con las cosas como él dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en que puede manipularlos. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas. De tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se revela la esencia de las cosas siempre como lo mismo: como mate ria o substrato de dominio (Horkheimer y Adorno, 1998: 63-65).
Es importante caer en la cuenta del alejamiento que se ha producido con Marx, al reintroducirse como motor de la historia no ya la lucha de clases ni la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, sino algo mucho más antiguo: la dialéc tica de dominio entre el hombre y la naturaleza, la cual ha obrado desde el principio, incluso desde los orígenes míticos, puesto que “el mito ya es Ilustración”, afirmación que bien podría haber hecho Nietzsche (cuya herencia, por cierto, se empieza a ver cada vez más frecuentemente en Frankfurt). La otra cara de la moneda de esta afirmación: “La Ilustración recae en mitología”, nos reconduce a la aporía de la razón que ya se recono ció en el prólogo. El proyecto de la Teoría crítica ha sido ya en gran parte aband onado p or esto mis mo: ¿qué sentido tendría ahora proclamar la salvación como el intento de “introducir la razón en el mundo”, si ésta está viciada irremisiblemente y tampoco ha conocido tiem pos mejores, ni siquiera bajo la especie de la imaginación mítica? La naturaleza domi nada le devuelve el guante a la Ilustración haciéndola sucumbir porque todo se ha tor nado de nuevo naturaleza. La ceguera de la dominación se ha llevado por d elante incluso al reino del espíritu, de la verdad como meros mitos incapaces de resistir al desencanta miento generalizado del mundo: La propia mitología ha puesto en marcha el proceso sin fin de la Ilustración, en el cual toda determinada concepción teórica cae con inevitable necesidad bajo la crí tica demoledora de «r sólo una creencia, hasta que también los conceptos de espíri tu, de verdad e incluso el de Ilustración, quedan reducidos a magia animista [...]. Como los mitos ponen ya por obra la Ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la mitología (Horkheimer y Adorno, 1998: 66-67).
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
Filosofías del siglo XX
El impasse en que ha quedado la razón ilustrada será difícil de superar y la tarea que queda pen diente se presenta ardua y llena de dificultades tal vez insuperables sin un cam bio radical de perspectiva. La Dialéctica negativa (196 6) de Adorno se abre con un epígra fe que muestra hasta dón de han llegado las consecuencias de la Dialéctica de la Ilustración: “¿Es aún posible la fil o so fía Lo primero es hacer un mea culpa y volver sobre los propios pasos, a saber, abandonar la posición de dominio y de reducción de la alteridad a la iden tidad, de lo heterogéneo a lo homogéneo que la llevó a la catástrofe: “ El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido [...]. La Ilustración es el temor míti co hecho radical. La pura inma nencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú en cierto modo universal. Na da absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo” (Horkh eimer y Adorno, 1998: 70). Si ello es así, comprenderemos mejor la andadura de las primeras páginas de la Dialéctica negativa que constituyen un esfuerzo por recuperarse de Hegel y recobrar lo más valioso de la dialéctica, a saber, aquello que desafía ese miedo aterrador de la Ilustración por lo Otro, por lo exterior no inmanente. La dialéctica que intenta rescatar Adorno “comienza diciendo que los objetos son más que su concepto”, que la “contradicción es no-identidad”, que señala el “desgarrón entre sujeto y objeto”. La razón ha de dejar de ser una razón identificante que lo reduzca todo a la unidad , a lo m ismo, al concepto, cre yendo haber ab arcado y dom inado con ello toda la realidad. Por el contrario, “el tema de la filosofía serían las cualidades que ella misma degradó como contingentes a una quantité négligeable. Lo urgente para el concepto es aquello a lo que no llega, lo que el mecanismo de su abstracción elimina, lo que no es de antemano un caso de concepto” (Adorno, 1992: 16). Hay que empezar por reconocer que el concepto no es el Absoluto de la filosofía y que en él debe caber siempre el descontento no como voluntad de dominio, sino como apertura hacia lo diferente y lo heterogéneo (cada vez más Nietzsche). Observemos el cambio de tono respecto del ideal ilustrado, temeroso de salir fuera de sí mismo hacia el exterior:
todo, una filosofía hecha fragmentos para dar cuenta de la pluralidad, no un todo hen chido de sí mismo. No se trata ya de devorar, sino de “dejarse penetrar por entero” (Ador no, 1 992: 37 ); asumir el riesgo, el miedo, la angustia y renunciar a la autoprotección por el concepto, aplacará el hambre y la carnívora agresividad del pensamie nto ilustrado tor nándolo en entrega incondicional al objeto como negatividad, “resto imposible de ana lizar” (Adorno, 1992: 58). . Para concluir, tal vez la experiencia aporética de la Dialéctica de la Ilustración en don de quedaba expuesta la autodestrucción de la razón ilustrada es la que pueda conducir nos directamente a esta frase, mil veces citada, donde se quiere hacer frente a la autodisolución del pensamiento por su propio ensimismamiento: “ Desde el momento en que Hegel resuelve consecuentemente lo diferente en la pura identidad, el concepto pasa a ser garantía de lo no conceptual, la trascendencia es capturada por la inmanencia del espíritu y prácticamente eliminada al convertirse en la totalidad de éste [...). El pensa miento que no se decapita, desemboca en la trascendencia” (Horkheimer y Adorno, 1998: 400-401).
6.4. Psicoanálisis y teoría crítica: Marcuse
Lo único que le interesa ya a la filosofía es aquello que no puede dominar, poseer, abarcar, identificar, aquello que se le resiste por siempre y la expone al fracaso total. La metáfora que emplea Adorno es muy sugerente para expresar el afán de dominación de la filosofía: “L os carnívoros son animales hambrientos [...]. 1.a sublimación de este esque ma an tropológico es perceptible hasta en la gnoseología” (Adorno, 1992: 30). La alter
La crítica frankfurtiana de la razón instrumenral, de la razón subjetiva técnica obsesio nada por el domin io y la productividad imperante en la sociedad industrializada, encuen tra eco y fiel seguimiento en los análisis de Herbert Marcuse (1898-1979) sobre E l hombre unidimensional (1964). El diagnóstico y el mal siguen siendo los mismos aunque con ligeras variantes. Será el tono, decididamente más optimista, su estancia en Estados Uni dos y la decisiva introducción del psicoanálisis en el pensamiento marcusiano lo que dis tinga vivamente su obra de la de los anteriores. Para Marcuse, el lugar efectivo de la ciencia y la técnica, como para Horkheimer, decididamente no coincidía con su pretendida neutralidad teórica y valorativa. El ideal científico implicaba la consolidación de una muy particular idea del mundo y la socie dad, llegando a permearlas por completo. La absolutización de la razón técnica como única dimensión de la realidad y del hombre ha conducido a la pérdida, a la neutraliza ción de cualquier instancia crítica, de todo punto de referencia, incluso de otro tipo de racionalidad, de una segunda dimensión de la razón que permitiera una actitud distin ta a la pasividad y a la resignación frente a lo dado como inevitable e insuperable. Y, lo que es peor, como si la situación de hecho fuera además todo lo esperable y deseable. El sistema logra perpetuarse así sin mayor problema, ya que la alienación se ha consuma do en la medida en que los individuos, lejos de oponerse a él, lo legitiman desde su pro pia esfera deseante. Las contradicciones del capitalismo no llevan a un a progresiva depau perización de las masas sino que, al contrario, logran satisfacer sin demasiado esfuerzo, ni cotas exacerbadas de represión violenta, todas sus necesidades básicas, e infiltrarse den tro de los propios sujetos, homogeneizándolos, haciéndolos partícipes del sistema hasta
nativa no puede ser sino la renuncia al apetito desmedido del sistema por introyectarlo
el punto de identificar sus propias necesidades con las de éste, reproduciendo su sitúa-
Cambiar esta dirección de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente en sí mismo: ahí está el gozne de la dialéctica negativa [...]. La desmicologización del concepto es el antídoto de la filosofía [...]. La filosofía quiere literalmente abismarse en lo que le es heterogéneo sin reducirlo a categorías prefabricadas [...] su meta es la enajenación sin límites. El contenido filosófico sólo es accesible allí donde la filosofía no lo impone. Hay que renunciar a la ilusión de que la esencia pueda ser constreñida a entrar en la finitud de las determinaciones filosóficas (Adorno, 1992: 21).
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ción de opresión. Los individuos deseaban libremente y se satisfacían justo con aquello que precisaba el sistema para mantenerse indefinidamente-. La ruptura de este círculo infernal se veía imposibilitada precisamente por el carác ter unidimensional de la racionalidad y de la realidad en su conjunto, lo que excluía soñar siquiera con posibilidades alternativas que no quedaran marginadas al ámbito de la pura irracionalidad. Sin embargo, ello no siempre fue así. La razón ha sido tra dicionalmente portadora y germen de revolución. Sólo que era una razón bidimen sional, capaz de distinguir entre lo fáctico y lo ideal, de percibir las contradicciones entre la realidad efectiva y las posibilidades de realización humana, de transformar lo dado en lo deseable, en el poder y deber ser de lo humano. En cierto modo, Marcuse sigue confiando en la razón ilustrada, en el potencial revolucionario de la dialéctica hegeliana y no ve mellado su filo para poder salir del impasse de la Dialéctica de la Ilustración. La perversión de la Ilustración no es irreversible, sino tan sólo un avatar supe rable y corregible. La propia dinámica de los hechos y de la historia será capaz, de modo necesario, de hallar la salida hacia una sociedad más justa. Razón y revolución (1941 ) traza el tortuoso sendero de la razón desde su origen y potencial revoluciona rio en Hegel hasta la resignada actitud positivista de conformidad con lo real, una vez que se ha perdido toda su capacidad crítica y transformadora. La mayor pérdida res pecto de la racionalidad es la ceguera respecto de un futuro mejor y ciertamente p osi ble aun en situaciones de extrema opresión: El individuo en el sistema social o era un esclavo o mantenía en esclavitud a su prójimo. Como ser pensante, sin embargo, podía al menos aprehender el contraste entre la miserable realidad que existía en todas partes y las potencialidades humanas que la nueva época había liberado; y como persona moral, al menos en su vida priva da, podía preservar la dignidad humana y la autonomía (Marcuse, 1986: 10-11). No está hablando Marcuse del pensamiento como de un consuelo filosófico en tiem pos sombríos, de un refugio metafíisico imaginario adonde huir de la cruda realidad, más bien está apelando a su dinámica transformadora. En este sentido, afirma de Hegel: El concepto de razón es fundamental en la filosofía de Hegel. Éste sostenía que el pensamiento filosófico se agota en este concepto, que la Historia tiene que ver con la razón y sólo con la razón y que el Estado es la realización de la razón. Estas afirmaciones no serían comprensibles, sin embargo, mientras la razón sea interpre tada como un puro concepto metafísico, ya que la idea hegeliana de la razón ha conservado, aunque bajo una forma idealista, los esfuerzos materiales por un orden de vida libre y raciona!. La deificación de la razón como être suprême de Robespie rre es la contrapartida de la glorificación de la razón en el sistema de Hegel (Mar cuse, 1986: 11). ' La prueba de que es la razón la que transforma la realidad está en la misma Revolu ción francesa que se atrevió a mod ificar la realidad en virtud de una normativa y exi
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gencia racionales. Quizá,' también ahí está su prepotencia cua ndo esa razón se ve ampu tada. Ahí radiejg el potencial liberador de la razón: El hombre.se ha propuesto organizar la realidad de acuerdo con las exigencias de su libre pensamiento racional, en lugar de acomodar simplemente su pensamiento al orden existgntgy a los valores dominantes. El hombre es un ser pensante. Su razón lo capacita para reconocer sus propias potencialidades y las del mundo. No está, pues, a merced de ios hechos que lo rodean, sino que es capaz de someterlos a normas más altas, las de la razón [...]. Por tanto, la realidad “no razonable” tiene que ser alterada hasta que llegue a conformarse con la razón [...]. Según Hegel, la Revolución france sa enunció el poder supremo de la razón sobre la realidad. Resume esto diciendo que el principio de la Revolución francesa establecía que el pensamiento debe gobernar la realidad. Las implicaciones que encierra esta afirmación conducen al propio centro de su filosofía. El pensamiento tiene que gobernar la realidad (Marcuse, 1 986: 12-13). Marcuse resalta el carácter “crítico y polém ico” de la razón hegeliana frente a la sumisión y adecuación al statu quo de la razón técnica unidimensional, más allá tam bién del afán conciliador de esta misma razón y su prisa histórica por conformarse con la realidad de la Alemania de la época. Pero Marcuse es obstinado en salvar el potencial emancipador de la razón incluso cuando ésta, por su deriva idealista, adquiere tintes claramente ideológicos y conservadores de una situa ción de opresión: “Sin emba rgo, esta cultura idealista, justamente por mantenerse ajena a la intolerable realidad y con servarse, por lo tanto, intacta y sin mancilla, sirvió, no obstante sus falsos consuelos y glorificaciones, como depositada de las verdades que no habían sido realizadas en la his toria de la humanidad” (Marcuse, 1986: 21). Ya conocemos la degeneración de esta razón en la razón técnica, que confundía la libertad transformadora del hombre con el dominio sobre la naturaleza, y la renuncia, en último extremo, a aquella libertad pri mera en aras del progreso técnico, la productividad, etc. y la consolidación de las ins tituciones políticas y sociales dadas como telos último realizado de la razón. Marx será quien herede lo más acertado de la dialéctica hegeliana aplicándola a la teoría social y traduciendo las contradicciones de la realidad en las de la lucha de clases como motor del desarrollo social: El proceso dialéctico de Hegel era, pues, un proceso ontológico universal, en el que la historia se modelaba según el proceso metafísico del ser. Por el contrario, Marx desliga la dialéctica de esta base ontológica. En su obra, la negatividad de la realidad se convierte en una condición histórica que no puede ser hipostasiada como situación metafísica [...]. El método dialéctico, pues, se ha convertido por naturaleza propia en un método histórico (Marcuse, 1986: 306-307). El fin de las contradicciones de la sociedad clasista deberá dar paso a otro modo de ser de la historia, en el que los sujetos serán por fin autoconscientes y libres, al que ya no se le podrán aplicar las categorías dialécticas clásicas, dado que los procesos soda-
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Í M f i t h l o 6: E l m a r x i s m o d e l s i g l o H y l a E s c u e l a d e F r a n k f u r t
les no obedecerán entoncsi-i leyes históricas necesarias^ ciegas. El positivismo se alza rá, según Marcusej, contra el potencial crítico y emancipador de la dialéctica hegeliana y marxista, prefiriend o el acom odo a los hechos y estableciendo la observación y la experimentación de los datos de la realidad como conocimiento supremo: “La oposi
Muy poco f r e u d ia n a m e n B f i relata la redención erótica de la muerte a través de la memoria, del lacSérdo d e la felicidad originaria perdida cuando, como sabemos, en el origen d e s d e i j fe l t p r e h a b i ta b a y a la propia pulsión de muerte como goce fatal, simboli zando esta victoriosa lucha Contra el tiempo con los relojes rotos de la Revolución fran
ción positivista al principio de que los hechos de la experiencia tienen que justificarse ante el tribunal de la razón, impedía, sin embargo, una interpretación de estos ‘datos’
cesa que relataba Benjamín. El optimismo marcusiano tiene que pasar como sobre ascuas por Más a llá d el principio d el placer para poder concluir que el “Eros fortalecido absor
en términos de una crítica comprensiva de lo dado. Dicha crítica no tenía ya cabida en la ciencia” (Marcuse, 1986: 319). En esta dirección, todos los movimientos conservasdores posteriores, desde la ingeniería social comteana al nacionalsocialismo, han supues
bería, como quien diceyfel objetivo del instinto de la muerte. El valor instintivo de la muerte sería transform ado [..J , La atracción inconsciente que lleva al instinto hacia un ‘estado anterior sería contraatacada efectivamente por el gusto obtenido en el estado de vida alcanzado. L a naturaleza conservadora de los instintos llegaría a descansar en un presente totalmente satisfactorio. La muerte dejaría de ser una meta instintiva” (Marcu se, 1989: 217j, Marcuse ha visto muy bien, no obstante, el núcleo del pesimismo freu diano y de su conservadurismo extremo. El último recurso represivo de la sociedad es la muerte misma, aceptarla y conformarse con ella, integrarla del modo que sea:
to una negación del espíritu inconformista y crítico del hegelianismo, prescindiendo de sus elementos teóricos más “peligrosos” y revolucionarios, cancelando la contradic ción y sustituyéndola po r la afirmación de lo positivo, desvirtuando la consigna hege liana de que lo racional es real en una mera constatación de los hechos, en una identi ficación de la razón con la realidad aun si ésta es a todas luces irracional. Pero Marcuse insiste en su optim ismo, a pesar de que esta sociedad ha logrado controlar su propia dialéctica en base a su productividad [...]. La idea de una forma diferente de Razón y de libertad, contemplada tanto por el idea lismo como por el materialismo dialéctico, se presenta de nuevo como utopía. Pero el triunfo de las fuerzas regresivas y retardatarias no invalida la verdad de esta utopía. La movilización general de la sociedad contra la liberación última del individuo, que cons tituye el contenid o histórico del presente período, indica cuán real es la posibilidad de esta liberación (Marcuse, 1986: 414).
Parece como si el firme p ropósito de la socied ad industrializada de echar tierra enci ma d e los sujetos p ara evitar su liberación denunciara el enorme potencial subyacente que se quiere reprimir. El optimism o marcusiano encuentra su apoyo más inmediato, paradó jica me nte , en el p esim ismo ilustra do de F reud. De él va a recu perar no su agorero pro nóstico del Ma lestar en la cultura, sino la insistencia pulsional, el empuje de los instintos hacia su liberación y su inagotable esfuerzo por vencer la enorme tarea represora de la civi lización. Decididamente, Marcuse toma partido por el Eros de la cosmogonía freudiana y desoye los d ictados de la pulsión de muerte. Identifica la civilización con la represión y con el principio de realidad (significativamente, Eros y civilización se divide en dos partes tituladas: “ Bajo el dominio del principio de la realidad” y “M ás allá del principio de la rea lidad”) y olvida la particular pugna de la segunda tópica, donde Eros no sólo es subyuga do por la represión sino por el má s allá del principio del placer, por la compulsión de repe tición y por la pulsión de destrucción, verdadero motor del p esimismo freudiano, que nada
En una civilización represiva la muerte misma llega a ser un instrumento de la represión. Ya sea que la muerte sea temida como una amenaza constante, o glorifica da como un sacrificio supremo, o aceptada como destino, l a educación para el con sentimiento de la muerte introduce un elemento de rendición dentro de la vida des de el principio -de rendición y sumisión-. Sofoca los esfuerzos “utópicos”. Los poderes que existen tienen una profunda afinidad con la muerte; la muerte es un signo de la falta de libertad, de la derrota (Marcuse, 1989: 217-218).
Sea como fuere, el injerto freudiano en el marxismo resulta beneficioso para com prender cómo las masas admiten tan fácilmente la maleabilidad de sus deseos y aspira ciones de felicidad en términos sistémlcos. Más allá de la teoría social y económica, como propugnab a Freud, es preciso internarse en el análisis psicológico de los sujetos para una fundamentación más radical del devenir de la humanidad en su conjunto. El psicoaná lisis contribuye a esto en la medida en que concibe la civilización como un esfuerzo con tinuo de represión, canalización y demora de la satisfacción de los impulsos libidinosos de carácter sexual. Dicha canalización logra integrarlos -como familia-justamente en la célula primaria de la sociabilidad, del trabajo, de la educación y de la acumulación y transmisión de patrimonio. Ello no se lleva a cabo sin un gasto, sin un malestar creciente por la renuncia pulsional que, según Freud, termina por estallar cíclicamente en el retor no de lo reprimido. Para evitar este retorno a la catástrofe, Marcuse aboga por una “subli mación no represiva” en la que “los impulsos sexuales, sin perder su energía erótica, tras cienden su objeto inmediato y erotizan las relaciones normalmente no eróticas” (Marcuse,
tiene que ver con la interpretación reduccionista, en términos de finitud y frustración -lo que en absoluto inquietaba al romántico Freud, entusiasmado en Die Vergänglichkeit por la breve belleza de una rosa-, que hace Marcuse: “El hecho brutal de la muerte niega de una vez po r todas la posible realidad de una existencia no represiva. Porque la muerte es
1989: 11). Evita con ello el mecanismo de control social de la “desub limación represi va” tendente a liberar la sexualidad inmediata, privándola de poder colaborar en la mejo
la negación final del tiemp o y ‘el placer quiere eternidad”’ (Marcuse, 1989: 213).
ficar sin más civilización y represión y cree poder abrir una nueva vía, ciertamente utópi
ra social y ser canalizada emancipadoramenté. Marcuse; se aparta decisivamente de Freud cuando considera que no se puede identi
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ca, basada en que la propia sociedad industrializada camina hacia su disolución, pues se ve incapaz de ejercer la represión del Eros al disminuir progresivamente el tiempo de tra bajo necesario para la producción, liberando un tiempo de ocio ya no susceptible de ser sofocado: “El mismo progreso de la civilización bajo el principio de actuación ha alcanzado un nivel de productivid ad en el que las exigencias sociales sobre la energía ins tintiva que debe ser gastada en el trabajo enajenado pueden ser reducidas considerable mente. Consecuentemente, la continua organización represiva de los instintos parece ser menos necesaria (Marcuse, 1989: 127). Sólo que justamente sucede lo contrario, estable ciéndose una represión sobreañadida, en términos de productividad como nuevo princi pio de realidad, por encima de la que sería necesaria para el mantenimiento de la civiliza ción, conectando con el afán de dominación del que hablaba la Dialéctica de la Ilustración. Es esta represión excedente o sobreañadida la que impide que el Eros, los deseos humanos, se rebelen contra el estado de cosas porque se ha “alterado la naturaleza misma de la sexua lidad: de un principio autó nom o que gobierna todo el organismo es convertida en una función tempo raria especializada, en un medio en lugar de un fin” (Marcuse, 1989: 52). La creciente ociosidad d e las masas desocup adas, unidas al proceso de liberación del Eros, incapaz de seguir siendo reprimido, es lo que dará pie, según Marcuse, no “a una sociedad de maníacos sexuales (Marcuse, 1 989: 188), sino a una nueva e idílica sociedad orienta da por un nuevo principio de realidad no represivo y por una libido transformada en Eros como Agape (cfr. Marcuse, 1989: 196), do nde el trabajo se metamo rfosea en juego (cfr. Marcuse, 1 989: 199), la naturaleza en jardín (cfr. Marcuse, 198 9: 201) junto con otros bucólicos rasgos que denuncian una nueva sensibilidad y contrastan vivamente con la aus teridad hasta entonces presente en la Escuela. No es de extrañar, por tanto, que Habermas, en sus Perfdes filosofico-políticos, al reflexionar sobre Marcuse y, tras haber constatado que esta teoría tiene la debilidad de que no puede dar razón de su propia posibilidad” , exalta se “uno de los rasgos más dignos de admiración de Herbert Marcuse: su capacidad de resis tencia contra el derrotismo [...] ante la alternativa de ser inconsecuente o irresponsable, Marcuse se decidió por lo primero. D ejó a un lado sus dudas sobre una razón práctica corrompida, que presuntamente estaría absorbida por la totalidad de la razón instrumen tal” (Habermas, 2000b: 294-295).
6.5. Hab ermas y la teoría de la acción comunicativa El itinerario seguido por Habermas (1929-) será en parte fiel al de sus tres predecesores en lo que se refiere a la tarea de la renovación y la reconstrucción del materialismo his tórico, a su asunción de las premisas de la Dialéctica de la Ilustración y la enseñanza de Marcuse acerca de la incapacidad de las fuerzas productivas para lograr una ilustración política —Cie ncia y técnica como ideología ¡ustamente se desarrolla como am pliación e interpretación de una frase capital de Marcuse que avanza en este sentido-, a la crítica del positivismo y a su convencimiento de la necesidad de establecer una teoría crítica de la sociedad interesada en la emancipación de la humanidad.
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
Si cabe establecer una vinculación especial entre Marcuse y Habermas, es, además, porque el segundo, aunque en una dirección muy distinta de la de Marcuse (y más aún de la del freudomarxismo de Reich o Fromm), cimentará sobre los escritos de Freud nociones tan capitales en su pensamiento como la del interés emancipativo y la de Cien cia Crítica. El psicoanálisis le servirá como correctivo a las de ficiencias observadas en el materialismo histórico de Marx y se constituirá como ejem plo privilegiado de lo que debe ser una ciencia crítica, al modo de la crítica de las ideologías, que llegará a ser com prendida también desde el modelo freudiano del análisis del síntoma y del levantamiento de la represión. Incluso se puede comprender d esde este enfoque que sus desarrollos pos teriores y más actuales acerca de la teoría de la acción comunicativa reposen sobre sus primeros análisis lingüísticos de la disciplina psicoanalítica, como intento de remediar la comunicación intersubjetiva sistemáticamente mutilada del enfermo mediante la pro posición de una situación ideal de comunicación no distorsionada. Habermas no concibe una Teoría crítica de la sociedad si no contempla simultánea mente una teoría de la evolución social. Para ello rastrea la dinámica de la dialéctica social desde Hegel y Marx, pasando por Freud, hasta llegar a su más madura reconstrucción del materialismo histórico mediada por las teorías del desarrollo moral de Kohlberg y su aplicación a la sociedad capitalista avanzada. En todo momento veremos la reticencia de Habermas ante los intentos de otros autores por ponerle freno a las intuiciones más bri llantes respecto de la evolución y el cambio social. Concretamente, lo que le achaca a Hegel en “La crítica de Hegel a la Revolución francesa” es su ambivalencia y su miedo frente a las consecuencias teóricas de esa revolución. Hegel conceptúa el derecho abs tracto como emancipación conducente a la revolución, para enseguida dar marcha atrás y señalarlo como el resultado de la decadencia de la eticidad: Hegel ha reducido la realización subjetivo-revolucionaria del derecho abstracto al proceso objetivo revolucionario de emancipación social de ind ividuos trabajadores para poder legitimar el revolucionamiento de la realidad al margen de la misma revo lución. Ahora bien, adquiere para ello el peligroso potencial de una teoría que toda vía conceptúa su relación crítica con la misma praxis. Hegel desea desarma r la espo leta de este potencial. Y lo puede desarmar en tanto que se acuerda de un sentido distinto al que también había atribuido constantemente la realización del derecho abs tracto [...]. El derecho abstracto no sólo aparece como la forma en la que la sociedad moderna se emancipa, sino también como aquella forma en la que se ha disuelto el mundo substancial de la polis griega. A partir de estos contextos concurrentes, como una forma de emancipación del trabajo social, por una parte, y como producto de la ruina de una eticidad disuelta, por otra, el derecho abstracto obtiene aquella profun da equivocidad en la que encuentra su eco la ambivalencia de Hegel frente a la Revo lución francesa (Habermas, 1997: 132). Hegel ha neutralizado el peligro del “dialéctico tornarse práctico de la teoría” y ha dejado la revolución en manos del ciego despliegue del espíritu objetivo, trasvasándo le punto por punto todo lo que antes le había negado al espíritu subjetivo revolucio
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nario. El miedo a la revolución llevó a Hegel a insertarla en el corazón de su filosofía, a ontologizarla corno espíritu del mundo y desubjetivarla negándole todo valor emancipatorio, deján dola sin agentes revolucionarios, transformados en un proceso ob jeti vo: “ Hegel conviert e a la revolución en pieza central de su filosofía pa ra preservar a la filosofía de convertirse en el rufián de la revolución. Por eso salva de nuevo a la dialéc tica en tanto que ontología, por eso salvaguarda de nuevo a la filosofía su origen a par tir de la teoría, y sustrae a la teoría de la mediación por parte de la conciencia históri ca y de la praxis social” (Habermas, 1997: 139). Marx corregirá en parte la dialéctica hegeliana haciéndola irremisiblemente históri ca y concreta, pero caerá, según Habermas, en un error semejante al reobjetivar de nue vo lo que pretendía ser una praxis emancipadora. El sujeto de la historia no será ya el espíritu objetivo, sino el proletariado. Sólo que Marx también se muestra ambivalente. Por una parte contempla el proceso emancipatorio como fruto exclusivo de la evolución de las fuerzas productivas; pero, por otra parte, considera este proceso de liberación del hombre mediante su acción instrumental sobre la naturaleza estrechamente ligado a las relaciones de producción, a la interacción de los hombres en la sociedad: Las dos versiones que hemos examinado ponen de manifiesto una indecisión que tiene su fundamento en el punto de partida teórico mismo. Para el análisis del desa rrollo de las formaciones económicas de la sociedad, Marx recurre a un concepto de sistema de trabajo social que comprende más elementos de los que se declaran en el concepto de la especie humana que se autoproduce. La autoconstitución mediante el trabajo social es concebida en el plano de las categorías como proceso de producción; y la acción instrumental, trabajo en el sentido de actividad productiva, designa la dimensión en que se mueve la historia de la naturaleza. En el plano de sus investigaciones materiales, en cambio, Marx tiene siempre en cuenta una práctica social que com prende trabajo e interacción; los procesos de la historia de la naturaleza están media dos entre sí por la actividad productiva de los individuos y por la organización de sus interrelaciones (Habermas, 1989: 61-62). Habermas rechazará de plano esta reducción de las relaciones de producción a las fuerzas productivas, de la esfera de la acción comunicativa a la esfera de la acción ins trumental que deja ¡a historia en manos de una ciega necesidad de la naturaleza, de la “cosa en sí” kantiana que reaparecería en el pensamiento marxista: En mi opinión, la causa de ello reside, desde un punto de vista inmanente, en la reducción de l acto de autoproducción de la especie humana al trabajo. La teoría marxiana de la sociedad hace que en su punto de partida, junto a las fuerzas productivas en las que se sedimenta la acción instrumental, aparezca también el marco institucional, las relaciones de producción. Por lo que se refiere a la práctica, ni elimina el contexto de la interacción mediada simbólicamente ni tampoco la función de la tradición cultural, pues sólo a partir de ellas pueden entenderse la dominación y la ideología. Pero este aspecto de la práctica no entra en el sistema filosófico de referencia [...]. Así surge en la obra de Marx una singular desproporción entre la práctica de la investigación y la res
Capítulo 6: E l marxismo del siglo XX y la Escuela de Prankfurt
tringida autocornprcnsión filosófica de la misma. En sus análisis de contenido, Marx concibe la historia de la especie humana sirviéndose conjuntamente de las categorías de actividad material y de superación crítica de las ideologías; de acción instrumental y de práctica transformadora; de trabajo y de reflexión; pero Marx interpreta lo que hace en el limitado esquema de la autoconstitución de la especie humana, operada sólo por el trabajo (Habermas, 1989: 51-52). Esta revisión del pensamiento marxista servirá para situar con precisión el contexto y el porqué de la teoría crítica habermasiana, decididamente inserta en el marco de las relaciones de producción, de la crítica de las ideologías, de la reflexión y de la acción comunicativa. Como veremos, la crisis del capitalismo para Habermas procederá de este ámbito, será una crisis de legitimación y motivación, y no una crisis sistémica procedente del sustrato económico. La inversión del planteamiento marxiano ha sido radical. Al hilo de nuestra exposición anterior han salido a relucir dos términos de capital importancia en Habermas: la acción instrumental y la acción comunicativa. La prime ra, junto con la elección racional, constituye el trabajo o acción técnica como acción encaminada a la consecución de un fin: Por “trabajo” o acción racional con respecto a fines entiendo o bien la acción ins trumental o bien la elección racional, o una combinación de ambas. La acción ins trumental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico. Esas reglas implican en cada caso pronósticos sobre sucesos observables, ya sean físicos o sociales; estos pronósticos pueden resultar verdaderos o falsos. El comportamiento de la elección racional se orienta de acuerdo con estrategias que descansan en un saber analítico. Impl ican deducciones de reglas de preferencias (sistemas de valores) y máxi mas generales; estos enunciados pueden estar bien deducidos o mal deducidos. La acción racional con respecto a fines realiza fines definidos bajo condiciones dadas. Pero mientras la acción instrumental organiza medios que resultan adecuados o inadecua dos según criterios de un control eficiente de la realidad, la acción estratégica sola mente depende de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posi ble, que sólo puede obtenerse por medio de una deducción hecha con el auxilio de valores y máximas (Habermas, 2001a: 68). La acción instrumental se rige por reglas técnicas nacidas de la observación empí rica, mientras que la elección racional promueve estrategias y reglas generales obteni das deductivamente. La acción comunicativa, por su parte, se refiere a toda interac ción mediad a simbólicamente entre los sujetos en el marco institucional de unas normas morales y de comportamiento, transmitidas por la tradición, comprensibles y recono cidas por los individuos intervinientes. Por acción comunicativa entiendo una interacción simbólicamente mediada. Se orienta de acuerdo con normas intersubjetivamente vigentes que definen expectativas recíprocas de comportamiento y que tienen que ser entendidas y reconocidas, por lo menos por dos sujetos agentes. Las normas sociales vienen urgidas por sanciones. Su
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sentido se objetiva en la comunicación lingüística cotidiana. Mientras que la validez de las reglas técnicas y de las estrategias depende de la validez de enunciados empíri camente verdaderos o analíticamente correctos, la validez de las normas sociales sólo se funda en la intersubjetividad del acuerdo sobre intenciones y sólo viene asegurada por el reconocimiento general de obligaciones (Habermas, 200 la: 6 8-69). Las últimas categorías le sirven a Habermas para esbozar un modelo de evolución desde las sociedades tradicionales a la sociedad moderna. En las primeras, el desequili brio en el reparto del trabajo y sus beneficios (acción instrumental) es legitimado desde el ámbito de la acción comunicativa, el aparato ideológico institucional, religioso, etc. La acción técnica aún no ha madurado lo suficiente para cuestionar la legitimación ideo lógica de la acción comunicativa. El paso a la sociedad moderna se produce por el desa rrollo de las fuerzas productivas, de la acción instrumental o técnica, que hace estallar la jus tifi cac ión ide oló gica de la esfera de la a cción com uni cati va y se desv incu la de ella , haciéndose autónoma, suplantando la ciencia a la racionalidad comunicativa. El capita lismo prescinde de la acción comunicativa autolegitimándose, de abajo hacia arriba, no de arriba hacia a bajo, desde la acción instrumental por el reparto equitativo y la reci procidad en el intercambio de mercado, valores extraídos de la superestructura ideoló gica pero anclados definitivamente en el marco de la producción: El capitalismo [...] ofrece una legitimación del dominio que ya no es necesario hacer bajar del cielo de la tradición cultural, sino que puede ser buscada en la base que representa el trabajo social mismo [...]. Promete la justicia de la equivalencia en tas relaciones de intercambio. Con la categoría de la reciprocidad, también esta ideología burguesa sigue convirtiendo todaví a en base de la legitimación a un aspecto de la acción comunicativa. Pero el principio de reciprocidad es ahora principio de organización del proceso de producción y reproducción social mismo. De ahí que el dominio político pueda en adelante ser legitimado “desde abajo” en vez de “desde arriba” (invocando la tradición cultural) (Habermas, 2 001a: 76). Sin embargo, en la línea de la Escuela, las injusticias a las que llega el sistema capi talista ya no podrán salir a la luz mediante la argumentación marxista, a saber, la ilus tración crítica que representan las crisis económicas y el desarrollo de las fuerzas pro ductivas. Estas incluso, la acción instrumental, la ciencia y la técnica, se convierten en las nuevas ideologías legitimadoras de la opresión: mediante la intervención del Estado para la corrección de las desigualdades económicas y de clase, los desequilibrios del sis tema, etc., prob lemas que dejan de ser morales o éticos y se tornan meramente técnicos; y mediante la institucionalización de la necesidad de la investigación científica como catalizadora de la producción, como primera fuerza productiva, para lograr un mayor índice de consumo. De este modo, las necesidades del capitalismo coinciden con las de la sociedad consumista, excluyéndose del proceso legitimador cualquier discusión racio nal sobre fines al haber sido eliminada la racionalidad comunicativa en pro de la efica cia administradora y reguladora del sistema de producción:
Capitulo 6 : El marxismo del siglo
XX
y la Escuela de Frankfurt
1.a actividad estatal se restringe a lateas-técnicas resolubles administrativamen te, de forma que las cuestiones prácticas quedan fuera. Los contenidos prácticos quedan eliminados. La vieja política, aunque sólo fuera por la forma que tenía la legiti mación del dominio, se veía obligada a definirse en relación con fines prácticos, las interpretaciones de la “vida feliz” se referían a relaciones de interacción [...). La solu ción de las tareas técnicas no está referida a la discusión pública [...]. La nueva polí tica del intervencionismo estatal exige por eso una despolitización de la masa de la población. Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política [...]. El programa sustitutorio legi timador de dominio deja sin cubrir una decisiva necesidad de legitimación: ¿Cómo hacer plausible la despolitización de las masas a estas mismas masas? Marcuse podría responder: en este punto la ciencia y la técnica adoptan también el papel de una ideo logía (Habermas, 2001a: 85-86). El ámbito de la interacción desaparece completamente del vasto campo que va con quistand o la acción racional con respecto a fines hasta llegar incluso a desaparecer de las consciencias de los hombres: ésta es su fuerza ideológica encubridora. De esta situación ya no se puede salir en términos marxistas ni con la noción de lucha de clases, ni con la noción clásica de ideología, ni mucho menos recurriendo al poder liberador del creci miento de las fuerzas productivas:
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El aprovechamiento de un potencial aún no realizado puede conducir a la mejo ra de un aparato económico industrial, pero hoy no conduce ya eo ipso a un cambio del marco institucional con consecuencias emancipatorias. La cuestión no es que agotemos las posibilidades de un potencial disponible o de un potencial aún por desarro llar, sino que elijamos aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido. Mas, tras decir eso, hay al punto que añadir que lo único que podemos hacer es plantear la pregunta, peto en absoluto adelantar una respuesta; pues lo que esa pregunta más bien exige es una comunicación sin restricciones sobre los fines de la práctica, fines frente a cuya tematización el capitalismo tardío, remitido estructu ralmente a una opinión pública despolitizada, se comporta ofreciéndole resistencia. [...] Las definiciones permitida s públicamente se refieren a qué es lo que queremos para vivir, pero no a cómo querríamos vivir si en relación con los potenciales disponi bles averiguáramos cómo podríamos vivir (Habermas, 2001a: 108-109). Para salir de esta encrucijada, Habermas intentará restituir el ámbito perdido de la comunicación así como su irreductibilidad e insustituibilidad y su necesaria vincula ción con la técnica, que no sometim iento, a través de la noción de los intereses del cono cimiento, lo que situará a am bas esferas a un mismo nivel y jerarquía para, en última instancia, coaligarlas en un interés único, compartido y fundamental de emancipación de la hum anidad. “ Llamo intereses a las orientaciones básicas que son inherentes a deter minadas condiciones fundamentales de la reproducción y autoconstitución posibles de la especie humana, es decir, al trabajo y a la interacción (Habermas, 1989: 199). Co mo vemos, Habermas considera fundamental tanto el trabajo como la interacción con vis
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tas al proceso de autoconstitución del hombre en la historia entendido como un domi nio creciente de la naturaleza y una socialización cada vez mayor. En un primer mom en to, se tratará de retomar esta dicotomía que el capitalismo tardío ha reducido a uno solo de sus elementos. Los intereses del conocimiento van a a ser extraídos por Habermas a través de una “autorreflexión” tanto de las ciencias naturales en las figuras de Coime, Mach y el pragmatismo de Peirce, como de una autorreflexión de las ciencias del espí ritu en la figura de Dilthey. El resultado de dicha autorreflexión será localizar “un inte rés rector del conocimiento orientado a la manipulación técnica posible, interés que determina la orientación de la objetivación necesaria de la realidad en el marco trascendenial del proceso de investigación. Un interés de este género puede ser atribuido a un sujeto que aúna el carácter empírico de una especie emergida de la historia natural con el carácter inteligible de una comun idad que constituye el mundo bajo puntos de vista trascendentales: éste sería el sujeto del proceso de aprendizaje e investigación” (Haberma s, 1989: 143). Y, por otra parte, la localización de un interés propio y dife rente en las ciencias del espíritu: Las ciencias hermenéuticas están inmersas en las interacciones mediadas por el lenguaje ordinario, al igual que las ciencias empírico-analíticas lo están en la esfera funcional de la actividad instrumental (...]. La metodología hermenéutica tiende a ase gurar la intersubjetividad de la comprensión en la comunicación lingüística ordinaria y en la acción bajo normas comunes [...]. Si estas corrientes de comunicación se inte rrumpen y la intersubjetividad de la comprensión se hace rígida o se derrumba, que da destruida una condición de supervivencia, que es tan elemental como la condición complementaria del éxito de la acción instrumental, es decir, la posibilidad de acuer do sin coerción y de reconocimiento sin violencia. Dado que esta condición es el pre supuesto de la praxis, llamamo s ‘prác tico"a l interés rector del conocimiento de las ciencias del espíritu (Habermas, 1989: 182-183). Ambos intereses logran encarnar el conocimiento (que el positivismo concebiría como un desinteresado y objetivo reflejo de la realidad, también compartido por D il they) en la acción histórica del hombre desdoblada en entendimiento y manipulación, liberando también la recuperación del sujeto de la historia. Pero éste es sólo el primer paso. Amb os intereses no han de competir ni solaparse o eliminarse recíprocamente, sino mostrarse solidarios en un interes común más originario: el interés emancipativo, que coincide con el ya mentado proceso de autoconstitución histórica de la humanidad como paulatina liberación tanto de la presión del medio natural como de las dificultades para una sociedad armónica. Dicho interés va a ser fundamentado por Habermas a partir del estudio del psicoa nálisis freudiano, donde el conocimiento de la vida del sujeto y el interés en su curación se dan la mano estrechamente en la terapia. El conocimiento psicoanalítico es insepara ble de su interés en la curación, lo que hace de esta disciplina el ejemplo primordial de ciencia crítica, donde tiene lugar el interés emancipativo como autoliberación del suje to en la reunión de los intereses técnico y práctico:
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
F.n el acto de la autorreflexión, el conocimiento de una objetivación cuyo poder estriba tan sólo en que el sujeto no se reconoce a sí mismo en ella como en su otro, coincide inmediatamente con el interés por el conocimiento, es decir, por la eman cipación con respecto de ese poder. En la situación analítica se realiza efectivamen te la unidad de la intuición y de la emancipación, de la comprensión y de la libe ración de la dependencia dogmática, esa unidad de la razón y del uso interesado de la razón que Fichte ha desarrollado en el concepto de autorreflexión (Habermas, 1989:283). El marco teórico de la teoría crítica queda así completado, sólo que de ello no se deri va necesidad alguna de un cambio en nuestras sociedades capitalistas avanzadas. La polé mica con Ltihmann mostrará que el esfuerzo de Habermas no se detiene simplemente en haber trazado un panorama ideal de cómo deberían ser las cosas, sino que se empe ña en la tarea de demostrar que, de modo necesario, tendrán que dejar de ser así, con virtiendo su teoría crítica, su teoría del conocimiento y su teoría de la sociedad en una praxis liberadora: El sistema político se ha diferenciado, en nuestra sociedad industrial compleja, como el centro autorregulativo del sistema “Sociedad” (Luhmann); el sistema políti co ha adquirido en las sociedades capitalistas avanzadas 1¿ función directiva frente a la “base económica” (Habermas). Pero mientras que para Luhmann ese sistema político ha llegado ahora a su plenitud, al desligarse de su encaje en la dimensión sociocultu ral y pasar a una base tecnocrática, para Habermas ese sistema político está llegando en nuestra sociedad, por esa misma razón, al límite de su deshumanización. La Polí tica se ha convertido en técnica autorregulativa para Luhmann, y eso “está bien”. La Política se ha supertecnificado y ha eliminado de la discusión racional los problemas morales, para Habermas, y eso “está mal”: tendría que ser transformada y convertida en el centro de la emancipación cultural del hombre. Pero Habermas no pretende ape lar simplemente a un “tendría que”, sino que intenta fundamentar teóricamente que esa política supertecnificada hará crisis y dará el paso a una nueva política basada en la discusión racional y pública de la forma en la que queremos y podemos vivir (Menén dez, 1978: 110-111). El análisis de las dificultades que encuentra actualmente la sociedad industrializada para automantenerse y perpetuarse lo llevará a cabo Habermas en su obra Problemas de legitimación en el capitalismo tardío (1973). La clave de la crisis del capitalismo avanzado la sitúa Habermas en una pérdida de legitimidad: “Legitimidad significa que la preten sión que acompaña a un orden político de ser reconocido como correcto y justo no está desprovista de buenos argumentos; un orden político merece el reconocimiento. Legiti midad significa el hecho del merecimiento de reconocimiento por parte de un orden polí tico. Lo que con esta definición se destaca es que la legitimidad constituye una preten sión de validez discutible de cuyo reconocimiento (cuando menos) fáctico depende (también) la estabilidad de un orden de dominación” (Habermas, 1992: 243-244).
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Habermas distingue cuatro tipos de crisis: económica, de racionalidad, de legiti mación y de motivación. Las crisis económicas no son susceptibles, en la actualidad, de provocar un derrumbe del sistema capitalista. Las crisis de racionalidad vienen cau sadas por la incapacidad de gestión y administración por parte del sistema de los pro blemas y contradicciones que se suscitan en la esfera económica. Ambos tipos de cri sis son sistémicas y se deben a la incapacidad de autorregulación del sistema en el ámbito económico y político-administrativo. Tampoco la crisis de racionalidad lleva necesariamente al colapso: “El capitalismo tardío no necesariamente se deteriora cuan do el medio de autogobierno por estimulación externa fracasa en ciertos ámbitos de conducta en que había funcionado hasta entonces; a lo sumo se le presenta una situa ción difícil” (Habermas, 1998: 88). Las crisis de legitimación tienen su origen en un déficit en el reconocimiento por parte de la sociedad de la validez del sistema. Ello se debe a dos motivos principa les: por la incapacidad del Estado de cumplir con sus tareas técnicas programáticas autoimpuestas y por entrometerse en la planificación de dom inios que hasta entonces pertenecían exclusivamente a lo social y se autolegitimaban por la tradición; si el Esta do interviene ahora en la planificación de la educación o de la familia, por ejemplo, necesitará nuevas entradas de legitimación que justifiquen esta incursión, su eficacia y el beneficio que pueda reportar a la población. La consecuencia directa de este meter se el Estado donde no le llaman y cuestionar la legitimación tradicional de campos vita les hasta ahora aproblemáticos es una no deseada repolitización de la masa social y la puesta en discurso y discusión, más allá de la democracia forma!, de fines prácticos, de modelos de vida buena y feliz, resucitándose la dimensión comunicativa que había veni do siendo sistemáticamente aplastada: En todos los niveles, la planificación administrativa genera inquietud y publici dad, efectos no queridos que debilitan el potencial de justificación de tradiciones aler tadas en su espontaneidad. Una vez destruido su carácter de algo presupuesto, la esta bilización de las pretensiones de validez puede obtenerse mediante el discurso. El alertanriento de los sobrentendidos culturales promueve, entonces, la politización de ámbitos de vida que hasta ese momento habían correspondido a la esfera privada (Habermas, 1998: 92-93). La pregunta de rigor es si las crisis de legitimación pueden llevar el sistema a su des trucción. Ello sucedería cuando este último fuera incapaz de recompensar a la sociedad en la medida en que las exigencias de ésta fueran superiores a las posibilidades econó micas sistémicas o, sencillamente, no coincidieran con ellas ni pudieran satisfacerse mediante este tipo de gratificación. El primer caso es regulable mediante una política fis cal adecuada y una educación económica en la amplitud de la demanda. Sólo el segun do caso es realmente crítico: “Podrá predecirse una crisis de legitimación sólo si apare cen expectativas sistémicas que no pueden ser satisfechas con la masa de valores disponible o, en general, con recompensas conformes al sistema. En su base ha de encontrarse enton ces una crisis de motivación” (Habermas, 1998: 95).
Capítulo 6: El marxismo del siglo XX y la Escuela de Frankfurt
En este último tipo de crisis, el sistema sociocultural se vuelve disfuncional pa ra con el Estado y su sistema de reparto de recompensas que ya no lo colma y, por tanto, no es capaz de garantizar su fidelidad al sistema: “esto es, una discrepancia entre los motivos cuya necesidad señalan el Estado y el sistema ocupacional por una parte y la oferta del sistema sociocultur al por la otra” (Haberm as, 1 992: 289). Ello se debe a la disolució n de la dimensión privatística en la que hasta ahora se movía el ámbito burgués-estatal y el laboral-familiar, con una creciente repolitización de la sociedad que pretende un mayor grado de participación que los niveles permitidos por la democracia formal. Dicha diso lución del privatismo no halla, a los ojos de Habermas, un equivalente adecuado que pueda sustituirla en su papel legitimador (cfr. Habermas, 1998: 289 y ss.). Hacia dón de debe desarrollarse plausiblemente la lógica de la evolución social es algo que aparece rá expresado en el ideal representado por la teoría de la acción comunicativa. Trataremos esta teoría en el capítulo que cierra este trabajo.
7 Filosofía analítica
Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. ' Ludwig Wittgenstein
7. 1 .
El positivis mo y la lógica formal
En el manifiesto fundador del Círculo de Viena en 1929 encontramos una amplia rese ña de los precedentes en los que se reconoce el empirismo lógico: Ese folleto, escrito por Carnap, Neurath y Hahn, es interesante además porque muestra cómo se situaba el Círcul o a sí propio [sic] en la historia de la filosofía. Des pués de afirmar que desarrollaban una tradición vienesa que había florecido a fines del siglo XIX en las obras de hombres como los físicos Ernst Mach y Ludwig Boltzmann y, no obstante sus intereses teológicos, del filósofo Franz Brentano, los autores publi caban una lista de aquellos a quienes consideraban sus principales precursores. Como empiristas y positivistas, mencionaron a Hume, a los filósofos de la Ilustración, a Córa te, Mili, Avenarius y Mach; como filósofos de l a ciencia a Helmholtz, Riemann, Mach, Poincaré, Enriques, Duhem, Boltzmann y Einstein; como lógicos teóricos y prácticos a Leibniz, Peano, Frege, Schroder, Russell, Whitehead y Wittgenstein; como axiomatistas a Pasch, Peano, Vailati, Pieri y Hilbert y como moralistas y sociólogos de ten dencia positivista, a Epicuro, Hume, Bentham, Mili, Comte, Spencer, Feuerbach, Marx, Müller-Lyer, I’opper-Lynkeus y Karl Menger Sr. (Ayer, 19 93: 10). Comple ja herencia, sin duda, la que parece querer asumir la filosofía analítica. Reco ge, en efecto, básicamente la tradición anglosajona empirista que se remonta a Ockham,
Filosofías del siglo XX
la veniente positivista comteana con su consecuente crítica a la metafísica, los análisis matemá ticos y lógicos desarrollados en el siglo XIX, pero también, en la vertiente ¡fricopolítica, cierta tradición que mezcla liberalismo, hedonismo, utilitarismo e ¡ne ta s emqa tivismo moral. La inclusión de autores como Marx, en cualquier caso, debe ser vista qui zá solamente como un guiño al materialismo y a la crítica de la metafísica. Tal vez el factor común de tanta tendencia hay que encontrarlo en la devoción por la ciencia y su sustrato formal, de un lado, y el consiguiente escepticismo hacia todo lo demás. No obs tante, la propia filosofía analítica en si misma dista mucho de ser coherente, y recoge en su interior metodologías distintas que se encarnizan en arduos debates entre sí, aunque a veces parecen reaccionar como un solo hombre cuando se trata de menospreciar al que no es analítico. La trayectoria que recorre esta línea de pensamiento, en cualquier caso, podría afirmarse que va desde el orgullo por la sustentación y la elevación a paradigma de la ciencia mecanicista, determinista y matematizada que ha logrado Occidente, has ta la desesperación por la desfundamentación de la misma que se atisba desde su propia metodología y los intentos de solución e incluso, al final y en pocos casos, de apertura al diálogo con “lo no científico”. En primer lugar, podría delimitarse un bloque empirista. El empirocriticismo pro fundizará en la línea fenomenista iniciada por el primer positivismo hacia el estableci miento de un ámbito de experiencia pura y objetiva desligada de toda interpretación metafísica. El principal escrito del fundador de esta corriente, Richard Avenarius (1843 1896), lleva como título justamente Crítica de la experienciapu ra , lo que le da nombre al empiro-criticismo. Ésta se subdivide en experiencia física y psíquica, constituyendo ambos ca mpos un sistema cerrado de experiencia en el que los contenidos sensibles remi ten todos unos a otros con un mismo valor de realidad. El conocimiento, como hecho biológico, que dará circunscrito a la realidad así entendida y, dada la tendencia de lo bio lógico a la conservación homeostatica del equilibrio y el menor gasto energético, el cono cimiento se guiará en todo momento p or la consecución de las teorías y constructos más sencillos y de una menor complejidad, buscando siempre una unidad última. La tarea de la filosofía, también ella disciplina empírica, consistirá en proporcionar al conjunto de las ciencias una deseada unidad sintética dentro de una visión científica y unitaria del mundo basada exclusivamente en el monismo de la experiencia. La aportación funda mental del empirocriticismo será acabar con las concepciones dualistas que postulaban, amen d e la experiencia, un yo, un alma como reservorio o receptáculo donde eran introyectadas las sensaciones, algo que, según Avenarius, no se correspondía en absoluto con lo que autorizaba la mera experiencia. Lo dado son las cosas mismas, sin necesidad de recurrir, fuera de toda economía, a nociones como las de un “yo” portador de imágenes o sensaciones internas distintas del mundo externo: en la experiencia se disuelve la sepa ración o distinción entre los dos mundos. Más que una crítica del yo, Avenarius lo que consigue, en la fidelidad más estricta al principio de economía biológica, es desplazar este tipo de problemas del ámbito de la ciencia empírica y relegarlos al campo espurio de la metafísica o la epistemología para no multiplicar los entes sin necesidad. Esta posición, ya de por sí no falta de radicalis-
Capítulo
7:
Filosofía analítica
m o jí agudizará aún más en la figura de Ernst Mach (1838-1916). El conocimiento no llega más que S las: apariencias de las cosas y a las sensaciones fenoménicas en un senpialismils'fxtremo qué BXtluye de entrada la inutilidad de cuestionarse si existe algo más allá de lo que nos o h é B t el sistema cerrado de las sensaciones (a través de Berkeley). Atrás quedará el deseo de Avenarius de una unificación y una progresividad del conocimien to: el carácter siempre voluble y cambiante de las sensaciones nos lleva al relativismo y a la provisionalidad de todo saber adquirido. La descripción de lo dado en las sensaciones es ya explicación suficiente no necesitada de mayor construcción conceptual, lo que nue vamente iría en contra del principio de economía y desafiaría la continuidad evolutiva con el reino animal, cuya interacción con el mundo es un eslabón cualitativamente idén tico a la actitud científica. El empirocriticismo, situado más en la estela de Hume que en la de Comte o Mili, aunaba esfuerzos con el primero en la desmitologización y desmitificación del mundo, en virtud de una clarificación de la experiencia y un retorno a lo más simple e incuestionable. En Francia, Henri Poincaré (1854-1912) y Pierre Duhem (1861-1916) recogerán el guante del empirocriticismo prolongándolo de modo original y elaborando en cier ta manera una crítica del mismo al no aceptar la generalidad de los resultados de las ciencias naturales como descripciones del mundo, sino como constructos artificiales. Una vez más, la coherencia tan querida lleva a consecuencias- que parecen contradecir a las premisas; el empirismo vuelve a negarse a sí mismo. La validez no procede en nin gún caso del dominio empírico, sino por pura “convención”, ya sea por su utilidad, por conveniencia, por comodid ad o por cualquier otra justificación a d h o c . A partir de la experiencia podrían elaborarse las teorías, en su mayor o menor complejidad, de modos diversos, sólo que al final terminará prevaleciendo una en virtud de la simple conven ción. La cuestión de elegir entre explicaciones rivales no es dirimible mediante el recur so a la experiencia porque es ésta justamente la que ha dado lugar al surgimiento de varias teorías. Por consiguiente, la decisión se tomará en virtud de factores externos al mundo empírico. Esta crítica fundamental echa por tierra una vez más todo tipo de ingenuidad cien tífica o cientificista, así como su casi innata presuposición de un realismo básico y de una concatenación necesaria que uniría las sensaciones, los hechos y las leyes. La noción de “hecho” como tal cae por su propio peso. La experimentación implica ya siempre leyes no cuestionadas que se hallan implicadas en el diseño de los instrum entos y en la comprobación de los propios experimentos, con lo que la verificación o la refuta ción acaba siendo intrasistémica y remitiendo a sí misma en una circularidad de la que no puede salir en dirección hacia (si algo así hay) los hechos brutos. Sin embargo, el convencionalismo no es una hipótesis meramente arbitraria y caprichosa: las conven ciones tienen valor cognitivo y prevalecen unas sobre otras por su idoneidad, rendi miento, elegancia, sim plicidad y eficacia. El p ositivismo recibía así un serio varapalo en sus aspiraciones monistas y en su carácter destructivo de otras esferas de conoci miento (ética, metafísica, religión) que no fuera empírico: en cierto modo, el conven cionalismo francés-volvía a dejar un espacio para este tipo de disciplinas no científi-
Filosofías del siglo XX
cas, justamente el que se había liberado recurriendo a la crítica interna de los presu puestos del emp irocriticismo reducidos a convenciones. lod na m os definir un segundo bloque dentro del amplio repertorio de influencias señalado en la Wissencbajtliche W eltaujjussung der Wiener Krcis, centrado en el enorme desarrollo que conocerá la maternati/acíon de la lógica simbólica en los siglos XIX y XX. Serán determinantes en esta evolución el álgebra del matemático Georges Boole, desa rrollada en Las leyes del pensamien to (1854), que consigue establecer un idéntico rigor al de la lógica matemática para el álgebra del pensamiento; y la Conceptogmfia (1879) de Gottlob Frege que logra, mediante la introducción de un complicado lenguaje, la formalización de la lógica deductiva, liberando al pensamiento del lastre constreñidor de la palabra. Frege separa la lógica de la psicología rompiendo con la tradición empirista y a el se debe la introducción de los cuantificadores, de las nociones de función y argumen to, que vienen a sustituir los clásicos sujeto y predicado, así como la distinción entre sen tido y referencia que permite explicar las expresiones diferentes que denotan un objeto único, o expresiones con sentido y sin referencia. Su búsqueda de un lenguaje lógica mente perfecto influirá de modo decisivo tanto en Russell, como en Wittgenstein o en Carnap. Id lógico italiano Giuseppe Peano (1858-1932) lleva a su culminación la reduc ción de la matemática a su base aritmética mediante una axiomatización y una notación mucho más sencilla que ¡a fregeana, fundamenta la teoría de los números naturales e introduce la distinción en la teoría de clases entre pertenencia e inclusión. Otras figuras relevantes de la matemática y la lógica serán Hilbert, Tarski, Bolzano, Cantor o Godel (cuyo teorema sobre las proposiciones indecidibles dentro de un mismo sistema que lo hacen por definición incompleto establecerá ¡imites decisivos y definitivos a la formalizactón lógica); todos ellos perfeccionarán el entramado lógico formal de tal modo que el neopositivismo lógico ya lo hallará ante sí dispuesto a servirle como un instrumento de una formidable potencia. En Cambridge, George Edward Moore (1873-19 58) iniciará la andadura de la filo sofía analítica en confrontación directa, desde el realismo, con el neoidealismo de sus compatriotas Me Taggart y Bradley, que se había consolidado en el espíritu filosófico de la universidad de su tiempo. Los Principia Etbica constituyen su obra fundamental, donde aplica su método de análisis del lenguaje, centrado en la reducción de éste a pro posiciones que afirman relaciones entre conceptos, para la averiguación del significado básico en ética; el caso paradigmático será el del término “bueno”. Dicho término resul ta imposible de descomponer en otros más sencillos y aparece como primario y, por tanto, indefinible, como sería el caso similar del término “amarillo”, sólo accesibles mediante la intuición. La reducción del bien o lo bueno a otras realidades naturales incurre en lo que el filósofo llama la falacia naturalista”, siguiendo la herencia de Hume. Su colega Bertrand Russell (1872 -1970), a quien debe Frege tanto la divulgación de su obra como haberle propinado el tiro de gracia, descubrirá en 1902 una paradoja en el seno del sistema fregeano que acabará paralizando casi el proyecto del anterior y sumién dolo en innumerables rectificaciones y correcciones para salvar la contradicción descu bierta por Russell. La p aradoja que enuncia es la tan sencilla y conocida d e “las clases
Capítulo 7; Filosofía analítica
que no son miembros de sí mismas”, que a su vez formarán una clase, la cual deberá no ser miembro de sí misma, disolviendo dicha clase. En sus Principia Matbematica. (escri tos en colaboración con Wh itehead) se apoya en las enseñanzas revolucionarias de Moo re sobre el análisis del lenguaje, pero decide aplicarlo no al campo de la ética, sino al de la matemática. Se apoya también en la obra de Frege, sobre cuya distinción entre sen tido y referencia construirá la suya propia entre significado y denotación: los nombres significan, remiten a conceptos, y éstos denotan, remiten a objetos; compartirá tam bién su concepción platónica del número, con la célebre distinción entre el número y la idea de número, prop ugnando que éstos más bien eran encontrados o descubiertos en su existencia ideal y no creados por la mente humana. Russell intentará solventar la paradoja de Frege recurriendo a la distinción de Peano entre pertenencia e inclusión, a saber, la imposibilidad de un conjunto de pertenecerse a sí mismo, elaborando su teo ría de los tipos. Los predicados sólo deben predicarse de individuos, no de sí mismos, es decir, de un tipo lógico inferior: con ello, la paradoja de la clase que sería miembro de sí misma debería respetar esta jerarquía entre diferentes tipos lógicos para no ser tan carente de sentido como decir que la dulzura es dulce o la humedad húmeda. Los Prin cipia Matbematica, por su parte, tienen la virtud no sólo de continuar la labor de Pea no de reducir o traducir la matemática a la lógica, sino de reconstruir ambas a partir de unos pocos axiomas primitivos, cuya validez se fundamenta-no en sí mismos, sino a posteriori por su capacidad de permitir la reconstrucción completa de la matemática. Sin embargo, tampoco la ingente labor logicista (de tradición leibniziana) de los Prin cipia resultará invulnerable a la crítica. También para Russell, su mejor discípulo será su mejor crítico, y, a la vez que da un sustento definitivo a la mathesis universalis soña da por Leibniz, acabará con ella y abrirá paso al vía crucis que la filosofía analítica reco rre hasta hoy; se trata, evidentemente, de Ludwig Wittgenstein.
7.2. Wittgenstein, sentido y sinsentido Será justamente un discípulo de Russell, en efecto, Ludwig Wittgenstein (1889-1951), quien más duramente lo pond rá contra las cuerdas hasta el punto de hacerle cuestionarse muy seriamente la totalidad de su empresa. En una carta a Russell, en la que le anun ciaba la finalización del Tractatus Logico-Pbilosophicus en agosto de 1918, apu nta Witt genstein: “He escrito un libro titulado Logisch-Philosophische Abhandlung, que con tiene todo mi trabajo de los últimos seis años. Creo que he solucionado definitivamente nuestros problemas [...]. Echa por tierra, sin embargo, toda nuestra teoría de la verdad, de las clases, de los números y todo el resto” (Wittgenstein, 1989: II). El Tractatus enla za de este modo directamente con la herencia de Russell hasta el punto de poder decir se que una de sus motivaciones principales era el desmantelamiento del sistema lógico de los Principia Matbematica. La crítica de Wittgenstein se dirige contra tres blancos: (i) el aparato extralógico que hay que aña-
Filosofías del siglo XX
d l r al s i s t e m a l o r r n a l ; p o r e j e m p l o , l a t e o r í a d e l a s ti p o s ; ( i ij i Q ^ t u d o S S i o j g S í t i c o , q u e o c u l t a e l h e c h o d e q u e a l g u n a s p r o p o s i c i o n e s s o n m á s p t i r tu t i v as q u e e l e * , c o s a q u e e n c a m b i o m u e s tr a e l m é t o d o d e l a s t a b la s d e ; « r d a d ; (iiijstfl u s o d e i g ü B a n t e s l ó g i c a s ( l as c o n e c t i v a s p r e p o s i c i o n a l e s , l o s c u a n t i f ic a d o r e s , c M g i K ® a % i d e n t i d a d i c o m o símbolos primitivos indefinidos (Kenny, 1988|J5). Desde la paradoja d e Frege, solventada por la teoría de los tipos, llegamos así a Wit t genstein, quien volverá a hacerse cargo de la cuestión sugiriendo que el error fundamental estribaba en la introducción en la lógica de la semántica; la lógica no puede ni debe ir más allá de los signos y de los símbolos, no debe prestar atención a lo que los símbolos significan semánticamente. En la teoría de los tipos ello se hacía necesario para distin guir las clases de los objetos o cosas. Para Wittgenstein, la paradoja de Frege-Russell debe poder resolverse a un nivel estrictamente sintáctico-simbólico: las mismas exigencias sin tácticas de los símbolos muestran ya su indisponibilidad para formar parte de cierto tipo de construcciones sintácticas sin sentido, sin necesidad de recurrir a la semántica: 3.33 La sintaxis lógica no permite que el significado de un signo juegue en ella papel alguno; tiene que poder ser establecida sin mentar el significado de un signo; ha de presuponer sólo la descripción de las expresiones. 3.331 A partir de esta observación lancemos una mirada a la “Theory o f Types” de Russell: El error de Russell se muestra en que tuvo que hablar del significado de los signos al establecer las reglas sígnicas (Wittgenstein, 1989: 43). Con ello se había dado un paso de gigante en la búsqueda del lenguaje perfecto, aho ra por fin liberado de la semántica y reducido a la sintaxis lógica. Dicho propósito se expresa inicialmente en el prólogo de la obra, en el que Wittgenstein continua en la con solidación del edificio que culminará el neopositivismo lógico: Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos: porque para trazar un límite al pensar tendríamos que poder pensar ambos lados de ese límite (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable). Así pues, el límite sólo podrá ser trazado en el lenguaje (Wittgenstein, 1989: 11). Russell había tratado de decir lo indecible, aquello que únicamente puede ser mos trado, de ahí su fracaso. Las restricciones que impondrá el Tractatus al pensar, al lenguaje, a la realidad misma, encuentran en esta distinción fundamental su momento más deci sivo y vienen a cerrar la obra con la más que célebre tesis séptima: “D e lo que no se pue de hablar hay que callar”. Justamente aquello que no puede ser dicho sino tan sólo mostrado es la “forma lógi ca , a saber, aquello que hay en común entre la estructura de una proposición, la del
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hecho que aquélla afirma y la de la Bilcl que la pie nsas sLo q ué Cualquier figura, sea cual fuere ssu forma, ha de tener en común con la realidad para poder siquiera -correcta o fil am en te - figurarla, es Üi forma lógica, esto es, la forma de la realidad” (Wittgenstein, 1989:3.18). Con ello £3 asienta un principio crucial que es el de la isomorfía entre la estructura lógica del lenguaje, la realidad y el pensamiento: las proposiciones son repre sentaciones figurativas o pictóricas de la realidad, en ello consiste su sentido y su sus ceptibilidad de ser verdaderas o falsas. Pero, en cuanto la forma lógica es lo que hace posi ble la representación de la realidad en el lenguaje, ella misma no es susceptible de representación, esto es, no puede ser ni dicha ni pensada (es más, en rigor no existe, por que no es un hecho): “La proposición no puede representar la forma lógica; ésta se refle ja en ella . El lengu aje no pued e re presenta r lo que en él se re fleja. Lo que se exp resa en el lenguaje no pode mos expresarlo nosotros a través de él. La proposición muestra la for ma lógica de la realidad. La ostenta” (Wittgenstein, 1989: 4.1 21). Las proposiciones des criben o afirman estados de cosas (cfr. Wittgenstein, 1989: 4.2) que pueden darse o no darse; los nombres sólo tienen significado dentro de una proposición y son los signos más simples que significan los objetos que configuran los estados de cosas. El sentido de una proposición es comprensible antes de saber si es verdadera, para ello basta con comprender el estado de cosas que ella esboza y cómo sería en caso de • ser verdad: “4.1 La proposición representa el darse y no darse efectivos de los estados de cosas. 4.11 La totalidad de las proposiciones verdaderas es la ciencia natural ente ra (o la totalidad de las ciencias naturales)”. Se trata de reducir así el lenguaje a las pro posiciones elementales con senado, fácilmente determinables, que nos remiten al mundo (2 .04) como “la to talidad de los hechos”, el darse efectivo de estados de cosas, que son a su vez una conexión de objetos. El conjunto de los estados de cosas existentes (mundo) y no existentes posibles es la realidad: “El darse y no darse efectivos de esta dos de cosas es la realidad” (Wittgenstein, 1989: 2.06). Observamos de este modo una clara correspondencia entre los objetos y los nombres; los estados de cosas y las pro posiciones elementales; el mundo y las proposiciones elementales verdaderas; la reali dad y el conjunto de las proposiciones elementales con sentido, que designan el ámbi to de lo posible, pudiendo ser verdaderas o falsas. Con la mayor injusticia, por mor de ser breves y esquemáticos, hemos querido resu mir de este modo el trasfondo más elemental del Tractatus y cómo lleva a cabo su ope ración de delimitar un lenguaje perfecto para restringir en lo posible los excesos del pen samiento. Éste también “puede expresarse en la proposición de un modo tal que a los objetos del pensamiento correspondan elementos del signo preposicional” (3. 2). El esla bón que aún nos faltaba se inserta fácilmente en lo hasta ahora dicho, ya que: “El pen samiento es la proposición con sentido” (4), dicho de otro modo: “La figura lógica de los hechos es el pensamiento” (3), con lo que la totalidad de los pensamientos verdade ros sería, por tanto, una ‘figura del mundo’” (3.01). Siendo así, ¿qué lugar le quedará a partir de ahora en todo ello a la filosofía? ¿Qué valoración merece lo que ha sido hasta el momento? Ambos interrogantes constituirán la herencia inmediata del posicionamiento del C írculo de Viena respecto de la filoso-
igfipitulo 7: Filosofía analítica F ilo so fías d el sig lo XX
fía y su intento de reducir la metafísica?J:iguiendo muy de cerca a Wittgenstein, a, un conjunto de proposiciones sin sentido. En primer lugar, la filosofía está llena de con fusiones fundamentales derivadas del uso qué se hace áe las palabras en el lenguaje ordi nario, designando éstas las mismas cosas de modo diverso o cosas distintas de igual modo. Una de estas confusiones, tal vez la mayor en filosofía es la que afecta al verbo ser: “Así la palabra es’ se presenta como cópula, co mo sign o de igualdad y como expre sión de existencia; ‘existir’ como verbo intransitivo, parejo a ‘ir’” (Wittgenstein, 1989: 3.323). Por esta razón, los atolladeros y grandes cuestiones en los que se ha visto enre dada la filosofía desde siempre deben ser descartados como absurdos derivados de una incomprensión elemental del lenguaje, que se disolverán por sí mismos si comenzamos a hacer un uso correcto de éste: “La mayor parte de las proposiciones e interrogantes que se han escrito sobre cuestiones filosóficas no son falsas, sino absurdas. De ahí que no podamos dar respuesta en absoluto a interrogantes de este tipo, sino sólo constatar su condición de absurdos. L a mayor parte de los interrogantes y proposiciones de los: filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística” (Witt genstein, 1989: 4.003). La filosofía, excluida así del ámbito de las ciencias naturales, de la posibilidad de poder decir algo con sentido sobre el mundo o, mejor, reducido su papel a la delimitación estricta del campo de las ciencias naturales (cfr. Wittgenstein, 1989: 4.113), será en adelante incapaz de constituirse como un saber, estará desprovis ta de contenidos. Debe tan sólo “delimitar lo pensable y con ello lo impensable” (Witt genstein, 1989: 4.114) mediante el análisis del lenguaje: “El objetivo de la filosofía es la clarificación lógica de los pensamientos. La filosofía no es una doctrina, sino una acti vidad. Una obra filosófica consta esencialmente de aclaraciones. El resultado de la filo sofía no son ‘proposiciones filosóficas’, sino el que las proposiciones lleguen a clarifi carse. La filosofía debe clarificar y delimitar nítidamente los pensamientos, que de otro modo son, por así decirlo, turbios y borrosos” (Wittgenstein, 1989: 4.112). Sin duda alguna, la labor filosófica aparece en el Tractatus reducida a su mínima expresión y, para no caer en el sinsentido, ha de ab stenerse incluso de la tentación de dar a luz siquiera algo así como una “proposición filosófica”. Wittgenstein es absolu tamente consciente del enorme varapalo que le ha propinado al pensamiento filosó fico al identificar el discurso relevante con su uso descriptivo y así lo expresa en la antepenúltima tesis del libro: “El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural -o sea, algo que n ada tiene que ver con la filosofía-, y entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos. Este método le resultaría insatisfactorio -no tendría el sentimiento de que le enseñábamos filosofía-, pero sería el único estrictamente correc to” (Wittgenstein, 1989: 6.53). Hasta 1929, cua ndo regresa a Camb ridge y vuelve a dedicarse a la filosofía, Witt genstein permanecerá en silencio (coherente con el final del Tractatus) dando clases de primaria en un pueblecito de Austria o meditando en los fiordos. Comienza a criticar el Tractatus, en concreto su proceder apriorístico en lo tocante a las formas de las proposi
ciones elementales; ocurre que ha dejado de confiar en la camisa de fuerza de la sintaxis y la logi a» f quiere buscar el sentido en otro lado (pues no ha renunciado al sentido): es necesario mistar un estudio Mpé&Seriori del lenguaje real. Este giro radical, que culmina en las ¡nm á^m & es filo s/fm ( 1945-1949), marcará la ruptura con la primera etapa de su pensamiento; “Cuando hablo de lenguaje (palabra, oración, etc.), tengo que hablar el lenguaje de cada día. ;Es este lenguaje acaso demasiado basto, material, para lo que deseamos decir? ;Y cómo ha de construirse entonces otro?” (Wittgenstein, 1988: 127). Pero la ruptura con el Tractatus se había realizado mucho antes. En el Cuaderno azul (1933-34) ya es evidente esta nueva actitud. Recuérdese que, en general, nosotros no usamos el lenguaje conforme a reglas estrictas. Por otro lado, nosotros, en nuestras discusiones, comparamos constantemen te el lenguaje con un cálculo que se realiza de acuerdo con reglas exactas. Es éste un modo muy unilateral de considerar el lenguaje. De hecho, nosotros usamos muy rara mente el lenguaje como tal cálculo [...]. Somos incapaces de delimitar claramente los conceptos que utilizamos; y no porque no conozcamos su verdadera definición, sino porque no hay “definición” verdadera de ellos. Suponer que tiene que haberla, sería como suponer que siempre que los niños juegan con una pelota juegan un juego según reglas estrictas. Cuando hablamos del lenguaje como de un simbolismo usado en un cálculo exacto, podemos encontrar en las ciencias y en las matemáticas aquello en lo que estamos pensando. Nuestro uso ordinario del lenguaje se adapta a este patrón de exactitud sólo en contados casos. ¿Por qué al filosofar comparamos, pues, constante mente nuestro uso de las palabras con uno que siga reglas exactas? La respuesta es que las confusiones que tratamos de eliminar surgen siempre precisamente de esta actitud hacia el lenguaje (Wittgenstein, 1993: 54). La búsqueda de un lenguaje perfecto a través de una gramática lógica parece haber quedado abandonada ante la primacía que adquiere el lenguaje real. No sólo la lógica no constituye ya el telos ni la esencia del lenguaje, sino que se muestra ahora supeditada al lenguaje ordinario, no es lenguaje más que en un sentido derivado y todo su sentido depende del primero} “El aparato de nuestro lenguaje corriente es sobre todo lo que lla mamos ‘lenguaje’; y luego otras cosas por su analogía o comparabilida d con él” (W itt genstein, 1988: 331). El lenguaje lógico de las proposiciones elementales es un constructo artificial que recorta, mutila y empobrece el lenguaje ordinario, cuyo trasfondo es lo único que lo hace significativo: Puede parecer como si hablásemos en lógica de un lenguaje ideal. Como si nues tra lógica fuera una lógica, por así decirlo, para el vacío. Mientras que la lógica no tra ta del lenguaje -o del pensamiento- en el sentido en que una ciencia natural trata de un fenómeno natural, y lo más que puede decirse es que construimos lenguajes idea les. Pero aquí la palabra “ideal” sería desorientadora, pues suena como si esos lengua jes fuesen mejores, más perfectos, que nuestro lenguaje corriente; y como si le tocase al lógico mostrarles finalmente a los hombres qué aspecto tiene una proposición correc ta (Wittgenstein, 1988: 103).
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Filosofías del siglo xx Capitulo 1: Filosofía analítica
Sólo existe un lenguaje propiamente dicho que es el lenguaje ordinario, sobre el que concentrará Wittgenstein, a partir de la etapa posterior al Tractatus, toda su atención. Con un análisis pragmá tico, por tanto, en vez de sintáctico, recorre en su evolución Filo sófica lo que ha llevado a otros teóricos del lenguaje todo el siglo. Desechado el lenguaje lógico co mo modelo ejemplar del lenguaje y canon unificador de lo que se puede entender por lenguaje en general como había dicho anterior mente: “ La totalidad de las proposiciones es el lenguaje” (Wittgenstein, 1989: 4.001), lo único que parecen tener ahora todos los lenguajes entre sí no es más que un lejano “aire de familia que responde a una pluralidad de modos de estar emparentados. Los len guajes se parecen como el tenis y el ajedrez: su parecido es análogo al de los “juegos”. N o hay algo común a todos los juegos como ser entretenidos, que en todos se gana o se pier de, que es cuestión de suerte: los solitarios, el ajedrez, el niño que tira una pelota contra la pared parecen desmentir un rasgo común que se dé en todos ellos: “El resultado de este examen reza así: Vemos una com plicada red de parecidos que se superponen y entre cruzan. Parecidos a gran escala y de detalle [...]. No puedo caracterizar mejor esos pare cidos que con la expresión ‘parecidos de familia” (Wittgenstein, 1988: 87). La noción de juego no será un ejemplo accidental traído a colación como cualquier otro, sino que adquirirá un papel primordial en la concepción del lenguaje en el segundo Wittgenstein: en efecto, tal vez nada se oponga más a la estricta observancia de la lógica que el juego así entendido y del que ni siquiera resulta posible dar una definición, a lo más un senci llo compartir rasgos de familia, pero no siempre todos y en todos los casos. Tanto es así que el lenguaje pasará a ser en adelante un “juego lingüístico” o juego de lenguaje, tal y como sucede en los procesos de aprendizaje de una lengua en los más pequeños: A los niños se les enseña su lengua nativa por medio de tales juegos, que aquí tie nen incluso el carácter de distracción de los juegos. Sin embargo, no estamos con templando los juegos de lenguaje que describimos como partes incompletas de un len guaje, sino como lenguajes completos en sí mismos, como sistemas completos de comunicación humana. Para no olvidar este punto de vista, muchas veces es conve niente imaginar que estos lenguajes tan simples son el sistema entero de comunica ción de una tribu en un estado de sociedad primitivo. Piénsese en la aritmética pri mitiva de tales tribus. Cuando el muchacho o el adulto aprenden lo que podrían llamarse lenguajes técnicos especiales, por ejemplo, el uso de mapas y diagramas, la geometría descriptiva, el simbolismo químico, etc., aprenden más juegos de lenguaje (Wittgenstein, 1993: 113-116). Los juegos consisten en un conjunto determinado de reglas y usos que los partici pantes deben conocer para jugar. Algo parecido ocurre en el lenguaje. El significado de las palabras no será más que su uso (con lo cual se abandona por completo la teoría referencialista) dentro de un número finito de reglas. Aprender el significado de un término será aprender a usarlo correctamente, como se aprende a usar las distintas piezas del aje drez o las herramientas contenidas en una caja (cfr. Wittgenstein, 1988: 27): “Pata una gran clase de casos de la utilización de la palabra ‘significado’ -aunque no para todos los
casos de su utilización- puede explicarse esta palabra así: El significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (Wittgenstein, 1988: 61). A partir de modelos de juegos muy sim plificados es posible un acercamiento a otros juegos mucho más complicados, como es el caso del lenguaje ordinario. El lenguaje como juego (no como conjunt o de proposiciones con sentido) incluye los usos de las palabras, desde unos pocos hasta una multitud de tér minos y sus interrelaciones, así como todo el conjunto de operaciones y actividades que lleva asociado. Si, en su primera obra, Wittgenstein había dado un giro hacia la sintaxis lógica, renunciando a la semántica (que será la herencia del Círculo de Viena), ahora el giro se contempla como un desplazamiento último hacia la pragmática (que recogerán Austin y Searle): “Todo el proceso del uso de palabras [...] es uno de esos juegos por medio de los cuales aprenden los niños su lengua materna. Llamaré a estos juegos ‘juegos de len guaje [...]. Llamaré también 'juego de lenguaje al todo formado p or el lenguaje y las accio nes con las que está entretejido” (Wittgenstein, 1 988: 25 ). En el juego se incluyen así no sólo los usos de las palabras, sino también las acciones volcadas e insertas en la realidad, considerado todo ello como unidad indisociable, como una verdadera forma de vida: “La expresión ‘juego de lenguaje debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma par te de una actividad o de una forma de vida” (Wittgenstein, 1988: 39). Con las piezas y reglas de los juegos, con las herramientas, en cuanto instrumentos podemos practicar una infinidad de juegos según los empleemos de este o aquel modo y atendamos a la interre lación general de todos los usos y reglas de uso de un determinado juego. Porque para jug ar hay que segu ir siem pre un cier to núm ero de regla s. Sal tars e las reglas es dej ar de jugar, salirse del juego; y precisamente ei hecho de que, para jugar todo lo libremente que se quiera, es necesario respetar unas reglas básicas es lo que nos permitirá decidir acer ca de si un uso -una forma de conducirse lingüísticamente- es adecuado o inadecuado, correcto o no. Del mismo modo, el carácter social del juego, la necesidad de su publici dad e intersubjetividad, obliga a que los usos no puedan restringirse a usos privados des conocidos por el resto: no se puede jugar siguiendo reglas secretas que sólo cada indivi duo conoce y guarda para sí. Es la conoc ida crítica del autor a los “lenguajes privados”, a saber, la hipótesis de que es posible un lenguaje sin recurrir a la socialización e interco municación de los distintos términos para que éstos tengan sentido como un uso social compartido y sometido a regulación, lo que no sería el caso de haber sólo un individuo: hasta lo más íntimo de cada sujeto, la inefabilidad de su dolor, el reducto del solipsismo, necesita salirse de la esfera de la privacidad para acceder a la categoría de lenguaje. Con la introducción de los juegos lingüísticos, el Tractatus no habría de quedar sin más invalidado siempre que se lo considerara como un peculiar juego lingüístico con unos determinados usos y reglas que, desde luego, no representarían ningún lenguaje ni jueg o esen cial, sino uno más entre otr os muc hos posi ble s (au nqu e e speci alm ente útil para la ciencia), sin que tampoco tuviera necesariamente nada qu e decir o esclarecer acer ca de estos últimos: Ten a la vista la multiplicidad de juegos de lenguaje en estos ejemplos y en otros: dar órdenes y actuar siguiendo órdenes; describir un objeto p or su apariencia o por
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s u s m e d i d a s ; f a b r i c a r u n o b j e t ó d e a c u e r d o c o n u n a d e s c r i jí c i ó n fífitttcjp); ( M a t a r u n s u c e s o j h a c e r c o n j e t u r a s s o b r e e l s u c e so ; f o r m a r y e o m p r o b a t u n a h i p i f a w « w » i iw « f c H r l o f c ie s u l t ad o s d e u n e x p e r i m e n t o m e d i a n t e t a b l a s p d i ag ra m a s; in M B K ílíltííBtorta; y l e e r l a ; a c t u a r e n t e a t r o ; c a n t a r a c o r o ; a d i v i n a r a c e r t i j f l R f f l g p r u n c h i s t e s c o n t a r l o ; r e s o lv e r u n p r o b l e m a d e a r i tm é t i c a a p l ic a d a ; t r a d u c i r d e u n l e n g u a j i i f ít r o: s u p l ic a r , a g r a d e c er , m a l d e c ir , s a lu d a r , r e z ar . E s I n t e r e s a n te c o m p a r a r k m u l t i p l ic i d a d d e h e r r a m i e n t a s de l l e n g u aj e ;y d e s u s m o d o s d e e m p l e o , l a m u l t ip l i ci d a d d é g f i i K e s d e p a l “ b r a s y o r a c i o n e s , c o n l o q u e l o s l ó g i c o s h a n d i c h o s o b r e l a e s tr u c t u r a d e l l e n g u a j e . ( I n c l u y e n d o a l a u t o r d e l Tmctatus logico-philosophicus) ( W i t tg e n s t e in , 3 9 - 4 L ). Pero, en cierta medida, en ambas etapas subyace la preocupación fundamental enun ciada en el Tmctatus de trazar los límites del pensamien to, de lo decibl e y lo indecible, cosa que sólo cabe hacer en el lenguaje -sea com o proposición o como jue go-. La tarea de la filosofía en ello implicada sigue inquietando a Wittgenstein y no dejará de pro nunciarse, si bien en términos parecidos. La filosofía será una especie de terapia lingüís tica, varias terapias, acerca de los límites entre los diversos juegos y del porqu é de dichos límites en el uso y su irrebasabilidad. Su labor seguirá siendo el esclarecimiento del len guaje; “El hecho fundamental es aquí: que establecemos reglas, una técnica, para un jue go, y que entonces, cuand o seguimos las reglas, no marchan las cosas como habíamos supuesto. Que por tanto nos enredamos, por así decirlo, en nuestras propias reglas [...]. El estado civil de la contradicción, o su estado en el mundo civil: ése es el problema filo sófico” (Wittgenstein, 1988: 129). Un problema muy parecido al del Tmctatus sólo que en un marco muy distinto, para evitar falsos callejones sin salida derivados de la com plejidad y el carácter enmascarador del lenguaje ordinario. “Un problema filosófico tie ne la forma: ‘No sé salir del atolladero”’; “¿Cuál es tu objetivo en filosofía? -Mostrarle a la mosca la salida de la botella” (Wittgenstein, 1988: 129). En la medida en que este cometido se dé por realizado, la filosofía habrá dejado también de tener utilidad: “El des cubrimiento real es el que me hace capaz de dejar de filosofar cuando quiero. -Aqu el que lleva la filosofía al descanso, de mod o que ya no se fustigue más con preguntas que la ponen a ella misma en cuestión” (Wittgenstein, 1988: 133).
7.3. El neopositivismo lógico, en busca del sentido La herencia directa de R ussell y del Wittgenstein del Tmctatus (incluso aunque el pro pio Wittgenstein esté ya mucho más allá de él), amén de las ya comentadas más remo tas, une en 1929, según vimos, a una serie de pensadores y científicos en torno al común ideario de la necesidad de un lenguaje lógico formal adecuado para la ciencia y una ine quívoca apuesta por las investigaciones empíricas en detrimento de la metafísica?, por no decir en franca hostilidad con ella. Un os años antes ya se había creado un cierto entor no de debate y discusión alrededor de las figuras del matemático Hans Hahn (1879 1934) y del sociólogo y economista Otto Neuratli (18 82-19 43), entre otros. A ellos se
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unirán el filósofo Moritz Sehlick (1882-1936), que fue a ocupar en 1922 la cátedra otro ra perteneciente a fifSIt Mach, pilos matemáticos Friedrich Waismann y Ka rt G ódel, grupo jibe 18 completa con ll aparición de dos alemanes, el joven Rudolf Carnap (1891 1970), quég¡¡j convertirá con el tiempo en el más significado paladín del Círculo, y el berlinés Hans Reichenbach (1891-1953), quienes colaborarán estrechamente a partir de 1930 en la dirección de Erkenntnis, la revista del Círculo. A estos nombres habría que añadir los de Philipp Frank, Félix Kaufmann, Hebert Feigl y algunos otros. Alfred Ayer (1910-1989) viajará a Viena en 1933 enviado por su maestro Gilbert Ryle, de Oxford, y se convertirá al neopositivismo difundiéndolo en el Reino Unido desde su vuelta con su más temprana obra Lenguaje, Verdady Ló gica (1936), verdadera enciclopedia y libro de cabecera del empirismo lógico. El Círculo debió disolverse e iniciar su diáspora debi do a la presión genocida del expansionismo alemán, al asesinato de Sehlick por un alum no en la universidad y, finalmente en 1938, al Anschluss, de modo que cuando los inva sores llegan a Viena ya no quedará allí ninguno de sus miembros, huidos en su mayoría a Estados Unidos. Allí se les unirán Charles Morris, Nelson Good man, Donald David son y Willard Van Orman Quine, representantes de una ya dilatada tradición pragma tista y empirista que facilitará el encuentro con el Círculo. Este último será el epígono y más señalado representante de la tradición analítica, que someterá a crítica especialmente lo tocante a la distinción entre verdades analíticas y verdades de hecho, introduciendo la modificación esencial en el principio de verificación de que no se comprueban hechos aislados, sino conjuntos solidarios de observaciones dentro de configuraciones teóricas más amplias: lo que lo conduce a la disolución del atom ismo lógico en pro de una noción holista del significado que roza tangencialmente la experiencia en sus bordes, volviendo a lo lógico a priori. El acervo común del Wiener Kreis puede resumirse en su ideal de lograr un per feccionamiento del método de investigación para lograr mediante su observancia una ciencia unificada en todas las ramas del saber. La teoría del con ocimiento se inscribe dentro de la línea del fenomenalismo y el sensualismo de los empirocriticistas: el cono cimiento parte de los datos inmediatos de la experiencia sensible. (Mientras tanto, curio samente Einstein propugnaba que un sistema científico es un constructo a priori, el cual sólo desciende a la experiencia para verificar sus hipótesis). Dichos datos han d e ser sometidos a una formalización y transcripción lingüística, siendo su correlato más sim ple los “enunciados protocolarios” que se limitan a describir aquello que viene dado en la experiencia. A partir de estos enunciados sencillos se procederá a la construcción de un lenguaje científico lógicamente reglado como ya propugnaran Russell y Wittgens tein. El método seguido será la inducción a partir de estos datos experimentales hasta llegar a leyes y teorías cuyo valor de verdad será constatable mediante el principio de verificación. Dicho principio establecerá cuáles sean los enunciados estrictamente cien tíficos, a saber, reducibles a enunciados protocola rios derivado s de la experiencia y verificables mediante su contrastación con la realidad. Moritz Sehlick, verdadero catalizador del Círculo desde sus comienzos, sienta las bases teóricas de éste en su artículo El viraje de la filosofía, con el que se inaugura la revis
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ta Erkenntnis. Inicia su escrito lamentándose de que no exista en filosofía un progreso histórico constatable, sino el derrumbamiento continuo de sus cimientos para volverlos a edificar desde la nada. Todos los grandes filósofos buscan su propio fundamento sin querer apoyarse en los hombros de sus predecesores: Descartes, Spinoza, Kant, preten dieron esta reforma radical de la filosofía y no añadieron sino más caos y confusión a su quehacer. Schlick justifica la pintura tópica de este desolador panoram a confesando: “Estoy convencido de que nos encontramos en un punto de viraje definitivo de la filo sofía, y que estamos objetivamente justificados para considerar como concluido el esté ril conflicto entre los sistemas” (Schlick, en Ayer, 1993: 60). Consider a que se ha llega do a un punto de no retorno no susceptible de ser comparado con ninguno anterior por la transformación que ha supuesto el avance de la lógica desde Leibniz, Frege, Russell y Wittgenstein , verdadero responsable de este viraje. Pero el desarrollo interno de la lógi ca no basta para explicar el novum radical de la filosofía. Lo que ha cambiado es “el cono cimiento de la naturaleza de lo lógico mismo”. La forma lógica es lo que hay de común en todas las expresiones en cualquier idio ma, expresiones que traducen fielmente un conocimiento, una representación: centrar se en el estudio y la consideración de la forma lógica permite desentenderse sin más de la epistemología, que pasa a ser una cuestión resuelta. “Es cognoscible todo lo que pue de ser expresado, y ésta es toda la materia acerca de la cual pueden hacerse preguntas con sentido. En consecuencia, no hay preguntas que en principio sean incontestables, ni pro blemas que en principio sean insolubles” (Schlick, en Ayer, 1993 : 61). Sólo queda poner se a trabaj ai Sdbicndo que en ningún mome nto nos encontraremos la aut opista cortada: la sabemos despejada de antemano. El vehículo que permitirá tan seguro trayecto es “el acto de verificación en el que desemboca finalmente el camino seguido para la resolu ción del problema [...] es el acaecimiento de un hecho definido comp robado por la obser vación, por la vivencia inmediata. De esta manera queda determ inada la verdad (o la fal sedad) de todo enunciado, de la vida diaria o de la ciencia. No hay, pues, otra prueba y confirmación de las verdades que no sea la observación y la ciencia empírica” (Schlick, en Ayer, 1993: 62). Schlick sigue punto por punto el Tmctatus y le es máximamente fiel. La filosofía quedará por ello relegada a su papel de esclarecimiento de las proposiciones que deberá verificar la ciencia. Recaerá en el error de la metafísica cuando intente de nue vo elaborar un sistema de conocimientos y proposiciones que quieran expresar lo inex presable, lo que sólo se puede mostrar. Sólo tiene sentido aquello que es comunicable, traducible a proposiciones y, por tanto, verificable: Si alguien opinara que el significado de una proposición no se agota mediante lo que pueda verificarse en lo dado, sino que se extiende mucho más allá de éste, por lo menos habrá de admitir que ese significado adicional no puede ser descrito de ningún modo, ni establecido ni expresado a través del lenguaje. ¡Que intente comunicar ese significado adicional! En la medida en que logre comunicar algo acer ca de ese significado adicional, advertirá que la comunicación consiste en el hecho de que indicó determinadas condiciones que pueden servir para la verificación en lo dado. [...] Por no ser las proposiciones otra cosa que vehículos para la comunica
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ción, únicamente podemos incluir entre sus sentidos lo que puedan comunicar. Por esta razón sostengo que “sentido” sólo puede dar a entender “sentido verificable” (Schlick, en Ayer, 1993: 98 y 101). Ésta es la raíz del positivismo para el autor: la reducción del sentido a su verificabilidad experimental, mediante una depuración lógica del proceso. Por ello propone que al término de positivismo o empirismo se le debe “añadir un adjetivo especificador; en oca siones se ha usado el término ‘lógico’ o también ‘positivismo logístico’. La denom inación empirismo consecuente’ me parece apropiada” (Schlick, en Ayer, 199 3: 113). El libro de Carnap La estructura lógica del mundo (1928) se sitúa ya con anteriori dad en estas mismas coordenadas wittgensteinianas, dentro de una perspectiva fenomenalista. En 1934 aparece la Sintaxis lógica del lenguaje que lo hace aterrizar de lleno en el análisis lógico y en las reglas de formación de las proposiciones en orden a crear lengua jes artific iales formale s a decu ados para la cie ncia. En “L a a ntigu a y la nueva lógic a” se refería así al nuevo método científico del filosofar, al que quizá pueda caracterizarse brevemente diciendo que consiste en el análisis lógico de las proposicionesy conceptos de la ciencia empírica. Con ello se han apuntado los dos rasgos más importantes que distinguen a este método de la filosofía tradicional. El primer rasgo característico consiste en que este filosofar se realiza en estrecho con tacto con la ciencia empírica, e incluso sólo con relación a ella [...]. El segundo rasgo característico indica en qué consiste el trabajo filosófico sobre la ciencia empírica: con siste en la aclaración de las proposiciones de la ciencia empírica por medio del análi sis lógico. Más específicamente, en la descomposición de las proposiciones en sus par tes (conceptos), en la reducción paso a paso de los conceptos a conceptos más fundamentales y de las proposiciones a proposiciones más fundamentales [...]. La lógi ca no es ya meramente una disciplina filosófica entre otras, sino que podemos decir sin reservas: la lógica es el método delfilosofar (Carnap, en Ayer, 1993: 139). La lógica es el método del filosofar, la descomposición de las proposiciones siem pre es posible, la inducción es el procedimiento de verificación (o da confianza a través de la verificabilidad). Es esto lo que permite formular el ideal de una ciencia unificada, ya que todos los conceptos presentes en cada un a de sus ramas pueden ser reducidos a con ceptos radicales básicos que se refieran a los contenidos inmediatos de la experiencia: “Así, com o los medios de la nueva lógica, el análisis lógico conduce a la ciencia unifica da. No hay ciencias diferentes con métodos fundamentalmente distintos ni diferentes fuentes de conocimiento, sino sólo una ciencia” (Carnap, en Ayer, 1993: 150). La radicalización de este lenguaje único conducirá a Ca rnap a adopta r el modelo fisicalista, esto es, que todas las proposiciones de las ciencias se refieren a acontecimientos físicos, por lo cual son susceptibles de ser expresadas en el lenguaje de la física que se torn a de este modo un lenguaje universal: “El lenguaje fisicalista es universal e inter-subjetivo. Ésta es la tesis del fisicalismo. Si, por su carácter de lenguaje universal, se adopta el lenguaje fisi calista como lenguaje del sistema de la ciencia, toda la ciencia se convierte en física” (Car-
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nap, en Ayer, 1993: 172). El propósito de Carnap es tan ambicioso que incluso preten de traducir a este lenguaje las observaciones de la psicología introspectiva, siguiendo para ello, como era de esperar, las directrices del conductismo y, en parte, de la Gestalt. Tal vez uno de sus escritos más célebres, por su carácter polémico en abierta con frontación con Heidegger como el más destacado representante de la metafísica, sea el artículo “La superación de la metafísica medi ante el análisis lógico del lenguaje” de 1932. Abunda aquí Ca rnap en la tesis de que: “En el campo de la metafísica (incluyendo la filosofía de los valores y la ciencia normativa), el análisis lógico ha conducido al resulta do negativo de que las pretendidas proposiciones de dicho campo son totalmente caren tes de sentido” (Carnap, en Ayer, 1993: 66). El procedimiento que sigue para esto debe sonarnos ya familiar y no será preciso insistir más en ello: Una secuencia de palabras carece de sentido cuando, dentro de un lenguaje espe cífico, no consti tuye una proposi ción. Puede suceder que a primera vista esta secuen cia de palabras parezca una proposición; en este caso la llamaremos pseudoproposición. Nuestra tesis es que el análisis lógico ha revelado que las pretendidas proposiciones de la metafísica son en realidad pseudo proposici ones (Carnap, en Ayer, 1993: 67) . Carnap establece paso por paso los elementos del análisis lógico desde lo que debe mos entender por significado de una palabra. Lo primero es establecer la sintaxis bási ca en la que se presenta dicha palabra, la forma proposicional más simple en la que
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genstein y su viraje hacia el lenguaje ordinario y una comprensión pragmática del mis mo, como se hace patente en John Langshaw Austin (191 1-1960 ), en su discípulo nor teamericano John Searle (1932-) y en Peter Frederick Strawson (1919-). En cierto sen tido, podríamos considerar los Principia Etbica de Moore como un primer origen de este otro modo de acercamiento al lenguaje, desde la defensa del sentido com ún y la pers pectiva ética, que también acogerá en su seno su peculiar versión del análisis lingüístico referido a los enunciados del lenguaje moral. Otra forma, pues, de continuar la búsque da del sentido perdido. Podemos comprender el cambio de rumbo que supone la filosofía del lenguaje ordi nario, del lenguaje corriente o del lenguaje natural, con estas palabras de Richard Rorty pertenecientes a su excelente ensayo E l giro lingüístico (1967) sobre la disputa entre la filosofía del lenguaje ideal y ésta a la que nos referimos aquí: “Los filósofos de Oxford (como Strawson) advirtieron que los filósofos del Lenguaje Ideal habían empezado a juga r por su p rop io interés el juego de edifica r u n l engua je e xtensio nal elem ental ista, y que habían perdido contacto con los problemas que surgen del uso del lenguaje ordina rio. Por reacción, los filósofos de Oxford intentaron descubrir una lógica del lenguaje ordinario” (Rorty, 1998: 99). Una intuición semejante debió subyacer también al giro wittgensteiniano, sólo que este último no podía pelearse consigo mismo más que toman do partido por una de sus facciones anímicas en disputa y se'zanjó la cuestión en per
es evidente, los vocablos de la metafísica: principio, Dios, infinito, esencia, ego, etc. no cumplen estos requisitos. El segundo paso que da Carnap es estudiar las pseudo proposiciones que contienen palabras con significado “pero reunidas de tal manera
juici o del Tractatus. Pero ya vimos, sin embargo, cómo el papel de la filosofía en uno y otro caso acababa siendo similar, se trataba de clarificar el lenguaje bien en su dimen sión lógico-sintáctica o en su uso pragmático, siempre con una finalidad “terapéutica”. Esta aspiración sigue siendo un sustrato común a las dos escuelas, ya que los filósofos del lenguaje ordinario se apresuraron a cartografiar y analizar con la mayor exhaustividad y precisión empírica tod os y cada uno de los casos y ocurrencias del lenguaje natural, inten tando circunscribir y finitizar el contexto de los usos y juegos lingüísticos. Ello implica ba el doble sacrificio en aras de la cientificidad de la lingüística pragmática, de conside
que el conjunto no tiene sentido” (Carnap, en Ayer, 1993: 73). De ahí la necesidad de elaborar una sintaxis lógica que permita excluir de la ciencia este tipo de proposi ciones. El resultado es previsible.
rar como finito el conjunto de juegos lingüísticos así como la creatividad de sus recursos para cambiar continuamente de terreno; y, por otra parte, la imperiosa necesidad de qui tarse de en medio tod as aquellas conductas lingüísticas no susceptibles de un análisis
puede aparecer o proposición elemental. Hay que establecer después qué proposicio nes pueden derivarse de esta primera elemental y de cuáles ella deriva, bajo qué co n diciones será verdadera o falsa, cómo puede ser verificada y cuál es su sentido. Co mo
científico y capaces de dar al traste con tod o el proyecto, es decir, no considerar los actos lingüísticos “desviados” o “poco serios”: 7.4. Filosofía del lenguaje cotidiano, u otra forma de buscar el sentido El “giro lingüístico” promovido por el Tractatus, pero iniciado ya por Frege y Russell, dirigido a la búsqueda y constitución de un lenguaje formal ideal regido por la sintaxis lógica, arraigó profundam ente en el Círculo de Viena, en su herencia norteamericana (Goodm an, Quine) y en lo que se conoce como la Escuela de Cambridge (entre cuyos representantes se suele citar a Moore, Russell, Wittgenstein, John W isdom). También cabe situar dentro de esta orientación y como bisagra entre Cambridge y Oxford a Gil bert Ryle (1900-1976), iniciador de la Escuela de Oxford y maestro de Ayer. Pero la más notable aportación de esta Escuela es la asunción de los postulados del último Wirt-
En general, se puede esperar que como mejor se sirve el interes.de la lingüísti ca empírica es tratando como desviados, entre otros, precisamente aquellos usos que han engendrado perplejidad filosófica, y proporcionando explicaciones de los sig nificados de los términos que son demasiado banales como para permitir la deriva ción de “verdades conceptuales” filosóficamente interesantes. En la medida en que los filósofos se transformen a sí mismos en lingüistas empíricos se habrá logrado consenso una vez más entre los investigadores, al costo de la relevancia para los pro blemas filosóficos tradicionales (relevancia no sólo para su solución sino para su disolución, a no ser que se tome “desviado” como una condición suficiente de su disolubilidad) (Rorry, 1998: 101).
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Un buen ejemplo de las consecuencias de esta perspectiva de la filosofía del lengua je ordi nari o es la pol émi ca S earle -Derr ida. Pod emo s deci r que Der rida asum e la heren cia del segundo Wittgenstcin tanto como la contribución de Austin y en buena medida también la de Searlc, con algunas salvedades. En efecto, en sus textos encontrarnos con inusitada frecuencia apelaciones a la distinción entre performativo y constatativo, a las nociones de uso, contexto, actos de habla, etc. Sólo que, justamente, lo vemos aplicarse casi con exclusividad a los casos desviados” y más problemáticos que ponen dichas nocio nes en tela de juicio como recurso último de análisis. Escribir largamente sobre contra dicciones performativas como: Yo estoy muerto”, “Si usted no me mata, me mata”, Amigo s, no hay ningún am igo y ocuparse de las situaciones límite del lenguaje en las que todo está en juego com o el derecho de mentir o el dar testimonio, subyacen a su polémi ca con Searle. El derecho a decirlo todo” —y las tantas veces mentada “ insaturabilidad del contexto -, que es como Derrida define la literatura, entra en colisión nece sariamente con las autoimpuestas restricciones de la filosofía del lenguaje corriente, que parece dar los problemas por zanjados justo cuando comienzan a ser más interesantes y capaces de un singular rendimiento filosófico, al menos para la llamada “filosofía conti nental”. Rorty, con sus chispas de brillantez y sus inevitables recaídas, no está falto de razón cuando observa un fundamento compartido entre la filosofía analítica y la pragmática. Lo formula distintamente, bien en la afirmación de que “no deberíamos hacer pregun tas si no podemos ofrecer criterios para dar respuestas satisfactorias a las mismas”, bien de este otro modo: Lo que está realmente en juego entre las dos escuelas es la respues ta apropiada a la pregunta: ¿cómo podremos encontrar criterios de eficacia filosófica que posibiliten acuerdo racional?’” (Rorty, 1998: 75 y 77). La polémica entre las dos escuelas estriba en la pugna por el lenguaje objeto de aná lisis o de construcción. La construcción de un lenguaje ideal corre el riesgo de subir demasiado alto en sus especulaciones hasta el punto de desconectar absolutamente con los problemas que se suscitan en el lenguaje ordinario. Vale decir que el lenguaje ideal termine por no poder siquiera esclarecer el lenguaje corriente ni aportar luz alguna sobre él, considerándolo en su conjunto como inadecuado o sistemáticamente desvia do, cuando, en verdad, los problemas de los que se ocupan los filósofos del lenguaje ideal surgieron del sustrato del lenguaje natural. Si la investigación llega a tales extre mos que dicho vínculo se rompe habrá sido en vano. La réplica por parte del lenguaje ideal vendría a ser: Si sabéis que hablar de cierta forma os crea problemas, y disponéis de otra que no los crea, ¿quién se va a cuidar de examinar la conducta lógica implica da en la primera manera de hablar? (C ompara d: si podéis eliminar el tejido canceroso y reemplazarlo por tejido sano, puede haber cierto interés mórbido en un informe pato lógico, pero la cura es completa sin él)”. Por su parte, Strawson, en esta escenificación ideal propuesta por Rorty, tendría derecho a su contrarréplica: Un problema filosófico es más parecido a una neurosis que a un cáncer. El neuró tico no se curará a no ser que comprenda precisamente por qué estaba neurótico, mien
tras que el paciente de cáncer podrá quedar curado aun cuand o no sepa nada acerca del origen de su enfermedad [...]. Por otra parte, Strawson podría argumentar de otro modo. Podría aducir que, según confesión de Bergman y de Goodman, jamás dispondremos d e u n l e n g u a j e que pueda s e r usado realmente p a r a l o s propósitos cotidianos y que sea Ideal e n e l s e n t i d o requerido. La analogía con la eliminación del c á n c e r no es acertada -la s i t u a c i ó n real se parece más a explicarle cruelmente al paciente de cáncer las venta jas de la buena salud- (Rorty, 1998: 78-79). La cuestión de fondo parece ser el propósito del lenguaje ideal de llegar no sólo a clarificar, sino a reemplazar al lenguaje ordinario, y su contrapartida, del otro lado, se situaría en la tentación de considerar el lenguaje ordinario, ya de por sí, con la ayuda de la clarificación de la pragmática, el único lenguaje ideal. Pero va siendo hora de dejar a Rorty para echar un vistazo rápido sobre algunos de los autores más representativos de la filosofía del lenguaje ordinario. Como despedida, valga su valoración de esta polémi ca en lo que ha repercutido en el conjunto de la filosofía: A pesar de sus dudosos programas metafilosóficos, escritores como Russell, Car nap, Wittgenstein, Ryle, Austin y otros muchos, han tenido éxito en forzar a los que desean proponer problemas tradicionales a admitir que tales problemas ya no podían ser planteados en las formulaciones tradicionales [...]. La-filosofía lingüística ha con seguido, en los últimos treinta años, poner a la defensiva a la tradición filosófica ente ra, de Parménides a Descartes y Hume hasta Bradley y Whitehead. Y lo ha logrado mediante un escrutinio cuidadoso y completo de los métodos mediante l os que los filósofos tradicionales han usado el lenguaje en la formulación de sus problemas. Este logro es suficiente para colocar este período entre las épocas más grandes de la histo ria de la filosofía (Rorty, 1998: 115-116) . Ya hemos comentado que Gilbert Ryle se sitúa un poco a caballo entre las dos escue las. Siendo alumno y profesor en Oxford, su influencia más decisiva la va a reconocer en la Escuela de Cambridge, en concreto en Russell y Wittgenstein. En su temprano tra bajo Expresiones sistemáticamente desviadas (1932), es decididamente russelliano y se apli ca a disolver los entes abstractos de los filósofos aplicando el análisis lógico. Pero ya mues tra aquí su convicción de que el lenguaje de la ciencia y el lenguaje corriente resultarán a la postre irreductibles y, por supuesto, ninguno tendrá la primacía sobre el otro. Es lo que sucede en Dilemas (1954), a propósito del conflicto entre el sentido común y la con cepción científica. La realidad se aprehende mediante categorías plurales que se sitúan en planos diversos y heterogéneos. Justamente la confusión de estos planos es lo que con duce a lo que llama “errores categoriales” o, en otros términos, un mal uso del lenguaje. Para disolverlos, Ryle apela a una lógica informal, distinta de la lógica formal clásica, que se encargaría de la correcta atribución de categorías y conceptos, respetando y cartografiando la “forma lógica” de cada concepto, es decir, su red de relaciones con otros con ceptos y categorías para evitar inadecuados solapamientos y traslaciones. Esta sería la labor de la filosofía. En su obra E l concepto de la mente (1949) pone en práctica dicha
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lógica elucidando el error caregorial básico que subyace en la teoría del dualismo almacuerpo. Para Ryle el alma y el cuerpo son cosas, pero cosas distintas, con formas lógicas diferentes, lo mental y lo físico, que no se pueden reducir sin más la una a la otra como sucede en el mecanicismo. Scrawson sigue a Ryle en su indagación cacegonal del lenguaje pero concede a las categorías valor ontológico. Califica su proyecto de metafísica descriptiva, en un claro desafío a la condena positivista (pone como ejemplo la de Aristóteles o la de Kant) y tie ne la intención de desvelar el entramado ontológico que subyace en el lenguaje de modo inmutable a través de la historia. En su libro Individ uos. Un ensayo de metafísica descriptiva (1959) llega, a partir del análisis lingüístico, a establecer lo que él llama “particula res”, entidades ontoiógicamente independientes como las personas y los objetos mate riales. Es a estos últimos a los que concede una especial relevancia, un carácter básico. Dichos particulares aparecen en las oraciones preferentemente como “sujeto”, lo que designa su completitud, frente a los universales, que suelen aparecer como predicado. Pero lo más interesante de Strawson es su crítica a la teoría de las descripciones de Rus sell 1Thrutb (1949); On Referring (1950)]. Para ello, introduce la noción de “presuposi ción , a saber, en el lenguaje natural, el simple enunciado de una oración no implica que se esté haciendo una afirmación sobre su verdad o falsedad, a lo más se presupone, si es que siquiera llega a suscitarse tal cuestión. La relación de un enunciado con la existen cia de lo que afirma no es de necesidad lógica: es justamente eso, una presuposición de que existe la referencia aludida. Strawson distingue entre oración y enunciado, entre la proposición gramatical material y el acto de afirmarla. De ahí, aplica la noción de ver dadero o falso no a la oración, sino ai enunciado, desplazando la cuestión de la verdad o falsedad desde la significatividad al campo de la aserción, de su uso, de la pragmática. La referencia corre por cuenta del hablante, no de la oración. Entramos con esto de lleno en el nacimiento de la pragmática lingüística como investigación exhaustiva y programática de lo que hacemos cuando usamos el lengua je; así reza el títu lo, de hec ho, de la má s c on oci da ob ra de A ustin , edi tad a po stu ma mente a partir de sus conferencias de 1955 en Harvard: ¿Cómo hacer cosas con palabrasi (1962). Aparte de la crítica del empirismo de Ayer que realiza en Sense and Sen sibilia, lo más crucial de su pensamiento se encuentra en lo que él mismo denomina la “feno menología lingüística” del lenguaje cotidiano. Considera Austin dicha fenomenología del lenguaje ordinario, tesoro y depósito de la cultura humana, el punto de partida -y casi de llega da- d e la filosofía, decididamente más v inculada en él con la filología, la
Capítulo 7: Filosofía analítica
renciación, Austin lograba apuntar hacia una dimensión del lenguaje secularmente pre terida e ignorada por la obsesión en el valor cognoscitivo y descriptivo, rcferencial, del lenguaje. Con ello, se caía en la cuenta de que los enunciados son actos que realiza el hablante, siempre implicado en los mismos, en dirección a unos destinatarios de dicho acto lingüístico: en otras palabras, señalaba la dimensión pragmática del lenguaje, cla ramente circunscrita de su dimensión semántica y referencial. A partir de la delimita ción de los ámbitos realizativo y constatativo, Austin perfecciona este instrumento de análisis para decir que, en todo enunciado, pueden tener lugar a la vez tres tipos de actos, que caracteriza como sigue: acto locutivo, que consiste en decir algo en un enun ciado (una serie de sonidos -acto fonético-, organizados según una determinada gra mática -acto fá tico-, con un sentido y una referencia -acto rético-); acto ilocutivo, que ocurre al decir algo, según el modo como usemos el acto locutivo en cuestión, a saber, como advertencia, invitación, definición, etc.; acto perlocutivo, los efectos en el medio o en el destinatario que acarrea el acto ilocutivo, por ejemplo, si la fuerza ilocutiva de la amenaza conduce a producir en el oyente una actitud sumisa y obediente porque se ha logrado intimidarlo. La performatividad de los actos ilocutivos, como es evidente, no está en ellos implicada de modo necesario. Austin intenta llevar a cabo una prime ra clasificación de los verbos que llaman realizativos según el modo ilocutivo de cada uno de ellos: judicativos, expositivos, compromisivos, etc. Dicha sistematización será llevada a cabo por el americano John Searle en su obra, ya clásica, Actos de hab la (1969). Searle comienza su tarea con una importante precisión que marca distancias con respecto al análisis del lenguaje y su valoración de la filosofía: Distingo entre filosofía del lenguaje y filosofía lingüística. La filosofía lingüís tica es el intento de resolver problemas filosóficos particulares atendiendo al uso ordinario de palabras particulares u otros elementos de un lenguaje particular. La filosofía del lenguaje es el intento de proporcionar descripciones filosóficamente iluminadoras de ciertas características generales del lenguaje, tales como la referen cia, la verdad, el significado y la necesidad [...] su método de investigación empíri co y racional, más que apriori y especulativo, obligará naturalmente a prestar aten ción estricta a los hechos de los lenguajes naturales efectivos. La “filosofía lingüística” es primariamente el nombre de un método; la “filosofía del lenguaje” es el nombre de un tema [...]. Este libro es un ensayo de filosofía del lenguaje, no de filosofía lin güística (Searle, 2001: 13-14).
etimología y la historia que con la matemática o la lógica. El hecho fundamental del que parte el autor es la distinción entre enunciados performativos o realizativos y enun ciados constatativos o descriptivos: en estos últimos es posible establecer una distinción entre verdad y falsedad (v. gr.\ “ Hoy está lloviendo”), pues se limitan a representar la
cer demasiado simple en los tiempos que corren, ya que no se basa más que en su con dición de hablante nativo de un lenguaje, en su capacidad para explicar cómo lo usa, para terminar formulando las reglas subyacentes a dicha caracterización intuitiva como
realidad, pero en los primeros lo que más llama la atención es que, al enunciarse, lle van a cabo una acción, distinta de su contenido significativo, que no cabe en los pará metros de la verdad o falsedad, sino de si resultan exitosos, afortunados o no (v. gr.: “Te
hablante. Su estudio quiere ser integrador y enmarcarse, contra lo que pudiera parecer, no sólo en el ámbito de la parole saussurcana, sino también en ei de la langue, ya que para Searle ambos aspectos resultan indisociables en último extremo y una explicación satis
advierto que hoy está lloviendo”, “Declaro inaugurado este congreso”). Co n esta dife
factoria del lenguaje debe incluir a ambos:
Searle reconoce que va a emplear un método de investigación que tal vez pueda pare
filosofías del siglo
XX
Capítulo 7: filosofía analítica Podría parecer aún que mi enfoque es simplemente, en términos saussureanos, un estudio de la parole más bien que de la langue. Estoy argumentando, sin embargo, que un estudio adecuado de los actos de habla es un estudio de la Litigue [...]. No hay, por tanto, dos estudios semánticos distintos c irreductibles: por un lado un estudio de los significados de oraciones y por otro un estudio de las realizaciones de los actos de habla El acto o actos de habla realizados al emitir una oración son, en gene ral, una función del significado de la oración (Searle, 2001: 27), Necesita además unir a ello la hipótesis de que su empeño no se reduce a casos par ticulares de habla de una lengua determinada, sino que sus hallazgos serán universalizables a todos los lenguajes. Se apoyará, lo que es notable además de curioso, en la traducibiiidad, no ya de los contenidos semánticos de un lenguaje a otro, sino de la traducibilidad de los propios actos ilocutivos: Los diferentes lenguajes humanos, en la medida en que son ¡ntertraducibles, pue den considerarse como plasmaciones convencionales diferentes de las mismas reglas subyacentes. El hecho de que en francés pueda hacerse una promesa diciendo “Je pro mets y que en castellano pueda hacerse diciendo “Yo prometo”, es un asunto de con vención. Pero el hecho de que una emisión de un dispositivo de prometer cuente como (bajo condiciones apropiadas) la asunción de una obligación, es un asunto de reglas y no un asunto de convenciones del francés o del castellano. Así como en el ejemplo anterior podemos traducir una partida de ajedrez de un país a una partida de ajedrez de otro, puesto que comparten las mismas reglas subyacentes, también podemos tra ducir emisiones de un lenguaje a otro, puesto que comparten las mismas reglas sub yacentes (Searle, 2001: 48-49). Dichas reglas forman parte de la definición misma del lenguaje: “Hablar un len guaje es tomar parte en una forma de conducta (altamente compleja) gobernada por reglas. Aprender y dominar un lenguaje es (Ínter alia) aprender y haber dominado esas reglas (Searle, 2001 : 22). El lenguaje es así, ante todo, una conducta, un acto, que se inscribe en un marco reglado. Precisamente por la existencia de dicha regula ción se hace posible ir mas allá del escepticismo de la dispersión de juegos lingüísti cos inabarcables a donde llego Wittgenstein y resulta pensable la tarea de llegar a una clasificación general de los actos de habla. Searle precisa que dichas reglas no son regu lativas, sino constitutivas, es decir, que no se aplican a un lenguaje ya dado , sino que ellas mismas son, constituyen el lenguaje: Las reglas del fútbol o del ajedrez, por ejemplo, no regulan meramente el hecho de jugar al fútbol o al ajedrez, sino que crean, por así decirlo, la posibilidad misma de jugar a tales juegos [...]. Las reglas regulativas regulan una actividad preexistente, una actividad cuya existencia es lógicamente independiente de las reglas. Las reglas cons titutivas constituyen (y también regulan) una actividad cuya existencia es lógicamen te dependiente de las reglas (Searle, 2001: 42-43).
Evidentemente, de la posibilidad de determinar tales reglas depende la hipótesis de conjunto sobre los actos ilocutivos. De ser enunciables o de poder deducirse del análisis empírico del lenguaje depende todo el éxito de la empresa. Searle establece que, en cualquier emisión de una oración, cabe distinguir: a) el acto de emisión de la frase propiamente dicha; b) el acto proposicional: la referencia y predi cación que con ello se hace; c) el acto ilocutivo: si en la emisión se enuncia, pregunta, promete, etc. d) el acto perlocucionario: las consecuencias o efectos en el o los oyentes de todo lo anterior. Estipula además una serie de condiciones necesarias para que toda emisión significa tiva, “seria y literal”, pueda tener lugar: 1) “El hab lante y el oyente saben ambos cómo hablar el lenguaje; ambos son conscientes de lo que están haciendo; no tie nen impedimentos físicos para la comunicación tales como sordera, afasia o laringitis; no están actuando en una obra de teatro o contando chistes, etc.” (Searle, 2001; 65); 2) condiciones preparatorias: como el derecho de hablar, la autoridad para hacerlo, la ocasión, v. grr. no todo el mundo, ni en todo lugar, puede celebrar un matrimonio o pro meter algo a otro; 3) cond iciones de sinceridad: que remiten a las intenciones del hablan te, la veracidad de su mensaje, su voluntad dolosa, etc.; 4) condiciones esenciales: refe ridas al compromiso que realiza todo hablante al emitir un enunciado de ser responsable y cumplir con lo que está diciendo. El caso práctico que analiza Searle es el archiconocido de la promesa, y no cabe duda de la brillantez, espectacularidad y enormes repercusiones de lo que consiguió llevar a cabo. Por el camino, no obstante, se han quedado algunas cosas que motivarán cuestionamientos radicales a la pragmática. Para empezar, algo que hemos señalado de pasada dará no pocos quebraderos de cabeza: la restricción del análisis a proferencias “serias” y “literales” ya muestra una mu tilación del lenguaje ordinario y no pocas reflexiones se han hecho acerca de qué pueda definirse como serio y no serio; caso análogo es la exclusión de situaciones como el teatro o los contextos jocosos. Cuando, es preciso señalarlo, el lenguaje se define justamente como un juego desde Wittgenstein o, en el caso de Sear le, se utiliza la analogía lúdica del ajedrez, del fútbol o del béisbol; la paradoja, muy seria, vendría a ser más o menos ésta: “Vamos a explicar los juegos lingüísticos, excluyendo sis temáticamente, por exigencias del análisis, todos los caso s en los que se juega con el len guaje”. Tal vez por esta razón -incidir más en lo jocoso del juego que en las reglas del ju eg o- Wittg enste in no se atreviera a ta nto. Esta exclusió n me tod oló gica tiene e sta fo r ma programática en el caso de la promesa:
l Ignoro las promesas marginales, los casos límite y las promesas parcialmente defec tuosas [...]. Además, en el análisis limito mi discusión a las promesas completamente explícitas e ignoro las promesas hechas por medio de giros elípticos, insinuaciones, metáforas, etc. Ignoro también las promesas hechas en el curso de la emisión de ora ciones que contienen elementos irrelevantes para el hecho de llevar a cabo la prome sa. Además, sólo trataré de las promesas categóricas e ignoraré las promesas hipotéti cas [...]. En resumen, me voy a ocupar solamente de un caso simple e idealizado (Searle, 2001:63-64).
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Parece que semejante delimitación del campo de estudio renuncia de entrada a lo que es el lenguaje ordinario y se observa la tendencia cierta de elaborar un lengua]?; ideal, a pa rtir del cua l esclarecer lo que ocurre —y hasta reemp lazar—en el uso corriente, tal como sucedía en la polémica con la construcción de un lenguaje ideal lógico-formal. El ideal de prom esa de Searle no deja de ser un constructo alejado en muchos grados del lenguaje corriente; a partir de ahí, todo lo que ha excluido, el inmenso campo lingüísti co de las promesas fácticas y reales, no se puede reducir simplem ente al estatuto de c on traejemplo: a no ser que se considere el lenguaje ordinario un contraejemplo o un a mera “desviación” del lenguaje ideal. Searle se da cuenta también del serio escollo que supone para sus aspiraciones la teo ría del significado de Grice. Éste reduce el significado de una preferencia a la consecu ción de un efecto perlocutivo en el oyente, empleando para ello, arbitrariamente, los medios lingüísticos que fuere menester: “Podríamos decir que, según la explicación de Grice, parecería que cualquier oración puede emitirse con cualquier significado, dado que las circunstancias hacen posibles las intenciones apropiadas” (Searle, 20 01: 54). Sear le recoge un caso concreto: en las Investigaciones Filosóficas (& 51 9) , Wittgenstein apun ta de pasada, Di hace frío aquí ’ queriendo decir ‘hace calor aqu í’” . Es una situación muy corriente y basta imaginar un contexto irónicamente adecuado para conseguir el efecto perlocucionario deseado, por ejemplo, decir “¡Qué frío hace!” un día de agosto en Sevilla en plena calle a cuarenta grados, no lleva a casi nadie a en gaño. M ás trágicos son otros ejemplos que se vienen a la mente. No hace falta decir “¡Apunten! ¡Fuego!” para provocar la muerte de una persona o de un conjunto determinado de personas. Se pue de lograr este efecto perlocutivo escribiendo un bello relato como el del Génesis, el pasa je de S od om a y G om orra , la Con stitu ción americ ana, etc. No es éste un si mple escollo. Echaría por tierra toda la teoría de los actos ilocutivos al hacerlos superfluos en benefi cio de los actos perlocutivos. Searle mantiene, sin embargo, la necesidad de u n nexo más que convencional o arbitrario entre lo que una persona dice y el ilocutivo que emplea para decirlo como requisito básico para la comunicación. No casualmente ha de con cluir el capítulo La estructura de los actos ilocucionarios” rechazando esta posibilidad: Algunos verbos ilocucionarios son definibles en términos de los efectos perlocucionarios que se intentan conseguir, otros no. Así, pedir es, por mor de su condi ción esencial, un intento de hacer que un oyente haga algo, pero prometer no está ligado esencialmente a tales efectos o respuestas del oyente. Si pudiésemos conse guir un análisis de todos (o incluso de la mayor parte de) los actos ilocucionarios en términos de efectos perlocucionarios, las perspectivas de analizar los actos ilocucio narios sin referencia a las reglas se verían incrementadas grandemente. La razón de esto es que el lenguaje podría considerarse entonces solamente como un medio con vencional de alcanzar, o intentar alcanzar, respuestas o efectos naturales. El acto ilocucionario no implicaría entonces esencialmente ningún tipo de reglas en absoluto. En teoría, el acto podría realizarse dentro o fuera del lenguaje; hacerlo en un len guaje sería hacerlo con un dispositivo convencional, y esto podría hacerse sin nin gún tipo de dispositivos convencionales. Los actos ilocucionarios serían entonces
Capítulo 7: Filosofía analítica
convencionales ¡opcionalmente), pero no estarían en absoluto gobernados por reglas, domo resulta obvio después de todo lo que he dicho, pienso que esta reducción de lo ílocucionario a lo perlocucionario y la consecuente eliminación de las reglas no, puede lleva®® i cabo (Searle, 20 01: 78-79) .
7,5. Teoría de la ciencia: Popper y más allá de Popper Los posicionamientos y fundamentos teóricos del Círculo de Viena van a encontrar répli ca muy pronto en los trabajos de otro vienes, Karl Popper (1902-1994), que si bien nun ca perteneció a dicho Círculo, se mantuvo con él en la cercanía a la que le obligab a haber sido bautizado por uno de sus miembros, Otto Neurath, como “la oposición oficial” del Wiener Kreis. No hay al parecer ni tan siquiera un ámbito teórico en el neopositivismo lógico contra el que no haya arremetido Popper, situándose en sus antípodas (adonde, por cierto, hubo de emigrar en 1937, en concreto a Nueva Zelanda, por ser de origen judío) y discu tiend o casi una por una toda s sus tesis fun dam enta les en su epist emo logía científica, conocida como “racionalismo crítico”. El punto de partida epistemológico de esta concepción puede situarse en la crítica del modelo epistemológico de la “revelación”, a saber, la búsqueda de un fundamento absoluto para el conocimiento, con la misma inconmovible e inapelable autoridad y certeza que la propia de la revelación en el ámbi to de la religión. El positivismo pertenece a este modelo-revelación en la medida en que cree encontrar dicho fimdamentum inconcussum en ía experiencia. Popper distinguirá en este contexto la cuestión del origen de la cuestión de la vali dez como no siempre ni necesariamente coincidentes, y propondrá sustituir la pre gunta acerca de las fuentes del conocimiento por la pregunta acerca de cómo evitar el error: La pregunta que siempre se ha formulado es, en espíritu, semejante a ésta: “¿Cuá les son las mejores fuentes de nuestro conocimiento, las más confiables, las que no nos conducen al error, y a las que podemos y debemos dirigirnos, en caso de duda, como corte de apelación final?”. Propongo, en cambio, partir de que no existen tales fuen tes ideales -como no existen los gobernantes ideales- y de que todas las fuentes pue den llevarnos al error. Y propongo, por ende, reemplazar la pregunta acerca de las fuen tes de nuestro conocimiento por la pregunta totalmente diferente: “¿Cómopodemos detectar y eliminar el e>ror?”L a pregunta por las fuentes de nuestro conocimiento, como tantas otras preguntas autoritarias, es de carácter genético [ ...]. La nobleza del conoci miento racialmente puro, del conocimiento inmaculado, del conocimiento que deri va de la autoridad mis alta, si es posible de Dios: tales son las ¡deas metafísicas (a menu do inconscientes) qué están detrás de esa pregunta. Puede decirse que la pregunta que he propuesto en reemplazo de la otra, “¿Cómo podemos detectar el error?’’, deriva de la idea de que tales fuentes puras, inmaculadas y seguras no existen, y de que las cues tiones de origen o pureza no deben ser confundidas con las cuestiones de validez o verdad [.ffl Sin embargo, la pregunta tradicional por las fuentes autorizadas del cono
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cimiento se repite todavía hoy, y a menudo la plantean positivise^y^írosüésofos que se creen en rebelión contra la autoridad. La respuesta adecuada a mi pregunta: ¿Cóm o pode mos detectar y eliminar el crror?’':a$i según crep, la sapient e: “ Criticando las teorías y presunciones de otros y *-si podemos adiestrarnos para Iggg'lov. do nuestras propias teorías y presunciones’ [ Ba jis ta respuesta resume una posición a la que propongo llamar “racionalismo crítico” (Popper, 1983: 49-50).
Popper descubre, pues, una posición metafísica de fondo en los más antimetafísicos de los pensadores, los neopositivistas, que no es otra que su creencia en el criterio de autoridad y en la existencia de un fundamento último semejante a la revelación divina. El racionalismo critico profundizará en la línea del antidogmatismo (que en política le llevará al encuentro con el liberalismo) con una vigilancia y un cuestionamiento conti nuos de sus propias teorías y puntos de partida, nunca definitivos, no como mera reac ción antipositivista, sino con la convicción de que su descripción del modo de proceder del conocimiento responde de forma más adecuada a como realmente suceden las cosas en la lógica de la investigación científica. Da da esta premisa, la inexistencia de las fuentes puras del conocimiento, como es lógico Popper no puede sino continuar con una crítica de la inducción que lleva de los datos experimentales a las teorías. Es evidente que detrás de toda teoría hay una base experimental, sólo que el paso de un lugar a otro, el nexo entre ambos, no obedece a la inducción como su justificación lógica. Según Popper, a la ciencia le da igual cómo se ha llegado a la formulación de una ley o un enunciado: lo único que exige es su justifi cación lógica y ésta tiene siempre lugar a p osterior!. El contexto de descubrimiento, que es la base observacional, se separa de este modo del contexto de justificación, el cual se reconstruye una vez que ha sido formulada la teoría: “La creencia de que la ciencia pro cede de la observación a la teoría está tan difundida y es tan fuerte que mi negación de ella a menudo choca con la incredulidad [...]. En realidad, la creencia de que podemos comenzar con observaciones puras, sin n ada que se parezca a una teoría, es absurda” (Pop per, 1983: 72). La inducción pura es una quimera, ya que la mera observación carece de sentido si no se lo proporciona un interés, un marco de referencia previo que diga qué es lo que hay que observar. La ciencia parte de estos presupuestos previos para llegar, como último estadio del proceso, a la observación de la realidad. Por tanto, no se trata ya de la ind ucción a partir de la experiencia para llegar a la teoría, sino de contrastar empíricamente nuestras deducciones racionales. A partir de la formulación especulativa de un enunciado se va avanzando hasta contrastarlo con la realidad y ésta será su justi ficación lógica. Hay que comprobar la coherencia del enunciado, su compatibilidad con la teoría en la que ha sido formulado, deducir de él finalmente algún tipo de p rediccio nes y contrastar éstas experimentalmente. D icha contrastación no será su verificación última, sino tan sólo su confirma ción provisoria. Las teorías se construyen deductiva mente con una buena dosis de intuición y especulación, lo que no excluye tampoco una carga ideológica siempre presente que traduce una cosmovisión; sólo posteriormente se procede a la axiomatización última hasta llegar a los enunciados básicos dotados de una
gran carga interpretativa,, a diferencia de las proposiciones protocolarias entendidas «fimo mera transcripción de nuestras experiencias observacionales.
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Quizá valga la pena mencionar en estt'contexro que la palabra “básico” de la expre sión “enunciado básico” parece haber confundido a algunos de mis lectores. El uso que hago de este término tiene la siguiente historia. Antes de usar los términos “bási co” y Anunciados básicos”, usé la expresión “base empírica” [...]. Al introducir la expre sión “base empírica” mi intención era, en parte, dar un énfasis irónico a mi tesis de que la base empírica de nuestras teorías está lejos de ser firme; que se la debe compa rar con una marisma y no con un suelo sólido. Los empiristas creían por lo común que la base empírica consistía en percepciones u observaciones absolutamente “dadas”, en “datos”, y que era posible construir la ciencia sobre esos datos como sobre una roca. En oposición a esta doctrina, señalé que los “datos” aparentes de la experiencia son siempre interpretaciones a la luz de teorías, por lo cual tienen el carácter hipotétic o o conjetural de todas las teorías [...]. Así pues, no hay una “base empírica” no interpre tada, y los enunciados de tests que constituyen la base empírica no pueden ser enun ciados que expresen “datos” no interpretados (puesto que tales datos no existen), sino simplemente enunciados que expresan hechos simples observables de nuestro medio físico. Por supuesto, son hechos interpretados a la luz de teorías; están empapados de teoría, por decirlo así (Popper, 1983: 461-462).
Si ello es así, la ciencia comienza a nivel especulativo como crítica de las teorías y de los prejuicios dados, no con la observación empírica: La crítica debe ser dirigida contra creencias preexistentes y difundidas que nece sitan una revisión crítica; en otras palabras, contra creencias dogmáticas. Una actitud crítica necesita como materia prima, por decir así, teorías o creencias defendidas más o menos dogmáticamente. La ciencia, pues, debe comenzar con mitos y con la críti ca de mitos; no con la recolección de observaciones ni con la invención de experi mentos, sino con la discusión crítica de mitos y de técnicas y prácticas mágicas (Pop per, 1983: 77). ’ ' " Aparece entonces el problema fundamental de la demarcación entre aquello que es ciencia y lo que no lo es. En efecto, si se ha rechazado la inducción y el principio de verificación de tal modo que se ha puesto de manifiesto el carácter especulativo y de ductivo de la ciencia, ¿de qué criterio podremos valernos para delimitar el campo de la ciencia? Se trata de un problema que ha preocupado a muchos filósofos desde la época de Bacon, aunque nunca encontré una formulación muy explícita del mismo. L a con cepción más difundida era que la ciencia se caracteriza por su base observactonal, o por su método inductivo, mientras que las seudociencias y la metafísica se caracteri zan por su método especulativo o, como decía Baccn, por el hecho de que operan con “anticipaciones mentales”, algo muy similar a las hipótesis. Nunca he podido aceptar
Capitulo 7: Filosofía analítica
F i l o s o f í a s del siglo XX
esta concepción. Las teorías modernas de la física, especialmente la teoría de Einstein (que era muy discutida en el año 191 9), son sumame nte especulativas y abstractas y están muy lejos de lo que podría llamarse su “ba se observa do nal” [... j . Por otro lado, muchas creencias supersticiosas y muchas reglas prácticas (para plantar, por ejemplo) que se encuentran en almanaques populares y libros sobre sueños tienen mucha mayor relación con observaciones y, sin duda, a menudo se basan en algo semejante a la induc ción (Popper, 1983: 312). Popper va a proponer su celebre criterio de falsación o falsabilidad corno respuesta a este problema. De la verificación o la verificabilidad de un enunciado se pasa a su sus ceptibilidad de poder ser falseado (lo que también se entiende como ensayo y error, con jet ura y r efut ació n), es decir, una teor ía que da rá false ada cuan do, una vez q ue nos ha remitido deductivamente a unos cuantos enunciados básicos contrastables empírica mente, en caso de no cumplirse éstos, señalarían la no verdad de la teoría a la que per tenecen. La cientificidad se basa, pues, en la falsabilidad, no en ¡a verificabilidad, de los enunciados: Era evidente que se necesitaba un criterio de demarcación diferente, y yo propu se (aunque pasaron años antes de que yo publicara mi propuesta) que se considerara como criterio de demarcación la refutabilidad de un sistema teórico. Según esta con cepción, que yo aún defiendo, un sistema sólo debe ser considerado científico si hace afirmaciones que puedan entrar en conflicto con observaciones; y la manera de testar un sistema es, en efecto, tratando de crear tales conflictos, es decir, tratando de refu tarlo (Popper, 1983:77).
Irónicamente, como veremos, Popper dinamita la idea de que las proposiciones de la metafísica no tienen sentido y de que no son susceptibles de formularse adecuadamen te en el lenguaje de la ciencia: Con el propósito de aclarar bien esto, elegiré, como ejemplo extremo, una afir mación que podría ser llamada “la aserción archimetafisica”: “Existe un espíritu omni potente, o mnipresente y omnisciente . Mostraré brevemente de qué manera es posi ble construir esta oración, como oración bien formada o significativa, en un lenguaje fisicalista muy similar al propuesto en Testability andMeaning [...]. Nada es más fácil que crear una nueva fórmula existencia! que exprese la aserción archimetafisica. que existe una persona a que está en todos lados, capaz de colocar cualquier cosa en cual quier lado, que piensa todo lo que es verdadero y sólo esto, y tal que nadie más lo sabe todo acerca del pensar de a [...]. Es obvio que nuestra formula archimetafisica puramence existencial no puede ser sometida a ningún tese científico: no hay esperanza alguna de refutarla, de descubrir, si es falsa, que lo es. Por esta razón yo la considero metafísica, pues cae fuera del ámbito de la ciencia. Pero yo no creo que Carnap pue da decir que cae fuera del ámbito de la ciencia, o fuera del lenguaje de la ciencia o que carece de significado (Popper, 1983: 333-335). Este acercamiento entre las ciencias físicas y las ciencias humanas, cuyo corolario es la “salvación” de la metafísica y el hecho de que exista, en el fondo , una uniformidad en la lógica de investigación entre unas y otras disciplinas, conduce a Popper a la refu tación de lo que él entiende por historicismo, a saber, la concepción de la historia basa da en ia antigua idea de la verdad de ia ciencia y en la creencia determinista. Frente a ello, verdadera simiente de la intolerancia y el totalitarismo de las sociedades cerradas,
Las pruebas d e falsación, en caso de superarse con éxito, lo único que indican es que el enunciado en cuestión ha conseguido resistirlas de momento, no que haya sido veri ficado ni que sea cierto: se suele explicar la diferencia entre ambos modos de contrastación con la realidad según el modus tolkns y el modusponens lógicos. El modelo que mejor expresa la falsabilidad popperiana, y del cual de hecho Popper aprendió, es el de la teo ría de la relatividad de Einstein, de alta carga especulativa, no construida a partir de una
defiende un modelo de “sociedad abierta demo crática basada justamente en las premi sas de su racionalismo crítico, donde todo es sometido a continua discusión, crítica y
base empírica, sino que, una vez formulada, hubo que deducir de ella enunciados bási cos para poder contrastarla mediante los consiguientes experimentos. La demarcación popperiana salva en cierto modo la metafísica sin llegar a conside rarla en ningún momento como carente de sentido: no es ése el objetivo de la demarca ción. Además, como él mismo señala, en clara y abierta oposición a la condena de la metafísica como sinsentido por Carnap: “En mi Lógica de la investigación científica di varios ejemplos de mitos que han adquirido una gran importancia para la ciencia, entre ellos el atomismo y la teoría corpuscular de la luz. Sería una escasa contribución a la cla ridad afirma r que estas teorías son una jerga sin sentido” (Popper, 1983: 31 4). Popper
tacado es que estos tres mundos interaccionan entre si por diversas vías. Las consecuen cias de una ontología así, sin embargo, distan mucho de quedar desarrolladas en el plan
no comparte en absoluto la búsqueda de un lenguaje perfecto del neopositivismo lógi co por dos razones al menos: por considerarlo imposible y porque, en última instancia, no logra excluir de su ámbito como “sinsentido” las proposiciones de la metafísica.
nada se da por sentado ni se constituye en verdad última. Estas tesis intentan dar un salto a la ontología cuando Popper enuncia su conocida teoría de los tres mundos. Según ésta, además del mundo físico y del subjetivo hay un tercero, el de los concepto s, las creencias, las tradiciones y los saberes colectivos. Lo de s
teamiento popperiano. Hans Albert (192 1-1973 ) se inscribe dentro de la ortodoxia popperiana, realizando algunas aportaciones que cabe señalar por su agudeza y por haber pasado al acervo común filosófico. Parte también del rechazo por la obsesión de la fundamentacion y se inclina por la universalización del examen crítico, demostrando las limitaciones del principio de razón suficiente en su conocida formulación del “trilema de Münchh ausen : a) toda bús queda de fundamentacion conduce a un regreso infinito; b) o bien adquiere la forma de una argumentación circular incapaz de cerrar su propio círculo; c) o bien se interrumpe el proceso de fundamentacion en un punto concreto de manera arbitraria. Albert insis te, por lo demás, en la necesidad de un diálogo interdisciplinar entre las diversas cien-
Filosofías
del
siglo
Capítulo 1: Filosofía analítica
XX
das para evitar el estancamiento de la crítica que pueda surgir cventualmente en el inte rior de una disciplina, señalando la aparición frecuente de lo que denomina “estrategias de inmunización” para evitar las críticas provenientes de otros campos del pensamiento y que conducen al enclaustramiento de determinada rama del saber, a una hipcrcomplejizactón del lenguaje y un esoterismo de las formulaciones para blindarse frente a cual quier tentativa de refutación. Las ideas de Popper fueron calando lentamente tras el rechazo lógico que al princi pio suscitaron en el Círculo de Viena. Carnap, Hempeí y otros acabaron por aceptar muchas de sus críticas y se vieron obligados a reformular sus planteamientos anteriores aunque sin renunciar a sus convicciones positivistas básicas. Tras ellos, una nueva gene ración de epistemólogos educada ya en el popperianismo, partiendo de una aceptación generalizada de sus presupuestos, abrirá nuevas vías en la investigación epistemológica completando el pensamiento de Popper y señalando en él fisuras y carencias de tal cali
de alto valor especulativo, se consolida como "m odelo ejemplar”, que justamente es lo que quiere decir paradigma. En La estructura de las revoluciones científicas Kuhn no había llegado a definir un uso claro de la noción de paradigma, por lo que fue duramente cri ticado y se puso de manifiesto la tremenda imprecisión de un concepto tan fundamen tal en su teoría. En 1974 añadirá en Segundos pensamientos sobreparadigmas una serie de precisiones como son las que distinguen entre el “ejemplo” y la “matriz disciplinaria : el primero resulta paradigmático en lo que se refiere al hallazgo de modelos de resolución de problemas muy delimitados y concretos que se convierten en recurrentes a la hora de afrontar enigmas similares; la matriz disciplinaria, por su parte, es el entramado teórico que configura una comunidad científica en cuanto comparte teorías, modelizaciones y ejemplos. La tendencia subsecuente es la de habitar dentro del paradigma dado, consti tuyéndose lo que Kuhn denom ina “ciencia normal’ , a saber, el desarrollo de la ciencia en circunstancias normales donde permanece el consenso dentro de la comunidad cien
bre que operarán una profunda transformación de éste. Nos centraremos, por su origi nalidad y la radical novedad y repercusión de sus planteamientos, en Thomas S. Kuhn (1922-1996) y Paul K. Feyerabend (1924-1994).
tífica en torno a un paradigma y cualquier novedad teórica o experimental es reintegra
La obra fundamental de Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (1962), va a desestabilizar por completo esa presunción que venía funcionando acríticamente en las ciencias según la cual las ciencias de la naturaleza evolucionaban progresivamente median
“Ciencia normal” significa investigación basada firmemente en una o más reali zaciones científicas pasadas, realizaciones que alguna comunidad científica particular reconoce, durante cierto tiempo, como fundamento pata su práctica posterior (Kuhn,
te una lenta y armónica acumulación del saber adquirido que se daba po r irrefutable, como tierra conquistad a. L a ciencia se edificaba así piedra sobre piedra y, con el tiempo, unas ramas de la ciencia se integraban en otras; resultaba que los conocimientos y resul
1994, 33).
tados obtenidos acá coincidían y venían a complementar a los obtenidos allá, avanzán dose en la idea de una unificación total del conocimiento científico en un todo armó nico. El propio modelo po pperiano, si bien descartaba esta armonización ideal, no negaba, sino que subrayaba, la uniformidad y la continuidad de la ciencia. Las ciencias huma nas, por su parte, desde el principio no han logrado un consenso sobre las cuestiones más básicas y, en lugar de edificar, se han d edicado a tirarse sus respectivas piedras angulares a la cabeza unas a otras cuestionando incesantemente sus propios fundamentos. Resulta decisiva en Kuhn la visión histórica de la ciencia, extrayendo sus conclusio nes a través del tiempo en una perspectiva diacrónica y no tan sólo en la sincronía estruc tural del método o del lenguaje científico. Sólo desde la peculiaridad de este nuevo enfo que será posible acabar con las ideas de continuidad y progreso acumulativo de las ciencias; justa men te l o q ue Kuh n vie ne a dem ostr ar es que ésta proce de por revolu ciones o sal tos cualitativos, incesantes rupturas que no se construyen sino sobre las ruinas y la destruc ción de los “paradigmas” anteriores. La noción de paradigma científico es una aportación capital del pensamiento kuhniano. Someramente, un paradigma es un esquema teórico de mayor o menor comple jid ad que se va con form and o p or la interrela ción de interpre tacione s de la realida d h as ta constituir un sistema coherente que armoniza el trabajo de la comunidad científica, sirviéndole de marco de referencia común. Una vez establecido, desde los niveles de menor elaboración más próximos a la experiencia hasta paradigmas omnicomprensivos
da dentro de los parámetros de éste:
Imre Laicatos (1922- 1974), en la estela de Kuhn, introduce la noción de progra ma de investigación” para explicar la ciencia normal: constaría de un núcleo duro de teoría, una serie de principios en derredor destinados a proteger dicho núcleo y otra serie de principios correctores. Para Laicatos no se producirán revoluciones científicas como violento cambio de paradigmas, sino pasos de grandes programas de investiga ción a otros. . Sin embargo, llega un momento en que se presentan datos, observaciones o cons trucciones especulativas anómalas incapaces de integrarse en el paradigma convencio nal ya que, de integrarse, provocarían que aquél estallase. Es entonces cuando la cien cia normal entra en crisis y se produce el surgimiento de un paradigma nuevo en lugar del anterior capaz de dar cuenta de lo que para el primero resultaba anómalo: eviden temente dicha crisis no se resuelve sino con acerbas disputas entre los miembros de la comunid ad científica que pretenden conservar el paradigma hasta entonces vigente y los partidarios de elaborar uno nuevo: La ciencia normal, la actividad en que, inevitablemente, la mayoría de los cien tíficos consumen casi todo su tiempo, se predica suponiendo que la comunidad científica sabe cómo es el mundo. Gran parte del éxito de la empresa se debe a que la comunidad se encuentra dispuesta a defender esa suposición, si es necesario a un costo elevado. Por ejemplo, la ciencia normal suprime frecuentemente innovacio nes fundamentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus com-
'Capitulo JS Filosofía analitíifá
Filosofías del siglq |.v
promiso s básicos. Sin embargo, en tantofigos compromisos lirn-Servan -1111elemento de arbitrariedad, la naturaleza misma de la investigación normal aipin»
En este diálogo se poagsgn obra tal vez, :SÍ queremos verlo así, el vértigo que intro duce Feyerabend en la filosofía deja ciencia: cambios de tema constantes, respuestas entre cortadas, digfgsiones, salidas de tono, exabruptos que se corresponden lejanamente con su idea de fe ciencia, tan distinta de la ciencia normal de Kuhn. En electo, para Feyera bend nunca se ha producido exclusivamente un proceso acumulativo dentro de la cien cia. En muchas ocasiones no podían integrarse unas teorías con otras o no se les podía dar cabida a ciertos datos, incluso las diversas teorías no se podían entender ni traducir entre sí a sus propios términos; lo que desde siempre ha venido ocurriendo es el surgi miento de una pluralidad de interpretaciones irreductibles que, sin embargo, seguían coe xistiendo inconsistentemente, lo que invalidaba, entre otras cosas, el principio mismo de verificación e incluso el de contrastación entre ámbitos científicos irreductibles. En esta ocasión, la discontinuidad es total, incluso a nivel sincrónico. Para Feyerabend, ni el racio nalismo crítico, de cuyos representantes dice que “no matan a las personas, pero matan sus cerebros” (Feyerabend, 1990: 157), ni las propuestas de Kuhn, que pretenden encau zar de nuevo lo revolucionario y anárquico del pensamiento en un esquema teórico, dan cuenta de lo más genuino de la ciencia, a saber, su creatividad más libre y apartada de cualquier paradigma o método vigente, su capacidad de invención en los escenarios más insospechados y menos previsibles. De sí mismo afirma Feyerabend: No tengo una filosofía, si se entiende por filosofía un conjunto de principios vin culados a sus aplicaciones o una inmutable postura fundamental. Si la entendemos de otra forma, entonces también yo tengo una filosofía, una visión del mundo; pero no sé exponerla de forma lineal, se muestra por sí sola cuando me tropiezo con algo con lo que entra en conflicto; está sujeta a cambios y es más una actitud que una teoría (Feyerabend, 1990: 159). Es ésta precisamente la tesis central de Contra el método: la infracción constante de las reglas y normas vigentes en la epistemología científica, infracciones no azarosas o pun tuales, sino sistemáticas y que constituyen el motor mismo de la ciencia en su avance. En multitud de ocasiones el científico se encuentra ante la tesitura de tener que optar por contravenir las reglas más indispensables para la ciencia, invertirlas, aplicarlas al revés como el modo más adecuado de salir de un atolladero: un ejemplo de ello es, frente al inductivismo clásico, su propuesta de hacer proliferar teorías inconsistentes con los datos de la experiencia o con otras teorías aceptadas. Dicha proliferación va en contra de la paciencia y confianza verificacionista o falsacionista de seguir emplean do las teorías aun no falseadas hasta el hallazgo de algo mejor: frente a ello deben proliferar teorías nuevas - “todo vale”- sin cesar como única forma de acelerar el conocimiento científico. Sin con tar con que Feyerabend ataca el edificio cerrado y protegido de la ciencia, asalta esas murallas que se habían creído invulnerables y casi sagradas para poner en relación el que hacer científico con cuestiones sociológicas e incluso políticas. Lo que no se debe hacer nunca, en cualquier caso, para este autor, es refrenar el jue go de la mente y su capacidad inventiva:
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Filosofías del siglo XX
Lo que niego es que exista una gran línea dkéoria entre las cien cia»l as artes [I . Si yo fuese aficionado a las generalizaciones como tú, diría que ja vieja distinción entre ciencias físicas y ciencias sociales (incluidas laí d isciplinas iumanístiqasjó® ama dis tinción que no responde a ninguna diferencia: todas las ciencias son ciencias huma nas y de t odas las ciencias humanas se derivan conocimientos L B H hv día nos encon tramos en condiciones de decir todavía más. Las especulaciones relacionadas con las supercuerdas, los twistorsy los universos alternativos no consisten ya en formular hipó tesis que se comprueba n luego, sino que se asemejan más bien a la elaboración de una: lengua que satisface ciertas condiciones muy generales (si bien no es necesario que las satisfaga de modo servil), y, luego, al utilizar los términos de este lenguaje, guardan semejanza con la construcción de una historia hermosa y convincente. Lo que se pare ce mucho, en realidad, a la composición de una poesía. Las poesías, de hecho, no están desprovistas de reglas de carácter obligatorio. En realidad, las ataduras que un poeta impone a sus obras son a menudo más fuertes que las aceptadas por un botánico o un ornitólogo (Feyerabend, 1990: 145-146).
8 Estructuralismos
Hay que colocarse desde el primer momento en el terreno de la lengua. En efecto, la lengtia parece ser lo único susceptible dedefinición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Ferdinand de Saussure
8.i . Quizá desde Saussure Cuando Lacan formula su hipótesis de trabajo de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, debemos entender no que el inconsciente sea un lenguaje, sino sólo que está estructurado como un lenguaje. Es decir, la estructura le pertenece al lenguaje y sólo al lenguaje: no hay más estructura que la lingüística. Descubrir por tanto una estruc tura en cualquier otro ámbito aparte de la lingüística significará desvelar o hacer como si (ais ob) subyaciera un lenguaje, un discurso mediado por signos en dicho ámbito. Es conocida, de hecho, la raíz saussureana del estructuralismo y sus obvias relaciones con la semiótica. Deleuze, en su célebre artículo sobre el estructuralismo, se pregunta justam ente: “¿Cómo hacen los estructuralistas para reconocer un lenguaje en cualquier cosa, el len guaje propio de un ámbito determinado?” (Deleuze, en Chatelet, 1976: 568). Estable ce aquí Deleuze una serie de criterios formales destinados a reconocer a los autores estruc turalistas que cabe reseñar brevemente. Un primer criterio es la determinación de un nuevo ámbito entre lo real y lo imaginario, un “tercer” orden, lo simbólico, “más allá de la palabra en su realidad y en sus componente s sonoros, más allá de las imágenes y de los conceptos asociados a las palabras” (Deleuze, en Chatelet, 1976: 569). Éste será el ver-
Filosofías del siglo XX
¿adero subsuelo del estructuralismo, el “objeto estructural" por excelencia: en Althusser, dicho campo se situará entre las relaciones reales e imaginarias, ideológicas de los hom bres; en Lacan, surgirá un padre simbólico entre el padre real y el imaginario, etc. Estos tres ámbitos constituirán un entramado de relaciones que será preciso también contem plar desde la primacía indiscutible de lo simbólico, del tercero que nos hace ver, en cual quier análisis, al menos siempre una estructura triádica, un tercero más allá de la esen cia, de lo real, de las figuras de la imaginación, y que constituye por sí el nacimiento mismo de la teoría, de lo teórico. Otro criterio es que, en lo simbólico, nos hallamos frente al sentido entendido úni camente y derivado tan sólo de la posición que ocupan los elementos en un sistema teó rico, no extensional, topológico en términos estrictamente freudianos. Un sentido espa cial, pues, que establece su propio espa cio en el juego de las relaciones y remitencias, que no se deriva de un espacio topográfico preexistente ni nada tiene que ver en su estatuto con la distribución empírica de las posiciones ocupadas real o imaginariamente que, en cierto modo, también se encarga de regir. Lejos, pues, de la búsqueda de sentido propia de la filosofía analítica. Cada definición, cada término, cada sentido, no será más que el resultado de ocu par un lugar -él mismo no significativo- y circular dentro de una estructura, este lugar y no otro, con esta relación de oposición en vez de aquella otra, inserto en esta relación diferencial entre estos elementos singulares. Estas estructuras relaciónales y diferencia les tienen un carácter de realidad que no debe confundirse con su encarnación en nin gún objeto o cosa presentes, actuales, ni con imágenes o ideas abstractas del tipo que fueren: “Se dirá de la estructura: real sin ser actual, ideal sin ser abstracta” (Deleuze, en Chatelet, 1 976: 5 79). D eleuze habla de la virtualidad de la estructura superponiéndo se a las relaciones reales o imaginarias y coexistiendo con ellas, actualizándose en cada caso, sucediéndose en el tiem po la encarnación posible de subestructuras específicas. En este sentido, resultan indispensables, por lo esclarecedoras, estas palabras acerca de la temporalidad en el estructuralismo, caballo de batalla de los críticos de la tempora lidad sincrónica, de lo estático de las estructuras, de la ausencia de explicación de sus génesis y otros argumentos de sobra conocidos: La posición del estructuralismo respecto al tiempo es, en consecuencia, muy cla ra: el tiempo es siempre un tiempo de actualización, según el que se efectúan a ritmos diversos los elementos de coexistencia virtual. El tiempo va de lo virtual a lo actual, es decir, de la estructura a su actualización, y no de una forma actual a otra [...]. No se puede oponer lo genético a lo estructural, como tampoco el tiempo a la estructura. La génesis, como el tiempo, va de lo virtual a lo actual, de la estructura a su actualización; las dos nociones de temporalidad múltiple interna, y de génesis ordinal estática, son en ese sentido inseparables del juego de las estructuras (Deleuze, en Chate let 1976 581-582). El orden estructural habrá que proceder a leerlo, a descubrirlo a partir de sus efec tos, pues el ámbito de lo simbólico es inconsciente, o simplemente está ausente, no está
Capítulo 8: Estructuralismos
dado ahí sin más. De donde deriva la complejidad del análisis, que se puede confundir y reducir fácilmente a una mera constatación de las relaciones imaginarias dadas y evi dentes, por ejem plo, en la familia, las relaciones de parentesco, entre grupos sociales. Por debajo d e todo ello hay que desvelar la serialidad de los elementos, las diferencias, cómo unas series se insertan en otras, determinar los lugares vacíos en la estructura, cuándo un elemento falta en su lugar, sus idas y venidas, condensaciones y desplazamientos, y deli mitar claramente esta esfera simbólica relacional de sus efectos y repercusiones en el nivel empírico o figurativo. La obsesión por determinar la estructura, por definir el estructu ralismo en términos empíricos y objetivables, debe caer en la cuenta y ser respetuosa con el hecho de que, a! final, la estructura se nos presenta como un “cuadro vacío”, un espa cio de juego no sometid o él mismo a otra definición que no sea simbólica, algo que siem pre decepciona, que termina por no satisfacernos nunca, como, poniéndonos psicoanalíticos, el falo: nunca presente allí donde se lo busca, más allá de las expectativas imaginarias que nos hemos forjado de él, desafiando incluso a lo real. Quien pretenda descubrir y definir por fin qué es el estructuralismo, acercarse a él para hallar de una vez por todas frente a sí “la” estructura, la estructura estructural, la madre de todas las estructuras, sucumbirá como el ministro del cuento de Poe y no sabrá al final ni lo que tiene entre sus manos, ni dónde lo tiene, ni para qué le sirve; lo perderá y tampoco sabrá que lo ha perdido. Perderá la razón en un intento tan vano como el de Hanold, el arqueólogo del cuento de Jensen enajenado de deseos de realidad, confundido por la imaginación, extra viado en la estructura sin haber ¡legado siquiera a rozar los contornos de lo simbólico. He aquí esbozado un último rasgo, el del sujeto que se desvanece en las redes estructu rales, un sujeto más sujetado que otra cosa. El estructuralismo no es en absoluto un pensamiento que suprime el sujeto, sino un pensamiento que lo desmenuza y lo distribuye sistemáticamente, que discute la identidad del sujeto, que lo disipa y lo hace ir de lugar en lugar, sujeto siempre nóma da hecho de individuaciones, aunque impersonales, o de singularidades, aunque prein dividuales (Deleuze, en Chatelet, 1976: 596). Justamente, el análisis estructural pretende tener un efecto liberador frente a las desas trosas consecuencias de habitar la estructura de modo inconsciente: el estructuralismo tiene así consecuencias inmediatamente prácticas en lo político y en lo psicológico, y exi ge por tanto un nuevo tipo de praxis y de terapia.
8.2. Lingüística y antropología estructural: Lévi-Strauss En su obra autobiográfica Tristes Trópicos (1955), nos cuenta Claude Lévi-Strauss (1908-) “cómo se llega a ser etnógrafo”. Decepcionado por la práctica de la filosofía en Francia a finales de los años veinte, nos relata cómo dejaron sobre él una profunda huella tres disciplinas, tres formas de abordar la realidad que para él conducían a un mismo punto
Filosofías del siglo XX
y las veía trabadas entre sí, delimitando un mism o patrón de pensamiento. L a primera de ellas es la geología: Entre mis recuerdos más queridos no cuento tanto tal o cual aventura en una zona desconocida del Brasil central, cuanto el seguimiento de la línea de contacto entre dos capas geológicas, en el flanco de una meseta languedociana [...]. Esta bús queda, incoherente para un observador desprevenido, es a mis ojos la imagen mis ma del conocimiento [...]. En un primer momento, todo paisaje se presenta como un inmenso desorden que permite elegir libremente el sentido que prefiera dársele. Pero más allá de las especulaciones agrícolas, de los accidentes geográficos, de los avatares de la historia y de la prehistoria, el sentido augusto entre todos ¿no es el que precede, rige y en amplia medida, explica los otros? Esa línea pálida y enredada, esa diferencia a menudo imperceptible en la forma y la consistencia de los residuos geo lógicos atestiguan que allí donde veo hoy un terruño árido, antaño se sucedieron dos océanos (Lévi-Strauss, 1988: 60). El psicoanálisis freudiano le pareció similar a esta forma de ver el paisaje propia de la geología, sólo que aplicado al hombre individual. La impenetrabilidad de los fenó menos a primera vista es vencida luego mediante una observación atenta, paciente, sutil. En am bos casos, “el orden que se introduce en un conjunto incoherente al principio, no es ni contingente ni arbitrario. A diferencia de la historia de los historiadores, la del geólogo tanto como la del psicoanalista intenta proyectar en el tiempo, un poco a la manera de un cuadro vivo, ciertas propiedades fundamentales del universo físico o psí quico (Lévi-Strauss, 1988: 61). En Marx aprendió cómo los fenómenos sociales sólo son abordables a partir de un modelo previo construido p or el observador mediante la interpretación de las constataciones empíricas. La coincidencia entre geología, psicoa nálisis y marxismo nos da una primera pauta sobre el pensamiento de Lévi-Strauss: “Los tres demuestran que comprender consiste en reducir un tipo de realidad a otro; que la realidad verdadera no es nunca la más manifiesta, y que la naturaleza de lo verdadero ya se trasluce en el cuidado que pone en sustraerse. En todos los casos se plantea el mis mo problema: el de la relación entre lo sensible y lo racional, y el fin que se persigue es el mismo: una especie de superracionalismo dirigido a integrar lo primero en lo segun do sin sacrificar sus propiedades” (Lévi-Strauss, 1988: 61). Evidentemente, ello nos pone ya en camino de la “estructura” como nexo de unión entre estos tres modos de conocimiento que Lévi-Strauss pone en la base d e la etnografía. La lingüística deberá no sumarse sin más a ellas tres, sino ocupar el lugar preemi nente que para Lévi-Strauss ostenta entre las ciencias humanas. La lingüística es la rama de las humanidades que mayores progresos ha realizado y la única a la que se la puede llamar verdaderamente ciencia, dotada de un método riguroso. Amén de la colaboración puntual que se pueda producir entre lingüistas y especialistas en otras ciencias por la mera comunica ción de sus respectivos hallazgos, que puedan resultar más o menos sugerentes, como en el caso de la investigación etimológica y la historia. Se trataba mera mente de algun as “lecciones”, pero lo que iba a tener lugar por parte de los lingüistas iba
Capítulo S: Eslructuralismos
a ser una auténtica “revelación”: “El nacimiento de la fonología ha trastornado violen tamente esta situación. Ella no solamente ha renovado las perspectivas lingüísticas: una transformación de esta magnitud no se limita a una disciplina particular. La fonología no puede dejar de cumplir, respecto de las ciencias sociales, el mismo papel que la física nuclear, por ejemplo, ha desempeñado para el conjunto de las ciencias exactas” (LéviStrauss, 1992: 77). La aportación fundamental de la fonología corre a cargo del progra ma de investigación trazado por Trubetzkoy, quien “reduce en suma el método fonoló gico a cuatro pasos fundamentales: en primer lugar la fonología pasa del estudio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su estructura inconsciente; rehúsa tratar los tér minos como entidades independientes, y toma como base de su análisis, por el contra rio, las relaciones entre los términos; introduce la noción de sistema [...]; finalmente b us ca descubrir leyes generales, ya sea que las encuentre por inducción o bien ‘deduciéndolas lógicamente, lo cual les otorga un carácter absoluto’” (Lévi-Strauss, 199 2: 77) . Tales pasos son los que Lévi-Strauss intentará trasladar a la etnografía y ponerlos a prueba en este campo. Las relaciones de parentesco, por ejemplo, constituyen un caso privilegiado para llevar a cabo el experimento, siempre que la transposición se haga prudentemente y haciendo muchas salvedades, respetando las diferencias de objeto con la lingüística: los términos del parentesco h acen las veces de fonemas, entre ellos se establecen relaciones, adquieren significado sólo dentro de un sistema inconsciente que debe revelar el etnó grafo, las coincidencias entre las relaciones de parentesco en distintas culturas separadas en el tiempo y en el espacio convierten a las leyes que se enuncien sobre ellas en univer sales. Como decíamos al comienzo, citando a Lacan: “El problema se puede formular entonces de la siguiente manera: en otro orden de realidad, ios fenómenos de parentes co son fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos” (Lévi-Strauss, 1992: 78). La sincronía de la estructura así hallada explica y da cuenta de la evolución diacrónica que ha promovido una confluencia en dirección a la primera, evitándose la disper sión y falta de visión de conjunto de las relaciones de los estudios meramente históricos. Además de este ejemplo típico que Lévi-Strauss profundiza en Las estructuras elementales del parentesco (1967), en la Antropología estructural (1958 y 1974) encontramos el inicio del celebérrimo análisis de los mitos (que se prolongará en los cuatro volúme nes de las Mitológicas de 1964-197 1) siguiendo estas nuevas pautas científicas para res catar este campo de la vana especulación filosófico-psicológica en la que se había visto envuelto y que nunca había llegado a dar una interpretación satisfactoria de los mitos, enredada en historias fantásticas que no conducían a ninguna parte ni parecían satisfa cer regla o lógica alguna. Lévi-Strauss parte de una serie de presupuestos que ya nos deben ser conocidos para iniciar su análisis: 1) Si los mitos tienen un sentido, éste no puede depender de los elementos aisla dos que entran en su composición, sino de la manera en que estos elementos se encuen tran combinados. 2) El mito pertenece al orden del lenguaje, del cual forma parte inte grante; con todo, el lenguaje, tal como se lo utiliza en el mito, manifiesta propiedades específicas. 3) Estas propiedades sólo pueden ser buscadas por encima del nivel habi
Filosofías del siglò XX
Capítulo ífl Estructumlismos
tual de la expresión lingüística [...]. Se siguen dgs consecuencias muy importantes: 1) como toda entidad lingüística, el mito está formado por unidades constitutivas; 2) estas unidades constitutivas implican la presencia de aquellas quemormalmente intervienen en la estructura de la lengua, a saber, lósífótiemas, morferiás ^Semante mas [...]. A los elementos propios del mito (que son los más complejos) los llama remos: unidades constitutivas mayores. ¿Cómo se procederá para reconocer p aislaf estas grandes unidades constitutivas o mitemas? (Lévi-Strausjg 1992: 233) . Los mitos se descomponen en unidades básicas de significación o mitemas, que se sitúan en el nivel de la frase, adquiriendo sentido sólo por pertenecer a una red de rela ciones. El ejemplo escogido por Lévi-Strauss es el mito de Edipo. El mito funciona como su propio contexto cerrado y éste se define por la tota lidad de sus versiones que serán considerad as en un mismo plano de igualdad: “N o existe versión Verdadera de la cual las otras serían solamente copias o ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito” (Lévi-Strauss, 1992: 241). A partir de ahí, se procede a la determinación y clasi ficación de los distintos mitemas que acaban por ordenarse, en este caso simplificado, en cuatro columnas o haces de relaciones que nos dan el significado del mito y estable cen un marco para los distintos desplazamientos y sustituciones entre los mitemas. La columnas responden a una lectura sincrónica del mito, mientras que se puede hacer una lectura diacrónica recorriendo las hileras de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. El resultado final es que en todo m ito hay un punto de partida y un punto de llegada, con una situación intermedia que resulta problemática. En el caso de Edipo: Expresaría la imposibilidad en que se encuentra una sociedad que profesa creer en la autoctonía del hombre [...] de pasar de esta teoría al reconocimiento del hecho de que cada uno de nosotros ha nacido realmente de un hombre y una mujer. La difi cultad es insuperable. Pero el mito de Edipo ofrece una suerte de instrumento lógico que permite tender un puente entre el problema inicial -¿se nace de uno solo, o bien de dos?- y el problema derivado que se puede formular aproximadamente así: ¿lo mis mo nace de lo mismo, o de lo otro? (Lévi-Strauss, 1992: 239}.,. Ciertamente el análisis estructural ha conseguido reducir la complejidad del objeto hasta el punto de que, para Lévi-Strauss, el pensamiento mítico se plantea con el mismo rigor las cuestiones básicas que el modo en que lo hace el pensamiento filosófico o cien tífico, ya que, en el fondo, la lógica que subyace es la misma y lo que el mito desvela es una “hu manidad dotada de facultades constantes” sin fronteras culturales ni tempora les: el espíritu humano. Lévi-Strauss se remonta hasta el inconsciente estructural enten diéndolo como leyes estructurales invariantes que deben aparecer al final de todo análi sis y fundarlo; y ello le diferencia del historiador, que únicamente compara las actividades conscientes del hombre y termina por perderse en el caos paisajístico sin la mirada del geólogo. Extravío que se hace aún más probable si lo que se somete a observación no es; un terreno salvaje y abrupto, sino un primoroso jardín sometido al cuidado paciente del hombre, do nde -c om o en psicoanálisis, en lingüística o en la crítica de las ideologías-
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la elaboración y él trabajo confidente que se hace obra en la estructura man ifiesta más si cabevdelormando y éncubriendo las estructuras inconscientes: Si, contri: creemo s nosotros, la actividad inconsciente del espíritu consiste en impo ner f o r m a s a u f j c o i S g f n i d o , y si estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados -com o lo muestra de manera tan brillante efestudio de la función simbólica, tal como ésta se expresa en el lenguaje-, es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que subyace en cada institución o cada costumbre para obtener un principio de interpretación váli da para otras instituciones y otras costumbres, a condición, naturalmente, de llevar lo bastante adelante el análisis (Lévi-Strauss, 1992: 68).
S.3 . P sicoanálisis y marxi smo: Althusser No vamos a insistir en la lectura que hiciera Althusser de Marx, que ya hemos comen tado ampliamente en el capítulo correspondiente. Este primer párrafo, en cualquier caso, sirve para mostrar en qué vertientes se sitúa a sí mismo el propio autor: Todo ello ocurría en la época en que yo trabajaba sobre Marx y siempre me sor prendió la extraordinaria afinidad que existe entre el pensamiento y la práctica de estos dos autores [Marx y Freud], En ambos casos, no tanto el primado de la práctica cuan to de una cierta relación con la práctica. En ambos casos, un sentido profundo de la dialéctica vinculada con la Wiederholungszwang, con el “instinto de repetición”, que yo encontraba de nuevo en la teoría de la lucha de clases. En ambos casos, y casi con la misma expresión, la indicación de que los efectos observables no son sino el resul tado de combinaciones extremadamente complejas de elementos muy pobres (cfr. en Marx los elementos del proceso de trabajo y del proceso de producción), sin que estas combinaciones tuvieran nada que ver con el estructuralismo formalista de una com binatoria a lo Lévi-Strauss o incluso a lo Lacan. De ahí saqué la conclusión de que el materialismo histórico debía en cierto modo tener un punto de contacto con la'teoría analítica, e incluso pensé poder avanzar la siguiente proposición, a decir verdad difícilmente sostenible bajo esta formulación, aunque no es falsa: “el inconsciente fun ciona a base de ideología ” (Althusser, 1992: 400 ). La lucha sin tregua de Althusser en contra de la deriva humanista del marxismo, su continua polémica con Sartre (compartida con Lévi-Strauss, quien dedica todo el últi mo capítulo de El pensamiento salvaje, “Historia y dialéctica”, a discutir la Crítica de la ra$éji dialéctica) en torno al humanismo, su lectura de los textos de Marx, su crítica del idealismo hegelianizante y, sobre todo, su insistencia en hacer una ciencia del marxismo se nos muestran ahora como pinceladas que guardan un aire de familia con el pen sa miento estructural. Dicho aire de familia se refuerza más si cabe por la afinidad de Al thusser con élpsicoanálisis, en concreto con el lacaniano, a pesar también de sus conti nuas desmentidas -como la que acabamos de ver- al respecto. Antes de adentrarnos en
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sus reflexiones sobre el psicoanálisis y la teoría de la ideología, es preciso hacer constar su desvinculación más explícita del estructural ismo, consignada en k “Advertencia al lec tor de la segunda edición de Para leer el capital: A pesar de las precauciones que tomamos para distinguirnos de lo que llamare mos la “ideología estructuralista” (dijimos con todas sus letras que la “combinación” - Verbindung- que se encuentra en Marx no tiene nada que ver con una “combinato ria ), a pesar de la intervención decisiva de categorías ajenas al “estructuralismo” (deter minación en última instancia, dominación/subordinación, sobredeterminación, pro ceso de producción, etc.), la terminología que empleamos estaba a menudo demasiado próxima” a la terminología “estructuralista”, como para no provocar, a veces, equí vocos o malentendidos. De ello resulta que, salvo raras excepciones -la de algunos crí ticos perspicaces que han visto muy bien esta diferencia fundamental-, nuestra inter pretación de Marx ha sido juzgada muy a menudo, gracias a la moda reinante, como estructuralista . Ahora bien, lo que se ha dado en llamar “estructuralismo” es, toma do en su generalidad y en los temas que hacen de él una “moda” filosófica, una ideo logíaformalista dél a combinatoria que explota (y, por tanto, compromete) cierto núme ro de progresos técnicos reales que se dan dentro de algunas ciencias. Marx empleó el concept o de estructura mucho antes que nuestros “estructuralistas”. Pero la teoría de Marx no puede ser reducida, de ninguna manera, a una combinatoria formalista. El marxismo no es un “estructuralismo ” (Althusser y Balibar, 1985: 3-4). Althusser, no sólo de Marx, también quiere hacer del psicoanálisis de Freud una ciencia. Encuentra en él los elementos básicos de toda ciencia: una práctica, una técni ca y una teoría. Sólo que, de nuevo como en el caso marxista, dicha teoría parecía a veces ser una simple transposición abstracta de la praxis analítica y además estaba impreg nada de préstam os espurios de la filosofía y las ciencias de la época por lo que terminó cayendo en la ideología. En este camino, la figura de Lacan ¡e resulta a Althusser abso lutamente iluminadora (y no perdamos de vista que estas palabras son de 1964): “La primera cosa que dice Lacan es: en su principio, Freud fundó una ciencia. Una ciencia nueva, que es la ciencia de un objeto nuevo: el inconsciente. Declaración rigurosa. Si el psicoanálisis es, en efecto, una ciencia, ya que es la ciencia de un objeto propio, es también una ciencia según la estructura de toda ciencia: posee una teoría y una técni ca (mé todo), que ^permiten el conocimiento y la transformación de su objeto en una práctica específica (Althusser, 1993 : 29). La vuelta a Freud propugnada por Lacan iría en este sentido: rescatar lo más auténtico, científico, del psicoanálisis freudiano, su teo ría de la que dependen la técnica y la praxis a ella subordinadas. Los ecos del retorno a Freud de Lacan vistos por Althusser nos hacen inmediatamente pensar en el mismo esquema de lectura que en su día diera lugar a la ruptura epistemológica entre el joven Marx y el Marx m aduro: El retorno a Freud no es un retorno al nacimient o de Freud: sino un retorno a su madurez. La juventud de Freud, ese pasaje emotivo de la no-todavía-ciencia a la ciencia (el período de las relaciones con Charcot, Bernheim, Brener has ta los Estudios sobre la histeria, 189 5) pu ede interesarnos ciertamente, pero en otro regis
Capítulo S: Estructuralismos
tro: a título de ejemplo de Ja arqueología de una ciencia -o como indicio negativo de inmadurez” (Althusser, 1993: .30-31). La ideologización del psicoanálisis ha seguido las mismas vías que el marxismo: psicologización, pragmatismo, existenciaiismo y, en defi nitiva, humanismo; en especial se refiere Althusser al funesto destino del psicoanálisis en Estados Unidos com o readaptación emocional, identificación con el yo del analis ta, reeducación imaginaria, reinserción en la ideología burguesa dominante, etc. La tarea que se delinea, pues, es la ya consabida para el marxismo : “ Darle al descu brimiento de Freud conceptos teóricos a su medida” (Althusser, 1993: 34). Althusser va a rechazar con denuedo las interpretaciones evolutivas del psicoanálisis, centradas en un progreso temporal, en las tres fases de desarrollo libldinal; despreciará este dar vueltas en torno al origen y la génesis para centrarse en una perspectiva netamente “estructural”: la definida por la ley del lenguaje y de lo simbólico, insistiendo en el inconsciente no como memoria sino, justamente, como “intemporalidad” derivada del hecho de estar estruc turado como un lenguaje (cfr. Althusser, 19 93: 57 -81 ). Ello va a ser posible, como es evidente, por el injerto de la lingüística que realiza Lacan en el psicoanálisis. Injerto que el propio psicoanálisis venía pidiendo ya que, en él, todo se jugaba en el lenguaje de los sueños, los chistes, los lapsus y los síntomas. El vínculo que realiza Lacan no es el de una simple transposición del método de la lingüística al psicoanálisis: el injerto está justifi cado teóricamente en la medida en que el inconsciente es el objeto propio y definitorio del psicoanálisis y está estructurado como un lenguaje. Asimismo, Lacan contempla el surgimiento de lo simbólico en el Edipo, como el surgimiento de un tercero, el padre, la Ley, entre la relación dual imaginaria del hijo y la madre: este orden simbólico de la ley es formalmente idéntico al orden del lenguaje como discurso del inconsciente. Frente a lo simbólico se sitúa lo imaginario, lo ideológico para Althusser, que se arti cula originalmente con el inconsciente del modo que vimos en la cita del comienzo, a saber, que la ideología es la gasolina con la que funciona el inconsciente. De forma que cada “neurosis"’ selecciona su propio carburante ideológico a partir de las situaciones ima ginarias vividas cotidianamente, lo que hace que las neurosis, psicosis, etc., se parezcan a veces tanto a determinados procesos sociales cristalizados ideológicamente. Althusser va aún más lejos para insistir en que justamente por desarrollarse el inconsciente en el ámbito de las estructuras ideológicas, por ejemplo la familia, incluso llega a ser estruc turado por ellas en un complejo proceso de retroalimentación: Estaría tentado, a título de hipótesis, de preguntarme si las formas ideológicas en las que se viven los roles de los personajes del medio familiar no tienen una influen cia determinante en la estructuración del inconsciente [...]. Lo que me llevaría a con siderar que sería preciso ir un poco más lejos que la tesis: el inconsciente está estruc turado como un lenguaje, -y decir que el inconsciente está estructurado como ese “lenguaje” (que no es una lengua) que es lo ideológico (Althusser, 1993: 110).
El paso definitivo para construir el psicoanálisis como ciencia lo da Althusser en su ambicioso ensayo Trois notes sur la théorie des discours (1966). En él se lamenta de que la
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Capitulo S: Eslructuralismos
teoría regional que es el psicoanálisis no disponga de una teoría general de referencia: La teoría analítica se encuentra, en el mejor de los casos, en la form a de una teoría regio nal que carece de teoría general” (Althusser, 1993: 119). D icha teoría general habrá de ser la combinación de otras dos teorías generales: una ya conocida, el materialismo his tórico, y otra que precisa una mejor delimitación: la teoría general del significante que se encargará del análisis del discurso. Vemos así conjugadas la reflexión teórica sobre el discurso inconsciente y sobre el discurso ideológico, estructurados como lenguajes, siguien do los parámetros que se delinearon en la atrevida hipótesis que se esbozaba en la carta a Diaktine. La primera consecuencia de esta articulación será la dificultad que encon trará Althusser para hablar de un “sujeto del incon sciente” tal como lo hace Lacan, al ser el sujeto el pilar básico de todo discurso ideológico. Pero la consecuencia más notable de la ausencia de una teoría general en la que pue da inscribirse el psicoanálisis será, no obstante, la dificultad que tendrá éste para lograr clausurarse como ciencia y para delimitar diferencialmente su objeto de estudio respec to de otras ciencias como la biología o la psicología, lo que no logra conseguir nunca de modo satisfactorio. Asimismo, la carencia de una teoría general conduce a la degrada ción de la teoría regional, que se deja contaminar por la mera práctica clínica incapaz de ser guiada teóricamente desde un nivel conceptual, lo que lleva también a la disper sión en los métodos de praxis clínicas excéntricas y extranormativas. Ello provoca que los psicoanalistas no pasen de ser más que terapeutas y utilicen la clínica como arma arrojadiza cuando lo que deberían arrojar más bien habrían de ser argumentos teóricos. Lo más preocupante, sin embargo, es que el hecho de no disponer “de una teoría gene ral, sino de una práctica o de una teoría regional, le da al psicoanálisis este estatuto extre madamente particular: no está en disposición de dar la prueba objetiva de su cientificidad [...]. Sólo la teoría general puede garantizar esta función, pensando el objeto de la teoría [regional] en su relación articulada con otros objetos cuyo sistema constituye el camp o de la objetivida d científica existente” (Althusser, 19 93: 123). Al carecer de una teoría general, el psicoanálisis se aísla del campo científico constituido por las demás teorías e intenta elaborar su propia teoría general, pero lo único que hace es repetir en un nivel mayor de abstracción los mismos conceptos de su teoría regional, no logrando articularse con las demás ciencias y profundizando en su aislamiento. Lacan intenta dar una solución con el aporte de la lingüística como teoría general articulada con el psicoa nálisis, relacionando y distinguiendo al mismo tiempo sus dos objetos propios de estu dio. La d ificultad reside en no dejarse engañar -com o sí le sucedió a Lacan - por la idea de que la lingüística o el psicoanálisis pueden hacer las veces de teoría general recípro camente entre sí, cuando la verdad es que se trata de dos teorías regionales necesitadas del arbitraje de un tercero simbólico, la auténtica teoría general: La teoría general del psicoanálisis, de la que está necesitado y que reclama su teo ría regional, no puede elaborarse por la sola “confrontació n” diferencial (y sus “efectos” de teoría general) entre la teoría regional de la lingüística y la teoría regional del psi coanálisis; deber ser elaborada en un ámbito completamente distinto, mediante otras
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confrontaciones, haciendo intervenir otras teorías regionales completamente distintas y sus relaciones diferenciales, mediante una reclasihcación absolutamente dilerente que ponga en cuestión justamente los objetos sobre los que esta limitación descrita más arriba ejerce sus efectos: las lamosas Ciencias Humanas. Querríamos sugerir aquí que la teoría general del psicoanálisis ha de buscarse en aquello que permite constituir la teoría regional del discurso del inconsciente, a la vez como discurso y como discurso del inconsciente, es decir, no en una sino en d os teorías generales cuya articulación habrá que pensar (Althusser, 1993: 129). El inconsciente tiene la particularidad de estar estructurado como un lenguaje, a saber, se compone de elementos que son los significantes. Es, por tanto, un discurso y como tal, junto con otros discursos (ideológico, científico), le resulta inherente a su desa rrollo la producción de un efecto de sujeto. El sujeto del psicoanálisis, representado en la cadena significante de su discurso es distinto del sujeto ideológico presente a su propio discurso, o del sujeto científico ausente en su discurso. De estas “diferencias de estruc tura” (Althusser, 1993: 132) en torno al sujeto (centrado ideológicamente, descentrado en la ciencia, en huida en el psicoanálisis) habrá de ocuparse la teoría general del signi ficante o teoría de los discursos, la cual habrá de tener en cuenta la precisión althussetiana de que la gasolina del (sujeto) inconsciente es justamente el campo ideológico en que aquél se origina, el constituye y se desenvuelve: Ahora podemos dar una primera respuesta a la cuestión esencial: ¿de qué teo ría general depende la teoría regional del psicoanálisis? En la medida en que el obje to teórico del psicoanálisis es el inconsciente, en la medida en que este inconscien te posee la estructura de un discurso, la teoría general de la que depende la teoría regional del psicoanálisis es la Teoría general del significante [...]. En la me dida en que el discurso del inconsciente es un discurso específico, que posee sus propios sig nificantes y una estructura propia (con un e fecto-sujeto específico), dicha especifi cidad del discurso analítico no depende sólo de la teoría general del significante. Depende de la teoría general que permite pensar la existencia y la articulación de los diferentes tipos de discurso [...]: es la teoría general del materialismo histórico (Al thusser, 1993: 148-149).
8.4. Lacan : el goce de Freud La obra -y la figura- de Jacques Lacan (1901-1981) revolucionaron y dieron nuevas alas al psicoanálisis, ciertamente necesitado de una aportación teórica que liberara toda la potencialidad del discurso freudiano, encerrado en demasía en la confusión epistemoló gica, el cientificismo ingenuo y el talante ecléctico de su fundador. La historia del psi coanálisis anterior a Lacan muestra una serie de despropósitos y una incomprensión bási ca de la genial invención de Freud hasta haber llegado a una completa desfiguración de su metapsicología, de su método y de su clínica. Era necesario volver a Freud, se hacía
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precisa “una just a vuelta al estudio en el qu e el psicoanalista debería ser el maestro, el de las funciones de la palabra. Pero parece que, desde Freud, este campo central de nuestro dominio haya quedado en barbecho" (Lacan, 1990: 234). El enorme daño causado al psicoanálisis por siniestros mentecatos como su hija, el “imbécil” de Jones -según solía llamarlo Lacan-, la propia Melanie Klein y, sobre todo, la profunda desgracia de la Ego Psychology estadounidense habían logrado dejar a Freud en una olvidada vía muerta. Para dójicamente, en el ámbito filosófico las cosas fueron mejor: desembarazados del lastre que suponía la clínica y el furor sanandi, los filósofos se aplicaron a una cuidada lectura de los textos freudianos, como sucedió en la hermenéutica o en la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, la conversión del psicoanálisis en hermenéutica o en crítica de ideologías realmente no aportaba dem asiado al descubrimiento freudiano, simplemente se apro piaba de sus intuiciones y las utilizaba, “aplicaba” o traducía interesadamente a otros con textos: ningún esclarecimiento ni beneficio obtuvo de ello la enredada y vacilante metapsicología psicoanalítica que daba la sensación de servir para todo. Pero se acabó la diversión: llegó Lacan y mandó callar, no sin provocar una tormen ta en el seno de las instituciones psicoanalíticas. En 1953, con su célebre Discurso de Roma se desmarca de la podrida A sociación Psicoanalítica Internacional, surgiendo la Sociedad Francesa de Psicoanálisis en 1954. En 1961, ésta se desgaja en dos facciones: la Asociación Psicoanalítica de Francia, que vuelve a pedir el reingreso en la API (Laga che, Laplanche y Pontalis) y la Escuela Freudiana de París, fundada por Lacan y Perrier, totalmente al margen de los dictámenes de la API. En 1969, Perrier y otros alumnos dis tanciados del “maestro” fundan e! IV Grupo. En 1980 Lacan disuelve la Escuela Freu diana de París. Evidentemente, en lo que a la institución se refiere, Lacan no logró apa ciguar el gallinero, incluso lo alborotó más que nunca. Si acaso, la disolución de su propia Escuela aportó una novedad, aunque no deja de traslucir un cierto narcisismo por su parte el permitirse romper una baraja que no era suya y con la que jugaba más gente: todavía hoy se andan recomponiendo los destrozados naipes (cfr. al respecto Miller, 2000). Comp arar esta historia con La carta robada de Poe es una tentación difícilmente evita ble, aunque también se puede uno hacer eco de la indignación de Zaratustra al ver que sus animales habían convertido el eterno retorno en una canción de organillo que reci taban salmódicamente sin que aquello les afectara lo más mínimo. Lo que sí queda cla ro en toda esta patética historia es que la aportación del psicoanálisis -y del propio Laca nhay que buscarla en otro lugar que en los corrillos de la esfera político-institucional, ya que a la canalla del poder sucumben los psicoanalistas con más facilidad incluso que los filósofos. Éstos, dada su condición de funcionarios, se dedican dócilmente y sin malicia política alguna a redondear su sueldo captando dineros públicos en forma de proyectos de investigación, subvenciones, ayudas de toda clase y dietas, lo que los vacuna en cier ta forma, aunque no del todo, del despiadado banquete psicoanalítico y, por supuesto, los neutraliza sistémicamente. Lacan centra su lectura de Freud en sus obras más tempranas de la primera tópica, obras todas ellas donde el aspecto lingüístico resulta más evidente que en las posteriores, donde aparece un enfoque más dinámico-pulsional:
Capítulo 8: Estructuralismos
El inconsciente no es lo primordial, ni lo instintual, y lo único elemental que conoce son los elementos del significante. Los libros que pueden llamarse canónicos en materia de inconsciente -la Traumdaitung, la Psicopatología de la vida cotidiana y El Chiste (Wilz) en sus relaciones con lo inconsciente- no son sino un tejido de ejemplos cuyo desarrollo se inscribe en las fórmulas de conexión y sustitución [...] que son las que damos del significante en su función de transferencia (Lacan, 1990: 502). El abordaje del psicoanálisis desde la lingüística se hace evidente desde el momento en que el retorno a Freud, al sentido de Freud, de Jacques Lacan en los Escritos se lleva a cabo bajo la bandera del significante y sus modos de remitencia, de contacto, de reem plazo, en ocras palabras, la metáfora y la metonimia. “Ya se dé por agente de curación, de formación o de sondeo, el psicoanálisis no tiene sino un médium: la palabra del paciente” (Lacan , 1990: 237 ). Ése es el suelo sobre el que hay que volver, el de la cura por la pala bra, la distinción entre la palabra vacía y la palabra plena, sus efectos y materializaciones en el discurso transferencial. No en otro lugar ha de buscarse el inconsciente como no sea en la palabra: “El inconsciente es aquella parte del discurso concreto en cuanto tra nsindi vidual que falta a la disposición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso consciente” (Lacan, 1990: 248). Lacan se aleja sistemáticamente de la retórica arcaica de Freud acerca del inconsciente instintual y pulsional, de sus metáforas biologicistas e hidráulicas, afirmando incluso que, para el propio Freud, la teoría de los instintos tenía un valor secundario frente a lo sim bólico. El primer camino no conduce a ninguna parte: Si el psicoanálisis puede llegar a ser una ciencia -pues no lo es todavía-, y si no debe degenerar en su técnica -cosa que tal vez ya esté hecha-, debemos recuperar el sentido de su experiencia. Nada mejor podríamos hacer con este fin que volver a la obra de Freud [...]. Vuélvase pues a tomar la obra de Freud en la Traumdeutung para acordarse así dequ e el sueño tiene la estructura de una frase o, más bien, si hemos de atenernos a su letra, de un rébus, es decir, de una escritura, de la que el sueño del niño representa la ideografía pri mordial, y que en el adulto reproduce el empleo fonético y simbólico a la vez de los ele mentos significantes [...]. Lo importante de lo que Freud nos dice está dado en la elabo ración del sueño, es decir, en su retórica. Elipsis y pleonasmo, hipérbaton o silepsis, regresión, repetición, aposición, tales son ios desplazamientos sintácticos, metáfora, catacresis, anto nomasia, alegoría, meconimia y sinécdoque [...]. En cuanto a la psicopatología de la vida cotidiana, otro campo consagrado por otra obra de Freud, es claro que todo acto fallido es un discurso logrado, incluso bastante lindamente pulido, y que en el lapsus es la mor daza la que gira sobre la palabra [...]. Si nos ha enseñado a seguir en el texto de las asocia ciones libres la ramificación ascendente de esa estirpe simbólica, para situar por ella en los puntos en que las formas verbales se entrecruzan con ella los nudos de su estructura -que da ya del todo claro que el síntoma se resuelve por entero en un análisis del lenguaje, por que él mismo está estructurado como un lenguaje (lacan, 1990: 256-258). Esta estructuración se hará cargo de la lingüística de Saussure y de Jakobson: “La lin güística, decimos, es decir, el estudio de las lenguas existentes en su estructura y en las
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leyes que en ella se revelan” (Lacan, 1990: 47 6),, empez ando por un análisis del signo 1¡tigüístico que necesitará ser adap tado a las peculiaridades del discurso inconsciente. Lo pri mero será desembarazarse del prejuicio de una primaria de* significado sobre el signifi cante, que no .v ía más que su representación en un soporte material. justamente esto es lo que enseña Freud y lo que implica el sentido de retornar a él, al pie de la letra. En el discurso personificado que hace la verdad, en un momento dado dice “Entended bien lo que él dijo y como lo dijo de mí, la verdad que habla, lo mejor para captarlo bien gs tomar lo al pie de la letra” (Lacan, 1990: 393). Entender a Freud al pie de la letra quiere decir, pues, no salir corriendo desde la literalidad y materialidad de la letra hacia los significa:* dos e imágenes ideales, sino quedarse en la letra, en el lenguaje., su estructura, su articu lación y las permutaciones de sus elementos diferenciales. El significante adquiere en Lacan la primacía absoluta frente al significado: “ Sólo las correlaciones del significante al signi ficante dan [...] el patrón de toda búsqueda de significación [...]. De donde puede decir se que es en la cadena del significante donde el sentido insiste, pero que ninguno de los elementos de la caden a consiste en la significación de la que es capaz en el momento mis mo. La noción de un deslizamiento incesante del significado bajo el significante Se impo ne” (Lacan, 1990: 4 82). Dicho deslizamiento es el que permite al lenguaje decir y signi ficar algo completamen te distinto de lo que parece decir; por el deslizamiento del sentido en el juego de las remitencias de los significantes se hace posible una dinámica dentro de la estructura que da lugar a las dos figuras elementales de la retórica: la metonimia y la metáfora. La metonimia se explica por la conexión y el envío de un significante al siguien te, contiguo, en la cadena. La metonimia responde a la fórmula “palabra a palabra”, que designa este entrelazamiento de los significantes en una cadena por remitir unos a otros y permitir una conexión meramente local que genera sentido tan sólo por el mero hecho de estar “al lado de”. La metáfora “brota entre dos significantes de los cuales uno se ha sustituido al otro toman do su lugar en la cadena significante, mientras el significante ocul to sigue presente por su conexión (metonímica) con el resto de la cadena. Una palabra por otra, tal es la fórmula de la metáfora” (Lacan, 1990: 487). Con la metáfora y la meto nimia explicadas en términos lingüísticos recurriendo exclusivamente a la noción del sig nificante, Lacan traduce los dos mecanismos esenciales del lenguaje onírico que ponía Freud al descubierto en la Traumdeutung: la condensación y el desplazamiento: La Entstellung, traducida: transposición, en la que Freud muestra la precondición general de la función del sueño, es lo que hemos designado más arriba con Saussure como el deslizamiento del significado bajo el significante, siempre en acción (incons ciente, observémoslo) en el discurso [...]. La Verdichtung, condensación, es la estruc tura de .sobreimposición de los significantes donde toma su campo la metáfora, y cuyo nombre, por condensar en sí mismo la Dichtung, indica la connaturalidad del meca nismo a la poesía, hasta el punto de que envuelve la función propiamente tradicional de ésta. La Verschiehungo desplazamiento és, más cerca del término alemán, S é rija je de la significación que la metonimia demuestra y que, desde su aparición en Freud, se presenta como el medio del inconsciente más apropiado para burlar a la censura (Lacan, 1990:49 1). ’ '
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Únicamente ha hecho falta un perfeccionamiento de la lingüística como el que ha tenido lugar en la lingüística estructural para hacer esta transposición que no pudo enun ciar Freud por haberse adelantado con mucho a su tiempo y no disponer de la herra mienta adecuada donde gxpresafy mediante la cual articular debidamente sus intuicio nes. Las leyes del inconsciente que descubre Freud, sus formas de burlar a la censura, son la metáfora y la metonimia, las sustituciones de los términos en el nivel vertical-para digmático de la metáfora y horizontal-sintagmático de la metonimia. En todo este proceso de surgimiento y creación del significado sigue el estructuralismo su particular cruzada contra el sujeto; el lugar del sujeto ha qued ado reducido a eso, a un lugar de no coincidencia consigo mismo: “Este juego significante de la metonimia y de la metáfora [...] se juega, hasta que termine la partida, en su inexorable finura, allí donde no soy porque no puedo situarme [...] pienso donde no soy, luego soy donde no pienso. [...] Lo que hay que decir es: no soy, allí donde soy el juguete de mi pensamien to; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar” (Lacan, 1990: 497-498). El suje to es siervo del lenguaje hasta tal punto que no es sino el fruto de su inserción en esta cadena significante que le preexiste, aunque no sea más que a título de portar un nom bre, su nombre propio. La revolución copernicana de Freud debe entenderse también en este sentido topológico. Si Copérnico le arrebató al hombre el lugar privilegiado de ser el centro del universo, Freud le hurtará el lugar privilegiad o de ser el dueño y señor del lenguaje, un lenguaje en el que el sujeto está inscrito pero que en modo alguno contro la: “Las pretensiones del espíritu, sin embargo, perm anecerían irreductibles si la letra no hubiese dado pruebas de que produce todos sus efectos de verdad en el hombre, sin que el espíritu intervenga en ello lo más mínimo. Esta revelación, fue a Freud a quien se le presentó, y su descubrimiento lo llamó el inconsciente” (Lacan, 1990: 489). El sujeto queda así maltrecho en sus pretensiones de omnipotencia ya que obedece a una constitución lingüística. Sus síntomas no son más que metáforas, sustituciones de un término por otro en la cadena significante; incluso lo más “subjetivo”, aquello que parece arrancar de las entrañas mismas del espíritu y de la condición humana, el deseo, se reduce al encadenamiento de la metonimia: desear es el remitir de un significante a otro significante y la indestructibilidad e insaciabilidad del deseo es la indestructibilidad del funcionamiento m etonímico en el lenguaje: cesar en el deseo es cesar en el lenguaje, no hay más deseo que el lingüístico. El sujeto o los sujetos sólo tienen lugar en el espa cio simbólico que determina el lenguaje y en él actúan cual marionetas. Un bello ejem plo de esto es el análisis que hace Lacan del cuento de Poe La carta robada, dond e los personajes se van posicionando en torno al significante primordial de la carta y cómo el desplazamiento de ésta, su ocultamiento, su disimulación, su inercia, el hecho de ser robada, recuperada y restituida, es lo que los constituye en cada instante com o sujetos y pone a cada cual en su lugar: Esto es sin duda lo que sucede en el automatismo de repetición. Lo que Freud nos enseña en el texto que comentamos es que el sujeto sigue el desfiladero de lo sim bólico, pero lo que encuentran ustedes ilustrado aquí es todavía más impresionante:
Filos ofías del sfglitííCM'
ní>: es sólo el sujeto, sino los sujetos, tomados en su intersubjeLividad, los cjSSx toman la fila [...] y que, más dóciles que borregos, modelan su ser misto® ssúfetí el ow.meimi que los recorre en laxásdena significante. Si lo que l:reü¿dcscubrl4jlftxifcsaibti de manera cada vez más abierta tiene un sentidos-es que el desplazamiento del signifi cante determina a los sujetos en sus actos, en su destino, en sus rWhazos^cn sbs cegue ras, en sus éxitos y en su suerte, a despecho de sus dotes innatas y de su logro social, sin consideración del carácter o el sexo, y que de buena o mala gana seguirá al tren del significante (Lacan, 1990: 23-24). La visión que se tiene en las aulas de Filosofía del pensamiento de Lacan, en caso dé existir, normalmente termina aquí. No va más allá de los Escritos. Si algún filósofo con sidera que ya no puede resistir por más tiempo el rubor de no haber leído ni tan siquie ra una línea de este pensador, irá a los Escritos y no saldrá de ellos. Lo que es tanto como dejar el estudio de un autor apenas en los comienzos de su andadura filosófica y no acom pañarlo en su etapa de madurez, tras unos años de profundos cambios en su pensamiento. Si la academia suele hacer justicia, con mayor o menor finura, a los filósofos, recono ciendo en ellos etapas a lo largo de su deambular filosófico, adscripciones a movimien tos filosóficos diversos, en el caso de Lacan no se contempla más que una figura mono lítica, antipática, abstrusa e ininteligible, enmarcada dentro del paradigma estructural y “superada” por las críticas de cuantos postestructuralistas vinieron luego de él. Triste y doloso panorama. En la literatura psicoanalítica de corte lacaniano viene a reconocer se sin lugar a dudas un “segundo Lacan”, otro Lacan que inicia su segunda navegación a comienzos de los años setenta, que se hace coincidir con la impartición de su seminario Aún y que sorprenderá por la similitud de sus planteamientos con los de pensadores como Deleuze o Derrida con quienes, en apariencia, sostiene la más dura pugna. El historia dor tal vez dijera que es a causa de la extrema cercanía de las propuestas de todos ellos. El giro que saltará a la vista en este período es el “descubrimiento”, so el traer a pri mer plano, por así decirlo, una alteridad nueva, ya anunciada bajo la figura de “lo real”, irreductible al orden estructural simbólico. Un real no interpretable, no simbolizable, no neutralizable ni domeñable, algo que siempre escapa a la sistematización y al análisis, no elaborable, absolutamente díscolo e incapaz de someterse a la tiranía de la Ley del Otro. De l Otro al otro (Lacan, 1992a: 12) es como el propio Lacan caracteriza este vuel co de su pensamiento. En efecto, el tan traído y llevado, tanto como criticado y vitupe rado, “O tro” con m ayúsculas del primer lacanismo, empeñado en reducirlo todo a la estructura ordenada del lenguaje y sometido a la ley de la metáfora y la metonimia, va a verse desplazado por un “otro” con minúsculas, qu e ya no es el Padre de la Ley, sino jus tamente aquello que la desafía sin someterse nunca a ella ni a su mandato. Este peque ño otro será el objeto a (que se lee “objeto a minúscula” u “objeto a pequeña”, haciendo referencia la “a” a la primera letra del vocablo francés autre, otro): Quizá mi pregunta se dirija a otra cosa que a lo que #Stá por entero reglamenta do por el Nombre del Padre. Este, felizmente, no logra reglamentar todo. Lo que Lacan llama el objeto a es precisamente lo que siempre hawsobjcción al Nombre del Padre
Capítulo I; f y b u c t t i r a l i s m o s
y pcrmarjfggytomo elerfíento perturbador. F.l control total en el orden humano es imposible y es nwssario localizar aquello que no se deja simbolizar y maniobrar con ello. El a minúscula es el nombre inventado por Lacan para desi gnar; pomo ccmstan■(!§; je q « no se deja simbolizar. [...] Quizá se pueda decir que toda creatividad tiene üJa ción con el objeto a (Millcr, 1998a: 50 2-503 ). El otro del Lacan de los años setenta ha sido ema(yu)sculado. En su lugar nos hallamo Ho n un enfoque completamente distinto del quehacer psicoanalítico. Se renuncia definitivamente a la ensoñación de una traducción perfecta de la dialéctica hegeliana á la situación analítica como se esbozaba en algunos pasajes de los Escritos: “Se puede calificar como real en la experiencia analítica, a todo aquello que resiste a la dialécti ca” (Miller, 1992: 80); “Lacan soñó con un psicoanálisis que fuera reconciliación, asun ción plena del deseo, advenimiento de una palabra plena [...]. Lacan no íormuló nun ca más el final del análisis en términos de reconocimi ento” (Miller, 1992: 110 -111 ); gf renuncia a traducir lo real a lo simbólico, reconociéndose su irreductibilidad y, sobre todo, la necesidad de un tratamiento específico de lo real, del goce, de este retoño de pulsión de muerte freudiana que es el objeto a, lo más lejos posible de la metaforización tradicional en psicoanálisis. El objeto a no transige con las estructuras. Si deci mos que el psicoanálisis lacaniano lleva a cabo su propia desedipización desde dentro y que la invención del objeto a y la primacía del goce de lo real hacen las veces de un Antiedipo intramuros del psicoanálisis no diríamos nada muy desacertado aunque tal vez sí provocador. Aunque ya no hay quien se moleste por estas cosas. Los deleuzianos andan en otras lides. Antes de acabar el primer lustro de los años setenta Jacques Derri da publicará Glas, realizando su propio ajuste de cuentas con Hegel y poniendo de relieve un término crucial en su pensamiento: el resto. Resulta tentador contemplar a la pez la operación que llevan a cabo estos tres autores y dejar que nuestra mirada se pasee del objeto a lacaniano al resto derridiano, al esquizo deleuziano. En los tres casos se designa un irrecibible para el sistema, para la estructura, para la simbolización. Lacan estaba en esta misma lucha, tal vez contra sí mismo , aunqu e se lo siguiera, y se lo sigue, considerando como el apologeta del gran Otro con mayúsculas. Ese resto, ese objeto a, ese rastro de goce será definido por Lacan como “lo que no sirve para nada” (Lacan, 1992b : 11), aquello que el sistema desecha, no sabe qué hacer con él e intenta dome s ticarlo y domeñarlo de todas las formas a su alcance o, simplemente, evacuarlo: una preocupación tan antiedípica como deconstructiva. Lacan de pronto se hace sensible al.acontecimiento del goce a una “irrupción, una caída en el campo, de algo qu e es del orden del goce-un sobrante” (Lacan, 1992b: 18). La vía regia del lenguaje, del inconsciente estructurado como un lenguaje, va a ser, si no abandonada, al menos compartida con una segunda vía que contempla la posibi lidad de que no todo sea lenguaje o reductible a él. Está lo indecible, aquello que no está estructurado como un lenguaje, que resiste a su lingüistización, a su metaforización: el goce, el síntoma. Frente a la vía del lenguaje, del sueño, del inconsciente, se sitúa ahora la vía del síntoma, de lo real, del goce del cuerpo: “Si hay algo que todo nuestro abor
Capítulo S: Estructural!smos
Filosofías del siglo XX
daje delimit a y que con toda seguridad ha sido renovado por la experiencia analítica, es que no pue de hacerse ningun a referencia a la verdad sin indicar que únicamente es acce sible a un medio decir, que no puede decirse por completo, porque más allá de esta mitad no hay nada que decir. Esto es todo lo que pue de decirse. Aquí, en consecuencia, el dis curso queda abolido. Por muy placentero que resulte para algunos, no se puede hablar de lo indecible” (Lacan 1992b: 54). Del sentido al goce real del síntoma: “Lo real es el Otro del sentido. Falta aún por entender cómo domesticar el síntoma a partir del equí voco, y no del sentido” (Miller, 1998b: 395). El síntoma no se disuelve en una conste lación de sentido. La interpretación no deshace al síntoma ni éste se licúa en palabras, sino que permanece: “A diferencia del acto fallido, por ejemplo, que permanece desci frable e interpretable y al que es posible encontrarle sentido, el síntoma psicótico reapa rece en lo real más allá del sentido que podamos encontrarle” (Miller, 199 8b: 410 ). D es vanecidos y muy atrás quedan los cantos de los Escritos a la “palabra plena”, al “Otro absoluto” garante de la verdad de la interpretación. Hasta la bestia negra de los antilacanianos, el “Nombre del Padre”, que en tiempos garantizara la estabilidad de un mar co veritativo y hasta hermen éutico de interpretación, ahora se verá él mism o convertido en un síntoma, sólo que en un “síntoma normal”, ubicado en un lugar donde se detie ne arbitrariamente, gozosamente, el devenir interpretativo, cristalizándose, corporalizándose. El síntoma aparece como una fijación significante del deseo, como si el movi miento de reenvío se pudiera detener al fijarse a un significante. En el síntoma, el deseo aparece como cautivo y de ailí ia idea de que se trataría de liberarlo [...J. Esto no va de suyo: la forma más simple de comprenderlo es a partir de la metáfora paterna que jus tamente como metáfora es un síntoma [...]. La metáfora paterna es un síntoma nor mal. Es lo que aparece cuando dice en los años setenta: “Finalmente, el Nombre del Padre es un síntoma”. Hubo un revuelo general: aquellos que pensaban practicar con la garantía del Nombre del Padre percibieron que estaban utilizando un síntoma sin saberlo (Miller, 1998a: 105).
Jacques-Alain Miller, filósofo-psicoanalista, y el más interesante y lúcido continua dor del lacanismo, supone una buena cura para descubrir este otro Lacan a través de sus excelentes escritos de explicitación -y de reinvención- de un Lacan menos atribulado y entonte cido p or la tradición filosófica. El no deja de insistir justamente en este giro que venimos señalando y que nadie como él ha enseñado: “Si el síntoma es el efecto de lo simbólico sobre lo real, ¿por qué esperamos reducirlo mediante efectos de significación? ¿Acaso es inevitable pasar p or ellos en el análisis? En otras palabras, ¿es necesario intro ducir el sentido? En la última enseñanza de Lacan se examinan distintas posibilidades, hasta esa que plantea que la interpretación analítica misma no sería del orden del efecto de significación, sino que procedería por medio del equívoco, el cual no sería una espe culación sobre el sentido” (Miller, 1998b: 411). No se necesitan más vacunas contra la hermenéutica o la crítica de las ideologías y su espuria apropiación y neutralización de
lo más desestabilizador del psicoanálisis: lo que siempre viene del lado de la pulsión de muerte, del goce, de lo real. Un psicoanálisis que apuesta, por tanto, por el equívoco, que renuncia al sentido, toma decididamente un derrotero joyeeano al que no es ajeno ni con mucho Lacan, lo que nuevamente lo acerca tanto a otros filósofos lectores de Joy ce contemporáneos suyos. Com o señala Miller:
■
La últi ma enseñanza de Lacan es una enseñanza del psicoanálisis sin Nombre-delPadre en la que éste es reabsorbido en lo múltiple. Es la enseñanza del psicoanálisis en la época en la que el Otro no existe (Miller, 2003: 96).
8.5. Anamorfosis: Roland Barthes Acabaremos este capítulo con una breve mirada a Roland Barthes (1915-1980), el cual, si bien es reconocido fundamentalmente por su aportación a la teoría y la crítica litera rias, encierra el interés de asomarse, desde un estructuralismo más o menos ortodoxo (si es que lo hay) en sus connivencias con la semiótica, hacia más allá del propio estructu ralismo. Actúa, por tanto, en cierta forma como puente hacia el postestructuralismo, o, más bien, hacia lo que ya no es estructuralismo sino posmodernidad o filosofía de la dife rencia. A otros semiólogos les ha dado mucho más vértigo entrar por ese puente (véase Umberto Eco), pero Barthes, quizá debido a una actitud vital que le impedía olvidarse de una cierta búsqueda de libertad (inspirada en buena medida por un aire marxista), no deja de cuestionarse si ese aparato estructural que garantiza el sentido no será tam bién un limitador del mismo e incluso un instrumento de freno, opresión y alienación; es en este sentido en el que se vislumbra ya claramente el camino que en el mismo momen to histórico empiezan a tomar Deleuze o Foucault. En 1977, tres años antes de su muerte y cuando ya era suficientemente respetado, afirma Barthes en su lección de ingreso en el Collège de Francia: todo lenguaje es fas cista” (cfr. Barthes, 19 78: 14). No es poco para alguien que ha dedicado su vida al len guaje. No es exagerado, aunque él no lo dice, extender esta afirmación a la prepotencia que en un momento dado adquirió la ciencia del lenguaje, semiología por demás: toda lingüística es fascista. El lenguaje, en efecto, había ocupado el lugar preponderante del sujeto cuando éste no soportó más su desfondamiento de la mano del marxismo y el psi coanálisis. Sin embargo, la tiranía no se suprimió, pues el lenguaje apareció dotado de toda esa autonomía y esa codificación que en muchos momentos le había faltado (qui zá afortunadamente) al sujeto moderno. El mismo lenguaje defendido políticamente corno fuente de libertad (el derecho a la palabra, la libertad de expresión) se había convertido, según Barthes, en el más repre sivo de los códigos y la más estrecha de las legislaciones. Y es que, ya desde 1966 al menos, en Crítica y verdad , había iniciado este autor la consideración del lenguaje como instru mento y codificación de las instituciones; el análisis lingüístico equivaldría, por tanto, a un análisis social, y permitiría llegar a criticar lo social y lo político a través de su len
Capítulo 8: Estructuralismos
filosofías del siglo XX
guaje, justo como en el giro lingüístico se intentó comprender al sujeto a través de su expresión. Inicia así Barthes un análisis terapéutico en sí mismo, algo que heredan Foucault, Deleuze y Derrida: igual que el psicoanálisis, el propio análisis lingüístico tie
Bachelard) que “entre la cosa y su apariencia se desarrolla el sueño (Barthes, 1973: 133). Separadas bis palabras y las cosas, y consciente Barthes del espesor que había introduci do el psicoanálisis en el signo (pues conocía perfectamente a L acan), así com o de la fun
ne una dimensión emancipadora, liberadora, pues (también en sentido marxista) la com prensión de las instituciones es el primer paso hacia su cuestionamiento. Pero también cerca de Blanchot:
ción ocul tadora contra la que siempre hemos de estar en guardia (cercanía al marxismo, esta vez), cae en la cuenta de que el sentido no es algo dado, preexistente, claro, y que la crítica literaria, por demás, nunca logrará (ni debe pretenderlo) rescatar un sentido ocul to u olvidado, ni restaurar una verdad. Pues nunca hay una verdad del sentido ni un sen tido de la verdad. El sentido en la literatura, es decir, allí donde el lenguaje se libera de restricciones y abandona esa colaboración mutua que las instituciones y él mismo se pres
El lenguaje, en el mundo, es, por excelencia, poder. El que habla es el poderoso y el violento. Nombrar es esta violencia que aparta lo que está nombrando para tener lo bajo la forma cómoda de un nombre. [...] Por tanto, es necesario rescatar en la obra literaria el lugar donde el lenguaje sigue siendo relación pura, ajena a cualquier dominio y a cualquier servidumbre, lenguaje que también habla sólo a quien no habla para tener ni para poder, ni para saber ni para poseer, ni para convertirse en maestro y amaestrarse, es decir, sólo a un hombre muy poco hombre (Blanchot, 1991: 40-41).
tan, es siempre un sentido desplazado, huidizo, resbaladizo como un sueño. La critica, ante esto, en un comentario siempre imposible, sólo puede intentar detener ese desliza miento, pararlo siquiera sea provisionalmente en una lectura. Ese desplazamiento del sentido, esa continua duplicación que provoca que cada elemento, como en el sueño, remita a algo distinto de sí, genera el Relato; comentando a Proust, por ejemplo, Bar thes subraya cómo el signo condensa el sentido y lo desplaza, cómo incluye presencia y ausencia en un juego generado r de texto, relato, escritura:
Allí donde muchos quisieron ver, por ejemplo ya en la temprana obra E l grado cero de escritura, una invitación al silencio, en 1977 no cabía ya pensar que fuese ésa la acti tud de Barthes. Pues, a la vez que Maurice Blanchot, había Barthes ya intuido la otra cara del fascista lenguaje: la cara revolucionaria, presente especialmente allí donde el len guaje se hace más libre, es decir, en la literatura. La crítica literaria permitía, por tanto, analizar la libertad, y al analizarla promoverla. Puesto que no podemos escapar del len guaje y su tiranía, propone nuestro autor centrarse allí donde su codificación se enfren ta a lo imposible (otra vertiente que une a Barthes con el pensamiento de la diferencia), es decir, allí donde el lenguaje se enfrenta a una “revolución permanente”: Si se llama libertad, no solamente el poder de sustraerse al poder, sino también y sobre todo el de no someterse a nadie, no puede por tanto haber libertad más que fue ra del lenguaje. Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un coto cerrado. No se puede salir de él más que pagando el precio de lo imposible. No nos queda, si puedo decirlo así, más que trampear con la lengua. Estas trampas salutífe ras, esta oblicuidad, este señuelo magnífico, que permite oír la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, la llamo por mi parte: lite ratura (Barthes, 1978: 15-16). No es extraño, por tanto, que aparezca claro el vínculo entre lo político y lo litera rio; ni que, pocos años después, filósofos como Derrida identifiquen literatura y demo cracia como las dos formas y efectos del derecho a decirlo rodo (cfr. Derrida, 1993: 64). Pero esa cuestión política radica en la concepción misma del signo, en la propia idea de metáfora, es decir, en la base misma de la semiología que está a punto, pero en Barthes sólo a punto, de fallar. Ya en E l grado cero... entreveía Barthes la complicación de agarrarse al sentido como un nuevo absoluto, una nueva idealización; y, comenzó, de hecho, a afirmar (cerca de
Se puede entonces apreciar que el nombre proustiano dispone plenamente de las dos grandes dimensiones de! signo: por una parte puede ser leído solo, “en sí , como una totalidad de significaciones (Guermantes contiene varias figuras), es decir como una esencia (una “entidad original” dice Proust), o si se prefiere, una ausencia, pues el signo designa lo que no está allí; y por otra parte mantiene con sus congéneres rela ciones metonímicas, funda el Relato (Barthes, 19 78: 187). La metonimia explica ese desplazamiento, pero, sin embargo, sugiere un orden, una totalidad a la que se remiten las partes, una secuencia en el movimiento del sentido. La tiranía del lenguaje no se evita del todo, pues. Es un caos controlado, pues, una polise mia controlada. El sueño tiene lecturas, remite a deseos, está codificado también. L o que se da es una anamorfosis: en la literatura, en la lectura, en la crítica, una a namo rfosis no caótica (como la surrealista) sino “con sentido” (cfr. Villacañas, 1 997 : 287). Y es ahí don de Barthes no termina de cruzar el puente. La hermenéutica y la semiología no dejan de controlar la polisemia, no cruzan el puente. Recurriendo al contexto, o, como Barthes, al fascismo del lenguaje o Incluso a la memoria (pues es la escritura “un com promiso entre la libertad y el recuerdo” -Barthe s, 1973: 17). Sin ese control del desplazamiento del sentido, la literatura excedería quizá las espe ranzas emancipadoras que Roland Barthes había puesto en ella. Pues, como apuntábam os desde el inicio, la preocupación de fondo es en Barthes humanista, política, quizá m oral; de hecho tiende a mitificar la literatura como territorio de sentido abierto y de libertad que consuele de la finitud del sujeto que crea o lee, y de ahí su énfasis en tratar el texto y “despreciar” al hombre. Sobrevive el sentido, aunque sea en su vaivén; el hombre, no. Quizá es que también el sentido es fascista...
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9 Filosofías de la diferencia
Lo imposible es lo único queptiede ocurrir. .
Jacques Derrida
Intentemos superar, pues, la pregunta de qué tendrá el estructuralismo para que casi todos sus autores nieguen ser tales. Sí lo son claramente los que incluimos dentro del rótulo “filosofía de la diferencia”: aquellos autores que, por lejos que queden sus propuestas entre sí, coinciden en, dentro del pensamiento francés contemporáneo, dar un paso más allá del estructuralismo (algunos los etiquetan como postestructuralistas, pues el énfasis de algunos por desvincularse sólo es comparable al énfasis de otros por vincularlos) y, haciéndose cargo de cierta herencia de Nietzsche, provocar el estallido definitivo del discurso filosófico. Es común a ellos, en efecto, potenciar el concepto de diferencia hasta hacer estallar cualquier referencia a las estructuras. Les caracteriza, además, el énfasis con el cual querían conscientemente alejarse del estructuralismo, pero también de la llamada posmodernidad. Énfasis del cual no tenemos por qué dudar. Muchos historiadores han insistido en adscribir estos autores bien a la tradición estructuralista, bien a la posmoderna, cometiendo así errores de apreciación al no captar la singularidad de sus propuestas. Buena muestra de cómo el afán clasificador condiciona la interpretación, e incluso el mero entendimiento (y, como muestra, cfr. Hottois, 1999: 460). Más que en una línea posmoderna, suelen Foucault, Deleuze y Derrida apostar por una filosofía crítica que se toma en serio a sí misma, haciéndose así más que crítica y cuestionando, en la línea nietzscheana, toda la tradición metafísica occidental. El enfoque esBiítico, por demás, en cuanto los tres se plantean qué es (int)posible pensar y de
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Capítulo 9: Filosofías de la diferencia
Filosofías del siglo XX
qué (imposibilidad se trata, haciéndose cargo, pues, de una tarea kantiana pero, quizá,
las fosilizaciones, para lograr que el sentido fluya como le es propio sin que nadie lo pare
de una forma más “valiente” que el propio Kant, es decir, enfrentando las posibles aporías y asumiendo su carácter de tales, desprovistos además del “sujeto crítico”. El concepto de diferencia remite a varias raíces. Por un lado, la semiótica y estruc tural: es la diferencia lo que permite fijar la posición de un signo; sin embargo, es en la tradición semiológica, estructural y hermenéutica una diferencia controlada, una poli semia que cierra sus puertas a una diseminación del sentido. En los autores de la dife rencia, ese cierre no es posible, de forma que la diferencia que permitía identificar un sentido provoca justamente lo contrario: su estallido en una metaforicidad continua e incontrolable (y es ésta una de las raíces que llevaron a los autores de los que ahora nos ocupamos a trabajar sin duda la literatura y otras artes junto a la filosofía). Este estalli do nos lleva a la segunda raíz: la diferencia en el sentido nietzscheano; de Nietzsche toman no sólo la necesidad de un pensamiento a la vez crítico, radical y afirmativo (hay, de hecho, un antes y un después del 68 en los autores que estudiamos), sino esa idea de diferencia aparecida especialmente en la teoría del olvido de la naturaleza metafóri ca del concepto según la cual sólo hay metáforas diferentes, nunca sentidos cerrados, y cuando se intenta cerrar el sentido es con la universalización de las metáforas en con ceptos, es decir, con su fosilización, su muerte, el alejamiento de lo singular y lo vivo, y, en definitiva, con el olvido de la diferencia. La diferencia, en tercer lugar, es un con cepto aplicado a la ontología por Eíeidegger, y desde ahí influye también en alguno de los autores que incluimos en este apartado, quizá especialmente en Derrida. La dife rencia ontológica heideggeriana, que separando ser y ente invita a una mirada más allá de los entes en busca de un sentido diferente y originario, queda en los filósofos fran ceses de finales del siglo XX en una invitación a buscar un sentido negado por la histo
ni se adueñ e de él. ^ Aprender a vivir en ese fluir complicado no será la menor tarea que estos filósofos
ria de la metafísica tradicional, si bien, contra Heidegger, ese sentido no es ya ni uno ni originario, sino precisamente la cerrazón o la construcción o el fajamiento de un sen tido supuestamente inmaculado, el cual es precisamente el que ha de ser desmontado, solicitado o decon struido con diferentes estrategias. Estrategias que actúan a veces como un psicoanálisis, pues en el desarrollo del prop io análisis se produce la “curación”; Freud, a veces a través de La can, es de hecho la cuarta vía que invita a nuestros autores a la indagación de sentidos ocultos, olvidados, reprimidos, reconstruidos o fantaseados a posteriori como la proton pseudos histérica. Estas estrategias, desde la arqueológica a la deconstructiva pasando por el esquizoanálisis, han abierto el lenguaje de la filosofía de nuestros días de forma insospechada; y han puesto en cuestión la coherencia supuesta de más de dos mil años de pensamiento occidental. Importa especialmente distinguir estas maneras de filosofar de la hermenéu tica (de la cual sin embargo beben, aunque hirviendo el agua): si bien el debate queda instalado en el texto y en la escritura (en sentido a mplio), no se trata ya de recuperar sen tidos ni de controlar una posible polisemia; la metáfora no se detiene y el sentido sola mente se va coaguland o en momentos del análisis por imperativo del análisis mismo, pero es misión del analista detenerlo lo menos posible. El analista es, precisamente, en Foucault, Deleuze y Derrida, el encargado de deshacer los nudos, los embotellamientos,
nos exigen. Este analista realiza, de esta forma, una tarea transgresora: contra el sentido estable cido, contra las autopistas de la comunicación que defienden con sus márgenes los cauces por los cuales circular cómodamente, los autores de la diferencia, y he aquí la herencia marxista, pretenden transgredir esos cauces; una vez más el propio análisis es la terapia, como el análisis marxista contenía dentro de sí las vías de concienciación y, por tanto, de emancipa ción. ' Todavía un punto común: estos análisis, diversos y diferentes como no podría ser de otro modo, han de vérselas continuamente con el cogito; la escritura, el texto que anali zan, desplaza siempre al cogito de ese lugar central que este mismo le había arrebatado a Dios. Invento moderno según Foucault, el hombre deja de ser ya el polo que garantiza, de manera teoló gica (así lo ve Derrida), la correspondencia entre las palabras y las cosas. Sometido él mismo a deconstrucción, este sujeto moderno encontrará de nuevo la inco modidad de enfrentarse a sí mismo en una diseminación sin norte; lo cual, sin embar go, como veremos no hará imposible cualquier ética, ni cualquier política, fruto ambas del respeto a la singularidad (otro punto en común) del acontecimiento. Bien entendido, junto a los tres autores de los que nos ocupamos hay otros que cami nan por los mismos senderos: no hay que excluir del todo a Lévinas de esta forma de filosofar, ni menospreciar aportaciones como las de Blanchot o Nancy, pero de ellos, por motivos diversos, nos ocupamos en otros lados.
9.1. A pesar de las estructuras, Foucault Jean Piaget, en su conocida obra: El estructuralismo, definía la filosofía de Foucault (192 6 1984) cómo un “estructuralismo sin estructuras”, fórmula que ciertamente logró per mear el quehacer de los historiadores de la filosofía contemporánea. Sin emba rgo, la exposición que hace Piaget del pensamiento foucaultiano desde el funcionalismo y una clara desintonía con todo el movimiento estructuralista no logra, a nuestro juicio, calar en lo más valioso que éste tiene -como suele suceder con todo aquello que se escribe “contra” un determinado estilo filosófico en particular-. Nos sirve, sin embargo, para adentrarnos en el primer Foucault: La obra de M. Foucault sobre Les mots et les cboses [...] únicamente conserva del estructuralismo corriente los aspectos negativos sin que se consiga discernir en su “arqueolo gía de las ciencias humanas” (éste es el subtítulo del volu men) más que la búsqueda de arquetipos conceptuales vinculados principalmente con el lenguaje. Fou cault está sobre todo resentido con el hombre, y considera a las ciencias humanas como el simple producto momentáneo de estas mutaci ones, apriori históricas o episteme que se suceden sin orden en el transcurso de los tiempos [...]. Son unos a prioris
F i l o s o f ía s d e l s i g l o x x
históricos”, condiciones previas del conocimiento, como las formas trascendentales, pero durando únicamente un período limitado de la historia y que ceden su sitio a otros cuando la vena de los primeros se ha agotado [...]. Foucault se ha fiado de sus intuiciones y ha sustituido por la improvisación especulativa toda metodología siste mática [...]. Efectivamente, las sucesivas epistemes no pueden deducirse unas de otras, ni formalmente ni siquiera dialécticamente, y no proceden unas de otras por ningu na filiación, ni genética ni histórica. Dicho de otro modo, la última palabra de una “arqueología” de la razón es que la razón se transforma sin razón y que sus estructuras aparecen y desaparecen por mutaciones fortuitas o emergencias momentáneas, al modo en que razonaban los biólogos antes del estructuralismo cibernético contemporáneo. Así pues, no es exagerado calificar el estructuralismo de Foucault de estructuralismo sin estructuras, ya que retiene del estructuralismo estático todos sus aspectos negati vos: la desvalorización de la historia y de la génesis, el desprecio de las funciones y, en un grado inigualado hasta ahora, la negación del propio sujeto, puesto que el hombre pronto va a desaparecer. En cuanto a los aspectos positivos, sus estructuras únicamente son esquemas figurativos y no sistemas de transformaciones que se conservan necesa riamente gracias a su autoajuste. En este irracionalismo final de Foucault el único pun to fijo es el recurso al lenguaje (Piaget, 1 980: 146-154) .
Es curioso que un pensador de raíz estructuralista como Piaget se muestre tan cons ciente de las limitaciones del estructuralismo, aunque sea para aplicárselas a otro: el esta tismo, el no d ar cuenta del devenir de las estructuras. Sin embargo, precisamen te al bus car estructuras en Foucault constata Piaget carencias, pero es que no sabe hacerse cargo de que no era ése el propósito foucaultiano. Juego curioso el de Piaget (y demasiado usual): introducir a un autor en su catálogo de estrucruralistas, para acusarle de no ser lo adecuadamente. Le acusa, de hecho, de no aplicar la metodología analítica esperada, pero es que en Las palabra s y las cosas empieza ya Foucault a cuestionar ese método. Le acusa de evitar el sujeto, radicalizando la manera estructural, pero es que Fo ucault lo suprime de una forma distinta y con distintos objetivos. Acaba acusándole de irraciona lismo, pero es que la herencia nietzscheana ha acabado con lo estructural y ha abierto el pensamiento más allá de sí mismo de forma tal que etiquetar la actitud resultante de irracionaiismo no deja de ser de una ingenuidad lamentable. Y es que ningún estructuralista se había enfrentado a la tarea que está en la base del planteamiento de Las palabr as y las cosas: qué es imposible pensar y de qué imposibili dad se trata. En este libro empieza a dibujarse la tarea de Foucault, entendida en princi pio com o arqueo logía pero más p otente de lo que esa caracterización denota: a saber, explicitar las condiciones del discurso, quizá para conjurarlas. Con Gilíes Deleuze, que sostiene una concepción del estructuralismo más amplia y acertada, podemos intentar la detección de algunos rasgos comunes de esa corriente den tro de los escritos de Foucault. Es fácil determinar el “aire estructuralista” que impregna Les mots et les chases y, en general, todo el quehacer arqueológico así como sus puntos de fuga. La arqueología determina su propio objeto según las coordenadas de lo simbólico, del establecimiento de un “tercero”, de un estrato invisible a la primera mirada, más pro
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fundo, inconsciente y rector de cuanto acontece, causante del hecho de que exista un orden determinado a priori en cada mo mento de la historia. La arqueología determina su objeto, el discurso, las epistemes mediante u n análisis del discurso que se reconoce here dero de la lingüística científica y del giro impreso a la filosofía por el filólogo Nietzschc. Rastrea en cada episteme la relación entre las palabras y las cosas: la semejanza, la repre sentación, el repliegue sobre sí del propio lenguaje convertido en objeto de conocimiento, las reglas que rigen la combinatoria del discurso, las relaciones entre los enunciados. La clausura de la episteme representativa nos entregará un lenguaje fragmentado y disperso que dará al traste con el secular empeño filosófico de hallar una identidad, una conti nuidad, de configurar un “cuadro” coherente de la realidad y la historia: Al disiparse la unidad de la gramática general -el discurso-, apareció el lenguaje según múltiples modos de ser cuya unidad no puede ser restaurada sin duda alguna. Quizá por esta razón se mantuvo alejada del lenguaje durante mucho tiempo la refle xión filosófica [...]. El lenguaje no entró de nuevo directamente y por sí mismo en el campo del pensamiento sino a fines del siglo XiX. Se podría decir aun que en el XX, si el filólogo Nietzsche -y aún allí era tan sabio, sabía tanto y escribía tan buenos librosno hubiera sido el primero en acercar la tarea filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje. Y he aquí que, en este espacio filosófico-filológico que Nietzsche abrió para nosotros, surgió el lenguaje de acuerdo con una multiplicidad enigmática que había que dominar. Aparecieron ahora, como otros tantos proyectos (quimeras ¿quién pue de saberlo en ese instante?), los temas de una formalización universal de codo discur so o los de una exégesis integral de un mundo que sería, a la vez, la desmistificación perfecta, o los de una teoría general de los signos [...]. Para Nietzsche no se trataba de saber qué eran en sí mismos el bien y el mal, sino qué era designado o, más bien, quién hablaba, ya que para designarse a sí mismo se decía agatbos y deilos para designar a los otros. Pues aquí, en aquel que tiene el discurso y, más profundamente, detenta la pala bra, se reúne todo el lenguaje. A esta pregunta nietzscheana: ¿quién habla? responde Mallarmé y no deja de retomar su respuesta al decir que quien habla, en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma -no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario. En tanto que Nietzsche mantenía hasta el extremo la inte rrogación sobre aquel que habla, y a fin de cuentas se libra de irrumpir en el interior de esta pregunta para fundarla en sí mismo, sujeto parlante e interrogante: Ecce homo, Mallarmé no cesa de borrarse a sí mismo de su propio lenguaje, a tal punto de no que rer figurar en él sino a título de ejecutor en una pura ceremonia del Libro en el que el discurso se compondría de sí mismo (Foucault, 1989: 296-297). Con ello accedemos a otro de los rasgos característicos del pensamiento estructural, a saber, el vacío del hombre, el borramiento del sujeto en el discurso, la primacía del lugar, de la posición en el entramado estructural sobre los elementos que vienen a ocu par dichos lugares: un sujeto que desaparece sin más de la estructura reducido a un com plejo haz de relaciones diferenciales en el espacio, incapaz de identificarse con este o aquel lugar ocupado empíricamente en el nivel de la ideología, de lo imaginario o de las situa ciones reales, un sujeto topológico inscrito en la cadena significante:
Filosofías del siglo
XX
Ahora es posible comprender, y hasta su fondo mismo, la incompatibilidad que reina entre la existencia del discurso clásico (apoyado sobre la evidencia indudable de la representación) y la existencia del hombre, tal como se da al pensamiento moder no. [...] ¿Es acaso nuestra tarea futura el avanzar hacia un modo de pensamiento, des conocido hasta el presente en nuestra cultura, que permitirá reflexionar a la vez, sin discon tinui dad ni contradicci ón, el ser del hombre y el ser del lenguaje? [...] Pero tam bién es posible que se excluya para siempre el derecho de pensar a la vez el ser del len guaje y el ser del hombre; es posible que haya allí una especie de hueco imborrable (justo aquél en el que existimos y hablamos), y sería necesario remitir hacia el reino de las quimeras cualquier antropología en la que se planteara la cuestión del ser del lenguaje, toda concepción del lenguaje o de la significación que intentara reunir, mani festar y liberar el ser propio del hombre. [...] La única cosa que sabemos por el momen to con toda certeza es que en la cultura occidental jamás han podido coexistir y arti cularse uno en otro el ser del hombre y el ser del lenguaje. Su incompatibilidad ha sido uno de los rasgos fundamentales de nuestro pensamiento (Foucault, 1989: 3 29). Ahora bien, junto a estas evidencias, hay que señalar que La arqueología del saber señala ya sin ambages un claro distanciamiento del estructuralismo. La noción de 'ac on tecimiento”, que capitaliza la irrupción de la discontinuidad y la ruptura, siempre se lle vará mal con la rigidez de la estructura y hallará mal asiento en cualquier sistema topológico clausurado. El desplazamiento de lo discontinuo, la dispersión como elementos operativos básicos de la arqueología entran en conflicto con una aplicación a la historia del paradigma estructural: No se trata de transferir al dominio de la historia, y singularmente de la historia de ios conocimientos, un método estructuralista que ya ha sido probado en otros cam pos de análisis. Se trata de desplegar los principios y las consecuencias de una trans formación autóctona que está en vías de realizarse en el dominio del saber histórico. Que esta transformación, los instrumentos que utiliza, los conceptos que en ella se definen y los resultados que obtiene no sean, en cierta medida, ajenos a lo que se lla ma análisis estructural, es muy posible. Pero no es este análisis el que, específicamen te, se halla en juego; -no se trata (y todavía menos) de utilizar las categorías de las tota lidades culturales (ya sean visiones del mundo, los tipos ideales, el espíritu singular de las épocas) pata imponer a la historia, y a pesar suyo, las formas del análisis estructu ral [...]. En una palabra, esta obra, como las que la han precedido, no se inscribe -al menos directamente ni en primera instancia- en el debate de la estructura (confron tada con la génesis, la historia y el devenir); sino en ese campo en el que se manifies tan, se cruzan, se entrelazan y se especifican las cuestiones sobre el ser humano, la con ciencia, el origen y el sujeto. Pero, sin duda, no habría error en decir que es allí también donde se plantea el problema de la estructura (Foucault, 1984: 25-27). Foucault se resiste al encasillamiento, por tanto, reconociendo afinidades pero explicitando también diferencias. No se reconoce en el debate estructuralista e incluso se sien te molesto por tener que definirse y asumir una identidad. El final de la introducción a
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esta obi a resulta tremendamente irónico y describe a la perfección la complejidad de la ubicación del pensamiento foucaultiano y la precaución que se impone, tras la recepción que se hizo de Las palabras y las cosas. Esta vez no quiere dar lugar a m alentendidos: De ahí, la manera cautelosa, renqueante, de este texto: a cada momento, toma perspectiva, establece sus medidas de una parte y de otra, se adelanta a tientas hacia sus límites, se da un golpe contra lo que no quiere decir, abre fosos para definir su pro pio camino. A cada momento denuncia la confusión posible. Declina su identidad, no sin decir previamente: no soy esto ni aquello. [...] No, no estoy donde ustedes tra tan de descubrirme sino aquí, de donde los miro, riendo . [...] Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documenta ción. Que n os deje en paz cuando se trata de escribir (Foucault, 1984: 28-2 9). En la conclusión, Foucault vuelve a la carga escenificando un diálogo ficticio con un interlocutor crítico e insidioso que quiere a toda costa colgarle el sambenito del estruc turalismo, pero que, al resultarle imposible dicha tarea, vuelve sobre sus pasos y con cluye, al modo como lo haría después Piaget en su critica de Foucault, que si bien la arqueología no es estructuralismo, se debe al fracaso del proyecto arqueológico que ni siquiera ha logrado la cientificidad y los éxitos del método estructural. La tarea que se propone Foucault queda definida como la elucidación del devenir histórico, en un recha zo explícito de cualquier forma de trascendentalismo y de reducción de la complejidad de la singularidad de los acontecimientos que escanden y entrecortan la abrupta suce sión de los discursos. En este manifiesto programático, por decirlo así, que traza las líneas maestras del pensamiento de Foucault, deben resultarnos evidentes, a poco que lo leamos con detenimiento, las alusiones a otros pensadores como Lévi-Strauss, Lacan o Althusser y el intento de desmarcarse de sus respectivos enfoques teóricos: Ahí estaba lo esencial: liberar la historia del pensamiento de su sujeción tras cendental. El problema no era para mí en a bsoluto estructuralizarla, aplicando al deve nir del saber o a la génesis de las ciencias unas categorías que habían sido probadas en el dominio de la lengua, se trataba de analizar esa historia en una discontinuidad que ninguna teleología reduciría de antemano; localizarla en una dispersión que ningún horizonte previo podría cerrar [...]. Mi discurso, lejos de determinar el lugar de don de habla, esquiva el suelo en el que podría apoyarse. Es un discurso sobre unos dis cursos; pero no pretende encontrar en ellos una ley oculta, un origen recubierto que sólo habría que liberar, no pretende tampoco establecer por sí mismo y a partir de sí mismo la teoría general de la cual esos discursos serían los modelos concretos. Se tra ta de desplegar una dispersión que no se puede jamás reducir a un sistema único de diferencias, un desparramamiento que no responde a unos ejes absolutos de referen cia; se trata de operar un descentramiento que no deja privil egio a ningún centro [...]. Se trata de hacer aparecer las prácticas discursivas en su complejidad y espesor; mos trar que hablar es hacer algo, algo distinto a expresar lo que se piensa, traducir lo que se sabe, distinto a poner en juego las estructuras de una lengua; mostrar que agregar
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un enunciado a una serie preexistente de enunciados es hacer ufl UMP çomplicadfW costoso, que implica unas condiciones (y no solanierfty Jiña sitBáción, un ¡Contexto, unos motivos) y que comporta unas reglas (difgKntes de iys reglas lágieps y liti«üísfjcas de construcción) (Foucault, 19 84 íi4 0 -3 fi |.B
La rigidez del significante y su tendencia a constituirse como centro de la estructu ra, tal como se hace patente en Lacan y Althusser, no resulta compatible con el dina mismo del análisis del discurso que realiza Foucault. El discu rso® caracteriza por ser un acontecimiento en el que rigen el azar, el principio de discontinuidad y la materialidad, por completo ajeno a la tiranía y a la soberanía del significante, que acaba sufriendo en el estructuralismo más estricto un proceso de idealidad que termina haciéndolo, pese a su materialidad, indestructible y no sometido a corrupción -como se ve por ejemplo en Lacan cuando afirma que “si hemos insistido primero en la materialidad del significan te, esta materialidad es singular en muchos puntos, el primero de los cuales es no sopor tar la partición. Rom pamo s una carta en pedacitos: sigue siendo la carta que es” (Lacan, 1990: 18)-: Idealidad paralela, por tanto, a la de tantos otros absolutos que ofrecían apo yo como un clavo ardiendo; de nada sirve disolver el sujeto para buscar una base en otras idealidades, no es desde luego ésa la manera en la que Foucault evita (pues no lo evita, lo desmon ta a través del análisis del discurso) la referencia al sujeto modern o. En vez de idealidades varias, se trata por tanto de abrir camino a nuevos conceptos:
que la tarea de Foucaul t srubiigt en los límites de lo pen sado para asomarse al a hiera que no se deja pensar, y del cual siempre estamos separados; de ahí la necesidad de abordar esgfspacio con ung estrategia no ¡clásica, y en modo alguno estructural, que nos permi ta SSomarno Sífn lo posible más allá de las coordenadas que nos vienen dadas. El dibujo de la epísteme, por tanto, y sus aprioris históricos no lo es de una estructu
ra, sino de los límites de lo pensable. Se trata, como en el análisis de la locura, de com probar las tecnologías de la asimilación y la exclusión, a través de las cuales el pensa miento pretende cerrar su círculo e instalarse confortablemente dejando en ese afuera aquello que se niega a ser integrado. No es extraño, pues, que el interés de Foucault se centre más bien en buscar modos de transgresión de esas estructuras o epistemes que en la mera constatación de las mismas. Sobre la transgresión, concepto a nuestro entender central en este autor, escribe por e jemplo:
Las nociones fundamentales que se imponen actualmente no son las de la con ciencia y de la continuidad (con los problemas que les son correlativos de la libertad y de la causalidad), no son tampoco las del signo y de la estructura. Son las del acon tecimiento y de la serie, con el juego de nociones con ellas relacionadas; regularidad, azar, discontinuidad, dependencia, transformación; es por medio de un conjunto semejante com o se articula este análisis de los discursos que yo defiendo (Foucault, 1999:56). ' ' .
La revolución contra las estructuras ya ha tenido lugar en el pensamiento foucaultiano, contemporáneo del de estos otros filósofos, ocupando el psicoanálisis y, muy en particular, la figura de Lacan la línea de demarcación que sitúa a unos y otros más acá o más allá del pensamien to estructural dirigiéndose su m irada ahora hacia el aconteci miento, la diferencia, la diseminación: “Y ahora, que los que tienen lagunas de vocabu lario digan -si les interesa más la música que la letra- que se trata de estructuralismo” (Foucault, 1999 : 68). No finalizaremos este repaso de Foucault sin llevar a cabo un breve recorrido por la evolución de su filosofía. Suelen distinguirse en ella dos etapas, antes y después de su entrada en el Collège de France en 1970 y su lección inaugural E l orden de l discurso, de alguna forma incluso antes y después del 68 francés. Hasta aquí nos hemos ocupado esencialmente de la primera, centrándonos en Las palab ras y las cosas; pero no debemos olvidar que esta obra es posterior a otro momento clave de su filosofía: la Historia de la locura en la época clásica. Una mirada a esta última obra confirma lo que anticipábamos:
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La transgresión lleva el límite hasta el límite de su ser; lo conduce a despertarse ante su desaparición inminente, a encontrarse de nuevo con lo que excluye (más exac tamente quizá a reconocerse allí por primera vez), a experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida. Y, sin embargo, en ese movimiento de pura violen cia, ¿hacia qué se desencadena la transgresión sino hacia lo que la encadena? [...] Así pues, la transgresión no es al límite como el negro es al blanco, lo prohibido a lo per mitido, lo exterior a lo interior, lo excluido al espacio protegido del resguardo. Está vinculada a él más bien según una relación de barrena que ninguna fractura simple puede llevar a cabo. Tal vez algo así com o el relámpago po r la noche, que, desde el fondo del tiempo, confiere un ser denso y negro a lo que niega, la ilumina desde el exterior y de arriba abajo, le debe sin embargo su viva claridad, su singularidad des garradora y realzada, se pierde en ese espacio que firma con su soberanía y se calla al fin habiéndole dado nombre a lo oscuro. Para intentar pensar esta existencia tan pura y encabestrada, pensar a partir de ella misma y en el espacio que dibuja, hay que des prenderla de sus sospechosos parentescos con la ética. Liberarla de lo escandaloso o subversivo, es decir, de lo que está animado por la potencia de lo negativo. [...] Nada es negativo en la transgresión. Afirma el ser limitado, afirma lo ilimitado en lo que ella brinca, abriéndolo por primera vez a la existencia. Pero se puede decir que esta afir mación no posee nada positivo: ningún contenido puede obligarla, puesto que, por definición, ningún límite puede retenerla (Foucault, 1996: 128).
Como un relámpago que da nombre a lo oscuro, ningún límite puede reternerla, pues. La transgresión es el objetivo del análisis del qué es imposible pensar, por tanto. Y, en este cuadro, la afirmación de que el sujeto es un pliegue del pensamiento moderno (y con él las ciencias humanas) no responde en modo alguno a un olvido o a una evita ción (al modo estructuralista), sino todo lo contrario: es una tarea de desfondamiento, de transgresión, la que pretende abrir el sujeto a aquello que ha quedado cerrado (como la locura) en su constitución como tal desde el cogito. Mostrar, por tanto, que el yo es también un constructo, el fruto de un modo de pensamiento que hay que transgredir. Sin yo y sin Dios, los problemas filosóficos encuentran ahora sí su lugar incómodo:
Filosofías del siglo XX
Tal vez la importancia de la sexualidad en nuestra cultura, el hecho de que desde Sade haya estado tan frecuentemente vinculada a las decisiones más profundas de nues tro lenguaje, obedece precisamente a esta atadura que la liga a la muerte de Dios. Muer te que no hay que entender como el final de su reino histórico, histórico, ni como la constata ción por fin alcanzada de su inexistencia, sino como el espacio a partir de ahora constante de nuestra experiencia. La muerte de Dios, al suprimir de nuestra existencia el límite de lo Ilimit ado, la reconduce a una experiencia en la que nada puede ya anunciar la exterioridad del ser, a una experiencia por consiguiente interior y y soberana. soberana. Pero una experiencia así, en la que estalla la muerte de Dios, descubre, como su secreto y su luz, su propia finitud, el reino ilimitado del Límite, el vacío de ese salto donde desfallece y se ausenta. En este sentido, la experiencia interior es por completo experiencia de lo imposible (siendo imposible (siendo lo imposible aquello de que se hace experiencia y lo que la consti tuye). La muerte de Dios no sólo ha sido el “acontecimiento” que ha suscitado en la forma en que la conocemos la experiencia contemporánea: dibuja indefinidamente su nervadura esqueléti ca (Foucault, 1996: 125). No es fácil, fácil, obviam ente, instalarse en esa experiencia experiencia imposible, pero a ella apu n tan los filósofos de la diferencia. No es extraño, desde luego, que dado este plantea miento se abra la filosofía foucaultiana al análisis de la verdad, el saber y el poder, en su segunda fase. Son estos conceptos, de hecho, junto a la historia de la locura y de la sexualidad, los que marcan los límites del pensamiento e incluso de la acción, y sobre ellos, por tanto, hay que lanzar una mirada oblicua. La lección El orden del discurso discurso actúa, de este modo, como programa inaugural de lo que podríamos llamar un pro yecto de investigación (que ocupará, con cambios por supuesto, a Foucault hasta su muerte): “En toda sociedad la producción del discurso discurso está a la vez controlada, selec selec cionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesa da y temible materialidad” (Foucault, 1999: 14). En esta obra identifica Foucault distintos procedimientos de exclusión: lo prohibido (especialmente en sexualidad y en política, pues no se tiene realmente derecho a decirlo todo), la oposición razón/locura, los condicionantes de la voluntad de saber y la instala ción en una idea determinada de verdad. También concreta determinados procedimien tos de autocontrol del discurso: el comentario, el principio del autor y la remisión del texto a una identidad causal y responsable, los procedimientos académicos... Hay inclu so procedimie ntos de control del uso del y el acceso al al discurso: la ritualización del inter cambio y la comunicación, las diversas formas de apropiación, distribución y acceso del secreto, el sistema de educación mismo. Pero no se queda Foucault en la parte descriptiva, sino que propone y busca vías de transgresión. Sugiere replantearse la voluntad de verdad, borrar la soberanía del signifi cante y restituir al discurso su carácter de acontecimiento. Y, en cuanto a la línea meto dológica o estratégica, apuesta por cuatro principios: primero, el principio de trastoca miento, para descolocar el discurso y cuestionar la autoría, las convenciones de la disciplina, la voluntad de verdad misma; segundo, el principio de discontinuidad, esto es, la nega
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ción de cualquier espacio oculto o de un continuum impensado continuum impensado al que remitirse; terce ro, ro, el principio de especificidad, de acuerdo con el cual no hay significaciones previas al discurso, cada discurso es un acontecimiento singular e irrepetible; cuarto, el principio de exterioridad, el no dejarse llevar por las condiciones internas del discurso, el ir siem pre a las condiciones externas de su (im)posibilidad. A partir de aquí, se entra en un análisis de la genealogía del poder que lo concibe de una manera similar a la nietzscheana e incluso a la de Deleuze: fuerza más que aparato, máquina y volunta d más que posesión. El poder se canaliza, pues, mediante diversas tec nologías, circula, se distribuye, pero no se detiene. Y en ese movimiento entra en rela ción con el saber, con la verdad, igualmente entendido más como voluntad que como conjunto de posesiones intelectuales intelectuales de un sujeto o con junto de sujetos, pues una vez más es el sujeto un producto: Hay que admitir más bien que el poder produce saber (y no simplemente favo reciéndolo porque lo sirva o aplicándolo porque sea dril); que poder y saber se impli can directamente el uno al otro; que no existe relación de poder sin constitución corre lativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder. Estas relaciones de “poder-saber” no se pueden ana lizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sis tema del poder; sino que hay que considerar, por el contrario, que el sujeto que cono ce, los objetos que conoce y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus transformaciones histó ricas. En suma, no es la actividad del sujeto de conocimiento !o que produciría un saber, útil o reacio al poder, sino que el poder-saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen, son los que determinan las formas, así como también los dominios posibles del conocimiento. Analizar el cerco político del cuerpo y la microfísica del poder implica, por lo tanto, que se renuncie -en lo que concierne concierne al poder- a la oposición violencia-ideología, a la metáfora de la propiedad, al modelo del contrato o al de la conquista; en lo que concierne al saber, que se renuncie a la oposi ción de lo que es “interesado” “interesado” y de lo que es “desinteresado”, al modelo del conoci miento y a la primacía del sujeto sujeto (Foucault, 20 00: 34-35). El poder va más allá del Estado y de lo económico, no se expresa sólo en la ley, no es sólo negativo y productor de ide ología alienante: produce verdad, y mantiene una rela ción intensa con el saber. saber. Má s bien el saber es una tecnología del poder. El poder es múl tiple, ubicuo, se cond ensa y rarifica en puntos diversos; las estrategias de poder son inten cionales y no subjetivas: es decir, tienen una finalidad, pero independiente del sujeto. Si de alguna forma puede haber rasgos de mistificación del poder en este planteamiento, si no de descripción de una estructura que funciona por sí misma con cierto grado de idea lidad, es algo que el lector debe juzgar. juzgar. Si es que el lector no olvida que él mismo es p ro ducto de una tecnología específica que llamamos disciplina: Suele decirse que el modelo de una sociedad que tuviera por elementos elementos constitutivos unos individuos está t omado de las formas jurídicas abstractas del contrato y del del cambio.
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La sociedad mercantil mercantil se habría representado representado como una asociación contrac contractual tual de sujetos jurídicos aislados. aislados. Es posible. posible. [...] Pero Pero no hay que olvidar olvidar que ha existid existido o en la misma misma época una técnica para constituir efectivamente efectivamente a los i ndividuos como elementos corre lativos de un pode r y de un saber. El individuo es sin duda el átomo ficticio de una repre sentación “ideológica" de la sociedad; pero es también una realidad fabricada por esa tec nología específica de poder pod er que se llama la “disciplina". Ha y que cesar de describir siempre los efectos de poder en términos negativos: “excluye", “reprime”, “rechaza", “censura”, “abstrae”, “disimula", “oculta”. De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad. verdad. El individuo y el conocimiento conocimiento que de él se pue de obtener corresponden a esta producción (Foucault, 2000: 198).
9. 2. Esquizoanálisis: Deleuze
Se ha citado a menu do la afirmación de Foucault según la cual algún día el siglo será deleuziano [“Es preciso que hable de dos libros que considero grandes entre los grandes: Diferencia y repetición y repetición y Lógica de l sentido. Tan sentido. Tan grandes que sin duda es difícil hablar de ellos y muy pocos así lo han hecho. Durante much o tiempo creo que esta obra girará por encima de nuestras cabezas, en resonancia enigmática con la de Klossowski, otro signo mayor y excesivo. Pero Pero tal vez un día el siglo siglo será deleuziano” (Foucault, 1995: 7)]. Vea mos, pues, qué aporta Deleuze (1925-1995) al siglo. siglo. . Comenzando por lo más elemental, en su libro ¿Qué esfilosofía ?, ?, Gilíes Deleuze (1925 -1995 ), junto a su colaborador Félix Félix Guattari (1930- 1992), explica que la filoso fía ni es contemplativa, ni práctica, sino que consiste simplemente en crear conceptos para poner un poco de orden en el caos de lo que nos pasa, para hacer posible sentir, sentir, pensar y saber (cfr. (cfr. Deleuze y Guattari, 1993: 8 y 12). Y, en otro lado, subraya que la filosofía como crítica dice lo más positivo de sí mis ma: tarea de desmistificación (cfr. (cfr. Deleuze, 19 71: 150). Contra quienes pretendan hacer del pensamiento algo pasivo, inútil o dócil, contra quienes hacen del pensamiento algo asimilado, la filosofía afirma el odio a la estupidez y, en ese sentido, sirve para conmo ver, mover, entristecer. Desde el inicio se apunta ya, por tanto, a las dos coordenadas en las que, en un propósito casi escolar, enmarcamos a Deleuze: el sentido como construc ción y la apuesta po r una filosofía nómada. A la primera se se dedica en líneas muy gene rales lo que podríamos considerar la primera etapa del autor, que, después de diversas monografías en las que apunta la manera en que asume la filosofía clásica, comprende (1968) y Lógica d el sentido (1969); Diferen ciay repetic repetición ión (1968) sentido (1969); en la segunda enmarcamos las otras dos grandes obras, ambas con el subtítulo de Capitalismo y esquizofrenia, esquizofrenia, a saber, Elantiedipo Elantiedipo (1972) y M il mesetas mesetas (1982). (1982). En línea con el pensamiento francés que se encarga de deshacer la herencia hegelia na (en buena parte de la mano de Nietzsche), el punto de partida de Deleuze es la nega ción de la identidad originaria o de una síntesis tota! posible. La diferencia es irreducti ble, lo singular es irreemplazable. Nunca habrá una superación asimiladora, y, si la hay, consistirá simplemente en cerrar los ojos, en olvidar lo diferente.
Capitulo 9; Capitulo 9; Filosofías de la diferencia
Este lúe, tal vez, el error error de la filosofía de la diferencia, desde Aristóteles a Hegel pasando por Leibniz: el haber confundido el concepto de la diferencia con una dife rencia simplemente conceptual, contentándose con inscribir la diferencia en el con cepto en general. En realidad, en tanto inscribamos la diferencia en el concepto en general, no poseeremos ninguna Idea singular de la diferencia, permaneceremos sólo en el elemento de una diferencia ya mediatizada por la representación (Deleuze, 1988: 105). . ’ Desde Nietzsche, de hecho, se trata, para Deleuze, de situar la fuerza, el poder y el movimiento (claves de la voluntad) en lugar del saber (ya maltrecho tras el análisis foucaultiano). El eterno retorno lo es sólo de las fuerzas afirmativas: hay otras negativas o reactivas que son las que hay que neutralizar o conjurar mediante el análisis; pero, en cualquier caso, todo es una cuestión de tensiones y fuerzas, en modo alguno un estado pasivo de comprensión o de actualidad quieta que haya que representar fielmente en el pensamiento. El pensamiento de la representación no resulta, por tanto, más que la muerte del pensamiento: su congelación, su parálisis (son inevitables los continuos ecos nietzscheanos). El pensamiento de la representación, como el del Libro total, imagen perfec ta del mundo, o el que piensa el propio mundo como estabilidad susceptible de ser imi tada o copiada, es un falso consuelo que intenta no hacerse cargo de las intensidades que habitan lo que nos pasa: Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funcio na, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades intro duce y metamorfosea la suya. [...] Igual ocurre con el libro y el mundo: el libro no es una imagen del mundo, según una creencia muy arraigada. Hace rizoma con el mun do, hay una evolución aparalela del libro y del mundo, el libro asegura la desterritorialización del mundo, pero el mundo efectúa una reterritorialización del libro [...]. El mimetismo es un mal concepto, producto de una lógica binaria, para explicar fenó menos que tienen otra naturaleza (Deleuze y Guattari , 200 0, 10 y 16). Com o afirma Deleuze en la última línea, línea, acometer contra el pensamiento de la repre repre sentación (quizá el no-pensamiento) supo ne ir más allá: supone poner en cuestión la lógi ca misma, esa supuesta evidencia evidencia apriori que apriori que ha sostenido la argumentación durante siglos. No acepta Deleuze ni el principio de no contradicción ni su superación dialéctica: más allá de las contradicciones, postula la imposibilidad de establecer mediaciones entre las diferencias. Contra la representación repetitiva, nos recuerda que la repetición implica ella misma diferencia. Contra el principio de identidad y la la búsqueda de lo Mism o, el princi pio de diferencia y la imposibilidad de reducir reducir lo Otro; con tra las jerarquías, jerarquías, los sedimen tos por los cuales hay que colarse; contra el tercio excluso, la excluso, la inclusión del tercero. En Diferenciay repetición (capítulo repetición (capítulo tercero) caracteriza Deleuze el pensamiento clá sico con ocho factores: primero, el presupuesto de la rectitud del pensamiento y la bue-
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na voluntad del pensador (ya cuestionados por el análisis de la locura en Foucagl¿| segun do, la confianza en el ideal y en el sentido común; tercero,, equiparar conijeti a recono cer; cuatro, el ideal de la representación y el sometimiento de la diferencia a la identi dad; quinto, la catalogación y la exclusión del error; sexto, el privilegio«»; ^designación y, con ella, ella, del e squema verdadero/falso; sé ptimo, la primacía de las soluciones sobre los problemas; octavo, la obsesión por el resultado en términos de saber, despreciando el camino del análisis y el aprendizaje que conlleva. Dentro de ese pensamiento representativo, clásico o sedentario, pasivo, está inclui do el yo. Y es que la filosofía de la diferencia, siempre a vueltas con el cogito) como anun ciábamos, es un cuestionamiento del papel central del sujeto (invento moderno, para Foucault). A este cuestionamiento no es ajena la aportación freudiana: Escribir quizá sea sacar a la luz ese agenciamiento del inconscienSfeSífccionar las voces susurrantes, convocar las tribus y los idiomas secretos de los que extraigo algo que llamo Yo (Deleuze y Guattari, 2000: 29). Y es que el planteamiento de las fuerzas que hemos visto que hereda Deleuze de Nietzsche se combi na con el de las pulsiones y los deseos del psicoanálisis: psicoanálisis: impulsos incontralados que apuntan siempre más allá de lo previsto y que tienden a ser negados por estructuras sedentarias de poder, de economía, de Estado o por la identidad del pro pio sujeto, el cual pretende ver en sí algo más estable que una máquina deseante. deseante. El deseo no es representable: es una infraestructura productiva que produce, conformando una economía libidinal, tendencias activas o esquizoides de autoafirmación, y reactivas o para noicas que buscan el orden, la identidad y admiten la explotación y la represión (con el psicoanalista com o agente al respecto no despreciable). Fuerzas que encuentran, por supuesto, una traducción política, como veremos más adelante. En Lógica d el sentido, Gilíes Deleuze acomete contra la supuesta estabilidad de ese sentido en el que los lógicos se habían refugiado, huyendo del signo y de la referencia, para incurrir en innumerables paradojas. Paradojas que son explotadas por este autor mostrando, en síntesis, cómo el sentido huye en una regresión hacia el infinito o en círculo cada vez que alguien intenta fijarlo, limpiarlo y darle esplendor. Y mostrando, al paso, cóm o no se entiende el sentido sin el sinsentido. Se pone en primer plano, por tan to, otra vez la diferencia en acto: la acción de diferir, de producir diferencia y sustraerse sustraerse a ella, de forma irreductible a cualquier sentido común o buen sentido, transgrediendo incluso la lógica hacia el nacim iento de los indecidibles: los que, más allá del tercio excluso, provocan insistiendo en la otra lógica, la del ni... ni... que más tarde asumirá Derri da. Para Deleuze, el sentido es un producto, siempre un efecto de superficie (nada pro fundo ni oculto, pues, sino siempre abierto y por tanto inaprensible). Sustraído a todo orden del discurso (Foucault, esta vez), es el sentido tan singular como un aconteci miento, irrepetible y esperado, pero imprevisto; siempre metafórico.; Analiza mediante paradojas, pues, Deleuze en esta obra cómo se ha intentado atra par el sentido y cómo se ha escapado siempre como arena entre los dedos. Más allá del
Capitulo 9: filosofías de la diferencia
planteamiento representativo representativo de Platón, más allá del original y la copia, vislumbraba ya el griego un fondo irreductible, ajeno, incómodo, que es-en el que nos quierfgsumergir Deleuze. Al analizar el siñsentido, pasa revista a cómo el estructuralismo situó el pro.blema del sentido en primer término y lo vinculó a la diferencia, separándolo de la remi sión sin remedio al sujeto; pero constata cómo después del estructuralismo queda sin embargo el énfasis en la búsqueda de sentido, sea en un cielo inmaculado, a lo Platón, pero también en la línea del desvelamiento heideggeriano, o en profundidades subte rráneas, rráneas, al modo freudiano o incluso marxista. Frente a todos ellos, De leuze da el senti do por liberado y manifiestamente superficial: Tenemos la impresión de que hay un contrasentido puro operando sobre el sen tido; porque, de cualquier forma, cielo o subterráneo, el sentido se presenta como Prin cipio, Depósito, Reserva, Origen. Principio celesttj se dice de él que está fundamen talmente velado y olvidado; principio subterráneo, que está profundamente tachado, desplazado, alienado. Pero, tanto bajo la tachadura como bajo el velo, se nos invita a reencontrar y restaurar el sentido, sea en un Dios al que no se habría comprendido lo suficiente, sea en un hombre al que no se habría sondeado suficientemente. Es pues agradable que resuene hoy la buena nueva: el sentido no es nunca principio ni origen, es producto. No está por descubrir, ni restaurar ni reemplazar; está por producir con nuevas maquinarias. No pertenece a ninguna altura, ni está en ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimen sión (Deleuze y Guattari, 2000: 90). El problema del sentido queda así vinculado al de la máquina deseante y al del jue go de fuerzas a los cuales nos referíamos: referíamos: sólo p arecen detenerse esas fuerzas fuerzas en m omen tos determinados, pero el flujo, el devenir, por mucho que incomode, permanece, cues tionando así toda una historia de la metafísica occidental: Porque el nombre propio o singular está garantizado por la permanencia de un saber. Este saber se encarna en nombres generales que designan paradas y descansos, sustantivos y adjetivos, con los cuales el propio mantiene una relación constante. Así, el yo personal tiene necesidad de Dios y del mundo en general. Pero cuando los sus tantivos y los adjetivos comienzan a diluirse, cuando los nombres de parada y des canso son arrastrados por los verbos de puro devenir y se deslizan en el lenguaje de los acontecimientos, se pierde toda identidad para el yo, el mundo y Dios (Deleuze, 1 9 8 9 :2 7 ). ' . . . Yo, mundo y Dios, que constituyen otras tantas ramas del árbol de la historia de Occidente, son partes del Libro que todo lo engloba. La metáfora del árbol, por tanto, ha de dejar paso a la del rizoma, raicilla sin principio ni fin, sin tronco, proliferación per petua y creativa que no se deja jerarquizar ni envejece. La dimensión política de estos planteamientos no podía hacerse esperar (y dejemos, a partir de aquí, hablar en lo posible al propio Deleuze). H ay fuerzas que estrían el espa-
Filosofías del siglo
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C a p í t u l o 9 : F i l o s o f ía s d e l a d i f e re n c i a
cío, delimitan caminos, autopistas, o que lo alisan dibujando mesetas, estratos cuya soli dez se supone, pero que siempre acaban fallando y haciendo filias. Hay aparatos de cap tura que engullen las fuerzas apropiándoselas, líneas de territonalización y desterritorialización, máquinas de guerra... F.l estriaje del espacio ha estado al serv ido de uno de esos aparatos: La imagen clásica del pensamiento, y el estriaje del espacio mental que ella efectúa, aspira a la universalidad. En efecto, opera con dos “universales”, el Todo como último fundamento del ser u horizonte que engloba, y el Sujeto como prin cipio que convierte el ser en ser para-nosotros. Imperium y república (Deleuze y Guattari, 2000: 383). ’ El pensamiento sometido a ese estriaje se pone al servicio del estado: del Estado y de cualquier estado de pasividad que lo requiera: Obedeced siempre, pues, cuanto má s obedezcáis más dueño seréis, puesto que sólo obedeceréis a la razón pura, es decir, a vosotros mismos... Desde que la filosofía se ha atribuido el papel de fundamento, no ha cesado de bendecir los poderes establecidos y de calcar su doctrina de las facultades de los órganos de poder del Estado. El sentido común, la unidad de todas las facultades como centro del Cogito, es el consenso de Esta do llevado al absoluto. [...] El pensamiento sólo pide eso: que no se le tome en serio, puesto que de esa manera puede pensar mejor por nosotros, y engendrar siempre sus nuevos funcionarios; cuanto menos en serio tomen las personas al pensamiento, más piensan conforme a lo que quiere el Estado (Deleuze y Guattari, 2000: 381). \ ese estado o Esta do se encuentra en definitiva al servicio de un model o más exi gente, un consumidor más exigente de deseo:
Con el capitalismo, los Estados no se anulan, sino que cambian de forma y adquie ren un nuevo sentido: modelos de realización de una axiomática mundial que los reba sa. Pero rebasar no es en modo alguno prescindir de... [...] Por diversos que sean los modelos de realización, tienen que ser isomorfos con relación a la axiomática que efec túan (Deleuze y Guattari, 2000: 460). Esa axiomática es la que pretende hacer todo deducible y previsible, la que canaliza el deseo en autopistas de poder y publicidad, la que pide siempre más de lo mismo en una repetición compulsiva m ás allá de la cual es difícil vislumbrar caminos, precisamente porque no los hay, pues se trata de no estriar el espacio sino hacerlo liso y heterogéneo: Un campo, un espacio liso heterogéneo, va unido a un tipo muy particular de multiplicidades: las multiplicidades no métricas, acentradas, rizomádeas, que ocupan el espacio sin medirlo , y que sólo se pueden “explorar caminando sobre ellas”. No responden a la condición visual de poder ser observadas desde un punto del espacio exterior a ellas (Deleuze y Guattari, 2000: 376).
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El pensamiento clásico, el de la representación, se limita a repetir, a reproducir, a seguir y hacer seguidismo. Frente a esa forma de (no) filosofar, pro pone Deleuze un pensamiento afirmativo (en el sentido nietzscheano), un pensamiento no sedentario, es decir, n ómada, itinerante en vez de reiterante, ambulan te en vez de reproducto r: “El nómada crea el desierto en la misma medida en que es creado por él. El nómada es un vector de desterritorialización. [...] El nómada, el espacio nómada, es localizado, no delimitado” (Deleuze y Guattari, 2000: 386). Las características de un pensamiento nómada son las siguientes: Las características de una ciencia excéntrica de este tipo serían las siguientes: 1) Su modelo sería sobre todo hidráulico, en lugar de ser una teoría de los sólidos que considera los fluidos como un caso particular; en efecto, el atomismo antiguo es inse parable de los flujos, el flujo es la propia realidad o la consistencia. 2) Es un modelo de devenir y de heterogeneidad, que se opone al modelo estable, eterno, idéntico, cons tante. [...] 3) Ya no se va de la recta a sus paralelas, en un flujo lamelar o laminar, sino de la declinación curvilínea a la formación de las espirales y torbellinos en un plano inclinado. [...] 4) Por último, el modelo es problemático, y ya no teoremático. [...] No se va de un género a sus especies, por diferencia específicas, ni de una esencia estable a las propiedades que derivan de ella, por deducción, sino de un problema a los acci dentes que lo condicionan y lo resuelven. [...] El problema no es un “obst áculo” , es la superación del obstáculo, una pro-yección, es decir, una máquina de guerra. [...] Una ciencia nómada no cesa de ser “bloqueada”, inhibida o prohibida por las exigencias y las condiciones de la ciencia de Estado. [...] Es como si el “científico” de la ciencia nómada estuviera atrapado entre dos fuegos, el de la máquina de guerra que lo ali menta y lo inspira, el del Estado que le impone un orden de razonamiento (Deleuze y Guattari, 2000: 368-369). Una máquina deseante es una fuerza o conjunto de fuerzas que produce y consume; un cuerpo sin órganos es una fuente de energía no som etida a función : esquizofrenia que no reconoce mente o sujeto, locura libre e irresponsable, no sometida, no edipizada por la culpabilidad y estriada para el axioma capitalista. El esquizoanálisis es, pues, un aná lisis liberador, desterritorializador, que transgrede y se cuela entre los estratos dando rien da suelta al deseo, anárquico, nómada, desmitificador, políticamente incorrecto e incó modo. Genera, pues, un pensamiento siempre minoritario, pues las minorías, “si son revolucionarias, es porque implican un movimiento más profundo que pone en tela de juic io la axio mát ica mun dial . La pot enci a d e min oría , de par ticu larid ad, encu ent ra su figura o su conciencia universal en el proletario” (Deleuze y Guattari, 2000: 475)Esta política, en cualquier caso, no puede generar un programa de acción, ni una regla de conducta, ni diseñar un estado futuro. N o pued e hacerlo (como ocu rrirá en Derrida) si se toma en serio su punto de partida: la imposibilidad de una verdad, de un sentido unívoco o definitivo. Una política así, que privilegia el acontecimiento, debe enfrentarse a su propia aporta, a lo indecidible que es la condición de toda decisión: “Lo que nosotros llamamos ‘proposiciones indecidibles’ [...] es la coexistencia o la insepara-
Filosofías del siglo xx
Capítulo 9: Filosofías de la diferencia bilidad d e lo que el sistema conjuga, y de lo que no cesa de escaparle según líneas de fuga a su vez conectables. Lo uidecidiblc es por excelencia el germen y el lugar de las decisio nes revolucionarias” (Deleuze y Guattari, 20 00: 476). I olítica, pues, en modo alguno estéril y ni mucho menos pasiva, pero posible por su misma imposibilidad, imposible por su misma posibilidad, que quizá todavía no hay, no existe, pero que actúa, porque lo que no existe ya actúa bajo otra forma que la de su existencia” (Deleuze y Guattari, 2000: 439).
9.3. Deconstrucción: Derrida De los que hemos bautizado como filósofos de la diferencia, es Jacques Derrida (1930 2004), por un lado, el que más claramente comienza con el influjo de la fenomenología y Heidegger (siempre bajo el manto de Nietzsche y Freud), y, por otro, el que (habien do sobrevivido a los otros) más tarde explícita las consecuencias éticas y políticas de su filosofía (en buena medida en un diálogo inicial con Lévinas y, más tarde, haciéndose cargo de la herencia de Marx cuando codos lo habían dado por bien muerto y bien ente rrado, una vez caído el muro de Berlín). La diferencia encuentra en él, por demás, una radicalidad que los anteriores habían apuntado, pero no consumado (bien entendido que no.pretendemos establecer una continuidad, pues los planteamientos de los tres son, como no po dría ser de otra manera, claramente diferentes). La vozy e lfenómeno (1967) marca el inicio de inspiración fenomenológica, pero siempte mas ana oe ella: Derrida subraya cómo ei intento de Husserl se centraba en obviar el lenguaje y cualqu ier otra mediación en b usca de la manifestación pura de la conciencia pura y la comunicación perfectamente biunívoca de ésta con el mundo. Pero el lenguaje se resiste. La representación (como.en Deleuze), la presencia pura de la con ciencia a si misma o del sentido (el mundo o el mundo del sentido), es un mito larga mente elaborado por la tradición metafísica occidental, una tradición logofonofalocéntrica: es decir, una tradición que, desde la obsesión por la claridad del logos se hace ontoteológica, desde la obsesión por la voz, como supuesta manifestación directa del concepto y lo universal, desprecia la escritura en cuanto suplemento, y desde la obse sión por lo fálico configura unas relaciones jerárquicas que se extienden a todas las esfe ras del poder y del saber. La estrategia de la filosofía debe ser, por tanto, esquiva y oblicua, si quiere no dejar se llevar por miles de años de logocentrismo. Ante todo ha de ser una estrategia escrita, extendiendo el texto hasta no poder saturar el contexto, y cerrando así, por tanto, la posi bilidad de cerrar un sentido propio de las expresiones recurriendo, como en buena par te de la hermenéutica, a contextos clarificantes. Hay, por tanto, una extensión del sen tido, con significado y significante a la vez, inaprensible por la cual sólo cabe navegar, una extensión plagada de semillas preñadas de sugerencias nunca cerradas ni agotadas, sin orden ni estructura, es decir, una diseminación. Semillas que, por demás, remiten siempre a algo distinto de sí y proceden de algo distinto, es decir, huellas de huellas sin
origen, trazas de trazas sin meta: pues, una vez más, como en Deleuze, no hay por fin sentidos originarios ni definitivos. El juego de las diferencias supone, en efecto, síntesis y remisiones que prohíben que en ningún momento, en ningún sentido, un elemento simple esté presente en sí mismo y no remita más que a sí mismo. Ya sea en el orden del discurso hablado o del discurso escrito, ningún elemento puede funcionar como signo sin remitir a otro ele mento que él mismo tampoco está simplemente presente. Este encadenamiento hace que cada elemento -fonema o grafema- se constituya a partir de la traza que han deja do en él otros elementos de la cadena o del sistema. Este encadenamiento, este tejido, es el texto que sólo se produce en la transformación de otro texto. No hay nada, ni en los elementos ni en el sistema, simplemente presente o ausente. No hay, de parte a parte, más que diferencias y trazas de trazas (Derrida, 1977: 35- 36). No es el sentido una sustancia ni una totalidad abarcable ni inabarcable; es una dise minación discontinua en espacio y en tiempo, la propia diferencia genera ese espacio y ese tiempo. Este último aspecto aleja a D errida definitivamente de H eidegger, si bien acepta de él la tarea de bucear en sentidos olvidados o esquivados a lo largo de la tradi ción metafísica, en una tarea de Destruktion o Abbau que encontrará, sin embargo, en Derrida, como resultado de la herencia de Nietzsche, un carácter positivo, creativo, afir mativo. Algo así es, de hecho, lo que se ha dado en llamar deconstrucción, estrategia y no métod o, pues de lo primero que pretende escapar es de la lógica, la regulación, la nor mativa, la jerarquía, e incluso el principio y el fin que vendrían marcados por un obje tivo y un resultado. Deconstrucción que pone en duda la presencia a sí mismo del sentido en una meta física del presente y la presencia, una ontoteología obsesionada por esconder lo que olvi da o no es capaz de asumir o dar: “No hay problemática del don sino a partir de una pro blemática consecuente de la huella y del texto. Jamás puede haberla a partir de una metafísica del presente, ni siquiera del signo, del significante, del significado o del valor” (Derrida, 1 995a: 101). Esa metafísica se había intentado borrar a sí misma, hacerse obvia, evidente, transparente como una mitología blanca que se hace pasar por lógica y única: La metafísica -mitología blanca que reúne y refleja la cultura de Occidente: el hombre blanco toma su propia mitología, la indoeuropea, su logos, es decir, el mythos de su idioma, por la forma universal de lo que todavía debe querer llamar la Razón. [...] Mitología blanca -la metafísica ha borrado en sí misma la escena fabulosa que la ha producido y que sigue siendo, no obstante, activa, inquieta, inscrita en tinta blan ca, dibujo invisible y cubierto en el palimpsesto (Derrida, 1989b: 25 3). Sin objetivo ni resultado, pues, no es la deconstrucción una tarea realizada por un sujeto, una forma de análisis ni un método. La escritura, el texto o lo que quiera que haya en ellos (un cierto ello neutro e indefinible) contienen la deconstrucción en sí mis
Capitulo 9f F ilosofías de la diferencia
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mos, no al modo de la contención de sentidos posibles y delimitadles (al modo hermenéudco), sino precisamente en la apertura a sentidos imposibles. Elloae deconstruye a sí mismo, la deconstrucción es (si se le puede poner ese predicado) un movimiento, una traducción, una transgresión, iniciados desde Platón misnío. Estrategia y movimiento que, como los procedimientos de la arqueología foucaultiana o el aiquizoanálisis deleuziano, no remiten más que a sí mismos, es decir, encuentran en su propio hacerse su valor y su capacidad -si la hay- terapéutica y emancipadora. La deconstrucción, por tanto, se ejerce como una operación textual (y omitimos conscientemente un catálogo de procedimientos que puedan considerarse “deconstructi vos”, lo cual sería un contrasentido pues la negación más palmaria de la deconstrucción sería reducirla a un repertorio de reglas de lectura o escritura o análisis^ § no es lugar ni siquiera para analizar en profundidad algunas técnicas usuales en Derrida), bien enten dido que todo es texto. Y, como todo es texto y no hay contexto, los márgenes, los mar cos, incluso el supuesto orden del discurso del cual hablaba Foucault, quedan compren didos dentro del texto y de la operación. Lejos de Foucault, no hay un afuera irrebasable e inaccesible, pues los intersticios, las aporías, las discontinuidades, las fallas... están en el texto mismo, y en ellos se detiene la deconstrucción para devolver sentidos olvidados, mostrar otros caminos, subrayar la borradura del significante aplastado, hacer estallar la interpretación y mostrar la inagotabilidad de las traducciones posibles, así com o su estric ta imposibilidad. En esto han desembocado la hermenéutica, el estructuralismo o la bús queda de sentido heideggeriana: en una operación que, valiente como exige Nietzsche, se sabe inconclusa, siempre en marcha, metáfora tras metáfora y traducción tras traduc ción, sin sentidos p ropios ni originarios, sin estructuras fijas, con una diferencia que ope ra sobre la significación hasta el punto de imposibilitar la distinción entre significante, sentido y significado:
do ella misma como tal, de hecho. La différance disemina, difiere, espacia y temporaliza (no se somete a las coordenadas espacio-temporales, las genera, las pautó sin regla): es decir, escribe, motor de escritura. La différance solicita o poneen cuestión a la lógica mis ma, impidg creerse la dualidad de los conceptos, impide, como en Deleuze, someterse a una lógica binaria que S produ cto, y no condición, del sentido ( una especie de autolimitación que habrá a su vez que deconstruir). Y remite la différance siempre a restos incal culados (la restancia es la imp osibilidad de detenerse), a cenizas que siempre quedan para reclamar atención, y provoca, por dem ás, que to das las precauciones en la operación tex tual sean pocas y convenga siempre, conscientes en lo posible de que la deconstrucción nunca acaba y el sentido nunca se establece, mantener, una vez más con Nietzsche, la reserva de un quizá: Lo que llega llegará quizá, pues no se debe estar seguro jamás, ya que se trata de un llegar, pero lo que llega sería también el quizá mismo, la experiencia inaudita, com pletamente nueva, del quizá. Inaudita, completamente nueva, la experiencia misma que ningún metafísico se habría atrevido todavía a pensar. Pero el pensamiento del “quizá” involucra quizá el único pensamiento posible del acontecimiento. De la amistad por venir y de la amistad para el porvenir. Pues para amar la amistad no basta con saber llevar al otro en el duelo, hay que amar el porve nir. Y no hay categoría más justa para el porvenir que la del “quizá”. Tal pensamien to conjuga la amistad, el porvenir y el quizá para abrirse a la venida de lo que viene, es decir, necesariamente bajo el régimen de un posible cuya posibilitación debe triun far sobre lo imposible. Pues un posible que sería solamente posible (no imposible), un posible segura y ciertamente posible, de antemano accesible, sería un mal posible, un posible sin porvenir, un posible ya dejado de lado, cabe decir, afianzado en la vida. Sería un programa o una causalidad, un desarrollo, un desplegarse sin acontecimien to (Derrida, 1998b: 46).
Leer en un concepto la historia escondida de una metátora, es privilegiar la diacronía, a costa del sistema, y apostar sobre esta concepción simbolista del lenguaje que hemos destacado de paso: la ligadura del significante al significado ha debido ser y seguir siendo, aunque enterrada, una ligadura de necesidad natural, de participación analógica, de parecido. La metáfora siempre ha sido definida como el tropo del pare cido; no, simplemente, entre un significante y un significado, sino ya entre dos sig nos, de los cuales uno designa al otro (Derrida, 1989b: 2 53).
Esa diferencia que opera en la escritura misma es la que ha hecho explotar Derrida hasta resultar indomable con el término différance. La différance es la carga de profundi dad que Derrida lanza contra la metafísica de la presencia. A la vez diferencia espacial y temporal, algo en el texto imposibilita que se cierre su sentido en su remisión a otros siga nos, y aplaza por tanto en el tiempo indefinidamente su interpretación. Algo que sólo ocurre en el texto (pues la oralidad lo quiere olvidar), y de ahí la marca legible, visible pero impronunciable de esa “a” francesa en una palabra donde el francés ordinario escri be una “e”. Esa diferencia hace que todo resulte incomprensible e inaprensible, quedan
Sometida, pues, a la reserva de un quizá (forma de dejar abierto lo que de hecho está abierto), sin intentar comprender, pues “comprender quiere decir también neutralizar (Derrida, 1998b: 13), la deconstrucción, con las decisiones que en ella se toman, enfren ta la aporía en una tarea imposible; pero es que lo posible es demasiado poco, lo posible ya está previsto y por tanto de alguna form a ya dado; sólo hay acontecimiento que merez ca ese nombre si es un acontecimiento esperado pero sorprendente, esperado pero impre visto, un acontecimiento sin sustancia ni presencia sólida (como la venida del espectro), esto es, un acontecimiento imposible: “Lo imposible es lo único que puede ocurrir. Al recordar a menudo respecto de la deconstrucción que es imposible o lo imposible, y que no era un método, ni una doctrina, ni una meta-filosofía especulativa, sino lo que ocu rre, me fiaba de ese mismo pensamiento. No hay porvenir ni relación con la venida del acontecimiento sin experiencia del ‘quiza ” (Derrida, 2003: 72-73). De la aporía y la imposibilidad con las que topa (y de las que logra hacerse cargo) la deconstrucción dan buena prueba los indecidibles. Se trata de términos cuyo análisis muestra su imposibilidad misma, su imposible cerramiento; términos que empujan inme-
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Filosofías del siglo XX
disfámente en dirección contraria en el momento en que uno cree haberse instalado en
uno de sus polos. De este tipo resultan ser escritura, différance, huella, acontecimiento..., pero también justicia,, hospitalidad, demo cracia incluso, o la misma idea de deconstrueción. Pero, por lo mismo, estas palabras se constituyen en la clave de la de,®mstrucción misma, y es que cualquier texto es indecidible. Los indecidibles desempeñan la función esencial de dejar abierta la puerta en la lectura y la escritura: contra la lógica b inaria tra dicional, y especialmente contra la dialéctica hegeliana que intenta subsumirlo todo, neu tralizarlo todo, Derrida explica que los indecidibles actúan como 'unidades de simula cro, falsas propiedades verbales, nominales o semánticas, que ya no se dejan apresar en la oposición filosófica (binaria) y que, sin embargo, la habitan, resisten a ella, la desor ganizan pero sin constituir jamás un tercer término, sin dar lugar jamás a una solución al estilo de la dialéctica” (Derrida, 1977, 58). S¡ bien la actividad política de Jacques Derrida se había mantenido siempre, las impli caciones ético-políticas comienzan a extenderse por sus textos especialmente desde los años noventa, pudiendo señalar como clave el éxito de la obra Espectros de Marx, de 1993. Si la deconstruccion es una tarea imposible, sin duda la extracción programática de una política a partir de ella también lo será. Ha de ser, pues, una política abierta al aconteci miento, que se atreva a vivir sin reglas, sin aplicar un programa previsto que haga todo previsible, una política (im)posible más allá de la política cifrada en una actitud que es la manifestación política misma. La deconstrucción es la justicia, de hecho, como afir ma provocadoramente Derrida: la actividad misma del deconstruir busca hacer justicia allí donde la justicia es imposible, donde nunca tendrá lugar porque será siempre irre ductible (diferente, una vez en espacio y tiempo, y generando ambos) a un estado de cosas determinado, a un programa determinado, o a un estado de conciencia satisfecho y clausurado (cfr. Derrida, 1997). En la cuestión ético-política hace aparición una vez más el sujeto, pero un sujeto des fondado que está siempre en busca de sí mismo, en modo alguno a la manera autista del cogito, sino (en conversación esta vez con Lévinas) con respecto a un otro anterior a mí mismo, que me pregunta y me llama antes de que yo pu eda pensar en responder, y siem pre ante la mirada de un tercero que abre la puerta a una comunidad tan imposible como insolentemente activa, cercana, actuante:
C a p í t u l o 9: F i l o s o f í a s d e l a d i f e r e n c ia
divino, ñ t ü m g í t o de este dios: pienso, luego me pienso y me basto a mí mismo, no hay (nglesidad de) amigo, etc. Oh, amigos (vosotros, hombres), para mí no hay amigo. Así hablaría un dios así, si llegase a hablar (Derr ida, 1998b: 252). cogito
El desbordamiento del sujeto se produce gracias a ese otro (o esos otros) que exce
den siempre nuestra capacidad de respuesta; respuesta, por demás, tan inevitable como imposible (uno empieza siempre por responder) allí donde resulto ser tan responsable (capaz de respuesta) como irresponsable, en la aporía de una d ecisión imposible de la cual me saca sin embargo la urgencia de la decisión. Precisamente de un homenaje a Lévi nas entresacamos estas bellas y esclarecedoras palabras: ¿Cómo oír ese silencio? Y ¿quién puede oírlo? Parece dictarme esto: el mandato formal de la deducción sigue siendo irrecusable, y no aguarda más de lo que pueda hacerlo el tercero o la justicia. La ética prescribe una política y un derecho, esta depen dencia y la dirección de esa derivación incondicional son tan irreversibles como incon dicionales. Pero el contenido político o jurídico de esta manera asignado permanece, por el contrario, indeterminado, siempre por determinar, más allá del saber y de cual quier presentación, de todo concepto y de toda i ntuición posibles, singularmente, en la palabra y la responsabilidad asumidas por cada cual, en cada situación, y a partir de un análisis cada vez único -único e infinito, único pero a p r i o r i expuesto a la substi tución, única y, sin embargo, general, interminable no obstante la urgencia de la deci sión- , Y es que el análisis de un contexto y de las motivacion es políticas nunca tiene fin, dado que incluye en su cálculo un pasado y un porvenir sin límite. Como siem pre, la decisión permanece heterogénea al cálculo, al saber, a la ciencia y a la concien cia que, empero, la condicionan. El silencio del que estamos hablando, el silencio hacia el que alargamos el oído, es el entretiempo elemental y decisivo, el entretiempo ins tantáneo de la decisión, el entretiempo que desquicia el tiemp o y lo pone fuera de sus goznes (“out of joint”), en la anacroní ay el contratiempo. [...] Aquel silencio es, pues, además, el de una palabra dada. Da la palabra, es el don de la palabra. Esa no-respuesta condiciona mi responsabilidad, allí donde soy el único que debe responder. Sin el silen ció, sin el hiato, que no es ausencia de reglas sino necesidad de un salto en el momen to de la decisión ética, jurídica o política, no tendríamos más que desarrollar el saber en un programa de acción. Nada suprimiría más la responsabilidad y sería más tota litario (Derrida, 1998a: 146-148).
La amistad p or excelencia sólo puede ser humana, pero sobre todo, y por eso m is mo, para el hombre sólo hay pensamiento en la medida en que éste es pensamiento del otro y pensamiento del otro como pensamiento de lo mortal. En la misma lógica, sólo hay pensamiento, sólo hay ser pensante, en la amistad, al menos si es que el pen samiento debe ser pensamiento del otro. El pensamiento, en la medida en que debe ser pensa miento del otro —y eso es lo qu e debe ser para el hombre—no puede darse sin la pbilía. Ti aducido en la lógica de un cogito humano y finito, eso da la fórmula: pienso, luego pienso al otro; pienso, luego la posibilidad de la amistad se aloja en el movi miento de mi pensamiento en cuanto que requiere, reclama, desea al otro, la necesi dad del otro, la causa del otro en el corazón del cogito. Traducida en la lógica de un
Porque si bien ninguna deconstrucción parará nunca en una respuesta definitiva ni en un cálculo finito [“ninguna respuesta, ninguna responsabilidad abolirá jamás el quiz a ’ (Derrida, 1998b: 57)], la urgencia provocará siempre una decisión (ética o política) a la vez deducida y no deducible de un razonamiento o una actitud previa, a la vez res ponsable e irresponsable, por tanto. De modo que: Me atrevería a sugerir que [...] la responsabilidad, si la hay, no habrá empezado jamá s sin la e xperie ncia de la aporí a. Cu and o la vía de p aso está dada, cuan do por adelantado un saber posibilita el camino, la decisión está ya tomada, lo que es tan
Capítulo 9; Filosofías de la diferencia
Filosofías del siglo XX to como decir que no hay ninguna que tomar: irresponsabilidad, buena conciencia, aplicación de un programa. [...] La condición de posibilidad de esta cosa, la respon sabilidad, es u na cierta experiencia de la posibilidad de lo imposible: la prueba de la aporia a partir de la cual inventar la única invención posible, la invención imposi ble (Derrida, 1992: 43).
Esta política es, y quizá es su mayor aportación a una nueva manera de entender lo político, una política sin sujeto. Es incluso política porque va más allá del sujeto cerra do y previsible moderno: La decisión produce acontecimiento, ciertamente, pero neutraliza también ese sobrevenir que debe sorprender tanto la libertad como la voluntad de todo sujeto, que debe sorprender en una palabra la subjetividad misma del sujeto, afectarlo allí donde el sujeto está expuesto [...]. Sin duda la subjetividad de un sujeto, ya, no decide nun ca sobre nada: su identidad consigo y su permanencia calculable hacen de toda deci sión un accidente que deja al sujeto indiferente. Una teoría del sujeto es incapaz de da r
contar a los otros, en la economía de los suyos, allí donde cualquier otro es completa mente otro. Pero allí donde cualquier otro es igualmente cualquier otro. Más grave que una contradicción, la disyunción de estas dos leyes lleva consigo para siempre el deseo político. Lleva consigo también la ocasión y el porvenir de una democracia a la que amenaza constantemente de ruina y a la que mantiene sin embargo en vida, como la vida misma, en el corazón de su virtud dividida, la inadecuación en ella misma (Derrida, 1998b: 40). Y, lejos de lo que pueda parecer, esta actitud política no está en absoluto separada de la deconstrucción que describíamos en párrafos anteriores, sino que es una puesta en práctica más de la misma: pues se trata con esta actitud de desmontar absolutos, colar se entre las grietas del monolitismo logocéntrico y hacer posible la transgresión (como Foucault, como Deleuze) con una estrategia dotada de su propio valor, realmente actuan te en una política otra: (No hay desconstrucción sin democracia, no hay democracia sin desconstruccion). Se conserva este derecho para marcar estratégicamente algo que no es ya asunto de estrategia: el límite entre lo condicional (los bordes del contexto y del concepto que encierran la práctica efectiva de la democracia y la alimentan en el suelo y la sangre) y lo incondicional que, desde ei punto de partida, habrá inscrito una fuerza autodesconstructiva en el motivo mismo de la democracia, la posibilidad y el deber pata la democracia de delimitar-se ella misma. La democracia es el autos de la auto-delimita ción desconstructiva. De-lim itación no sólo en nombre de una idea regulativa y de una perfectibilidad indefinida, sino cada vez en la urgencia singular de un aquí y aho-
cuenta de la menor decisión. [...] La decisión pasiva, condición del acontecimiento, es siempre en mí, estructural mente, otra decisión, una decisión desgarradora como decisión del otro. Del otro abso luto en mí, del otro como lo absoluto que decide de mí en mí. Absolutamente singu lar en principio, según su concepto más tradicional, la decisión no es sólo siempre excepcional, hace excepción de mi. En mí. Decido, me decido, y soberanamente, esto querría decir: lo otro de mí, el otro-yo como otro y otro de mí, hace o hago excepción de lo mismo. Norma supuesta de toda decisión, esta excepción normal no exonera de ninguna responsabilidad (Derrida, 1998b: 86-87).
Siempre desde esta perspectiva, ha abordado y aborda Derrida aspectos socio-polí ticos concretos y actuales como la hospitalidad ante las migraciones, el porvenir de la democracia o de Europa, el papel de la universidad y las humanidades o la cuestión de la soberanía. Co nstata, en todos los terrenos, la inadecuación insoslayable (fruto del eter no juego de la diffémnce) entre una exigencia infinita (por ejemplo, l'la hospitalidad, o es infinita, o no es” -Derrida, 1998a: 69-) y una efectividad concreta, realizable, siem pre perfectible, que hace y produce paso a paso lo imposible siempre sorprendentemen te y siempre de forma insatisfactoria (prohibiendo toda buena conciencia). La democracia, v. gr., nos introduce en la búsqueda de una comunidad de amigos casi imposible pero necesaria, una comunidad lejana al cálculo de las mayorías, abier ta a una hospitalidad absoluta de la cual nunca sabrá dar cuenta el derecho, una demo cracia más allá de toda economía y por tanto inadecuada siempre en sí misma; pues “no cabe democracia sin respeto a la singularidad o a la alteridad irreductible, pero no cabe democracia sin ‘comunidad de amigos’, sin cálculo de las mayorías, sin sujetos identificables, estabilizables, representables e iguales entre ellos. Estas dos leyes son irreductibles la una a la otra. Trágicamente irreconciliables y para siempre ofensivas. La ofensa misma se abre con la necesidad de tener que contar uno a sus amigos, de
ra (Derrida, 1998b: 128). Esa urgencia, la imprevisibilidad del acontecimiento, la ruptura de la lógica misma el desfondamiento (sin pérdida, carencia o culpa) de la ontología tradicional se con densan en la aparición del espectro. Una aparición que disloca el tiempo, que nos enfren ta a lo imposible y ante lo cual debe mos responder o estamos ya respondiendo. L a espectralidad, la virtualidad en la que vivimos, genera una lógica que condensa la deconstrucción de la tradición logocéntrica, una lógica en la cual reaparecen (como el espectro mismo, sin aparecer de! todo) la huella, el juego de ausencia/presencia, el darse y no darse a la vez de lo inaprensible, el resto, la ceniza, pero también la memoria y el duelo inacaba do. El espectro es lo nuevo que se repite, la re-aparición sin sustancia, lo que pasa, acon tece, resiste y nos asedia con una insistencia, con una urgencia, que abre lugar sin lugar (,khora) a una política. Se trata también, de hecho, de los espectros que recorrían Euro pa y que rescata Derrida en Espectros de Ma rx para, ante su asedio, recuperar el talante crítico y desideologizador del marxismo (siendo tan marxista como no marxista), inten tando conjurar (sin conjuro y sin acabar nunca la tarea) esos otros espectros que reco
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rren Europa y el mundo hoy. Esos espectros resisten y nos hacen resistir en una actitud combativa y abierta, dis conforme e incómoda (más-que-crítica, gusta de decir Derrida, alejándose de un pos modernismo ingenuo), transgresora:
Filosofías del siglo XX
La deconstrucción (no me siento en absoluto incómodo por decirlo e incluso por teivindicarlo) tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las Humanida des como lugar de resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de principio de desobediencia civ il, incluso de disidencia en nombre de una ley supe rior y de una justicia del pensamiento (Derrida, 2003: 19).
10 Neopragmatismo y posmodernidad
En uno de sus más bellos y breves ensayos, Passions, sitúa Derrida la responsabili dad mas allá del deber, deconstruyendo a Kant. No es posible actuar por deber, como no se puede ser gentil por deber o amable por deber porque entonces ya no se es ni gen til m amable. El deber anula la responsabilidad haciéndola deducible de un programa absoluto, él sí único responsable. La responsabilidad está donde la decisión no está pre viamente tomada, donde la decisión es una decisión irresponsable. En un espacio que permita decirlo todo, al cual llama Derrida democracia o literatura (pues se implican mutuamente), sólo cabe dar testimonio de esta irresponsabilidad responsable que deci de sin saber y sin certidumbre. Y, según las ultimas palabras de este ensayo, “v oilà qui reste, selon moi, la solitude absolue d ’une passion sans martyre” (Derrida, 1993: 71). Todo vacío teórico es un lleno ideológico.
Louis Althusser
[Ñuta de los autores: Corrigiendo las pruebas de este libro, recibimos la imposible comunica ción de la muerte de Jacques Derrida. Se nos viene a la memoria el libro en el que se reunían los textos que el mismo escribió con ocasión de la muerte de algunos amigos suyos y donde subraya Derrida que cada muerte supone el fin del mundo en su totalidad, no de un mundo, sino cada vez del mundo c omo total idad única, irreemplazable e infinita. Y concluye su prólo go con esta frase de Celan que no dejaba de inquiertarle, como también ahora a nosotros: “Die Welt istfort; icb mitss dich tragen / El mund o se ha ido; te tengo q ue portar’].
Me comentaba Julio, un amigo filósofo y jardinero aficionado a la botánica, que la rosa que todos conocemos es un invento de los horticultores franceses e italianos, que comen zaron a hacer cruces de rosas silvestres a partir del siglo XVI, técnica que fueron perfec cionando en los siglos posteriores hasta llegar a la rosa actual que, quién lo diría, no tie ne nada de natural. No ya porque no sea campestre y haya dejado de ser asilvestrada, proliferando en masa bajo invernaderos industriales de plástico, sino porque en poco o nada se parece a la rosa rosa, si es que la rosa rosa no es la que se nos viene a la imagina ción porque muy pocas personas son las que han visto una rosa silvestre y, si lo han hecho, ni siquiera se habrán dado cuenta de que están ante una rosa “auténtica” porque no se corresponde con su concepto, con su imagen, con su fantasía de lo que es uña rosa. Nos escandalizamos de que la mayoría -eso dic en- d e los escolares estadounidenses que viven en grandes núcleos urbanos crean que la leche es una bebida artificial semejante a la coca cola, pero pocos de nosotros, los europeos, hemos visto una rosa. Movido por la curio sidad, me acerqué al jardín botánico esperando encontrar románticamente la belleza en estado puro, pero tan sólo me hallé decepcionado ante una florecilla más bien feúcha, desvalida y de aspecto enfermizo: un simulacro de rosa. Statp rístina rosa nomine, nomina nuda tenemos. La rosa prístina me pareció indigna hasta de su nombre por su escan dalosa desnudez. En efecto, aquella rosa, mi “primera” rosa, como buena hija de la fami lia de las rosáceas, tan sólo tenía cinco pétalos y una maraña de estambres en el centro, resultando el conjunto bastante cutre y desmañado. N o es que fuera algo horrible, esta
F i l o s o f í a s del s i g l o XX
Capítulo 10: Neopragm atisma y posmodernidad
ba bien, pero yo llevaba en mi mente la madalena de Prousij? todo acabó resultándome: tremendamente kafkiano. Como digo, los jardineros decidieron tomar cartas en el asun to y empezar a toquetear la rosa. Observaron, fenómeno normal por otra parte, que, en ger min adas rosas silvestres, algunos de los estambres ■,adquirían apariencia de iKmipé talos y comenzaron a injertar unas rosas con otras hasta transformar en pétalos verdade ros casi todos los órganos reproductores masculinos de la rosa, que perdieron su función primigenia, y lograr ese atiborrado capullo atestado de pétalos que, a pesar del tie mpo v de tanto toqueteo, seguimos llamando “rosa”, aunque la rosa no sea así. Algo queda, sin embargo, de la prístina rosa, ya que la rosa de salón ha de ser injertada en el tronco de la primigenia rosa canina para robarle a ésta la fuerza de sus raíces: las raíces de la rosa barroca -o posmoderna- tienen tendencia a enfermar, muestran una debilidad extrema, no soport an la sequía; de no ser injertada en la curtida planta de la rosa silvestre, su aci calada belleza no será sino flor de un día. Sería más elegante dejar el relato en este punto y comenzar a hablar directamente de yotard, Vattimo y otros autores posmodernos. Que cada cual haga la transposición que quiera de la anécdota de la rosa. Pero tengo cierta dificultad para lograr ser elegante y todo lo manoseo en exceso. Nos suele pasar a los filósofos. No sé si a la posmodernidad le habrá ocurrido o le estará ocurriendo un proceso similar al de la rosa, ni si podemos calificar a nuestras rosas de posmodernas, frente a otras rosas modernas o decididamen te premodernas o clásicas. Son ganas de forzar los epítetos. La inflación en el uso del término posm odernidad y la alegría a la hora de aplicar el adjetivo posmoderno a personas o cosas, filósofos, literatos, arquitectos, a la política, a a critica literaria, ai cine, etc., lejos de haberle hecho perder sus escasos pétalos a la rosa posmoderna, los ha multiplicado hasta llegar a hacer de ella algo bastante sólido, con astantes visos de credibilidad, con la dificultad añadida de haber hecho proliferar tras de sí una bibliografía inabarcable que exige, por demás, el dominio de no pocas disci plinas con las cuales no necesariamente se está familiarizado ni se es aficionado. Si bien a posmodernidad se aplica a todo y a todos, aplicarse a la posmodernidad no es cosa de todos: exige dedicación, estudio y mucho cuidado. Las boutades sobre la posmodernidad cada vez están menos al uso, se está volviendo algo tan serio que escasos son quienes se atreven a utilizar ya “posmoderno” como un insulto y si así lo hacen acaban saliendo mal parados. Entre otras cosas, porque su acercamiento a la posmodernidad, por lo frugal y anecdótico, termina por resultar él mismo “posmoderno”, en el mal sentido. Ya no vale todo para referirse a la posmodernidad y breves han sido los años en los que cualquiera se sentía autorizado para expresar sus opiniones sobre ella, sobre algo que desconocía a so utamente, aunqu e todos sigamos teniendo una opinión forjada sobre la misma con mayor o menor criterio, sólo que no la exterioricemos con tanto desenfado como anta ño Pero la ubicuidad de lo posmo derno ha terminado por conquistarnos, invadirnos, mal que nos pese: . Casi nadie acePta con gust0 el término -proclamará en 1996 Charles Jencks, uno de sus grandes propagandistas-; está pasado de moda, carece de gracia y, a pesar de
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todo, tío li»y forma de eludirlo. Nos ha marcado socialmente com o si fuera una con decoración desgastada pero llevada con orgullo, o quizá un estigma vergonzoso. Casi ftdi ssfc asim saai dó- fosit ivof ,,.]. Resulta tan ubicuo, desagradable y confuso como |g pariente, ¡g “moderno” [...] “Postmoderno”, en efecto, nunca poseyó brillo o esplcnJhfcfeunque pwÉB a una irónica inversión, su propia insipidez e ¡nsustancialidad se pudo convertir en una seña de identidad. La flamante insignia posmodern a de la que habla JáMtks, pues, podía ser tan hortera como quisiéramos, de purpurina o de cara melo,; ,0 quizá podía colgarse como un piercing en los genitales. En el otro caso, en el de que “postmoderno” no fuera un signo de orgullo sino una marca de la que aver gonzarse, podíamos borrarla en una clínica de cirugía plástica o disimularla en un taller de tatuajes (Castillo, 2002: 13).
Seguir tratando la posmodernidad en términos descalificadores o peyorativos ha ter minado por convertirse en un proceder rayano en el mal gusto, lo que todos hacen, cuan do no se convierte en insignia, de nuevo, de un cierto antinorteamericanismo continental que defiende, esta vez, una “posmodernidad filosófica”, estrictamente filosófica, a años luz de los Cultural Studie sj de la Theory que lo único que han hecho es trasplantar mala mente a Vattimo o a Lyotard a un suelo proclive a banalizarlo todo. N o cabe duda, ade más, de que la posmodern idad vuelve a ser otro fenómeno de “i da y vuelta”, cuyo retor no nos ha cogido por sorpresa, ya que lo que marchó al nuevo continen te no parecía ser más que filosofía y regresó siéndolo prácticamente todo, excepto filosofía, habiéndose buscado tan poderosos aliados como el capitalismo, la economía de mercado y la políti ca neoliberal. No estamos ante una cuestión baladí y la proyección política de la pos modernidad es un asunto demasiado serio como para tomárselo a la ligera (al respecto, cfr. Ripalda, 2000). Una excursión por la composición y estructura semántica del término servirá de introducción a la problemática con la que nos enfrentamos. Para comenzar, el prefijo “post-” o “pos” hace gala de una significativa ambigüedad: a prim era vista nos hace pen sar en un sentido histórico-temporal, meramente cronológico, pero también nos lleva a la idea de una cierta noción de progreso y superación. Algo tan simple se complica cuan do justamente la posmodernidad jamás se inscribiría a sí misma dentro del gran relato de la historia del pensamiento occidental sin más precisiones, porque lo que viene a cues tionar, entre otras cosas, es la existencia de dichos metarrelatos y la noción tradicional de historia. Cancelación de la modernidad desde un “después”, pero también apertura desde el proyecto moderno a otras formas de pensar: Por lo que respecta al post-, tal vez se deba precisamente a una voluntad p olémi ca típicamente moderna frente a lo “anticuado” (Ihab Hassan), o proceda del bloqueo de la cultura bajo tremendas formas de poder casi omnicomprensivas, insinuando jun to con el fin de la historia (también en el sentido más destructivo) la incapacidad de imaginar un cambio futuro en las líneas fundamentales de la sociedad. En cambio, la fidelidad ds fondo al proyecto emancipador en su forma más noble me parece haber inspirado a Lyotard una relativa e indecisa intemporalización del post- como ímpetu
Filosofías del siglo xx
íiipítiilo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
crítico del cambio, repetido una y otra vez en la modernidad v que eBissfc sentido le es anterior, su génesis esencial [...]. La postmodernidad no cancsia él jirojpgcto mod el« no, sino que proc ede más bien de la experiencia de sus límiwpy d e l k ampliación crí tica de su sensibilidad (Ripalda, 1996: 60).
No cabe la ingenuidad de un corte aséptico para empezar haciendo tabula rasa. La Verwindung no permite a estas alturas, y menos a Vattimo, concebir la posmodernidad de este modo. En la misma línea encontramos la opinión de Albrecht Wellmer: La postmodernidad, entendida correctamente, Sería un jjSyéííto. El postmoden nismo, empero, en la medida en que sea algo más que una moda, una exprffljón de regresión o una nueva ideología, cabe entenderlo como una búsqueda, como una tertr tativa de registrar las huellas del cambio y permitir que aparezca con más nitidez el perfil de ese proyecto (Wellmer, en Picó, 1998: 138).
El prefijo condensa, po r tanto, po r un lado, la cancelación de la historia, de los metarrelatos, de la modernidad, sin poder dejar de hacer referencia, por otro lado, al propio lugar de procedencia “ entre la nostalgia y la sensación de liberación” (Ripalda, 1996: 63),: La segun da parte del término, la mod ernid ad” , nos lleva, si cabe, a más complejas elu cidaciones. Porque si la posmodernidad nos remite a una esfera de significación plurívoca, la modernidad no lo hace en menor med ida. Habermas nos recuerda que: La palabra moderno, en su forma latina “ modernas” se empleó por primera vez a finales del siglo V para distinguir el presente, que se había convertido oficialmente en cristiano, del pasado romano y pagano. Con contenido variable, el término “moder no expresa una y otra vez la conciencia de una época que se pone en relación con el pasado de la antigüedad para verse a sí mi sma como el resultado de una transición de lo viejo a lo nuevo (Habermas, en Picó, 1998: 87-88).
Aparte de este matiz etimológico, “modernidad” designa realidades diferentes según el ámbito cultural de uso del término. Así, en Alemania, la modernidad abarca desde el racionalismo moderno hasta la Ilustración, sin abandonar casi nunca el terreno filosófi co; en Francia tenderá a vincularse su uso al ámbito estético, iniciándose en Baudelaire; en nuestro país, predomina el significado histórico para designar el período que da comien zo en el Renacimiento; en Estados Unidos, mo dernidad se aplica a un estilo arquitectó nico determinado, sin que sea evitable el corrimiento hacia un uso genérico del térmi no como es la “modernización” (cfr. Ripalda, 1996: 59). Sea como fuere, provisionalmente y sin ánimo de exhaustividad, podem os esbozar una serie de rasgos variables según el momento y el contexto qué pos den una somera idea de lo que cabe entender cuando nos referimos a la posmodernidad. En primer lugar, en el ámbito social, es necesario concederle un lugar preponderante a la transformación del sujeto ilustrado que ha quedado reducido a mero sujeto de consumo, siendo el mer cado la escasa herencia que también nos ha dejado la Ilustración. Un sujeto de consumo
sólo es concebible en términos de masa y en el contexto de la democracia de mercado, ya que dicho sujetó es incapaz de constituirse políticamente como sociedad civil bur guesa gp se encuentra a merced de los flujos monetarios y de decisiones qué sobrepasan su capacidad de comprensión e intervención. La subjetividad se desinterioriza, el yo no es un reducto de intimidad y secreto sino que, como en los pacientes border Une, sitúa toda su estructura de límites y puntos de referencia en la tecnificada realidad externa, verdadero soporte y esencia del individuo, que ya tampoco es ciudadano. Un segundo rasgo, en conexión con este primero, es el borramiento de fronteras entre, dicho a lo Fromm, el tener y el ser, el aspecto y la esencia, la proliferación de significantes vacíos que circulan en ausencia de referente, sin llorar tampoco por esta pérdida que permanece desapercibida en una difusa red cerrada de simulacros; la rup tura del telón de fondo con un cielo azul celeste que tiene lugar en E l show de Trum an, cuando éste decide salir a navegar en su velero, que acaba rasgando con la proa el hori zonte porque ha logrado llegar al límite externo del plato de rodaje, todavía es una imagen ilustrada: hay algo más verdadero, la verdad misma, al otro lado de la apa riencia. El sujeto posmoderno no haría más que pasar de un plato de rodaje a otro mayor, o ni siquiera mayor, tan sólo contiguo, cambiand o el set pero sin hacerse ilu siones de haber salido por fin de un estudio de televisión. Y todo ello sin angustia y sin la reconfortante sensación emancipatoria de Truman. La abolición de jerarquías “ontológicas”, el paradójico proceso del alisamiento de la realidad por ese excesivo afán de estriaje que describía Deleuze, nos devuelven a un mar inexplorado, a un desierto sólo poblado por nómadas definitivamente desorientados que intentan cartografiar un espacio liso redescubriendo trayectorias porque ya no saben habitar un espacio no codi ficado: los ejemplos de ello son tan habituales como los macrogarajes de los centros comerciales, la propia desorientación de los habitantes de las grandes ciudades a la que alude Jameson, la red de carreteras de la metrópoli, etc. El simulacro, la nivelación del tiempo en el presente absoluto que ya nada tiene de histórico, se unen a “la confusión de las fronteras entre la ‘alta y la ‘bajá cultura, el desmoronamiento de las jerarquías del conocimiento” (Lyon, 2000: 26). La indistinción entre alta y baja cultura se hace mediante una nivelación hacia aba jo, a saber, el pred omin io d e la cultura de m asas, favore cido p or el mon opo lio y la h ege monía de los medios audiovisuales y de Internet como vehículo principal de transmisión de la cultura en la “aldea global” de McLuhan. Lo que, en todo caso, habrá de ser deci sivo, no es ya la teorización del fin del hombre, del fin de la historia, del fin de las ideo logías, del arte y demás anuncios apocalípticos, sino el tono optimista y triunfante con el que se llevan a término tales proclamas y que tan distintas las hace, por ejemplo, del diagnóstico y la denuncia en la línea ilustrada de la Escuela de Frankfurt, de Foucault, de Deleuze o de Derrida (a quienes se les suele acusar o calificar de posmodernos ape lando a famélicos criterios cronológicos o, sencillamente, a la ignorancia más infame de las corrientes, filiaciones, tradiciones y herencias asumidas de la filosofía actual). Es tan grosero como confundir al analista con el analizante, el diagnóstico con el síntoma: una filosofía que analiza, diagnostica y, en la medida de sus posibilidades y de su peculiar
Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
Filosofías d e l siglo XX
furor sanandi, intenta aportar soluciones “terapéuticas”, con otra filosofía que es ella misma puro síntoma, neurosis traumática, síndrome de lo post La filosofía está ella misma en juego com o un producto más del m ercado y de los
menos vendibles. La gestión del espacio y del tiempo habrá de ser decisiva para su supervivencia como discurso. Lo s posmodernos son listos y saben localizar perfecta mente a su presa: Baudrillard da en el clavo cuando pretende olvidar a Foucault, lo mismo que Rorty cuando reduce a Derrida a la esfera de la ironía privada. Ya que la reflexión de estos filósofos, junto con Deleuze y Guattari, sigue siendo la piedra de toque de la p osmodern idad al desestabilizar la oposición rígida entre el adentro y el afuera, señalando su indecidibilidad pero sin liquidar el double bind al que se ve con frontada la filosofía contemporánea en su manera de “habitar” el presente y poder determinar así las condiciones de posibilidad de un “afuera”, de una “diferencia", de unos “márgenes” desde donde pensar -la filosofía ya no está en condiciones de regir, dirigir ni trazar metas a- la actualidad, lejos de la distante perspectiva de sobrevuelo del sujeto crítico ilustrado. Tal vez hayan sido los Espectros de Ma rx los que hayan aca bado de convencer a Habermas, primero, de que tenía que leer a Derrida; en segun do lugar, de que sólo la herencia espectral del marxismo, con mayor capacidad de uno y otro para hablar cara a cara con dichos espectros, les permitiría recuperar, compar tir y “asumi r la herencia del marxi smo, asum ir lo que en él está más vivo’ [...]. Esta reafirmación sería a la vez fiel a algo que resuena en la llamada de Marx -digamos, de nuevo, en el espíritu de su inyunción” (Derrida, 1995: 9 3); para, finalmente, conce derle el propio H abermas el Premio Adorno en noviembre de 2000, oficiarle a Derri da de maestro de ceremonias y amistoso anfitrión veinte años después de haber reci bido él mismo este premio en septiembre de 19 80 y de haber situado a Derrida en las filas de los “Jóvenes Conservadores” antimodernos en el discurso que pronunció en la recepción de dicho premio: Los Jóvenes Conservadores recapitulan la experiencia básica de la modernidad esté tica. Reclaman como propias las revelaciones de una subjetividad descentrada, eman cipada de los imperativos del trabajo y la utilidad, y con esta experiencia se salen del mundo moderno. Sobre la base de unas actitudes modernas, justifican una antimo dernidad irreconciliable. Recluyen en la esfera de lo lejano y lo arcaico los poderes espontáneos de la imaginación, de la autoexperiencia y de la emotividad. Para la razón instrumental, yuxtaponen de un modo maniqueo un principio accesible sólo por evo cación ya sea de la voluntad de poder o la soberanía, el ser o la fuerza dionisíaca de lo poético. En Francia esta línea lleva de Bataille a Derrida vía Foucault (Habermas, en Picó, 1998: 100-101).
Este discurso infamante, que justamente llevaba por título “Modernidad versus pos modernidad” sólo puede ser leído, casi en la misma sala, veinte años después, viendo cómo Habermas le entrega el Premio Adorno, habiendo mediado un acto de contricción y un propósito de enmienda porque los tiempos han arreciado mucho, a “un joven con servador antimoderno” que ya no es ninguna de estas tres cosas. Ello nos obligaría a revi
sar la desacertada caracterización de Rorty acerca de la distinta función que cump len la forma pública de la filosofía que practica Habermas y la forma privada propia de Derri da” (Rorty, 2000a : 3 47), porque no parece que el propio Rorty esté muy dispuesto a abandonar la rigidez de su esquema pragmatista, si bien Habermas ha dejado de acusar a Derrida de ser un filósofo de la conciencia necesitado de dar el paso hacia su filosofía de la intersubjetividad.
10.1. Neopragm atismo: Rorty La primera gran obra de Richard Rorty (1931-), E l giro lingüístico (1967), señala, por un lado, el punto de arranque e inserción del pensamiento de Rorty y, por otro, los derrote ros que dicho pensamiento seguirá en años posteriores. Podríamos ver en este escrito una apuesta sincera por las inquietudes de la filosofía analítica y lingüistica en relación con la disolución de los problemas de la filosofía tradicional, e incluso, como señalará el propio Rorty años más tarde, una cierta euforia por la repercusión, relevancia y consecuencias del “giro lingüístico” para la tarea filosófica en general. En el escrito de 1990 “Veinte años después”, redactado expresamente para la edición castellana de E l giro lingüístico, comen ta Rorty: “Lo que me parece más sorprendente de mi ensayo de 1965 es lo en serio que me tomaba el fenómeno del ‘giro lingüístico, lo importante que me parecía. Estoy alar mado, desconcertado y divertido al releer el siguiente pasaje: ‘L a filosofía lingüística, en los últimos treinta años, ha conseguido poner a la defensiva a toda la tradición filosófica [...]. Este logro es suficiente para colocar este período entre las más grandes épocas de ia historia de la filosofía. La última proposición me sorprende ahora como un simple inten to de un filósofo de treinta y tres años de convencerse a sí mismo de que había tenido la fortuna de haber nacido en los buenos tiempos -de persuadirse a sí mismo de que la matriz disciplinar en la que se había encontrado a sí mism o (la filosofía tal como se enseñaba en los sesenta en la mayor parte de las universidades de habla inglesa) era más que una escue la filosófica, una tempestad más en la tetera académica. Ahora me parece que ha sido poco más que eso. Las controversias que discutí con tanta seriedad en 1965 ya m e parecen pin torescas. Ahora me parecen decididamente antiguas” (Rorty, 1998: 159-160). Sin embargo, ya en el capítulo cuarto de esta obra, Criterios de eficacia en la filo sofía analítica”, se aprecia el desengaño de Rorty ante el fracaso del análisis del lenguaje ideal u ordinario debido a la carencia manifiesta en los filósofos del lengu aje de criterios de eficacia para la disolución de los problem as filosóficos, de criterios básicos que logren entre ellos un acuerdo racional básico, así como la imposibilidad de definir claramente siquiera lo que es un buen análisis lingüístico correcto y terminado, qué sea un mal uso del lenguaje, etc. Sin embargo, en la conclusión del ensayo donde realiza Rorty una Pros pección para el futuro” tras el giro lingüístico, podemos ver en germen su propio giro postanalítico encaminado hacia la pragmática y el abandono del ámbito de necesidad y universalidad de la verdad, la objetividad y la íundamentación filosóficas en favor de una decidida apuesta por la “contingencia’ :
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La única moraleja que debemos sacar, pienso, es que las disputas metafilosóficas del futuro se habrán de centrar en la cuestión de reforma versus descripción, o filoso fía-como-propuesta versus filosofia-como-descubrimiento Una vez emprendido el giro lingüístico, y una vez adoptado el nominalismo metodológico, para los filósofos eia natural sugeúr que la fundón de disciplina es cambiar nuestra mente (reformando nuestro lenguaje) más bien que describirla, pues el lenguaje -a diferencia de la natura leza intrínseca de la realidad, o de la unidad trascendental de la percepción—es algo que, según parece, puede ser cambiado [...]. Desearía argumentar que lo más importante que ha ocurrido en filosofía durante los últimos treinta años no es el giro lingüístico mis mo, sino el comienzo de una revisión a fondo de ciertas dificultades epistemológicas que han turbado a los filósofos desde Platón y Aristóteles (Rorty, 1998: 126-127). Rorty elegirá en sus desarrollos posteriores la primera opción de la disyuntiva, a saber, la filosofía como propuesta, no como descubrimiento, y el cambio, que no la descrip ción, de nuestra mente mediante la reforma de nuestras pautas lingüísticas. Ambas tareas son acometidas en La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979). La pri mera reviste la forma de la crítica al representacionalismo que afecta a toda la historia de la filosofía, incluido, y de manera significativa, al análisis lingüístico; la segunda llegará a formularse en la cercanía del conductismo epistemológico (que podría llamar sim plemente pragm atism o) (Rorty, 19 95 :166). Frente a la descripción y el descubrimiento de lo que está ya ahí previamente como dado ante el sujeto, el pragmatismo insistirá en el abandono de este discurso metafísico de la necesidad, del realismo, de la íundamentación ontológica, para quedarse con lo más esencial, es decir, con el cambio, la trans formación, la actitud pragmática de reforma que no precisa del fundamento de la reali dad, sino que le basta con la utilidad y con el hallazgo de los mejores hábitos de acción de que podemos disponer para satisfacer nuestros deseos. , Desde este pu nto de vista, decir que, por lo que sabemos, una creencia es verdadera, es lo mismo que decir que, por lo que sabemos, ninguna creencia alternativa es mejor hábito de acción [...]. Los pragmatistas no podemos encontrar sentido a la idea de que debié ramos perseguir la verdad por la verdad misma. No pode mos considerar la verdad como una meta de la investigación. La finalidad de la investigación es lograr acuerdo entre los seres humanos acerca de qué hacer, producir consenso sobre los fines que hay que alcanzar y los medios que se han de emplear para ello [...]. Todas las zonas de la cultura son parte del mismo esfuerzo para mejorar la vida. No hay división profunda entre teoría y practica porque, para una visión pragmatista, las lla madas teorías , si no son juegos de palabras, son siempre prácticas. No tratar las cre encias ni las palabras como representaciones, sino las primeras como hábitos de acción y las últimas como herramientas, es dejar sin sentido a la pregunta por si se está des cubriendo o inventando, haciendo o encontrando (Rorty, 2000b: 59-61). La posición inicial de Rorty se nos aparece, pues, como un antifundacionalismo y un antirrepresentacionalismo: se trata de rompe r el espejo de la naturaleza como imagen definitoria de lo que es la filosofía:
Capítulo 10: Neopragm atismo y posmodernidad
Saber es representar con precisión lo que hay fuera de la mente [...1. La preocu pación fundamental de la filosofía es ser una teoría genera! de la representación, una teoría que divida la cultura en áreas que representen bien la realidad, otras que la repre senten menos bien y otras que no la representen en absoluto (a pesar de su pretensión de hacerlo). La idea de una '"teoría del conocimiento” basada en una comprensión de los “procesos mentales” es producto del siglo XVII, y sobre todo de Loche. La idea de la “mente” en cuanto entidad en la que ocurren los “procesos” aparece en ese mismo período especialmente en las obras de Descartes. Al siglo XVIH, y a Kant de una for ma especial, debemos la idea de la filosofía en cuanto tribunal de la razón pura, que confirma o rechaza las pretensiones del resto de la cultura, pero esta idea kantiana pre suponía un asentimiento general a las ideas de Locke sobre los procesos mentales y a las de Descartes sobre la sustancia mental (Rorty, 1995: 13-14). Éste es el horizonte filosófico que Rorty va a desmontar con la ayuda de Wittgens tein, Heidegger y Dewey, quienes acabaron con el mentalismo, la idea de certeza, la epis temología, la cientificidad filosófica, llevando a cabo un ejercicio filosófico más tera péutico que constructivo y, sobre todo, lejos de cualquier tentación fundacionalista en epistemología o metafísica. El resultado de la crítica histórica -historic ista- de Rorty será acabar con la idea de verdad como “representación exacta de la realidad” que apela a la “racionalidad” y a la “objetividad”, prefiriendo en su lugar la formulación jamesiana de “lo que nos es más conveniente creer”, a saber, una reivindicación de la noción pragma tista clásica del conocimiento, una “verdad sin espejos”, verdad más utilizable que res petable, más útil que objetiva. Para ilustrar esta contraposición entre dos estilos filosóficos, entre dos nociones de verdad y de conocimiento, Rorty despliega un amplio repertorio de términos opuestos que dan una idea clara tanto de su propuesta como de las posiciones de las que quiere distanciarse. La primera escisión que nos ofrece es la que se produce entre la epistemo logía y la hermenéutica, nociones que emplea en un sentido muy peculiar. La episte mología viene a coincidir con el deseo filosófico por excelencia de encontrar un funda mento último, un agarradero que la salve del devenir, de la indecidibilidad y de la necesidad de elegir; dicho deseo cristaliza de manera significativa en la epistemología que nace con el racionalismo de Descartes y que continúa la Ilustración, hasta llegar al representacionalismo ingenuo de los positivistas y la teoría pictórica wittgensteiniana. Superar, rechazar o renunciar a esta forma de concebir la filosofía no su pone para Rorty pérdida alguna ni escándalo notorio del que no sea posible recuperarse. La hermenéu tica es la prueba de que el abandono de la epistemología fundacionalista n o nos hace caer en el abismo de la irracionalida d ni en una nostálgica añoranza del paraíso. Su tarea es justamente no volver a sentir la necesidad de agarraderos ni fundamentos últimos: La hermenéutica es una expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse -que nuestra cultura sea una cultura en la que ya no se sienta la exigencia de constricción- [...]. La hermenéutica ve las relaciones entre varios discursos como los cabos dentro de una posible conver-
Capitulo 10: Ueopragmalismo y posmodernidad
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sación, conversación que no presupone ninguna matriz disciplinaria que una a los hablantes, pero donde nunca se pierde la esperanza de llegar a un acuerdo mientras dure la conversación. No es la esperanza en el descubrimiento de un terreno común existente con anterioridad, sino simplancnte la esperanza de llegar a un acuerdo o, cuan do menos, a un desacuerdo interesante y fructífero. La epistemol ogía considera la espe ranza de llegar a un acuerdo co mo una señal de la existencia de un terreno común que, quizá sin que lo sepan los hablantes, les une en una racionalidad común. Para la her menéutica, ser racional es estar dispuesto a abstenerse de la epistemología -de pensar que haya un conjunto especial de términos en que deben ponerse todas las aportacio nes a la conversación- y estar dispuestos a adquirir la jerga del interlocutor en vez de traducirla a la suya propia. Para la epistemología, ser racional es encontrar el conjun to adecuado de términos a que deberían traducirse todas las aportaciones para que sea posible el acuerdo [...]. La epistemología ve a los participantes unidos en lo que Oakeshott llama una universitas -grupo unido por intereses mutuos en la consecución de un fin común-. La hermenéutica los ve unidos en lo que él llama una societas -perso nas cuyos caminos por la vida se han juntado, unidas por la urbanidad más que por un objetivo común, y mucho menos por un terreno común (Rorty, 1995: 287 -290). Como es claro, desde las posiciones afines a lo que Rorty entiende por epistemolo gía, éste se ha visto acusado de nominalista, relativista, consensualista y demás epítetos familiares que a Rorty le traen más bien al fresco. Es lo esperable para quien define su propia tarea recurriendo a la distinción kuhniana entre ciencia normal y revolucionaria aplicada a la filosofía como discurso normal o anormal. El discurso anormal en filosofía es aquel que vendría a cuestionar el consenso tácito o explícito existente -la epistemo logía, la racionalidad, la objetividad, la verdad, el fundam ento- proponien do un cam bio d e paradigm a irreductible al anterior, inconmensurable con él. La hermenéutica ocu pa este lugar en relación a la epistemología, si bien la hermen éutica tiene el carácter especial de abordar los discursos anormales desde el punto de vista de un discurso nor mal, el de la tradición, abriéndose sin embargo a lo nuevo y a lo imprevisible: “La her menéutica no necesita un nuevo paradigma epistemológico [...]. La hermenéutica es más bien lo que nos queda cuan do dejamos de ser epistemoló gicos” (Rorty, 1995 : 296). Es la “filosofía sin espejos” con la que se cierra el último capítulo del libro. Una filosofía “edificante” -en el sentido de la Bildung- opuesta a la filosofía “sistemática”, nuevo par de opuestos en paralelo con los anteriores: En cualquier caso, la actividad es (a pesar de la relación etimológica entre las dos palabras) edificar sin ser constructivo -a! menos si “constructivo” significa aquella for ma de cooperación en la realización de los programas de investigación que tiene lugar en el discurso normal-. Se supone que el discurso que edifica es anormal, que nos saca de nosotros mismos por la fuerza de lo extraño, para ayudarnos a convertirnos en seres nuevos (Rorty, 1995: 326). Rorty considera ejemplos de filósofos edificantes a Wittgenstein, Dewey y Heideg ger en tanto formuladores de una filosofía inconmensurable con la que les precede. En
este sentido, son edificantes además de revolucionarios. Hay filósofos revolucionarios que continúan, no obstante, dentro del discurso normal y su inconmensurabilidad es sólo transitoria: es el caso de Husserl, Descartes o Kant. El matiz fundamental que dis tingue a los filósofos edificantes es que “se asustan al pensar que su vocabulario pudiera llegar a institucionalizarse, o que su obra pudiera considerarse como conmensurab le con la tradición” (Rorty, 1995: 333). Lo más crucial de estos filósofos es que impiden que la filosofía entre en vía muerta, que se cierre su propio camino por haber llegado a encon trar la verdad y se autodisuelva en ella: “La filosofía edificante aspira a mantener una conversación más que a descubrir la verdad” (Rorty, 1995: 337). Los monstruos de Rorty son la objetividad y la verdad como interrupción de la conversación (tanto es asi que la pragmática universal y la hermenéutica trascendental le parecen también modos de inte rrumpir la conversación por lo que tienen de retorno a un fundamento epistemológico y a un discurso normal): Pensar que mantener una conversación es una meta suficiente de la filosofía, ver la sabiduría como si consistiera en la capacidad de mantener una conversación, es con siderar a los seres humanos como generadores de nuevas descripciones más que como seres de quienes se espera que sean capaces de describir con exactitud (Rort y, 199 5. 341).
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Se trata de no cerrarle el paso a lo nuevo, a lo imprevisible, a la creación, a los giros imprevistos de la conversación filosófica, a los accidentes del discurso, a la desnuda co n tingencia”. Rorty' no quiere con ello acabar de una vez por todas con la filosofía, sino darle un nuevo impulso a la filosofía fuera del paradigma que la vio nacer. Pero, ocurra lo que ocurra, no hay peligro de que la filosofía “ llegue a su fin . La religión no llegó a su fin con la Ilustración, ni la pintura con el Impresionismo. Aun que el período que va de Platón a Nietzsche quede aislado y “distanciado’ tal como sugiere Heidegger, y aun cuando la filosofía del siglo XX llegue a parecer una etapa transitoria de apoyo y relleno (como nos lo parece ahora la filosofía del siglo XVI), habrá algo llamado “filosofía” al otro lado de la transición (Rorty, 1995 . 355) . Evidentemente, las dificultades surgen en lo que Rorty entienda por filosofía y si se la deberá seguir llamando así. Si el pragmatismo, o lo que hace Rorty, es filosofía. En la introducción a Consecuencias del pragmatismo (1982), pragmatismo y filosofía pare cen oponerse en la línea de las anteriores antinomias, llegando a hablar Rorty' de lo que habría de ser una cultura post-filosófica. E l punetnm dolens de toda la disputa radica en la noción pragmatista de verdad. Ser pragmatista implica romper definitivamente con cualquier resabio esencialista en lo que a la ve rdad se refiere, por lo que las teorías -e pis temológicas- acerca de la verdad dejan de tener sentido y carecen de interés. Con ello, caería la filosofía en su conjunto teñida de platonismo, a saber, la confianza en la exis tencia de algún tipo de entidad, valor o lo que fuere, ahistórica, inmutable y con capa cidad regulativa: bastaría apelar a este tipo de instancias, lograr una corresponde ncia con
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ellas, para que se cancelara toda controversia. El lugar en el que queda el pragmatista al situarse en esta posición es indudablemente incómodo, pues se pone en el punto de mira tanto de platónicos como de positivistas: Los platónicos gustarían de una cultura regida por lo eterno. Los positivistas gus tarían de otras regidas por lo temporal, por el irresistible impacto del modo de ser del mundo. Mas ambos querrían una cultura dirigida, sometida, que no quedase aban donada a su suerte. Para ambos, la decadencia reside en la renuncia a someterse a algo que se encuentra ahí fuera , a admitir que, p or encima de los lenguajes que hablan hombres y mujeres, existe algo a lo que dichos lenguajes, y los mismos hombres y mujeres que los hablan, tratan de “adecuarse” (Rorty, 1996a: 52).
Los únicos agarraderos que admite el pragmatismo serían transitorios, útiles en un momento dado para llevar a cabo algún tipo de acción concreta, pero que, conseguido este objetivo, habrían de abandonarse de nuevo y restablecer “el sentimiento de que en lo mas profundo de nosotros no hay nada que nosotros mismos no hayamos deposita do,^ ningún criterio que no hayamos creado al dar a luz una práctica, ningún canon de racionalidad que no apele a dichos criterios, ni argumentación rigurosa que no obedez ca a nuestras propia s convenciones” (Rorty, 1996a : 57). Rorty ofrece tres caracterizaciones del pragmatismo que inciden en estos mismos pun tos. La primera viene a decir que éste es sencillamente la aplicación del antiesencialismo a nociones como verd ad, conocimiento , lenguaje’, ‘moralidad’ y semejantes obje tos de especulación filosófica. Pongamos por caso la definición que James da de ‘lo verdadero : aquello cuya creencia resulta beneficiosa’ [...]. Lo que James quería dar a entender es que no hay nada más profundo que decir al respecto: la verdad no es la cla se de cosa que renga una esencia (Rorty, 1 996a: 24 3). Por consiguiente, no será tanto la teoría cuanto la praxis la que haya de regir nuestras deliberaciones y nuestras elecciones con respecto a la verdad. Acercarnos a lo verdadero no es cuestión de contemplación, de descripción, de isomorfía, de correspondencia o de representación, sino de un proyecto práctico acerca de qué forma dé vida queremos llevar, qué tipo de compromisos implica dar algo por cierto, qué consecuencias tiene. Y dichas decisiones sobre la propia vida no son susceptibles de resolverse metodológicamente ni apelando a criterios invariables dis tintos de las ventajas y los beneficios concretos que puedan acarrear. El p ragmatismo cul mina así en una deliberación ininterrumpida que no permite descanso alguno en verda des absolutas: Según la doctrina de este movimie nto, la investigación no tiene ningún otro límite que el que impone la conversación; no tiene ningún límite general que ven ga dictado por la naturaleza de los objetos, de la mente o del lenguaje, sino sólo ciertas limitaciones deducibles de los dictámenes de nuestros colegas” (Rorty, 1996a: 247). Hacer que la conversación de Occidente sea el único criterio de validación, así como la adopción de la sentencia de Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas sin que haya nada que pueda servirle de guía, le ha acarreado a Rorty desde el comienzo verse acusado de irracionalismo y de relativismo. Su ‘antidualism o” explícito
Capítulo 10: Ne opragmatismo y posmodernidad
le ha conducido a algo inaceptable para la filosofía tradicional y menos tradicional, a saber, la nivelación, el borramiento de cualquier distinción entre problemas epistemo lógicos y éticos, entre verdad y bien, entre la deliberación sobre el es y el debe, sobre lo verdadero y lo bueno. Ello conlleva naturalmente la desaparición de las fronteras entre las disciplinas por la desaparición misma de las disciplinas: arte, filosofía, ciencia, litera tura, se convierten en un continuum indistinto de hábitos de acción para enfrentarse al mundo, encaminado a lograr mayores oportunidades de felicidad: La filosofía consiste en un estudio comparativo de las ventajas e inconvenien tes de las distintas formas de hablar inventadas por nuestra raza. Dicho sea en pocas palabras: la filosofía se asemeja bastante a lo que a veces llamamos “crítica de la cul tura” [...]. El “crítico de la cultura” moderno y occidental se siente lo bastante libre para hacer comentarios sobre todo aquello que se le antoje [...] El pragmatista no erige la Ciencia como ídolo que ha de ocupar el lugar que en cierto momento ocu paba Dios. Ve la ciencia como un género literario más o, a la inversa, ve la literatu ra y las artes a modo de investigaciones en pie de igualdad con las que realiza la cien cia. De manera tal que no concibe la ética como un ámbit o más “relativo” o “subjetivo” que la teoría científica, ni tampoco como algo que necesite la conversión a la “cien cia”. La física es un intento de hacer frente a determinados fragmentos de universo; la ética trata de hacer frente a otro tipo de fragmentos. La matemática auxilia a la física en su tarea; la literatura y las artes hacen lo propio con la ética. De estas inves tigaciones, algunas acaban en proposiciones, otras en narrativas, otras en cuadros (Rorty, 1996a: 54-58 ). * La figura de la “contingencia” de las creencias, del lenguaje, del yo, es la que aglu tina últimamente la posición rortyana. Ya hemos visto cuál es el rendimiento filosófi co de esta forma de ver las cosas. Las consecuencias políticas son otro asunto. La socie dad posfilosófica que p ropugna Rorty ha de habérselas con la necesidad de mantener la democracia, los derechos humanos, la convivencia, la comunidad, sin recurrir a fundamentación metafísica alguna. Tal es la tarea acometida en Contingencia, ironía y solidaridad (1989). Con estos tres términos se esboza un panorama completo de cuanto hemos visto hasta ahora. La contingencia señala el presupuesto básico del pragma tis mo: el antifundacionalismo y el antiesencialismo propios de la metafísica. No hay aga rraderos ni tablas de salvación últimas a las que apelar en el momento de la elección y de la deliberación. El léxico último del que cada uno dispone para justificar cuanto hace, piensa y cree es incapaz de fundamentar dichas actitudes y comienza a dar vueltas sobre sí mismo, impotente para ir más allá. En el ámbito privado, el pragmatista se convier te en ironista: Llamaré ironista a la persona que reúna estas tres condiciones: 1) tenga duda s radi cales y permanentes acerca del léxico que utiliza habitual mente, debi do a que han inci dido en ella otros léxicos, léxicos que consideran últimos las personas o libros que han conocido; 2) advierte que un argumento formulado con su léxico actual no puede ni
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Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad XX
consolidar ni eliminar esas dudas; 3) en la medida en que filosofa acerca de su situa ción, no piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de ella misma. Los ironistas propensos a filosofar no conciben la elección entre léxicos ni como hecha dentro de un metaléxico neutral y universal ni como un intento de ganarse un camino a lo real que esté más allá de las apariencias (Rorty, 1996b: 91). El ironista se dedica a cultivar su propio yo privadamente, a forjarse una autoimagen, una constelación de creencias, a crearse a sí mismo y buscar su propia felicidad y salvación. Para Rorty, la esfera de la ironía permanece cerrada en sí misma y escindida por completo de lo público. El ironismo no tiene repercusión alguna para ia polis, para la comunidad política; es irrelevante para la construcción de una sociedad, de un ámbi to público de convivencia. Sin embargo, no es tampoco contradictorio con esta tarea que aparece como absolutamente necesaria. Ei único vínculo con los otros que es capaz de sacar al ironista del peculiar solipsismo al que lo ha conducido Rorty será, literalmente -uno piensa en Husserl-, la “identificación imaginativa con los detalles de las vidas de otros, y no el reconocimiento de algo previamente compartido” (Rorty, 1996b; 208). A saber, el ironista afectado de contingencia no puede aceptar, porque no se lo cree, una común esencia metafísica compartida por todo ser humano que lo llevara a sentirse par tícipe de una comunidad universal de "hombres” iguales en derechos, etc. Lo único que le queda para ser solidario con los demás y salir de su esfera privada es identificarse ima ginativamente con los otros en lo tocante a la “condición común de ser susceptibles de sufrir humillación [...] Su sentido de solidaridad humana se basa en el sentimiento de un peligro común” (Rorty, 1996b: 109). El ironista convencido de que “la crueldad es la peor cosa que se puede hacer” se convierte en un ironista liberal dispuesto a hacer todo lo posible por atenuar la crueldad social aunque no tenga, por supuesto, “respues ta alguna a la pregunta: ‘¿Por qué no ser cruel?’” (Rorty, 1996b : 17). En la edificación rortyana de la comunidad solidaria se aprecia vivamente su arrai go en los planteamientos éticos de la tradición analítica vinculados con el emotivismo en lugar de la vinculación continental de la ética con un proyecto racional. La pieza cla ve de la solidaridad en Rorty es la sensibilidad al dolor y no una naturaleza humana común; es una solidaridad construida, un proyecto de solidaridad que ha de hacerse y no una solidaridad fundamentada en un trasfondo que tan sólo hubiera que descubrir y hacerse cargo de que nos preexiste: La manera correcta de entender el lema: “Tenemos obligaciones para con los seres humanos simplemente como tales” es interpretándolo como un medio para exhortar nos a que continuemos intentando ampliar nuestro sentimiento de “nosotros” tanto cuanto podamos [...]. La forma correcta de analizar el lema consiste en proponernos crear un sentimiento de solidaridad más amplio que el que tenemos ahora. La forma incorrecra de hacerlo consiste en que se nos proponga reconocer una solidaridad así como algo que existe con anterioridad al reconocimiento que hacemos de ella (Rorty, 1996b: 214).
Dado que lo fundamental es crear ese “sentimiento solidario , la filosofía de poco vale en esta empresa, reducida a la esfera de la ironía privada: el papel político funda mental habrán de desempeñarlo la literatura, el cine, las artes como vías principales de sensibilización con el dolor del otro. El otro sólo podrá entrar a formar parte del “noso tros" en la medida en que el peligro común de la humillación y el dolot se sobreponga a las diferencias que lo mantienen excluido del pronomb re de la primera persona. Las principales contribuciones del intelectual moderno al progreso moral son las descrip ciones detalladas de variedades particulares del dolor y la humillación (contenidas, por ejemplo, en novelas o en informes etnográficos), más que los tratados filosóficos o reli _ _ giosos” (Rorty, 1996b: 210). Probablemente se queda corto Rorty en la profunda transformación que sueña haber provocado en la filosofía, pues queda preso del individualismo más sórdido, inherente de hecho a la tradición liberal y a los modos estadounidenses. La utopía liberal rortyana queda en cualquier caso establecida sobre un telón emotivista que a nosotros los euro peos” nos satisface escasamente. La polémica de Rorty con Habermas es buen índice de ello y no es menester reproducir aquí los puntos de conflicto entre la comunidad ideal de comunicación de uno y el liberalismo solidario del otro, ya que saltan a la vista. Si la solidaridad rortyana nos remire a la esperanza de una sensibilización con el dolor ajeno del “nosotros, los liberales”, en vías de ensancharse para integrar cada vez un mayor núme ro de seres humanos sin renunciar a su posición etnocéntrica de pa rtida (cfr. Rorty, 199 6b: 216), ello no puede menos que sonarnos a la justificación ideológica del statu quo actual, donde sólo cabe la paciente espera de que Estados Unidos, la Alianza Atlántica, la Unión Europea integren en su “nosotros” al resto de la humanidad y se vuelvan algo más sen sibles a su dolor dentro de su ironismo privado. Lo que parece ensancharse no es el noso tros”, sino la ironía; aumenta el espacio de lo privado que deja de ser individual para hacerse occidental; lo que conlleva, paradójicamente, la restricción del ámbito público
solidario.
io .i . Dispersión y diferendo; Lyotard Lyotard (1924-1998) pasa por ser el iniciador de la posmodernidad dentro del contex to filosófico, correspondiéndole la autoría de su “acta fundacional”, por así decirlo, que no es otra que La condición postmoderna (1979). Dic ho escrito fue en origen un Infor me sobre el saber” -as í reza el subtítulo - remitido al Conseildes Universités del gobierno de Quebec, cuya tesis principal era el cambio que se operaba en el saber con el paso a una sociedad postindustrial y “postmoderna”. Ya por aquel entonces,^debio Lyotard acla rar el empleo de este vocablo y dar una descripción de su sentido: “El término está en uso en el continente americano, en pluma de sociólogos y críticos. Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX. Aquí se situarán esas trans formaciones con relación a la crisis de los relatos” (Lyotard, 2000: 9). Los relatos hacen
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referencia a los grandes discursos a los que ha de recurrir la ciencia para lograr su propia legitimidad frente a otro tipo de saberes cuya legitimación ya está consolidada por la tra dición, corno el relato mítico. F.n la época “moderna”, la ciencia apela al relato de la dias léctica del Espíritu, de la hermenéutica del sentido o de la emancipación del sujeto racio nal para legitimarse. Sin embargo, el cam bio que se va a producir afectará de lleno a este proceso legitimador que se daba por indispensable y mayoritariamente aceptado: “Sim plificando al máxim o, se tiene por ‘postmodern á la incredulidad con respecto a los rnetarrelatos [...]. Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde espe cialmente la crisis de la filosofía metafísica, y de la institución universitaria que dependía de ella. La función narrativa pierde sus functores, el gran héroe, los grandes peligros, los grandes periplos y el gran propósit o” (Lyotard, 2000: 10). El saber se ve afectado por la transformación tecnológica que provoca que sus enun ciados deban ser traducidos a cantidades de información inteligibles para la máquina de producción. Haciendo referencia explícita a Habermas, Lyotard observa que el saber se convierte en mero valor de cambio, en mercancía informacional, entrando en con flicto con otra clase de saber que permanece al margen de este proceso, el saber “narra tivo”. La forma narrativa es propia del saber tradicional que adopta con regularidad la forma del relato. E n éste se legitim an las instituciones sociales, las costumbres, las leyes, mediante la narración y la simple transmisión de mitos fabulados acerca de su origen, de héroes antepasados de la comunidad, etc. A diferencia del saber científico, los rela tos admiten en su seno no sólo enunciados denotativos susceptibles de ser verificados, sino toda otra clase de enunciados, lo que los convierte en un juego de lenguaje muy complejo, cuyas reglas pragmáticas (saber contar el relato, saber oírlo, saber llevarlo a la práctica) han de aprenderse, ya que constituyen el lazo social fundamental. Justa mente el aislamiento del tipo de enunciados denotativos que realiza la ciencia conlle va el problema consecuente de un aislamiento de la propia ciencia del juego lingüísti co social y sus prácticas discursivas; el hiato entre los dos saberes se va haciendo más profundo hasta no necesitarse mutuamente y excluirse recíprocamente porque juegan a juegos lingüísticos inconmensurables. La ciencia buscará apoyo en el saber narrativo para recuperar la legitimidad perdida, hallando dos modos fundamentales de hacerlo: narrar la epopeya bien del sujeto cognitivo bien del sujeto práctico, lo que Lyotard lla ma el héroe del conocimiento” o el “héroe de la libertad”; dos versiones, por tanto, del relato legitimador en su vertiente filosófica o política. Lyotard hace un recorrido desde la II República francesa, pasando por Fichte, Schleiermacher, Hum boldt y Hegel, autores en los que se ve la lucha de ambos pro yectos y su tendencia a la unificación de los dos héroes: un sujeto que por estar en pose sión del conocimiento está capacitado para su tarea ético-política. La figura clave para Lyotard va a ser Kant, quien escinde y delimita perfectamente estas dos esferas, con cediéndole primacía al saber práctico: Desde esta perspectiva, el saber positivo no tiene más papel que el de informar al sujeto práctico de la realidad en la cual se debe inscribir la ejecución de la pus-
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er:puon Le permite circunscribir lo ejecutable, lo que se puede hacer. Pero lo eje cutorio, lo que se debe hacer, no le pertenece. Que una empresa sea posible ¿S una íCSMij cuy sea játsaxs otra. El saber ya no e§
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validez del relato de la emancipación” (Lyotard, 200 0: 109), amén de no dar una res puesta satisfactoria a la pluralidad de juegos lin güísticos que pretende reducir a unas reglas de juego universales: Por esta razón, no parece posible, ni siquiera prudente, orientar, como hace Habe r mas, la elaboración del problema de la legitimación en el sentido de una búsqueda de un consenso universal por medio de lo que él llama el Diskurs, es decir, el diálogo de argumentaciones. Es, en efecto, suponer dos cosas. La primera, que todos los locu tores pueden ponerse de acuerdo acerca de las reglas o de las metaprescripciones uni versalmente validas para todos los juegos de lenguaje, mientras que es claro que éstos son heteromorfos y proceden de reglas pragmáticas heterogéneas. La segunda suposi ción es que la finalidad del dialogo es el consenso. Pero hemos mostrado, al analizar la pragmática científica, que el consenso es más bien un estado de las discusiones y no su fin. Éste es más bien la paralogía (Lyotard, 2000: 116-117). En la Ficha de lectura” de Le differenti, sitúa Lyotard como “Pretexto” para su argu mentación acerca de la paralogía y del disenso del lenguaje, el Kant de la tercera Crítica y de los textos historicopolíticos (“cuarta Crítica”) y el Wittgenstein de las Investigacionesfilosófica s y de los escritos postumos [...]. Estos pensamientos son epílogos de la modernidad y p rólogos de una posmodernidad honorable. Preparan la constante del ocaso de las doctrinas universalistas (metafísi ca leibniziana o russelliana). Dichos pensamientos interrogan los términos en que aquellas doctrinas creían poder allanar las diferencias (realidad, sujeto, comunidad, finalidad) [...]. En el extremo opuesto, Kant dice que no hay intuición intelectual y Wittgenstein que la significación de un término es su uso. El examen libre de las proposiciones culmina en la disociación (crítica) de sus regímenes (separación de las facultades y de su conflicto en Kant, desintrincación de los juegos de lenguaje en Wittgenstein). Estos pensadores preparan el pensamiento de la dispersión (diàs pora, dice Kant) (Lyotard, 1999: 11-12). La reflexión acerca de lo sublime y del entusiasmo está destinada a hacer ver cómo, dentro de la mism a modernidad, Kant descubre la dispersión de las facultades, imagen que Lyotard simboliza con la de un archipiélago, y la inadecuación entre las ideas de la razón y una presentación que resulte conveniente a dichas ideas. Es el fracaso de todo intento de totalización, la imposibilidad del consenso siquiera dentro de las propias facul tades del sujeto lo que provoca el sentimiento de lo sublime y la modalidad extrema del entusiasmo. Sin emb argo, ya se prefigura aquí que este callejón sin salida, el disenso per manente interfacultativo apunta al destino -trágico, nostálgico o entusiasmado, la clave está en el pàthos- del sujeto en cuanto debe suministrar la presentación de lo impresen table mediante su imaginación ilimitada: Lo posmoderno sería aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en la presentación misma; aquello que se niega a la consolación de las formas bellas, al
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consenso de un gusto que permitiría experimentar en común la nostalgia de lo impo sible; aquello que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas, sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable [...]. Por último, es preciso dejar en claro que no nos toca de realidad sino inventar ilusiones a lo concebible que no puede ser presentado. Y que no hay que esperar que en esta tarea haya la menor reconciliación entre los “juegos de lenguaje”, a los que Kant llamaba “facul tades” y que sabía separados por un abismo, de tal modo que sólo la ilusión tras cendental (la de Hegel) puede esperar totalizarlos en una unidad real La res puesta es: guerra al todo, demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos (Lyotard, 2001: 25-26). Pero, evidentemente, el conflicto es irresoluble y es lo que constituye el mayor ele mento de desacuerdo con Habermas y los partidarios del consenso como telos lingüísti co, anclados aún en los ideales de la modernidad. Pero, para Lyotard, esta constatación es la Begebenheit de la posmodernidad, la cual “engendraría una nueva clase de lo subli me, más paradójica aún que la del entusiasmo, sentimiento en el que se experimentaría no sólo la división irremediable entre una idea y lo que se presenta para ‘realizarla’, sino además la diferencia entre las diversas familias de proposiciones y sus respectivas pre sentaciones legítimas” (Lyotard, 1999: 124). El pensamiento histórico-político de Kant sigue la senda de una conmensurabilidad que, no obstante, es incapaz de seguir una pau ta universal, un criterio, una regla que arbitre entre las afinidades y las diferencias. Jus tamente es esto lo que, ajuicio del autor, retoma Wittgenstein en su teoría de los juegos lingüísticos, y lo que Lyotard expondrá de forma sistemática y rigurosa en Le dfférend, abandonando en cierto modo la terminología wittgensteiniana de los juegos de lengua je y del significad o com o uso por con siderarla a ún pre sa del a ntrop omorf ismo y la volun tad subjetiva. En su lugar, comenzará a hablar de la heterogeneidad de los regímenes de discurso y de las proposiciones. La imposibilidad de resolver el conflicto en la tercera Crítica y la inconmensurabili dad de los juegos de lenguaje marcan la pau ta para la distinción ca pital que establece Lyotard entre la “diferencia” o el “diferendo” (dfférend) y el “litigio”. Un litigio resulta siempre resoluble ya que el conflicto se establece entre discursos que se sitúan al mismo nivel, o dentro de un mismo régimen, de modo que, al ser homogéneas las proposicio nes enfrentadas, cabe un arbitraje y una solución que no vaya en detrimento de ningu na de las partes. Es posible el consenso y el acuerdo. En el extremo opuesto: Distinta de un litigio, una diferencia es un caso de conflicto entre (por lo menos) dos partes, conflicto que no puede zanjarse equitativamente por faltar una regla de jui cio aplicable a las dos argumentaciones. Que una de las argumentaciones sea legítima no implica que la otra no lo sea. Sin embargo, si se aplica la misma regla de juicio a ambas para allanar la diferencia como si ésta fuera un litigio, se infiere una sinrazón a una de ellas por lo menos y a las dos si ninguna de ellas admite esa regla. Resulta un daño de una transgresión hecha a las reglas de un género de discurso, el cual es remediable según esas reglas. Resulta una sinrazón del hecho de que las reglas del género de discurso según las cuales se juzga no son las del discurso juzgado (Lyotard, 1999: 9).
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Ésta es la tesis básica de Lyotarcl Se trata de no confundir la diferencia con un liti gio dando por supuesta la posibilidad de consenso. A partir de la pragmática, Habermas y Apel considerarán todo conflicto como desavenencia entre litigantes, mientras que Lyo tard considera la posibilidad, la realidad más bien, de que más allá del litigio subyazca una diferencia. Las consecuencias de ello son enormes, ya que resolver una diferencia como si se tratara de un litigio supone, no infligir un daño a una de las partes, sino una sinrazón”, a saber, el aplastamiento de la realidad diferencial del discurso del otro por el discurso propio que le resulta por completo inconmensurable. El trasfondo de esta cuestión en Le dijférend no es otro que Auschwitz y el “conflicto discursivo” entre las SS y el pueblo judío: El eslabonamiento de la proposición SS con la del deportado es imposible por que no pueden proceder de un mismo género de discurso. Ninguna de ellas tiene un fin común. Al aniquilar a los judíos, el nazismo elimina un régimen de frases en el que la marca está en el destinatario (Escucha, Israel) [...] Entre el SS y el judío no hay ni siquiera diferencia en el sentido de discrepancia, porque no tienen un idioma común (el de un tribunal) en el cual un daño por lo menos podría ser formulado, aunque fue ra en lugar de una sinrazón (Lyotard, 1999: 126). Sin embargo, advierte Lyotard de la equivocada estrategia del sionismo, al intentar hacer pasar por daño rentable la sinrazón: Las sombras de aquellos, a quienes ia solución final había privado no sólo de la vida sino de la posibilidad de expresar la sinrazón que se les infiriera, continúan erran do, indeterminadas. Al formar el estado de Israel, los sobrevivientes transformaban la sinrazón en daño y la diferencia en litigio, ponían fina! al silencio que estaban conde nados al hablar en el idioma común del derecho internacional público y de la políti ca autorizada. Pero la realidad de la sinrazón sufrida en Auschwitz antes de la funda ción del estado de Israel quedaba sin establecer y queda aún por establecer; y dicha realidad no puede ser establecida porque es propio de la sinrazón no poder ser esta blecida por consenso (Lyotard, 1999: 74). Lo terrible de la sinrazón es que es un daño del que no puede darse cuenta, ya que pertenece a otro discurso: “A la privación que supone el daño se agrega la imposibilidad de ponerlo en conocimie nto de los demás y especialmente de un tribunal [...]. O bien el daño de que usted se queja no tuvo lugar y su testimonio de usted es falso, o bien tuvo lugar y, puesto que usted puede testimoniarlo, no es una sinrazón lo que usted sufrió, sino solamente un daño, y su testimonio continúa siendo falso” (Lyotard, 1999: 17). El dile ma al que se enfrenta la víctima de la sinrazón no tiene salida, puesto que supone la asfi xia del propi o discurso en favor del discurso hegemónico (cfr. Lyotard, 1999: 41 y 104). Amén del holocausto, Lyotard aporta otro ejemplo esclarecedor sobre la diferencia: el del animal que sufre y es incapaz de expresar el daño que se le hace, con lo que au tomática mente todo daño que se le inflija se transforma en sinrazón:
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Cuando alguien ve inferir un daño a un animal experimenta más dolor que cuando lo ve inferir a un ser humano. Porque el animal está privado de la posibili dad de atestiguar según las reglas humanas para establecer un daño y en consecuencia todo daño es como una sinrazón y convierte al animal ípsojact o en una víctima. Pero, si el animal no tiene en modo alguno los medios de testimoniar, ni siquiera hay daño o por lo menos uno no puede establecerlo. Esto define exactamente lo que yo entiendo por sinrazón, que coloca al defensor del anim al frente al dilema. Por eso el animal es un paradigma de la víctima (Lyotard, 1999: 42-43). La posmodernidad ha de hacerse cargo de este aplastamiento secular de la diferen cia, de la sinrazón acumulada a lo largo de la historia, del “resto” (cfr. Lyotard, 1999: 164-165) que la metafísica nunca ha sido capaz dé apropiarse en su incinerante progre so. Volver a establecer el consenso como ideal es hacer caso omis o de la ofensa hegemónica de Occidente frente a cualquier otro discurso, a cualquier discurso del otro, intra ducibie por heterogéneo. Aquí es donde debemos engarzar la crítica de los metarrelatos y del género narrativo como opresión encarnada y solidificada en el lenguaje. El relato allana las diferencias sometiéndolas a una trayectoria narrativa, imponiéndoles un final unívoco y haciéndolas colaborar en una teleología. La narración redime las diferencias en una última palabra salvadora que acaba con la posibilidad de cualquier acontecimiento que rompa la homogénea linealidad temporal del relato. El relato se creería capaz de lograr una presentificación de objeto adecuada a las ideas de la razón, neutralizaría el entusiasmo de lo sublime: Pero la unidad de los géneros es imposible. La prosa no puede ser sino la mul titud de ¡os géneros y la multitud de sus diferencias. En los relatos, la multitud de los regímenes de frases y de géneros de discurso cobra cuerpo para neutralizar las diferencias. Hay un privilegio de lo narrativo en la reunión de lo diverso. Es un géne ro que parece poder admitir todos los otros [...]. Ahora bien, los géneros son incon mensurables, cada uno tiene su “interés” y la “fuerza” de una frase se juzga con la vara de las reglas de un género, de suerte que la misma frase es débil o fuerte según lo que está en juego. Por eso es legítimo que el argumento mis débil pueda ser el más fuerte: las reglas del género en que ese argumento está colocado han sido cam biadas, ya no está en juego lo mismo [...]. El lenguaje no tiene una sola finalidad o, en el caso de que tenga una, ésta no es conocida. Es como si no existiera “el len guaje” (Lyotard, 1999: 182-183). La tarea de la filosofía estribaría entonces no en quedarse paralizada ante la mul tiplicidad irreductible de los discursos, ante la imposibilidad de zanjar las diferencias, sino justamente en hacer proliferar, inventar, imaginar nuevos discursos, nuevos esla bonamientos y regímenes de proposiciones para decir lo que no se pued e decir, para dar cuenta de la imposibilidad de llevar la sinrazón a la palabra, cargar con la respon sabilidad del sentimiento del entusiasmo y no renunciar a lo sublime en nombre del consenso. La estetización kantiana de la filosofía debe entenderse en este sentido, no
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en la mera contemplación d e las ruinas de la modernidad, sino en el desalío que supo ne presentar -siempre fallidamente- lo impresentable desde el entusiasmo. Una filo sofía que se enfrenta con lo im posible, frente a la política como mero arte de lo posi ble. Lyotard se encuentra en este aspecto en las antípod as del rortysmo (cfr. Lyotard, 1998: 89-104).
10.3. Kenosis ontológica y pensamiento débil: Vattimo Gianni Vattimo (1936-) y Pier Aldo Rovatti trazan, en la “Advertencia preliminar” de la obra conjunta que compilan en 1 983, El pensamiento débil, una clara línea de demar cación entre su manera de pensar y la de los más grandes pensadores franceses en boga en aquel momento y aún hoy: Foucault, Deleuze y Derrida. Parten para ello de una acusación a todas luces desacertada, ya que les achacan “una excesiva carga de nostal gia respecto a la metafísica y no llevan realmente hasta sus últimas consecuencias ni la experiencia del olvido del ser ni la de la ‘muerte de Dios’, anunciadas a nuestra cultu ra por Heidegger y Nietzsche” (Vattimo y Rovatti. 1988: 14). Lástima que no lo argu menten ni mucho ni poco. Se trata más bien de una proclama identitaria de grupo en tono panfletario, dada la “teórica” cercanía de unos y otros, al menos la sentida por ellos, ya que la distancia entre Foucault, Deleuze y Derrida respecto del pensamiento débil es abismal, y en eso aciertan. Un argumento ad hominem en dos frentes vendrá que ni pintado para demostrar cómo la acusación citada no sólo es falsa, sino que es pura mala conciencia. Primer frente: en 1996, en Creer que se cree, Vattimo lleva has ta sus últimas consecuencias la muerte de D ios anunciada p or Nietzsche declarándose católico ferviente, identificando por de más la historia de la filosofía con la kenosis del Verbo divino. Segundo frente: en 2001 da una conferencia en el “Círculo de Bellas Artes” de Ma drid y dice que él ya no es filósofo, que ha dejado la universidad, que ya no es capaz de hablar en los términos de la filosofía académica y ahora se dedica a la política, consumando con ello el olvido del ser heideggeriano, debemos suponer. Fren te a tamaña “autenticidad” y “fidelidad” a Nietzsche y a Heidegger por parte del mayor exponente del pensamiento débil, político católico en un partido de izquierdas, cabe señalar ahora, sin embargo, que, aparte del exabrupto inicial de E l pensamiento débil al que hemos correspondido desbarrando en la misma línea, Vattimo lleva a cabo una profunda reflexión de la herencia nietzscheana y heideggeriana que no sucumbe tan fácilmente ante un argumento ad hominem como el anterior. O sí. El pensamiento débil no es más que el hacerse eco el hombre de la caducidad y debilidad del ser, la forma más adecuada de corresponderle y pensarlo en la actuali dad, al final de la aventura metafísica. Si bien acusaban al “postestructuraiismo” fran cés de albergar aún cierta nostalgia por la metafísica, la alternativa que ahora se pro pone resulta, cuando menos, enigmática en lo que pueda tener de ventajosa sobre la nostalgia anterior, por de más inexistente. La tradición m etafísica es reconocida como una herencia inevitable,
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herencia a la que se concede la pistas debida a las huellas de que en otro tiempo ha vivido, lal vezpietas sea otro término que, junto a Andenken y a Verwindung, sirva para caracterizar el pensamiento débil de la ultrametafísica. Pietas es un vocablo que evoca, antes que nada, la mortalidad, la finitud y la caducidad. ¿Qué es lo que signi fica, radicalmente, concebir al ser bajo el signo de la caducidad y de la mortalidad? [...] El verdadero trascendental, lo que hace posible cu alquier experiencia del mundo, es la caducidad [...]. Recordar el ser equivale a traer a la memoria esta caducidad; el pensa miento de la verdad no es un pensamiento que “firndamenta”, tal como piensa la meta física, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es aquel pensamiento que, al poner de manifiesto la caducidad y la mortalidad como constitutivos intrínsecos del ser, lleva a cabo una des-fandamentación o hundimiento (Vattimo, 1991: 26). Vattimo alude a que la debilidad del pensamiento no es más que el ejercicio de esta pietas por los “despojos” del ser y que todo ello “equivale a acompañar al ser en su oca so y a preparar así una hum anidad ultrametafísica” (Vattimo y Rovatti, 1988: 4 2). Es claro que con ello se evita, aunque siguiendo un derrotero incierto, la reontologización y restauración metafísica que lleva a cabo Gadamer del lenguaje heideggeriano: El nexo ser-lenguaje, la lingüisticidad y, por tanto, también el carácter hermenéutico de la experiencia humana del mundo son para Heidegger altamente proble máticos; es más, se puede decir que ellos son el problema que nos constituye hoy como existentes en la época de la metafísica cumplida. En Gadamer y en la ontología her menéutica todo esto se convierte en descripción del ser, teoría de la estructura de la condición humana, de la finitud de l a existencia (Vattimo, 1998: 33). Vattimo tiene la virtud de aferrarse a lo más crucial del pensamiento heideggeriano, a saber, el pensamiento del Ereignis (lejos de toda la alergia heideggeriana hacia la técni ca y vinculándolo expresamente con el Gestell-cf r. Vattim o, 19 94: 15-19—), del Esgibt, que lo conducen a rechazar cualquier tentativa de refundamentación ontológica de la her menéutica, en la que, no obstante, se sigue apoyando, sólo que entendida de modo muy distinto al gadameriano. El ser como tiempo, el acceso al ser desde el tiempo, Tiempo y ser van a ser enfocados desde una historicidad y te mporalidad del ser debilitadas, es decir, “entendiendo el tiempo como pasar, declinar [...]. El ser es tiempo en cuanto es madura ción y envejecimiento, y también efimeridad, mutabilidad atmosférica” (Vattimo, 1998: 171-172). El ser en su declive, en el Abenlandheideggeriano, es un ser mortal del que tan sólo nos queda la huella, el recuerdo piadoso. Es preciso no olvidar que, pese a lo que pudiera parecer, el pensamiento débil “no tiene nada que ver con una sensibilidad pesi mista o decadente. N i con un ocaso de occidente o cosas semejantes’. Es un discurso, si se quiere, rigurosamente teórico, que concierne al mo do de darse del ser en nuestra expe riencia [...]. Se trata siempre de ver si logramo s vivir sin neurosis en un mundo en el que ‘Dios ha muerto’; o sea, en el que ha quedado claro que no hay estructuras fijas, garanti zadas, esenciales, sino, en el fondo, sólo acomodamientos” (Vartimo, 1992: 21-23). Vat timo se pone en g uardia contra una deriva posible de esta forma de ver las cosas, algo que
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achaca incomprensiblemente a Deleuze: la “glorificación del simulacro”, entregarse al mundo de la apariencia y rcontologizar la existencia por el lado del no-ser. Baudrillard lle vará al limite con precisión y genialidad esta misma denuncia con la tematización explí cita de la cultura del simulacro en la era teletecnológica. Aunque el aire de familia que podamos ver en un Rorty, un Vattimo, un Lyotard o un Baudrillard no deben llevarnos a ver sin más un bosque -e l bosque p osmo derno- , perdiendo de vista los árboles, es decir, la singularidad de cada uno de estos pensadores y la imposibilidad de extrapolar y hacer equivalentes la ontologia del declinar y el pensamiento débil, la heterogeneidad de los dis cursos y la diferencia, la filosofía edificante y la ironía liberal, etc. También puede llevar
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reprende, llevando en sí mismo sus huellas, como en una enfermedad de la que sigue estan do convaleciente, y en la que se continúa, pero distorsionándola” (Vattimo, 1991: 24). En el pensamiento débil hay por tanto una vinculación fuerte con el pasado a través de la rememoración y de la convalecencia que lo distinguen vivamente de la celeridad y pre mura con la que Lyotard o Rorty dan por terminada la metafísica, poniendo de relieve que no es tan fácil, que es imposible hacer borrón y cuenta nueva, declarándonos de un día para otro posmodernos por haber roto radicalmente con el propio pasado. Aunque Vattimo haya ido a escoger un nombre fastidioso, l apietas, la rememoración piadosa indi
a confusión el hecho de que estos autores tengan “enemigos comunes” tanto como “ami gos comunes”. Ello puede llevarnos a una percepción identitaria de lo posmoderno que, sin embargo, no es tal. Los amigos comunes son Heidegger, Nietzsche y Wittgenstein. Pero repárese un instante en la interpretación rortyana de Heidegger, acercándolo al prag
ca bien el talante de su modo de entender lo posmoderno, ya que, ante la ruina de la modernidad, el pensamiento débil no experimenta la euforia lyotardiana o rortyana, sino que se vuelve melancólico (lo que no deja de situarlo en el mismo eje de la euforia-melan colía, siendo manía y depresión las afecciones propias y cíclicas del melancólico). E s bue no caer en la cuenta del desplazamiento del afecto y de la importan cia que éste adquiere
matismo y a W ittgenstein y compáresela con la de Vattimo; o hágase lo propio con el Wittgenstein de Rorty, dirigido hacia el consenso pragmático y el Wittgenstein de Lyo tard que nos conduce hacia la diferencia no litigante. Entre los enemigos podemos citar
en el fenómeno de herencia que supone la posmodernidad. A Vattimo los despojos de la metafísica le suscitan piedad y no puede reprimir sentir por ellos un cierto cariño, en lugar de alegrarse por fin de haber soltado un pesado lastre: “Una vez que descubrimo s que
fundamentalmente a Habermas y, en su estela, Apel. Pero caígase también en la cuenta de que los amigos del enemigo (Wittgenstein, Kant) son también los amigos de la pos modernidad, sólo que, de nuevo, el Kant de Apel nos lleva a la comunidad ideal de comu nicación y el de Lyotard al disenso y al diferendo como característica fundamental del len guaje. Las críticas de Vattimo a Habermas y Apel son inconmensurables con las de Lyotard
todos los sistemas de valores no son sino producciones humanas, demasiado humanas, ¿qué nos queda por hacer? ¿Liquidarlos como a mentiras y errores? No , es entonces cuan
o Rorty. Para empezar, son hechas desde la hermenéutica (que nada tiene que ver con la hermenéutica rortyana de su binomio epistemología-hermenéutica) y su línea argumen tativa se centra en la finitud del sujeto y en la irreductible discontin uidad de la tradición, lo que, paradójicamente, sitúa a Vattimo junto a G adamer en contra de la pragmática trascendental y la comunidad ideal de comunicación. En “Posmodernidad y fin de la historia” (recogido en Etica de la interpretación), Vat timo traza el panorama de la posmodernidad intentando poner a cada cual en su sitio, analizando las polémicas entre los autores (Lyotard, Habermas y Rorty) y descubriendo el trasfondo común del final de la historia como fin de las metanarraciones legitimado ras, hecho que se valora distintamente en cada una de las filosofías: “La modernidad es la época de la legitimación metafísico-historicista, la posmodernidad es la puesta en cues tión explícita de este modo de legitimación” (Vattimo, 1991: 20). Vattimo tomará, digá moslo así, por la calle de en medio, no aceptando la liquidación generalizada de los metarrelatos como propone Lyotard ni la excepción del metarrelato emancipatorio que propugna Habermas, considerando que la refutación del primero no son más que los connaturales obstáculos en el camino (Auschwitz, Mayo del 68, la sociedad poscapitalista, etc.) con los que se encuentra la narración emancipatoria. Tampoco acepta el consenso pragmático de Rorty. El nexo entre modernidad y posmodernidad lo entiende Vattimo, una vez más y no es preciso insistir en ello, según el Andenken y la Verwindung, entendida esta última como convalecencia, restablecimiento, resignación y distorsión: “Posmoderno, podemos traducir, es lo que mantiene con lo moderno un vínculo verwindend: el que lo acepta y
do nos resultan todavía más queridos, porque son todo lo que tenemos en el mundo, la única densidad, espesor y riqueza de nuestra experiencia, el único ‘ser’” (Vattimo, 1991: 32). N ietzsche, en su reflexión sobre la filosofía de la historia, ya había pron osticado todas estas actitudes y el difícil paso del hombre al últim o hombre y al superho mbre. Por ello, no parece adecuado que Vattimo quiera apuntarse el tanto de ser más nietzscheano que nadie acusando, por ejemplo, a Lyotard de este modo: “H acerse cargo del final de los metarrelatos’ no significa, como para el nihilismo reactivo y vengativo descrito por Nietzs che, quedarse sin criterio de elección alguno, q uedarse sin ningún hilo conduct or” (Vat timo, 1991: 34). Mal que le pese al pensamiento débil, la pietas tampoco acaba de enca jar en la prop uesta nietzscheana, y h acerla eq uipar able al “b uen temp eram ento ” evo cado por Nietzsche es renegar de toda ética de la interpretación (cfr. Vattimo, 2 000: 145-159 ).
10.4. Del marxismo a la posmodernidad: Ba udrillard y el simulacro Uno de los más radicales y menos tímidos (quizá por su condición de sociólogo) pensa dores de la posmodernidad, sorprendente además por la combinación (tan aparente mente contraria a lo debido) con el marxismo, es Jean Baudrillard (1929- ). Según sus ideas, la realidad se desvanece en simulacro, incluidas, como veremos, las guerras. Sin duda menos preocupado por la Verwindung que por la Verschwindung, o cancelación del referente, esto es, de lo real, y con ellos de la tradición en conjunto, Baudrillard vuelve su reflexión hacia lo que subsiste (en sentido déb il, claro), es decir, la cultura com o im a gen, los cibermedia, la telemática, la hiperrealidad (que no es ya realidad en absoluto ni realidad absoluta) y el simulacro.
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En sus primeras obras (E l sistema de los objetos, La sociedad de consumo , Pura una crítica de la economía política del signo , El espejo de la producción), no tan radicales, se anun cia sin embargo ya el camino. Éste parte de un análisis del marxismo y del cuestionamiento de la separación entre valor de uso y valor de cambio; ambos, de hecho, son propios del capitalismo, y ambos esconden un tercer valor que, fruto del enfoque semiótico y estructural (fuerte en este autor), es para Baudrillard el básico: el valor simbólico, el que surge al considerar cada objeto en el entramado de intercambio de sentidos en el cual encuentra valor precisamente por sus posibilidades de diferencia o intercambio. Un valor, pues, previo al de la dualidad uso/cambio, deudora en conjunto de un plantea miento utilitarista y pragmático que es ya herencia y no presupuesto del sistema capita lista. Más allá de este sistema, de hecho, ese valor subsistía, que no los otros. Dentro de él, ha emergido con mayor claridad una vez se ha situado en primer plano la sociedad de consumo. El error de Marx, por ranto, ha sido no desembarazarse suficientemente de los valores capitalistas, básicamente por centrarse en la producción para definir una socie dad, cuando, como hemos experimentado claramente después, el propio capitalismo se ha deslizado hacia el factor consumo y ha mostrado así más claramente que en la base del valor está el valor simbólico, sígnico, muy lejano al que las necesidades natu rales imponen. No es el trabajo, pero tampoco el consumo, lo que define al hombre, sino el universo de símbolos por el que funciona, el de la falsificación, la simulación y la reproducción ilimitada, es decir, el del simulacro, donde se pierde la referencia y en definitiva cualquier “realidad”. La disolución posmoderna de toda una ontología, por tanto. No es extraño, así, que el otro aspecto fundamental de la base marxista, la crítica de las ideologías, que de tambié n cuestionado. Pues si no hay realidad efectiva, tamp oco hay realidad qu e ocultar en una alienación ideológica, ni realidad productiva que desvelar en un trabajo de desideologización. Donde todo es simulacro, instalados en un universo de relaciones simbólicas, sólo cabe deslizarse entre ellas y reconocer diferentes grad os de fal sificación sin original sustantivo. No hay nada por encima ni por debajo del sistema de signos, lo cual ha distanciado a Baudrillard, en cuanto posmoderno, de autores que no lo son, como Foucault o Deieuze: del primero porque, al decir de Baudrillard, absolutiza el poder; del segundo porque absolutiza los flujos de deseo. No hay nada que cons truir; en la liquidación del principio de realidad, lo que llama El crimen perfecto (1995), la tecnología sin sujeto ha puesto el simulacro en primer plano, y no hay ya por tanto sujeto em ancipador. No es sólo que haya que subrayar el valor simbólico, pues; sino que hay que supri mir la referencia a un mundo distinto del creado por el intercambio simbólico: Ya no hay ningún sistema de objetos. Mi primer libro contenía una crítica del objeto como un hecho obvio, una sustancia, una realidad, un valor de uso. Allí el obje to era considerado como un signo, pero como un signo aún denso y con significado. [...] Aún se encontraba ahí el sueño de un intercambio simbólico, un sueño del esta
Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
tus del objeto y del consumo más allá del intercambio y del uso, más allá del valor y de la equivalencia. En otras palabras, una lógica sacrificial del consumo, del regalo, del gasto (dépense), del potlatch y de la parte maldit a (Baudrillard, 1999: 126). No hay sujeto ni objeto, ni espacio externo al sistema de signos en el cual ubicarse para una metacrítica. Tampoco hay espejo ni reflejo fiel de ese espacio, y mucho menos un espacio privado o familiar en el que refugiarse, pues lo privado y lo púb lico no se dis tinguen en el lugar de la imagen: Hoy ya no existen ni ia escena ni el espejo; en su lugar están la pantalla y la red. En el lugar de la trascendencia reflexiva del espejo y la escena hay una superficie no reflectante, una superficie inmanente donde se despliegan las operaciones -la lisa super ficie operativa de la comunicación (Baudrillard, 19 99: 126-127). Configura, de esta forma, Baudrillard un no-espacio espectral, sometido a una lógi ca paralela a la espectrología de la que habla contemporáneamente Derrida pero omniabarcante, sin acontecimiento. Espectralidad que sin duda proviene del psicoanálisis, pero que en Baudrillard ha cortado también los vínculos con éste, como con todo psicolo gismo, puesto que el sujeto no importa o no está. La cuestión del sentido en sí, en cualquier caso, también está suprimida. En un ám bi to de intercambio simbólico podría esperarse una problematización del sentido, pero no hay ninguna dirección posible de análisis: ni hacia el sujeto, porque lo simbólico no es nada que un individuo quiera o no expresar, ni la apropiación o las relaciones de poder, porque son secundarias con respecto al vaivén simbólico, etc. El propio simbolismo se disuelve si no hay significante y significado, los símbolos no remiten a nada, por lo cual ni siquiera la cuestión de la metáfora puede plantearse (no hay sentidos ni propios ni desviados, ni polisemia controlada o incontrolada). Como mucho puede hablarse de metonimia, es decir, de contigüidad espacial o tem poral de los signos (bien entendida en un espacio y un tiempo engendrados en el propio simulacro): Lo que quiero decir es lo siguiente: lo que se proyectaba psicológica y mental mente, lo que solía vivirse en la tierra como una metáfora, como una escena mental o metafórica, es a partir de ahora proyectado en la realidad, sin metáfora alguna, en un espacio absoluto que es asimismo el de la simulación (Baudrillard, 1999: 128). El espacio de la simulación, por supuesto, acaba también con las relaciones inter personales. Lo que se llama privacidad, pero también el intercambio sentimental o político o social, están disueltos en el simulacro. Lo público es un teatro, los indivi duos son actores (con papeles intercambiables e intercambiados sin orden), y el esce nario lo abarca todo. Nada hay afuera; por tanto, la representación no es ya tampoco representación, pues no hay nada ajeno que representar. Habiéndose borrado las fron teras, desaparece también la posibilidad de la alienación, pues ya no hay alteridad, ya no hay Otro;
Filosofías del siglo XX
Mientras hay alienación hay espectáculo, a a s t ó j j, e s c gj ga . N o e $ o b s c e n i d a d - e l espectáculo nunca es obsceno-. La obscenidad c o m i e n z a p r e c i s a m e n t é a s u a n d o ¡S í M hay espectáculo, ni escena, cuando todo s e h a c e v i r ib i l i d s d í r a n s p a r e n t e e i n m e d í s H , cuando todo se expone a la luz chillona a i n e x o r a b l e « k l a i n f o r m a c i ó n yxIs,Eomumcación. Ya no somos parte del drama de la a l i e n a c i ó n ; v i v i m o s en el éxíSsis d®l8,£ó¡tmnicación. Y este éxtasis es obsceno. Lo obsceno es lo que acaba,, con todo espejo, toda mirada, toda imagen. Lo obsceno pone fin a t o d a representación (Baudrillard, 1999: 130). ‘ ’ ‘
Capítulo 10: Heopragilfaltsmo y p&t)nodermdad
La era cfe.fi simulación se abre, pues, por una liquidación de todas las referen cias -peor: porsu resurrección artificial en los sistemas de signos, material más dúc til que el sentido- (...]. Ya no se tratado imitación, ni de redoblamiento, ni siquie ra de parodiar Se trata de una sustitución de lo real por los signos de lo real, es decir, poí si , doble operativo [...]. Ya nunca lo real tendrá ocasión de producirse -t al es la función vital del modelo en un sistema de muerte, o más bien de resurrección anti cipada que no le deja ya ninguna oportunidad al acontecimiento mismo de la muer te (Baudrillard, 1981: 12). Lo que piensen los muertos es otra historia.
La relación con lo obsceno reclama otros afectos. La representación permitía la pro miscuidad de la imagen, la fantasía, la proyección deseante, la excitación; la obsceni dad n os ciega con su luz, sencillamente fascina extáticamente sin pasión; los tiempos de la estrategia de De la séduction (1979) quedan ya muy lejos. El estilo argumentativo y la sensibilidad con lo que sucede cotidianamente han cambiado por completo. Esta dos Unidos es el paradigma de la cultura del simulacro no sólo, como veremos, por haber impuesto al mundo entero un simulacro de guerra, sino porque el mismo país es un simulacro llamado Disneyland que “sirve de cobertura a una simulación de tercer orden: Disneyland está ahí para ocultar que es el país ‘real’, toda la América ‘real’ la que es Disneyland (un poco como las prisiones están ahí para ocultar que es lo social al com pleto, en su om nipresencia banal, lo que es carcelario). Disneyland se presenta como imaginario con el fin de hacer creer que el resto es real, cuando todo Los Angeles y la América que lo rodean ya no son reales, sino del orden de lo hiperreal y de la simula ción. Ya no se trata de una representación falsa de la realidad (la ideología), se trata de oculta r que lo real ya no es lo real y, por tanto, de salvar el principio de realidad’ (Bau drillard, 1981: 25-26). Efectivamente, volviendo al comienzo, Baudrillard escribió tres artículos a lo largo de 1991 en los que exponía su punto de vista sobre la guerra del Golfo. Dichos artícu los fueron posteriormente recogidos en un libro que lleva por título La guerra del Golfo no ha tenido lugar. Los tres cuestionaban, respectivamente, si la guerra iba a tener lugar, si estaba teniendo lugar, y si había tenido lugar. Y es que, según las tesis anteriores, no se puede decir que la guerra del Golfo sea otra cosa que un simulacro, es decir, algo sin categoría ontológica, algo que “no es”. Esta guerra en concreto, de hecho, será recorda da por ser la primera “transmitida en directo”, en una de las más apabullantes construc ciones virtuales que se recuerdan. Puesto que no hay ningún punto de vista privilegia do, resulta en efecto imposible distinguir las categorías ontológicas y epistemológicas tradicionales, lo verdadero y lo falso, lo que ocurre o no, lo que se presenta y la repre sentación. Pero Baudrillard tiene que ir más allá: no es sólo que sea imposible distinguir, no es sólo la imposibilidad de una mirada, es una disolución de la realidad misma y de; la mirada también. Otra guerra también nos enseñó esto: la guerra fría fue ejemplo de una virtualidad sin referencia que operó e hizo “historia” precisamente por su carác ter irreal. Todo es manifestación, no hay realidad oculta a la que remitirse, ni siquiera verosimilitud, porque todo es tecnología.
10.5. De la posmodernidad al marxismo (o viceversa): Jameso n La peculiaridad de la teoría de la posmodernidad de Jameson (1934-) proviene quizá de la pervivencia del marxismo en sus planteamientos. Ello le confiere sin duda una soli dez inusitada, con un aire a veces de excesivo rigorismo teórico y conceptual, unido a la apariencia de unos esquemas fijos que son traspuestos al análisis social sin demasiadas mediaciones, según la crítica más roma. N o cabe duda de que la lectura de Jameson rela ja y reconforta a quien es n o co mpa rtan la auto comp lacien te fie sta de los sim ulacro s baudrillardiana y sientan vértigo a la hora de determinar si no hay un tufillo conservador en su empresa. Desde luego, en Jameson las cosas están mucho más claras, la teoría no se diluye en el flujo camb iante de la m ercancía y los simulacros, lo qu e suscita las dudas de sus adversarios acerca del modo en el que logra conservar -no se sabe a qué precio o per maneciendo hasta qué punto en un esquema criptoilustrado- la potencia crítica y el distanciamiento respecto de lo real. Jameson inserta sus reflexiones en la estela del libro de Ernest Mandel E l capitalismo tardío, donde se postulaba una tercera fase del capitalismo cuyo reflejo, para Jameson, será la posmodernidad concomitante de esta modificación intrasistémica. El acercamiento jamesoniano a la posmodernid ad adoptará un punto de vista histórico, pues “el modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoder no es considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa históricamente” (Jameson, 1996: 9); planteamiento omniabarcante y totalizador, pues, que no se dispersa en contribuciones puntuales sobre los variopintos fenómenos de la posmodernidad (rompe así con el tabú teórico de que todo lo posmoderno, de por sí, es incomparable e irreductible a cualquier otra realidad del tiempo pasado, típico del delirio autorreferencial que afecta a nuestra época) en todo el vasto campo de la producción cultural, lo que no ha dejado de plantear interrogantes acerca de la inadecuación de su punto de vista y el objeto de estudio, la posmodernidad, de lo que resultaría una paradoja: Esta consiste en la aparente contradicción entre el intento de unificar un campo y determinar las identidades ocultas que lo recorren, así como la lógica de los verda deros impulsos de dicho campo, que la propia teoría posmoderna caracteriza abierta-
Filosofías del siglo XX
Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
mente como una lógica de la diferencia o de la diferenciación. Si lo que históricamente resulta único en la posmodernidad se reconoce como la pura heteronomía y la emer gencia de subsistemas de todo tipo aleatorios y no relacionados, entonces, o así dice el argumento, ha de haber algo perverso en el esfuerzo por captar esto ante todo como un sistema unificado: el esfuerzo es, en dos palabras, extremadamente inconsistente con el propio espíritu del posmodernismo; quizá incluso se lo puede desenmascarar como un intento de “controlar” o “dominar” lo posmoderno, de reducir y excluir su juego de diferencias (Jameson, 1989: 370-371). Sin embargo, parece ser justamente la herencia del marxismo la que quiere escapar a la ciega fatalidad del destino, a la pesadilla de la historia, a las leyes de la naturaleza y de la economía. Además, continúa Jameson, un sistema que produzca diferencias conti núa siendo un sistema. Jameson se aleja de la “desmarxificación” francesa de los años setenta provocada por los horrores del comunismo real que llevaron a los teóricos a prohi birse pensar el marxismo y el capitalismo en términos de unidad, sistema y totalidad sus tituyéndolo por las diferencias, la micrología, los flujos y una despolitización generali zada: El punto crucial que debe observarse es éste: podemos reconocer la presencia de un concepto así [de totalidad], dando por sentado que entendemos que sólo hay uno: algo que se conoce de otra forma como ‘modo de producción’. Esto es lo que es la ‘estruc tura de Althusser, y lo que es la ‘totalidad’, al menos como yo la u so” (Jame son, 1989: 376). Las cuatro etapas que recorre la teoría de los modos de producción: caza y reco lección, pastoreo, agricultura y comercio culminan con el capitalismo y con la última fase de éste que es la lógica cultural de la posmodernidad. Justamente la represión, el rechazo y la alergia a una perspectiva totalizante y abstracta parecen ser un síntoma de esta fase del capitalismo, del que la propia teoría filosófica no sería sino una muestra, que agravaría y pondría en obra esta patología antes que dar cuenta de ella. La teoría de la posmodernidad de Jameson engloba incluso a otros discursos teóri cos de los que facilita una explicación: Lo que hoy llamamos teoría contemporánea-o, mejor aún, discurso teórico- tam bién es en sí mismo y muy precisamente, según mi tesis, un fenómeno posmoderno. Sería, por tanto, incoherente defender la verdad de sus análisis teóricos en una situa ción en la cual el concepto mismo de “verdad” forma parte, en cuanto tal, del bagaje metafisico que el postestructuralismo pretende abandonar. Lo que en cualquier caso podemos adelantar es que la crítica postestructuralista de la hermenéutica y de lo que podríamos llamar esquemáticamente el “modelo de la profundidad”, tiene para noso tros la utilidad de constituir un síntoma significativo de la propia cultura posmoder nista de la que aquí nos ocupamos (Jameson, 1993: 3 2-33). La crítica del modelo de la profundidad se despliega en varios frentes en los que se rechazan los pares de opuestos: interior-exterior, esencia-apariencia (ideología, falsa con ciencia), latente-manifiesto (represión, síntoma), auténtico-inauténtico, alienación-desalienación, significante-significado. Según Jameson, ello conduce a una generalización del
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efecto de superficie, que llega a confundir incluso con la intertextualidad a la que tam bién considera carente de profundidad. La estrategia jamesoniana impacta por su capa cidad de análisis, sólo que levanta la sospecha de si todos sus méritos y ventajas no pro vendrán justamente de no participar de la posmodernidad, con lo que puede juzgar a ésta no ya históricamente, sino desde presupuestos teóricos anteriores en la historia, a saber, desde una retórica de la profundidad rediviva, desde un psicoanálisis freudiano que ha quedado intacto desde principios de siglo y puede seguir localizando con toda tranquilidad síntomas aquí o allá, atrincherado en su supuesto saber, ocupando el lugar del muerto, diagnosticando esquizofrenias, retornos de lo reprimido, paranoias, histe rias desde la salud de la neurosis masculina y contemplando divertido la circulación de los falos ajenos seguro de la posición del propio. Contrasta fuertemente el uso jamesoniano del psicoanálisis con el que encontramos en Lacan, en Deleuze o en Derrida, de igual modo que también contrasta vivamente su marxismo con el de estos dos últimos autores. Puede ser que lo que más se eche en falta en Jameso n (algo que tamb ién sucede en la Escuela de Frankfurt y en el resto de los pensadores de la tradición marxista) es la tematización explícita del fin de la metafísica y su soslayamiento de N ietzsche y He i degger, sin lo cual no podrían continuar ininterrumpidamente el proyecto modernoilustrado, tropezando de vez en cuando en el camino, salvando obstáculos, donde otros ven sendas que no llevan a ninguna parte o sencillamente se detienen y cambia n de rum bo ante el cartel posmoderno, en inglés, de “Road closed". Jam eson parece embestir el cartel con su Trabant -imagen nada posmoderna, por cierto- y p roseguir el viaje con fiado en la solidez y robustez de los coches de antes. El vínculo entre la cultura posmoderna y el mercado es algo que no debe dejarse pasar sin más. La tesis de Jameson estriba justamente en que la posm odernida d no es más que la lógica cultural del capitalismo avanzado y que, por ello, ambos fenómenos no pueden considerarse aisladamente: “Toda posición posmodernista en el ámbito de la cultura -ya se trate de apologías o de estigmatizaciones- es, también y al mismo tiem po, necesariamente, una toma de postura imp lícita o explícitamente política sobre la naturaleza del capitalismo multinacion al actual” (Jameson, 1993: 14). El lugar que ha pasado a ocupar la culturadla pauta cultural sistèmica de lo posmoderno, en el nuevo modo de producción capitalista es lo que distingue básicamente a la posmodernidad del período mod erno. La hipótesis de conjunto es la que hace corresponder la periodización cultural de realismo, modernismo y posmodernismo con las tres fases del capitalismo de Mandel: capitalismo mercantil, imperialista y capitalismo avanzado o multinacional. En el fondo, todo responde a nuestros modos de relación con la máquina, con la tecnolo gía, que, por supuesto, no pueden ser los mismos en una fase u otra. De la fascinación de un Marinetti hemos pasado a vislumbrar un sublime tecnológico o posmoderno [...]. Nuestra representación imper fecta de una inmensa red informática y comunicacional no es, en sí misma, más que una figura distorsionada de algo más profundo: todo el sistema mundial del capita lismo multinacional de nuestros días. Así pues, la tecnología de nuestra sociedad con-
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Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
c h,pnótira pof su ^ ^ » — de quc pare ce onecernos un esquema de representación privilegiado a la hora de cantar esa red d • nues'tm im aT •“ ^ CaS1,™Posible concebir para nuestro entendimiento y del S T J t0da la nUeVa SlobaI descentralizada de la tercera fase nmnd ' ' “ mi °p,mÓn’ 10 subl‘™ Posmoderno sólo puede com C n K 7 d T '“ °S^ eSW,meVa ra!ldad dí las instimc¡ones « c o n d m S ÍS 1993 84 86) “ Zadora' Y -« *> oscuramente perceptible (Jameson,
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10.6.
Slavoj Zizek: ideología y goce
dones posteriores de M i f a L , i n t l u e n d s T C p , “ L l í l X r e « " y so re todo del pensamiento posmar xista. Y su reivindicación de Hege! se basa en una
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co con constantes ejemplos de la cultura popular y de la “alta cultura”, dihirninando (cuando no borrando) sus respectivas fronteras. Por otro lado, una insistente y reiterada toma de distancia respecto de las corrientes de pensamiento que Zizek sitúa entre las que dominan la academia occidental (el postestructuralismo y los estudios culturales espe cialmente, aunque en España esto pueda sonar a broma), en ocasiones mediante gestos que ocultan una gran afinidad con respecto a las mismas. Uno de los campos en los que la aproximación lacaniana de Zizek ha resultado más productiva, siendo también el que le ha dado mayor relevancia en el contexto teórico actual, es el de la teoría de la ideología. Zizek parte en esta tarea del trabajo realizado al respecto por Althusser. La propuesta althusseriana de la interpelación ideológica impli ca una reducción del sujeto a un efecto de la estructura, de la cadena discursiva. El indi viduo se convierte en sujeto en el acto de reconocerse en la interpelación de la Ley sim bólica, y este mismo acto es también aquél por el cual el sujeto se reconoce como lo que ya-desde siempre había sido, es decir, sitúa en un más allá anterior al acto de interpela ción el núclec-origen en el cual se reconoce, y así la ideología borra las huellas de su pro pia operación. El sujeto althusseriano es por tanto equivalente a las posiciones de sujeto que cada estructura produce en su seno. Abandonando su lugar de origen o causa de esa estruc tura, el sujeto no es más que su efecto-sujeto. Como dice Laclau en el prefacio a El sublime objeto de la ideología, la reducción del sujeto a la sustancia “se ha planteado habi tualmente como la única alternativa al esencialismo del sujeto, que afirmaría la plenitud y la positividad de este último [...]. Pero la reintroducción que hace Zizek de la catego ría de sujeto lo priva de toda sustancialidad” (Zizek, 1989: 17). Por medio de una inver sión hegeliana, el sujeto pasa a ser el nombre de la propia imposibilidad de la sustancia de constituirse plenamente, no es más que el vacío que Impide todo cierre en la estruc tura: “El sujeto es la sustancia reducida al puro punto de relación negativa con todos sus predicados; es la sustancia en cuanto excluye toda la riqueza de sus contenidos. En otras palabras, se trata de una sustancia totalmente desustancializada, y toda su consistencia reside en el rechazo de sus predicados” (Zizek, 1991a: 56). El sujeto es por tanto Real en el sentido lacaniano, un obstáculo a la simbolización, tiene el estatuto de un trauma que impide la plena identificación con el mandato simbólico. El proceso de identifica ción-reconocimiento se convierte de esta forma en un intento (precario, siempre fallido en última instancia) de llenar esta falta, de cubrir el vacío, de huir de este trauma. En el nivel del análisis social, Zizek tom a de Ernesto Laclau y Chanta! Mouffe su noción de antagonismo para establecer un puente con el concepto de lo Real lacaniano. El antagonismo es lo que impide el cierre de la sociedad, es el límite interno a su cons titución plena (“La sociedad no existe”). Toda forma de estructuración socio-simbólica es un intento de eludir y/o controlar el antagonismo, que a su vez impide que cualquie ra de estas estabilizaciones históricas y contingentes se conviertan en definitivas. Simul táneamente, la ideología toma el lugar de la fantasía como pantalla que separa a la vez que establece la relación del cuerpo social con ese núcleo Real que es el antagonismo (o, en términos marxistas, la lucha de clases). Zizek insiste en este punto:
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La ideología no es una ilusión tipo sueño que construimos para huir de la inso portable realidad; en su dimensión básica es una construcción de la fantasía que hace de soporte a nuestra “realidad”; una “ilusión” que estructura nuestras relaciones socia les efectivas, reales y por ello encubre un núcleo insoportable, real, imposible (anta gonismo). [...] La función de la ideología no es ofrecernos un punto de fuga de nues tra realidad, sino ofrecernos la realidad misma como una huida de algún núcleo traumático, real. (Zizek, 1989: 76). La distinción lacaniana entre Real y realidad (el hecho de que esta última está siem pre del lado de la fantasía) en el psicoanálisis lacaniano es lo que para Zizek aleja defi nitivamente a éste de toda forma de práctica normalizadora del sujeto y en ella reside el potencial político radical del mismo. Zizek analiza el caso que según él es paradigmático de la ideología para mostrar esta dinámica: el antisemitismo. La figura ideológica del judío es un intento de exte riorizar el límite interno de lo social (el antago nismo), de expulsarlo para conseguir una imagen coherente y cerrada de la sociedad. El judío se concibe así como “un ele mento externo, un cuerpo extraño que introduce la corrupción en el incólume tejido social. En suma, ‘judío’ es un fetiche que simultáneamente niega y encarna la imposi bilidad estructural de ‘So ciedad’: es como si en la figura del judío esta imposibilidad hubiera adquirido una existencia real, palpable -y por ello marca la irrupción del goce en eLcampo social-” (Zizek, 1989: 173). La pérdida del goce pasa a ser concebida como el robo que el otro hace de él, y se le supone a ese otro un goce excesivo que amenaza nuestro propio equilibrio: “El odio del Otro es el odio del exceso de nuestro propio goce” (Zizek, 1997: 52). Pero volviendo a la cuestión de la interpelación y la constitución subjetiva, esta apro ximación por la vía de Lacan permite a Zizek abordar aquello que en la teoría althusseriana de la interpelación quedaba sin resolver: el mecanismo por el cual el sujeto res ponde efectivamente al llamado de la instancia simbólica de la Ley. La respuesta de Zizek es: “Antes de ser cautivo de la identificación, del reconocimiento/falso reconocimiento simbólico, el sujeto ($) es atrapado por el Otro mediante un paradójico objeto-causa del deseo en pleno O tro (a), mediante ese secreto que se supone que está oculto en el Otro: $ Qa -l a fórmula lacaniana de la fantasía-” (Zizek, 1 989: 74). La interpelación de la Ley es efectiva por tanto “en la medida en que se experimenta, en la economía inconsciente del sujeto, como un man dato traumático, sin sentido”. Es decir, que para que la Ley ten ga éxito en la operación de sujeción-subjetivación debe fundarse en una “mancha de irra cionalidad traumática y sin sentido adherida a ella”, debe contener un aspecto sin senti do, no integrable en la identidad simbólica del sujeto, y este resto es a la vez la condición de posibilidad de la Ley y su límite interno. Lo que permanece “impensado” en la teoría althusseriana de la interpelación es, pues, el hecho de que, previo al reconocimiento ideológico, tenemos un momento intermedio de interpelación obscena, impenetrable, sin identificación, una suerte de “mediador evanescente” que tiene que volverse invisible si el sujeto ha de alcan-
Capítulo 10: Neopragmatismo y posmodernidad
zar la identidad simbólica, si ha de completar el gesto de la subjetivación (Zizek, 1994:98). ' Lo Real en relación con lo social, así como en el análisis del sujeto, tiene una doble dimensión: por un lado limita internamente su campo, le impide la plena realización y por el otro lo posibilita, siendo la excepción, la falta que abre ese mismo campo al jue go de diferencias que lo constituyen. Por tanto, Zizek localiza un lado obsceno de la Ley, su reverso oculto, que a pesar de contradecir la letra escrita, visible, pública de la misma, le sirve como soporte. El modelo que toma es el del superyó psicoanalítico: una voz que apunta hacia el núcleo traumático de culpa del sujeto para conseguir su sumisión: “La paradoja es que el rever so superyoico obsceno es, en un único y mismo gesto, el soporte necesario de la Ley pública simbólica y el círculo vicioso traumático, el impasse que el sujeto se esfuerza por evitar refugiándose en la Ley pública” (Zizek, 1994: 98). El concepto de “transgresión inherente” es el que se introduce aquí para señalar que la Ley implica un punto en el que queda suspendida, y que este momento que impide la coherencia y el cierre de la ley es a la vez su condición de posibilidad. Las consecuencias para el análisis político que se siguen de esta propuesta son enormes:
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Lo que “mantiene unida” una comunidad profundamente no es tanto la iden tificación con la Ley que regula el circuito cotidiano “normal” de esa comunidad, sino la identificación con una forma específica de transgresión de la Ley, de sus pensión de la Ley (en términos psicoanal íticos, con una forma específica de goce) (Zizek, 1994: 89). ’
Para pasar al terreno de la propuesta política de Zizek, realicemos un último retor no a Althusser y a la distancia crítica que Zizek, una vez más, establece en relación con él. La insistencia en la materialidad de la ideología, en la externalidad de las prácticas y rituales, de los aparatos ideológicos como soporte de la interpelación y de la subjetiva ción, hace que Althusser olvide un aspecto fundamental de la operación: la dimensión ideal, inmaterial del gran Otro que el sujeto postula retroactivamente en el mismo ges to de reconocerse-desconocerse en aquello con lo que se identifica. “Este acto de (pre suposición que hace existir al gran Otro es tal vez el gesto elemental de la ideología” (Zizek, 1 992: 79). E n el proceso no se produce sólo la ilusión de una esencia del sujeto que ya-desde siempre estuvo allí antes de la interpelación. Aún más importante que eso, se produce la ilusión de la consistencia del gran Otro, del orden simbólico, de la Ley. Por tanto, la fantasía no pretende simplemente llenar el vacío que es el sujeto, sino sobre todo ocultar la falta en el Otro, el hecho de que “el Otro no existe”, de que no puede pro porcionar ninguna garantía de identidad al sujeto. La estrategia de crítica a la ideología debe por un lado realizar la tarea de rastrear la operación discursiva que pretende esta bilizar el significado mediante la fijación de la cadena de significantes ideológicos flo tantes por uno de ellos que hegemoniza el campo (esta operación crítica es la “lectura
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sintomática” propiamente moderna). Pero, dado que para Zizek la ideología también incluye un registro de goce, esta crítica es sólo parcial e incompleta. Se debe también extraer el núcleo de goce, articular el modo en qu e- m ás allá del campo del significado pero a la vez interno a él- una ideología implica, manipula, produce un goce preideoló gico estructurado en fantasía” (Zizek, 1989: 171). Siguiendo al último Lacan, la pro puesta política de Zizek se basa en un acto que implica a la vez el atravesar la fantasía social e identificarse con el síntoma social: reconocer la inconsistencia del Otro, de la Sociedad, y reconocer en el síntoma (el “judío”) la encarnación, la proyección de esa mis ma inconsistencia:
11 Feminismo y teorías de género
por medio de una identificación de ese tipo con el síntoma (social), atravesamos y sub vertimos el marco fantasmático que determina el campo del sentido social, la autocomprensión ideológica de una sociedad dada, es decir, el marco dentro del cual, pre cisamente, el síntoma aparece como una intrusión ajena, perturbadora, y no como punto de irrupción de la verdad del orden social existente, de otra manera oculta (Zizek, 1991b: 230) Atravesar la fantasía implica un acto que suspende el orden simbólico y por tanto consigue afectar a lo Real en cuya represión se fundamenta el mismo. Este acto es impo sible en términos del orden social existente y sólo puede recibir su fundamento y su legi timidad retroactivamente, del orden futuro que él mismo abre y hace posible.
La-mujer no tiene sentido más que en los sistemas de pensamiento y en los sistemas económicosheterosexuales. Las lesbianas no son mujeres. Monique Wittig
11.1. Precedentes de un feminismo filosófico Recordarle a la filosofía que toda ella se halla edificada sobre un sistema patriarcal de sexo-género donde quedan excluidos -está hecha para eso - de la esfera de lo p úblico, de la racionalidad, del ámbito de los derechos todos aquellos sujetos que no respondan a la denominación de varón-blanco-heterosexual sigue siendo una tarea intelectual a la que la filosofía y la historia de la filosofía continúa siendo reacia a concederle un estatu to filosófico. Entre la veintena de estudios sobre pensamiento filosófico actual que hemos podido consultar editados en nuestro país, escritos aquí o traducidos, ninguno de ellos hace referencia al pensamiento feminista ni, mucho menos, a los estudios de género. Pue de que se nos escape alguno. Hablar de clases sociales, de disquisiciones sobre seres supre mos, sobre el lenguaje, sobre la guerra, sobre la psique, sobre el construir, el habitar y el pensar se considera sin duda alguna una ocupación propia de la filosofía. Cosa de hom bres. Pero hablar de sexo y género se remite a otras esferas del saber o, lo que es lo m is mo, se remite a otras esferas de las que no se quiere saber. Sin embargo, el feminismo filosófico tiene ya tras de sí una amplia trayectoria jalo nada por pen sadoras cuya contribución a la reflexión filosófica, no por más silenciada es menos digna de verse incluida con todos los honores en una historia del pensamiento filosófico actual, si es que este hecho supone algún tipo de honor y dignidad. Y si tanto
Filosofías del siglo XX
el honor como la dignidad no debieran verse primeramente sometidos a la propia críti ca de los valores patriarcales. Si el feminismo es filosofía, si la filosofía puede ser femi nista, si debemos hablar de feminismo filosófico o de filosofía feminista, o si iodo ello debemos decirlo en plural, ya que los diversos feminismos son irreductibles entre sí, es una cuestión muy debatida que no debe bloquear de entrada nuestra tarea de historia dores, más o menos implicados. Por otra parte, en la evolución del pensamiento femi nista, se hace evidente que éste ha ido desarrollándose mediante préstamos de distintas filosofías que ha asumido tras una labor de crítica y resinificación y que sólo ahora comienza el feminismo a poder partir de presupuestos propios no importados directa mente de otros modelos de pensamiento. Lo que sí resulta en cualquier caso irrenunciable es un tratamiento filosófico del feminismo y de los temas que éste aborda siem pre que se respeten unas mínimas delimitaciones teóricas: “N o basta con la fórmula añada mujer y remueva. Hay que rehacer la receta si es que hay que incluir los nuevos ingre dientes” (Amorós, 2000: 12). La idea de que el feminismo comenzó hace apenas treinta años es moneda muy extendida que, no obstante, no se ajusta a la realidad. La historia debe remontarse, según Celia Amorós, mucho más lejos en el tiempo, hasta situarse en el seno mismo del racio nalismo ilustrado. Desde las premisas cartesianas de la crítica de los prejuicios brota el primer germen del pensamiento feminista justamente como una crítica contra el pre jui cio pat riar cal. Se pue de hab lar de una prim era elab orac ión del pen sam ien to fem i nista que h unde sus raíces en la Ilustración; una segunda revivificación en torno al movi miento sufragista de principios de siglo pasado; y, finalmente, la más sonora revolución feminista que comenzara en los años setenta. Luego llegará el pensamiento posfemi nista, fruto de la desnaturalización y desesencialización de la noción de “mujer” y de género (que había llegado a significar exclusivamente “mujer heterosexual” ; esta asi milación es moneda corriente en nuestro país en la actualidad) de la mano del femi nismo lesbiano. De entre los primeros nombres que las feministas han rescatado del olvido ilustrado, podem os reseñar a Mary Wollstonecraft, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, a Olympe de Goug es, autora de una Declaración de los Derechos de la M uja y de la Ciudadana y a François Poulain de la Barre (cfr. Cobo, en Amorós, 1994), cartesiano preocu pado por extender el método filosófico a todos los sujetos sin distinción de sexo, contando con la premisa de la universalidad del sentido común, tal como proponía Descartes. En su De la Igualdad de los dos sexos. Discurso físico y moral en el que se ve la im portancia de deshacerse de los prejuicios, Poulain inicia tempranamente la tradición critica del feminismo y su reivindicación de la igualdad entre mujeres y
Capítulo 11: Feminismo y teorías de género
servadoras del liberalismo. Ahora bien, (ras la gran revolución sufragista (que lucha por el reconocimiento del derecho al voto de la mujer), se produce un importante declive del feminismo desde los años veinte hasta los años sesenta. A partir de los años sesenta, el feminismo resurge con una renovada fuerza teórica pero también política. Los pri meros movimientos de las activistas feministas norteamericanas de esa época fueron en favor de los derechos civiles y como protesta contra la Guerra del Vietnam . Poco a poco, y debido al machismo que aún seguía imperando dentro de estos grupos contestatarios, se van formando unas colectividades de lucha política compuestas únicamente por mu je res. En torno a estos mismos años, aparece un nuevo feminismo norteamericano de cor te liberal (que pretende conquistar el espacio público para la mujer mediante reformas legales), una de cuyas máximas representantes es Betty Friedam quien, en 1966, funda la NO W (Natio nal Organ isation o f Women) y teoriza el mecanism o represivo que pre coniza la reclusión del ama de casa americana en el hogar, tras haber salido de él duran te la Segunda Guerra Mundial y haberse incorporado activamente a las facetas produc tivas de la economía nacional. A finales de los años sesenta, coexisten ya en EE U U distintas orientaciones polí ticas dentro del nuevo espacio feminista. Así, las diversas perspectivas teóricas del femi nismo radical (concebido como lucha política contra la dominación masculina; inte racción de teoría y praxis; teorías sobre política sexual, utopism o), cuyo origen reside en los movimientos contestatarios estudiantiles de los años sesenta. Representantes destacadas de este feminismo radical son, por ejemplo, entre otras muchas, Kate Millet o Shulamith Firestone (freudo-marxista) quien en 1967 funda, a su vez, junto con Pam Allem el grupo feminista, anticapitalista, antirracista y anti-supremacía masculina, New York Radical Women y, tras disolverse éste, vuelve a fundar a finales de 1969, junt o con Anne Koedt, la New York Radical Feminist, com o organización de masas. La vertiente política del feminismo es puesta en primera línea por Kate Millet en su obra Política sexual, donde hallamos su célebre consigna de “lo personal es político”, queriendo con ello dinamitar el reducto de la esfera privada y doméstica como último zulo en el que encerrar y neutralizar lo femenino en clave de naturalización. Ser ama de casa no es una cuestión natural ni biológica, sino eminentemente política y sometida a debate público. El feminismo radical de Firestone y, posteriormente el feminismo cultural, parte de la base teórica del freudomarxismo y elabora su crítica a partir de una con cepción dual de la razón, con la atribución a lo masculino de las cualidades radicadas
del feminismo como teoría, de los escritos feministas que, en un principio, se limita
en la esfera de la razón tecnológica, mientras que a lo femenino pertenecería la racio nalidad estética. C on ello, aplica la categoría de género a la razón y propone utó pica mente una convivencia entre ambos tipos de racionalidad en una cultura andrógina. El feminismo cultural radicalizará la postura conciliadora de Firestone y propondrá un dualismo irreconciliable, solapando las esferas técnica y estética con las categorías
ban a exponer la situación de opresión y discriminación de la mujer, en el estilo de los Cahiers de Doléances.
psicoanalíticas de Tánat os y Eros. La vía que se abre de este mod o es la reivindicación de lo femenino com o altetidad pura e incontaminada frente a la razón patriarcal, dán
Dando un enorme salto en la historia, tras el que llegamos al siglo XX, vemos cómo el feminismo se va a radicalizar políticamente a raíz de las posiciones cada vez más con
dose un paso también en la senda de una renaturalización de la feminidad y un retor no a los orígenes como lugar privilegiado en la búsqueda de la identidad.
hombres en el marco de un a Ilustración que ocultaba todo su patriarcalismo y misogi nia bajo la consigna del ¡Atrévete a saber! Hay que distinguir, sin embargo, los inicios
Filosofías del siglo XX
I or su parte, el feminismo socialista, que se construye a partir de los análisis marxistas y de los del feminismo radical, sitúa sus reivindicaciones en el marco de una teo ría general general del po der y enriquece con la cu estión del género sus investigaciones sociales. Es notable en este sentido la elaboración de la “Teoría del doble sistema”, capitalismo y patriarcado, de Juliet Mitchell (cfr. Amorós, 1985) (quien añade al binomio el psicoa nálisis) o de Zillah Eisenstein, donde se consideran ambas formas de opresión no superponibles y peí fectamente fectamente delim itadas en sus respectivos respectivos compartim entos estancos; estancos; o, dentro del mismo marco dual, la revisión de las teorías del contrato social como pacto patriarcal patriarcal entre varones de Carol Pateman y Heidi H artmann. Patentan Patentan señala que el patriarcado no se extingue en la figura del parricidio simbólico, ya que el pacto entre hermanos reproduce la exclusión de la mujer, siempre pactada y nunca sujeto de dicho pacto. El verdadero contrato sexual no se establecería en el el matrimo nio, sino que corres pondería al pacto fraterno previo como regulador e instaurador del acceso a las mujeres y su circulación entre la comunidad masculina. Este contrato sexual se revestiría inclu so del poder de constituirse como una alianza viril interclasista interclasista,, más allá del conflicto de clases. Algunas feministas socialistas, de corte frankfurtiano e influidas por la teoría crítica crítica (como Iris Young, Young, Nancy Fraser o Sheyla Benhabib), han criticado el compartimentalismo de esta concepción y lo desacertado de separar el capitalismo y el patriar cado como sistemas de opresión diferentes. Ni siquiera dicha distinción es válida meto dológicamente pues lleva a enunciar de continuo hipótesis contrafácticas, dada la contaminación y el solapamiento entre ambos sistemas. Lo que está en juego, en el fon do, es la incapacidad del marxismo para abordar seriamente una crítica feminista feminista sin salirse de su propio marco teórico. En lo que se refiere al feminismo francés, la publicación, en 1949, del ensayo de cuño sexo (análisis de la mujer como el Otro del hombre) existencialista titulado E l segundo sexo convierte a su autora, Simone de Beauvoir, en una de las más importantes teóricas del feminismo del siglo XX, a pesar de que, po r entonces, ésta se se definía a sí misma como socialista (consideraba que la llegada del socialismo acabaría con la opresión de la mujer), no declarándose feminista hasta su adhesión, en 1972, al “Movimiento para la Libera ción de las Mujeres (ML F). El feminism o socialista de Beauvoir se se plasmará, en 1977, en la fundación, con otras mujeres (por ejemplo, Christine Delphy, socióloga feminista marxista), del periódico Qiiestions fém inistes. La nueva generación de teóricas feministas francesas francesas se gesta, lo mism o qu e la nortea mericana, tras los acontecimientos estudiantiles de Mayo del 68, en un ambiente intelec intelec tual politizado dominado por el marxismo y, sobre todo, por el maoísmo. Al igual que en EE U U , en Francia van surgiendo grupos de lucha específica específica integrados sólo por mujeres: mujeres: el LAC (movimiento para la liberalización del aborto y de los anticonceptivos), el ya cita do MLF, el grupo “Psicoanálisis y Política” (análisis y crítica del discurso de las teorías freudianas y lacanianas, delimitación de una especificidad femenina que supondrá la transfor mación social y política de la realidad, concepción del poder como un “poder actuar” de las mujeres) que pasa luego a convertirse en el colectivo “política y psicoanálisis”, habien do dado lugar, lugar, con anterioridad, a la creación de la editorial Desfemmes (1973).
Capítul o 11: Feminismo y teorías de género
El debate feminista francés de los años setenta está dominado por el así llamado “feminismo de la diferencia”, diferencia”, influido muy especialmente po r Nietzsche y Flcidegger, así como por el marxismo, por la deconstrucción derridiana y por el psicoanálisis freudia no y lacaniano. Dicha corriente, que se considera a sí misma más cercana a un “movi miento de la mujer” que al feminismo como tal, rechaza la reivindicación de Beauvoir de la “igualdad” entre hombres y mujeres (intento soterrado de que las mujeres termi nen pareciéndose a los hombres) por considerar que la mujer tiene derecho a conservar su especificidad, su “diferencia”. Así, mientras Hélène Cixous insiste en el concepto de “escritura femenina” (muy relacionada con la escritura como différance de Derrida), en la vinculación de la sexualidad con el acto de escribir, en la afirmación de una diferen cia múltiple y heterogénea frente a un pensamiento binario falogocéntrico (predominio de ios significantes masculinos), Luce Irigaray, por su parte, trata de construir una teo ría de la feminidad, ligada a un lenguaje propio de la mujer (“el habla mujer”), que no caiga bajo la especul(ariz)ación machista, y Annie Leclerc aboga por una revalorización de la mujer entendida como cuerpo. Finalmente, también en los años setenta, dentro del ámbito norteamericano, cabe destacar el feminismo lesbiano que romperá con la tradición lesbófoba de todo el movi miento, donde encontramos a Monique Wittig, a Gayle Rubin, quienes cuestionarán el dispositivo heterosexista que subyacía al movimiento feminista. En los ochenta sur girá lo que se ha dado en llamar teoría queer, cuyas representantes dentro de la acade mia (aunque lo queer sea sea un fenómeno social más bien extra-académico) son Judith Butler, Eve Kosofsky Sedgwick y Teresa de Lauretis entre otras. Amén de las inquietu des de las primeras feministas lesbianas, la teoría queer recogerá recogerá estrategias estrategias de lucha p olí tica que pongan de relieve la importancia de la clase social, de la raza (frente a un suje to de enunciación blanco, occidental y heterosexual) así como la proliferación de identidades marginales, torcidas, abyectas: maricas, bollos, mestizas, negros, sidosos, chasiempre olvidados por la teoría y desde luego difícilmente integra peros, transexuales, siempre bles en sujeto emancipatorio alguno.
11.2. De Simone de Beauvo ir al feminismo de la diferencia Sin lugar a dudas, E l segundo sexo (1949) puede considerarse como la obra capital de la historia de la teoría teoría feminista, feminista, no sólo po r su valor fundador del mo vimiento en la segun da mitad del siglo XX, sino porque continúa siendo actual en el más amplio sentido de la palabra: se halla en el el centro centro de todos los debates, sigue suscitando polémicas y tod o plan teamiento feminista necesita tomar una postura frente a él, con él y, desde luego, siem pre, en él. A ello hay que sumarle el carácter indeleble de la noción de género que intro duce en el discurso, discurso, así como el carácter de totalidad omniabarcante que supone en cuanto estudio de conjunto sobre qué es ser mujer como cuestión previa a toda reflexión que se inicie desde el lado femenino. El ensayo de Beauvoir parte de una motivación personal, no se vincula al feminismo político, dentro del marco de la filosofía existencialista y de
Filosofías del siglo XX Capítulo 1 1: Feminismo y teorías de género
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damentales que han hecho de De Beauvoir un hito dentro del feminismo. Ya hemos hecho alusión a su tratamiento de la noción de género como construcción cultural y des ligada del sexo biológico: “La mujer no nace, se hace”. Sobre el dato biológico -que lue go cuestionará el feminism o posterior, posterior, por ejemplo, Judith Butle r- del sexo, el género es una instancia edificada culturalmente. La condición femenina, según Beauvoir, no es derivable ni deducible de unos parámetros biológicos, por tanto, no pertenece al orden de la Naturaleza. Sólo que el proyecto cultural de identidad de género, históricamente, se reduce a lo que de la mujer han hecho, elegido y dicho los hombres, dejando un estre cho margen para una recreación positiva de dicho proyecto, nunca mejor dicho, yecto: a saber, revestido de alteridad, inmanencia e inesencialidad frente a la mismidad, tras cendencia y esencialidad masculinas. Ni la biología es destino, porque el cuerpo no es una cosa, sino una situación, ni tampoco, para De Beauvoir, la otra faceta de la situa ción heredada, la alteridad jerarquizada disimétricamente, debe serlo. Es lugar común considerar que la evolución posterior del feminismo en Francia pasa por el “matricidio” de De Beauvoir, de su liberalismo igualitario, de su confianza en el advenimiento del socialismo, de su no resuelto desasimiento de la categoría de “sexo bio lógico”. Antoinette Fouque, feminista del grupo “ Psicoanálisis Psicoanálisis y política” (que luego fun daría la editorial Des femmes), consigna muy gráficamente esta ruptura cuando, según sexo: ‘¡Por fin, cuenta Celia Amorós, “declaró tras el entierro de la autora de E l segundo sexo: el feminismo podrá entrar ahora en el siglo XXI’” (Amorós, 2000: 87). Lo que estaba en lucha, entre otras muchas cosas y personas, tras las barricadas del 68 eran el existencialismo, el psicoanálisis, la fenomenología y el estructuralismo. Desde el psicoanálsis estruc tural de Jacques Lacan se llevará a cabo el susodicho matricidio, iniciándose el feminis mo de la “diferencia”, cuya máxima representante será Luce Irigaray, aunque cabe reseñar otros nombres como Annie Leclerc, Julia Kristeva o Hélène Cixous. La reivindicación de la “diferencia” tiene lugar a partir del análisis beauvoiriano de la mujer com o “la Otra” y de la exigencia de una relación de igualdad respecto del hombre en una situación de mutuo reconocimiento. Desde la esfera esfera de “lo Otro ” despejada por D e Beauvoir, el el femi nismo de la diferencia radicalizará su postura, reclamando este espacio como lugar pri vilegiado e incontaminado de masculinidad, desde donde llevar a cabo la construcción de una identidad propia. El espacio de “lo Otro” será convenientemente tamizado y repensado desde el “Otro” psicoanalítico de Jacques Lacan como lugar de lo simbólico, del falo interruptor de la relación imaginaria materno-filial, pero también desde el pun to de vista de la deconstrucción derridiana y su noción de différance. Enmarcada claramente en el ámbito de la deconstrucción, Hélène Cixous realiza en un estilo peculiar su particular crítica del falogocentrismo occidental, que impregna cad a una de nuestras formaciones formaciones culturales, culturales, cada metáfora, cada giro, ca da palabra. La violenta matriz logofalocéntrica instituye instituye una serie de binarismos y oposiciones en los que uno de los términos siempre ocupa una posición de sometimiento respecto respecto del otro: “Activi“Actividad/pasividad, sol/luna, cultura/naturaleza, cultura/naturaleza, día/noche, padre/madre, cabeza/corazón, inteligible/sensible, ligible/sensible, log os/pathos. Al corresponder a la oposición subyacente, h ombre/mujer, estas oposiciones binarias están muy relacionadas con el sistema de valores machista: cada
Filosofías del siglo XX Capitulo 1h Feminismo y teorías teorías de género
oposición se pu ede interpretar como una jerarquía en la que el ¡ado ‘femenino’ siempre siempre se se considera el negativo y el más débil” (Mo i, 1988: 114). A través de la escrit escritura, ura, del juego de remitencia de los significantes y su inmotivado devenir, Cixous romperá estos com partimento s estancos, intentando generar generar un tipo nuevo de discurso, una “escritu “escritura ra feme nina en la que sea visible la diferencia que conlleva el el que escriba una mujer, con el poder de «simb oliza ción y de creación de lo femenino que ello comporta. En dicha escritura escritura el Logos y el Falo masculinos dejarán sitio a la Madre, al goce femenino, a un reino extraño extraño a la ley Paterna, a la mujer, en suma, como lo Otro, pero revestido de caracteres positivos, no com o espacio d e exclusión o alienación. El problem a tal vez de esta esta operación es que, que, por seguir demasiad o al pie de la letra los dogmas lacanianos -v ale decir, el el paradigma del anti-feminismo- se reivindica el espacio de lo Imaginario como hábitat de la mujer, renun ciándose al espacio d e la Ley, identificada con el falo. Se explotan así las posibilidades de una existencia pre-edípica, que no ha accedido a la subjetividad, sin cuestionar el marco absolutamente misógino que lo envuelve todo. La operación de Cixous retorna desgra ciadamente hacia un misticismo literario literario de escasas consecuencias consecuencias políticas y liberadoras como no sea ind ividualmente, retrocediendo retrocediendo hacia posiciones de heterodesignación, heterodesignación, como la de la mujer musa o poeta, en caso de no estar políticamente alerta. Luce Irigaray sigue derroteros distintos en su escritura, que también se reivindica como femenina, más proclive a la especulación teórica y al género ensayístico que a la literatura. Partiendo de la trilogía lacaniana de real-simbólico-imaginario, Irigaray sitúa al pensamiento filosófico tradicional dentro del marco logo y falocéntrico en su estrate gia de reducir la mu jer al silencio, al estadio presimbólico de lo imaginario: cuanto no es lo simbólico , es decir, decir, el falo, ha de ser resimbolizado en términos filíeos, incluida la con dición femenina. Para liberarse de este este speculum (instrumento speculum (instrumento de ginecología para explo rar a la mujer), es partidaria de reencontrar o de inventar una feminidad genuina, una simbólica pa ralela y alternativa alejada de la envidia del pene freudiana y la falta en el ser ser de Lacan, oscilando entre la reconstrucción reconstrucción genealógica y la autoconstitución de una iden tidad nueva, lo que, según Amorós, dará lugar a “una derecha y una izquierda de Irigaray. ray. Su d erecha parece representarla Luisa Muraro po r su insistencia en desacreditar toda vindicación en la teoría y en la práctica, así como por su concepción de la relación madremadrehija como matriz de un orden social bastante conservador, como habremos de poner de manifiesto. La izquierda irigarayiana se podría vincular con interesantes aspectos de la obra de Rosi Braidotti, teórica que, en su concepción del ‘sujeto nomádico’, tiene algu na convergencia -crít ica- con Irigaray. Irigaray. Pues este este sujeto es conceptualizado en buena medi da en el eje de la critica de Gilíes Deleuze al falocentrismo del psicoanálisis lacaniano” (Amorós, 200 0: 94). La construcción construcción de la identidad femenina desde la diferencia diferencia no supone sencillamente una inversión de lo Mismo masculino, pues ello implicaría recaer en aquello que se critica. De nuevo acecha el peligro de recurrir al imaginario femenino secular de la Mad re, la Tierra, el matriarcado primitivo. Pese a que su operación intelecintelectua preten de inspira rse en la deconstrucción, tal vez sí lo sea en su faceta crítica, crítica, pero vuelve a repetir los mism os gestos de la metafísica occidental en el intento de reconstruir una feminidad pura e incontaminada, demasiado cercana a lo Mismo.
11.3. El feminismo en EE UU : un debate entre tradiciones La historia y la situación situación más reciente reciente del feminismo en EE UU es extremadamente com pleja por la diversidad de sus planteamientos, múltiples filiaciones y querellas intestinas. intestinas. Un abordaje del mismo con exhaustividad requeriría un tratamiento mucho más exten so de lo que podemos realizar aquí y, lamentablemente, como en el caso del feminismo francés, francés, apenas po damos esbozar sus líneas generales generales y diseñar diseñar un croquis orientativo de las principales autoras y tendencias filosóficas. Aunque podríamos situar a todas ellas dentro de un gran epígrafe que aludiría a la reflexión sobre la “crítica” en el espacio del feminismo, son diversos y muy diferentes los enfoques que hacen de ésta. El primer gran bloque que estudiaremos será el de las autoras que suelen situarse en el ámbito de la teo ría crítica en la esfera de influencia de Habermas, cuya representante más paradigmáti ca es Sheyla Benhabib, y la polémica surgida entre ella y Nancy Fraser, distanciada del modelo habermasiano; dentro de este mismo ámbito cabría situar a Iris Young, más pre ocupada por la teoría de la justicia, pero que también ha terciado en esta y otras polé micas. En el centro de esta disputa se encuentra asimismo Judith Butler, perteneciente a un segundo gran bloque, muy diferenciado del primero, proveniente del postestructuralismo francés, con una honda influencia del foucaultismo, el psicoanálisis lacaniano y la deconstrucción; la visión de Butler adquiere una tonalidad específica por el aporte que supone la reflexión de las lesbianas al feminismo, las cuales introducen nuevos pun tos de vista, resaltan nuevas discriminaciones, innovadoras articulaciones de la relación con el cuerpo y con el otro masculin o y, sobre todo, la puesta en escen a del heterosexisheterosexismo, no ya sólo el patriarcado, como vector fundamental de opresión. En esta misma línea -que se suele suele agrupar bajo los rótulos de feminismo lesbiano o la más amp lia de teoría queer-, aunque intereses, s, encontramos otras autoras que queer-, aunque con notables diferencias e interese desarrolla desarrollan n su trabajo en EE UU como Adrienne Rich, Rich, Monique Wittig, Eve Kosofsky Sedgwick o Teresa Teresa de Lauretis. Lauretis. Finalmente, Don na Haraway, heredera heredera lejana -posm o derna- de las propuestas marxistas de Shulamith Firestone, merece una mención espe cial por la originalidad de sus planteamientos y la atención dedicada a la ciencia y a la tecnología como ámbito donde han de desarrollarse las mujeres, en el cual han de cons tituir su subjetividad, y conocedora en profundidad de todos estos temas por su forma ción científica, lo que la mantiene alejada de la tecnofobia o, cuando menos, la reticen cia que inspiran a veces ciertos enfoques del feminismo filosófico. Los avances tecnológicos son vistos como la posibilidad de abandonar de una vez por todas el dualismo biológi co de los sexos y la sacralización de la diferencia sexual en uno u otro sentido. En su lugar, el sujeto cyborg, cyborg, mitad cibernético, mitad orgánico, constituye una perfecta mediación y una vía liberadora. De lo enmarañado, espinoso y complejo que es el asunto de la relación entre la teo ría crítica y el feminismo es un exponente inmejorable el libro editado por Sheyla Ben habib y Drucilla Cornell: Feminism as Critiqu e. Essays on the Politics o f Gender in Late Capitalist Societies (1987) Societies (1987) así como el más reciente y fragoroso debate que tuvo lugar en 1998 entre Judith Butler, Nancy Fraser y Iris Young, a partir de un ácido artículo de la
Filosofías del siglo XX
primera en la New L eft Review acerca del libro de Fraser: Justice Interrupm , al que ésta respondió con tal vehemencia que le costó la contrarréplica, evidentemente a título per sonal, no en defensa de Butler, de Iris Young. En el artículo que provocó la polémica, Butfer parecía dejar bien claro que nadie más qu e ella misma y Fraser tenían vela en este entierro. Tal vez el tono singular con el que excluía de la discusión al resto del mundo como interlocutores válidos hizo que Young quisiera meterse por medio, replicando sólo a Fraser para decirle más o menos dónde la estaban conduciendo sus amistades postestructuralistas y eludiendo cualquier referencia a Butler. Éste es el decreto de privacidad o de exclusión del artículo de Butler sobre Fraser: “Me vuelvo hacia su trabajo en parte porque la asunción que me preocupa se puede encontrar allí también, y porque ella y yo tenemos una historia de discusión amigable, que confío continuará a partir de ahora como un intercambio productivo - ésta es también la razón por la que sigue siendo la única persona que consiento nombrar en este ensayo”. En este contexto, realmente tiene sentido llevar a cabo una presentación polémi ca de los postulados de estas autoras y sus referencias y diferencias cruzadas. Si alguien necesita de un referente simbólico (de un speculum ) externo a la disputa para com prender o dejar de entender completamente qué es lo que está en juego, quizá sirva de (des)orientación tener en mente, como un eco lejano, la polémica que comentábam os más arriba, esta vez entre varones, en torno a la teoría crítica, la deconstrucción y el pragmatismo sostenida por Habermas, Derrida y Rorty y su peculiar juego de amis tades, enfados, alianzas, devociones impuestas, reconciliaciones y premios. Interpretar ambas querellas especularmente es una tentación patriarcal formulable al modo de "¡o que antes hicieron ellos, ahora lo repiten tal cual ellas”: Haberm as se llevaba tan mal con Derrida como Benhabib con Butler, Rorty y Habermas son tan bestia negra el uno para el otro como Benhabib y Fraser (aunque éstas se lleven algo mejor), Fraser está tan dispuesta y desea tanto hacerse amiga de Butler como Rorty (a pesar) de Derri da, al final I labermas y Derrida se han hecho amigos y Rorty se ha quedado fuera sin nada que ver en el asunto, no sabemos cómo acabarán las cosas entre Benhabib, Butler y Fraser. El problema es que esto no es sino una historieta más o menos divertida, con tada en unas pocas viñetas sensacionalistas, y que a la cuestión de fondo del debate se sobrepone la discusión central sobre la crítica como modo de abordar el sexismo en sus niveles social, cultural y político, de lo que ninguno de los tres pensadores se ha ocu pado en exceso ni primordialmente. Hemos apuntado que Benhabib es la autora más fiel a la teoría crítica habermasia na. Ello quiere decir, entre otras cosas, que se hace necesaria una apuesta firme por la racionalidad filosófica en un sentido fuerte y por un ámbito de normatividad subsecuente (lindado en la anterior, así como la propuesta de un horizonte ideal utópico de referen cia más allá de toda injusticia. La operación resulta así eminentemente filosófica. Las vin dicaciones y la lucha feministas se vincularán y derivarán de estos presupuestos filosófi cos. No habría si no posibilidad alguna para una crítica feminista. Fraser, por su parte, considera la crítica anclada exclusivamente en lo político (“crítica situada”) y, desde un cierto pragmatismo, abomina del fundacionalismo filosófico. Además reprocha a Haber-
Capítulo 11: Feminismo y teorías de género
mas su olvido de las cuestiones de género en el organigrama de su teoría crítica, lo cual parece demostrar que lo que más interesa al feminismo de la crítica no se encuentra en la filosofía, sino en la política. Más abruptamente dicho, a Fraser le sobra el Hegel de Benhabib (al que ésta pre viamente “desubjetualiza” o mitiga los excesos de sus deudas con el sujeto ilustrado, como también hará con la filosofía de Habermas), quedándose ambas con Marx, pero, claro está, tras esta mutilación se obtienen dos Marx muy distintos. Fraser se queda sin el ideal de una comunidad ética, sin la objetividad de la norma y sin una fundamentación vin culante metaética, lo que, como a Rorty, parece preocuparle bastante poco. Y todo cuan to no tiene parece ir a buscarlo al postestructuralismo, pensando que tampoco ellos tie nen nada, para compartir una mutua carencia satisfecha sin filosofía. Pero, evidentemente, esto no es así, porque Butler, como Derrida, no h a arrasado con la filosofía y no está dis puesta a sentarse amigablemente en una tabula rasa con Fraser para hablar de ironías pri vadas. Además, Butler no es posmoderna en sentido estricto: se lo impiden Lacan y Derri da. Y el posmoderno Lyotard tampoco estaría muy dispuesto a dar como válidos los mini-metarrelatos y la crítica, por muy debilitada que esté epistemológicamente, de Fra ser y a los que ésta no está dispuesta a renunciar. Butler se halla decididamente cercana a la deconstrucción y por tanto más preocupada p or el uso que se hace de nociones com o las de “sujeto”, la misma noción de “crítica" y otros términos de tinte universalista y exclu yeme, fácilmente reconstructores de binarismos como “género”, “sexo”, “mujer” o “ide n tidad”. A esta tarea de vigilancia permanente aunará su particular versión del pragma tismo lingüístico y el tratamiento de la “performatividad” como configuradora de agentes e identidades discursivas fiuctuantes, cuya apariencia de unicidad y consistencia no pro viene más que de su constante repetición que, sólo por eso, las constituye en n orma. Será a través de la performatividad del discurso como sea posible lograr recreaciones de sen tido, resignificaciones, nuevos usos lingüísticos y como será posible desarmar prácticas citacionales hegemónicas que no son sino una parodia desprovista de original cuya ver dad no llega nunca a cristalizar y que, por tanto, tiene que reinstituirse una y otra vez mediante el auxilio de instancias sancionadoras, de regulación y penalización. En su artículo sobre Fraser se aprecian nuevos motivos de distanciamiento con res pecto a esta última relativos a una larvada acusación del posible “heterosexismo” subya cente en la propuesta de Fraser de analizar separadamente el ámbito de discriminación cultural y económico. El título del escrito lo da a entender claramente. En el fondo ven dría a decirle a Fraser que para ella las reivindicaciones de las lesbianas son merely cultural, esto es, sin la relevancia que implícitamente se le atribuyen en esta distinción a las verdaderas y más urgentes reivindicaciones económicas: Ella reproduce la división que localiza ciertas opresiones como una parte de la eco nomía política, y relega otras a la esfera exclusivamente cultural. Planteando un espec tro que separa política económica y cultura, sitúa las luchas de gays y lesbianas en el extremo cultural de este espectro político. La homofobia, según argumenta, no está radicada en la política económica porque los homosexuales no ocupan una posición
Filosofías del siglo XX Capítulo 11: Feminismo y teorías de género
distintiva en la división del trabajo, están distribuidos a través' de la estructura de cla se y no constituyen una clase explorada: la injusticia que sufren es quintaesencialmentc cuestión de reconocimi ento , haciendo así de sus luchas un asunto de recono cimiento cultural, más que de opresión material (Butler, 1998: 39). La desvinculación del reconocimiento cultural de la “redistribución económica” es la raíz misma del heterosexismo de izquierdas que siempre consideró la lucha contra la hom ofob ia como un caprichoso lujo burgués, un esfuerzo para colonizar y contener la homo sexualid ad en y como lo cultural mismo” (Butler, 19 98: 45). Butler replica argu yendo contra la h omofo bia considerada como una opresión secundaria si es casual el empobrecimiento de las mujeres lesbianas, si la prohibición a gays y lesbianas de formar una familia no tiene nada que ver con la necesidad de mantener la pureza inmaculada del modo de producción centrado en la familia y, por ende, en la “heterosexualidad nor mativa de la economía (Butler, 1998: 41 ), en la reproducción capitalista de la heterosexualidad como un “modo específico de producción sexual” (Butler, 1998: 42). Fraser se defiende como puede de esta avalancha pero se mantiene en sus trece y se reitera en la perspectiva de análisis dicotómico entre reconocimiento y redistribución. Lo único que consigue hacer, como suele suceder en estos casos, es mostrar sus buenas intencio nes y decir que ella no es homofobica. Sólo le faltaba decir que, además, tiene muchas amigas lesbianas, como, por ejemplo, Judith Butler: Según veo yo las cosas, pues, las injusticias por falta de reconocimiento son por entero tan serias como ias injusticias distributivas. Y no pueden ser reducidas a estas ultimas. Asi pues, lejos de proclamar que los daños culturales son reflejos superestructurales de los dañ os económicos, he propuesto un análisis en el que ambas cla ses de daño son co-fundamentalmente y conceptualmente irreductibles (Fraser 1998:142).
Ironías y simpatías aparte, Butler ha obligado a Fraser a mantener una posición dua lista radical y la única solución que aporta Fraser es también dependiente de este dualis mo, a saber “la combinación de socialismo y deconstrucción” (Fraser, 1998b: 40). Un dualismo, por otra parte, que parece ser el fundamento de su incómoda, aunque indu dableme nte produ ctiva e interesante —filosóficamente”—, posición entre la deconstruccion y la teoría critica. Como dijimos, no obstante, esta posición, que resucita los siste mas duales de capitalismo y patriarcado, le costará un tirón de orejas de manos de Iris Young a la malhadada , po r bienintencionada, Fraser quien, queriendo aproximarse a todas las feministas en general al final no logra quedar bien con ninguna en particular: La solución que ella propone, a saber, reafirmar una categoría de economía política ente ramente opuesta a la cultura, es peor que el mal que combate” (Young, 1998: 51). Por si fuera poco, Young le recuerda a Fraser que plantear dicotomías irresolubles poco o nada tiene que ver con la deconstrucción que ella preconiza combinar con la crítica polí tica, en lo que no le falta la razón. En la respuesta a Young, Fraser matiza un poco su
radicalismo y rechaza haber hecho un planteamiento dicotómico y, en su lugar, ahoga
por una suerte de perspcctivismo dual: “El único propósito de mi escrito era demostrar que las reivindicaciones culturales tienen implicaciones distributivas, que las reivindica ciones económicas implican subtextos de reconocimiento, y que ignorar su mutuo solapamiento va por nuestra cuenta y riesgo. Así pues, lo que Young califica de ‘dicotomía es en realidad una dualid ad de perspectiva” (Fraser, 1998c: 70). Ciertamen te la posición mediadora, o que lo intenta, de Fraser resulta a todas luces incómoda y poco gratifican te a corto plazo, toda mediación lo es, pero tiene al menos la virtud de esclarecer pun tos comunes entre posturas que se quieren opuestas y absolutamente distanciadas unas de otras. Abogar por un término medio, incluso lograrlo, no siempre es sinónimo de vir tud. A veces es más lo que se sacrifica en el intento que los resultados obten idos y la paz en el interior de una corriente de pensamiento o varias no tiene por qué ser lo más dese able, un valor absoluto, ni lo que haga avanzar más el pensamiento.
11.4. Del feminismo lesbiano a la teoría queer El origen de los movimientos queer, que darán lugar a una elaboración teórica denomi nada teoría queer, surge por la confluencia de diversas crisis sociales, políticas e intelec tuales que se producen entre 1970 y 1990: crisis en los movimientos feministas a partir del feminismo lesbiano, en el movimiento de liberación de gays y lesbianas, crisis del sida, crítica de la iden tidad po r las teorías post-estructuralistas, análisis de las razas a par tir de los estudios poscoloniales. En los años setenta va a producirse una importante revolución dentro del movi miento feminista. Este movimiento había desarrollado una ingente labor de conciencia política y de lucha contra la opresión que sufrían las mujeres a lo largo del siglo XX. No obstante, este mismo movimiento realiza una crítica de lo que ellas llamaron “la ame naza lavanda”, es decir, del feminismo lesbiano, porque daba una “mala imagen” de las feministas. Esto produjo un contraataque de las feministas lesbianas, quienes comien zan a poner de manifiesto el estrecho vínculo existente entre la supremacía masculina y el dispositivo heterosexual al cual está vinculado el feminismo de la época. La novelista y teórica feminista lesbiana Moniq ue Wittig publica una serie de artícu los (reunidos en el libro The straight m ind) a mediados de los setenta donde pone de relieve la dimensión política de la heterosexualidad, que ella describe como una prácti ca organizada de relaciones de fuerza por medio de las cuales el hombre dom ina a la mujer y los heterosexuales a los homosexuales: La ideología de la diferencia de los sexos opera en nuestra cultura como una cen sura, dado que oculta la oposición que existe en el plano social entre los hombres y las mujeres bajo una causalidad natural. Masculino/femenino, macho/liembra son ias categorías que se utilizan para disi mular el hecho de que las diferencias sociales de pen den siempre de un orden económico, político e ideológico (Wittig, 1997: 66).
F i l o s o f í a s d e l s i g l o XX
b i ol óg ic a y g én e Wittig va a cuestionar la distinción feminista h a b i t u a l e n t r e « ro social; para ella el sexo anatómico y el genero f e m e n i n o y m a s c u l in o s o n a n i e g o r ía s producidas por la sociedad y q u e están al servicio de ese s i s te m a q i S e l la d e n o m i n a “pen samiento heterocentrado”, el dispositivo que organiza la o p r e s i ó n s o c i a l . E s t a crítica s u p u so una verdadera revolución para el feminismo tradicional, en l a m e d i d a e n q u e desna turalizó un criterio fundamental de su discurso: “la mujer”. En 1975 la antropóloga lesbiana Gayle Rubín va a publicar un provocador texto “El tráfico en las mujeres: Notas sobre la econ omía política del sexo”, dond e por primera vez se elabora la noción de sistema sexo/género” para analizar el proceso de fabricación de la heterosexualidad. Rubín va a criticar la función de dominación que se esconde tras la separación natural entre hombres y mujeres, tal y como la describe la antropolo gía tra dicional. Asimismo expone cómo es la división sexual del trabajo, lo que crea los géne ros. Rubin analiza como se impone una forma de sexualidad “normal” sancionada posi tivamente (heterosexualidad, pareja, fidelidad, etc.) y cómo se produce la exclusión de las sexualidades minoritarias; y, lo que es más importante, ella va a apostar por la rei vindicación de todas estas “malas sexualidades”: muchas feministas condenaban duramente a las dragqueens , los travestís, el sexo en público, la p romiscuidad entre hombres gays, la masculinidad gay, los de cuero, el fisr fitcking, el ligue gay, etc. Yo no podía resignarme a aceptar estos tópicos según los cua les todos estos tipos eran terribles y antifeministas, yo consideraba este discurso más bien un resurgimiento de la homofobia (Rubin, 1995: 30).
Asimismo Rubin incorpora una mirada nueva en el análisis de las prácticas sexuales. En lugar de interpretarlas en términos psicológicos o psicoanalíticos (fetichismo, sadomasoquismo, travestismo, perversión, etc.) va a insertar estas prácticas en sus respecti vos contextos históricos y culturales para comprender su aparición ligada a las formas de producción de cada época: No veo como se puede hablar de fetichismo y de sadomasoquismo sin pensar en la producción del caucho, en las técnicas usadas para guiar y montar a caballo, en el betún brillante de las botas militares, sin reflexionar sobre la historia de las medias de seda, sobre el carácter frío y autoritario de los vestidos medievales, sobre el atractivo de las motos y la libertad fugaz de abandonar la ciudad por carreteras enormes. Cómo pensar sobre el fetichismo sin pensar en el impacto de la ciudad, en la creación de ciertos par ques y calles, en los barrios chinos y sus entretenimientos “barat os” o la seducción de las vitrinas de los grandes almacenes que apilan bienes deseables y llenos de glamour. Para mi el fetichismo suscita toda una serie de cuestiones relacionadas con cambios en los modos de producción de objetos, con la historia y la especificidad social del control, de la destreza y de las buenas maneras , o con la experiencia ambigua de las invasiones del cuerpo y de la graduación minuc iosa de la jerarquía (Rubin , 1995: 33).
Otra reacción importante va a ser la de la periodista y poeta Adrienne Rich, quien en 1980 pub lica el texto Hetero sexualid ad obligatoria y existencia lesbiana”. En él va
Capítulo 1 1: Feminismo y teorías de género
a denunciar la posición de privilegio que supone la heterosexualidad, y el conjunto de presiones que se imponen en la sociedad de la heterosexualidad como destino univer sal. Asimismo reivindica la existencia de la realidad lesbiana, que había sido ocultada dentro del movimiento feminista, aunque la mayoría de sus precursoras habían sido les bianas. La poeta lesbiana de raza negra Audrie Lorde va a introducir la variable de raza en este mismo contexto. El feminismo tradicional había sido liderado por mujeres de clase blanca, dejando de lado las diferentes situaciones de desigualdad que sufren las mujeres en función de su raza. A partir de las luchas de liberación de gays, lesbianas y transexuales de los años seten ta, se produce en diversos países occidentales una mayor visibilidad de la realidad de estas sexualidades y una progresiva adquisición de derechos y libertades. Asimismo se produce en EE UU una explosión del mercado destinado al público gay, y la aparición de espacios de ocio y consumo que van a dar lugar a una cultura gay estereotipada, cada vez más conservadora, y fundamentalmente ocupada por varones, de clase media o alta, y de raza blanca, que excluye o desprecia a otras minorías sexuales. Por esta razón, a finales de los años ochenta lesbianas negras y chicanas, junto con transexuales y otras comunidades minoritarias, van a rebelarse contra esa “cultura gay” clasista y van a rea propiarse del insulto queer (maricón, bollera, mi to ) para reivindicar otras realidades ale jad as, cua ndo no o pue stas, a lo s v alores repre sent ado s p or esa cult ura gay dom inan te: realidades transgénero, intersexuales, de discapacidad, de raza, de clase social baja, de paro, de enfermedad. La crisis del sida va a ser otro factor fundamental en esta eclosión del movimiento queer. Como reacción a la pandemia del sida, y ante la pasividad del gobierno de EE UU en el tratamiento de la enfermedad, surgen grupos organizados para com batir la pan demia y reclamar recursos y medidas de prevención. Grupos como ACT UP reúnen en su seno a personas procedentes de diversas comunidades marginadas: inmigrantes, mujeres, gays, lesbianas, transexuales, parados, presos, drogadictos... Por primera vez se crean comun idades transversales de cooperación do nde estas diversas realidades se articulan en una crítica al sistema social de opresión. Esta será una de las principales características de los mov imientos queer, una multiplicidad de enfoques y realidades más allá de la mera separación homosexual/heterosexual, separación basada en la orien tación sexual que organizaba los m ovimientos gays tradicionales. A partir de este contexto, surgen a finales de los ochenta en el entorno universitario estadounidense varios estudios post-feministas sobre el sexo, el género y la política que van a organizarse bajo el nombre de teoría queer. Esta expresión es usada por primera vez por Teresa de Lauretis en 1991, en el número 3 de la revista Differences para describir sus dos objetivos principales: “Por una parte, articular los términos gracias a los cuales las sexualidades gais y lesbianas pueden ser comprendidas e imaginadas como formas de resistencia a la homogeneización cultural, oponiéndose al discurso dominante por medio de otras disposiciones del sujeto cultural. Y en segundo lugar, articular los discursos y las prácticas de las homosexualidades en relación con el género y la raza, así como con las diferencias de clase o de cultura étnica, de generación y de situación geográfica y socio-
filosofías del siglo XX
política (de L.auretis, 199 1: iv). Esta teoría trabajará a partir de un cuestionamiento de los sexos, los géneros y las sexualidades como algo estable, y de un análisis de las conse cuencias políticas de la heterosexualidad obligatoria y de los procesos de exclusión de los sexualidades minoritarias. Para esta labor de crítica política y de trabajo teórico va a ser importante la reelaboracion que se va a hacer de la filosofía po st-estructuralista francesa, especialmente de aquellos pensadores más críticos con la idea de identidad estable del sujeto y con el discurso metafísico de la esencia natural. La gestión de la vida por el poder que desa rrolla Foucault b ajo el concepto de biopo lítica o biopoder, y su estudio de la historia de la sexualidad, donde localiza el surgimiento histórico de la figura del homosexual serán algunos de los elementos clave de este pensador para la teoría queer. La decons trucción del filósofo Jacques Derrida será utilizada por Judith Butler para desarrollar su análisis del género como performativo y la ausencia de un original en la masculinidad y la feminidad. La aportación de Lacan a la crítica del sujeto cartesiano y el cues tionamiento de la relación sexual como imposibilidad lógica será influyente en los debates sobre la diferencia sexual. La figura del esquizo y los procesos de desterritorialización elaborados por Deleuze y Guattari en Capitalismo y esquizofrenia serán tam bién útiles herramientas conceptuales de las teóricas queer st la hora de describir la resis tencia de los cuerpos a devenir “normales” y la crítica de los espacios dominantes heterosexuales. Uno de los trabajos pioneros de la teoría queer fue el libro de Judith Butle r El género en disputa. En esta obra Butler critica la idea del feminismo tradicional que tomaba la idea de la mujer como su fundamento estratégico. Butler denuncia que esta catego ría —la mu jer- no traduce nin guna unid ad natural sino que es una ficción reguladora, que reproduce relaciones normativas entre sexo, género y deseo que naturalizan la heterosexualidad. De este modo, Butler va a redefinir el género como una ficción cultural, un efecto performativo de actos que se repiten: El género no debe interpretarse como una identidad estable o un lugar d onde se asiente la capacidad de acción y de donde resulten diversos actos, sino, más bien, como una identi dad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio exterior mediante una repetición estilizada de actos. El efecto del género se produce mediante la estilización del cuerpo y, por lo t anto, debe entenderse como la manera mundana en que los diversos tipos de gestos, movimientos y estilos corporales constituyen la ilusión de un yo con género constante. Esta formulación aparta la concepción de géne ro de un modelo sustancial de identidad y la coloca en un terreno que requiere una concepción del genero como temporalidadsocial constituida. Es significativo que si el género se instituye mediante actos que son internamente discontinuos, entonces la apariencia de sustancia es precisamente eso, una identidad construida, una realización perforniativa en la que el público social m undano, incluidos los mismos actores, lle ga a creer y a actuar en la modalidad de la creencia. [...] Las posibilidades de trans formación de género se encuentran precisamente en la relación arbitraria entre tales actos, en la posibilidad de no p oder repetir, una de-formidad o una repetición paró
Capítulo 11: feminismo y teorías de género
dica que revela que el efecto fantasmático de la identidad co nstante es una con struc ción políticamente endeble. [...1 El hecho de que la realidad de género se cree median te actuaciones sociales continuas significa que los conceptos de un sexo esencial y una masculinidad o una feminidad verdadera o constante también se constituyen como parte de la estrategia que oculta el carácter performativo del género y las posib ilida des performativas de que proliferen las configuraciones de género fuera de los mar cos restrictivos de dominación masculinista y heterosexualidad obligatoria (Butler, 2001:172).
De este modo, Butler denuncia los peligros de un feminismo esencialista, así como las limitaciones de la oposición heterosexual/homosexual. E sta crítica se verá apoyada por otra de las principales teóricas queer, Eve Kosofsky Sedgwick, quien en su obra cla ve, Epistemología del arm ario, va a denunciar las contradicciones e incoherencias del sis tema que organiza a los sujetos basándose en criterios cerrados de orientación sexual, homosexual/heterosexual: Lo nuevo de las postrimerías del siglo pasado fue la delimitación de un esque ma mundial por el cual, del mismo modo que a las personas se les había asignado forzosamente un género masculino o femenino, también se consideraba necesario asignar una sexualidad homo o heterosexual, una identidad binarizada llena de impli caciones, por confusas que fueran, incluso para los aspectos ostensiblemente menos sexuales de la existencia personal. Esta novedad no dejó ningún espacio de la cultu ra a salvo de las fuertes incoherencias defmicionales de la homo/heterosexualidad (Sedgwick, 1998: 12).
La teoría queer recoge las claves de los movimientos sociales del momento desde una posición de rebeldía política: la importancia de la clase social y la raza en los estudios de género (la lesbiana mestiza fronteriza de Anzaldúa), la construcción médica de los cuer pos sexuales y la frágil barrera cuerpo-máquina (los cyborgs de Donna Haraway), la resis tencia a la normalización, o la producción continua de identidades. Com o señala Bea triz Preciado: Influidas por la crítica post colonial, las teorías queer de los años 90 han utiliza do los enormes recursos políticos de la identificación “gueto”, identificaciones que iban a tomar un nuevo valor político, dado que por primera vez los sujetos de la enun ciación eran las propias bolleras, los maricas, los negros y las personas transgénero. A aquellos que agitan la amenaza de la guetización, los movim ientos y las teorías queer responden con estrategias a la vez hiper-identitarias y post-identitarias. Hacen un uso radical de los recursos políticos de la producción p erformativa de las identidades des viadas. La fuerza política de movimientos como Act-Up, Lcsbian Avengers o las Radi cal Fairies deriva de su capacidad para utilizar sus posiciones de sujetos “abyectos” (esos “malos sujetos" que son los scropositivos, las bolleras, los maricas) para hacer de ello un foco de resistencia al punto de vista “universal”, a la historia blanca, colonial y hete ra de lo “humano" (Preciado, 2004: 235-236).
Filosofías d el siglo XX
Teresa de Lauretis inaugura una importante línea de trabajo al plantear la ne#feídad de repensar el género como tecnología, llevando más lejos los análisis de Foucault, que había inaugurado un fértil campo de análisis a partir de sus ijtudios sobre tecno logías del sexo. D e Lauretis critica el pensamiento c jg : i g , “ d i f f j E n c i a . s e x u a r porque h a creado un marco de referencia único para cualquier intento de pensar el género. De forma implícita, la diferencia sexual establece un suelo epistemológico fijo que impi de otros análisis del género que no necesariamente tendrían que estar ligados a la cues tión del sexo. En un importante artículo de 1987 titulado “ L a tecnología del género” expone las bases de esta crítica:
Epílogo: La comunidad (quizá) inoperante
El primer límite del concepto de “diferencia sexgjf radica, por tanto, en el hecho de que sitúa el pensamiento crítico feminista dentro del cuadro conceptual de una oposición universal de sexo (la mujer como diferencia del hombre, ambos unlversali zados; o bien la mujer como diferencia tout courty, p&f tanto, también unlversaliza da), haciendo muy difícil, si no imp osible, articular las diferencias de las mujeres de la Mujer, esto es, las diferencias entre las mujeres y, quizá más concretamente, las dife rencias internas a las mujeres. Un segun do límite del concepto de diferencia sexual es que tiende a reconducir o recuperar el potencial epistemológico radical del pensamiento feminista [...], la posi bilidad de concebir el sujeto social y las relaciones entre subjetividad y sociabilidad de diverso modo; un sujeto constituido en el género, pero no únicamente a través de la
“Lo que casi ocuirió aunque no ocuniera" , “Lo que realmente suce dió
ese acontecimiento presente, real e irrealizable, ni deseado n i rechaza do sino próximo, de una candente proxim idad a la que no basta la rea lidad y que abre el ámbito de lo imaginario, da a lo imposible una for
diferencia sexual, sino mediante el lenguaje y las representaciones culturales: un suje to generizado [engendered] dentro de la experiencia de las relaciones de raza y clase, además de las de sexo. [...] Se podría pensar el género como el producto de varias tec nologías sociales, como el cine, y de discursos institucionales, epistemologías y prác ticas críticas, además de prácticas de vida cotidiana (De Lauretis, 2000: 138).
En la actualidad la teoría queer sigue produciendo fructíferos debates con otras dis ciplinas como la filosofía, el arte, la sociología o el psicoanálisis (Zizek, Laclau, Lazzarato), y ha abierto nuevos campos de reflexión en ámbitos como el análisis del cine y la pornografía , la crítica literaria (Sedgwick), la arquitectura (Preciado), la historia del cuer po, el acceso a la cirugía y las drogas para la modificación corporal, las culturas transgé nero, intersexuales y drag-king (Judith Halberstam, Della Grace Volcano), los estudios poscoloniales (Spivak, Anzaldúa), y los límites de la subjetividad, intentando por un lado combatir el heterocentrismo dominante en la tradición filosófica, y por otro introdu ciendo nuevas líneas de resistencia y de reflexión sobre los procesos de normalización social y sobre el dispositivo de sexo-género.
sinque na da sucediera”, “lo que tuvo lugar, pero ¿acaso tuvo lug ar i,
ma casi corporal...
Maurice Blanchot, citando a su vez a Musil
Nos hemos topado en varias ocasiones a lo largo del desarrollo de este estudio con lo imposible, y anticipábamos en la introducción que el enfrentamiento con ello quizá constituía el tema del siglo acabado, y la herencia para el porvenir. Sea para limitarlo, constatarlo, para guardar silencio sobre él, para reducirlo a la lógica o a la polisemia, para diluirlo en el contexto, para rechazarlo, para reclamarlo o soñarlo, para afirmar simplemente que ahí está, por venir y llegando, lo impo sible es el inevitable punto de referencia, y viene traduciéndose en las últimas décadas en la apertura al/del aconteci miento. Pues bien: el acontecimiento de los últimos años en filosofía (si algo así hay, sea acon tecimiento en filosofía o filosofía a secas...) es la convocatoria (a veces, para conjurarla, a veces para exorcizarla, a veces simplemente anhelante) de la comunidad: el problema de la comunidad o la conversión de la comunidad en problema. Alrededor de este con cepto u otros próximos, de hecho, se han confrontado las distintas vertientes del pensa miento actual y reciente, debido a lo cual resulta especialmente significativo de nuestra presente condición filosófica someter a análisis, para acabar este estudio, las diferentes concepciones al respecto.
Filosofías del siglo XX
A) Por el lado de Die Aufklärung
Epílogo: La comunidad (quizá) inoperante
El interés por la emancipación no se limita a flotar; puede ser vislumbrado a
priori. Aquello que nos saca de la naturaleza es cabalmente la única realidad que La teoría crítica de la sociedad de Habermas culmina su andadura en el proyecto de proporcionar un basamento suficiente para un modelo social no opresivo, en el que por fin hayan sido eliminadas las injusticias y las desigualdades, y que se compadez ca con el ideal ilustrado de una emancipación general de la humanidad en la conse cución de una vida buena y feliz dentro de los límites de la mera razón. Tal vez su teo ría de la acción comunicativa sea el proyecto más ambicioso y mejor argumentado dentro de la tradición ilustrada, en la que también se encuentra la formulación de la pragmática trascendental de Apel. M ás allá de sus necesarios lugares de confluencia y de divergencia, la propue sta habermasiana parece ser más rica y compleja, entre otros motivos por beber de más fuentes y manejar una razón que ha sido depurada de todos sus resabios metafísicos en la larga andadura de la Escuela de Frankfurt. El trascen
podemos conocer según su naturaleza: d lenguaje. Con la estructura del lenguaje es puesta para nosotros la emancipación. Con la primera proposición es expresada ine q u í v o c a m e n t e la intención de un consenso c o m ú n y sin restricciones [...] S ó l o en una s o c i e d a d emancipada, que hubiera conseguido la autonomía de todos sus m iem bros, se desplegaría la comunicación hacia un diálogo, libre de dominación, de todos con todos, en el que nosotros vemos siempre el paradigma de la recíprocamente cons tituida identidad del yo como también la idea del verdadero consenso. En esta medi da, la verdad de los enunciados se basa en la anticipación de la vida lograda [...]. La filosofía ha asumido desde el comienzo que la autonomía puesta con la estructura del lenguaje era no sólo anticipada, sino efectiva [...] la unidad de conocimiento e inte-
rés se acredita en una dialéctica que reconstruye lo suprimido rastreando las huellas históricas del diálogo suprimido (Habermas, 2001a: 177-178).
dentalismo kantiano de Apel y el hecho de situarse aún en la tradición de la filosofía de la conciencia, así como sus ansias de ofrecer una fundamentación en sentido fuer te, apriórico y universalista de la comunidad de comunicación, le hacen más suscep tible a críticas que no afectan en lo sustancial al modelo habermasiano de pragmáti ca universal, que no trascendental. Evidentemente, la ventaja teórica que supone partir de Hegel y no de Kan t, en lo que al pensamiento de la comunidad se refiere, no es cuestión baladí. Si, además, dicha reflexión se entronca con el pensamiento de Marx tal y como fue recibido en la teo ría crítica, las garantías de llegar a buen puerto se incrementan notablemente. Por otra parte, resultará crucial el lugar que conceda Haberma s a su pragmática universal den tro de una teoría de la evolución social fundamentada en parámetros marxistas, pero apoyada muy sustancialmente en las teorías evolutivas de Piaget y Kohlberg. D esde la filosofía, la sociología, la economía, la psicología y la lingüística somos conducidos inexorablemente a un mismo punto de llegada. El carácter crítico, evolutivo, pluridisciplinar e histórico de la situación ideal de comunicación habermasiana mantiene así abiertos varios frentes argumentativos logrando una inusitada solidez para una pro puesta de socied ad que en el panorama filosófico actual casi se diría que quiere llegar a ser hegemónica por haberse constituido en el mejor argumento dentro de una dis cusión de amplio espectro entre filósofos sobre la comunidad misma. La enorme empresa acometida por Habermas en la elaboración de su teoría de la acción comunicativa en modo alguno puede desvincularse de su más general proyecto de llevar a cabo una teoría crítica de la sociedad, esto es, una teoría del conocimiento de carácter emancipador. Hemos visto cómo la acción comunicativa debe inscribirse en la tradición de la escuela frankfurtiana en pugna contra el positivismo, la razón instru mental y la exclusivización de la razón técnica. El camino seguido por Habermas, no obstante, abre una nueva vía en la Escuela, al adentrarse dentro de una fundamentación lingüística del carácter emancipatorio del conocimiento. Ya en 1968, en Ciencia y técnica como ideología, encontramos un esbozo de lo que luego sería el monumental desarro llo de la teoría de la acción comunicativa:
Justamente esta emancipación por el lenguaje, la anticipación de una “vida lograda” que no es mera ilusión utópica, sino que ya se encuentra realizada efectivamente en la lingüisticidad de la razón, es lo que va a ser sistematizado en la teoría de la acción com u nicativa. La manera de abordar el lenguaje que Habermas acomete se centra no en un análi sis semántico-gramatical del mismo, sino que intenta llevar a cabo la formalización de sus elementos pragmáticos, del carácter de los actos de habla, de las emisiones de los hablantes en la línea de la pragmática inaugurada po r Wittgenstein y sistematizada por Austin y Searle. Habermas considera crucial la competencia de los sujetos para hacerse entender, no ya por su capacidad lingüístico-gramatical-sintáctica, sino por su compe tencia comunicativa, a saber, su capacidad para usar las oraciones, emitirlas y hacerlas valer adecuadamente: “Voy a sostener la tesis de que no sólo el lenguaje, sino también el habla, es decir, el empleo de oraciones en em isiones, es accesible a un análisis formal. Al igual que las unidades elementales del lenguaje (oraciones), tam bién las unidades ele mentales del habla (emisiones) pueden analizarse en la actitud metodo lógica de una cien cia reconstructiva” (Habermas, 2001b: 304). Por tanto, su tarea se constituirá como una “pragmática universal” que reconstruya los universales lingüísticos presentes en las emi siones de los hablantes y que hacen posible el entendimiento y el acuerdo ( Verständigung) como telos del lenguaje (cfr. Habermas, 2001b: 368-369). Lograr reconstruir las condi ciones lingüísticas a partir del saber preteórico de los hablantes para que se constituya duraderamente esta posibilidad de entendimiento/acuerdo en una situación ideal de habla supondrá haber fundamentado racionalmente las bases teórico-normativas de una sociedad emancipada regida por la discusión argumentativa, el diálogo y la búsqueda de la verdad como consenso racional. El punto de partida, pues, es la ya mencionada doble estructura del habla de la pro posición y de la emisión, dicho en otros términos, el compone nte preposicional y el com ponente ilocucionario. Esta doble estructura de significado (meaning) y fuerza {forcé) remi te a una también doble dimensión en el plano de la comunicación entre los hablantes:
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el plano de la intersubjetividad, en que entablan relaciones personales, y el plano de las experiencias y estados de cosas que constituyen el contenido de la comunicación. Pues bien, en un determinado se gmento de habla, puede convertirse en tema más bien la relación interpersonal, o más bien el contenido preposicional; correspondiente mente, hacemos un uso mas bien interactivo o mas bien cognitrvo de nuestro lenguaje. En el uso interactivo del lenguaje tematizamos las relaciones que hablantes y oyentes entablan, como advertencia, como promesa, como exigencia o ruego, mientras que el contenido proposicional de las emisiones nos limitamos a mencionarlo. En el uso cogmtivo del lenguaje, en cambio, temanzamos el contenido de la emisión como un enun ciado acerca de algo que tiene lugar en el mundo (o que podría tener lugar en el mun do), mientras que la relación interpersonal nos limitamos a expresarla de paso (Habermas, 2001b: 353). Com o es evidente, lo que más interesa a la teoría de la acción comunicativa es el uso interactivo del lenguaje señalado por las fuerzas ilocutivas de los actos de habla, uso en el que se hacen presentes las relaciones interpersonales de los hablantes en el dialogo. Si bien en el uso cognitivo se hace precisa una “fundamentación” en la expe riencia que sustente la certeza del contenido de lo dicho, en el uso interactivo se pone en obra la necesidad de una justificación de las pretensiones de validez y veracidad de las emisiones.
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de los enunciados es el potencial asentimiento de todos los demás. Cualquier otro tendría que poder convencerse de que atribuyo justificadamente al objeto el predi cado de que se trate, pudiendo darme por tanto su asentimiento. La verdad de una proposición significa la promesa de alcanzar un consenso racional sobre lo dicho (Haberm as, 1994: 121).
Veamos entonces cuáles son dichas pretensiones de validez que constituyen el “con senso de fondo” mínimo e indispensable para que tenga lugar el entendimiento. En primer lugar, ha de cumplirse el requisito de la inteligibilidad de las emisiones, a saber, que éstas resulten comprensibles en lo referente a su contenido proposicional por estar bien formuladas y correctamente construidas; en segundo lugar, tenemos la preten sión de veracidad del enunciado que se corresponde con lo que se podría denominar el “mundo objetivo” sobre el que se realizan los enunciados; en tercer lugar, está la rec titud de la emisión o su adecuación al contexto normativo vigente y legítimo, que hace referencia al “mundo social” en el que tienen lugar, de modo regulado y legislado, las relaciones interpersonales; finalmente ha de cumplirse con la pretensión de sinceridad por parce de los hablantes que remite al “mundo subjetivo” de las vivencias del hablan te que han de ser expresadas. De igual mod o, descontando el requisito indispensable de la inteligibilidad , las tres pretensiones de validez restantes y fundamentales se corres
La preponderancia del uso interactivo sobre el cognitivo es tal que la noción de ver dad que propondrá Habermas depende esencialmente de la “justificación” de las pre tensiones de validez de los enunciados en la afirmación y, por tanto, de la pragmática:
ponden con los tres tipos básicos de actos de habla: constatativos, regulativos y expre sivos. Si alguna de estas pretensiones no llegara a satisfacerse con éxito, nos hallaría mos ante una situación de comunicación distorsionada en la que no sería posible ni la comunicación ni el acuerdo válidos. La solución estribaría entonces en el restableci
Verdad es una pretensión de validez que vinculamos a los enunciados al afirmar los. Las afirmaciones pertenecen a la clase de actos de habla constatativos. Al afirmar algo, entablo la pretensión de que el enunciado que afirmo es verdadero. Esta preten sión puedo entablarla con razón o entablarla sin razón. Las afirmaciones no pueden ser verdaderas o falsas, están justificadas o no están justificadas [...]. Verdad significa aquí el sentido del empleo de enunciados en afirmaciones. El sentido de la verdad pue de, por tanto, aclararse por referencia a la pragmática de una determinada clase de actos de habla (Habermas, 1994: 114-115).
miento de las pretensiones de validez para volver a reconstruir el marco básico de acción comunicativa perdido. Accedemos así a otra situación de habla, el discurso cuyo cometido es justamente ganar el terreno de la acción comunicativa, cuyo tema a su vez es resolver las pretensio nes de validez que se han vuelto problemáticas en cuanto a su legitimidad:
Se han puesto así las primeras piedras de una teoría consensual de la verdad, en la que ésta no se mide tanto por los contenidos, como por la pretensión de validez hecha al afirmarlos. Será mas verdadero aquello cuyas pretensiones de validez se hallen mejor argumentadas y, por consiguiente, sea susceptible de lograr una máxima adhesión de los participantes en la discusión: Según esta teoría sólo puedo (con ayuda de oraciones predicativas) atribuir un predicado a un objeto si también cualquiera que pudiera entrar en disensión conmi go atribuyese el mismo predicado al mismo objeto; para distinguir los enunciados ver daderos de los falsos, me refiero ai juicio de los otros y, por cierto, al juicio de todos aquellos con los que pudiera iniciar una discusión [...]. La condición para la verdad
En las acciones, las pretensiones de validez fácticamente elevadas y que configu ran el consenso sustentador, son aceptadas ingenuamente. El discurso, por el contra rio, sirve para la fundamentación de pretensiones problemáticas de validez de opi niones y normas [...]. El discurso es la condición de lo incondicionado. Con ayuda de una teoría consensual de verdad [...] cabría explicar la estructura del discurso por refe rencia a la inevitable anticipación y aceptación recíproca de una situación de diálogo ideal (Habermas, 1997: 29). De otro modo, sin la ayuda del discurso no quedaría otra salida que la ruptura de la comunicación o el recurso a formas de com unicación estratégica no regidas ya por la uni versalidad de los imperativos de veracidad, sinceridad y rectitud, que darían lugar, por ello, a coerciones eventuales debidas al engaño, al consenso fáctico no fundado o a cua lesquiera otros modos de dinamitar la racionalidad del diálogo basado en el triunfo del
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mejor argumento: “El resultado d e un discurso no puede decidirse ni por coacción lógi ca ni por coacción em pírica, sino p or la ‘fuerza del mejor argumento’ . A esta tuerza es a lo que llamamos motivación racional” (Habermas, 1994: 140). Todos los esfuerzos de la pragmática trascendental se centran, pues, en la consecu ción de esa siiuación ideal de habla que se anticipa desde el lenguaje de la razón, proto tipo de la sociedad emancipada donde ninguno de sus miembros es objeto de opresión o coacción: Llamo ideal a una situación de habla en que las comunicaciones no solamente no vienen impedidas por influjos externos contingentes, sino tampoco por las coaccio nes que se siguen de la propia estructura de la comunicación. La situación ideal de habla excluye las distorsiones sistemáticas de la comunicación. Y la estructura de la comunicación deja de generar coacciones sólo si para todos los participantes en el dis curso está dada una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y ejecutar actos de habla (Habermas, 1994: 153). Las condiciones que han de regir dicha situación ideal, articuladas sobre los tres tipos que hemos visto de actos de habla, son: a) igualdad de oportunidades para emitir actos de habla, esto es, tomar la palabra siempre que se considere necesario; b) igual capaci dad para someter todos los argumentos a crítica para que al final se hayan desarticulado todos los prejuicios; c) igualdad de oportunidades de “emplear actos de habla represen tativos”, a saber, sinceros y veraces; y d) igualdad de oportunidad es de emitir actos de habla regulativos. Para que la teoría de la verdad como consenso tenga validez ha de supo nerse siempre esta situación ideal, que Habermas no considera una mera utopía;
El hecho de que Apel se aterre testarudamente a la aspiración de funda menta ción última del pragmatismo trascendental se explica, en mi opinión, en virtud de un retorno inconsecuente a concepci ones que él mismo ha desvalorizado con un cambio tan enérgico de paradigma entre la filosofía de la conciencia y el lenguaje. [...] Por supuesto, no se produce perjuicio alguno cuando negamos el carácter e fundamentación última a la fundamentación pragmático-trascendental. Antes bien, la ética discursiva se ajusta así al círculo de aquellas ciencias reconstructivas que se ocupan de los principios racionales del conocimiento, el habla y la acción (Haber mas, 2000a: 120-122). Ésta será la diferencia fundamental entre ambos pensadores, quienes, por otra par te, sostienen posiciones muy similares: el abandono por parte de Habermas de una nocion de fundamentación fuerte, frente al apriorismo trascendental de la comunidad de comu nicación apeliana: Dado que “uno solo y una sola vez” no puede seguir una regla (Wittgenstein), estamos condenados a priori al acuerdo intersubjetivo [...]. La filosofía trascendental transformada hermenéuticamente parte del apriori de una comunidad real de comunicación que, para nosotros, es prácticamente idéntica al género humano o a la socie dad [...] cada uno debe poder anticipar en la autocompr'ensión que realiza median te el pensamiento el punto de vista de una comunidad ideal de comunicación, que todavía tiene que construirse en la comunida d real [...]. Mediante la reflexión trascendental sobre las condiciones deposib ilidad y va lidez de la co mprensiónhemos alcan zado, a mi juicio, algo así como un punto cartesiano Atfundamen tación ultim a filo sófica (Apel, 1985: 55-58).
la situación ideal de habla n o es ni un fenómeno empírico ni una simple construcción, sino una suposición inevitable que recíprocamente nos hacemos en los discursos. Esa suposición puede ser contrafáctica, pero no tiene por qué serlo; mas, aun cuando se haga contrafácticamente, es una ficción operante en el proceso de la comunicación. Prefiero hablar, por tanto, de una anticipación, de la anticipación de una situación ideal de habla. Sólo esta anticipación garantiza que, con el consenso fácticamente alcan zado, podamos asociar la pretensión de un consenso racional; a la vez se convierte en canon crítico con el que se pued e poner en cuestión todo consenso fácticamente alcan zado y examinar si puede considerarse indicador suficiente de un consenso fundado (Habermas, 1994: 155).
La discrepancia estriba en la posibilidad de mantener universales pragmáticos sin una fundamentación trascendental: pues, para Apel, los aprions mostrados por una reflexión transcendental son irrebasables, lo cual aprovecha para enfrentarse tanto al falibilísimo a lo Popper como a las posiciones de Habermas, ya que, para este último, el discurso etico es falible en sus contenidos, aunque no en sus condiciones de universalidad formal (cfr. Boladeras. 1996: 160). Efectivamente, la escisión radical introducida por Habermas enere el uso cognitivo y el uso interactivo del lenguaje no le permite trasvasar su argumentación al nivel de los contenidos. Por ello, tal vez, se vea en la obligación de introducir como complemento necesario de su teoría de la acción comunicativa, la noción, que ciertamente levanta sospechas, de “mundo de la vida” (cfr. Haberm as, 199 4: 48 6 y ss.; y tamb.en
Esta anticipación de un ideal comunicativo arrancado de los entresijos del lenguaje reto ma la formulación del ideal de vida bueno y feliz ilustrado y buena parte de los caracteres del formalismo de la ética kantiana, sólo que la versión habermasiana rompe el solipsismo de la voluntad autónom a y de “la conciencia moral en mí” de aquél sometiéndolo al arbi traje de la ética comunicativa. Por último, frente a Apel, Habermas renuncia a la necesidad de una fundamentación trascendental de la pragmática universal y prefiere permanecer, por salud metafísica, en el ámbito del lenguaje y de la reconstrucción racional empírica:
Habermas, 2001b: 99-110). Pero, aparte de Apel, quien en lo mejor de sus planteamientos se encuentra muy cerca de Habermas, la preocupación por pensar la comunidad se ha hecho extensiva a otros filósofos de igual renombre en la cultura alemana como es el caso de Gada mer La hermenéutica gadameriana se encuentra muy cerca, desde la absoluta distan cia, del pensamiento de la comunidad de Habermas y Apel en el senado de que su concepción dialógica de la razón, su convicción de que pensar es una conversación a
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menos interior, obedece a una misma línea de fundamentación de la jo m tm id a d en virtud de una ontologia dialógico-discuráfci del lenguaje, igualmente mediada por Wittgenstein y su noción pragmática de juegos lingüísticos. Con la urbanización d i Heidegger realizada por Gadamér, en la cual la asimilación del ser al lengua* * con t e ® en; a aPertura de un consenso intersubjetivo, se llega inevitablemente a una con frontación con la situación ideal de habla habermasiana. En ambos, de hecho, late la búsqueda de las condiciones en las que resulta posible un lenguaje “de la verdad”. Las, isputas, ciertamente radicales, entre Habermas y Gadamer acerca de la posibilidad o no de realizar una vuelta reflexiva y crítica sobre la tradición que no caiga dentro de a tradición misma de la incapacidad eman cipadora hermenéutica o del absurdo de la anticipación ae un estado ideal final de vida recta, buena y feliz desde donde enjuiciar criticamente la tradición, pueden m itigarse, según este punto de vista, en el común asentamiento de ambas posturas en una posición gnoseològica acerca de la ver dad en el ambito de una concepción dialógico-pragmática del lenguaje y la búsqueda y facilitación de un consenso racional. Volveremos a Gadamer, pero miremos antes a otro lado p ara fijamo s en los caminos por los que la tradición liberal ha transitado en busca de cierta comunidad ideal.
B) Por el lado de The Enlightement
John Rawls se inscribe conscientemente en la tradición del liberalismo anglosajón, pasa do por K ant, y renuncia adrede al debate con cualquier planteamiento externo subra yando que su propuesta no es ni ética ni metafísica (dado el descrédito que ambos con ceptos reciben en dicha tradición) sino exclusivamente relativa a teoría del derecho Incluso rechaza proporcionar una dimensión “fuerte” de bien o de justicia, precisamen te en busca de un supuesto respeto a la libertad individual de decisión. No se compro mete, de esta forma , en un diálogo con vertientes ajenas y, sin embargo, su prop uesta no puede dejar de ser leída, para alguien interesado por la filosofía y no sólo por una mio pe pragmática política, en relación con, al menos, las de Habermas. En Teoría de la just icia (1971 ), deja a cada individuo la capacidad de determinarse hacia su propio bien, dentro de un “pluralismo razonable de creencias” que son las no falseadas y tolerantes, y asumiendo, en la más pura tradición, que la sociedad es un con trato con el cual cada uno busca su propio interés. No cuestiona, por tanto, en un aná lisis ^o s intereses, m precisa, en una especie de círculo vicioso, cuál es ese criterio de razonabih dad . Igualmente asume la herencia según la cual la comunidad lo es de Ínte res (una empresa cooperativa de beneficios, en diálogo con Oakesh ott y Nozick) y la jus tic ia es una dist ribu ción ade cuad a de bene ficios y cargos. > . Su 1aportación más notable es lo que llama una concepción especial, no metafísica ni etica hay que entender, por tanto, política o de derecho), de la justicia. Según ésta, jus to es lo acordado por todos los interesados o sus representantes en condiciones de velo de ignorancia: '
L p í l o g 'é : L a c o m u n i d a d ( q u iz á ) i n o p e r a n t i
■En la parición original, no se permite a las partes conocer sus posiciones sociales o las doctrinas, comprehensivas particulares de las personas a las que representan. Tam poco conocen la raza y el grupo étnico de las personas, ni su sexo o sus diversas dota ciones innatas tales como el vigor y la inteligencia. Expresamos metafóricamente estos Lmitgjñj Ja información diciendo que las partes están bajo un velo de ignorancia. [...] Cualquier acuerdo que alcancen las partes como representantes de los ciudadanos será un acuerdo equitativo. Puesto que el contenido del acuerdo concierne a los principios de justicia para la estructura básica, el acuerdo en la posición original determina los términos equitativos de la cooperación social entre ciudadanos concebidos como tales personas,. De ahí el nombre: justicia como equidad (Rawls, 2002: 37-38).
Es esta expresión la clave de novedad: el velo de ignorancia (que a algunos nos sue na a ideología, a liquidación neoliberal de la conciencia de clase) supone una condición ideal por la cual los participantes (o sus representantes) en una comunidad que debe deci dir lo que es justo desconocen su lugar en esa comunidad; no sabiendo si son ricos o pobres, contribuyentes netos o beneficiarios del sistema, negros o blancos..., estarán entonces en condiciones de determinar lo que es justo para todos o la mayoría, y ahí radica el contrato social en una situación que llama el autor posición original. Ese velo crea, así, las condiciones ideales de igualdad e imparcialidad en la decisión. Rawls va más allá, y decide por esa comunidad que, sin duda, su dictamen sería el siguiente: es justo que las necesidades materiales de todos queden satisfechas, que todos compartan las mis mas libertades básicas compatibles con el respeto a las de los demás, y, por último, que se permitan desigualdades sólo en la medida en que contribuyan a mejorar las oportu nidades de los más desfavorecidos; a esta última característica la denomina principio de diferencia. En una reformulación de su teoría publicada en 2001, plantea así Rawls sus principios de justicia: a) cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos; y b) las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las desi gualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventaja dos de la sociedad (el principio de diferencia) (Rawls, 2002: 73).
Evidentemente Rawls está fundamentando las líneas de un liberalismo preocupado por lo social, y de ahí el postulado de la diferencia. Recurre para ello a una moral kan tiana pero sin moral, es decir, a la universalización de la decisión, a plantearse las deci siones en términos universales y para ello crea el velo de ignorancia. Le basta, por tanto, con corregir el utilitarismo presente habitualmente en la práctica liberal y conducente a cierto neoliberalismo; de ahí que frene la búsqueda individual del interés (así reconoci da para el sujeto), con el ofrecimiento de una justicia universal (o universalizable).
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No obstante, el propio razonamiento que conduce a decidir en esa comunidad ideal ignorante de su propia condición es algo que queda encomendado a los propios proce dimientos de lo “razonable”, tan ambiguo. Y, a pesar de la insistencia en el aislamiento de lo político y a la no vinculación con proyectos ¿ticos o metafísicos determinados, lo cierto es que la apuesta de Rawls no está separada de ellos: es deudora de toda una meta física del sujeto, de hecho, la del liberalismo moderno, que incluye individualismo, contractualismo y hedonismo en sus bases. Y lo es, en definitiva, de una confianza en la razón, en la libertad y en la justicia, definidas al modo más clásico. Su desafío, por demás, cifrado en moderar los excesos del egoísmo neoliberal, si bien meritorio, queda lejos de haberse logrado. La importancia de la teoría de la justicia, en cualquier caso, no dejó de canalizar el debate de la filosofía política de las últimas décadas. Debate inaugurado, en cierta medi da, por el marco de la sociedad abierta popperiana y su renovación del liberalismo, su racionalización de la tradición, su tensión civilizatoria y su ingeniería social fragmenta ria. Friedrich Hayek, con su teoría del orden social espontáneo {Losfundam entos de la libertad, 1960), dio fundamento junto a Popper al nuevo auge del liberalismo: para Hayek, las regularidades sociales de la tradición bastan para configurar un orden social, en tanto que el m ercado será capaz de poner a cada institución, según su utilidad, en su sitio. En esa llamada “gran sociedad”, cualquier intervención del Estado es síntoma de totalitarismo. De ahí el esfuerzo de Rawls por buscarle un sitio al Estado social en un espacio de mercado, dando base al llamado estado del bienestar. La respuesta le llegó, desde el lado conservador, de la mano de Robert Nozick: nada puede ponerse por delan te de la libertad individual, tam poco el interés social ni útil (Kant ie sirve a Nozick para autolimitar al individuo, sin necesidad de control externo), y sólo es aceptable o justa una distribución en la cual cada propietario se haya ganado justamente su derecho o su propiedad; en absoluto puede un E stado erigirse en fuente de derechos o beneficios eco nómicos que no le correspondan a cada uno. Salta a la vista, en cualquier caso, que el debate planteado en estos términos falla por su propia base, pues se discuten propuestas elaboradas con términos que están sin decons truir, sin analizar, incurriendo continuamente en falacias y peticiones de principio. Nos interesa, sin embargo, entender cómo la teoría de Rawls entró en diálogo con la propuesta de Habermas. Ambos, de hecho, remiten a una situación ideal en la cual una comunidad ideal pueda tomar una decisión. Y sólo puede hacerlo si está sometida a unas condiciones ideales que ambos, de alguna forma, deducen del imperativo kan tiano: unas condiciones ideales de participación en el diálogo, para Haberm as, y un velo de ignorancia, garante de la objetividad de los participantes, en el caso de Rawls. Pare cen, por tanto, maneras de desarrollar esa exigencia de universalidad formal que here damos de Kant. Sin embargo, el entendimiento entre ambos resultará (y resultó) imposible. No for marían parte de la misma comunidad ideal. Habermas subrayó en varias ocasiones, pre cisamente para distanciarse de Rawls, que su comunidad no era ideal en el sentido de irrealizable o hipotética (o sólo como punto de vista mental), sino una comunidad
de hecho, operante ya de hecho en el lenguaje y en el diálogo Y subrayó, ademá s, que el diálogo era la clave que le separaba de una comunidad monologante como la de kaw s, monologante hasta el punto de que el propio inventor supo de antemano a que conclu
siones llegaría esa comunida d. , 1 Por lo demás, incluso a su pesar, las perspectivas de ambos se separan por tod herencia que asumen: la de un Kant pasado por Hegel y, sobre todo, inserto en una tradición marxista, en Habermas, en Rawls, una tradición resueltamente antimarxis ta, que toma como referencias, después de Kant, más bien a nombres como Stuart Mil o Bentham. Sin entrar en las obvias distancias espaciales y físicas, el marco de u^ socialdemocracia que sostenía el Estado del bienestar, el marco de una construcción europea y la defensa de valores emancipadores, así como el intento de pensar despue de Auschwitz, para Habermas; el marco de los que habían ganado la guerra y preten dían erigirse como frontera contra los totalitarismos, confiando en las virtudes de su mercado y su democracia, para Rawls. . . La vertiente de Rawls es, por fin, la m isma de la que se alimenta el pragmatism o, de ahí el odio a una fundamentación metafísica externa a la práctica política misma_Sm embargo, allí donde Rorty busca una conversación en la que cada parte haga un esfuer zo por hablar en los mismos términos que el otro, Rawls no puede evitar definir los tér minos. Allí donde Rorty aboga por una conversación no interrumpid;1por la ver i , Rawls sublima esa conversación a un ámbito tan ideal y kantiano que acaba lleno de 1 rrupciones y en una unanimidad o una comunidad tan eclesial que la infidelidad pare ce imposible.
C) Por el lado de Les Lumières
En estas breves notas podría quedar caracterizado lo que podríamos llamar, no sin ironía, el modo “germánico”, por una parte, de pensar la comunidad inscrito en el corazón del proyecto moderno e ilustrado (para ello ha sido preciso, por supues o urbanizar a H eidegger y aproximar a Gadamer hacia la tradiaon ilustrada lo cu deja de resultar a todas luces problemátic o, aunque en absoluto injus tificado) y, por otra, el lado anglosajón (con más ironía si cabe), hijo de la tradición del Enlightement y consumado en la actividad política en cierta medida mucho mas que las propues tas continentales. La idea de c omunidad que encontramos del lado francés, otra vez con ironía, se sitúa dentro de coordenadas diametralmente opuestas a las hasta aquí
"11UParado inc.nzar, lean-Luc Nancy y Derrida parten de un Heidegger no urbanizado: únicamente las consecuencias de este distinto punto de partida que encontramos en la comunidad inoperante y en Políticas de la am istad bastarían para dar cuenta de conciliable de ambos modos de pensar la comunidad y para poner de manifiesto como sigue habiendo un impens ado básico, un malestar histórico-cu rural dentro de la filoso
fía alemana que impide concebir ningún proyecto de comunidad a partir del pensamiento
Filosofías del siglo
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heídeggeriano, tal vez en la creencia de que una cierta comunidad heideggeriana ya fue experimentada en un pasado de funesto recuerdo. Pero las diferencias no terminan ni se inician exclusivamente con la figura de Heidegger. También el pensamiento marxista halla eco dentro de la comunid ad francesa, aunque no en la línea de la Escuela de Frank furt, como también, aunque con distintas resonancias, lo hacen Hegel y Kant. Sin ahon dar tanto ni tan lejos, la imposibilidad de una fundamentación pragmático-lingüística de la comunicación y el consenso tal vez hunda sus raíces en el hecho de que tanto Aus tin como Searle no han sido recibidos, por así decirlo, acríticamente en Francia, sino que su lectura ha dado lugar a la célebre polémica entre Derrida y Searle que parece corto circuitar la autopista pragmática por la que tan fácilmente transitan A p e l y Habermas. El papel secundario de las situaciones distorsionadas de comunicación, el carácter pará sito del desentendimiento babélico, la buena voluntad de poder consensual frente a la diferencia, marcan el tono de ambo s proyectos comunitarios en la misma m edida en que tomaron cuerpo en el desencuentro irreconciliable entre Derrida y Gadamer o, también en su día, entre Derrida y Habermas. Estos “fracasos” o desentendimientos siempre podran reinterpretarse en términos de diálogo , de consenso” y asumirse como triun fos para la parte contrariada; lo mismo que, con idéntica sencillez, parecen demostrar todo lo contrario: y es falaz decir que es más sencillo mostrarse en desacuerdo que de acuerdo y que, con ello, ya se lleva la mitad de la partida ganada. Pensar así no es pen sar con vistas a fundar una comunidad en el mejor argumento, sino pensar “estratégica mente -en el sentido peyorativo en que lo dice Haberm as- para que la propia propuesta venza y no convenza. Hemos hecho alusión con anterioridad al desencuentro entre Gadamer y Derrida de 1981, el cual ha sido recogido en el excelente trabajo de Antonio Gómez Ramos Diálogo y deconstrucción (1998): dicho acontecimiento nos parece harto significativo y revela dor de cuanto está aquí en juego. Gad amer parece situarse también de entrada en la anfi bología alemana de la Verständnis como comprensión y acuerdo, al igual que lo hiciera Habermas. Por encima de cualquier resistencia que poda mos experimentar en nuestra relación con los demás, la capacidad de comprensión [...] es la facultad fundamental de la persona que caracteriza su convivencia con los demás y actúa especialmente por la vía del lenguaje y del diálogo” (Gad amer, en Gómez Ram os, 1998: 17), aún más, en el diá logo entre dos interlocutores, estos desean sinceramente entenderse. Siempre que se bus ca un entendimien to hay buena voluntad” (Gadamer, en Gómez Ramo s, 1998: 27). Derrida, por su parte, al replicar con una brevedad inusitada a esta intervención de Gada mer, pone de relieve lo mucho que se sacrifica en aras del entendimiento y, lo que es peor, quien debe hacer el sacrificio es aquél a quien se quiere comprender a toda costa. En este sentido podemos entender el título de la réplica de Derrida, “Las buenas voluntades de pode r , donde la convicción abso luta do un deseo de consenso” que se apoya sobre la voluntad parece retrotraernos a la más genuina posición metafísica del sujeto voluntarista. Voluntad de un sujeto que, si realmente hemos de hacer caso del psicoanálisis y no barrerlo como cristalización de fenómenos marginales y excepcionales de comunicación distorsionada, hemos de preguntarnos hasta qué punto es “buena” sin más, añadiendo
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para más complicación una alusión directa a Nietzsche que se completará con la segun da intervención de Derrida, “Interpretar las firmas (Nictzsche/Heidcgger)”, donde se desmarca claramente de la interpretación heideggeriana de Nietzsche, por si acaso Heidegger pudiera ser utilizado como hipotético punto de encuentro. Nietzsche y Freud suponen una herencia en el contexto de la comunida d que no puede ser pasada por alto y que, desde luego, nos conduce hacia derroteros muy distin tos que los del entendimiento y la buena voluntad de consenso: “Podemos preguntarnos si la condición del Verstehen, en lugar de ser el continuum de una ‘relación’, como se dijo ayer tarde, no consiste, más bien, en la interrupción de la misma, en una determinada relación de interrupción, en la suspensión de toda mediación” (Derrida, en Gómez Ramos, 1998: 44). Anticipándose a la contrarréplica de Gadamer, finaliza Derrida con una obser vación acerca de la contrafacticidad de sus planteamientos en torno al diálogo para situar el debate en otro lugar que no sea el de la verdad como adecuación a la cosa misma, al “diálogo vivo” gadameriano: “A menudo, las metafísicas (quizás todas) se han presenta do como descripciones de la propia experiencia, de la propia presentación. Por otra par te, no estoy seguro de que experimentemos, precisamente, lo que dice el profesor Gada mer, a saber, el por supuesto’ en el diálogo o el logro de la confirmación” (Derrida, en Gómez Ramos, 1998: 44). Oírle decir a Gadame r seguidamente: "El qu e abre la boca, quiere que le comprendan. En otro caso, no hablaría, ni escribiría. Y, finalmente, tengo esta evidencia superior a mi favor: Derrida me dirige unas preguntas y, al hacerlo, tiene que presuponer que estoy dispuesto a comprenderle” (Gadamer, en Gómez Ramos, 1998: 45), casi raya en la sofistica del consenso, muy maltrecho cuando, con la ironía del pode roso, Gadamer se permite decirle a Derrida: “Me perdonará que intente comprenderle” (Gadamer, en Gómez Ramos, 1998: 46), poniendo justamente en juego toda la carga represora de la comprensión. El precio que debe pagar el Verstehen en su intento de lograr la comunidad del acuerdo y del entendimiento es quizá demasiado caro, precisamente el intento de no pagar tan alto precio es lo que ha conducido al pensamiento francés por otros derroteros que no sacrifiquen el momento de necesaria distancia, interrupción y dife rencia en la comunicación sin por ello renunciar a la comunidad, eso sí, siempre adjetiva da en términos tan reveladores como: désoeuvrée, inavouable, sans communauté, affrontée. 0 pbíloi oudeísphílos! es una cita atribuida a Aristóteles por Diógenes Laercio de cuya lectura a lo largo de la historia y en diferentes autores va a ocuparse D errida en Políticas de la amistad. Dicha frase encierra en su brevedad y en su contradicción performativa todo el enigma de la comunidad: “¡Oh amigos, no hay ningún amigo!” o, en su otra ver sión: “Quien tiene muchos amigos, no tiene ninguno” (cfr. Derrida, 1994: 235 y ss.). No es lugar para analizar tan largas y complejas reflexiones como pone en obra Derrida en este libro, pero sí cabe señalar sus sospechas respecto de la comunidad y del propio término “comunidad” como heredero de una larga tradición metafísica, que difícilmen te se puede deshacer de una herencia fratrocéntrica, falogocéntrica aun si se le añaden, como hemos apuntado, toda suerte de predicados “negativos”; por ello nunca se atreve rá Derrida a hablar de comunidad incluso habiendo puesto en marcha la labor decons tructiva del concepto de amistad, de amor, de querencia que la funda:
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No porque fuera una comunidad sin comunidad, ‘'inconfesable” o "inopermtc” " I ' ] ^ 7 ' “ 10 t oonnuna u™ e ~ ahla comun.dad ““ Elloamistad,' nk £encía que fuerfe po sitifn dc e g101ue * a o neutra. slvnifi-
ÎX S i Z r aP0Ha T ,°bli8a a nCUtralÍMr Mn ® ar un predicado con otro relación sm relación, comunidad sin comunidad, compartir sin compartir, etc ) remo a cuas significaciones distintas de las de la parte o lo común, ya estén afectadas por un signo positivo, negativo o neutro S, hubiera una política de esta querencia ya no pasaría por los motivos de la comunida d, de la pertenencia o del compartir estén n i t a r io s ^ o “ c
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deu — he o r í bA Seguid° - 7 la brecha ni en el tema de la palabra “comunidad”. En efecto to” Í m r en cStICU1 >T IP°C° P°f P°C° agraciadas exPresi°n« de “estar-junto , estar-en -comun y, finalmente, por “estar-con” . Habí a razones para estos des plazamientos y para resignarse, al menos provisionalmente a estas poco afortunadas o rencias de la lengua [aquí es donde hace referencia a Derrida en nota a p iT p ig l ’ 1 7 ’ 7 ? C°nCentrar d trabaj° “ al W : casi indiscernible a comunidad, porta consigo un indicio más claro de la separación en el orazon de la proximidad y de la intimidad. El “con” es seco y n e u t Z ^ u S s n
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iuntoTn Zaa0n ’ hl " COmpart¡r Un lugar’ COm° mucho un “ "» ct o: un estar j nto sm ensamblaje (En este sentido, es preciso llevar más lejos un análisis del Mit dasein que se quedo en vía muerta en Heidegger) (Nancy, 2001: 42-43). Eco lejano de aquellas otras palabras programáticas de La
communauté désoeuvrée:
se n ti d o ,! 3 ? q eStlgaC¡Ón be¡deggeriana del “ser-para (o a) -la-muerte” no tuvo más sentido que el de intentar enunciar esto: j » no es -no soy- un sujeto (Aunque c um Í v i s i ln I
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Heidegger de nuevo. Heidegger sembrando la d.scordia entre las comunidades n rn ñd o M r " d / COmUn‘dad - HeldeSger rompiendo todo consenso. H eid e^ e? curando lohticas de la am istad con un largo ensayo- “La órela de H / J mi
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de pensar la comunidad. La comunidad incapaz de pensar a Heidegger. Parece que la comunidad .será imposible mientras no se resuelva la “amistad” con Heidegger, las amistades de Heidegger pj aun así, tanto la amistad -por él, con él y en él- como la comunidad y el M itdaíein permanecerán a perpetuidad en el seno de una peculiar e irrenunciable filopolemología. En el comienzo de su clásico texto sobre la comunidad, Jea n-Luc Nancy parte de una reflexión sobre el deseo de comunidad presente en el comunismo, en duro contras te con los oscuros tintes de la realidad a la que había llegado. El ideal comunista había sucumbido también al hombre productor y esclavo de su trabajo y sus obras: “Todas las empresas de oposición comunitar ia al comun ismo real’ se encuentran desde entonces agotadas o han sido abandonadas; pero todo ocurre como si, más allá de estas empresas, ni siquiera fuera ya cuestión de pensar la comunidad” (Nancy, 1990; 14-15). El error de fondo, estima Nancy, es seguir concibiendo la comunidad como comunida d humana, como culminación de la esencia del hombre para acabar en man os de la econom ía y la tecnología como realización, como la obra de dicha esencia. Por otro lado, el individuo se muestra como el reverso de la moneda, el residuo, las migajas de la disolución de los proyectos comunitarios desintegrados en átomos, sólo que: “No se hace un mundo con simples átomos. Hace falta un clinamen [...]. La comunidad es, cuando menos, el clinamen del individuo. Pero ninguna teoría, ninguna ética, ninguna p olítica, ninguna metafísica del individuo es capaz de considerar este clinamen, esta declinación o este declive del individuo en la comunidad. El ‘personalismo’, o bien Sarcre, nunca con siguieron más que arropar al individuo-sujeto en una pasta moral o sociológica: no lo inclinaron, fuera de sí mismo, sobre ese borde que es el de su ser-en-común” (Nancy, 1990: 17). Es la metafísica del ab-soluto, de la separación total y sin relación en la ab soluta inmanencia. Todo absoluto e inmanente frente al ser como relación y no absolutidad, como comunidad: irreductible a la totalidad de las cosas y los entes. “¿ La comuni dad, o el ser-extático del ser mismo? Ésa sería la cuestión” (Nancy, 1 990: 2 3). Tras de nosotros, el fantasma de una comunidad ideal originaria perdida, rota (for mulada de mil modos y maneras a lo largo de la historia del pensamiento, pero bási camente de inspiración en la comunida d o “comunión” cristiana mística, inmanente, con el cuerpo de Cristo) que nos habría conducido al individuo solitario en la exte rioridad de un deus absconditus. Es preciso abandonar esta ilusión ancestral, ya que: “La sociedad no se ha hecho sobre la ruina de una comun idad [...]. De suerte que la comunidad, lejos de ser lo que la sociedad habría roto o perdido, es lo que nos acon tece -cuestión, espera, acontecimiento, imperativo- a partir de la sociedad. Nada, pues, se ba perdido [...] nos hemos forjado la fantasía de la comunidad perdida” (Nancy, 1990: 34-35). Dicha pérdida abre justamente la posibilidad de la comunidad como comunicación, lo que quedaba bloqueado, imposibilitado en la pura inmanencia de lo ab-soluto, en otras palabras, de la muerte: “Por ello, las empresas políticas o colec tivas en las que domina una voluntad de inmanencia absoluta tienen por verdad la ver dad de la muerte. La inmanencia, la fusión comunal, no encierra otra lógica sino la del suicidio de la comunidad® (Nancy, 1990: 35-36).
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Jadas las figuras históricas o míticas de esta comunidad en la intimidad de la inma nencia acaban con la muerte, con la inmolación de los hombres por la comunidad de a muerte, que se constituye con su muerte y pretende así justificarla, reabsorberla diaecticamente, rentabihzarla, convertirla en obra. Pero, precisamente, la muerte es aque llo que no puede transformarse en obra y éste es el oculto destino de toda comunidad - a muerte como comun idad imposible de los mortales-, se quiera o no ocultar bajo la mascara de una “traición” al proyecto originario. Bataille tuvo que terminar abando nando esta nostálgica ilusión y, frente al ideal de fusión, contraponer el tínico punto de partida posible, el reconocimiento de la separación: “Bataille es, sin duda alguna, el pri mero que h a hecho, o quien lo ha hecho de forma má s penetrante, la experiencia moder na de la comunid ad: ni o bra que producir, ni comunión perdida, sino el espacio mis mo, y el espaciamiento de la experiencia del afuera, del fuera-de-sí. El punto crucial de esta experiencia fue la exigencia [...] de una consciencia ciará de la separación” (Nancy, 5°)' La separación, el éxtasis fuera de sí, el abandono de la inmanencia, la inter rupción que posibilita la comunicación justamente de esta dis-locación, de este ser suje tos (com) partidos, extáticos. Comunicación que no se añade a la esencia de unos seres escindidos, sino que es sencillamente la exposición de dicho ser (com) partido. Si en el pensamiento “alemán”, permítasenos la expresión, de la comunidad detec tábamos la anfibología del Verstehen como matriz del entendimiento, el diálogo y el con senso, en el pensamiento “francés” de la comunidad no es menos notoria la anfibología del partage como reparto , compartir, pero también ruptura, escisión, hacer partes, dis locación d t p artes extra partes: las consecuencias de ello serán harto significativas, pues a communautépartagée, la communauté quipa rtage son étrepartagée necesariamente hará hincapié en la separación, la ruptura, la distancia, en definitiva, la (incomunicación (com)partida en las antípodas de la Verständigung. Lo único que hace la comunicación es desvelar hacer comparece r est epartage, este compartir, este comunicarnos nuestra rup tura, el ser (com)parnd o de la comun idad: la comunicación no yuxtapone, tan sólo expo ne la disyunción. Así se comprende esto que afirma Nancy: “La comunicación, en estas condiciones, no es un ‘vínculo’. La metáfora del Vínculo social’ superpone erradamente a los sujetos (es decir, a los objetos) una realidad hipo tética (la del Vínculo’) a la que nos esforzamos en conferir una dudosa naturaleza ‘intersubjetivá que estaría dotada de a virtud de ligar estos objetos unos con otros” (Nancy, 1990: 1974). La consecuencia ogica es que la comunidad no se construye, no es yuxtaposición sino exposición, no es una obra , sino una experiencia de nuestra propia finitud partagée: La comunidad tiene lugar necesariamente en lo que Blanchot ha llamado la inoperancia [dcsoeuvrcment: término corriente en francés que indica el estar desocupado, no tener que hacer, pero también y muy significativamente la “ausencia de obra”]. Más aca o más alia de ¡a obra, lo que se retira de la obra, lo que ya no tiene que ver ni con a producción, ni con la culminación, sino que se reencuentra con la interrupción, la fragmentación, la suspensión. La comunidad está hecha de la interrupción de las sin gularidades, o de la suspensión que son los seres singulares. No es su obra ni los tiene como sus obras, como tampoco la comunicación es una obra, ni siquiera una opera-
Lpílogo: La comunidad (quizá) inoperante
ción de seres singulares: puesto que es simplemente su set -su ser en suspenso sobre su límite-. La comunicación es la inoperancia de la obra social, económica, técnica, institucional (Nancy, 1990: 78-79). Como ausencia de obra, a la comunidad le corresponde el inacabamiento, en sentido activo, como deshacerse inoperativo, no como carencia o insuficiencia colmable, digamos, en el ejercicio de la acción comunicativa. Desde una perspectiva ciertamente con tintes heideggerianos, lo que merece ser pensado es el ser de la comunidad, un ser que nunca puede ser obra, que nunca puede reducirse al ente comunitario, a la producción del ente comuni tario mediante la técnica reglamentada del diálogo destin ada a fabricar otro ente más, a nues tro servicio, útil, para ser usado, a nuestra disposición. Si se siguen unas cuantas reglas téc nicas, obtendremos como resultado final una comunidad, tantas como se quiera, comunidades ónticas en serie. La política se concibe de este modo en términos muy distintos a los de la teoría critica: “Si lo político no se diluye en el elemento socio-técnico de las fuerzas y de las necesidades (en el que, en efecto, parece disolverse ante nuestros ojos), debe inscribir el com partir (partage) de la comunidad. Política sería el trazado de la singularidad, de su comuni cación, de su éxtasis. ‘Política’ querría decir una comunidad que se ordena a la inoperancia de su comunicación, o destinada a esta inoperancia: una comunida d que hace consciente mente la experiencia de su compartir” (Nancy, 1990: 100). El tono y el trasunto de ambas perspectivas está claramente elucidado, así como la fidelidad o la distancia con respecto a Heidegger, al lenguaje como casa del ser o como instrumento técnico destinado a hacer obra: “La com unidad nos es dada con el ser y como el ser, más acá por completo de to dos nues tros proyectos, voluntades y empresas. En el fondo , nos resulta imposible perderla La comunidad nos es dada -o somos dados y abandonados según la comunidad: es un don que hay que renovar, que comunicar, no una obra que hacer” (Nancy, 1990: 87-89). No es tiempo ni lugar para prolongar esta exposición y debemos interrumpirnos ya aquí; lo que tal vez no venga del todo mal para, con Blanchot, apuntar al “fin siempre incierto que se halla inscrito en el destino de la comunidad” (Blanchot, 1983: 92) y la dificultad de pronunciar sobre ella, dentro de ella, antes que ella una sola palabra acer ca de su ser o que le dé el ser: La comunidad inconfesable: ¿quiere esto decir que no se confiesa o bien que es de tal modo que no hay confesiones que la revelen, ya que, cada vez que se ha hablado de su manera de ser, se presiente que no hemos atrapado de ella más que lo que hace existir por defecto? ¿Entonces, habría sido mejor callarse? ¿Sería mejor, sin valorar sus rasgos paradójicos, vivirla en lo que la hace contemporánea de un pasado que nunca ha podido ser vivido? El demasiado célebre y demasiado manido precepto de Witt genstein, “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, señala bien que, como no ha podido, al enunciarlo, imponerse silencio a sí mismo, es que, en definitiva, para callar se hay que hablar (Blanchot, 1983: 92).
Quizá es en la manera en la cual afrontan la herencia kantiana y su sueño ilustrado de una paz perpetua como mejor quepa situar las posiciones actuales en debate. Rawls,
n
Epílogo: La comunidad (quizá) inoperante
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preso del subjetivismo y el individualismo que aún campan por sus respetos en la zona anglosajona, toma de un Kant al que sitúa en la tradición liberal preferiblemente la ofer ta de una libertad subjetiva que se autolimita, engendrando así (como le hace deducir el conservador Robert Nozick en Anarquía, Estado y utopía de 1974) una moral de restric ciones individuales y un desprecio del papel social del Estado (lejano este último a las pretensiones de Rawls). Habermas se queda, más bien, con otros dos elementos kantia nos: la universalidad formal del imperativo y la autonomía del criterio racional en cuan to partícipe de esa universalidad posible. D errida, p or su parte, desmonta completamente las posibilidades del imperativo categórico, y prefiere remitirse a la idea de una hospita lidad infinita e incalculable, siempre complicada en su articulación con la hospitalidad concreta y calculada. Hemos esbozado con este breve repaso un eje múltiple sobre el que pensar la comu nidad y sobre el que situar el debate actual acerca de la misma que nos parece útil en extre mo y no del todo desacertado: a) La ironía de un eje comunitario franco-alemán no deja de tener gran valor heurístico y sitúa geográfica, cultural e históricamente un problema de fondo que en vano querríamos considerar meramente teórico; b) el lugar de Heidegger en la discusión se revela decisivo a un lado y otro de esta peculiar frontera, así como básico también para la particular polémica entre Habermas y Gadamer; c) la confrontación entre la comunidad ideal de comunicación, la voluntad de consenso a ultranza y lo que simbó lica y gráficamente podríam os conceptualizar como el espectro de Babel en el pensamiento francés desvela la lejanía de ambas po sturas y su distancia fundamental en algo tan básico en el terreno de la comunidad como es la apuesta por la identidad y/o la diferencia; d) la asunción pacífica desde el convencimiento de la pragmática lingüística de Searle y Austin o su recepción crítica francesa sitúan asimismo un hito crucial que escinde diametralmente ambas posturas, si bien comparten -y en ello se muestran más que nunca partícipes de una misma comunidad- el recurso del lenguaje (entendido de forma tan distinta) como pilar básico para pensar lo comunitario; e) la insistencia, o la toma de partido sin más, en el carácter “rector” o “parásito” tanto del consenso como del desacuerdo, la distinta con cepción del contexto saturable o insaturable, motivador de consenso o de opresión, con servador de la tradición o emancipador señala el quinto y último punto que habría que poner sobre la mesa para que debatieran entre sí Apel, Jean-Luc Nancy, Gadamer, Blan chot, D errida y Haberm as (está por ver si invitarían a Rawls), en una reunión ya imposi ble: llamar a este hipotético encuentro “comunidad ideal de comunicación”, “diferendo” iyotardiano o “Babel” no es algo que dependa en absoluto del resultado que se pudiera alcanzar en dicha mesa sobre estos cinco puntos o cualesquiera otros. Jean-Luc Na ncy propone una imagen muy gráfica acerca de la comunidad, un gru po de personas en un mismo vagón de tren, el cual -imaginemos-, en caso de ir ocupa do por estos seis pasajeros, fácilmente nos haría pensar en un uso sistemático de accio nes estratégicas por uno y otro lado, con un trasfondo teatral del A puerta cenada sartreano, aunque el tiempo y la edad ya han calmado los ánimos sobremanera estableciendo entre estos seis paladines de la comunidad unas po líticas de la amistad a prueba incluso del medimno de sal aristotélico:
La lógica del scr-con no se corresponde con nada más, en principio, q ue con lo que podríanlos llamar la fenomenología banal de conjuntos no organizados de perso nas. Los viajeros de un mismo compartimento de tren se encuentran simplemente unos a! lado de otros, de manera accidental, arbitraria, absolutamente externa. No hay relación entre ellos. Pero también se hallan juntos en cuan to viajeros de este lie n, en este mismo espacio y por este mismo tiempo. Se encuentran entre la desagregación de la “masa” y la agregación del “grupo”, ambos posibles, virtuales, próximos, en cada momento. Esta suspensión constituye el “ser-con : una relación sin relación o bien una exposición simultánea a la relación y a la ausencia de relación. Una exposición tal está hecha de la inminencia simultánea de la retirada y de la venida de la relación, acer ca de la cual puede resultar decisivo el mínimo incidente [...] decisión indecidida del extraño y del prójimo, de la soledad y de la colectividad, de la atracción y de la repul sión (Nancy, 1990: 222-223). Entre las consecuencias de una de tantas guerras (y nunca cada una será una de tan tas para tanta gente) que el imperialismo actual (y el de siempre) se empeña en montar para democratizarnos un poco más a todos, está un fenómeno filosófico que hace pocos años resultaría imposible soñar: el artículo que firmaron juntos (aunque más bien pare ce casi seguro que lo redactara Habermas y Derrida, harto, únicamente consintiera fir marlo) Jürgen Habermas yjaeques Derrida en diferentes diarios europeos sobre el futu ro de Europa. Esa cultura, despedazada más que otras culturas desde hace muchos siglos a cau sa de conflictos entre ciudad y campo, entre poderes eclesiásticos y seculares, la com petencia entre fe y conocimiento, la lucha entre poderes políticos y clases antagóni cas, tuvo que aprender dolorosamente de qué manera se puede establecer una comunicación en la diversidad, institucionalizar diferencias y estabilizar tensiones. También el reconocimiento de las diferencias -el reconocimiento mutuo del otro den tro de su carácter diferente- puede convertirse en característica de una identidad común. [...] La voluntad político-ética que se expresa en la hermenéutica de los procesos de autognosis no es algo arbitrario. La diferenciación entre el legado que recibimos y el que queremos rechazar, exige tanto cautela como la decisión sobre la lectura del modo en que lo hacemos nuestro. Las experiencias históricas sólo son candidatas para una interiorización consciente sin la cual no alcanzarán la calidad de fuerza formadora de la identidad (Habermas y Derrida, en Diario El País, 4 de junio de 2003). No sabemos si esta conjunción de diferencias apunta a alguna comunidad operante o inoperante, o sencillamente al cansancio de unos y otros. En cualquier caso, parece cla ro que esa comunidad imposible, que ya actúa y está siempre por constituirse, mal ave nida como cualquier comunidad de vecinos, no podrá dejar de pensar su herencia. El trabajo de duelo continúa, siempre quedan restos en esa apropiación im posible de la herencia. La recibida y la legada. Una herencia (com)prometida. Una herencia que no hemos elegido, una memoria que no hemos elegido. Ni las recibidas ni las legadas. Has ta aquí pues, lo que recordamos de un siglo largo. Recuerdo sin duda encubridor, recuer-
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do empapado de afectos, recuerdo deseante, que rememora traumas no acontecidos, que restaura la realidad pasada y, donde no restaura o reconstruye, la inventa. En nuestro país la Historia de la filosofía parece practicarse como un refugiumpeccalorum. Ya que la filosofía tiene tal vigencia burocrática, su historiación permite al menos seguir practicándola en forma de historia, así como cultivar una historia guia da a las inmediatas por identificaciones especulativas, todo lo matizadas que se quie ra. Con la filosofía, en todo caso, parece repetirse la historia del catolicismo, como la ha trazado Sartre en breves páginas de Les mots: no es preciso practicarla ni en reali dad creer en ella, basta con aceptar tranquilizadoramente su presencia, descargándo se así de la fatiga de la consecuencia y el esfuerzo. En todas sus variantes, conservado ras y progresistas, la Historia de la filosofía se parece demasiado a un tablón colocado encima de un agujero creciente (Ripalda, 1992: 189-190).
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