Recomendado a partir de 8 años
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La decisión de Bella
+8 años
7ª edición
Juan Carlos Chandro
Con sus propias palabras, Rosa nos cuenta lo que le sucedió cuando la llevaron a visitar al jefe de su padre y ella intentó comportarse como una persona mayor y educada.
Ilustraciones de
+8 años Elvira Menéndez y José María Álvarez
Ilustraciones de
Francesc Rovira
Este duende es una ruina Elvira Méndez y José María Álvarez
Una historia sencilla, escrita en clave de humor, que pone en evidencia los ridículos comportamientos que muchos adultos adoptan para dirigirse a los niños.
+10 años Miguel Ángel Mendo
En busca de la flor negra Ilustraciones de
Nivio López Vigil
En busca de la flor negra Miguel Ángel Mendo
ISBN 978-84-205-3740-5
www.pearsoneducacion.com
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788420 537405
PEARSON ALHAMBRA
Este duende es una ruina
Rosa está hecha un lío · Juan Carlos Chandro
Carmen García Iglesias
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Rosa está hecha un lío Ilustraciones de
Guillermo Ferreira
Juan Carlos Chandro (Ausejo, La Rioja, 1963) estudió Magisterio y Filología hispánica, y ha sido profesor de Lengua española. En la actualidad compagina su trabajo como redactor y traductor con la escritura de guiones de humor gráfico para adultos y de historias humorísticas para niños. Éste es el sexto libro que publica.
Guillermo Ferreira (Madrid, 1967) es licenciado en Bellas Artes y trabaja como pintor e ilustrador. Se inició profesionalmente en el mundo de los dibujos animados y en el diseño gráfico trabajando para distintas agencias. Publica viñetas de humor firmadas como «Ferreira y Chandro», autor este último con quien también colabora habitualmente en la ilustración de libros infantiles.
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Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal).
© 2002 respecto a la primera edición en español por: Pearson Educación S.A. Núñez de Balboa, 120 28006 Madrid © del texto: Juan Carlos Chandro © de las ilustraciones: Guillermo Ferreira Editora: Ana M.a Maestre Casas Alhambra es un sello editorial autorizado de Pearson Educación
978-84-205-5892-9 ISBN: 84-205-3740-3 Depósito Legal: MImpreso en España – Printed in Spain
Este libro ha sido impreso con papel y tintas ecológicos
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A mis padres.
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1. Voy a presentarme Hola, me llamo Rosa y tengo siete años. Encantada de conocerte. ¿Has visto qué educada soy? Seguro que estarás pensando: «¡Qué orgullosos deben estar sus
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padres de tener una hija tan bien educada!». Pues te equivocas. Ayer se enfadaron mucho conmigo, y me castigaron con no dejarme salir hoy de casa. ¡Y eso que hoy es sábado! ¿Y a que no adivinas por qué me castigaron? Pues, precisamente, por ser una niña educada y encantadora. No, no pongas esa cara, lo que te digo es la pura verdad. Y si no te lo crees, es que no sabes lo raros que a veces pueden ser los mayores. Si me pongo a contar la de cosas extrañas que hacen, es que empiezo y no acabo. Pero, bueno, me voy a conformar con contarte por qué me han castigado y, cuando termine, ya me dirás si son o no son raros los mayores.
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Pero para terminar una cosa, antes hay que empezarla. Así que, como dice un niño de mi clase, «voy a principiar por el comienzo».
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2. El comienzo Ayer por la tarde, cuando mi padre fue a buscarme al colegio, lo primero que hizo fue regalarme una bolsa de chuches. Justo de esas que le pido
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todas las tardes y él nunca me quiere comprar porque dice que me quitan las ganas de cenar. Pensé: «¡Huy, huy, huy…! Me parece que quiere pedirme algo…». Luego se sentó en cuclillas frente a mí, me sujetó los hombros con las manos y se puso a mirarme fijamente la punta de la nariz. Yo me asusté un poco, la verdad, porque ésta es una de las dos posturas preferidas de mis padres para decirme cosas serias y darme malas noticias. Pero no, no era nada de eso. Lo que me dijo fue: —Hija, mi jefe nos ha invitado a cenar y ha dicho que te llevemos para conocerte. Por favor, por favor te pido que te comportes como una persona mayor y que demuestres que eres una niña bien educada.
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Al llegar a casa, mi madre entró en mi habitación, me sentó sobre sus rodillas y me cogió una mano.
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Ésta es la otra postura favorita de mis padres para decir cosas serias y dar malas noticias, pero esta vez no me asusté, ya me imaginaba lo que iba a decir y, ¡qué casualidad!, acerté: —Cariño —me dijo—, el jefe de papá nos ha invitado a cenar a los tres. Te pido «porfa», que te portes bien y que demuestres que eres una niña bien educada y encantadora. Y me dio un beso hablado, ya sabes, de esos en los que mientras te besan dicen: «Muuua». Yo estaba impresionada. Siempre me dicen que debo pedir las cosas por favor, pero a mí jamás me pide nadie nada por favor. Y resulta que en menos de media hora me habían pedido dos veces y media por favor la misma cosa.
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Luego, mamá me puso el vestido que me había comprado para estrenarlo en la comunión de mi primo, y eso acabó por impresionarme del todo. Dos por favor y medio, una bolsa de chuches y un vestido nuevo, ¡uf!, para ellos debía de ser muy importante que me comportara bien delante del jefe.
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Pues, bueno, si querían que fuera una visitante educada y encantadora, yo les iba a dar el gusto de serlo. Total, no creía que fuera muy difícil. Por lo menos eso era lo que me pareció al principio, pero luego me puse a pensar y me di cuenta de que tenía un problema.
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3. El problema Caí en la cuenta de que en mi casa recibíamos muchas visitas, sí, pero a mí nunca me habían llevado a visitar a nadie. Sabía perfectamente lo que debía y lo que no debía hacer para ser una niña educada con los que venían a visitarnos:
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Dar muchos besos.
Decir muchas veces: «Muchas gracias».
No secarme la cara cuando me dan un beso y me la dejan mojada.
No llamarles gorilas aunque me digan que soy mona.
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No meterme el dedo en la nariz.
Si por un descuido me lo meto, luego no chupármelo.
Si por un descuido me lo chupo, no escupir.
Si por un descuido escupo, procurar no apuntar al visitante.
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¡Ah! Y, sobre todo, no decir nunca: «¡Qué pesado! ¿Cuándo te vas a ir a tu casa?».
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Todo eso estaba harta de saberlo, lo que no sabía era qué debía hacer para ser educada y encantadora cuando era yo la que hacía la visita. Fui al cuarto de mi padre para preguntárselo: —Papá, ¿qué debo hacer para ser una visitante educada y encantadora?
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—Pregúntaselo a tu madre —me respondió—, que yo tengo que vestirme para ir a la cena. Y tú ten cuidado, no te vayas a arrugar el vestido nuevo.
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Fui al cuarto de mi madre. —Mamá, ¿qué debo hacer para…? —Pregúntaselo a tu padre —me interrumpió—, que yo tengo que maquillarme para ir a la cena.
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Volví al cuarto de mi padre. —Papá, que dice mamá que te lo pregunte a ti. —No me entretengas, hija, que ando con el tiempo justo. Volví al cuarto de mi madre. —Mamá, que dice papá que anda con el tiempo justo.
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—¡Ay, Rosa, no me atosigues, que bastante nerviosa estoy ya! Y ten cuidado, no te arrugues el vestido nuevo.
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Así son los mayores, primero mucho «por favor, por favor», y luego lo único que les interesa son las arrugas de mi vestido. Estaba visto que tenía que apañármelas yo sola, y precisamente eso fue lo que hice. Me tumbé encima de la cama, procurando no arrugarme el vestido, claro, y me puse a darle vueltas a la cabeza para ver si se me ocurría algo. Cuando ya tenía la cabeza medio mareada de tantas vueltas como le había dado, se me ocurrió una idea que podía dar resultado: sólo tenía que acordarme de lo que hacían conmigo los que venían a visitarnos y, luego, hacer yo lo mismo con el jefe de mi padre.
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Así que a pensar se dijo. Volví a tumbarme en la cama y empecé a estrujarme la memoria, tratando, eso sí, de no estrujarme el vestido.
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4. Las tres clases de visitantes Recordando, recordando, me di cuenta de que, si consideramos visitantes a las personas que vienen a casa y no pretenden vendernos ni arreglarnos
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nada, entonces, recibíamos tres clases de visitantes: los que me conocen, los que no me conocen y doña Clotilde. Los que me conocen, lo primero que hacen siempre es pasarme la mano por la cabeza y despeinarme (eso debe de ser de muy buena educación), mientras dicen:
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—¡Cuánto ha crecido esta niña! Y me dan dos besos, procurando hacer mucho ruido y dejarme la cara bien mojada. Después se olvidan totalmente de mí y se van a tomar café con mis padres. Con los que no me conocen, casi todas las veces se produce la misma conversación. Ellos dicen: —¡Qué niña más mona! ¿Cuántos añitos tienes, guapa? Y yo contesto: —Siete. Y ellos van y dicen: —Pues parece que tienes más. Y yo contesto: —Gracias. Luego, ellos dicen:
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—¿Cómo te llamas, bonita? Y yo contesto: —Rosa. Y ellos casi siempre dicen: —No me extraña que te llames Rosa, porque eres tan bonita como una flor. Y mis padres siempre se ríen, y yo siempre contesto: —Gracias. Finalmente, me aprietan un moflete con la mano y sueltan algo gracioso, como, por ejemplo: —¡Qué cara de mala tienes! Seguro que vuelves locos a tus padres. Mis padres vuelven a reírse, y yo también me río. Más que nada por cumplir, porque la verdad es que no le veo la gracia a que me digan que tengo cara de mala y que hago sufrir a mis padres.
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Después de esto, les parece que ya han sido suficientemente educados conmigo y también se olvidan de mí. El tercer tipo de visitantes es doña Clotilde, una amiga de mis padres que a veces suele venir a cenar.
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Doña Clotilde nunca se olvida de mí. Nada más entrar en casa, me llena la cara de besos, saca un caramelo de su bolso y me lo da. Bueno, mejor dicho, me lo mete en la boca, porque nunca he visto a nadie capaz de pelar caramelos con mayor rapidez. Cuando ve que me lo he comido, me pregunta: —¿Te ha gustado?, ¿quieres otro? Antes de que pueda contestar a sus preguntas, y aprovechando que tengo la boca abierta para contestar: «No, gracias», ya ha sacado otro caramelo, lo ha pelado y me lo ha metido en la boca. Si doña Clotilde hubiera nacido en América, seguro que sería la pistolera más rápida del Oeste.
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Durante la cena, se sienta a mi lado y, más o menos entre el segundo plato y el postre, me dice su frase preferida: —Mira qué morros tan sucios te has puesto, cochinita.
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Y coge y me limpia los labios con mi servilleta. Mis padres siempre dicen que doña Clotilde es una señora encantadora, así que supongo que el encanto debe de ser eso.
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Al marcharse, los visitantes de las tres clases se despiden más o menos de la misma manera: me vuelven a despeinar, me besuquean de nuevo y dicen otra vez alguna frase que les parece divertida, como: —Adiós, cara sucia, pórtate bien y no seas traviesa. Cuando acabé de recordar lo que hacían conmigo los que venían a mi casa, me sentí mucho más tranquila. Ya sabía exactamente cómo ser una visitante educada y encantadora. Sólo tenía que coger y hacer eso mismo yo con el jefe de mi padre.
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5. El viaje de ida Mientras íbamos en el coche hacia la casa del jefe, todos estábamos un poco nerviosos. Mamá no paraba de mirarse en el espejo retrovisor para retocarse el peinado y el maquillaje. Papá gritaba a los conductores de todos los coches (siempre que está
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nervioso se cree el mejor conductor del mundo). Y yo, pues no hacía más que repasar todo el rato lo que tenía que decir, para que no se me olvidara nada. Además, cada dos por tres, se volvían hacia mí y me lanzaban unos cuantos «noseteocurra»:
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—No se te ocurra limpiarte las manos con el mantel. —No se te ocurra dejar el chicle encima de la mesa. —No se te ocurra beber agua sin limpiarte antes los labios.
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Total, que consiguieron ponerme los nervios de punta, porque has de saber que sólo hay una cosa en el mundo que me guste menos que los «noseteocurra», y son los «cómohaspodido».
De esos tuve una buena ración más tarde, como ya te contaré luego. Pero, bueno, a lo que íbamos. Fíjate si estaría yo nerviosa, que al
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llegar a la casa del jefe sentía como si unas culebritas me hicieran cosquillas por dentro del estómago. Igual, igual que el primer día que me llevaron a la escuela. Respiré hondo y me preparé para soltar la primera frase que tenía que decir: —¡Cuánto ha crecido este hombre! Pero, cuando el jefe abrió la puerta, ocurrió algo que me dejó sin habla.
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6. El recibimiento Lo que pasó fue que el jefe de mi padre era un señor muy pequeño, muy pequeño. Y, claro, no podía decirle la frase que me había preparado, así
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que me quedé como un pasmarote y con la boca cerrada. Y mis padres venga a darme empujoncitos en la espalda y venga a decirme: —Rosa, saluda a este señor. —Pero, Rosa, dile algo a este señor. Y yo como si nada. Seguía ahí quieta, sin rechistar. Por suerte, después del tercer o cuarto empujón, se me ocurrió una frase que por lo menos era tan educada como la otra. Me acerqué a él y le dije: —¡Qué poco ha crecido este hombre! Luego le pasé la mano por la cabeza para despeinarlo, como hacen siempre conmigo, y entonces sí que me llevé una sorpresa. Resulta que el jefe usaba peluquín; en vez de despei-
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narlo, lo que hice fue ponérselo de medio lado. Él se dio cuenta y, rápidamente, trató de colocárselo bien, pero sólo consiguió ponérselo al revés. ¡Qué gracioso estaba! Me aguanté la risa como pude y, después de darle un par de besos en
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la cara, bien ruidosos y bien húmedos, le dije: —¡Qué mono de hombre! ¿Cuántos añitos tienes, guapo?
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—Cincuenta —gruñó él. —Pues pareces mucho más viejo —dije yo. Y él ni siquiera me dio las gracias, ¡qué señor tan desagradable! A pesar de todo, yo no me desanimé y seguí siendo educada. Le pregunté: —¿Cómo te llamas, bonito? —Ricardo —refunfuñó. ¡Qué pena, no tenía nombre de flor! No podía decirle lo que me decían a mí. Empecé a pensar a ver si se me ocurría algo y, de repente, me vino a la cabeza un cumplido precioso, y con rima y todo. Me puse tan contenta que grité: —¡No me extraña que te llames Ricardo, porque eres tan bonito como un cardo!
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Miré a mis padres para ver cómo se reían, pero estaban serios, serios y colorados, colorados. Seguro que se avergonzaban de su jefe, que tampoco ahora me había dado las gracias. Como me pareció que ya había llegado el momento de agarrarle de un moflete y de decirle algo gracioso, me
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puse manos a la obra; pero retiró la cara y tuve que agarrarle de los pelos de una patilla. Mientras le daba un buen tirón, dije: —¡Qué cara de malo tienes! Seguro que vuelves loco a mi padre en el trabajo. Y ni se rió ni nada, y mis padres tampoco. En vez de eso, se pusieron más serios y más colorados todavía.
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Yo no hice ni caso y seguí a lo mío. Había sido todo lo educada que se puede ser. Había llegado la hora de comenzar a ser encantadora. Busqué en mis bolsillos algún caramelo para dárselo, pero con los
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nervios me los había dejado en el coche. Menos mal que estaba masticando un chicle. Me lo saqué e intenté metérselo en la boca. Pero don Ricardo apretó los dientes y no pude metérselo.
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Y yo empuja que te empuja, y él aprieta que te aprieta… Nada, que no había manera… Hasta que, de pronto, echó la cabeza hacia atrás y, ¡je!, me quedé con el chicle en la mano y su dentadura postiza pegada al chicle. ¡Qué señor tan raro! Peluquín, dentadura postiza… ¡Parecía que estaba hecho de piezas! Entonces recordé el viejo truco de doña Clotilde y las clases de baloncesto del cole y, aprovechando que abrió la boca para ponerse la dentadura, di un salto y le metí el chicle en la boca. ¿Y sabes lo que hizo el señor desagradable ese? Fue y lo escupió en el suelo, con dentadura incluida. Así como te lo cuento. ¡Y eso que era de los de sabor
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extralargo! (el chicle, claro; la dentadura, no lo sé). Pues mira, él se lo perdía. Si no quería masticar chicle, que masticara aire y que se aguantara. Yo ya me había cansado de ser educada con un señor tan antipático, así que me propuse no abrir la boca durante toda la noche. Salvo para cenar y para volver a meterme el chicle en la boca, claro.
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7. La cena Al entrar en el comedor, olían tan bien los entremeses que se me pasó un poquito el enfado. Más tarde vi que el primer plato eran espaguetis, mi comida favorita, y me desenfadé
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del todo. Entonces decidí volver a ser encantadora. Y para ello, nada mejor que utilizar las técnicas de encanto y de educación de doña Clotilde. Mientras cenábamos, me di cuenta de que cada vez que don Ricardo aspiraba un espagueti, se le escurría
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un poco de tomate por la barbilla. Fui hasta su sitio y le dije: —Mira qué morros tan sucios te has puesto, cochinito.
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Después, le limpié la boca y sus alrededores con ese baberito que a veces llevan los señores y al que le llaman corbata.
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Y, ya puestos, como don Ricardo tenía catarro, aproveché el viaje para sonarle la nariz con el baberito. Luego volví a mi silla toda orgullosa de mí misma. Ni doña Clotilde hubiera sido capaz de mejorar mi encanto. Apenas terminamos de cenar, mi madre dijo que teníamos que irnos porque ya era la hora de acostarme. Y don Ricardo, en vez de decirnos que nos quedáramos un poco más, como hacen siempre mis padres con sus visitas, dio un suspiro de alivio, que yo lo oí. No había visto un señor tan antipático en mis siete años de vida, ¡que ya es decir! Pero, bueno, como ya nos íbamos, hice un esfuerzo más por ser educada
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y le solté la despedida favorita de nuestros visitantes. Más o menos: —Adiós, cara sucia, pórtate bien y no seas tan gruñón.
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Cuando nos dirigíamos hacia el coche, yo iba dando saltitos de alegría por lo bien que me había portado. Es verdad que me limpié una o nueve veces las manos con el mantel, pero sólo cuando no me miraban. También es cierto que dejé el chicle encima de la mesa, pero lo escondí dentro de una ostra para que no lo viera nadie. Justo la ostra que cogió don Ricardo y estuvo masticando durante media hora. Y, aunque al principio se me olvidó limpiarme los labios antes de beber, luego me acordé y froté el vaso con la servilleta para limpiar la huella de mis labios. ¡Y hasta le eché saliva para dejarlo más brillante todavía! Salvo esto, la verdad es que me había comportado como la niña más
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educada y más encantadora del mundo. Estaba segura de que mis padres me iban a comer a besos. Pues, ¡ja!, de eso nada, monada. No te vas a creer lo que me pasó. Por poco me comen, sí, pero no precisamente a besos.
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8. El castigo En cuanto nos metimos en el coche, me miraron muy enfadados y comenzaron a lanzarme no besos, no, como yo esperaba. Lo que me lanzaron fue un montón de «cómohaspodido»:
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—¿Cómo has podido hacernos esto?
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—¿Cómo has podido llamarle marranito a don Ricardo?
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—¿Cómo has podido decirle que tiene cara de malo? Y no sé cuantos más. Yo no podía creer lo que estaba oyendo. Me quedé tan sorprendida que no abrí la boca durante todo el viaje. Aunque también es verdad que si hubiera querido decir algo, tampoco habría podido, porque ellos no pararon de hablar y hablar. Y, además, los dos a la vez, por lo que apenas se les entendía nada. Lo que sí pude oír es que repetían muchas veces: «Madre mía, madre mía», lo que me pareció muy mala señal. También me fijé en que cada vez que uno le hablaba al otro de mí, decía «tu hija», en vez de «nuestra hija», lo que me pareció una señal todavía peor.
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Cuando llegamos a casa, seguían, dale que te pego, con lo mismo. Total, que me acostaron sin ni siquiera contarme un cuento y me castigaron con no salir hoy de casa en todo el día.
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Y, nada, pues que aquí estoy pasando el sábado, en mi habitación, tratando de comprender qué es lo que hice mal.
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Porque es lo que yo digo: si mis padres están siempre pidiéndome que me comporte como una persona mayor, ¿por qué cuando me porto igual, pero lo que se dice igual que una persona mayor van y me castigan?
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Hombre, puestos a pensar, la verdad es que no me extraña que a la gente no le guste que le aprieten los mofletes, ni que le dejen la cara mojada después de besarla, ni que le digan que tiene cara de mala, ni nada de eso. Pero es que a mí me lo hacen constantemente y tengo que aguantarme, y encima dar las gracias, porque si no, me llaman maleducada. Y resulta que si soy yo la que les hago eso mismo a los mayores y van y gruñen y no me dan las gracias, pues otra vez soy yo la maleducada. Esto es lo que a mí no me entra en la cabeza. Yo no sé si la rara soy yo o son ellos. Pero a mí me da que los raros son ellos, porque os voy a contar la última.
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Cuando estaba en mi habitación, yo oía que mis padres no hacían más que hablar todo el rato. Como me daba en la nariz que estaban hablando de mí, salí al pasillo para escuchar y oí que mi padre decía, riéndose a carcajadas:
Rosa está hecha un lío
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—¡Ja, ja, ja! Llevo años deseando decirle a mi jefe lo que hoy le ha dicho MI hija.
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Rosa está hecha un lío
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Bueno, y ahora que he terminado de contarte por qué me han castigado, ¿qué me dices?
¿SON O NO SON RAROS LOS MAYORES?
Rosa está hecha un lío
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Índice 1. Voy a presentarme . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. El comienzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
10
3. El problema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16
4. Las tres clases de visitantes . . . . . . . . .
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5. El viaje de ida
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.............................
6. El recibimiento
...........................
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7. La cena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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8. El castigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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