LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS
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© Copy Copyri righ ghtt by Luis Prieto Sanchís Madrid, 1998 Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid Teléfonos 915 44 28 46 – 915 44 28 69 e-mail:
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Luis Prieto Sanchís
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INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOS BARTOLOMÉ DE LAS CASAS UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
DYKINSON, 1998
ÍNDICE Introducción ................................................................................ I. Del mito a la decadencia de la Ley. La Ley en el Estado constitucional .................................................................. 1. La construcción del mito ......................................... 2. La decadencia de la ley ............................................ 3. La ley en la crisis del Estado legislador y unitario ................................................................... 4. La ley en el Estado constitucional ........................... II. Diez argumentos a propósito de los principios ............... 1. Preliminar ................................................................ 2. La expresión «principio» es tan imprecisa que acaso convenga prescindir de ella ..................................... 3. Los principios generales del Derecho no existen como fuente anterior a la interpretación .................. 4. ¿Cómo entender los principios explícitos? .............. 5. Los principios como normas abiertas. El caso de la igualdad ................................................................... 6. Los principios como mandatos de optimización ..... 7. Los principios de la justicia y los principios de la política ..................................................................... 8. La colisión de reglas y la colisión de principios ...... 9. ¿Existe una diferencia fuerte entre reglas y principios? ......................................................................... 10. La diferencia interpretativa y el protagonismo judicial ........................................................................... 11. Los principios como vehículos de la moral en el Derecho ....................................................................
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III. Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial ................................................................................... 69 1. Los derechos fundamentales y los derechos sociales . 69 2. Caracterización de los derechos sociales ................. 73 a) Los derechos sociales y las institutciones ........ 73 b) Los derechos sociales como derechos prestacionales ............................................................. 74 c) La titularidad de los derechos ........................... 76 d) Los derechos sociales como derechos de igualdad .................................................................... 77 e) El carácter de la obligación .............................. 78 f) La dimensión objetiva y subjetiva de los derechos ................................................................... 79 3. Una definición convencional ................................... 79 4. El principio de igualdad............................................ 81 a) La igualdad y los derechos sociales .................. 81 b) Las exigencias de la igualdad ........................... 82 c) La igualdad sustancial o de hecho ..................... 90 5. La naturaleza de los derechos prestacionales .......... 96 a) El problema de su valor jurídico ...................... 96 b) Dimensión objetiva .......................................... 99 c) Dimensión subjetiva ......................................... 102 6. Entre la justicia y la política .................................... 112 Bibliografía citada ....................................................................... 117
INTRODUCCIÓN Este no es un libro concebido y desarrollado de forma unitaria y homogénea de acuerdo con algún plan meditado, sino que sus tres capítulos se corresponden con sucesivos trabajos escritos y en algún caso publicados de forma independiente. En realidad, sólo el primero es inédito y tiene su origen en la ponencia presentada al Congreso internacional sobre teoría y técnica legislativa, organizado bajo la dirección del Dr. D. Ernesto Vidal en la Universidad de Valencia del 27 al 30 de octubre de 1997. Los «Diez argumentos a propósito de los principios», que componen el Capítulo II, aparecieron en el número 26 de la Revista Jueces para la Democracia, en julio de 1996. Para terminar, el Capítulo III recoge algunas notas preparadas para un curso de doctorado y que más tarde vieron la luz en el número 22 de la Revista del Centro de Estudios Constitucionales, último y final de esta publicación ya desaparecida; aunque lleva fecha de septiembrediciembre de 1995, lo cierto es que no estuvo en circulación antes de las Navidades de 1996. Todos ellos se reeditan con leves ajustes y modificaciones que no afectan en lo sustancial a las tesis en su día mantenidas. Pese a su distinta procedencia, creo que los materiales que forman este volumen presentan una cierta unidad temática y argumental, por otro lado continuadora de contribuciones ya publicadas y, en particular, del librito sobre Constitucionalismo y Positivismo (Fontamara, México, 1997). El primer trabajo, «Del mito a la decadencia de la ley» se inscribe en la renovada preocupación que hoy muestra el pensamiento jurídico hacia la figura del legislador, muchos años oscurecida por la atención que merecían los jueces y sus sentencias, pero creo que representa también un contrapunto a esa cierta vindicación ideológica de la ley que en ocasiones acompaña, en mi opinión injustificadamente, a la
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justificada reflexión teórica. Por muchas razones la ley «ya no es lo que era» o, quizás mejor, lo que se pretendía que fuese desde una persistente filosofía política siempre dispuesta a enarbolar el sagrado nombre de la «voluntad general»; aunque, eso sí, ultimamente Rousseau suele ser invocado a la hora de decir a los ciudadanos y a los jueces cómo han de obedecer las leyes (sin rechistar), no tanto a la hora de indicar a los legisladores cómo deben hacerlas. Como digo, la ley ya no es lo que era por muy distintas razones que procuro examinar en el Capítulo I, pero singularmente por una muy elemental, y es que existe una Constitución en el más estricto sentido de la expresión; esto es, porque existe una norma superior a cualquiera otra, dotada además de un densísimo contenido material o sustantivo con vocación de determinar no sólo «quién» y «cómo» se manda, sino también, hasta cierto punto, «qué» puede y no puede mandarse. La virtualidad prescriptiva de la Constitución o, lo que es lo mismo, su función limitadora de la ley, llega mucho más lejos de lo que pudiera suponerse a primera vista y no me parece temerario afirmar que muy pocos problemas jurídicos medianamente intrincados dejarán de encontrar alguna orientación o sentido en el texto constitucional; lo que obedece no sólo al carácter sumamente genérico que presentan muchos de sus preceptos, y baste pensar en los famosos «valores superiores», sino sobre todo a que aquéllos son con mucha frecuencia tendencialmente contradictorios, ofreciendo apoyo normativo para las más diversas soluciones. Y es que, según la opiniones más autorizadas, las normas sustantivas de la Constitución y, en especial, los derechos fundamentales operan en la argumentación jurídica en calidad de principios y no de reglas. Los principios representan tal vez una de las nociones más ambiguas y evanescentes del lenguaje del Derecho y de los juristas, y por si fuera poco, o precisamente por ello, su utilización alcanza extremos verdaderamente abusivos. Un modesto intento de clarificación se ensaya en el Capítulo II; pero, sobre todo, aquí se quiere prestar atención al que consideramos rasgo más interesante de los que habitualmente se atribuyen a los principios, que es ese carácter tendencialmente contradictorio que da lugar a un peculiar modo de argumentación y que estimula al mismo tiempo un notable protagonismo judicial. Ideas tan reiteradas en la jurisprudencia actual como ponderación, razonabilidad o interdicción de la arbitrariedad constituyen las herramientas argumentativas que tratan de hacer frente a esos conflictos. El capítulo III precisamente puede servir como banco de pruebas para examinar el juego de estas nuevas herramientas. Aquí se plantea
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el problema de la efectividad de los derechos sociales y de la posible articulación de posiciones subjetivas iusfundamentales a partir de la igualdad sustancial como un problema de conflicto entre principios; de conflicto, en primer lugar, entre las dos dimensiones de la igualdad, aquella que manda tratar igual a los iguales, y todos tenemos algo de iguales, y aquella otra que ordena tratar de forma desigual a los desiguales, y todos tenemos también algo de desiguales. Pero conflicto asimismo entre los derechos sociales específicos, que la Constitución reconoce bajo la cautelosa y debilitada fórmula de «principios rectores de la política social y económica», y otros principios y derechos que militan en sentido contrario, como la propiedad, la autonomía de la voluntad o la prerrogativa del legislador. Se pretende dilucidar, por tanto, dos cuestiones conectadas entre sí: en qué medida a partir del artículo 14 de la Constitución, en conexión con el 9,2, es posible cimentar pretensiones subjetivas a desigualdades normativas que tengan por objeto o finalidad la construcción de posiciones de igualdad fáctica o de hecho; y en qué medida pueden los jueces y en particular el Tribunal Constitucional diseñar algo así como un contenido esencial indisponible en favor de los derechos sociales, sustraído a la dicrecionalidad legislativa La preeminencia de la Constitución sobre la ley, el desplazamiento de las reglas por los principios y la voluntad de brindar plena tutela a los derechos fundamentales tiene una consecuencia relevante que no cabe ocultar, y que incluso para algunos resulta inquietante y hasta escandalosa: los jueces, si es que no se convierten en los nuevos señores del Derecho, al menos sí pasan a ocupar esferas de decisión antes encomendadas al legislador o, en general, a los órganos de naturaleza política. Ciertamente, el debate entre legalismo y judicialismo, entre política y justicia, entre decisión de la mayoría y derechos de la minoría, aunque no pocas veces aparece entreverado de demagogia o guiado sólo por la defensa de intereses circunstanciales, es lo suficientemente serio como para que no podamos pretender resolverlo en este Prólogo, ni siquiera tampoco en este libro. Creo, sin embargo, que el fortalecimiento del papel del juez no es hoy una apuesta voluntarista, sino la cabal consecuencia del modelo de Estado constitucional. Esta es una conclusión irremediable que atraviesa de principio a fin los tres capítulos de este libro: si no es un engaño que la Constitución triunfa sobre la ley, si tampoco representa un homenaje a la pura retórica que los valores, principios y derechos constitucionales son patrimonio del individuo incluso contra la mayoría, si, en fin, no se acepta que algunos fragmentos de la Constitución encarnan recomendaciones bienintencionadas destinadas únicamen-
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te a convencer a los incautos y a rellenar los programas electorales de los partidos; si todo esto es así, entonces resulta inevitable extender la función de control sobre la política, por acción y por omisión, sin áreas exentas o inmunes. Y esa función de control tan sólo puede ser desempeñada por los jueces, no lógicamente por los propios sujetos objeto de fiscalización.
I. DEL MITO A LA DECADENCIA DE LA LEY. LA LEY EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL 1. La construcción del mito Desde hace algún tiempo y en el marco de una cierta revitalización de las teorías de la legislación es frecuente reprochar a la ciencia jurídica tradicional su descuido o falta de atención a propósito de la calidad de las leyes 1; el objeto casi exclusivo de la preocupación de los juristas —viene a decirse— sería la interpretación, esto es, los problemas que suscita la atribución de significado a las normas y su ulterior aplicación a los casos concretos, pero no el proceso de producción y exteriorización de las normas mismas. En otras palabras, la ciencia del Derecho habría sido fundamentalmente una dogmática cuya reflexión se inicia a partir de las normas, descuidando la pregunta acerca de las normas en sí 2. El reproche tiene bastante de cierto, aunque me parece que requiere ser matizado, al menos desde una perspectiva histórica: que el Derecho y singularmente la ley representen o deban representar el fruto de una actividad racional, que sirvan o deban servir como instrumento para la racionalización de las relaciones sociales, o ambas cosas al tiempo, son cuestiones y propuestas que no han dejado de estar presentes en muchas fases del pensamiento jurídico; y todo parece indicar que hoy reaparecen de nuevo. Seguramente el mencionado descuido de la llamada ciencia jurídica hacia los problemas de la legislación tenga su origen en dos premisas o, si se quiere, prejucios, usualmente atribuidos tanto al positivismo jurídico como al Estado liberal de Derecho. De un lado, la idea de que el 1
Vid., por ejemplo, V. ZAPATERO, «De la jurisprudencia a la legislación», Doxa, 15-16, 1994, vol. II, págs. 769 y ss. 2 Sobre la relación entre dogmática y ciencia de la legislación, que a su vez comprendería una teoría y una técnica de la legislación, vid. M. ATIENZA, Contribución a una teoría de la legislación, Civitas, Madrid, 1997, págs. 15 y ss.
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legislador es un soberano absoluto (democrático o no) cuyas decisiones no pueden ni deben ser discutidas, al menos en sede de dogmática jurídica o teoría del Derecho: la ley es la ley y difícilmente puede ensayarse una explicación científica o racional sobre un objeto, las normas dictadas por el poder político, que descansan de forma exclusiva en una voluntad; si se quiere, en el mejor de los casos, en una voluntad que apela a la justificación o legitimidad que deriva del origen o forma de elección del órgano productor, pero no a la justificación racional de su contenido prescriptivo: en suma, no cabe enjuiciar la racionalidad de las leyes porque faltan parámetros y competencia para hacerlo. De otro lado, la idea de que todo aquello que exceda los límites del Derecho estricto, es decir, de la norma, no es cuestión que deba preocupar a los juristas; los efectos sociales, la virtualidad de la ley para obtener los fines supuestamente perseguidos, su justicia o adecuación a la moralidad (crítica o social), su capacidad para dotar de alguna racionalidad a las relaciones colectivas, etc., son aspectos que pueden estudiarse por la sociología, la economía o la filosofía política, pero no por la ciencia del Derecho. Pero, como hemos adelantado, esto no siempre ha sido así. Más bien al contrario, todo parece indicar que la concepción del Derecho como instrumento de la razón, como vehículo para lograr el diseño racional de las instituciones y de la sociedad en general 3 tiene, al menos, tanta tradición como las reflexiones acerca de la razón como instrumento de los juristas para la aplicación del Derecho 4. Y, por otra parte, tal vez fuera interesante rastrear una primera preocupación por la calidad de las leyes en el racionalimo del siglo XVII y primera mitad del XVIII, o en la amplísima literatura de juristas y «consejeros» de príncipes que se desarrolla en la misma época al servicio de la consolidación del Estado absoluto, o en fin, en algún autor que trata de conjugar ambas dimensiones, como es el caso de Jean Domat 5. Sin embargo, cuando el problema de la racionalidad de la ley se sitúa explícitamente en un primer plano y adquiere operatividad práctica creo que es en la filosofía de la Ilustración. En el Iluminismo aparece, sin duda, un modelo bastante nítido de interpretación y, por tanto, 3
Este es el sentido que tiene la expresión La legge della ragione en el libro así titulado por G. FASSÒ, Il Mulino, Bolonia, 1964. 4 Vid. N. BOBBIO, «La razón en el Derecho. (Observaciones preliminares)», Doxa, n.º 2, 1985, págs. 17 y ss. 5 Vid. G. TARELLO, Storia della cultura giuridica moderna. vol. I: Assolutismo e codificazione del Diritto. Il Mulino, Bolonia, 1976, págs. 157 y ss. De la obra de Domat hay una edición parcial en castellano, Derecho Público, trad. de J. A. Trespalacios (1778), reeditada sin el más mínimo comentario o aparato crítico por el Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1985.
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de juez, que hoy se sigue considerando, si no una descripción acertada de la realidad forense, sí cuando menos una idea estimable y un punto de referencia para la crítica de la actividad práctica de los tribunales. Pero aparece también, como veremos, un modelo de legislador que a lo largo de los últimos doscientos años parece haberse olvidado o postergado por las razones que ya conocemos. Sea como fuere, conviene recordar ahora que, antes o junto a la figura del juez racional, la filosofía de la Ilustración construyó también la figura del legislador racional; la cuestión de la calidad de las leyes no es en modo alguno ajena al pensamiento jurídico de la segunda mitad del siglo XVIII. En efecto, la censura ilustrada se dirige antes al legislador que al juez: «Es muy difícil que haya una sola nación que se gobierne por buenas leyes... en todos los Estados las leyes se han establecido casi siempre por el interés del legislador, por las necesidades del momento, por la ignorancia o por la superstición» 6. El juicio de Voltaire resultaba ampliamente compartido y parece que respondía, no tanto a lo que hoy llamaríamos injusticia o inmoralidad de las prescripciones de un legislador absoluto y sin límites, sino más bien a la inseguridad, improvisación y falta de uniformidad en la producción del Derecho y, sobre todo, al pluralismo de fuentes y de sujetos destinatarios que es característico de la época: las leyes «no han sido generalmente más que el instrumento de las pasiones de unos pocos, o han nacido de una fortuita y pasajera necesidad; no han sido dictadas por un frío observador de la naturaleza humana» 7. La crítica al Derecho consuetudinario representa un ejemplo paradigmático de la opinión ilustrada acerca de la calidad o, mejor en este caso, de la falta de calidad del orden jurídico precedente: la costumbre es un «prejuicio» basado en la inaceptable idea de que lo antiguo, por serlo, debe ser sacralizado 8 cuando muchas veces ni siquiera podemos conocerlo: «todo lo que se llama derecho no escrito es una ley que gobierna sin existir, una ley conjetural sobre la cual pueden los sabios ejercer su ingenio; pero que el simple ciudadano no puede conocer» 9. Por eso, decían los revolucionarios, «queremos que los principios sustituyan a los usos... el imperio de la razón a la tiranía de la moda» 10. 6
VOLTAIRE, Diccionario Filosófico (1764), voz «Leyes», ed. de A. Martínez Arancón, Temas de Hoy, Madrid, 1995, vol. II, pág. 310. 7 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas (1764), ed. de F. Tomás y Valiente, Aguilar, Madrid, 1974, cap. I, pág. 68. 8 J. BENTHAM, Falacias políticas(1816), trad. de J. Ballarín, C. E. C., Madrid, 1990, pág. 41 y s. 9 J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal (1802), trad. de R. de Salas de la edición francesa de E. Dumont, 1821, Ed. Nacional, Madrid, 1981, pág. 576. 10 ROBESPIERRE, «Dircours sur les principes de la morale politique», citado por M. CATTANEO, Illuminismo e legislazione, ed. di Comunità, Milano, 1966, pág. 14.
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Esta reivindicación de la ley como forma exclusiva de regulación social constituía, de una parte, la culminación del Estado absoluto en su largo caminar hacia el monopolio del poder, pero también, de otra, el anuncio del Estado liberal empeñado en la garantía de un ámbito seguro de inmunidad en favor de sujetos privados y jurídicamente iguales 11. Ante la pluralidad y difuminación de los centros de producción jurídica, ante la tupida red de privilegios y excepciones origen de la incertidumbre, oscuridad y falta de uniformidad del Derecho, el triunfo del legalismo quiso representar una especie de traslación al orden positivo de los esquemas propios del Derecho natural racionalista; por eso, la ley debe ser única, pues «la igualdad de los ciudadanos consiste en estar todos sometidos a las mismas leyes» 12; sencilla, pues «las leyes prolijas son calamidades públicas» 13; promulgada, y notoria para todos, no secreta 14; redactada en lengua vulgar , de forma concluyente y fácil de entender, pues «no hay cosa más peligrosa que aquel axioma común de que es necesario consultar el espíritu de la ley» 15; y, sobre todo, abstracta y general, pues la ley sólo puede ser justa cuando la materia que se regula es general, lo mismo que la voluntad que la establece, ya que «el soberano jamás tiene derecho a exigir de un súbdito más que de otro, porque entonces, al tomar el asunto carácter particular», su poder deja de ser competente 16. En resumen, como recomendaba Voltaire, «que los jueces sean los primeros esclavos de la ley y no lo árbitros... que las leyes sean uniformes, fáciles de entender por todo el mundo... que lo verda11
Con razón observa P. SALVADOR CODERCH que el programa codificador de una legislación racional y precisa se relaciona tanto con el absolutismo monárquico, deseoso de evitar la interpretación judicial propiciada por lo defectos del viejo Derecho, como con el propósito de eliminar la arbitrariedad y la inseguridad jurídica, algo exigido por la sociedad liberal, »El casus dubius en los Códigos de la Ilustración germánica», en La compilación y su historia. Estudios sobre la codificación y la interpretación de las leyes , Bosch, Barcelona, 1985, págs. 398 y ss. 12 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción de la emperatriz de Rusia a los diputados respecto a la elaboración de las leyes» (1770), en Escritos Políticos, ed. de A. Hermosa Andújar, C. E. C., Madrid, 1989, XX, pág. 205. 13 SAINT-JUST, «Instituciones Republicanas», en Discursos. Dialéctica de la revolución, trad. de J. Fuster, Taber, Barcelona, 1970, pág. 311. 14 Como ha mostrado J. DE LUCAS, la publicación general de las leyes fue una de las aspiraciones más reiteradas en los trabajos preparatorios del Code, «Sobre la ley como instrumento de certeza en la Revolución de 1789», Anuario de Filosofía del Derecho, VI, 1989, págs. 129 y ss. 15 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas, citado, cap. IV, pág. 76. 16 J. J. ROUSSEAU, Contrato Social (1762), en Escritos de Combate, ed. de S. Masó, Alfaguara, Madrid, 1979, Libro II, cap. IV, pág. 428 y s. Seguramente, en el dogma de la generalidad puede buscarse el fundamento de la noción formal de justicia, vid. N. BOBBIO, Guisnaturalismo e positivismo giuridico (1965), Ed. di Comunità, Milán, 3.ª ed., 1975, págs. 80 y ss.
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dero y justo en una ciudad no resulte falso e injusto en otra» 17; más o menos, lo que pretendía ser el Derecho natural. Así pues, la Ilustración jurídica puede concebirse como un esfuerzo por trasladar al Derecho positivo, obra de la voluntad política, las virtudes propias de un Derecho natural diseñado por la razón 18, y ello no sólo en el sentido de hacer realidad las prescripciones y derechos postulados por el iusnaturalismo, sino incluso también en el de adaptar la propia técnica legisladora a los esquemas conceptuales de aquél. En cierto modo, cabe decir que la alianza entre el trono y las Luces que define al despotismo ilustrado expresa esa otra alianza entre voluntad y razón, entre poder político y ciencia, que pretende cimentar el nuevo fundamento del Derecho: si las leyes naturales resultaban ser únicas, simples y cognoscibles, así debían ser también en lo posible las leyes positivas, pues, como sugería Beccaria, el mejor medio para evitar la creación judicial del Derecho por vía de interpretación era una buena legislación 19. Esta es una idea perfectamente clara para el despotismo ilustrado: la interpretación del Derecho, entendida en el sentido fuerte de resolver los casos dudosos, constituye una prolongación de la actividad creadora del Derecho y, por tanto, es una regalía o atribución exclusiva del soberano 20. Las exigencias de la razón se conjugan, pues, con las pretensiones del poder: la calidad de las leyes representa la proyección del Iluminismo sobre el Derecho, pero también la cabal realización del absolutismo político. Sin embargo, la racionalidad de la que venimos hablando resultaba ser básicamente una racionalidad instrumental incapaz de garantizar por completo la justicia de las leyes; si se quiere, suponía consagrar dos valores de suma importancia, como la certeza del Derecho y la relativa igualdad jurídica de sus destinatarios, ambos indispensables para el desarrollo de una sociedad liberal y burguesa, pero nada más; pues con leyes únicas, claras, abstractas y generales es obvio que se pueden cometer casi tantas iniquidades como con el viejo Derecho feudal o consuetudinario. Lo que Filangieri llamará la «bondad absoluta» de las leyes 21 requería partir de una confianza, que acaso hoy nos parezca ingenua, en 17
VOLTAIRE, «Fragment des instructions pour le Prince Royal», en Oeuvres Complètes, Baudouin Frères, 2.ª ed., París, 1926, vol. XXXVIII, pág. 85. 18 Vid. M. CATTANEO, Illuminismo e Legislazione, citado, págs. 14 y ss. 19 C. BECCARIA, De los delitos y de las penas, citado, cap. V, pág. 79. 20 Vid. el ya citado trabajo de P. SALVADOR CODERCH «El casus dubius en los Códigos de la Ilustración germánica», págs. 391 y ss. 21 Una bondad basada en su armonía «con los principios universales de la moral, comunes a todas las naciones y adaptables a todos los climas», G. FILANGIERI, Ciencia de la Legislación (1780-85), trad. de J. de Ribera, Villalpando, Madrid, 1821, Libro I, Cap. IV, pág. 64.
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que es posible hallar en la naturaleza humana leyes tan inexorables y seguras como las que gobiernan la naturaleza física, así como que la racionalidad del poder político, encarnado primero en un príncipe ilustrado y más tarde en la voluntad general, inevitablemente hará triunfar en el Derecho positivo las prescripciones de esas leyes naturales. Tal vez el aspecto fundamental de esta argumentación es la idea de que la naturaleza humana puede y debe ser tratada de la misma manera que la naturaleza física: si del estudio de esta última obtenemos leyes fijas e inexorables, otro tanto podemos esperar en la esfera práctica o moral; una idea que de Hume a Helvetius y pasando por los fisiócratas parece impregnar con distintos matices todo el espíritu de la época 22, ya sea apelando a una razón especulativa, ya confiando en un modelo experimental, lo que será mucho más corriente en el setecientos 23. La utilización indistinta de la palabra ley en el campo de la organización jurídico-política y en el ámbito de las ciencias físicas y naturales no es para este racionalismo un abuso del lenguaje, sino que tiene un fundamento objetivo. De este modo, la obra del legislador no se resuelve sólo ni principalmente en órdenes y mandatos nacidos de una voluntad desnuda, sino en la investigación y en el conocimiento de la naturaleza; «el gobernante, en efecto, lo es menos al hacer la ley que al declararla» 24, pues, como sostenía Volney, de los fenómenos de la naturaleza, inmutables, constantes y regulares, derivan para el hombre verdaderas órdenes de conformarse a los mismos 25: «la naturaleza ha hecho todas las buenas leyes, el legislador las vuelve públicas» 26. 22
Precisamente el Tratado de la naturaleza humana (1740) de HUME lleva como subtítulo «Ensayo para introducir el método del razonamiento humano en los asuntos morales»; hay trad. de V. Viqueira, Porrúa, México, 1977. En un sentido análogo HELVETIUS anuncia en el Prefacio a De l´Esprit : «He creido que debía tratar la moral como las demás ciencias y hacer una moral como se hace la física experimental», citado por P. HAZARD, La pensée européene au XVIII siècle, de Montesquieu à Lesing , Boivin, París, 1946, pág. 81. Más lejos en la identificación entre lo físico y lo moral, en la linea de un monismo ontológico, llegan los planteamientos fisiocráticos, como pone de relieve A. VACHET, La ideología liberal (1970), trad. de P. Fernández Albaladejo y otros, Ed. Fundamentos, Madrid, 1972, vol. II, págs. 19 y ss. También H. LASKI observa que, analizando a los fisiócratas, se tiene la certeza de poder descubrir una forma natural de gobierno que corresponda, en la esfera social, a las grandes leyes descubiertas en el campo de la física, El liberalismo europeo (1936), trad. de V. Miguélez, F. C. E., México, 1969, pág. 158. 23 Así, escribe D´HOLBACH que «ninguna ciencia es ni puede ser más que el fruto de la experiencia... la ciencia de las costumbres, para que sea cierta y segura, debe ser una continuación y encadenamiento de experiencias constantes, reiteradas e invariables», Moral universal o deberes del hombre fundados en su naturaleza, trad. de M. Díaz Moreno, 2.ª ed., M. Repullés, Madrid, 1821, pág. 1 y s. 24 H. LASKI, El liberalismo europeo, citado, pág. 159. 25 F. VOLNEY, La loi naturelle ou Catéchisme du citoyen français, edition compléte et critique par Gaston-Martin, A. Colin, París, 1934, pág. 98. 26 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 210.
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La obra de Montesquieu resume en su notable complejidad las tendencias presentes en la época. De un lado, su escrito principal se abre con una afirmación rotunda en la linea que ya conocemos: «las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas» 27, donde se incluyen tanto las leyes físicas como las morales, tanto las naturales como las positivas; pero sólo unas páginas más adelante resulta que «la ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra» 28. Tal vez la disparidad entre ambas definiciones sea sólo aparente o pueda resolverse en el propio esquema conceptual de Montesquieu 29, si bien lo que aquí importa es que de nuevo la razón humana se muestra capaz de comprender las leyes naturales y positivas, al tiempo que encierra una vocación práctica de imponer en la realidad social sus principios constitutivos y rectores 30. La razón comprende el mundo pero también lo transforma, y por eso la legislación aparece a veces como ciencia y a veces como política o principio de cambio; en tanto que ciencia nos descubre un Derecho imprescriptible 31, aunque también el Derecho exigido por las circunstancias del momento y lugar; como política consiste en un simple proceso de deducción que debe restaurar en la sociedad los principios así descubiertos. Desentrañar esos principios y hacer de ellos una realidad operativa en el Estado constituye la misión del príncipe ilustrado. Tal vez sea en los fisiócratas donde más claramente se aprecia la esencia del despotismo ilustrado que intenta armonizar un poder absoluto con las exigencias de la razón. La ignorancia es la causa principal de las desgracias de los hombres y, por eso, cuando sus nieblas se disipen, «la legislación positiva deberá ser tan sólo declarativa de las leyes naturales... no deseará ni podrá desear leyes positivas perjudiciales para la sociedad o para el soberano». Por tanto, «la razón esclarecida por el conocimiento evidente de las leyes naturales, constituye la regla del mejor gobierno posible» 32. La calidad de las leyes depende, pues, de 27
MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes (1748), trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 1972, Libro I, cap. I, pág. 51. 28 Ibidem, Libro I, cap. III, pág. 54. 29 Vid. S. GOYARD-FABRE, La Philosophie du Droit de Montesquieu, Klincksieck, París, 1973, págs. 70 y ss. 30 Ibidem, pág. 124. 31 Si bien Montesquieu quiere mantenerse atento a las circunstancias históricas y a las pecualiaridades de cada país, no deja de reconocer que «antes que todas esas leyes (positivas) están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan únicamente de la constitución de nuestro ser», Ibidem, Libro I, Cap. I, pág. 53. 32 F. QUESNAY, «Derecho Natural», en Escritos Fisiocráticos, ed. de J. E. Candela, C. E. C., Madrid 1985, pág. 15. El subrayado es mío.
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una voluntad política guiada por las luces de la razón; el paradigma epistemológico dominante se traslada al Derecho diseñando un modelo ideal de ley que luego se convierte en realidad merced a la propia fuerza transformadora de la razón asentada en los tronos ilustrados. Y lo que nos muestran las leyes de la naturaleza en su dimensión práctica o relativa a los asuntos sociales es que existen unos derechos naturales del hombre que el soberano tan sólo puede proclamar: la justicia de la ley viene asegurada por su conformidad con la ley de la naturaleza y ésta prácticamente se resume en los derechos del hombre. Como observa Cattaneo, el absolutismo iluminista encerraba aún la contradicción de defender al mismo tiempo la limimitación del poder judicial y la carencia de límites del poder político; una contradicción que será superada por el iluminismo liberal-democrático y de la Revolución francesa: «la subordinación del juez a la ley significa ahora la subordinación a una ley que no procede de una voluntad despótica, sino a una ley limitada» 33, y limitada en primer lugar por los derechos del hombre. Diderot lo expone con toda claridad: «la autoridad soberana debe ser limitada, y limitada de manera duradera... ¿A qué se debe que Rusia esté peor gobernada que Francia? A que la libertad natural del individuo haya sido allí reducida a la nada, y a que la autoridad del soberano sea ilimitada» 34. La limitación del poder por parte de los derechos del hombre es un propósito perfectamente expresado en los documentos revolucionarios. El artículo 2 de la Declaración de 1789 35 constituye uno de los ejemplos más evidentes de la concepción artificial e instrumental de las instituciones: lo primero son los derechos y si el Estado existe no es por algún imperativo de la naturaleza, sino sólo por la necesidad de mejor proteger tales derechos; una idea que respondía a la fórmula de contrato social mantenida por el iusnaturalismo racionalista del siglo XVII y que, lejos de fundamentaciones teológicas o históricas, hacía del Derecho positivo un instrumento de transformación al servicio del individuo y de sus derechos 36.Por eso, una de las «Disposiciones fundamentales» de la Constitución de 1791 dice así: «El poder legislativo no podrá hacer ninguna ley que produzca agravio o ponga obstáculos al ejercicio de los derechos naturales y civiles consignados en el presente Título». 33
M. CATTANEO, Illuminismo e legislazione, citado, pág. 23. D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 195. 35 «La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». 36 Me he ocupado más ampliamente de este aspecto en las Lecciones de Teoría del Derecho, con J. BETEGÓN, M. GASCÓN y J. R. DE PÁRAMO, McGarw-Hill, Madrid, 1997, págs. 51 y ss. 34
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No parece, sin embargo, que en la mentalidad de la época se concibiera a la ley como una posible amenaza para la libertad; al contrario, la confianza en ella es tal que se le encomienda el establecimiento de los eventuales límites a los derechos. El artículo 4 de la Declaración resulta en este aspecto muy significativo: de un lado, proclama que los únicos límites a los derechos son los propios derechos que también han de ser disfrutados por los demás, pero, de otro, se atribuye precisamente a la ley la facultad para determinarlos. Andando el tiempo, esta paradoja conduciría en Francia a una soberanía de la ley sobre los derechos, a una desconstitucionalización de la libertad sólo difícil y tardíamente remediada por la jurisprudencia; pero en la época de la Revolución esa paradoja no se veía o se pretendía resolver mediante un indudable optimismo histórico: el «legicentrismo» supone una absoluta «confianza en la razón del legislador para concretar los imperativos de la ley natural» 37, que no son otros que la garantía de la libertad y el logro de la felicidad. Por sorprendente que parezca, la ley se convierte en «un fascinante producto cuyo contenido se resuelve, precisamente, en libertad» 38. No puede resolverse de otro modo la paradoja que encierra la Declaración entre individualismo y estatalismo, entre derechos y ley. Los derechos, es verdad, se conciben como la razón de ser de la sociedad política, pero luego, carentes de la más mínima rigidez constitucional, quedan por completo confiados a la voluntad legislativa. Sin embargo, como observa Fioravanti, la respuesta a esta paradoja es tremendamente simple: «el legislador no puede lesionar los derechos individuales porque es necesariamente justo» y esto explica «que la Declaración de derechos agote el sistema de garantías en el envío obligado a la ley» 39. ¿Cómo entender esa extraordinaria fe en la justicia legal que está en la base del mito de la ley? Sólo partiendo de la idea de que la ley expresa la genuina voz del pueblo y de que éste no puede cometer injusticias consigo mismo encuentra explicación tal grado de legalismo. Y esto es aproximadamente lo que sucedió en el tiempo de la Revolución. 40 37
S. RIALS, La Déclaration des droits de l´homme et du citoyen, Hachette, París, 1988, pág. 370. 38 E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lengua de los derechos. La formación del Derecho público europeo tras la revolución francesa, Alianza, Madrid, 1994, pág. 115. 39 M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones , trad. de M. Martínez Neira, con Presentación de C. Álvarez Alonso, Trotta, Madrid, 1996, pág. 73. Subrayado en el original. 40 Con razón observa E. VIDAL que «la ley no es sólo manifestación de la razón del hombre y del optimismo racionalista que caracteriza a los Ilustrados, sino que junto a ello la ley es desde Rousseau manifestación y expresión de la soberanía popular», «Ilustración y legislación. Los supuestos ideológicos, jurídicos y políticos», Anuario de Filosofía del Derecho, VI, 1989, pág. 211.
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En efecto, el círculo argumental que justifica el magnífico prestigio de la ley y la confianza en su virtualidad para eliminar los vicios sociales y asegurar la justicia estaba practicamente cerrado; ahora «la ley es la expresión de la voluntad general» (art. 6 de la Declaración) y ésta supera toda antinomia entre individuo y Estado, entre la protección de los derechos del hombre y los intereses de la nación. Esta fue la gran herencia de Rousseau: la ley aparece como fruto de la voluntad general y, a su vez, la voluntad general «es siempre constante, inalterable y pura» y, bajo su ley, que es la ley de la razón, «nada se hace sin causa, igual que bajo la ley de la naturaleza» 41. Pero la seguridad de esta rectitud ya no deriva de unos principios de justicia material como los representados por el Derecho natural, sino de la que constituye primera y única claúsula del pacto social, a saber: la enajenación completa de todos los derechos individuales en el cuerpo social porque «dándose cada cual por entero, la condición es igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás» 42. En suma, la voluntad general representa el más formidable instrumento en favor de la justicia de la ley y de su obediencia sin condiciones, cancelando la distancia que separa la autonomía de la moral de la heteronomía del Derecho 43. De este modo, la soberanía histórica del monarca ilustrado era sustituida por la soberanía abstracta de una voluntad general tan inviable como se quiera, pero de una indudable virtualidad legitimadora. Legitimar la ley y el Estado empíricos a partir de la ley y del Estado racionales fue la culminación de todo este proceso de construcción del mito legalista, y seguramente es en Kant donde muestra perfiles más vigorosos. Al igual que en Rousseau, «el poder legislativo sólo puede corresponder al pueblo», que «no ha de poder actuar injustamente con nadie mediante su ley. Pues si alguien decreta algo respecto de otro, siempre es posible que con ello cometa injusticia contra él, pero nunca en aquello que decida sobre sí mismo (en efecto, volenti non fit iniuria)» 44. Con independencia de que estas palabras puedan valer para el «contrafáctico» reino de los fines, lo cierto es que sirvieron para rodear con una aureola de santidad a cuanto naciese de la voluntad del legislador: el consentimiento del «pueblo unido» queda como una exigencia de la razón que no tiene por 41
J. J. ROUSSEAU, Contrato Social, citado, Libro IV, cap. I, pág. 494; y Libro II, cap. IV, pág. 426. 42 Ibidem, Libro I, cap. VI, pág. 411. 43 Por tanto, ya no cabe preguntar «si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sometido a las leyes, puesto que no son éstas sino registros de nuestra voluntad», Ibidem, Libro II, cap. VI, pág. 432. 44 I. KANT, La Metafísica de las costumbre (1797), ed. de A. Cortina y J. Conill, Tecnos, Madrid, 1989, par. 46, pág. 143.
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qué cumplir la ley empírica, aun cuando, eso sí, ésta deberá ser considerada y obedecida «como si» procediese de la soberanía popular 45; como observa Cerroni, «en nombre de la razón se suprime la soberanía empírica del pueblo y en nombre de la positividad se exalta a soberanía de razón la persona física del monarca» 46. La consecuencia es la que cabía esperar: la ley es sagrada, inviolable y debe ser obedecida sin condiciones, incluso cuando resulte insoportablemente injusta 47, con lo que a la postre se termina postulando la supremacía indiscutible de la ley empírica mediante los mejores argumentos del Derecho racional. Aunque hoy puedan parecernos desmedidos, los elogios que se dedican a la ley a finales del siglo XVIII resultaban explicables a la luz de las cualidades que se predicaban de la misma: la ley única, pública y sencilla, precisa y clara, abstracta y general, garante de la libertad y, sobre todo, expresión de la voluntad esclarecida del príncipe o de la soberana del pueblo constituye el instrumento de la razón ilustrada para alcanzar la justicia y la felicidad de las sociedades; las leyes ya no son el reflejo de las costumbres, creaciones inconscientes de una historia de ignorancia oscurantista, sino, al contrario, programas de racionalización social; por eso, «las costumbres son buenas cuando las leyes observadas son buenas, malas cuando las leyes observadas son malas» 48. Sólo una fe absoluta en las virtudes de la legislación permite explicar que Saint-Just propusiera para la Constitución un artículo del siguiente tenor: «el poder del hombre es injusto y tiránico; el poder legítimo está dentro de la ley» 49; que Voltaire proclamase que «la libertad consiste en depender tan sólo de las leyes» 50; o, en fin, que una vez alcanzada la plena simplicidad y racionalidad de las leyes mediante la codificación, se proyectara confiar la interpretación del Derecho a jurados populares 51. La filosofía de las leyes uniformes, precisas, abstractas y generales alcanza su cénit en el movimiento codificador que, como diría Wieac45
Vid. la caracterización del contrato social que obliga a cada súbdito «como si» hubiera prestado su acuerdo, aunque de hecho pueda prescindirse del mismo, I KANT, «En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve en la práctica» (1793), en Teoría y Práctica, ed. de M. F. Pérez López y R. Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 1986, pág. 37. 46 U. CERRONI, Kant e la fondazione della categoria giuridica, Giuffrè, Milano, 1972, pág. 193. 47 Vid. I. KANT, La Metafísica de las costumbres, citado, par. 49, pág. 150 y s. 48 D. DIDEROT, «Observaciones sobre la Instrucción... », citado, pág. 211. 49 SAINT-JUST, «Discurso sobre la Constitución... », citado, pág. 93. 50 VOLTAIRE, «Pensamientos sobre la Administración pública», XX, en Opúsculos satíricos y filosóficos, ed. de C. R. Dampierre, Alfaguara, Madrid, 1978, pág. 194. 51 Vid. A. PADOA-SCHIOPPA, La giura penale in Francia. Dai «philosophes» alla Costituente, LED, Milano, 1994.
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ker, conduce de la ciencia a la legislación 52; el legislador del Código es naturalmente el poder político, pero incorpora al mismo tiempo un carácter racional y universal, capaz de ofrecer en un cuerpo único y sencillo aquellas reglas que se suponen válidas para todo tiempo y lugar 53. El Código representa la expresión más definida y acabada del racionalismo entendido en la triple dimensión que indica Gómez Arboleya, esto es, como racionalismo utópico constructivo de la realidad, como racionalismo político edificador del Estado y unificador de la nación y, por último, como racionalismo burgués afirmador de la vida profana, libre e igual 54. El Código no es reflejo ni simple ordenación de viejas leyes y costumbres, no quiere consagrar lo existente, sino que encarna un diseño de nueva planta que pretende regular las relaciones sociales de un modo uniforme, preciso y claro donde nada pueda quedar al arbitrio del intérprete. Por eso, cabe decir que es en la euforia codificadora cuando la concepción del sistema jurídico se ha visto más ampliamente sometida a los dominios de la razón y de la lógica; creación y aplicación del Derecho aparecen entonces como perfectas operaciones racionales, pues si el Código constituye un monumento de la geometría social y jurídica, la interpretación por su parte ha dejado de ser un catálogo de casos, tópicos y argumentos para construirse a imitación del propio Código, esto es, como un silogismo perfecto. La filosofía ilustrada y la política de la Revolución aportaron el sustrato ideológico que a lo largo del siglo XIX permitiría alumbrar en Europa el más riguroso legalismo: la ley es la suprema y casi única fuente del Derecho, no reconociendo ninguna superior, y los jueces pueden y deben resolver todo conflicto con su único auxilio 55. Pese a los desmentidos de la experiencia 56 y pese a las críticas que, como veremos, se 52
F. WIEACKER, Storia del Diritto privato moderno , 2.ª ed., 1967, trad. de S. Fusco, Giuffrè, Milano, 1980, II, pág. 163 y s. 53 Vid. N. BOBBIO, Il positivismo giuridico, Giappichelli, Torino, 1979, págs. 69 y ss. Hay traducción de R. de Asís y A. Greppi, Debate, Madrid, 1993. 54 E. GÓMEZ ARBOLEYA, «El racionalismo jurídico y los Códigos europeos», II, en Estudios de Teoría de la sociedad y del Estado , Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962, pág. 508 y s; vid. también E. VIDAL, «Ilustración y legislación... », citado, págs. 205 y ss. 55 Vid. N. BOBBIO, Il positivismo giuridico, citado, págs. 189 y ss. 56 El legalismo revolucionario resulta ser, en efecto, más un mito que una realidad. Por distintas razones que aquí no procede desarrollar, como la reacción del principio monárquico o la práctica del sufragio censitario, la ley expresión del poder supremo encarnado en la soberanía del pueblo operó más como justificación ideológica que como instrumento efectivo de ordenación social; si se quiere, fue el instrumento para la legitimación del Estado empírico con las herramientas del Estado racional que ya anunciase Kant, según se ha visto en el texto. En este sentido, son particularmente interesantes las vicisitudes de la ley en el Derecho y en la ciencia jurídica de Alemanía; vid.
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formularon por parte del propio pensamiento jurídico decimonónico, la invocación a la voluntad general, a las virtudes intrínsecas de la ley y a su presunta capacidad para aunar la fuerza del poder con las Luces de la razón seguirán presentes casi hasta nuestros días como justificación o, si se quiere, como encubrimiento ideológico de la irresistible fuerza de la ley y de sus exigencias de obediencia incondicionada.
2. La decadencia de la ley Paulatinamente, sin embargo, esa armonía en apariencia perfecta entre razón y voluntad, entre ciencia y política, con que se inauguraba la experiencia legislativa del Estado liberal fue basculando en favor del segundo de los elementos enuniciados. Desde luego, se seguirá postulando el respeto a la ley, pero ya no se apela tanto a la racionalidad de su contenido cuanto a la autoridad de su origen, el poder político estatal o el espíriru popular, que en todo caso se resiste a cualquier intento de comprensión científica. «Hay, sin duda, pretensiones racionales frente al Derecho, pero no hay un Derecho racional», dirá Sthal 57. Ley es simplemente «la voluntad del legislador» 58. «El Estado es la única fuente del Derecho» 59. Al principio es, si quiere, un cambio de acento, de la razón a la voluntad, pero que tendrá importantes consecuencias ulteriores. Sin duda, esta reacción seguirá caminos distintos en Francia, Inglaterra o Alemania, pero en todo caso terminará haciendo prevalecer una idea de Derecho radicalmente distinta a la sostenida por el iusnaturalismo racionalista: el Derecho es ahora un fenómeno social, histórico y cambiante y, sobre todo, representa la manifestación de una voluntad, no la cristalización de una razón abstracta e intemporal. En suma, si ahora se podía escribir que «tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura» 60 era justamente porque tras sobre ello D. JESCH, Ley y Administración. Estudios de la evolución del principio de legalidad (1961), trad de M. Heredero, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1978, págs. 93 y ss.; Ch. STARCK, El concepto de Ley en la Constitución alemana (1970), trad. de L. Legaz, C. E. C., Madrid, 1979, págs. 117 y ss. 57 F. J. STAHL, Die Philosophie des Rechts , 5.ª ed., 1878, citado por F. GONZÁLEZ VICÉN, «Del Derecho natural al positivismo jurídico», en De Kant a Marx. Estudios de historia de las ideas, F. Torres, Valencia, 1984, pág. 206. 58 J. BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal , citado, pág. 91. 59 R. IHERING, El fin en el Derecho(1877), trad. de D. Abad de Santillán, Cagica, México, 1961, pág. 237. 60 J. H. VON KIRCHMANN, La jurisprudencia no es ciencia (1847), ed. de A. Truyol Serra, C. E. C., Madrid, 1983, pág. 29.
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la ley ya no se vislumbraba más que una voluntad desnuda, en ningún caso el fruto racional de un legislador también racional. De este modo, la razón se aleja de las explicaciones del Derecho positivo, que se identificará por referencia a una fuente de producción normativa suprema cuyas decisiones son un dato indiscutible para el jurista; fuente de producción que, por otra parte, tampoco aparece limitada por una Constitución o norma superior dotada de un contenido material o sustantivo capaz de condicionar de forma seria y efectiva la libertad política del legislador. Con todo, sería un error pensar que este progresivo descrédito de la ley en cuanto que instrumento al servicio de la razón supuso también una quiebra de su fuerza como fuente suprema del Derecho. Todo lo contrario: por motivos políticos propios de la Europa de la época, aunque sostenidos en viejos argumentos ilustrados y rousseaunianos, ya hemos dicho que el siglo XIX será el gran siglo del legalismo, es decir, de esa peculiar ideología jurídica que, prescindiendo de cualquier condicionamiento constitucional, confía a la ley la plena soberanía: la ley lo puede todo, no depende de nada y es un dogma para el jurista y, desde luego, para el juez. Las pretensiones en favor de un Derecho superior, todavía presentes en el liberalismo revolucionario a pesar de su fe inconmovible en la justicia de la ley, quedan por completo abandonadas; la ley es, sí, la expresión de una voluntad política que no tiene por qué coincidir con la razón, pero la ley es indicutible y nada la condiciona, hasta el punto de que los propios derechos fundamentales se concebirán, no como una limitación externa que pesa sobre el poder político, sino como una autolimitación del Estado, esto es, de la ley: con «el reconocimiento de la personalidad del individuo el Estado se limita a sí mismo» 61, de manera que el ciudadano no ostenta unos derechos previos en su calidad de individuo, sino que cuando ejerce sus derechos actúa en realidad como órgano del Estado 62. Sin embargo, esta supremacía política de la ley, que practicamente se prolonga hasta el Estado constitucional de nuestros días, ya no era para los juristas del siglo XIX la supremacía racional de la Ilustración, aun cuando los argumentos de ésta no dejaran por completo de invocarse en forma más o menos retórica. En efecto, cabe decir que es entonces cuando a la ciencia del Derecho no le queda más objeto que la interpretación, pues si la ley es fruto 61
G. JELLINEK, Sistema dei diritti pubblici subbiecttivi (2.ª ed. 1905), trad. de G. Vitagliano, Società Editrice Libraria, Milano, 1912, pág. 95. 62 Vid. C. F. VON GERBER, «Sui diritti pubblici» (1852) en Diritto Pubblico, a cura de P. Lucchini, Giuffrè, Milano, 1971, pág. 33.
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de la voluntad, de la ideología del poder o de una formación espontánea y cosificada, resulta por completo improcedente ensayar una ciencia de la legislación. Si cuando alumbró el racionalismo del XVII la «interpretatio» quedó relegada a los «prácticos» 63, ahora serán los intérpretes del Derecho quienes tiendan a monopolizar la razón, pudiendo expresar incluso un cierto desprecio hacia quienes pretendan investigar las «razones» del poder político que diseña la ley o del pueblo que da vida a la costumbre. Como el iusnaturalismo, también el positivismo creó su propio modelo de racionalidad y, sobre todo, delimitó un nuevo ámbito en el que tal modelo podía desarrollarse. En lineas generales, la transición del iusnaturalismo al positivismo supone el desplazamiento de la razón desde la creación a la aplicación del Derecho; pues, como observa Bobbio, no es lo mismo «el Derecho de la razón» que «la razón en el Derecho» 64 Pero el alejamiento de la ciencia del Derecho respecto de los problemas de la legislación no respondió sólo a esa impronta voluntarista que ofrece el positivismo, sino también a la propia destrucción práctica del mito del legislador racional. El lento pero inexorable caminar de las corrientes antiformalistas desde mediados del siglo XIX será una continua denuncia de la falta de racionalidad de la ley, del fracaso histórico del Código como cuerpo normativo con vocación de exhaustividad y eternidad, y no deja de ser interesante subrayar que la creciente reivindicación de la figura del juez correrá paralela a un proceso de descrédito o decadencia de la ley 65. Singularmente el Código, que había representado la esencia del racionalismo legislativo, mostrará pronto su envejecimiento y su incapacidad para dar respuesta a la rápida evolución de la sociedad industrial 66, hasta el punto de que un autor tan moderado como Geny no duda en proclamar que «la ley, como toda obra humana, será siempre incompleta», criticando las «ilusiones racionalistas» que concibieron la legislación escrita «a semejanza de una obra divina, como una revelación completa y perfecta del Derecho, que a priori bástase a sí misma, vaciada en un sistema de una exactitud matemática» 67. 63
Vid., por ejemplo, H. GROCIO, De iure belli ac pacis (1625), trad. de J Torrubiano, Reus, Madrid, 1925, Prolegómenos, 30 y 31, pág. 24 y s. 64 N. BOBBIO, «La razón en el Derecho. (Observaciones preliminares)», citado, págs. 19 y s. 65 De ello me ocupé en Ideología e interpretación jurídica, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 31 y ss. 66 Baste recordar la escasísima atención que presta el Código a una de las relaciones jurídicas fundamentales del mundo contemporáneo como es la relación laboral. 67 F. GENY, Método de interpretación y fuentes del Derecho privado positivo (1899), 2.ª ed., Reus, Madrid, 1925, pág. 115 y 247.
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Resultaría de todo punto imposible describir aquí los itinerarios de lo que suele calificarse como antiformalismo, una amplísima y no del todo homogénea corriente de pensamiento que tal vez pueda hacerse partir del segundo Ihering 68 y que pasando por la jurisprudencia de intereses de Heck, el pragmatismo de Duguit, el Derecho libre o el realismo norteamericano alcanza nuestros días en posiciones como las de la tópica y la hermeneútica. Con mayor o menor énfasis en los distintos autores, estos serían sus rasgos principales, rasgos que en lo sustancial suponen un desplazamiento de la ley en favor de la interpretación: primero, el Derecho legal envejece y es incapaz de ofrecer respuestas a los nuevos conflictos, lo que provoca tanto la aparición de lagunas como el mantenimiento de soluciones obsoletas e insatisfactorias. Segundo, el Derecho no tiene, como pretende, un carácter sistemático o coherente, lo que de nuevo deja en manos del juez la respuesta ante el caso concreto. Tercero, el Derecho no puede quedar encorsetado en la ley del Estado, pues existen fuentes sociales que compiten con ella y que han de ser también ponderadas por el intérprete. Cuarto, la letra de la ley se muestra necesariamente insuficiente, en el sentido de que tras sus enunciados late un fin o interés social que remite a una constelación de valores que asimismo han de pesar en la decisión judicial. Por último, la comprensión de los enunciados jurídicos no es en ningún caso una tarea simplemente receptiva, pasiva o mecánica, sino que requiere una especial actitud hermeneútica donde la sociedad y la cultura recrean o renuevan el texto mudo de la ley. Dicho en pocas palabras, frente a lo que imaginó la «ciencia de la legislación», la ley no agota la experiencia jurídica; incluso, para los más radicales, será un obstáculo a la misma. El desprestigio de la ley se hace más patente en el primer tercio de nuestro siglo, en parte por una acentuación a veces exagerada de la crítica antiformalista, pero en parte también porque el voluntarismo positivista termina desembocando en un puro irracionalismo de consecuencias jurídicas antidemocráticas 69. Kantorowicz, tras asumir los lugares comunes que denunciaban la irremediable vaguedad y falta de plenitud de la ley, llegará a propugnar abiertamente un Derecho por encima de las leyes cuyo descubrimiento corresponde al intérprete. La comparación que traza entre las figuras del juez y del legislador ahorra 68
Me refiero al IHERING de La jurisprudencia en broma y en serio (1861), Revista de Derecho Privado, Madrid, 1933. Con el título de Bromas y veras en la juris prudencia ha sido traducida por T. Banzhaf, Ed. Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1974. 69 Sobre esta evolución en Alemania vid. J. A. ESTÉVEZ ARAUJO, La crisis del Estado de Derecho liberal. Schmitt en Weimar , Ariel, Barcelona, 1989.
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mayores explicaciones: al parecer, la garantía que ofrecen las sentencias incluso cuando son contrarias a la ley reside en el juramento de los jueces y en el hecho de que «desde luego, tienen más madurez que la mayoría de los miembros de los partidos que hacen las veces del legislador» 70. Fatalmente, los planteamientos del Derecho libre enlazan con la doctrina jurídica del nacionalsocialismo que, en contra de lo que pudiera suponerse a primera vista, representa el peor momento histórico para la ley como forma de ordenación segura y general —aunque, sin duda, en este caso injusta— de las relaciones sociales. La tesis de que existe un Derecho por encima de las leyes cuya definición corresponde idealmente al pueblo, pero que en la práctica se encomienda a un personaje esclarecido, conduce a la sustitución del Rechtsstaat por el Führerstaat . De este modo, el sistema de normas abstractas y generales que constituye el fundamento de la certeza aparece desplazado por el puro decisionismo del Führer y de sus delegados; decisionismo que, por principio, no puede cristalizar en un marco de normatividad, ya que expresa el espíritu mudable, imprevisible e irracional de la comunidad nacional 71. De ahí que un jurista de la época recomendase al juez que «se alce contra el texto y contra el fin de la ley cuando la aplicación de una ley antigua contraste con el sano sentimiento del pueblo», pues «cuanto más subjetiva y exclusivamente el juez se halle ligado a las ideas del nacionalsocialismo, tanto más objetivas y justas serán sus sentencias» 72; o que Carnelutti manifestase que no existe ninguna «verdadera razón por la cual un acto socialmente dañoso no expresamente previsto en la ley penal no pueda ser castigado» 73. Sería a mi juicio equivocado identificar esta crisis de la ley con una concreta etiqueta política 74, porque en realidad la conciencia de esa crisis o decadencia impregna toda la cultura jurídica europea, incluso después de la segunda gran guerra. Desde que el propio Carnelutti anunciase primero la crisis de la ley, más tarde la crisis del Derecho y por 70
H. KANTOROWICZ, «La lucha por la ciencia del Derecho» (1906), trad. de W. Goldschmidt, La Ciencia del Derecho, Losada, Buenos Aires, 1949, pág. 370. 71 Vid. la «Introducción» de E. GARZÓN VALDÉS al volumen Derecho y filosofía, Alfa, Barcelona, 1985; así como J. A. GARCÍA AMADO, «Nazismo, Derecho y Filosofía del Derecho», en Anuario de Filosofía del Derecho, VIII, 1991. 72 C. ROTHENBERGER, «La situazione della giustizia in Germania», Rivista de Diritto Pubblico, 35, 1943, págs. 4 y ss. 73 F. CARNELUTTI, «L´equità nel Diritto penale», en Rivista di Diritto processuale civile, 1935, pág. 116. 74 De hecho, por ejemplo, la crítica al legalismo se produce también en la primera teoría jurídica soviética; así, P. I. STUCKA, La función revolucionaria del Derecho y del Estado, ed. de J. R. Capella, Península, Barcelona, 2.ª ed., 1974, pág. 174.
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último su muerte 75, los diagnósticos se suceden, en general con un tono pesimista y evocador de las viejas virtudes del legalismo racionalista y liberal. Junto al conocido libro de G Ripert 76, multitud de estudios se propusieron esclarecer las causas de la crisis, delimitar sus efectos y aventurar soluciones; se analizó el problema desde las más variadas perspectivas: crisis del Estado moderno, del Derecho natural, crisis mundial, de la justicia, etc 77. Incluso se convocaron Congresos sobre el particular 78 y los Archives de Philosophie du Droit dedicaron un número monográfico al tema de «Le dèpassement du Droit» 79. En lineas generales, buena parte de estas reflexiones vienen a poner de relieve el alejamiento práctico de la experiencia jurídica respecto de los postulados fundamentales del legalismo racionalista forjados durante la filosofía de la Ilustración y en los albores del régimen liberal. La decadencia del Derecho, que es principalmente decadencia de la ley, deriva ante todo de un fenómeno si se quiere cuantitativo; la multiplicación de las normas o, lo que es lo mismo, la extensión de la normatividad a esferas antes exentas es algo que viene exigido por la complejidad de la sociedad moderna, por la intervención creciente del Estado y por el consiguiente aumento de los conflictos con relevancia jurídica, pero provoca una transformación cualitativa: la función de crear normas se escapa del ámbito de las Asambleas para ser asumida por el Ejecutivo, de manera que los tecnócratas sustituyen a la voluntad general y el decisionismo ante el caso concreto se impone sobre la generalidad de los viejos Códigos. Ello significa, además, el sacrificio de la seguridad y de la certeza en aras de la intervención circunstancial y cambiante, la lesión del principio de igualdad y de la homogeneidad jurídica y, en fin, la invasión del ámbito de autono75
«La crisi della lege», aparece en la Rivista di Diritto pubblico, 1930, I, págs. 424 y ss. ; «La crisi del Diritto» en Giurisprudenza Italiana, 1946, IV, col. 65-78; y ambos trabajos se reproducen en Discorsi intorno al Diritto , Cedam, Padova, vol. I, 1937 y vol. II, 1953. «La morte del Diritto» en La crisi del Diritto, Cedam, Padova, 1953, págs. 117 y ss. 76 Le déclin du Droit , L. G. D. J., París, 1949. 77 Así, C. JEMOLO, «Il nostro tempo ed il Diritto», en Archivio Giuridico, vol. CVII, 1932, págs. 124 y ss; P. MOSSA, «La crisi del Diritto in Europa», en Nuova Rivista de Diritto Commerciale, IV, 1951, págs. 211 y ss. ; G. DEL VECCHIO, «La crisis del Estado», en Persona, Estado y Derecho, trad. de M. Fraga, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957, págs. 410 y ss. 78 Las Actas del realizado en la Universidad de Padua se recogen en el volumen ya citado La crisi del Diritto del que hay traducción de M. Cheret, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1961. 79 En realidad, el tema propuesto por los Archives para el número de 1962 era el de la superación o desaparición del Derecho, sobre todo en las obras de Comte y Marx. Sin embargo, varias de las comunicaciones presentadas enfocaron la cuestión desde la perspectiva de la crisis del Derecho aquí comentada; así las de Burdeau y Batiffol.
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mía y libre disposición por parte de normas imperativas. Como expresa gráficamente Ripert, «todo se convierte en Derecho público» 80, añorando con ello aquella edad en que las leyes de policía no eran sino la garantía externa del nucleo esencial del Derecho, formado justamente por el Derecho privado donde, desde Domat, se había instalado en lo fundamental el Derecho de la naturaleza. En realidad, estas denuncias, que como veremos siguen en parte escuchándose en el actual pensamiento jurídico, no se dirigían sólo al fracaso práctico de un cierto modelo de fuentes o de legislación, sino que encerraban un lamento ante el deterioro de los tres grandes valores del Estado liberal de Derecho: la seguridad, la libertad y la igualdad formal. De entrada, la multiplicación de las leyes, la dificultad para ser conocidas y la frecuencia de sus modificaciones hace que la certeza se torne en inseguridad, frustrando la pretensión de ordenar la vida social mediante reglas sencillas, duraderas y respecto de las cuales pueda presumirse razonablemente su general conocimiento. En segundo lugar, la igualdad se ve comprometida por la naturaleza particular, cuando no individual, de las normas jurídicas; la antigua generalidad y abstracción de los Códigos, pensada justamente como garantía de igualdad, cede paso ante regulaciones pormenorizadas y sectoriales no siempre justificadas. Finalmente, aquella ingenua fe revolucionaria en que la ley es necesariamente intrumento de libertad ha sido tantas veces desmentida por la experiencia de los dos últimos siglos que más bien se ha tansformado en la idea contraria: la ley es la primera amenanaza —o la segunda, después del reglamento— para los derechos. Es más, incluso en el marco privilegiado del Estado de Derecho, ha ocurrido que la invasión por el Derecho público de recintos antes reservados a la libre disposición de los sujetos privados, así como la ampliación del catálogo de materias y relaciones sociales relevantes para el legislador, se ha interpretado muchas veces como una invasión en el más sagrado recinto de libertad, que es la libertad en la esfera privada 81 De la legislación como victoria de la razón y garantía de los derechos a la legislación como triunfo de la arbitrariedad y amenaza para el indi80
G. RIPERT, Le déclin du Droit , citado, pág. 37. Por otra parte, hay que tener en cuenta que en la memoria reciente de la postguerra la imagen que se tenía de la ley no era precisamente la del Estado de Derecho. En este aspecto, conviene recordar que la reacción antipositivista o neoiusnaturalista que se produce a finales de los años cuarenta, sobre todo en Alemania, incluía también una dimensión deslegitimadora de la ley como instrumento capaz de garantizar por sí solo la seguridad y la libertad; de ahí que, una vez más, se hablase de un Derecho por encima de las leyes. Vid. sobre el particular el volumen de G. RADBRUCH, E. SCHMIDT y H. WELZEL, Derecho injusto y Derecho nulo, ed. de J. M. Rodríguez Paniagua, Aguilar, Madrid, 1971. 81
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viduo 82. Aun a riesgo de simplificar, este podría ser el resumen de la evolución histórica de la legislación desde mediados del siglo XVIII hasta prácticamente nuestros días, al menos si el juicio se funda en la literatura que venimos comentando; literatura que, sin duda, puede interpretarse como un síntoma de preocupación por la falta de calidad de las leyes, pero también como una confesión de la imposibilidad de hacer de ellas, de su origen y creación, un objeto de análisis científico. Una ley que ya no sirve al dictamen de las «Luces», sino que descansa exclusivamente en una voluntad que no necesariamente encarna intereses generales 83; una ley que se quiere casi eterna, pero que resulta cincunstancial y cambiante; que, como expresión de la soberanía, pretende agotar la esfera de regulación jurídica, pero que se ve desplazada por el reglamentismo del poder ejecutivo; que se postula como completa y coherente, pero que deja un notable espacio al desarrollo de la discrecionalidad judicial y administrativa; que ha nacido con la vocación de garantizar la más amplia libertad de los ciudadanos, pero que termina regulando imperativamente incluso su esfera privada, cuando no asfixiando esa libertad por completo. Si no me equivoco, esta es la opinión más o menos consciente y articulada, aunque en todo caso difundida, que sobre la ley se ha venido manteniendo por un importante sector del pensamiento. Y, en tales condiciones, parece innesario añadir que resulta muy poco fructífero intentar construir una «ciencia de la legislación», cualquiera que sea el sentido que se dé a esta expresión: el enunciado lingüístico en que se manifiesta la ley es, pues, el punto de partida de la reflexión jurídica; lo que suceda antes de su promulgación es cosa que puede interesar a los historiadores, sociólogos o moralistas, pero no a la llamada ciencia del Derecho.
3. La ley en la crisis del Estado legislador y unitario Muchos de los fenómenos que acabamos de enumerar y que definen el ocaso del concepto ilustrado de ley como expresión y al propio 82
Este es, por ejemplo, el diagnóstico de L. MADER: «la actividad legislativa es a los ojos de nuestros ciudadanos demasiado prolífica y demasiado lenta, liberticida e ineficaz», «La legislation: objet d´une science en devenir?», en AA. VV., La science de la legislation, P. U. F., París, 1988, pág. 12. 83 No procede hacerlo en este trabajo, pero la idea del texto podría conectarse asimismo con la crítica, más o menos justificada, a la práctica de la democracia representativa. Vid., por ejemplo, el panorama que se deduce del clásico libro de J. Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y Democracia (1942), Orbis, Barcelona, 1983. Una aproximación crítica, entre otras muchas, en P. SINGER, Democracia y desobediencia, trad. de M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 1985. Vid. también P. BACHRACH, The Theory of Democratic Elitism, London University Press, 1968.
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tiempo como instrumento de la razón, se mantienen hoy plenamente vivos e influyentes, incluso a veces con perfiles más acusados. Aquella ideología que quería ver en la ley la única o fundamental fuente del Derecho, encarnación indiscutible de la justicia legal emanada de la soberanía, abstracta y general en su contenido, y garantía de la certeza jurídica y de la previsibilidad de las acciones del ciudadano, se presenta sólo y en el mejor de los casos como un glorioso arcaísmo histórico, cuando no como una ideología legitimadora o encubridora de una realidad mucho más compleja y, por cierto, mucho menos luminosa para las pretensiones del legislador. Los nuevos síntomas, que en algún caso no son sino la prolongación de los que ya se advirtieron con anterioridad, pueden resumirse bajo las siguientes rúbricas: desplazamiento del Estado legislador por el Estado administrativo; desplazamiento del Estado unitario en favor de nuevos centros de producción jurídica situados tanto fuera como dentro del territorio de las antiguas naciones que —guste o no— llevan camino de dejar de serlo; desplazamiento de las fuentes estatales, antes tendencialmente monopolísticas, por renovadas fuentes sociales; y, muy especialmente, desplazamiento del Estado legislativo por el Estado constitucional o, si se prefiere, imperio de la Constitución sobre la ley 84. Pero adviértase que ahora ya no nos encontramos ante una crisis de confianza en la racionalidad de la ley, sino ante una crisis de la propia ley; los fenómenos indicados no vienen a subrayar una vez más el origen voluntarista de la ley o sus insuficiencias de todo orden, sino a denunciar el fin de la ley como fuente suprema y plenamente autónoma del Derecho. Si a partir de la censura iniciada por el antiformalismo entró en decadencia la ideología legalista, a partir del Estado constitucional lo que se produce principalmente es una crisis de la práctica legalista. Lo que hemos llamado desplazamiento del Estado legislador por el Estado administrativo es, en realidad, una consecuencia del llamado Estado social, crecientemente intervencionista en las esferas económicas y sociales antes confiadas a la autonomía de la voluntad. La idea del Derecho que sostenía Ihering 85, por ejemplo, se corresponde perfectamente con la concepción racionalista de ley propia de la codificación, pues si el Derecho se entiende como una técnica neutral dirigida a esta84
Un diagnóstico bastante parecido puede verse en el reciente trabajo de L. HIERRO, «El imperio de la ley y la crisis de la ley», Doxa, 19, 1996, págs. 287 y ss. 85 «El comercio y la industria, la agricultura, la fabricación, el arte y la ciencia, las costumbres domésticas se organizan en lo esencial por sí mismas. El Estado con su Derecho interviene sólo aquí y allá en la medida que es inevitable para asegurar el orden que se han dado esos fines a sí mismos contra la lesión... », El fin en el Derecho, citado, pág. 83.
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blecer las «reglas del juego», pero sin participar en el juego, bastan normas simples, abstractas y generales, esto es, leyes 86; pero si, en cambio, el orden jurídico no puede quedar ajeno al sistema de producción e intercambio, a la garantía de mínimos existenciales o a la atención de ciertas necesidades 87, es evidente que sus normas habrán de adquirir una nueva y si se quiere contradictoria fisonomía: de un lado, claúsulas generales indicadoras de los grandes objetivos o finalidades de la acción política en las que muchas veces falta el supuesto de hecho concreto para la aplicación de la norma o la concreta determinación de la conducta debida 88; de otro, reglas mucho más pormenorizadas y singulares, por lo común circunstanciales y cambiantes y, por tanto, firmes candidatas a suscitar contradicciones, reiteraciones y zonas de penumbra. Si las primeras, las claúsulas generales o principios programáticos, suelen hoy aparecer en las Constituciones, las segundas, las reglas de detalle, suelen ser patrimonio de los reglamentos: la ley queda, si así puede decirse, «emparedada» entre el poder constituyente y el poder Ejecutivo 89, limitándose en ocasiones a especificar ligera y superficialmente la orientación constitucional para luego conferir una amplia habilitación en favor del Gobierno. El proceso parece irreversible. Como observa Hesse, si en el Estado liberal «los grupos sociales habían desarrollado sus antagonismos fuera y por debajo del firme marco del orden estatal», es decir, de forma ajena a una ley que tan sólo marcaba las reglas del juego, «ahora dirigen sus aspiraciones y expectativas de forma inmediata al poder político y a su centro, el Estado gobernante y administrador» 90. De este modo, la creación de las leyes se escapa al menos materialmente del ámbito parlamentario para ser asumida por los expertos de la Administración 91; el decisionismo de la norma particular se impone sobre la generalidad y abstracción de la ley; y, una vez más, todo deviene Dere86
Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo del Diritto privato moderno, Jovene Editore, Napoli, 1993, pág. 75. 87 Con alguna exageración dice E. FORSTHOFF que «el hombre moderno no solamente vive en el Estado, sino del Estado», «Problemas constitucionales del Estado social» (1961), en W. ABENDROTH, E. FORSTHOFF y K. DOEHRING, El Estado social, trad. de J. Puente Egido, C. E. C., Madrid, 1986, pág. 50. 88 P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo..., citado, pág. 75. Sobre este aspecto volveremos más adelante. 89 Con razón habla PÉREZ LUÑO de una «hipostenia legislativa», El desbordamiento de las fuentes del Derecho , Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, Sevilla, 1993, pág. 81. 90 K. HESSE, «Concepto y cualidad de la Constitución»(1966), en Escritos de Derecho constitucional, trad. de P. Cruz Villalón, C. E. C., Madrid, 1983, pág. 11. 91 Vid., por ejemplo, M. GARCÍA-PELAYO, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, 1977, pág. 115.
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cho público, en el sentido de que cada día resulta menor el ámbito de autonomía y libre disposición de los particulares que se sacrifica, no en nombre de disposiciones generales y abstractas, sino de intervenciones administrativas singulares y de difícil conocimiento 92. Las consecuencias de todo ello no sólo son apreciables en el tipo de relación que se establece entre ley y Administración, sino también en la forma de producción y en la fisonomía de las propias leyes. En primer lugar, efectivamente, los reglamentos no sólo representan las normas más abundantes, «sino también las que mayor incidencia práctica tienen sobre la vida de los ciudadanos» 93, pues las nuevas funciones del Estado relacionadas con la gestión de los grandes servicios públicos o con la satisfacción de derechos sociales ya no son tareas del Estado legislativo simplemente ejecutadas por la Administración, sino tareas que suponen una amplia discrecionalidad en favor de ésta: «el principio de legalidad, es decir, la predeterminación legislativa de la actuación administrativa, está fatalmente destinada a retroceder» 94. Pero, en segundo lugar, ocurre también que la ley ha dejado de ser como era: ya no tanto fruto del debate público y transparente efectuado por la representación política, sino obra de las oficinas técnicas de la Administración; ya no tanto norma clara, general y abstracta, sino simple guía, con frecuencia vaga y genérica a la espera de su ulterior desarrollo. Y, por lo demás, cuando es la propia ley la que pretende desarrollar de forma pormenorizada alguna de las dimensiones del Estado social, entonces termina adoptando una fisonomía reglamentista y prolija, repleta de particularidades y excepciones; con lo que, en este último caso, el reglamento no desplaza a la ley, sino que ejerce sobre ella un efecto mimético 95. Por eso, no es contradictorio que, junto a la «hipostenia legislativa», Pérez Luño detecte también una «hipertrofia legislativa 96. 92
El añejo principio de que «todo lo que no está prohibido está permitido» sufre numerosas excepciones de la mano de un entramado normativo lleno de especialidades, donde la «previa autorización» se impone a la regla general de libertad, vid. G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil (1992), trad. de M. Gascón, con epílogo de G. Peces-Barba, Trotta, Madrid, 1995, pág. 36. 93 F. RUBIO LLORENTE, «El procedimiento legislativo en España. El lugar de la ley entre las fuentes del Derecho», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 16, 1986, pág. 106; ahora en La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), C. E. C., Madrid, 1993, págs. 289 y ss. 94 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 35. 95 Naturalmente, no deben interpretarse estas consideraciones como un lamento ante la superación del Estado como mero gendarme y, por tanto, tampoco como un llamamiento a la atrofia de las claúsulas sociales que contiene la Constitución; sobre este aspecto se insistirá en el Capítulo III. 96 A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, citado, pág. 80.
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Por tanto, parece que el problema de la calidad de las leyes tiene bastante que ver con la incidencia del Estado social en los procesos de producción jurídica. Como ha mostrado Atienza, la preocupación tradicional de los juristas se ha centrado en la racionalidad linguística y jurídico formal, que puede resumirse en el siguiente lema: una buena ley es aquella que asegura la buena comunicación del mensaje normativo y que se acopla de forma coherente y sin violencias dentro del con junto del sistema 97. El Estado social, sin embargo, viene a acentuar un tipo de racionalidad, no desconocida antes, pero que cobra ahora particular importancia: la racionalidad teleológica, donde el sistema jurídico es contemplado como un instrumento para alcanzar ciertos fines sociales. En el fondo puede no existir contradicción, pero la práctica plantea algunas dificultades, no sólo porque los economistas y otros expertos desplacen a los juristas en el momento de la legislación, aunque fatalmente estos recobren su competencia en la fase de aplicación 98, sino también porque los viejos ideales de simplicidad, generalidad o abstración resultan irremediablemente afectados por una normativa instrumental que tiene por objeto la organización de medios materiales y de servicios, la promoción de conductas y la prestación de bienes o la realización de actividades, todo ello orientado a la consecución de unos fines enunciados en la Constitución, que no especifica ni qué cantidad de medios han de utilizarse, ni qué grado de satisfacción del fin ha de alcanzarse. El reto, si es que puede asumirse, consistiría en lograr leyes como las pensadas por el racionalismo pero capaces de presentar un contenido normativo como el exigido por el Estado social. Pero si la ley se ve arrinconada por el reglamento, ambos lo son a su vez por nuevas formas de producción jurídica que suponen la quiebra del Estado unitario basado en la idea de soberanía indivisible, que fuera el marco político de florecimiento del legalismo. Dos fenómenos se hacen particularmente visibles y ni siquiera es preciso un examen jurídico de detalle para comprender que el que había sido fundamento político del concepto ilustrado de ley se halla en trance de hacerse pedazos: la denominada integración europea y el Estado de las autornomías representan un proceso de expropiación de la en otro tiempo competencia universal de la ley, y en cierto modo suponen una especie de viaje de vuelta, de contrapunto histórico a lo que fue el nacimiento del Estado moderno. Si éste se construyó mediante la expropiación de las facultades y representaciones de los poderes universales (el Imperio y la Igle97 98
M. ATIENZA, Contribución a una teoría de la legislación, citado, págs. 27 y ss. Ibidem, pág. 61 y s.
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sia) y particulares (feudalismo, autonomías locales, gremiales, etc.) 99, el momento actual parece caracterizarse por una expropiación de sentido contrario: del Estado a las instituciones supranacionales, y del Estado a unas instituciones «menores» que difícilmente pueden seguir considerándose parte de una entidad política unitaria. Por eso, cabe hablar tanto de una «supraestatalidad» como de una «infraestatalidad normativa» 100 Basta leer un solvente manual de Derecho europeo para descubrir las consecuencias de éste en el sistema de fuentes del ordenamiento interno: las normas comunitarias pueden crear derechos y obligaciones exigibles en todos los ámbitos, también en las relaciones entre particulares; ha de excluirse la aplicación de cualquier precepto, incluso legal, que entre en contradicción con el Derecho comunitario; consecuentemente, los jueces nacionales quedan directamente sometidos a este último y pueden rehusar la aplicación de la ley interna, otorgando preferencia a una regla comunitaria contra legem, etc. 101. Y todo ello con dos peculiaridades: primera, que el imparable crecimiento de las competencias supranacionales supone un paralelo desapoderamiento del legislador y con ello un desdibujamiento de la ley como fuente suprema del Derecho 102 ; y segunda, y sobre todo, que en las instituciones comunitarias productoras de este nuevo Derecho el peso de los Ejecutivos es notablemente superior al de cualquier otro órgano de base parlamentaria, de manera que por esta vía los Gobiernos pueden terminar haciendo lo que encontrarían vedado si recurriesen al reglamento. Tal vez estos fenómenos puedan considerarse muy saludables, pero, desde luego, no parecen serlo para la ley según la concepción de la misma que presentamos en el epígrafe primero. Algo parecido cabe decir del Derecho autonómico. Es verdad que las Comunidades Autónomas reproducen a pequeña escala los esquemas de supremacía y reserva de ley, así como que su Derecho mantiene un sistema de relación con el ordenamiento general del Estado bas99
Vid. M. GARCÍA-PELAYO, Del mito y de la razón en el pensamiento político, Revista de Occidente, Madrid, 1968, págs. 97 y ss. 100 A. E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del Derecho, citado, págs. 76 y ss. 101 Vid. A. MANGAS MARTÍN y D. J. LIÑÁN NOGUERAS, Instituciones y Derecho de la Unión Europea, McGraw-Hill, Madrid, 1996, pág. 445 y s. 102 Hasta el punto de que hoy se habla ya de un Derecho Constitucional común europeo, vid. A.-E. PÉREZ LUÑO, «Derechos humanos y constitucionalismo en la actualidad: ¿continuidad o cambio de paradigma?», en Derechos Humanos y Constitucionalismo ante el tercer milenio , A.-E. Pérez Luño (coord. ), M. Pons, Madrid, 1996, págs. 22 y ss.
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tante equilibrado y complejo 103. Sin embargo, los resultados que aquí nos interesan no son menos letales para el legalismo, pues si el Derecho comunitario viene a lesionar el carácter supremo del legislador, el Derecho autonómico ha puesto fin a su carácter unico; y es que ya no cabe hablar de un legislador y, por tanto, de una sola ley, igual y común para todos, sino que se hace preciso convivir con una multiplicidad de legisladores, cada uno con su competencia propia, exclusiva o concurrente, y cada uno portador de una legitimidad política en definitiva independiente y conflictiva. Visto desde la perspectiva pasiva, el desarrollo de distintos sistemas jurídicos en las «nacionalidades y regiones» lleva camino de arruinar el concepto tradicional de ciudadanía, que fue el fundamento del Estado unitario. Sin que desee conferir ninguna carga emotiva al diagnóstico, jurídicamente nos hallamos en un viaje de regreso a la Edad Media y a su pluralismo normativo. A las pretensiones monopolísticas de la ley sólo le faltaba el surgimiento de una nueva amenaza, y ha surgido: la revitalización de las fuentes sociales del Derecho; no ya de la venerable costumbre que contempla el Código civil, sino de formas de producción jurídica que discurren al margen de las instituciones estatales, aunque no por ello puedan calificarse de espontáneas o «desinstitucionalizadas». Aquí la competencia universal de la ley se ve desplazada por el protagonismo de los llamados agentes sociales, más favorables a dotarse de reglas pactadas y transitorias, condicionadas a los cambios en la relación de fuerzas, que a someterese a leyes «heterónomas» con vocación de generalidad y permanencia 104 . Es verdad que esos acuerdos tienden a cristalizar en leyes o en otras normas estatales pero, para entonces, éstas han perdido aquel carácter impersonal, objetivo y de proyecto abstracto de racionalización para convertirse, por así decirlo, en leyes contractuales al servicio de intereses particulares o sectoriales 105; esas leyes por tanto «no obtienen la fuerza vinculante de los poderes constitucionales, sino del previo acuerdo de los grandes grupos organizados» 106. Resulta sencillamente admirable (aunque explicable) el extraordinario interés social que suscitan, por ejemplo, las negociaciones entre patronal y sindicatos, o entre cualquier grupo profesional y la Administración, y, como contraste, el general desinterés, cuando no desprecio, que se muestra ante los debates parlamentarios; y es que hoy muchas de las 103
Vid. M. GASCÓN, «La estructura del sistema: relaciones entre las fuentes», capítulo IX de J. BETEGÓN, J. R. DE PÁRAMO y L. PRIETO, Lecciones de Teoría del Derecho, citado. 104 Vid. N. BOBBIO, Contratto sociale, oggi, Guida Editore, Napoli, 1980. 105 Vid. G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 38. 106 N. IRTI, L´età della decodificazione, Giuffrè, Milano, 1979, pág. 23.
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decisiones importantes para el ciudadano no se preparan en la cocina del legislador, que presuntamente es portavoz de la voluntad general, sino en el terreno de la negociación entre partes, naturalmente interesadas y parciales. En este sentido, parece haberse iniciado un camino que es en cierto modo contradictorio con el intervencionismo que anteriormente atribuíamos al Estado social, que es el camino de la desregulación: donde teníamos que encontrar una ley nos hallamos ante un acuerdo o convenio colectivo, y donde cabía esperar un convenio colectivo aparece el vacío jurídico de la autonomía de la voluntad, que es decir de la negociación donde lo que cuenta es la fuerza de las partes implicadas. Sea como fuere, un nuevo retroceso de la ley, de aquella norma nacida para regular de una forma «heterónoma», objetiva, imparcial y al servicio del interés común el conjunto de las relaciones sociales; y que esta vocación fuese desmentida en la práctica no es obstáculo para valorar que esa era precisamente la ideología del legalismo. Sin embargo, las amenazas para la ley no residen sólo en el siempre tendencialmente «independentista» reglamento, ni en el complejo e imparable desarrollo del Derecho comunitario o del Derecho autonómico, ni siquiera tampoco en la creciente autonomía de los agentes sociales o de los propios sujetos privados. Todo ello es cierto y, por lo demás, de notable influencia. Pero, desde un punto de vista jurídico, tal vez la cuestión decisiva que reduce y devalúa las dimensiones tradicionales de la ley tiene un nombre y unos protagonistas: el Estado constitucional y los jueces.
4. La ley en el Estado constitucional El concepto de Estado constitucional o de constitucionalismo requiere algunas precisiones. La primera es bastante obvia: si hace treinta años Elías Díaz comenzaba su Estado de Derecho y sociedad democrática anunciando que «no todo Estado es Estado de Derecho» 107 —y verdaderamente en la España de aquellos años esta adventencia no era tan obvia—, ahora conviene afirmar que no todo sistema jurídico dotado de un texto más o menos solemne llamado Constitución o Ley Fundamental es un Estado constitucional. Hace ya tiempo que se divulgó la clasificación de Loewenstein entre Constituciones normativas, nomi107
La primera edición de este libro, por la que cito, fue publicada por Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1966, pág. 7. La octava edición revisada aparece en Taurus, Madrid, 1981.
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nales y semánticas 108 y ello nos ahorra mayores esfuerzos: de entrada, para que un Estado merezca el calificativo de constitucional es preciso que cuente con una auténtica Constitución normativa, esto es, con un documento jurídico capaz de regular y dominar el proceso político real; si, por el contrario, éste discurre al margen de lo prescrito (Constitución nominal) o simplemente encuentra en la norma la consagración formal de un puro sistema de dominación (Constitución semántica) entonces no merece la pena hablar de Estado constitucional como una forma política particular y distinta al Estado en bruto. Sin embargo, esta aproximación resulta algo pobre. Que exista un texto normativo capaz de organizar el poder y, por tanto, de limitarlo representa una caracterización cierta, pero excesivamente formalista si no se añaden algunos criterios o reglas que definan qué clase de organización y qué tipo de límites son procedentes. Y es que la idea del Estado constitucional no es tanto un concepto formal cuanto un concepto histórico que alude a una determinada forma de organización política que por mi parte no hay inconveniente en denominar con la fórmula más extendida de Estado de Derecho, si bien con las matizaciones que luego se harán. En el sentido que hoy asumen estas expresiones cabe decir que, en principio (pero sólo en principio), resultan equivalentes y sus rasgos más sobresalientes pueden resumirse en los cuatro siguientes: imperio de la ley, separación de poderes, legalidad de la Administración y respeto a los derechos y libertades fundamentales 109. Por tanto, en una ulterior precisión, el Estado constitucional o de Derecho puede identificarse en lineas generales con la forma política liberal democrática propia de los países occidentales y que, de una manera más o menos costosa, se abre paso en el resto del mundo. Con todo, cuando hoy se habla de Estado constitucional se quiere añadir una cierta especificación al concepto genérico de Estado de Derecho. De entrada, la idea que el Estado constitucional viene a subrayar de manera singular es la de limitación y control del poder, de todo poder, incluido el legislativo; cabe pensar en un Estado de Derecho estrictamente legislativo, como de hecho fue en lo fundamental el Esta108
K. LOEWENSTEIN, Teoría de la Constitución (2.ªed., 1969), trad. de A. Gallego Anabitarte, Ariel, Barcelona, 1976, págs. 217 y ss. 109 Que las expresiones Estado de Derecho y Estado constitucional pueden usarse en el lenguaje actual de forma indistinta lo prueba la sustancial coincidencia entre la caracterización que hace del primero ELÍAS DÍAZ, recogida en texto, Estado de Derecho y sociedad democrática , citado, págs. 18 y ss. ; y la que del segundo ofrece N. MACCORMICK, «Diritto, “Rule of Law” e democrazia», trad. de E. Diciotti e R. Guastini, Analisi e Diritto, a cura de P. Comanducci e R. Guastini, Giappichelli, Torino, 1994, págs. 195 y ss. Por lo demás, expresamente recoge E. Díaz la idea de supremacia constitucional como propia del Estado de Derecho, pág. 21.
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do liberal del siglo XIX, pero no en un Estado constitucional de absoluta e incondicionada supremacía de la ley. Por eso, es corriente leer que el rasgo definitorio del Estado constitucional es precisamente la existencia de un procedimiento efectivo de control de constitucionalidad de las leyes 110 o, más ampliamente, de control sobre el poder en general: «el problema del que parte el constitucionalismo, antiguo y moderno, es siempre el muy elemental de la relación entre derecho y fuerza, esto es, encontrar un fundamento (y también un límite) al poder en el primero y no ya en la segunda» 111. Como escribe Aragón, «cuando no hay control, no ocurre sólo que la Constitución vea debilitadas o anuladas sus garantías, o que se haga difícil o imposible su `realización´; ocurre, simplemente, que no hay Constitución» 112. Aquí ya encontramos una neta separación entre el Estado constitucional (o Estado de Derecho en el significado que hoy suele tener esta expresión) y el Estado de Derecho en la forma que éste adoptó en la Europa del siglo XIX, prolongandose prácticamente hasta el final de la segunda gran guerra. El Estado liberal decimonónico, en efecto, escamoteó la idea de soberanía popular y de poder constituyente para operar así un desplazamiento de la supremacía constitucional por la soberanía estatal, de la Constitución por la ley, anulando cualquier fórmula medianamente efectiva de control de constitucionalidad. De ahí que haya podido escribirse que «la doctrina europea-continental del Estado de Derecho no contempla, sino que rechaza, la presencia de un catálogo de derechos fundamentales», esto es, de derechos eficazmente situados por encima de cualquier norma o decisión estatal; por lo que, en realidad, en ese marco político sólo «existe un derecho fundamental, el de ser tratado conforme a las leyes del Estado» 113. La lenta y costosa evolución de la Justicia constitucional en Europa es en cierto modo la historia que conduce a la sustitución del Estado liberal de Derecho por el actual Estado constitucional 114, cuya caracterís110
Así, M. TROPER, «Il concetto di costituzionalismo e la moderna teoria del Diritto», trad. de P. Comanducci, en Materiali per una storia della cultura giuridica, XVIII, n.º 1, 1988, pág. 62. 111 N. MATTEUCCI, «Positivismo giuridico e costituzionalismo», en Rivista trimestrale di Diritto e procedura civile, XVII, n.º 3, 1963, pág. 1031. 112 M. ARAGÓN, «El control como elemento inseparable del concepto de Constitución», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 19, 1987, pág. 52. 113 M. FIORAVANTI, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, citado, págs. 113 y 120. 114 Sobre esa evolución vid. en general E. GARCÍA DE ENTERRÍA, «La posición jurídica del Tribunal Constitucional en el sistema español: posibilidades y perspectivas», en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 1, 1981, págs. 41 y ss.; también recogido en La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1991.
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tica fundamental es, como veremos, el control del poder y, ante todo y en primer lugar, el control sustantivo a partir de los derechos fundamentales. Quizás no sea muy interesante discutir si el Estado constitucional representa una continuación enriquecedora del viejo Estado de Derecho o es, por el contrario, una superación negadora del mismo 115; no cabe duda que algunos valores de nuestro sistema político tienen su origen en el Estado liberal del XIX , pero parece evidente también que otros representan una aportación de las Constituciones de postguerra. En concreto, la idea de que existe una norma jurídica superior a todos los órganos del Estado, que esa norma se nutre en gran parte de derechos fundamentales de los ciudadanos y que éstos pueden hacerlos valer incluso contra la ley, fueron ideas desconocidas durante muchas décadas en Europa y que suponen hoy la recuperación del significado histórico primigenio del liberalismo revolucionario que alumbró la Declaración de 1789 o, si se quiere también, la importación a Europa de los esquemas básicos del constitucionalismo norteamericano. No hace falta añadir que este es un nuevo motivo de crisis de la «santidad» de la ley: de fuente suprema y casi única a fuente subordinada y sometida al control de unos jueces que, por muy peculiares que sean en el llamado sistema de jurisdicción concentrada, no dejan de ser jueces, actualmente conectados además con la jurisdicción ordinaria a través de distintos procedimientos, como la cuestión de inconstitucionalidad o el recurso de amparo 116. Me parece, sin embargo, que para comprender plenamente la actual posición del legislador no es suficiente invocar por separado los aspectos que venimos comentando, sino que se precisa una interpretación de conjunto de los mismos. Porque puede existir, sí, una Constitución entendida como norma suprema, pero cuyo contenido sea fundamentalemente organizativo o procedimental, en la tradición kelseniana; pueden reconocerse también algunos derechos básicos, pero conferir al legislador una amplia libertad de configuración sobre los mismos o cer115
Que la mutación es cualitativa y no gradual parece sostener G. ZAGREBELSKY cuando habla de un «auténtico cambio genético... más que de una continuación, se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente a la concepción del derecho», El Derecho dúctil, citado, pág. 33 y s. 116 Allí donde existe la cuestión de inconstitucionalidad los jueces ordinarios realizan una tarea de «filtro» que supone irremediablemente una forma de interpretación constitucional, vid. R. GUASTINI, «Specificità dell´interpertazione costituzionale?», en Analisi e Diritto, a cura di P. Comanducci e R Guastini, Giappichelli, Torino, 1996, pág. 171 y s. Pero no sólo eso: la jurisdicción ordinaria hace también interpretación constitucional con motivo de la aplicación ordinaria de las leyes, buscando las soluciones más acordes o conformes con la Constitución; con motivo del enjuiciamiento de disposiciones reglamentarias; y, en fin, con motivo de la tutela de los derechos fundamentales que tiene inicialmente encomendada.
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cenar las posibilidades de tutela jurisdiccional frente a la ley, en la conocida tradición francesa 117; puede, en fin, articularse un sistema de justicia constitucional según un estricto modelo kelseniano que circunscriba su competencia al juicio abstracto sobre la constitucionalidad de las leyes, reservando además la legitimación a ciertos sujetos cualificados. La auténtica virtualidad del Estado constitucional de nuestros días reside en el modo de conjugar esos elementos y en la singular fortaleza atribuída a cada uno y al conjunto de todos ellos. El nucleo del constitucionalismo consiste en haber concebido una norma suprema, fuente directa de derechos y obligaciones, inmediatamente aplicable por todos los operadores jurídicos, capaz de imponerse frente a cualquier otra norma y, sobre todo, con un contenido preceptivo verdaderamente exuberante de valores, principios y derechos fundamentales, en suma, de estándares normativos que ya no informan sólo acerca de «quién» y «cómo» se manda, sino en gran parte también de «qué» puede o debe mandarse. Es la forma de combinar todos estos elementos lo que da lugar a un panorama lo suficientemente nuevo como para merecer un nombre propio donde el protagonismo ya no queda reservado al legislador, sino que aparece, cuando menos, compartido con la figura emergente del juez 118: el Estado constitucional. Sirviéndonos de un argumento de Alexy, creo que puede trazarse el siguiente perfil del constitucionalismo contemporáneo: más principios que reglas; más ponderación que subsunción; más jueces que legislador; y más Constitución que ley 119. Obviamente, como todo esquema que pretende resumir en cuatro palabras una realidad compleja, se requerirían numerosas matizaciones que aquí tan sólo cabe esbozar. De entrada, más principios (constitucionales) que reglas (legales) no significa que la solución de los conflictos jurídicos pueda ser encomendada en exclusiva a las directivas que emanan de los genéricos principios o derechos fundamentales, sino que éstos han de ser tomados en consi117
Vid. G. PECES-BARBA, «La protección de los derechos fundamentales en Francia a través del Consejo Constitucional», en Libertad, Poder, Socialismo, Civitas, Madrid, 1978, págs. 101 y ss. ; también A, LLAMAS CASCÓN, «Los principios fundamentales reconocidos en las leyes de la República», Revista de las Cortes Generales, n.º 15, 1988, págs. 59 y ss. 118 Con razón observa R. GUASTINI que, así como las Constituciones que tan sólo limitan u organizan los poderes están llamadas a tener un intérprete político, los propios órganos supremos que son objeto de regulación, aquellas otras que pretenden modelar las relaciones sociales mediante principios, derechos y directrices están llamadas a ser objeto de interpretación judicial, «Specificità dell´interpretazione costituzionale?», citado, pág. 170 119 R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. de J. M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1994, pág. 160.
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deración y que han de serlo, en primer lugar, para someter a juicio previo la propia validez de las leyes relevantes en el caso. Más ponderación que subsunción tampoco significa que ésta deje de ser operativa, sino que en todo caso la aplicación de principios se acomoda a un esquema particular que llamamos ponderación donde dos criterios en conflicto (v. gr., la libertad de expresión y el derecho al honor, como luego se verá) no se anulan ni excluyen con carácter general, sino que han de buscar su peso relativo en cada caso mediante un juicio de razonabilidad o de balance entre argumentos y razones 120. Más jueces que legislador no representa un llamamiento a prescindir de la tarea legislativa, que sigue siendo fundamental, sino una invitación al control de la misma por parte de quienes únicamente pueden hacerlo, que son los jueces 121. Y finalmente, como se comprenderá, más Constitución que ley no significa que la primera convierta en superflua a la segunda, sino sólo que esta última carece de autonomía porque siempre habrá de rendir cuentas ante la instancia superior de la Constitución. Con stitución. Visto desde la perspectiva de la tradición europea, parece que lo decisivo es la «sustancialización» o «rematerialización» de los documentos constitucionales 122, algo que viene a expresar una idea consolidada en la jurisprudencia alemana, la idea de que la Constitución encarna un «orden de valores» o una «unidad material», que incluso a veces, con innecesaria exageración, se califican de previos al ordenamiento jurídico positivo 123. Dicha «rematerialización» «rematerialización» u orden de valores supone que la Constitución ya no tiene por objeto sólo la distribución formal del poder entre los distintos órganos estatales, sino que está dotada de un contenido material, singularmente principios y derechos fundamentales, que condicionan la validez de las leyes y del conjunto de las normas: la Constitución en términos rigurosos «es fuente del Derecho en el sentido pleno de la expresión, es decir, origen mediato e inmediato de derechos y obligaciones, y no sólo fuen120
Sobre la ponderación vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales (1986), trad. de E. Garzón, C. E. C., Madrid, 1993, págs. 87 y ss. 121 Este es un aspecto que casi me atrevería a calificar de definicional. Por eso, cuando a veces se escuchan voces en favor de que el control sobre ciertos actos, por ejemplo los políticos, se sustraiga a la competencia judicial para ser encomendado a otros órganos políticos o mixtos, en realidad se viene a proponer una exclusión de los profesionales de la judicatura, pero no de las funciones judiciales: determinar si cierto acto o norma se ajusta o no a lo prescrito por el ordenamiento es un acto jurisdiccional, lo realice quien lo realice y cualquiera que sea la vaguedad del estándar considerado. 122 Tomo la expresión de M. LA TORRE, «Derecho y conceptos de Derecho. Tendencias evolutivas desde una perspectiva europea», Revista del del Centro Centro de Estudios Estudios Constitucionales, n.º 16, 1993, pág. 70. 123 Vid. K. HESSE, «Concepto y cualidad de Constitución», citado, pág. 5.
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te de las fuentes» 124. A partir de aquí se ha podido decir de «el conflicto entre derecho y moral se desplaza al ámbito del Derecho positivo» 125 o, como observa Ferrajoli, que el constitucionalismo moderno «ha incorporado gran parte de los contenidos o valores de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustrado», lo que ha propiciado un acercamiento «entre legitimación interna o deber ser jurídico y legitimación legitim ación externa ex terna o deber d eber ser extraju extrajurídico» rídico» 126. El papel que desempeñaba antes el Derecho natural respecto del soberano, lo desempeña ahora la Constitución respecto del legislador. Aunque suene algo exagerado, «difícilmente se podrá repetir que auctoritas non veritas facit legem»127; y es que, efectivamente, la ley sigue siendo expresión de una autoridad, pero de una autoridad sometida a la verdad, siquiera sea una peculiar «verdad» normativa. Las consecuencias que este fenómeno tiene para el modelo del Estado de Derecho legislativo son de primera magnitud: el legislador ya no es la viva voz del soberano, legitimado para dictar normas con cualquier contenido, sino que, sin convertirse tampoco en un autómata ejecutor ejecutor de la Constitución, ha de ajustar su política a las exigencias constituconstitu cionales, en ocasiones imprecisas y contradictorias, pero en todo caso fiscalizables fiscalizabl es por el Tribunal Constitucional. Constitucional. Por eso, creo que el modelo del constitucionalismo produce un acercamiento entre la racionalidad de la ley y la racionalidad de la sentencia. Dicho resumidamente, desde un punto de vista político en la ley han primado siempre los fines u objetivos: una buena ley es aquella que se propone buenos fines y es capaz de obtenerlos; mientras que la sentencia ha respondido a una racionalidad deductiva o sistemática: una buena sentencia o, mejor aún, una sentencia correcta es aquella cuya decisión se infiere de sus premisas y, en particular, de una premisa normativa. De ahí que los «considerandos» o la fundamentación sean indispensables en la sentencia y no lo sean en la ley 128. Pues bien, el constitucionalismo no es que apro124
F. RUBIO LLORENTE, «La Constitución como fuente del Derecho», en La Constitución española y las fuentes del Derecho, vol. I, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1979, pág. 62; ahora en La forma del poder poder..., ..., citado, págs. 79 y ss. 125 f ilosofía fía, E Garzón R. DREIER, «Derecho y moral» (1981), en Derecho y filoso (comp. ), Ed. Alfa, Barcelona, 1985, pág. 74. 126 L. FERRAJOLI, Diritto e Ragione. Ragio ne. Teoria Teoria del garantismo ga rantismo penale pena le, Laterza, Bari, 2.ª ed., 1990, pág. 360. Hay traducción de P. Andrés Ibáñez y otros, Trotta, Madrid, 1995. 127 M. LA TORRE, «Derecho y conceptos de Derecho. Tendencias evolutivas desde una perspectiva europea», citado, pág. 73. 128 Vid. E. BULYGIN, BULYGIN, «Sentencia judicial j udicial y creación de Derecho»(1966), en C. ALCH ALCHOURR OURRON ON y E. BUL BULYGIN YGIN,, Anál Análisis isis lógi lógico co y Der Derech echo o, C. E. C., Madrid, 1991, pág. 356.
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xime los «estilos» de legislación y jurisdicción, de manera que los considerandos pasen a ser esenciales en la ley o dejen de serlo en la sentencia, pero sí estimula un esquema de racionalidad más compartido 129, al menos por una razón fundamental: y es que si bien la ley no puede entenderse, ni siquiera idealmente, como una deducción de la preceptiva constitucional, resulta indispensable que tampoco entre en contradicción con ella, lo que requiere efectuar un juicio acerca de su racionalidad normativa no muy diferente del que supone comprobar la legalidad de una sentencia; en cierto modo, como hemos dicho, el antiguo juicio externo o ético sobre la justicia de la ley se ha transformado en un juicio interno o jurídico sobre su validez. Kelsen, que es seguramente quien mejor encarna el momento de transición del legalismo al constitucionalismo 130, vió estos «peligros» con suma claridad: «podrían interpretarse las disposiciones de la Constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la libertad, la igualdad, la moralidad, etc., como directivas relativas al contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidentemente equivocada...» 131. Pero al parecer las amenazas se han convertido hoy en virtudes: «la ley, un tiempo medida exclusiva de todas las cosas en el campo del Derecho, cede así el paso a la Constitución y se convierte ella misma en objeto de mediación. Es destronada en favor de una instancia más alta. Y esta instancia más alta asume ahora la importantísima función de mantener unidas y en paz sociedades enteras divididas y concurrenciales» 132. El Estado decimonónico aseguraba su homogeneidad gracias a la unidad política de la fuerza social (la burguesía) a la que servía. Algo muy distinto ocurre con el Estado constitucional, cuya homogeneidad o coherencia ha de reposar en la conciliación de valores contrapuestos que son reflejo de una sociedad pluralista y que, pese a su carácter tendencialmente contradictorio, se hallan recogidos por igual en la Constitución. Como explica Zagrebelsky, Zagrebelsky, esa ruptura del «monismo» y esa exigencia de hacer compatibles tendencias contradictorias contradictorias encuentra su 129
En favor de una relativizac relativización ión de las diferencias entre racionalidad racionalidad legislativa y judicial vid. también M. ATIENZA, Contribución a la teoría de la legislación , citado, pág. 98 y s. 130 Constitucionalismo porque Kelsen diseña una fórmula de control de constitucionalidad sobre las leyes; pero legalismo porque, como se ve en el texto, la Constitución kelseniana es ante todo una norma organiza organizativa tiva y procedimental que todavía ve con recelo la incorporación de claúsulas sustantivas obligatorias para el legislador legislador.. 131 H. KELSEN, «La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional)», trad. de J. Ruiz Manero, en Escritos sobre sobre la democracia democracia y el socialismo socialismo, Debate, Madrid, 1988, pág. 142. 132 G. ZAGREBELSKY, El Derecho Derecho dúctil, citado, pág. 40.
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reflejo en la disociación de los componentes del Derecho que en el siglo XIX se hallaban unificados o reducidos a la ley: los derechos humanos y la justicia 133. Que los derechos y la justicia se separan de la ley significa, obviamente, la recuperación del significado histórico original de la Constitución y, por tanto, el sometimiento del legislador a un orden superior: ni la justicia ni los derechos se agotan ya en la ley. Que los derechos y la justicia se separan entre sí supone la aparición en el seno mismo de la Constitución de un foco de tensión entre dos polos tendencialmente contradictorios, el subjetivista e individualista de los derechos y el objetivista y fundamentador de deberes que corresponde a la justicia 134; dos polos que han de conjugarse y armonizarse, pero no sólo a través de la ley, sino también en la actuación administrativa y en las sentencias de los jueces. La Constitución no ha venido simplemente a ocupar el papel de la ley, sino a diseñar un modelo de producción normativa notablemente más complejo, donde todos los sujetos encuentran, no un orden jerárquico unívoco, sino orientaciones de sentido conflictivo que exigen ponderación. Cabe decir que en la sociedades actuales el pluralismo ideológico ha reemplazado al monismo del Estado liberal de Derecho, y ello tiene su reflejo normativo en la Constitución. Así pues, la Constitución no es sólo una «super ley», sino algo distinto donde podemos encontrar directivas de actuación de sentido contradictorio, entre otras cosas porque por su carácter pactista o de consenso ha incoporado aspiraciones de distinta procedencia que, sin embargo, han de convivir y armonizarse. Porque, sin duda, las contradicciones normativas han existido siempre en las leyes, pero el intérprete, siguiendo los propios criterios legales, podía discernir con relativa seguridad qué debía de hacer: aplicar la ley superior, o la ley posterior, o, ya en el colmo de la discrecionalidad, considerar que una de ellas representaba una excepción o especialidad. Pero no ocurre exactamente así con la Constitución, cuyas normas no sólo son coetáneas y presentan la misma fuerza jurídica, como es obvio, sino que, según veremos, tampoco admiten o no admiten siempre la observancia del criterio de especialidad; ahora para saber «qué hacer» se requiere un ejercicio más complicado donde, a la vista de las circunstancias del caso, se otorgará preferencia a uno u otro de los criterios en conflicto, sin que ello implique necesariamente que en otro caso futuro la solución haya de ser la misma. La conservación ínte133
Vid. G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, capítulos 3 y 4. La distinción que acabamos de hacer entre los derechos y la justicia se corresponde en cierto modo con la que formula Fioravanti entre los elementos garantistas y directivos de la Constitución; los primeros indican al gobierno qué no puede hacer , mientras que los segundo le orientan acerca de qué sí debe hacer , Los derechos fundamentales..., citado, págs. 129 y ss. 134
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gra de la Constitución exige ponderar porque sólo así es posible conservar en pie de igualdad abstracta normas o derechos que reflejan valores heterogéneos propios de una sociedad plural que, sin embargo, se quiere unida y consensuada en torno a la Constitución. Y es justamente ese con junto de valores o principios tendencialmente contradictorios el que ha de servir de parámetro para el enjuiciamiento de las leyes. En este contexto se explica perfectamente el protagonismo de los jueces, y ello por dos motivos. El primero es que en una lógica y consecuente culminación del modelo de Estado de Derecho, el derecho a la jurisdicción se ha convertido prácticamente en universal, eliminando los espacios que antes representaban «inmunidades de poder» 135: ningún negocio privado, ningún acto o disposición administrativa, ninguna ley resultan hoy inmunes a la fiscalización jurisdiccional. Los caminos para lograrla pueden ser más o menos difíciles o tortuosos en cada caso, pero la supremacía constitucional se afirma sin excepciones. El segundo motivo presenta, si cabe, mayor importancia, pues la aplicación de la Constitución por parte de los jueces implica una transformación en el modo de juzgar que a la postre conduce a un incremento del margen de discrecionalidad: allí donde entran en juego los principios constitucionales aparece una exigencia de ponderación, esto es, una exigencia de justificación racional de la decisión que sólo vale o resulta aceptable para el caso concreto. Sobre este aspecto volveremos en el Capítulo II. Es verdad que los jueces no actúan de manera arbitraria, intuitiva o guiándose por la simple corazonada. Como es sabido, ellos invocan ciertos elementos de justificación, como la razonabilidad, la ponderación o la proporcionalidad; es más, el propio Tribunal Constitucional ha elevado esta exigencia de razonamiento, motivación y esfuerzo argumentativo a la categoría de condición de legitimidad o validez de las sentencias 136, pero este es el único límite; un límite que, a mi juicio, no garantiza la unidad de solución correcta, aunque permita eliminar algunas soluciones abiertamente incorrectas 137. 135
Parece indispensable recordar aquí el trabajo de E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lucha contra las inmunidades de poder en el Derecho Administrativo, Civitas, Madrid, 1974. 136 Vid. sobre estas y otras exigencias M. GASCÓN, La técnica del precedente y la argumentación racional, Tecnos, Madrid, 1993. 137 En palabras del Tribunal Constitucional, ante un conflicto entre principios o derechos fundamentales «se impone una necesaria y casuística ponderación» que en el caso concreto otorgará preferencia a una u otra norma y que puede conducir a cualquier resultado, con el único límite de que la decisión final «hubiese sido claramente irrazonada», STC, 104/1986. He tratado más ampliamente este asunto en Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 1997, cap. IV, 3.
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El protagonismo judicial no es, pues, una moda pasajera fruto de un gremial afán competitivo por robar cuota de pantalla a los políticos (perturbación psíquica que, de ser cierta, aquí no interesa), sino la cabal consecuencia de la supremacía constitucional. El triunfo de la ponderación sobre la subsunción conduce a la preeminencia del juez. Primero, porque en sentido estricto la ponderación es algo que puede hacer el juez, pero no el legislador: la ley contempla casos genéricos y no casos concretos, pudiendo establecer reglas favorables a uno u otro de los principios en eventual conflicto, pero sin dervirtuar a priori ninguno, pues ello equivaldría a la violación de la Constitución; de manera que el legislador podrá orientar la ponderación del juez, pero, aunque quiera, por su propia posición carece de facultades para sustituirle en esta labor, determinando la decisión que proceda a la vista del juego conjunto de los preceptos constitucionales y de las circunstancias del caso (dado que precisamente no puede tener esa «visión»). Dicho de otro modo: los conflictos entre principios son resueltos por el juez en el caso concreto, pero no pueden ser definitivamente cancelados por el legislador, pues eliminar la colisión con carácter general requeriría postergar un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre preceptos constitucionales que, sencillamente, supondría asumir un poder constituyente que el legislador no ostenta. Y segundo motivo, porque aun aceptando que, en sentido amplio, el legislador también pondera cuando desarrolla la Constitución, su ejercicio de racionalidad queda en cualquier caso sometido al que realice el Tribunal Constitucional, que siempre podrá ser requerido por un juez que considere que la regla que debe aplicar vulnera un principio constitucional relevante para el caso. Este es un problema cercano al que plantean las llamadas leyes interpretativas: ¿puede una ley interpretar la Constitución, no en el sentido más obvio de concretarla en el curso de la acción política o normativa, sino en el sentido de fijar con carácter general el significado de sus términos, la solución de sus conflictos internos o la prelación de sus disposiciones? El Tribunal Constitucional, en una famosa sentencia, quiso ofrecer una respuesta negativa 138 y por lo demás objeto de nota138
«Es cierto que todo proceso de desarrollo normativo de la Constitución implica siempre una interpretación de los correspondientes preceptos constitucionales, realizada por quien dicta la norma de desarrollo. Pero el legislador ordinario no puede dictar normas meramente interpretativas, cuyo exclusivo objeto sea precisar el único sentido, entre los varios posibles, que deba atribuirse a una determinado concepto o precepto de la Constitución, pues, al reducir las distintas posibilidades o alternativas del texto constitucional a una sola, completa de hecho la obra del poder constituyente y se sitúa funcionalmente en su mismo plano... », STC 76/1983 a propósito del Proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico.
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ble debate 139, si bien en otra posterior pareció rectificar, sosteniendo que el legislador, al operar sobre un concepto constitucional (en este caso, el de flagrancia a efectos de entrada y registro domiciliario, art. 18,2) desarrolla «la función que le corresponde de reflejar o formalizar en su norma el sentido de un concepto presente aunque no definido por la Constitución», por lo que «no cabe tachar de inconstitucional la formalización legislativa del concepto de delito a efectos de la entrada en domicilios, y ello sin perjuicio de que esa regulación legal ha de respetar el contenido esencial...» 140. Según creo, la cuestión está mal planteada y no conviene enredarse en la difícil cuestión de hasta dónde una ley representa simplemente una interpretación (buena o mala, esa es otra cuestión) de la Constitución, y a partir de qué momento se trasforma en una ley «meramente interpretativa» que, con carácter general, pretende reducir o precisar los significados de una disposición, eliminando así otras posibilidades interpretativas. La ley puede interpretar la Constitución, y punto; su validez dependerá, no del hecho de interpretarla, sino del contenido de esa interpretación, que estará fuera o dentro de los márgenes de significado que el Tribunal Constitucional atribuya al precepto constitucional examinado 141. Lo que la ley no puede intentar en modo alguno es erigirse en una interpretación auténtica 142, esto es, en una interpretación dotada del mismo valor que el texto interpretado, y esto por la sencilla razón de no ser el poder legislativo lo mismo que el poder constituyente. A mi juicio, la consecuencia en estos casos será la no vinculatoriedad de aquellos significados legales que anulen o cierren el paso a la operatividad de los significados constitucionales relevantes para el supuesto concreto, impidiendo su ponderación por parte del juez. En nuestro sistema el juez ordinario no está autorizado a dictar sentencias contra legem, pero tampoco viene obligado a dictarlas ciegamente secundum legem y, por tanto, si su fallo depende de la opción adoptada por la interpretación del legislador y considera que ésta conduce a un resultado incompatible con algún significado constitucional, deberá plantear la correspondiente cuestión ente el Tribunal Constitucional; resultado incompatible que 139
Vid., por ejemplo, los comentarios de S. MUÑOZ MACHADO, L. PAREJO y P. CRUZ en la Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 9, 1983, págs. 117 y ss. 140 STC 341/1993, de 18 de noviembre. 141 Esta fue la tesis de la ya citada sentencia 341/1993: la inconstitucionalidad de la ley obedecía, no a que pretendiese interpretar el concepto constitucional de flagrancia, sino a que lo hacía mal; a que el contenido de esa norma interpretativa no era conforme al contenido del precepto fundamental. 142 Sobre la interpretación auténtica de la Constitución vid. las consideraciones de R. GUASTINI, «Specificità dell´interpretazione costituzionale?», pág. 173.
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puede apreciarse bien porque en general el enunciado en cuestión no admita ninguna interpretación conforme a la Constitución, bien porque en el caso concreto su toma en consideración impediría el pleno juego hermeneútico de alguno de sus preceptos. Y, a propósito del Tribunal Constitucional, se atribuye a cierto profesor la ingeniosa frase de que «en España sólo hay un Tribunal Supremo y no se llama Supremo». Es verdad que el juicio abstracto de leyes, propuesto por el estricto modelo kelseniano como única competencia de la Justicia constitucional, ha sido hoy ampliamente superado o complementado, de manera que por diversos motivos 143 el Tribunal Constitucional lleva camino de convertirse en el Tribunal de la supercasación. Sin embargo, no es sólo esto: es que, además de legislador negativo y juez ordinario, el Tribunal cede a veces a la tentación de convertirse en legislador positivo. Esto es lo que sucede manifiestamente en las sentencias aditivas o manipulativas que operan sobre la disposición legal, pero no para eliminarla por inconstitucional, sino para mantenerla haciendo añadidos o alteraciones en el propio enunciado 144. Y, en cierto modo, ocurre también con el conjunto de las sentencias si entendemos, como sostiene un amplio sector doctrinal, que la ratio decidendi no vale únicamente como precedente autorizado, sino que tiene el mismo valor que el fallo, es decir, el valor de la ley 145. Con lo cual el legislador no sólo encuentra en el Tribunal un límite a su actuación, sino también un competidor. Que este panorama puede propiciar un activismo judicial, una jurisprudencia abiertamente valorativa en la que cada juez busque a su modo la justicia del aquí y ahora, es algo indudable, y no es nada ocioso advertir contra ese riesgo 146. Sin embargo, las propuestas que ultimamente se escuchan para domeñar a los jueces y restaurar la «dignidad» del legislador tampoco son de recibo. El mantenimiento de un sistema jurídico que se quiera coronado por una Constitución como la descrita tiene que pagar ese precio, un precio que supone confiar a los jueces la última palabra sobre la ley y, en general, sobre la legitimidad de toda norma o decisión. La ley conserva un ancho espacio de libertad política, que no es otro que el espacio que permite la Constitución, eso sí, interpretada 143
Pensemos en el recurso de amparo y en la cuestión de inconstitucionalidad, pero también en las sentencias interpretativas que le indican al juez cómo debe o no debe interpretar las leyes. 144 Vid. M. GASCÓN, «La justicia constitucional: entre legislación y jurisdicción», en Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 41, 1994, págs. 63 y ss. 145 Me remito a lo dicho en «Notas sobre la interpretación constitucional», en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, n.º 9, 1991, págs. 175 y ss. 146 Vid. L. DIEZ-PICAZO, «Constitución, ley, juez», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 15, 1985.
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por los jueces y, en último término, por el Tribunal Constitucional; pero la ley ha perdido definitivamente su autonomía porque sencillamente ha dejado de ser la fuente suprema del Derecho. Desde la perspectiva del legalismo, el balance puede parecer desastroso, pero en realidad resulta más equilibrado de lo que aparenta, no sólo porque el legislador dispone de un indiscutible margen para desarrollar sus proyectos sin interferencias, sino también porque la actividad judicial responde a unas fórmulas distintas y mucho más angostas que las que gobiernan la actividad legislativa 147; no es cierto que el juez pueda competir siempre y en todos los terrenos con el legislador, aunque, según parece, cuando lo hace juega con todos los triunfos en su mano. Por ello, me parecen difícilmente comprensibles aquellas posiciones que, sin mencionar siquiera a la Constitución, sostienen que «la renovación de los estudios sobre legislación» debe conducir a una especie de rehabilitación de la ley, que haga de ella «el criterio relevante» para la resolución de cualquier controversia; en especial si se acompaña de una segunda rehabilitación consistente en desempolvar el criterio de interpretación subjetivista o de indagación de la voluntad del legislador 148, haciendo de ésta el recurso «prioritario de interpretación de las normas» 149. No se entiende bien, en primer lugar, por qué el estudio sobre un objeto (la teoría de la legislación, por ejemplo) ha de ponerse al servicio del objeto mismo, la preeminencia de la ley dentro del sistema jurídico en este caso. Pero es que, sobre todo, en segundo término, una aproximación como la comentada parece olvidar por completo la transformación del Estado legislativo en Estado constitucional y el consiguiente desplazamiento parcial del legislador en favor del juez, cuyo protagonismo no responde a ningún escepticismo ante las reglas, ni se mueve sólo en las zonas marginales dejadas por el legislador 150, sino que se basa justamente en la existencia de una Constitución normativa repleta de disposiciones materiales o sustantivas. De haber algún «crietrio prioritario» de interpretación, éste no puede ser sino el de la interpretación más conforme a la Constitución, aunque sólo sea porque si una ley no admite ninguna interpretación conforme a la Constitución, sencillamente carece de validez. 147
Me refiero a las características que definen la pasividad procesal, de lo que me ocupé en Ideología e interpretación jurídica, citado, pág. 110 y s. 148 Digo desempolvar porque este fue el argumento predilecto bajo el régimen de monarquía absoluta, vid. G. TARELLO, L´interpretazione della legge, Giuffrè, Milano, 1980, págs. 364 y ss; también P. SALVADOR CODERCH, «Los materiales prelegislativos. Entre el culto y la polémica», en La compilación y su historia, citado, págs. 447 y ss. 149 V. ZAPATERO, «De la jurisprudencia a la legislación», citado, págs. 777 y 781. 150 Como sostiene V. ZAPATERO en el trabajo últimamente citado, pág. 778.
DEL MITO A LA DECADENCIA DE LA LEY...
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En resumen, cesión de soberanía en favor de las instituciones europeas, creciente asunción de competencias legislativas por parte de las Comunidades Autónomas, mantenimiento de la permanente rivalidad del Reglamento, revitalización de las fuentes sociales, crisis de los rasgos de racionalidad propios de la fórmula codificadora y protagonismo judicial como exigencia del Estado constitucional: este es el marco en el que hoy ha de moverse la ley. Si hace ya tiempo que pudo darse por perdida la fe ilustrada en las virtudes racionales de la ley, en su omnisciencia, quizás haya llegado el momento de perder también la fe en su omnipotencia. Sobre esta base, y no sobre otra más luminosa que haga abstracción de la importancia de estos fenómenos, me parece que puede retomarse hoy el cultivo de la vieja «ciencia de la legislación»; una ciencia cuya primera asignatura ha de tener por objeto el estudio de una validez que ya no se cifra sólo en el cumplimiento de ciertos requisitos formales, como básicamente ocurría en el Estado legislativo unitario, sino en el ajuste de la ley a un complejo entramado de normas superiores que distribuyen una competencia hoy compartida y que, sobre todo, diseñan un contenido de principios y derechos que condicionan de manera decisiva la acción del legislador.
II. DIEZ ARGUMENTOS A PROPÓSITO DE LOS PRINCIPIOS 1. Preliminar Tal vez los principios sean uno de los últimos y más vistosos artificios fabricados por los juristas, capaces de servir por igual a malabarismos conceptuales que a propósitos ideológicos, de valer lo mismos para estimular una cierta racionalidad argumentativa que para encubrir las más disparatadas operaciones hermeneúticas. Y quizá por ello los principios no gozan de la misma fama u opinión en todos los círculos jurídicos: la actual filosofía del Derecho creo que mayoritariamente saluda con satisfacción esta rehabilitación principialista, acaso porque encuentra en ella una cierta reacción antipositivista; aunque, por las mismas razones, otros ven en los principios una novedad peligrosa, cuando no una forma de contrabando ideológico 151. Asimismo, en el mundo forense y de la dogmática jurídica las opiniones tampoco parecen unánimes: si algunos temen que los principios se conviertan en una fuente inagotable de activismo judicial, otros elogian sus virtualidades como instrumentos de control sustancial frente a un Gobierno o Parlamento eventualmente desbocados 152. 151
Sin duda, el gran adalid de los principios es R. DWORKIN, quien los enarbola como bandera de una nueva concepción del Derecho superadora tanto del positivismo jurídico como del utilitarismo moral, que él concibe como dos caras de una misma moneda. Vid. singularmente Los derechos en serio(1977), trad. de M. Guastavino con un estudio preliminar de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona, 1984. En una linea semejante, si bien a mi juicio con planteamientos más meditados, vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales y El concepto y la validez del Derecho, ambos ya citados. Una posición mucho más escéptica a propósito de los principios puede encontrarse en la tradición positivista; por ejemplo, en H. HART, «El nuevo desafío al positivismo jurídico», Sistema, n.º 36, 1980; y en G. CARRIÓ, Principios jurídicos y positivismo jurídico, A. Perrot, Buenos Aires, 1970. 152 Aunque cada día está menos justificado distinguir entre teóricos y dogmáticos del Derecho, la división que comentamos en la nota precedente encuentra su refle-
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Seguidamente, trataré de desarrollar diez argumentos a propósito de los principios. He escogido esta fórmula expositiva porque creo que los principios no constituyen una doctrina coherente y más o menos unitaria, susceptible de aceptación o rechazo global, sino un nuevo tópico bajo el que se desarrollan ideas o argumentos de muy diverso género; algo así como un nombre que designa cosas muy diferentes. Concretamente y dispuestos a resumirlo en pocas palabras, bajo la invocación principialista parece posible adivinar lemas tan diferentes como los siguientes: más juez que legislador, más pensamiento problemático que razonamiento lógico, más Derecho que ley, más moralidad que Derecho, más pluralismo ideológico que coherencia axiológica, más integración de las diferencias que uniformidad política; en fin, me parece también que algo menos de relativismo ilustrado y bastante más de obligación de obediencia al Derecho; para decirlo en palabras de Zagrebelsky, un Derecho dúctil en lugar de un Derecho a secas. A su vez, estos diez argumentos serán expuesto de una forma bastante resumida y hasta excesivamente rotunda, al menos por dos motivos: primero, porque he tenido oportunidad de exponer mi punto de vista en varios lugares, e incluso de enriquecerlo merced a la crítica de algunos colegas 153; y, sobre todo, porque son tantos y tan relevantes las cuestiones vinculadas a la actual discusión sobre los principios que resulta imposible ensayar aquí una explicación más pormenorizada.
2. La expresión «principio» es tan imprecisa que acaso convenga prescindir de ella Ni en el lenguaje del legislador, ni en el de los jueces, ni en el de la teoría del Derecho existe un empleo mínimamente uniforme de la jo en los juristas más centrados en el estudio del Derecho positivo. Así, un firme defensor de los principios es E. GARCÍA DE ENTERRÍA; vid., por ejemplo, Reflexiones sobre la ley y los principios generales del Derecho, Civitas, Madrid, 1984. En cambio, uno de los primeros en advertir sobre los riesgos del principialismo constitucional fue L. DIEZ-PICAZO, «Constitución, ley, juez», citado. 153 Me remito, por tanto, a mis trabajos Sobre principios y normas. Problemas del razonamiento jurídico, C. E. C., Madrid, 1992, y «Dúplica a los profesores Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero», Doxa, n.º 13, 1993, cuya posición, en su día expresada en distintos artículos, aparece hoy en Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1996, Capítulo I. Con posterioridad he vuelto sobre el tema en el capítulo XIV de las Lecciones de Teoría del Derecho, con J. BETEGÓN, M. GASCÓN y J. R. DE PÁRAMO, citado. Finalmente, creo que uno de los estudios más esclarecidos sobre la cuestión de los principios es la tesis doctoral de A. García Figueroa que, con el título de Principios y positivismo jurídico, aparecerá próximamente en la editorial del Centro de Estudios Constitucionales. Las referencias que haré a esta obra se remiten a las páginas de la tesis doctoral.
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expresión «principios», hasta el punto de que, recordando la terminología de Hart, cabe decir que aquí la «zona de penumbra» resulta más amplia que el «nucleo de certeza». Por ejemplo, reciben el nombre de pricipios las normas que se suponen axiológicamente más fundamentales (la libertad o la justicia), las más generales o que inspiran amplios sectores del ordenamiento (la autonomía de la voluntad en Derecho privado o el principio de culpabilidad en Derecho penal), las que indican los fines de la acción estatal (el bienestar o el pleno empleo), las más vagas o que presentan indeterminado el supuesto de hecho de su aplicación (la igualdad), las que recogen algunos tópicos interpretativos (lo accesorio sigue a lo principal, argumento a fortiori), etc. Ante una gama tan amplia de significados y sirviendo a tan diversos objetivos, creo que lo más saludable es prescindir del nombre y atender a las cosas que en cada caso pretenden designarse, es decir, atender a los significados que realmente resultan relevantes y que, incluso a veces, pueden no aparecer bajo la denominación de principios. Por eso, las frecuentes polémicas acerca de los principios pueden en ocasiones ser engañosas, ya que en realidad se discute sobre cosas distintas. Aquí nos proponemos ofrecer sucinta noticia acerca de cuatro grandes problemas conectados al vocablo principios, a saber: si, y en qué sentido, los principios generales del Derecho constituyen una de las llamadas fuentes del Derecho, si existen diferencias morfológicas dentro del universo de las normas, si algunas técnicas interpretativas justifican que ciertas normas se denominen principios precisamente cuando se presentan como el objeto de tales técnicas, y si la moralidad está unida al Derecho a través de alguna clase de normas.
3. Los principios generales del Derecho no existen como fuente anterior a la interpretación Si entendemos literalmente que las fuentes del Derecho son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho, entonces con toda probabilidad los llamados principios generales aluden a una entidad fantástica. En efecto, si bien es frecuente expresarse en estos términos, cuando se dice encontrar un «principio general» en la Constitución 154, en la ley o en la jurisprudencia es que justamente ya no estamos en presencia de una norma «principial», sino constitucional, legal o jurispru154
Por ejemplo, la temprana STC de 2 de febrero de 1981 habla expresamente de «los principios generales del Derecho incluidos en la Constitución».
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dencial. Por tanto, necesariamente un «principio general» ha de ser algo distinto; pero ¿cabe algo distinto? Desde una concepción positivista del Derecho, la respuesta me parece que ha de ser negativa; salvo que creamos en realidades metafísicas y, con ello, abracemos algún género de iusnaturalismo, el Derecho como fenómeno empírico no puede expresarse más que a través de la ley (en sentido amplio) o de la costumbre (incluida la judicial). Aceptar que existen normas que todavía no son ley (enunciados lingüísticos) ni costumbre (prácticas sociales), equivaldría a reconocer que existe un Derecho carente de una voluntad normativa que lo respalde. En realidad, bajo los llamados principios generales del Derecho no se esconde más que un llamamiento a la producción jurídica por vía de razonamiento o argumentación, suponiendo que se pueden obtener normas a partir de normas 155. Naturalmente, ello sólo puede mantenerse al precio de reconocer que el razonamiento jurídico no sólo sirve para describir el Derecho, sino también en cierto modo para crearlo; reconocimiento que no sólo es problemático para quienes mantengan una separación rigurosa entre voluntad y razón 156, sino que además colisiona frontalmente con la idea tradicional de que el jurista «encuentra» la norma en alguna de las fuentes del Derecho, sin poner nada de su parte. Los principios generales del Derecho, al igual que el muy cercano argumento analógico, constituyen, pues, una caso de creación de Derecho en sede interpretativa. Esto significa que las fuentes del Derecho no son en pie de igualdad la ley, la costumbre y los principios generales, sino más bien la ley, la costumbre y sus consecuencias interpretativas. Que esas consecuencias puedan presentarse en algún caso como consecuencias lógicas es una cuestión en la que no procede detenerse 157 Sí conviene advertir, sin embargo, que si los principios son normas de carácter reformulatorio, entonces difícilmente pueden servir a la misión básica para la que fueron concebidos, colmar las lagunas deja155
Vid. R. GUASTINI, «Produzione di norme a mezzo di norme. Un contributo all´analisi del ragionamento giuridico», en L. Gianformaggio y E. Lecaldano (eds. ), Etica e diritto. La via della giustificazione racionale, Laterza, Bari, 1986, pág. 173 y s. 156 Como advierte Kelsen, «una razón que crea normas es una razón que conoce y al mismo tiempo que quiere, es a la vez conocer y querer. Esta es la noción contradictoria de la razón práctica», «Justicia y Derecho natural», en H. KELSEN, N. BOBBIO y otros, Crítica del Derecho natural, trad. de E. Díaz, Taurus, Madrid, 1966. 157 Aludo a si, junto al criterio de legalidad, cabe hablar en el sistema jurídico de un criterio de deducibilidad en orden a establecer la pertenencia de las normas al ordenamiento, vid. A. CARACCIOLO, El sistema jurídico. Problemas actuales, C. E. C., Madrid, 1988, págs. 57 y ss. ; J. J. MORESO y P . E. NAVARRO, Orden jurídico y sistema jurídico, C. E. C., Madrid, 1993, págs. 37 y ss.
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das por la ley o la costumbre. Como escribe García Figueroa, «la elaboración de principios generales del Derecho esatá atribuida a la ciencia jurídica, sin que ésta pueda modificar la base del sistema», es decir, sin que pueda crear normas. «Sin embargo, tal modificación es precisamente lo que se requiere de los principios cuando son llamados in ultimum subsidium para la integración del sistema» 158
4. ¿Cómo entender los principios explícitos? Pero, con independencia de la terminología que se utilice, es evidente que cuando se alude a los principios no siempre se piensa en los principios generales del Derecho tal y como han sido descritos; mejor dicho, casi nunca se piensa en ellos, sino más bien en ciertas normas constitucionales, legales o jurisprudenciales que, no se sabe muy bien por qué, reciben el nombre de principios. Justamente, a propósito de los principios constitucionales se desarrolló en otra época una acalorada polémica acerca de su valor o fuerza jurídica 159, que hoy puede considerarse por completo superada: los principios recogidos en enunciados normativos tienen el valor jurídico propio de las fuentes que los reconocen, ni más ni menos. Con ello nos sale al paso un problema ulterior, que es el que ocupa los actuales esfuerzos de la teoría del Derecho: si los principios son normas, ¿merece la pena acuñar una categoría independiente?, la reiterada y casi machacona invocación a los principios que hoy se observa, ¿debe cargarse al capítulo no pequeño de la vacía retórica jurídica o, por el contrario, existe dentro del universo de las normas una tipología específica, la de los principios, diferente del resto de las normas, que llamaríamos entonces reglas? De entrada, conviene subrayar que aquí ya no cabe la respuesta tradicional de que los principios son las normas más fundamentales, más generales o más vagas, pues tales características son graduales, no permiten trazar una distinción rigurosa y además no tienen por qué concurrir conjuntamente en un mismo enunciado. De ser esta la diferencia, carecería de relevancia alguna. Quienes sostienen que, dentro del Derecho, existen dos clases de ingredientes sustancialmente distintos, las reglas y los principios, deben mostrar que hay alguna diferencia estructural o morfológica entre ambos, que es posible identificar algún rasgo que esté presente siempre 158
A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, citado, pág. 153. De ello da noticia el ya citado libro de G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, pág. 111 y s. 159
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que usamos la expresión principios (al menos, que la usamos en cierto sentido) y que nunca aparece cuando utilizamos la expresión reglas. Si, por el contrario se sostiene que unos mismos enunciados pueden operar a veces como reglas y a veces como principios, pero que esa operatividad o manera de funcionar es sustancialmente distinta, entonces la diferencia cualitativa no tendrá su origen en el Derecho, sino en el razonamiento o, como prefiere decir Alexy, en el lado activo y no en el lado pasivo del Derecho 160; reglas y principios no aludirán a dos clases de enunciados normativos, sino a dos tipos de estrategias interpretativas.
5. Los principios como normas abiertas. El caso de la igualdad En una aproximación muy elemental cabe decir que la norma jurídica se compone de tres elementos: el llamado supuesto de hecho o determinación fáctica (el que matare, el que comprare), el nexo deóntico o cópula de deber ser (será castigado, deberá pagar) y la determinación o consecuencia jurídica (X años de cárcel, el precio). Pues bien, a veces reciben el nombre de principios aquellas normas que carecen o que presentan de forma fragmentaria la determinación fáctica, es decir aquellas normas que, incluso eliminados los problemas de imprecisión o vaguedad, no podemos saber a ciencia cierta cuándo han de ser aplicadas. Si no me equivoco, esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que las reglas son cerradas y los principios son abiertos. Una norma es cerrada cuando resulta factible determinar exhaustivamente los supuestos de hecho de su aplicación y, por tanto, también sus posibles excepciones: «el que matare... salvo que sea menor de edad, actuase en legítima defensa», etc. En cambio, una norma es abierta cuando carece de un catálogo exhaustivo de supuestos en que procede o queda excluida su aplicación 161; por ejemplo, a la luz del art. 14 C.E., es imposible saber cuándo viene exigido un tratamiento igual ni cuándo se autoriza un tratamiento desigual. En efecto, la igualdad constituye un ejemplo paradigmático de norma abierta, o sea, de uno de los sentidos en que se usa la expresión principio. Los españoles son iguales ante la ley, pero determinar qué elementos o rasgos de hecho obligan a un tratamiento igualitario a ciertos efectos es algo que no nos suministra la norma, sino que requiere un juicio de razo160
Vid. R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, citado, pág. 173. En palabras de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO, «en las reglas las propiedades que conforman el caso constituyen un conjunto finito y cerrado, (mientras que) en los principios no puede formularse una lista cerrada de las mismas», Las piezas del Derecho, citado, pág. 9 161
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nabilidad: «toda igualdad es siempre, por eso relativa, pues sólo en relación con un determinado tertium comparationis puede ser afirmada o negada», y la fijación de ese tertium «es una decisión libre, aunque no arbitraria, de quien juzga» 162. El principio de igualdad se traduce con ello en una exigencia de fundamentación racional de los juicios de valor que son inexcusables a la hora de conectar determinada situación fáctica a una cierta consecuencia jurídica; las igualdades y desigualdades de hecho no son más que el punto de partida para construir por vía interpretativa igualdades y desigualdades normativas, pues el enunciado literal de la igualdad (art.14) tan sólo nos proporciona una orientación que siempre ha de ser completada por el razonamiento jurídico. Es más, incluso los «criterios prohibidos» (la raza, el sexo o la religión) son también relativos. Como ha reconocido el Tribunal Constitucional, «si esta carga de la demostración del carácter justificado de la diferenciación es obvia en todos aquellos casos que quedan genéricamente dentro del general principio de igualdad..., tal carga se torna aún más rigurosa en aquellos otros casos en que el factor diferencial es precisamente uno de los típicos que el artículo 14 concreta» 163. Se torna más rigurosa, pero en modo alguno deviene superflua: cuando concurre uno de esos criterios no reaparece la subsunción, sino que aún puede justificarse el tratamiento desigual mediante un especial esfuerzo argumentativo; luego tampoco podemos decir con absoluta certeza que los «criterios prohibidos» excluirán siempre una diferenciación normativa 164. Ahora bien, esta caracterización, ¿justifica la acuñación de una entidad normativa sustancial o cualitativamente distinta? Algunos lo han negado con distintos argumentos 165; tal vez el más atractivo es que, desde el punto de vista de la interpretación, el esfuerzo argumentativo y el género de valoraciones que son necesarias para eliminar la vaguedad de una regla cerrada no difiere en lo fundamental del que se requiere para «cerrar» un principio abierto 166; determinar que en el caso concreto concurrió legítima defensa porque los medios usado para repeler 162
F. RUBIO LLORENTE, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», Revista Española de Derecho Constitucional , n.º 31, 1991, pág. 12 y s. ; ahora en La forma del poder..., citado, págs. 637 y ss. 163 STC 81/1982. 164 Sobre la igualdad vid. más ampliamente el Capítulo III. 165 De nuevo me remito al libro Sobre principios y normas, pág. 33 y s. ; también al capítulo XIV de las Lecciones de Teoria del Derecho, con J. BETEGÓN, M. GASCÓN y J. R. DE PÁRAMO, citado. Vid. también la crítica de A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, citado, págs. 153 y ss. 166 Vid. J. C. BAYÓN, La normatividad del Derecho: deber jurídico y razones para la acción, C. E. C., Madrid, 1991, pág. 360.
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la agresión fueron adecuados y proporcionados y, por tanto, que queda desplazada la regla que castiga el homicidio, supone también una ponderación no muy distinta de la que se requiere para determinar, también en el caso concreto, que una diferencia normativa resulta adecuada y proporcional a la diferencia de hecho que la pretende justificar. Pero veámoslo con un ejemplo relativo a la propia igualdad. Que los españoles son iguales ante la ley es un principio abierto, pero que los trabajadores no deben ser discriminados por motivos religiosos parece más bien una regla cerrada (art. 4.2 c. del Estatuto de los Trabajadores), dado que aquí sabemos con certeza el supuesto de hecho (existencia de una relación laboral conectada a la pluralidad de credos religiosos) y la consecuencia jurídica (igualdad de trato). Ahora bien, en la hipótesis de una relación laboral dudosa (por ejemplo, un «mensajero»), la estrategia interpretativa puede ser doble: cabe plantear, en primer término, si el sujeto en cuestión es un trabajador o si analógicamente merece ser tratado como tal, en cuyo caso la consecuencia de la regla es clara; pero, aun rechazando la aplicación del Estatuto de los Trabajadores, todavía cabe plantear si el principio de igualdad es relevante en la relación jurídica del caso, que ya no sería un contrato de trabajo, sino uno civil de arrendamiento de servicios. En otras palabras, eliminar la vaguedad del concepto de trabajador en orden a la prohibición de una discriminación por motivos religiosos me parece del todo equivalente a cerrar la apertura del principio de igualdad a fin de incluir en el mismo a quienes prestan sus servicios en virtud de un contrato de arrendamiento.
6. Los principios como mandatos de optimización Un uso por completo diferente aparece en los llamados principios programáticos o directrices políticas, pues aquí la indeterminación no pesa sobre el supuesto fáctico, sino sobre la consecuencia jurídica. Un caso ejemplar nos lo ofrece el artículo 49 C.E.: «Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psiquicos...». Es posible conocer perfectamente en qué situaciones es relevante el precepto, los casos de minusvalías 167, pero, en cambio, permanece en la nebulosa qué clase de concreta obligación corresponde a los poderes públicos; 167
Sin duda, también el concepto de minusválido es impreciso y discutible, pero se diferencia del mandato de igualdad en que, eliminada la vaguedad, el precepto constitucional se aplica a un universo finito de personas o situaciones.
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éstos han de realizar «una política de previsión...», pero ¿a partir de qué nivel o grado de «empeño político» cabe decir que el precepto ha sido cumplido? Por ello, en esta acepción, los principios son calificados como «mandatos de optimización, que están caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades reales sino también de las jurídicas» 168. Las posibilidades jurídicas vienen dadas por el hecho de que en el caso concurra o no otra norma de sentido contrario, y de ello nos ocuparemos luego. La indeterminación de lo que Alexy llama «posibilidades fácticas» expresa la peculiaridad de las directrices, a saber: que estas normas no prescriben una conducta concreta, sino sólo la obligación de perseguir ciertos fines cuya plena satisfacción tampoco se exige 169. Por cierto que también otras normas que no son directrices sugieren una posibilidad de graduación; así las que exigen una determinada diligencia o las que sancionan la negligencia es evidente que admiten un cumplimiento gradual. Sin embargo, la diferencia estribaría en que estas últimas normas requieren siempre para cada caso un exacto nivel de cumplimiento, con independencia de que resulte difícil fijarlo: o se actuó con la diligencia debida o no se actuó diligentemente. Las directrices, en cambio, no requieren un grado preciso de cumplimiento 170.
7. Los principios de la justicia y los principios de la política En líneas generales, cabe decir que los principios entendidos como normas abiertas expresan derechos, son justiciables o propios de la 168 169
pág. 11. 170
R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 86. Vid. M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO, Las piezas del Derecho , citado,
Por eso, cabe decir que las directrices no son «conceptos jurídicos indeterminados», al menos tal y como estos aparecen perfilados por la doctrina. Vid., por ejemplo, E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La lucha contra las inmunidades de poder en el Derecho Administrativo, citado, pág. 35 y s. ; F. SAINZ MORENO, Conceptos jurídicos, interpretación y discrecionalidad administrativa, Civitas, Madrid, 1976. Con todo, y aun cuando se requeriría un estudio más detenido, en mi opinión la diferencia entre los conceptos jurídicos indeterminados y las directrices deriva de ciertos aspectos institucionales relativos al control judicial, más que de una cuestión sustantiva: existen distintos grados de diligencia en la actuación de un ciudadano como existen distintos grados en la protección que los poderes públicos deben brindar a los minusválidos, y en ambos casos cabría establecer (discrecionalmente, claro está) un límite por debajo del cual las obligaciones correspondientes resultan incumplidas.
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jurisdicción, mientras que los principios como mandatos de optimización expresan intereses y son propios de la política o legislación. Los primeros despejan el interrogante de «qué debemos hacer» aunque resulte indeterminado cuándo debemos hacerlo, mientras que los segundos ni siquiera informan de la concreta acción debida y, por tanto, no imponen una genuina obligación. Pretender la aplicación de un principio abierto es invocar un derecho y la tarea de «cerrarlo» es una tarea típicamente judicial ya que viene a concretar el supuesto de hecho al que es aplicable una norma ya existente. Pretender la aplicación de una directriz es defender un interés o programa político, pues supone que se dicte una norma que establezca los medios para alcanzar un fin valioso. Desde luego, esto no significa que las directrices no puedan ser tomadas en cuenta por la jurisdicción; el propio artículo 49 lo es en la sentencia relativa a la despenalización del aborto 171; el principio «promocional» del artículo 9.2 aparece invocado como fundamento de la asistencia gratuita de letrado 172; el principio de «protección frente a la necesidad» sirve nada menos que para considerar caduco un modelo de Seguridad Social basado en criterios contributivos 173, etc. Sin embargo, y a reserva de lo que se diga en el próximo capítulo, parece que de aquí no cabe derivar un reconocimiento genuino de pretensiones sub jetivas a partir únicamente de las directrices constitucionales 174, pues, entre otras cosas, ello representaría una intromisión exorbitante de la Justicia en el ámbito de la llamada dicrecionalidad legislativa 175. El Tribunal Constitucional así lo ha manifestado con insistencia: «es claro que corresponde a la libertad de configuración del legislador articular los instrumentos, normativos o de otro tipo, a través de los que hacer efectivo tal mandato constitucional (la protección de la familia), sin que ninguno de ellos resulte a priori constitucionalmente obligado» 176; los poderes públicos han de mantener un régimen de Seguridad Social (art.41), pero «disponiendo el legislador de libertad para modular la acción protectora del sistema» 177. 171
STC 53/1985. STC 42/1982. 173 STC 103/1983. 174 Y esto es lo que, a mi juicio, quiere decir el art. 53, 3.º C. E. cuando, con una redacción no muy afortunada, afirma que los principios rectores de la política social y económica (Capítulo III, Título I C. E. ) «sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen». 175 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 410 y s. 176 STC 222/1992. 177 STC 37/1994. 172
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Por ello, y aun cuando serían precisas mayores matizaciones, cabe decir que las directrices o mandatos de optimización sirven más para justificar y «defender» ciertas normas ya existentes que para exigir que se dicten otras nuevas; ofrecen cobertura a la política del legislador o del gobierno, pero no imponen ninguna política concreta. Sin duda, en ello influye la incapacidad del Tribunal Constitucional (a veces desmentida, como sabemos) para operar como un legislador positivo, pero creo que también la indeterminación de la consecuencia u obligación jurídica que caracteriza a estos preceptos: que el «pleno empleo» sea un objetivo constitucional proporciona cobertura a ciertas políticas que acaso puedan lesionar otros derechos o intereses, y que resultarían intromisiones injustificadas de no existir ese principio-directriz, pero en puridad no obliga a desarrollar ninguna concreta política.
8. La colisión de reglas y la colisión de principios Según una cierta opinión, no imcompatible con las anteriores, la distinción entre reglas y principios adquiere todo su interés cuando se compara su distinto modo de entrar en conflicto. La diferencia estribaría en lo siguiente: los principios poseen una característica que está ausente en las normas, que es su «peso» o «importancia» y, por ello, cuando dos principios se interfieren o entran en conflicto, ambos siguen siendo válidos, por más que en el caso concreto se conceda preferencia a uno de ellos; lo que no ocurre con las reglas «donde no podemos decir que una norma sea más importante que otra dentro del sistema», y de ahí que «si se da un conflicto entre dos normas, una de ellas no puede ser válida» 178. Hasta tal punto esta idea se considera fundamental que algunos piensan que, si en una colisión entre principios, uno de ellos no es siquiera tomado en consideración, tampoco cabe decir que es aplicado el otro principio: «en realidad viene aplicada una regla» 179. Este argumento ha sido particularmente desarrollado por Alexy. El autor alemán insiste en que un conflicto de reglas sólo admite una de estas dos soluciones: o bien se declara inválida una de las reglas, o bien se introduce una claúsula de excepción que elimine el conflicto, de manera que una de las reglas cederá siempre en presencia de la otra; en cambio, una colisión entre principios no se traduce en una pérdida de validez de alguno de ellos, sin que sea preciso tampoco formular una claúsula de excep178
R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 78. L. GIANFORMAGGIO, Studi sulla giustificazione giuridica, Giappichelli, Torino, 1986, pág. 117. 179
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ción con carácter general. Ciertamente, esto no significa que se apliquen simultaneamente ambos principios, sino sólo que «bajo ciertas circunstancias, la cuestión de la precedencia puede ser solucionada de otra manera» 180. Pero, ¿cómo decidir en cada caso? La respuesta encierra el nucleo de la distinción entre reglas y principios: el conflicto se resuelve mediante la «ley de colisión», que es la ponderación, es decir, «teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una relación de preferencia condicionada»181; pues si se estableciese una relación de precedencia absoluta o incondicionada estaríamos en realidad formulando una excepción a una de las normas, que sería, por tanto, una regla. Veámoslo con más calma. Imaginemos la norma (N1) que reconoce la libertad de expresión y la norma (N2) que obliga a todos a guardar el debido respeto a las autoridades. Es obvio que tales normas pueden entrar en colisión (así, en el delito de desacato). Pues bien, si aceptamos un criterio de precedencia que siempre otorgue prioridad a N1 o N2 nos hallaremos ante un conflicto de reglas y dicho criterio equivaldrá, en realidad, a una excepción: rige N1, salvo que se dé N2; o rige N2, salvo que se dé N1. En cambio, si aceptamos que en ciertos casos prevalece N1 y que en otros lo hace N2, entonces nos encontramos ante una colisión de principios, que debe solucionarse mediante la ponderación a la vista de las condiciones concretas. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: lo que hace que una norma sea un principio o una regla no es su enunciado lingüístico, sino el modo de resolver sus eventuales conflictos: si colisionando con una determinada norma cede siempre o triunfa siempre, es que estamos ante una regla; si colisionando con otra norma cede o triunfa según los casos, es que estamos ante un principio. Y conviene advertir que en el ejemplo propuesto hay además problemas de vaguedad que no deben confundirse; cabe discutir si el hecho en cuestión ofende al debido respeto, pero la cuestión de los principios aparece luego: dando como «probado» que el hecho en cuestión constituye ejercicio de la libre expresión y que simultaneamente ofende el debido respeto a la autoridad, las normas respectivas serán reglas si una se impone como excepción a la otra; y serán principios si depende de una ponderación de las circunstancias del caso. Vistas así las cosas, el argumento comentado resulta inatacable, pero quizás un tanto estipulativo. Es inatacable porque el criterio de preferencia sólo puede funcionar de alguna de las dos maneras enunciadas; no cabe una tercera posibilidad: o entendemos que N2 funciona siempre como excepción a N1, o entendemos que en algunos casos puede pre180 181
R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 89. Ibidem, pág. 92.
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valecer N1. Pero parece también estipulativo porque, desde esta perspectiva, algunas normas que habitualmente llamamos principios pueden funcionar como reglas; y algunas otras que los juristas suelen llamar reglas pueden funcionar como principios. Un derecho fundamental puede operar como regla en tanto no entra en colisión con otro derecho fundamental, en cuyo caso se transforman ambos en principios, como luego ilustraremos recordando la jurisprudencia a propósito del conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor. A su vez, un principio se transforma en regla cuando su hipotética colisión haya de saldarse con su pérdida de validez y, como reconoce Alexy, esto es lo que ocurriría si en el ordenamiento alemán (o español) se quisiera dar entrada al principio de discriminación racial, manteniendo como es lógico la vigencia del actual artículo 14 182. Asimismo, paradójicamente, un principio se convertiría en regla si fuese reconocido como absoluto, es decir, si se estableciese que triunfa siempre en caso de conflicto. Por último, un principio dejaría de funcionar como tal si se prevé con carácter general y estricto su orden en caso de conflicto con otra norma; por ejemplo, «se garantiza la libertad ideológica con el límite del orden público». Desde luego, aquí hay un problema de vaguedad del lenguaje gracias al cual se puede «ponderar», y mucho, qué es la libertad ideológica y qué es orden público; pero, decidido que una cierta conducta lesiona el orden público, éste debería funcionar siempre como excepción al derecho 183.
9. ¿Existe una diferencia fuerte entre reglas y principios? Que entre reglas y principios exista una diferencia fuerte y cualitativa o, por el contrario, débil y cuantitativa acaso resulte el objeto de un debate meramente académico, si bien creo que la opción se conecta con el transcendental problema de las relaciones entre Derecho y moral, como veremos en el punto 11. De momento, conviene recordar que, cualquiera que sea la fuerza de la distinción, ésta puede presentarse en términos estructurales o interpretativos. Desde la primera perspectiva, la categoría de los principios sólo tiene interés para referirse a las normas fragmentarias o incompletas, bien en el supuesto de hecho (principios como normas abiertas), bien 182
Ibidem, pág. 105. Vid. también F. PUIGPELAT, «Principios y normas», Anuario de Derechos Humanos, n.º 6, 1990, pág. 241. 183
En la práctica no sucede así y los límites expresos a los derechos fundamentales no suelen ser tratados como claúsulas de excepción, sino más bien como colisiones que exigen ponderación en cada caso. Me remito a mis Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, 1990, pág. 146 y s.
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en la consecuencia jurídica (principios como mandatos de optimización). Como ya se ha dicho, me parece muy discutible que convenga trazar una frontera nítida entre la «apertura» de los principios y la «zona de penumbra» de las reglas, pues en ambos supuestos se requiere un esfuerzo interpretativo semejante para determinar si el caso que tenemos ante nosotros forma parte o no del campo de aplicación de la norma. Sea como fuere, de admitirse la diferencia, los principios en este sentido vendrían a ser las normas situadas en el extremo de la penumbra, es decir, aquellas cuya concreción exige un mayor protagonismo por parte del intérprete. En suma, la «apertura» de los principios representaría una suerte de delegación constitucional o legal a fin de que sea el juez quien fabrique la premisa mayor de su razonamiento; representaría, por tanto, un fortalecimiento de la posición del intérprete. La diferencia estructural o morfológica tal vez se hace más patente en la segunda acepción, es decir, en las directrices o mandatos de optimización, cuya fragmentariedad afecta a la consecuencia jurídica: unas normas, las reglas, sólo admiten un cumplimiento pleno, mientras que otras, los principios, admiten un cumplimiento gradual. Sin embargo, y con independencia de cómo haya de entenderse la optimización y la gradualidad 184, lo cierto es que, a mi juicio, las llamadas directrices suponen un caso de vaguedad, aunque esta vez relativa a la conducta prescrita. Por otra parte, esta forma de entender los principios resulta algo sorprendente y paradójica frente a la anterior, pues supone que, a la postre, los principios volverían a ser, como antaño, las normas «menos» obligatorias, dado que toleran una diversidad de conductas, y también las más inaccesibles para el juez. Dicho trivialmente, los principios marcarían las fronteras (o una de las fronteras) de la inmunidad de la política frente al Derecho, lo cual es casi contraintuitivo en una cultura jurídica que tiende a ver en los principios las mejores defensas y argumentos en favor de los derechos frente al poder. Finalmente, en términos interpretativos la diferencia es también clara: el conflicto entre reglas se resuelve de modo distinto a como se resuelve el conflicto entre principios. Pero nótese que aquí se viene a defender la existencia de una separación al precio de reconocer que no existe diferencia alguna antes del proceso interpretativo, más en concreto, antes del conflicto entre normas. Pues, en efecto, recuérdese que un enunciado normativo puede operar bien como regla, bien como principio; con lo cual la distinción se traslada de la estructura de la norma a las técnicas de interpretación y justificación. Esta acepción no deja de 184
Vid. A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico , citado, págs. 221 y ss.
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ser también sorprendente desde el punto de vista del lenguaje de los juristas, pues lo que se viene a decir es, no que un principio se caracteriza por operar en el marco de un conflicto según la ley de la ponderación, sino que, al contrario, cuando hacemos uso de esa técnica de solución de conflictos debemos decir que aplicamos principios.
10. La diferencia interpretativa y el protagonismo judicial La diferencia entre reglas y principios cobra toda su transcendencia en la que venimos llamando sede interpretativa, pues aquí se sugiere una forma de razonamiento abiertamente superadora de la subsunción que, además, en determinadas cinscunstancias resulta aplicable a toda norma; en concreto, cualquier norma puede operar como principio cuando su colisión con otra norma se resuelve de determinada manera. En el fondo, esto es aceptado por los más ardientes defensores de la teoría de los principios 185, pero quizás nadie lo ha expresado con la contundencia de Gianformaggio: «la diferencia entre regla y principio surge exclusivamente en el momento de la interpretación-aplicación» 186. No es ocasión de examinar con detenimiento los problemas de la ponderación, pero creo que se puede afirmar que su importancia en el Derecho actual se explica por el especial carácter del constitucionalismo de postguerra, que ha dado entrada a un amplísimo contenido material o sustantivo de principios y derechos fundamentales tendencialmente contradictorios, donde el modelo tradicional de resolver las colisiones entre reglas resulta inservible. Como ya vismos en el capítulo anterior, la conservación íntegra de la Constitución exige ponderar porque sólo así es posible conservar en pie de igualdad abstracta normas o derechos que reflejan valores heterogéneos propios de una sociedad plural que, sin embargo, se quiere unida y consensuada en torno a la Constitución. Zagrebelsky lo explica muy bien: «las normas legislativas son prevalentemente reglas, mientras que las normas constitucionales sobre derechos y sobre la justicia son prevalentemente principios» 187 y precisamente por ello las Constituciones de nuestros días no son documentos axiológicamente homogéneos y unitarios, sino que su contenido es plural y está formado por criterios de valor tendencialmente contradictorios; «el único valor simple es el de la atemperación 185
Así R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 79; R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 103; de este último también «Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica», Doxa, n.º 5, 1988, pág. 143. 186 L. GIANFORMAGGIO, Studi sulla giustificazione giuridica, citado, pág. 98. 187 G. ZAGREBELSKY, El Derecho dúctil, citado, pág. 109 y s.
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necesaria... el de la necesaria coexistencia de los contenidos» 188, y no otra cosa viene a garantizar la ponderación en el plano aplicativo. Pero esa presencia de principios implica una consecuencia sobresaliente, y es que fortalece la posición del juez, de todo juez y no sólo del juez constitucional. El ideal de aplicación de las leyes concebidas como reglas ha sido siempre la subsunción silogística: la premisa mayor era el supuesto contemplado en la norma, la premisa menor el hecho o conducta enjuiciada, y la conclusión la consecuencia jurídica; de manera que ello permitía considerar al juez casi como a un autómata, un sujeto que, pertrechado sólo de la lógica y el Derecho, hacía realidad las prescripciones legales sin poner nada de su parte, por así decirlo. Ciertamente, las cosas nunca han sido tan fáciles: pueden cometerse errores en la prueba de los hechos y con ello en la formación de la premisa menor; o la inevitable vaguedad del lenguaje legal puede también hacer dudar si el caso comtemplado forma parte o no del supuesto normativo; o puede resultar discutible el alcance de la consecuencia prescrita, etc. Dado que estas dificultades son frecuentes en la aplicación del Derecho, la imagen del juez estrictamente pasivo y mecanicista se hizo insostenible, como se encargaron de denunciar los sucesivos antiformalismos y realismos. Sin embargo, los problemas se incrementan cuando han de aplicarse normas constitucionales de carácter sustantivo, que precisamente suelen llamarse principios para dar cuenta de algunas de las peculiaridades que han sido expuestas. Así, en primer lugar, se ha visto que, en ocasiones, la norma constitucional no contempla ningún supuesto de hecho para su aplicación, lo que significa que en la práctica es el juez quien decide, mediante un ejercicio de razonabilidad no exenta de discrecionalidad, cuándo procede dicha aplicación. Este es el caso, ya examinado, del principio de igualdad, donde el juez ha de poner mucho de su parte a la hora de establecer si cierta peculiaridad de hecho se hace o no acreedora a un determinado tratamiento normativo. El protagonismo judicial se hace también patente cuando un mismo supuesto es «subsumible» en dos preceptos constitucionales de sentido contrario. Allí donde aparece un conflicto entre principios surge una apelación a la justificación racional de una decisión que, sólo en el caso concreto, otorga preferencia a uno u otro principio; justificación que puede conducir a cualquier resultado con el único límite precisamente de la irracionalidad. El conflicto entre derechos fundamentales constituye un caso paradigmático del conflicto entre principios; así, por ejemplo, en la frecuente colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión no exis188
Ibidem, pág. 17.
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te una frontera nítida, de manera que una cierta conducta haya de quedar incluida necesariamente en el ámbito de la libertad o en el del tipo penal protector del honor ajeno; al contrario, la conducta puede ser simultaneamente ambas cosas, ejercicio de un derecho y acción delictiva, sin que entre ambas normas exista una relación de preferencia con carácter general y abstracto 189, de modo que una vez entrado en juego el tipo penal quede siempre desplazada la protección constitucional de la libertad. Por ello, dice el Tribunal Constitucional, «se impone una necesaria y casuística ponderación» que en el caso concreto otorgará preferencia a una u otra norma con el único límite de que la decisión final «hubiese sido claramente irrazonada» 190. En otras palabras, es el juez quien, ponderando, dictamina quién debe triunfar en el caso concreto 191. Todo ello sin contar el conocido carácter elástico, vago y genérico de numerosas normas constitucionales. Aquí reside, si no me equivoco, el temor que muchos albergan a que los principios se conviertan en una puerta abierta al activismo judicial. Desde luego, ponderación no equivale a ninguna arbitrariedad desbocada, pero no cabe duda que en su ejercicio el juez es mucho más protagonista y, por tanto, más «libre» que en la aplicación de reglas según el modelo tradicional. Y, lo que es más importante, la ponderación no sólo aparece cuando estamos en presencia de un conflicto explícito entre principios o derechos, sino que puede recurrirse a ella siempre que el resultado de la aplicación de reglas le parezca al intérprete insatisfactorio o injusto. Permítaseme un ejemplo sugerido por la lectura de una reciente sentencia del Tribunal Supremo 192. Espero que nadie ponga en duda que el artículo 582 del Código civil es una regla 193, aunque una regla que en algunos casos puede tener 189
Cuando menos, en esto difiere solucionar una antinomia por vía del tradicional criterio de especialidad o siguiendo la técnica de la ponderación. En principio, cuando un mismo supuesto de hecho es subsumible en dos normas de sentido contrario y es aplicable la regla de la especialidad, el conflicto debe quedar resuelto de manera estable o general, de tal modo que una de las normas viene a operar como excepción constante de la otra. En cambio, la ponderación supone establecer una jerarquía «móvil» o sólo válida para el caso concreto, que deja en pie de igualdad abstracta ambas normas. Vid. R. GUASTINI, «Specificità dell´interpretazione costituzionale?», citado, pág. 179. 190 STC 104/1986. 191 Me remito a mis Estudios sobre derechos fundamentales, citado, págs. 146 y ss. 192 Lectura que debo agradecer, así como sus atinadísimos comentarios, al profesor Angel Carrasco a quien remito, «La accesión invertida: un modelo para la argumentación jurídica», Revista de Derecho Privado, 1996, págs. 886 y ss. Se trata de la sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 7 de noviembre de 1995. 193 «No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones ni otros voladizos semejantes, sobre la finca del vecino, si no hay dos metros de distancia entre la pared en que se construyan y dicha propiedad».
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unos efectos desproporcionados, ya que obliga al cierre de todas las ventanas de un edificio o simplemente a su demolición. Por ello, la jurisprudencia tradicional hizo extensible a este supuesto la doctrina de la accesión invertida que, con el requisito de la buena fe, venía a tolerar la infracción del precepto sobre la base de una presunta laguna legal. Dicha laguna desde luego no existía, pero resultaba indispensable construirla como paso previo para resolver el caso de modo equitativo, acordando una indemnización en compensación por la invasión de la propiedad, que quedaba así consolidada. Pues bien, la sentencia de referencia, «por más que resulten dolorosas las consecuencias», se decide por la aplicación estricta del art. 582, ordenando el cierre de todas las ventanas. ¿Cabía una argumentación distinta? Me parece claro que sí: bastaba con plantear el pleito como un caso de colisión entre dos principios, el derecho de propiedad y el derecho a una vivienda digna. Pensemos en el adquirente de buena fe de uno de los pisos del edificio, ¿acáso no puede enarbolar su derecho a la vivienda frente al derecho de propiedad del titular del edificio vecino? Es fácil imaginar que un juez ligeramente más activista que el Tribunal Supremo (al menos, en esta sentencia) hubiera atendido ese planteamiento para seguir luego el camino de la ponderación y desembocar finalmente en cualquier solución. Pero me temo que esto puede ocurrir en cualquier conflicto. Detrás de toda regla late un principio y los principios son tendencialmente contradictorios; detrás de cada precepto del Código civil (o casi) encontramos bien el principio de autonomía de la voluntad,bien el derecho de propiedad, pero frente a ellos un sistema principialista como el nuestro proporciona el derecho al trabajo, a la salud, a la vivienda, al medio ambiente, la «función social» de la propiedad, etc. En suma, la técnica de los principios es aplicable siempre, y no sólo en presencia de enunciados normativos dotados de ciertas características, porque siempre está al alcance del juez transformar en principios las reglas que sustentan la posición de cada parte 194. Por ello, no sé si será exagerado decir que los principios convierten a los jueces en los señores del Derecho, aunque tampoco parece casual, y es sólo un ejemplo, que el Hércules de Dworkin sea un juez y no un legislador. Este abandono, que parece irreversible, de los planteamientos simplistas mantenidos por un cierto positivismo teórico, explica la necesidad y la urgencia de afinar los instrumentos de justificación de las deci194
Lo que, por cierto, es un argumento más en contra de la distinción estructural entre reglas y principios, vid. R. GUASTINI, «Diritto mitte, diritto incerto», en Materiali per una storia della cultura giuridica, n.º 2, 1996, pág. 520
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siones. La afirmación de que «la doctrina de la interpretación es el nucleo mismo de la Teoría de la Constitución y del Derecho Constitucional» 195, creo que podría hacerse extensible al conjunto del ordenamiento: en la medida en que ideas hoy tan presentes en nuestra jurisprudencia como razonabilidad, ponderación, prohición de exceso, proporcionalidad o interdicción de la arbitrariedad desplazan al modelo mecanicista de la codificación, el centro de gravedad del Derecho se desplaza también de las disposiciones normativas a la interpretación, de la autoridad del legislador a las exigencias de justificación racional del juez. La justificación racional representa una condición de validez, pero, sobre todo, de legitimidad de las decisiones. Es una condición de validez por cuanto la motivación es hoy una exigencia constitucional, acentuada en algunos casos especiales, como en el del abandono del propio precedente 196 ; pero es todavía una condición tímida o débil ya que, salvo en casos extremos de falta de racionalidad, una decisión judicial mal fundamentada sigue siendo una decisión judicial; en palabras de Alexy, una buena justificación califica pero no define a la función judicial 197. No la define, pero resulta imprescindible para hacerla socialmente aceptable. En la aplicación de principios, o sea, en la aplicación de cualquier norma bajo la técnica de los principios el juez asume un papel mucho más protagonista o creativo que en la aplicación de reglas, según presentaba esta última la doctrina tradicional; y de ahí la imperiosa necesidad de justificación, pues el ejercicio de ese poder,como dice Taruffo, «sólo es aceptable si el juez proporciona una justificación racional» de las opciones adoptadas 198. En suma, el control social sobre la actividad de interpretación y aplicación del Derecho se manifiesta sólo en aquella sociedad en que existe una distinción de funciones entre quien formula la norma y quien la aplica; la distinción no es absoluta, pero se expresa en que, así como al legislador se le exige principalmente autoridad, el juez debe respoder ante todo de la forma en que ejerce su actividad 199. El Parlamento se 195
F. RUBIO LLORENTE, «Problemas de la interpretación constitucional», Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, n.º 3-4, pág. 40. 196 Vid. M. GASCÓN, La técnica del precedente y la argumentación racional , citado. 197 R. ALEXY, «Sobre las relaciones necesarias entre el Derecho y la moral», trad. de P. Larrañaga, en « Derecho y razón práctica, Fontamara, México, 1993, pág. 55. 198 M. TARUFFO, «La giustificazione delle decisioni fondate su standars», en L´analisi del ragionamento giuridico, a cura di P. Comanducci e R. Guastini, Giappichelli, Torino, 1989, pág. 314. 199 Vid. G. TARELLO, L´interpretazione della legge, citado, pág. 67 y s.
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legitima más por su origen que por su comportamiento, mientras que, a la inversa, el intérprete se justifica preferentemente por el modo de ejercer su función; al primero se le debe poder controlar a través de su elección y al segundo mediante la crítica de su comportamiento, y para que esa crítica resulte viable es necesario que sus decisiones aparezcan en términos racionales y comunicables. La idea de que auctoritas, non veritas facit legem vale sólo (y últimamente tampoco del todo en el Estado constitucional) para el legislador. La verdad, transformada hoy en una más modesta racionalidad argumentativa, representa el fundamento de las decisiones judiciales.
11. Los principios como vehículos de la moral en el Derecho Que no existe una relación necesaria o conceptual entre Derecho y moral, que el Derecho puede y debe ser tratado como un fenómeno social específico caracterizado por el uso de la fuerza, que resulta viable y fructífera una aproximación neutral, externa o no comprometida al conocimiento jurídico y, en suma, que la obligación moral de obediencia no representa un elemento definicional del peculiar orden normativo que llamamos Derecho, constituyen arraigadas tesis positivistas 200 que hoy parecen hallarse en franco retroceso en amplios sectores tanto de la dogmática jurídica como de la teoría del Derecho 201. Los argumentos son variados, pero uno de los más divulgados tiene mucho que ver con los principios; y es que éstos serían el punto de conexión entre Derecho y moral, los vehículos que permitirían definir el Derecho como un sistema normativo de base moral, generador, por tanto, de una obligación de obediencia. Sin embargo, el papel que aquí pueden jugar los principios es presentado de distintos modos. La versión más extrema encuentra su origen reciente en Dworkin o, al menos, en una cierta interpretación que admite el autor norteamericano. Diría así: en el Derecho existen principios que «no se basan en una decisión particular de ningún tribunal u órgano legislativo» 202, sino que se integran en el sistema jurídico en virtud de su propia moralidad, aunque nadie los haya establecido o aplicado. La doctrina del Derecho natural se muestra así con sus más claros perfiles: parece haber una moralidad objetiva, universal y cognoscible que tiene en sí misma relevancia jurídica; por tanto, los 200
Vid., por ejemplo, N. HOERSTER, En defensa del positivismo jurídico, trad. de J. M. Seña, Gedisa, Barcelona, pág. 9 y s. 201 He tratado la cuestión en Constitucionalismo y positivismo, citado, págs. 49 y ss. 202 R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, pág. 94.
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principios más fundamentales serían los mismos en cualquier contexto y habrían de ser tomados siempre en consideración a la hora de aplicar el Derecho 203. Pero parece evidente que este enfoque se hace acreedor a cuantas críticas se hayan podido formular a la doctrina del Derecho natural. Una versión algo más moderada podría presentarse así: bajo la apelación a los principios se recogen siempre normas o criterios de moralidad, ya aparezcan expresamente reconocidos en la Constitución o en las leyes, ya se obtengan por inducción de algún sector normativo (los ya comentados principios generales del Derecho), ya encarnen alguna filosofía moral o política que se supone subyace al conjunto del sistema. Esta tesis es, sin duda, cierta, pero también perfectamente inútil, ya que esa moralidad expresada a través de los principios puede ser cualquier moralidad social, incluso una abiertamente inicua; la igualdad es un principio, pero también puede serlo el apartheid; es un principio la libertad de conciencia, pero también lo ha sido la unidad religiosa de la patria. Alexy es consciente de estas dificultades y por ello formula una tercera versión del papel moral de los principios: éstos no garantizarían la presencia en el Derecho de una moral correcta, dado que pueden resultar claramente inmorales, pero sí el desarrollo de una argumentación moral en el seno de la argumentación jurídica 204. Esta idea, dice Alexy, no es vacía, pero la verdad es que se aproxima bastante a la vacuidad, pues si bien parece siempre preferible el desarrollo de una argumentación compleja como la que propician los principios antes que una decisión carente de cualquier esfuerzo fundamentador, la argumentación en sí misma no puede garantizar un resultado moralmente plausible si toma como premisas principios que no lo sean. A lo sumo, tan sólo cabría decir que el género de razonamiento que parece exigir la aplicación de principios resulta mejor o más depurado que el método de la subsunción característico de la aplicación de reglas, pero en modo alguno que 203
Con todo, creo que no es ésta la más correcta interpretación de Dworkin, quien últimamente parece haber renunciado a una teoría general del Derecho, como lo fue el iusnaturalismo, para ensayar una especie de dogmática constitucional norteamericana «exportable» a otros sistemas jurídicos análogos considerados globalmente justos o legítimos. He tratado este punto en «Cuatro preguntas a propósito de Dworkin», Revista de Ciencias Sociales de Valparaiso, n.º 38, 1993, pág. 70 y s. Sobre el uso antipositivista de los principios dworkianos vid. A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, págs. 267 y ss. 204 R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, citado, pág. 84. Me remito de nuevo al trabajo de A. GARCÍA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, págs. 485 y ss.
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la existencia de principios suponga una conexión necesaria o fuerte entre el Derecho y la moral; salvo, claro está, que se reduzca el Derecho a puro procedimiento aplicativo y se considere que los resultados de éste han de coincidir necesariamente con los de la argumentación moral. En suma, pese a las apariencias, la existencia de principios en un sistema jurídico no convierte a éste en ningún sucedaneo de la moralidad. Los principios, si son de los llamados generales del Derecho, reproducirán sin más el mérito o el demérito del ordenamiento que reflejan y del que se inducen; y si son principios explícitos, constitucionales, legales o jurisprudenciales, tendrán el valor moral que se deduzca del juicio crítico o racional sobre el contenido de los mismos. Definicionalmente, los principios no garantizan la conexión del Derecho con la moral en el sentido de una moral buena o correcta, sino acaso únicamente la conexión con la llamada moral social mayoritaria o del grupo hegemónico, siempre más o menos presente en el orden jurídico.
III. LOS DERECHOS SOCIALES Y EL PRINCIPIO DE IGUALDAD SUSTANCIAL 1. Los derechos fundamentales y los derechos sociales El reconocimiento de los derechos humanos o fundamentales en el constitucionalismo de finales del XVIII representa la traslación al Derecho positivo de la teoría de los derechos naturales elaborada por el iusnaturalismo racionalista desde comienzos del siglo precedente: su objeto o finalidad, sus titulares y su contenido resultan coincidentes. El objetivo era en ambos casos preservar ciertos valores o bienes morales que se consideraban innatos, inalienables y universales, como la vida, la propiedad y la libertad 205. Los titulares o, mejor dicho, el titular resultaba ser también el mismo sujeto abstracto y racional, el hombre autónomo e independiente portador de los derechos naturales, que en su calidad de ciudadano y guiado sólo por su interés 206 concluía con otros sujetos iguales un contrato social que daba vida artificial a las instituciones, y que en calidad de propietario y movido asimismo sólo por el interés pactaba sucesivos negocios jurídicos de acuerdo con unas reglas formales fijas y seguras, sin que fuera relevante la condición social de quienes negociasen ni qué cosas se intercambiaran 207. Finalmente, el contenido, aquello que representa la cara obligacional que acompaña a todo derecho, era también común y muy sencillo: lograr la garantía del ámbito de inmunidad 205
Vid. singularmente, J. LOCKE, Ensayo sobre el gobierno civil, trad de A. Lázaro, Aguilar, Madrid, cap. XI. 206 Salvo el caso de Grocio, donde aún queda el residuo medieval del appetitus societatis, en el resto de los autores racionalistas el móvil del contrato social no es otro que el interés, vid. N. BOBBIO, «El modelo iusnaturalista», en Estudios de Historia de la Filosofía: de Hobbes a Gramsci, trad de J. C. Bayón, Estudio preliminar de A. Ruiz Miguel, Debate, Madrid, 1985, pág. 95 y s. 207 Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo del Diritto privato moderno, citado, pág. 48 y s.
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necesario para la preservación de la propia vida y propiedad y para el ejecicio de la libertad en lo público y en lo privado; por tanto, el Estado debería de ser tan extenso como fuera imprescindible para asegurar dicha inmunidad frente a los demás individuos y tan limitado como fuese posible para no convertirse él mismo en una amenaza de los derechos 208. Este punto de partida daría lugar a una concepción de los derechos fundamentales y del propio Estado que, con algunos matices, puede decirse que sigue siendo nuestra concepción de los derechos y del Estado. Creo que puede resumirse en estos dos lemas: supremacía constitucional y artificialidad o instrumentalidad de las instituciones políticas. La supremacía constitucional significa que los derechos operan «como si» encarnasen decisiones superiores a cualesquiera otras de órganos estatales, incluido el legislador, y, por tanto, como si emanasen de un poder constituyente o soberano al que todas las autoridades e instituciones deben someterse 209; de ahí que los derechos no sean negociables o que en una democracia representen «triunfos frente a la mayoría» 210. A su vez, la artificialidad de las instituciones significa que, en realidad, éstas carecen de fines propios y existen sólo para salvaguardar las libertades y la seguridad que necesariamente ha de acompañarlas 211, por lo que, en consecuencia, toda limitación de la libertad ha de justificarse racionalmente, no en cualquier idea particular acerca de lo virtuso o de lo justo, sino precisamente en la mejor preservación de los derechos 212. Consecuencia de lo anterior habría de ser un régimen jurídico característico del constitucionalismo norteamericano y que en Euro208
Como escribe todavía C. SCHMITT, «los derechos fundamentales en sentido propio son, esencialmente, derechos del hombre individual libre y, por cierto, derechos que él tiene frente al Estado», Teoría de la Constitución (1927), trad. de F. Ayala, Alianza, Madrid, 1982, pág. 170. 209 En palabras de F. RUBIO, «si se parte de la idea de la soberanía popular o, si se quiere, de la idea de poder constituyente, para subrayar el carácter germinal, no sólo en el tiempo, que es lo de menos, sino sobre todo, en el orden lógico, de este poder, la incardinación en la Constitución de los derechos ciudadanos y de los deberes del poder, o lo que es lo mismo, la afirmación de la Constitución como fuente del Derecho, adquiere una firmeza granítica», «La Constitución como fuente del Derecho», en La Constitución española y las fuentes del Derecho , citado, pág. 59. 210 Esta es la conocida tesis de R. DWORKIN, Los derechos en serio, citado, en particular pág. 276 y s. 211 Creo que esto resulta crucial en toda concepción liberal del Estado y se conecta al papel protagonista del individuo. Vid., por ejemplo, J. S. MILL, Sobre la libertad (1859), trad. de J. Sainz Pulido, Orbis, Barcelona, 1985, y también el excelente trabajo de J. GARCÍA AÑÓN, John Stuart Mill: Justicia y Derecho, McGraw-Hill, Madrid, 1997. 212 Por eso, decía la Declaración de 1789, «el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos» (art. 4)
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pa ha terminado imponiéndose tras costosa evolución 213. Creo que sus dos ejes fundamentales son la fuerte limitación de la libertad política de legislador y una tutela jurisdiccional estricta y riguosa. Los derechos fundamentales se conciben, en efecto, mucho más como una cuestión de justicia que de política; las concepciones de la mayoría pueden proyectarse sobre el ámbito protegido por las libertades, pero de forma muy restringida y siempre vigiladas por el control jurisdiccional. Cualesquiera que sean las circunstancias políticas y las razones de Estado, ese control garantiza, cuando menos, lo que hoy llaman algunas Constituciones el «contenido esencial» de los derechos, así como un examen preciso de la justificación, racionalidad y proporcionalidad de toda medida limitadora (consecuencia de la denominada posición preferente de los derechos). En suma, siempre una protección mínima del derecho y nunca una limitación innecesaria o no justificada podrían ser los lemas del sistema de derechos fundamentales en el marco constitucional 214. Pues bien, la cuestión que corresponde plantear es si esta concepción de los derechos fundamentales resulta apta o aplicable a todo un conjunto de derechos que actualmente se hayan recogidos en las Constituciones y en las Declaraciones internacionales, pero que no presentan la fisonomía de los primeros derechos fundamentales incorporados por el constitucionalismo de finales del XVIII: ni protegen bienes o valores que en hipótesis puedan ser atribuidos al hombre al margen o con carácter previo a las instituciones; ni su titular es el sujeto abstracto y racional, es decir, cualquier hombre con independencia de su posición social y con independencia también del objeto material protegido; ni, en fin, su contenido consiste tampoco en un mero respeto o «abstención» por parte de los demás y, en particular, de las instituciones, sino que exigen por parte de éstas una acción positiva que interfiere en el libre juego de los sujetos privados. Estos son los llamados derechos económicos, sociales y culturales o, más simplemente, los derechos sociales. Parece existir coincidencia en que esta categoría, de uso corriente incluso en el lenguaje del legislador, presenta unos contornos bastante dudosos o difuminados 215 , y resulta comprensible que así suceda 213
Vid., por ejemplo, R. L. BLANCO VALDÉS, El valor de la Constitución, Alianza, Madrid, 1994 214 He tratado más ampliamente este aspecto en mis Estudios sobre derechos fundamentales , citado, pág. 139 y s. 215 Para esta cuestión vid., por todos, B. DE CASTRO CID, Los derechos económicos, sociales y culturales. Análisis a la luz de la teoría general de los derechos humanos, Universidad de León, 1993, pág. 13 y s.
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pues, en palabras de Forsthoff, «lo social es un indefinible definiens» 216. Los criterios que se suelen ofrecer para delimitar los perfiles de los derechos sociales son tan variados como heterogéneos, dando lugar cada uno de ellos a listas o elencos diferentes. Por ejemplo, y para comenzar por algún sitio, dice Burdeau que «los derechos sociales son los derechos de los trabajadores en tanto que tales, los derechos de clase y más precisamente de la clase obrera» 217. En cambio, otros autores prefieren un criterio material, de forma que los derechos económicos, sociales y culturales incluirían justamente aquellos que están implicados en el ámbito de las relaciones económicas o laborales, como el derecho de propiedad o la libertad de industria y comercio 218, que de modo manifiesto no parecen ser derechos de los trabajadores, sino más bien el obstáculo histórico a su realización. Asimismo, es muy corriente identificar los derechos sociales con los derechos prestacionales, esto es, con aquellos derechos que en lugar de satisfacerse mediante una abstención del sujeto obligado, requieren por su parte una acción positiva que se traduce normalmente en la prestación de algún bien o servicio 219, pero entonces dejarían de ser derechos sociales algunos derechos típicos de los trabajadores, como la huelga y la libertad sindical, y algunos otros de carácter económico, como la propiedad, mientras que se transformarían en sociales algunas prestaciones que no constituyen una exigencia propia de la condición de traba jador, como la asistencia letrada gratuita 220 o la educación. Seguramente, la noción de derechos sociales haya de resultar irremediablemente ambigua, imprecisa y carente de homogeneidad; quizás lo máximo que se pueda pedir sea una caracterización meramente aproximativa y, eso sí, una identificación correcta de los problemas de interpretación en verdad relevantes. Por eso, en primer lugar, procederemos a enunciar una serie de rasgos o connotaciones que suelen 216
E. FORSTHOFF, «Problemas constitucionales del Estado social» (1961) en el volumen colectivo El Estado social, trad. de J. Puente Egido, C. E. C., Madrid, 1986, pág. 46 217 G. BURDEAU, Les libertés publiques, L. G. D. J., París, 1972, pág. 370 218 Vid. G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos económicos, sociales y culturales», en Escritos sobre derechos fundamentales , Eudema, Madrid, 1988, pág. 200 219 Esta identificación se encuentra ya en C. SCHMITT, Teoría de la Constitución, citado, pág. 174. Vid. también, a título de mero ejemplo, J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, C. E. C., Madrid, 1989, pág. 45; J. L. CASCAJO, La tutela constitucional de los derechos sociales, C. E. C., Madrid, 1988, pág. 67; E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, trad de J. L. Requejo e I. Villaverde, Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1993, pág. 75. 220 Vid. G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos económicos... », citado, pág. 201; también. B. DE CASTRO, Los derechos económicos..., citado, pág. 67 y s.
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estar presentes cuando se usa la expresión «derechos sociales», para más tarde intentar dilucidar el problema central que los mismos suscitan, al menos desde la perspectiva de la teoría de los derechos y de la dogmática constitucional, que es su naturaleza prestacional. A mi juicio, precisamente esta es la cuestión básica: si y en qué condiciones pueden construirse posiciones subjetivas iusfundamentales de naturaleza prestacional.
2. Caracterización de los derechos sociales A) Los derechos y las instituciones Los derechos civiles y políticos son concebibles sin Estado, sin necesidad de instituciones sociales que los definan, o, al menos, así han sido tradicionalmente concebidos, mientras que los económicos, sociales y culturales ni siquiera pueden ser pensados sin alguna forma de organización política. La vida, la propiedad y la libertad son para la filosofía política liberal derechos naturales anteriores a cualquier manifestación institucional y precisamente si el Estado existe es con el único fin de protegerlos; por ello, el Estado puede resultar necesario para garantizar dicha protección, pero en ningún caso para definir lo esencial del contenido de los derechos: «la libertad es aquí algo antecedente, no viene creada por la regulación legal, sino que es protegida (hecha ejercitable) y/o limitada por ella» 221. Es más, algunos sostienen que los derechos no sólo son independientes de cualquier organización política, sino que cuanto «menos Estado» exista tanto mejor para los derechos 222. Justamente lo contrario sucede con los derechos sociales. De entrada, la mera determinación del catálogo y contenido de tales derechos, de carácter marcadamente histórico y variable 223, supone ya un proceso de debate inimaginable al margen de la sociedad política; pues esa determinación depende en gran medida del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, del nivel de riqueza alcanzado por el conjunto 221
E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág. 76. No en vano la Constitución española, siguiendo los pasos de la alemana, intenta garantizar el «contenido esencial» de los derechos fundamentales que considera más importantes, incluso frente al legislador (art. 53, 1). 222 En este sentido se orientaría la propuesta de un «Estado mínimo» de R. NOZICK, Anarquía, Estado y utopía (1974), trad de R. Tamayo, F. C. E., México, 1988; y, en general, la posición del neoliberalismo. 223 Incluso sería concebible la desaparición de los derechos sociales una vez desapareciesen las situaciones de necesidad material y de desigualdad en el reparto de los recursos que hoy constituyen su justificación
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social, de la escasez relativa de ciertos bienes e incluso de la sensibilidad cultural que convierte en urgente la satisfacción de algunas necesidades 224. No estamos en presencia de derechos racionales, de pretensiones que puedan postularse en favor de todo individuo cualquiera que sea su situación social, sino de derechos históricos cuya definición requiere una decisión previa acerca del reparto de los recursos y de las cargas sociales, que obviamente no puede adoptarse en abstracto ni con un valor universal. Y, por otra parte, si la protección de todos los derechos supone una mínima estructura estatal, la de los derechos sociales resulta mucho más compleja, dado que ha de contar con una organización de servicios y prestaciones públicas sólo conocidas en el Estado contemporáneo; cabe decir que en este punto la distancia que separa a los derechos civiles de los sociales es la misma que separa al Estado liberal decimonónico del Estado social de nuestros días 225. B) Los derechos sociales como derechos prestacionales Como ya se ha indicado, el carácter prestacional es uno de los rasgos más frecuentemente subrayados, tal vez porque, desde el punto de vista jurídico, resulta más explicativo o relevante que aquellos otros que se basan en consideraciones históricas, ideológicas o sociológicas 226. El criterio definidor residiría en el contenido de la obligación que, usando terminología kelseniana, constituye el «reflejo» del derecho: en los derechos civiles o individuales, el contenido de la obligación consiste en una abstención u omisión, en un «no hacer nada» que comprometa el ejercicio de la libertad o el ámbito de inmunidad garantizado; en cambio, en los derechos sociales el contenido de la obligación es de carácter positivo, de dar o de hacer. Con todo, conviene formular algunas precisiones. La primera es que algunos derechos generalmente considerados sociales se separan del esquema indicado, bien porque por naturaleza carezcan de todo contenido prestacional, bien porque la intervención 224
Vid. el capítulo monográfico que sobre «Los derechos humanos y el problema de la escasez» aparece en el volumen Problemas actuales de los derechos fundamentales, ed. de J. M. Saúca, Universidad Carlos III, B. O. E., Madrid, 1994, págs. 193 y ss. Por mi parte, he tratado el problema en «Notas sobre el bienestar», Doxa, n.º 9, 1991, págs. 157 y ss. 225 Acaso también por ello la referida claúsula de defensa del contenido esencial no se extiende a la mayor parte de los derechos sociales, que son los incluidos en el Capítulo III bajo la rúbrica de «principios rectores de la política social y económica». En ello insiste J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, págs. 93 y ss. 226 Vid. F. J. CONTRERAS PELÁEZ, Derechos sociales: teoría e ideología, Tecnos, Madrid, 1994, págs. 22 y ss.
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pública que suponen no se traduzca en una prestación en sentido estricto; así, es manifiesto que carecen de contenido prestacional el derecho de huelga o la libertad sindical, salvo que interpretemos que la tutela pública de estas libertades es ya una prestación. A su vez, derechos sociales que requieren algún género de intervención pública, pero que no pueden calificarse propiamente de prestacionales son, por ejemplo, todos los que expresan restricciones a la autonomía individual en el contrato de trabajo, como la limitación de jornada, un salario mínimo o las vacaciones anuales. De carácter análogo, aunque no puedan calificarse como sociales, son aquellos derechos que implican «prestaciones jurídicas», como el derecho a la tutela judicial 227. Finalmente, algunos derechos prestacionales se presentan bajo la forma de principios-directriz, como veremos más adelante. La segunda observación es que cuando hablamos de derechos prestacionales en sentido estricto nos referimos a bienes o servicios económicamente evaluables: subsidios de paro, enfermedad o vejez, sanidad, educación, vivienda, etc.; pues de otro modo, si se incluyera también la defensa jurídica o la protección administrativa, todos los derechos fundamentales merecerían llamarse prestacionales 228, dado que todos ellos exigen en mayor o menor medida una organización estatal que permita su ejercicio o que los defienda frente a intromisiones ilegítimas, o también el diseño de formas de participación; desde la tutela judicial efectiva al derecho de voto, todos requieren de esas prestaciones en sentido amplio. Finalmente, conviene advertir que las técnicas prestacionales no pertenecen en exclusiva a alguna clase de derechos, sino que en general son aplicables a cualesquiera de los fines del Estado, incluso también a los derechos civiles y políticos. Piénsese, por ejemplo, en la libertad religiosa que, según opinión difundida, no sólo ha de ser respetada, sino también protegida y hasta subvencionada a fin de que su ejercicio pueda resultar verdaderamente libre. Que esta práctica sea saludable para las libertades o que, al contrario, represente una intervención inaceptable que lesiona de paso la igualdad jurídica de todas las ideologías y confesiones es cuestión que no procede discutir ahora 229, pero en el fondo la técnica prestacional plantea problemas semejantes en aque227
Estos serían los derechos prestacionales en sentido amplio, es decir, derechos a protección, organización y procedimiento, vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, págs. 435 y ss. 228 Vid. J. J. GOMES CANOTILHO, «Tomemos en serio los derechos económicos, sociales y culturales», trad. de E. Calderón y A. Elvira, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, n.º 1, 1988, pág. 247 229 He tratado la cuestión más ampliamente en el Curso de Derecho Eclesiástico, con I. C. IBÁN y A. MOTILLA, Universidad Complutense, Madrid, 1991, págs. 206 y ss.
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llos derechos que los son «por naturaleza» y en aquellos otros que eventualmente se benefician de la misma 230. C) La titularidad de los derechos. Si bien en una cierta literatura se presentó en términos un tanto radicales la escisión entre hombre abstracto y hombre histórico, entre persona y ciudadano, olvidando acaso que las necesidades y pretensiones del hombre concreto comenzaban por las del llamado hombre abstracto, lo cierto es que esa imagen sigue siendo útil para perfilar el carácter de los derechos fundamentales; y es que, en efecto, los derechos civiles y políticos se atribuyen a ese hombre abstracto y racional (a todos), mientras que los derechos económicos, sociales y culturales lo son del hombre trabajador, del joven, del anciano, de quien precisa asistencia, etc.; en suma, los primeros se dirigen al famoso sujeto del Código civil que fuera objeto de la crítica de Marx 231, en tanto que los segundos tienden a considerar al hombre en su específica situación social 232. Se observa aquí lo que Bobbio ha llamado un proceso de especificación, «consistente en el paso gradual, pero siempre muy acentuado, hacia una ulterior determinación de los sujetos titulares de los derechos... el paso se ha producido del hombre genérico, del hombre en cuanto hombre, al hombre específico, o sea, en la especificidad de sus diversos status sociales» 233. En el fondo, esa especificación de los sujetos viene a ser una consecuencia de la toma en consideración de las necesidades en el ámbito de la definición de los derechos 234. Los derechos sociales no pueden definirse ni justificarse sin tener en cuenta los fines particulares, es decir, sin tener en cuenta entre otras cosas las necesidades, como se supone que hacía Kant para fundamentar la moral 235; 230
Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág. 78 y s. 231 Así, por ejemplo, en «Sobre la cuestión judía» (1844), en Escritos de Juventud ed. de F. Rubio, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1965, pág. 55 y s. 232 Vid. P. BARCELLONA, Formazione e sviluppo..., citado, pág. 95. 233 N. BOBBIO, El tiempo de los derechos, trad de R. de Asis, Sistema, Madrid, 1991, pág. 109 y 114. 234 Vid. sobre esto M. J. AÑÓN, Necesidades y derechos. Un ensayo de fundamentación, C. E. C., Madrid, 1994 235 La ética, escribe Kant, «no puede partir de los fines que el hombre quiera proponerse... porque tales fundamentos de las máximas serán fundamentos empíricos, que no proporcionan ningún concepto del deber, ya que éste (el deber categórico) tiene su raíces sólo en la razón pura», La metafísica de las costumbres, citado, pág. 232. De ahí que esa razón pura sólo nos proporcione dos derechos innatos, la libertad y la igualdad jurídica, los dos únicos que pueden ser pensados sin considerar los fines empíricos, pre-
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y, por ello, tampoco son concebibles como derechos universales en el sentido de que interesen por igual a todo miembro de la familia humana 236, ya que se formulan para atender carencias y requerimientos instalados en la esfera desigual de las relaciones sociales. Dicho de otro modo, las ventajas o intereses que proporcionan o satisfacen las libertades y garantías individuales son bienes preciosos para toda persona, mientras que las ventajas o intereses que encierran los derechos sociales se conectan a ciertas necesidades cuya satisfacción en el entramado de las relaciones jurídico-privadas es obviamente desigual 237. D) Los derechos sociales como derechos de igualdad Por las mismas razones, los derechos sociales se configuran como derechos de igualdad entendida en el sentido de igualdad material o sustancial, esto es, como derechos, no a defenderse ante cualquier discriminación normativa, sino a gozar de un régimen jurídico diferenciado o desigual en atención precisamente a una desigualdad de hecho que trata de ser limitada o superada. Este es el sentido general del art. 9.2 de la Constitución cuando ordena a los poderes públicos «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas...»; pero, a mi juicio, derechos de igualdad sustancial pueden construirse no sólo a partir del «principio» del art. 9.2, sino en ciertas condiciones también a partir del «derecho» del art. 14, como tendremos ocasión de ver. Lo que interesa destacar ahora es que esa adscripción básica de los derechos sociales a la igualdad no significa en modo alguno una división fuerte o cualitativa respecto de los derechos civiles. De una parte, porque la otra cara de la igualdad, la igualdad jurídica o ante la ley, es precisamente una de las primeras manifestaciones de las libertades individuales; pero, sobre todo, porque constitucionalmente no cabe establecer una contraposición rígida entre libertad e igualdad ni, por tanto, entre los derechos adscribibles a una u otra 238 . Como observa Pérez cisamente porque son instrumentos necesarios para que cada individuo alcance los fines que se propone. 236 R. ALEXY dice que «los derechos a prestaciones en sentido estricto son derechos del individuo frente al Estado a algo que -si el individuo poseyera medios financieros suficientes y si encontrase en el mercado una oferta suficiente- podría obtenerlo también de particulares», Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 482 237 Vid. W. SADURSKY, «Economic Rights and Basic Need» en Law, Rights and the Welfare State, C. Sampford y D. Galligan (eds), Croom Helm, Beckenham, 1986. 238 Naturalmente, la afirmación del texto no sería compartida por la crítica neoliberal; por ejemplo, para Hayek «la igualdad formal ante la ley está en pugna y de
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Luño, ni en el plano de la fundamentación, ni en el de la formulación jurídica, ni en el de la tutela, ni, en fin, en el de la titularidad procede trazar una separación estricta entre derechos civiles y sociales 239. Acaso cabría decir, recordando una distinción de Rawls, que los derechos sociales promueven que el valor de la libertad llegue a ser igual para todos, como igual es la atribución jurídica de esa libertad 240; o, en palabras de Böckenförde, «si la libertad jurídica debe poder convertirse en libertad real, sus titulares precisan de una participación básica en los bienes sociales materiales; incluso esta participación en los bienes materiales es una parte de la libertad, dado que es un presupuesto necesario para su realización» 241. Lo que no significa, obviamente, que en el plano de lo concreto se excluyan las colisiones entre la libertad y la igualdad o, más exactamente, entre la igualdad jurídica y los intentos de construir igualdades de hecho mediante tratamientos jurídicos diferenciadores. E) El carácter de la obligación Una quinta característica, en realidad más propia de los derechos prestacionales que de los derechos sociales en general, se refiere al tipo o carácter de las obligaciones generadas por los diferentes derechos. En efecto, tras los derechos civiles y políticos existen deberes jurídicos, normalmente de abstención, que representan reglas primarias o de comportamiento por lo común con un sujeto obligado universal; en cambio, tras los derechos sociales existen además normas secundarias o de organización 242 que, por así decirlo, se interponen entre el derecho y la obligación, entre el sujeto acreedor y el sujeto deudor. Tal vez éste sea uno de los motivos que explican las particulares dificultades de los derechos hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualdad material o sustantiva de los individuos», Camino de servidumbre (1944), trad de J. Vergara, Alianza Editorial, Madrid. 1976, pág. 111. No procede detenerse en este punto, pero sobre dicha crítica vid. más ampliamente E. FERNANDEZ, «El Estado social: desarrollo y revisión», en Filosofía, Política y Derecho, M. Pons, Madrid, 1995, pág. 118 y s. 239 A. E. PÉREZ LUÑO, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid, 1984, pág. 90 y s. 240 Vid. J. RAWLS, Teoría de la Justicia(1971), trad de M. D. González, F. C. E., Madrid, 1979 pág. 237 241 E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág. 74; vid. también R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 486 y s. 242 En ello insiste G. PECES-BARBA, «Reflexiones sobre los derechos económicos, sociales y culturales», citado, pág. 207
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prestacionales: las libertades generan un tipo de relación jurídica sencilla donde los individuos saben perfectamente en qué consisten sus derechos y deberes recíprocos, mientras que estos otros derechos requieren un previo entramado de normas de organización, por cierto carentes de exigibilidad inmediata, que a su vez generan una multiplicidad de obligaciones jurídicas de distintos sujetos, cuyo cumplimiento con junto es necesario para la plena satisfacción del derecho. F) La dimensión subjetiva y objetiva de los derechos Finalmente, y en parte como consecuencia de lo anterior me parece que en los derechos sociales tiende a predominar la dimensión objetiva sobre la subjetiva. Esta es una cuestión de grado y no un elemento esencial que permita trazar una nítida frontera entre los distintos derechos; el Tribunal Constitucional ha declarado que todos los derechos presentan esa faceta objetiva, más exactamente que «son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional» 243, y de ahí la función preferente que desempeñan en la interpretación del Derecho y el interés público que existe en su protección 244. Lo que sucede es que las libertades operan principalmente como derechos subjetivos, y sólo una larga tradición de reconocimiento y ejercicio de los mismos ha permitido delimitar en cada uno de ellos normas objetivas y pautas hermeneúticas aptas para inspirar la interpretación de todo el ordenamiento; mientras que en los derechos sociales ocurre aproximadamente a la inversa, pues surgen como despliegues o exigencias objetivas de la idea de Estado social, que sólo más tarde y costosamente serán articulables en forma de derechos subjetivos. Y es que, expresado de un modo trivial, si las libertades no le decían al Estado lo que debía hacer, sino más bien lo que no debía hacer, los derechos sociales nacen con el propósito de imponer ciertos comportamientos a las instituciones públicas, y ello se consigue ante todo mediante la imposición de metas o fines plasmados en normas objetivas.
3. Una definición convencional Me parece que los criterios que se han enunciado y acaso algún otro que pudiera desarrollarse definen bastante bien al conjunto de los que usualmente se llaman derechos sociales o, dicho de otro modo, sería en 243 244
STC 25/1981. STC 53/1985.
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verdad difícil indicar un derecho social que, al menos, no reuniese alguna de las características comentadas; pero es cierto que tampoco resulta fácil proponer un derecho que reúna todas ellas. Por tanto, hemos de optar. Y seguramente cualquier opción resulta teóricamente legítima: un laboralista, por ejemplo, puede englobar bajo el calificativo de sociales sólo los derechos específicos de los trabajadores; un iusprivatista, los que representan límites o restricciones a los dos grandes principios de la codificación moderna, la propiedad y la autonomía de la voluntad; un historiador, en fin, aquellos otros que nacieron bajo el impulso de la ideología socialista a partir de mediados del siglo XIX. El resultado de esos diferentes enfoques sólo será parcialmente coincidente. Sin embargo, como ya hemos adelantado, desde la perspectiva de la teoría de los derechos y de los propios retos políticos y jurídicos que hoy plantea la realización del programa constitucional, acaso la discusión deba centrarse en el capítulo de los derechos prestacionales en sentido estricto 245; más concretamente, en si la caracterización básica de los derechos fundamentales como obligaciones estatales capaces de cimentar posiciones subjetivas aun contra la mayoría, esto es, al margen y por encima de la ley, puede hacerse extensiva a los derechos que no generan un deber de abstención o de prestaciones meramente jurídicas 246, sino deberes positivos de dar bienes o servicios o de realizar actividades que, si se tuvieran medios, los sujetos podrían obtener también en el mercado. Con todo, la respuesta admite ser enfocada desde dos perspectivas, sólo en parte coincidentes. La primera y más genérica es si a partir del principio constitucional de igualdad (art.14 C.E.) cabe postular un trato desigual de las diferencias, esto es, un tratamiento jurídico diferente en lo normativo que persiga una igualdad sustancial en las consecuencias 247; es verdad que la construcción de igualdades de hecho mediante diferenciaciones o desigualdades jurídicas no se consigue sólo mediante prestaciones, pero también es cierto que las prestaciones en sentido estricto, tal y como aquí han sido perfiladas, sirven siempre a una finalidad de igualdad fáctica. La segunda y más concreta es si los derechos prestacionales expresos, que pueden considerarse una especificación de la genérica igualdad sustancial, pueden amparar posiciones de carácter iusfundamental. Seguidamente, ensayaremos cada una de estas perspectivas. 245
Vid. J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestacion, citado, pág. 44 y s. Como ya se ha indicado, en sentido amplio, numerosos derechos son o requieren algún género de prestación estatal, como la defensa jurídica, el diseño de procedimientos o de normas de organización, etc. 247 De igualdad referida a actos y de igualdad referida a consecuencias habla R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 403. 246
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Así pues, en lo sucesivo por derechos sociales entenderemos sólo derechos prestacionales en sentido estricto, esto es, aquellos cuyo contenido obligacional consiste en dar bienes o proporcionar servicios que, en principio, el sujeto titular podría obtener en el mercado si tuviera medios suficientes para ello. Aunque nada impide que tales prestaciones sean asumidas por particulares, por ejemplo por el empresario que debe garantizar medios de seguridad e higiene en el trabajo, aquí nos ocuparemos sólo de los derechos que generan obligaciones frente a los poderes públicos, y que además lo hacen desde la Constitución, sin per jucio de que hayan podido ser o de que sean en el futuro desarrollados por la normativa ordinaria. A su vez, adoptaremos dos perspectivas: la de la igualdad sustancial entendida como una exigencia del genérico principio de igualdad, y la de los concretos derechos prestacionales, tanto en su dimensión de normas objetivas como en su posible carácter de derechos subjetivos.
4. El principio de igualdad A) La igualdad y los derechos sociales La igualdad sustancial o de hecho puede constituir el vehículo para incorporar al acervo constitucional un principio genérico en favor de las prestaciones, y de hecho así ha de suceder en aquellos paises, como Alemania, cuyas Constituciones carecen de una tabla de concretos derechos prestacionales. Pero es que, además, es fácil comprobar que esta forma de entender la igualdad está presente o se conecta a cada uno de los rasgos característicos de los derechos sociales que fueron examinados en el epígrafe anterior: por ejemplo, el establecimiento de desigualdades jurídicas para crear igualdad de hecho sólo es concebible desde las instituciones, mientras que acaso la más perfecta igualdad formal se daría en un estado de naturaleza preestatal, donde nadie se viera diferenciado cualquiera que fuese su situación o su conducta; asimismo, numerosos derechos prestacionales son expresiones concretas de la igualdad sustancial, pues consisten en un dar o en un hacer en favor de algunos individuos según ciertos criterios que introducen inevitablemente desigualdades normativas; más claramente aún, la construcción de igualdad de hecho sólo tiene presente al hombre concreto, que es el único que puede sufrir una desigualdad fáctica, pues si no fuera así, si tuviese presente al «hombre abstracto» ninguna desigualdad jurídica podría justificarse; a su vez, la igualdad jurídica genera frente al poder un deber nítido de abstención o no discriminación, mientras que la igualdad de hecho genera obligaciones más complejas, de organiza-
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ción, procedimiento y prestación; y, en fin, mientras que la igualdad jurídica se manifiesta en una posición subjetiva, la igualdad sustancial se vincula más bien al principio objetivo del Estado social y sólo muy costosamente permite diseñar posiciones subjetivas de desigualdad jurídica o normativa. Sin embargo, y al margen de la conexión entre la igualdad sustancial y las características que hemos postulado para los derechos sociales, aquí lo que interesa subrayar es su papel al servicio de los derechos prestacionales. Y es que, en efecto, el principio prestacional o un derecho concreto a prestaciones puede ser reivindicado a través de dos caminos, no excluyentes pero distintos: el primero consiste en invocar una concreta norma constitucional que, bien en forma de derecho o de directriz, proteja de modo singular una pretensión a cierto bien o servicio, como el trabajo, la vivienda, la cultura, etc. Un segundo camino, que intentaremos recorrer ahora, supone apelar a la igualdad en su versión de que han de ser tratadas de modo desigual las situaciones de hecho diferentes. En el marco de una Constitución como la española, que el Estado puede dar vida a desigualdades normativas con el fin de alcanzar igualdad de hecho es algo que está fuera de toda duda, aunque, por supuesto, no es una competencia absoluta, sino limitada, entre otras cosas por el propio principio de igualdad jurídica. El art. 9.2 C.E., dice el Tribunal Constitucional, permite «regulaciones cuya desigualdad formal se justifica en la promoción de la igualdad material» 249 ; más concretamente, «debe admitirse como constitucional el trato distinto que recaiga sobre supuestos de hecho que fueran desiguales en su propia naturaleza, cuando su función contribuya al restablecimiento de la igualdad real a través de su diferente régimen jurídico» 249. El problema, por tanto, no es si el legislador o el gobierno pueden, sino si deben en algunos casos dar vida a desigualdades jurídicas con el fin de superar desigualdades de hecho; visto desde el lado subjetivo, si cabe defender un derecho fundamental a un tratamiento desigual a partir del art. 14. Lo que requiere un análisis del conjunto del precepto. B) Las exigencias de la igualdad Según una célebre formula «la justicia consiste en igualdad, y así es, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser 248 249
STC 98/1985. STC 14/1983.
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justa, y lo es en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales» 250. De forma más abreviada, lo igual debe ser tratado de modo igual, y lo desigual de modo desigual. Ahora bien, ¿cuando dos cosas, dos personas o dos situaciones son iguales? Cabe decir como primera aproximación que mediante la igualdad «se describe, se instaura o se prescribe una relación comparativa entre dos o más sujetos u objetos que poseen al menos una característica relevante en común» 251. Por consiguiente, el juicio de igualdad excluye tanto la identidad como la mera semejanza. Excluye la identidad porque parte de la diversidad, esto es, parte de dos sujetos distintos, pero respecto de los cuales se hace abstracción de las diferencias para subrayar su igualdad en atención a una característica común; la identidad se produce «cuando dos o más objetos tienen en común todos sus elementos o características», mientras que la igualdad «supone una identidad parcial, es decir, la coincidencia de dos o más objetos en unos elementos o características desde un determinado punto de vista y haciendo abstracción de los demás» 252 .Y se distingue también de la semejanza porque, si bien ésta implica asimismo que exista algún rasgo común, no obliga a hacer abstracción de los elementos propios o diferenciadores. Por ello, dado que nunca dos personas o situaciones vitales son iguales en todos los aspectos, los juicios de igualdad no parten nunca de la identidad, sino que son siempre juicios sobre una igualdad fáctica parcial. Pero, como las personas son siempre iguales en ciertos aspectos y desiguales en otros, resulta que los juicios fácticos sobre igualdad/desigualdad parcial no nos dicen todavía nada acerca de si el tratamiento jurídico debe ser igual o desigual 253: que los sujetos «A» y «B» desarrollen la misma profesión supone que son parcialmente iguales, pero no que merezcan el mismo tratamiento a todos los efectos; que «C» y «D» tengan profesiones distintas supone que son parcialmente desiguales, pero no impide que merezcan el mismo tratamiento en ciertos aspectos. Como escribe Rubio, la igualdad que se predica de un con junto de entes diversos ha de referirse, no a su existencia misma, sino a uno o varios rasgos en ellos discernibles; «cuáles sean los rasgos de los términos de la comparación que se tomarán en consideración para 250
ARISTÓTELES, Política , ed. de J. Marías y M. Araujo, C. E. C., Madrid, 1983, pág. 83 251 P. COMANDUCCI, Assagi di metaetica, Giappichelli, Torino, 1992, pág. 108 252 A. E. PÉREZ LUÑO, «Sobre la igualdad en la Constitución española», Anuario de Filosofía del Derecho, IV, 1987, pág. 134. Vid también P. WESTEN, Speaking of Equality. An Analysis of the Retorical Force of `Equality´in Moral and legal Discourse, Princeton University Press, 1990, pág. 62 y s. 253 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 387
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afirmar o negar la igualdad entre ellos es cosa que no viene impuesta por la naturaleza de las realidades mismas que se comparan... toda igualdad es siempre, por eso, relativa, pues sólo en relación con un determinado tertium comparationis puede ser afirmada o negada», y la fijación de ese tertium «es una decisión libre, aunque no arbitraria, de quien juzga» 254. La igualdad es, pues, un concepto normativo y no descriptivo de ninguna realidad natural o social 255. Esto significa que los juicios de igualdad son siempre juicios valorativos, referidos conjuntamente a las igualdades o desigualdades fácticas y a las consecuencias normativas que se unen a las mismas. Afirmar que dos sujetos merecen el mismo trato supone valorar una característica común como relevante a efectos de cierta regulación, haciendo abstracción tanto de los rasgos diferenciadores como de los demás ámbitos de regulación. Ambas consideraciones son inescindibles: postular que una cierta característica de hecho que diferencia o iguala a dos sujetos sea relevante o esencial no proporciona ningún avance si no añadimos para qué o en función de qué regulación jurídica debe serlo; «según a qué efectos, todos los supuestos de hecho o situaciones personales son absolutamente iguales o absolutamente desiguales entre sí... sólo la consecuencia jurídica puede ser diferencial» 256. Y del mismo modo, decir que dos sujetos son destinatarios del mismo o de diferente tratamiento jurídico constituye una mera constatación de la que no cabe derivar ulteriores conclusiones si no decimos en razón de qué circunstancias existe uniformidad o diferencia. El punto central consiste, pues, en determinar los rasgos que representan una razón para un tratamiento igual o desigual, rasgos que han de ser al mismo tiempo el criterio de la clasificación normativa, esto es, de la condición de aplicación, y el fundamento de la consecuencia jurídica 257; la concurrencia de una circunstancia o propiedad debe ser, por tanto, el criterio que defina el universo de los destinatarios de la norma y asimismo la razón o fundamento de la consecuencia en ella prevista. Si no me equivoco, esta valoración conjunta de elementos fácticos y normativos es lo que la jurisprudencia constitucional denomina razonabilidad o interdicción de la arbitrariedad: existe discriminación cuan254
F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», citado, pág. 12 y s. 255 Vid. A. CALSAMIGLIA, «Sobre el principio de igualdad» en J. MUGUERZA y otros, El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pág. 89. 256 A. CARRASCO, «El princpio de no discriminación por razón de sexo», Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, n.º 11-12, 1991, pág. 23 257 Vid. F. LAPORTA, «El principio de igualdad. Introducción a su análisis», Sistema, n.º 67, 1985, pág. 18 y s.
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do «la desigualdad del tratamiento legal sea injustificada por no ser razonable» 258; para que exista violación del principio de igualdad es preciso que el tratamiento desigual «esté desprovisto de una justificación objetiva y razonable» 259; el principio de igualdad exige «que las consecuencias jurídicas que se derivan de supuestos de hechos iguales sean, asimismo, iguales, debiendo considerarse iguales dos supuestos de hecho cuando el elemento diferenciador introducido por el legislador carece de relevancia para el fin perseguido en la norma» 260. Por eso, la distinta edad de las personas es seguramente irrelevante a casi todos los efectos, pero no en lo relativo a la jubilación 261; asimismo, la diferencia entre español y extranjero no sería, sin duda, razonable si a ella quisiera unirse una tipificación distinta de delitos y penas, pero, al parecer se convierte en razonable cuando se trata de la posibilidad de trabajar en España 262. Así pues, como ya avanzamos en el capítulo anterior, el principio de igualdad se traduce en una exigencia de fundamentación racional de los juicios de valor que son inexcusables a la hora de conectar determinada situación -con exclusión de otras situaciones- a una cierta consecuencia jurídica; la referencia a los criterios materiales (necesidades, méritos, etc.) a la razonabilidad y a la proporcionalidad es, por tanto, una remisión a la justificación racional de la decisión 263. Las igualdades y desigualdades de hecho no son más que el punto de partida para construir igualdades y desigualdades normativas, cuya justificación no puede apelar sólo a la mera facticidad, sino que, partiendo de ésta, ha de construirse mediante un ejercicio argumentativo. Sucede, sin embargo, que la igualdad presenta una doble faceta (tratar igual lo que es igual y desigual lo que es desigual), por lo que en buena lógica parece que necesitarían el mismo grado de justificación tanto las normas que establecen diferenciaciones como las regulaciones uniformes u homogeneizadoras, o, dicho de otro modo, que tan exigible sería el derecho a ser tratado igual como el derecho a la diferenciación. Lo cierto es que, seguramente por motivos pragmáticos, esa simetría entre ambas dimensiones se rompe en favor de la primera: «la igualdad no tiene necesidad, como tal, de justificación. El deber de jus258
STC 34/1981. STC 33/1983. 260 STC 176/1989. Vid. J. JIMÉNEZ CAMPO, «La igualdad jurídica como límite frente al legislador», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 9, 1983, pág. 71 y s. 261 STC 75/1983. 262 STC 107/1984. 263 A. CALSAMIGLIA, «Sobre el principio de igualdad», citado, pág. 109 259
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tificación pesa, en cambio, sobre las desviaciones de la igualdad» 264. Es como si se partiese de un «orden natural» (y, por cierto, desigual) de las cosas, sobre el que operaría el Derecho estableciendo clasificaciones o diferencias «artificiales», siendo estas últimas las que deben justificarse. Con todo, dicha presunción posiblemente no carezca de fundamento, pues si aceptamos la hipótesis de que los mandatos del legislador persiguen fines valiosos y de que sus prohibiciones tratan de evitar resultados indeseables, entonces parece razonable que, en principio, deban vincular a todos los destinatarios del Derecho; clasificar o diferenciar requiere por tanto una razón especial. R. Alexy concreta esa asimetría en las dos reglas siguientes: «si no hay ninguna razón suficiente para la permisión de un tratamiento desigual, entonces está ordenado un tratamiento igual»; «si hay una razón suficiente para ordenar un tratamiento desigual, entonces está ordenado un tratamiento desigual» 265; reglas que, en su opinión, encarnan un postulado básico de la racionalidad práctica, que es «la carga de la argumentación para los tratamientos desiguales» 266. Este último autor añade una argumentación en favor de la prioridad de la igualdad jurídica, y es que ésta, al fijarse sólo en el tratamiento jurídico y no en sus consecuencias fácticas, puede ser aplicado con mucha mayor facilidad que la igualdad de hecho, mientras que cuando se persigue la igualdad sustancial ha de justificarse que efectivamente las medidas normativas de diferenciación serán capaces de apuntar hacia una igualación de hecho en el ámbito vital que se considere relevante. Por ejemplo, si el Estado decide que un cierto grupo de niños obtenga educación gratuita atendiendo a su renta familiar, el juicio de igualdad de iure no necesita plantearse si con tal medida se limita la desigualdad entre niños pobres y ricos, sino sólo si han quedado indebidamente excluidos algunos niños; en cambio, el juicio de igualdad sustancial no puede dejar de considerar la razonabilidad, adecuación y proporcionalidad de la norma en relación con las situaciones de hecho y a la luz del fin perseguido, esto es, de limitar la desigualdad entre ricos y pobres en materia educativa. La igualdad de iure acepta el criterio clasificatorio del legislador (la renta familiar), salvo que sea radicalmente arbitrario; en cambio, la igualdad sustancial exige justificar que precisamente ese criterio que introduce desigualdades normativas es en sí mismo racional para obtener igualdades de hecho. 264
P. COMANDUCCI, Assagi di metaetica, citado, pág. 110; F. LAPORTA, «El principio de igualdad... », citado, pág. 26 265 R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 395 y s. 266 Ibidem, pág. 405.
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Enfocado de este modo, no cabe duda que el principio de igualdad deja abierto un ancho campo de libre configuración legislativa, es decir, un campo donde tratamientos iguales y desiguales resultan simultáneamente lícitos o admisibles. Pues, en efecto, mientras que la exigencia de una regulación desigual requiere una razón que imponga precisamente el tipo de desigualdad que se pretende establecer, la justificación de un tratamiento igual requiere tan sólo que no logre justificarse la obligatoriedad de la distinción; en consecuencia, allí donde exista sólo una razón que permita la desigualdad, queda autorizada tanto una regulación igualitaria como diferenciadora. Dicho de otra forma, inicialmente un control sobre el legislativo por violación del principio de igualdad sólo procede: a) cuando estamos en presencia de un tratamiento desigual, sin ninguna razón que lo permita; b) cuando estamos en presencia de un tratamiento igual, habiendo una razón que lo impida. Por ello, que un tratamiento desigual no resulte arbitrario o carente de razón no significa que, a sensu contrario, un tratamiento igual haya de reputarse arbitrario. Hasta aquí hemos hablado del ámbito general cubierto por el principio de igualdad, que la Constitución reconoce en el primer inciso del artículo 14: «Los españoles son iguales ante la ley». Sin embargo, el mismo precepto añade: «sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Estas especificaciones constituyen casos de «igualdad normativa» 267, es decir, casos en que el tratamiento igualitario viene impuesto, no desde la racionalidad argumentativa, sino desde la propia disposición constitucional. Igualdad normativa que no se circunscribe a lo indicado en el artículo 14; del artículo 39,2.º, por ejemplo, se deduce la igualdad de los hijos con independencia de su filiación, y de las madres con independencia del estado civil, lo que significa que tales elementos (filiación y estado civil) no son razonables como criterios para establecer distinciones en la posición jurídica de hijos o madres. Pues bien, si antes hemos hablado de razones que permiten o imponen un trato diferencial, ahora nos encontramos ante razones que prohiben dicha diferenciación. La raza o el sexo son así criterios prohibidos a la hora de delimitar el contenido o el ámbito de eficacia de las normas. La prohibición es, sin embargo, relativa. Como ya tuvimos ocasión de comentar en el capítulo precedente, «si esta carga de la demostración del carácter justificado de la diferenciación es obvia en todos aquellos casos que quedan genéricamente dentro del general principio de igualdad..., tal 267
A. CARRASCO, «El principio de no discriminación por razón de sexo», citado, pág. 28
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carga se torna aún más rigurosa en aquellos otros casos en que el factor diferencial es precisamente uno de los típicos que el artículo 14 concreta» 268. Los «criterios prohibidos» del artículo 14 pueden, en consecuencia, ser tomados en consideración como fundamento de un tratamiento desigual, en especial si tenemos en cuenta que el precepto alude conjuntamente a «cualquier otra condición o circunstancia personal o social», que obviamente, si se interpretase literalmente, impediría cualquier género de distinción, esto es, el ejercicio mismo de la potestad legislativa 269. De manera que estos criterios representan simplemente una razón más intensa para la prohibición de la desigualdad normativa, pero una razón que puede quedar superada por otras razones que en el caso tengan un peso superior. Tan sólo cabe exigir entonces un control más estricto, un «stric scrutiny» 270 o, si se quiere, una carga suplementaria de argumentación. En otras palabras, las especificaciones del artículo 14 vienen a recordar que, por regla general, la raza, el sexo o la religión no constituyen elementos razonables para diseñar un tratamiento jurídico particular. 271 Sin embargo, ni esas especificaciones del art. 14 ni ningún otro criterio excluyen por completo o con carácter general toda posible distinción normativa; es más, razones de igualdad sustancial pueden militar en favor de la desigualdad de iure y entonces cabe que alguno de los «criterios prohibidos» opere expresamente como base de la diferenciación. Así, por ejemplo, «la referencia al sexo en el art. 14 implica la decisión constitucional de acabar con una histórica situación de inferioridad atribuida a la mujer, siendo inconstitucional la diferenciación normativa basada en dicho criterio. Con todo, en la perspectiva del art. 9.2 C.E., de promoción de las condiciones de igualdad no se considera discriminatorio que... se adopten medidas de acción positiva en beneficio de la mujer» 272. 268
STC 81/1982. A. RUIZ MIGUEL, «La igualdad como diferenciación», en Derechos de las minorías y grupos diferenciados, Escuela Libre Editorial, Madrid, 1994, pág. 288 y s. 270 F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», citado, pág. 31 271 Una interpretación distinta y no carente de argumentos es que los «criterios» del art. 14 no son simples ejemplos del mandato general de igualdad, sino tipos específicos de desigualdad que se traducirían en una prohibición de discriminaciones injustas, pero que admitirían, eso sí mediante un examen estricto, discriminaciones justas, como la llamada discriminación inversa. Vid. A RUIZ MIGUEL, «Las huellas de la igualdad en la Constitución», en Pensar la igualdad y la diferencia. Una reflexión filosófica., M. Reyes-Mate (ed. ), Argentaria, Visor, Madrid, 1995, pág. 116 y s. En todo caso, creo que la discusión no es aquí relevante: se interpreten como se interpreten, los criterios del art. 14 no encarnan prohibiciones absolutas, sino razones que pueden ser superadas. 272 STC 3/1993. Sobre el particular vid. el reciente debate en torno a «Igualdad y discriminación inversa» en Doxa, 19, 1996, con trabajos de A. Ruiz Miguel, R. Guibourg, M. V. Ballestrero y M. Atienza. 269
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Ahora bien, si no existe a priori ninguna razón que impida un trato diferenciador, tampoco debe existir ninguna razón que lo imponga. Así lo ha declarado el Tribunal Constitucional: el artículo 14 no funda un derecho a exigir divergencias de trato, sino un derecho a no sufrir discriminación 273. Esto no significa propiamente que un trato diferente no pueda venir impuesto en algunas ocasiones, como ha reconocido el propio Tribunal Constitucional 274, sino que ese trato diferente no puede ser exigido sólo como un imperativo de la segunda parte del principio de igualdad, es decir, de aquella dimensión que ordena tratar de forma desigual lo que es desigual. Por tanto, que lo desigual debe ser tratado de forma desigual supone tan sólo que pueden existir razones que permitan o que, valoradas todas las demás razones en pugna, impongan dicha desigualdad, no que exista algún criterio que siempre y en todo caso obligue a la diferenciación; del mismo modo que ni siquiera los criterios del artículo 14 prohiben siempre su utilización como elementos de trato diferenciado, así tampoco existe ningún criterio que, en virtud de la máxima de igualdad, imponga siempre un trato desigual; y ello pese a que, lo mismo que existen «igualdades normativas», existen también «desigualdades normativas», como la contenida en el artículo 103, 3 cuando establece que mérito y capacidad son dos criterios a valorar en el acceso a la función pública 275. Así pues, igualdad de iure e igualdad de hecho, o igualdad formal y real, 276 son modalidades tendencialmente contradictorias, pues quien «desee crear igualdad de hecho tiene que aceptar desigualdades de iure» 277, dado que el logro de la igualdad real consiste precisamente en operar diferenciaciones de tratamiento normativo a fin de compensar por vía jurídica una previa desigualdad fáctica. Son modalidades tendencialmente contradictorias, pero que han de convivir en el plano constitucional, y de ahí que tampoco exista ninguna razón a priori que imponga siempre, como razón definitiva, un tratamiento desigual, y ello aunque sólo sea porque habrá de enfrentarse con las razones que avalen o apo273
STC 52/1987 y 48/1989. «El principio de igualdad, si bien ordena tratar de modo distinto a lo que es diferente, también exige que haya una correspondencia o proporcionalidad... », STC 50/1991. 275 Que el mérito y la capacidad sean circunstancias que obliguen a establecer diferencias en el acceso a la función pública no significa, por cierto, que, a su vez, no puedan ser superadas por razones más fuertes. Por ejemplo, la STC 269/94 considera legítima la reserva de plazas de funcionario en favor de los minusválidos, entendiendo que no constituye una discriminación (que de iure lo es), sino al contrario, un restablecimiento de la igualdad de hecho en la linea del art. 9. 2 276 F. LAPORTA, «El principio de igualdad», citado, pág. 27. 277 R. ALEXY, Teoria de los derechos fundamentales, citado, pág. 404 274
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yen la igualdad de iure y porque esta clase de igualdad suele tomar como criterio de distinción alguno de los prohibidos por el art. 14 278. Todo ello pone de relieve que la tensión entre igualdad de iure e igualdad de facto, entre tratamientos normativos homogéneos y diferenciadores, se manifiesta como un conflicto entre principios; esto es, según estudíamos en el capítulo anterior, como un conflicto que no se salda con la pérdida de validez o con la postergación definitiva de alguno de los elementos en pugna, sino que el triunfo de uno u otro depende de las circunstancias del caso y requiere un ejercicio de ponderación singular. La igualdad opera siempre a partir de igualdades y desigualdades fácticas parciales que postulan tratamientos tendencialmente contradictorios, cada uno de los cuales puede alegar en su favor uno de los subprincipios que componen la igualdad: tratar igual lo que es igual, y siempre habrá alguna razón para la igualdad pues todos los seres humanos tienen algo en común, y desigual lo que es desigual, y siempre habrá también alguna razón para la desigualdad pues no hay dos seres humanos ni dos situaciones idénticas. Ciertamente, como hemos indicado, parece existir una prioridad de la igualdad sobre la diferenciación, de manera que la regla podría describirse del siguiente modo: siempre existe alguna razón para la igualdad y, por tanto, ésta debe postularse mientras que alguna desigualdad fáctica —que siempre existirá— no proporcione una razón que permita o que, valoradas las razones en pugna, imponga una regulación diferenciada. C) La igualdad sustancial Así pues, la cuestión reside en si las desigualdades de hecho pueden justificar el establecimiento de desigualdades jurídicas orientadas precisamente a eliminar o limitar el alcance de las primeras; y justificar, además, en calidad de una posición subjetiva vinculada al art. 14, esto es, como una razón que en última instancia puede imponer, y no sólo permitir, el tratamiento normativo desigual. Por tanto, el problema es doble: de un lado, determinar qué tipo de desigualdades de hecho cabe alegar como fundamento de una desigualdad jurídica; y segundo, si en algún caso aquéllas desigualdades son capaces de representar una razón suficiente que imponga el trato desigual. Naturalmente, el primero de los interrogantes no puede ser respondido aquí, pues encierra nada menos que la justificación política del 278
F. RUBIO, «La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», citado, pág. 35.
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Estado social, de cuándo y en qué medida pueden alterarse las leyes «naturales» (naturales en sentido estricto, pero también de fortuna social) que permiten una participación desigual de las personas en el conjunto de los bienes y de las expectativas. Baste decir (pues esto es ahora suficiente) que las desigualdades que han de ser compensadas son las desigualdades inmerecidas, pues, en palabras de Kymlicka, «las porciones distributivas no debieran estar influidas por factores que son arbitrarios desde el punto de vista moral» 279. Es obvio que no toda diferencia debe combatirse; al contrario, algunas deben tolerarse y hasta tutelarse. Como escribe Ferrajoli, «el principio (o deber) de tolerancia sirve para fundar el conjunto de los derechos de libertad», pero además «debe hablarse de un principio (o deber) de no tolerancia, que vale para fundamentar el concepto de los derechos sociales»: aquello que está en la base de los derechos civiles, creencias y planes de vida, debe ser tolerado; aquello otro que está en la base de los derechos sociales, carencias o pobreza, no debe tolerarse 280. Pero, volviendo al segundo problema, ¿en qué medida la igualdad material puede dar lugar a pretensiones concretas e inmediatamente exigibles?; con base en los arts. 14 y 9,2 y sin mediación legislativa, ¿es posible reclamar una desigualdad de trato del mismo modo que se reclama la eliminación de una discriminación directa o negativa?, ¿pueden las exigencias de igualdad sustancial fundamentar una posición análoga a la que proporcionan las exigencias de igualdad formal?; en suma, si cabe pedir que «los iguales sean tratados como iguales», ¿cabe pedir también que «los desiguales sean tratados como desiguales»?, ¿es posible que alguna razón para la igualdad de hecho imponga y no sólo permita el diseño de una desigualdad normativa? Como se recordará, la norma de la desigualdad presenta dos peculiaridades: la primera es que funciona siempre como un principio, pues, aunque haya razones para la desigualdad, siempre habrá alguna para la igualdad; lo que significa que proporcionará en todo caso razones prima facie , que han de «combatir» con principios opuestos. La segunda es que, así como la igualdad resulta obligada cuando no exista ningún motivo que permita el trato desigual, este último, en cambio, requiere que exista una razón suficiente que, valoradas todas las razones en pugna, ordene el tratamiento desigual 281. Por tanto, la cuestión es si este 279
W. KYMLICKA, Filosofía política contamporanea. Una introducción, trad. de R. Gargarela, Ariel, Barcelona, 1995, pág. 70 280 L. FERRAJOLI, «Tolleranza e intollerabilità nello stato di diritto», en Analisi e Diritto a cura di P. Comanducci e R. Guastini , Giappichelli, Torino, 1993, pág. 289. 281 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 408 y s.
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último caso puede concebirse en el marco del actual Estado constitucional. Ciertamente, existe una dificultad inicial de no pequeño alcance, y es que la igualdad de hecho se presta a múltiples interpretaciones y concepciones, sin que la Constitución contenga un programa preciso de distribución, ni una prelación exacta de las necesidades atendibles. Una «política social» desarrollada por el Tribunal Constitucional cercenaría la libertad de configuración que en este campo se reconoce al legislador, único sujeto facultado para escoger, de entre las distintas concepciones, la que en cada ocasión debe imperar. Además, y esta es la otra cara de la misma moneda, la igualdad material requiere importantes recursos financieros, escasos por definición, cuyo reparto forma parte también de la libertad política de quien representa a la voluntad popular. Por tanto, un reconocimiento expreso de pretensiones subjetivas de igualdad de hecho con base únicamente en la interpretación del art. 14, y sin mediación legislativa, supondría una intromisión exorbitante del Tribunal Constitucional en el ámbito de la discrecionalidad del Parlamento. Como veremos, no ocurre exactamente lo mismo ante derechos expresos de naturaleza prestacional, pues éstos, por numerosas que sean las dificultades que presentan, entrañan ya una cierta decisión constitucional en favor de la urgencia o exigibilidad de determinados requerimientos de igualdad de hecho. Por otra parte, aunque unido a lo anterior, desde el punto de vista de la jurisdicción constitucional, la igualdad formal opera de un modo muy distinto a como lo hace la igualdad material. Porque la primera, en efecto, se traduce en una exigencia negativa que se acomoda bien a la propia naturaleza del Tribunal concebido como legislador negativo; éste, cuando declara que una ley, una sentencia o una decisión viola la igualdad ante la ley desempeña normalmente una tarea de anulación, supresión o eliminación, en suma, de depuración del ordenamiento. En cambio, reconocer que alguien tiene derecho a una prestación porque así lo exige la igualdad material implica una labor positiva, propiamente normativa, donde el Tribunal sustituye al legislador dado que ha de crear una norma que vincule determinada prestación con cierta posición de hecho. Sin embargo, y aunque la articulación jurisdiccional tropiece con serias dificultades, las objeciones que hemos visto no impiden por completo que, en ciertos casos, pretensiones de igualdad material puedan formularse como posiciones subjetivas amparadas por el derecho fundamental a la igualdad. Desde luego, un reconocimiento abierto o general de pretensiones de esta naturaleza parece inviable, pero un reconocimiento matizado no debe excluirse. En concreto, creo que esa viabilidad se da en
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tres supuestos: primero, cuando la igualdad material viene apoyada por un derecho fundamental de naturaleza prestacional directamente exigible, lo que supone una toma de posición constitucional que elimina toda ulterior discusión; por ejemplo, se tiene derecho a la educación gratuita en ciertos niveles sin necesidad de invocar una exigencia de igualdad sustancial, pues «el derecho de todos a la educación (presenta) una dimensión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad...» 282. El segundo supuesto tiene lugar cuando una pretensión de igualdad sustancial concurre con otro derecho fundamental, aun cuando no sea de naturaleza prestacional. Naturalmente, sería de todo punto apresurado suponer que las libertades «negativas» generan sin más un derecho a obtener prestaciones concretamente exigibles; de nuevo hay que decir que, si bien los poderes públicos pueden «subvencionar» la libertad 283, no están obligados a hacerlo. Sin embargo, al menos hay un caso en el cabe afirmar que una libertad o garantía genera una exigencia de igualdad material traducible en una prestación: el derecho a la defensa y asistencia de Letrado 284. En efecto, ya en una temprana sentencia de 1982, el Tribunal Constitucional observaba que tal derecho, concebido inicialmente en el marco del Estado de Derecho, había de ser reinterpretado en el marco del Estado social, sugiriendo que «la idea del Estado social de Derecho y el mandato genérico del art. 9.2 exigen seguramente una organización del derecho a ser asistido de Letrado que no haga descansar la garantía material de su ejercicio por los desposeidos en un munus honorificum de los profesionales de la abogacía» 285. Más claramente, proporcionar asistencia letrada «se torna en una obligación jurídico-constitucional que incumbe singularmente a los órganos judiciales», hasta el punto de que puede originarse una situación de indefensión «si al litigante carente de recursos económicos no se le nombra un defensor de oficio» 286. 282
STC 86/1985. Por ejemplo, «el hecho de que el Estado preste asistencia religiosa católica a los individuos de las Fuerzas Armadas no sólo no determina lesión constitucional, sino que ofrece, por el contrario, la posibilidad de hacer efectivo el derecho al culto de los individuos y comunidades», STC. 24/1982. 284 Curiosamente el mismo caso sirve de ejemplo para ilustrar la jurisprudencia alemana e italiana a propósito de la igualdad sustancial. Vid. R. ALEXY Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 403; R. BIN, Diritti e argomenti. Il bilanciamiento degle interessi nella giurisprudenza costituzionale, Giuffrè, Milano, 1992, pág. 116. 285 STC. 42/1982. 286 STC. 132/1992. 283
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Así pues, la garantía de la tutela judicial efectiva no genera un derecho universal al asesoramiento gratuito de abogado, pero sí puede fundamentar una pretensión de esa naturaleza cuando el sujeto, además de hallarse en una situación de necesidad económica, resulta acreedor a la tutela que ofrece el art. 24. Esto es, el art. 24 protege unos derechos que se postulan como universales, de manera que, ante carencias de hecho, puede poner en marcha acciones de igualdad material; o, si se prefire a la inversa, una medida de igualdad material se hace concretamente exigible cuando de la misma depende una garantía a la que «todos tienen derecho». Finalmente, el último supuesto se produce cuando una exigencia de igualdad material viene acompañada por una exigencia de igualdad formal. Porque, en efecto, uno de los problemas que presenta la discriminación positiva es que suele faltar un tertium comparationis suficientemente sólido o convincente: que el Estado subvencione la educación o atienda las situaciones de extrema necesidad no puede ser invocado como discriminatorio por quien pretende una vivienda gratuita o de precio reducido, pues, según hemos dicho, la Constitución carece de un programa ordenado de distribución de los recursos. Otra cosa sucede, sin embargo, si los poderes públicos deciden entregar viviendas gratuitas a una cierta categoría de personas y utiliza en la delimiación de esa categoría un criterio irracional, falto de proporción o de cualquier modo infundado; entonces, una pretensión de igualdad material, en principio no exigible ante el Tribunal Constitucional, se fortalece o adquiere virtualidad gracias al concurso de la igualdad formal: el legislador decide que esa pretensión está justificada, pero «clasifica» mal el nucleo de destinatarios merecedores de la misma y, por tanto, quienes resultan discriminados pueden reclamar unos beneficios a los que, de otro modo, no tendrían derecho. Esta es la razón de ser de muchas de las llamadas sentencias aditivas del Tribunal Constitucional 287, es decir, de aquellas decisiones en las que el Tribunal extiende a sujetos no mencionados en la norma los «beneficios» en ella previstos; por ejemplo, la STC 103/1983, que amplió para los viudos el régimen de pensiones más favorable establecido para las viudas; o la 116/1987, que consideró que los militares republicanos ingresados en el Ejército después de la rebelión del 18 de julio de 1936 merecían iguales atenciones que aquellos que lo hicieron con anterioridad. Muy probablemente, ni los viudos ni los viejos defensores de la República hubiesen podido fundar una pretensión iusfunda287
R. BIN las denomina más claramente «sentencias aditivas de prestación», Diritti e argomenti..., citado, pág. 117
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mental a la obtención de cierta clase de pensión o ayuda de no ser porque el legislador decidió previamente que tal pretensión estaba justificada para cierto colectivo «análogo». Es verdad que las consideraciones de igualdad sustancial no bastan y que se requiere además el concurso de la igualdad formal; esta última proporciona el término de comparación que permite considerar irracional la exclusión de un sujeto o grupo, y con ello la justificación de la pretensión iusfundamental. Ciertamente, este género de sentencias plantea problemas tanto desde el punto de vista de las relaciones entre el legislador y el juez constitucional, como desde la perspectiva de la articulación de la igualdad en forma de prestaciones. Lo primero porque, como es obvio, las «adiciones» o manipulaciones 288 convierten a quien en la concepción kelseniana era un legislador negativo en un legislador positivo 289. Y lo segundo porque el Tribunal es un órgano poco idoneo o casi imposibilitado para establecer las estructuras administrativas, los procedimientos y las variadas modalidades que exigen o admiten los derechos prestacionales 290. Con todo, si las sentencias aditivas prestacionales son posibles, es porque resultan también posibles pretensiones basadas en la igualdad material. Así pues, la Constitución desde los arts.14 y 9,2 no ampara directamente posiciones iusfundamentales de igualdad de hecho o, si se prefiere, lo hace con un carácter fragmentario que exige el concurso de otras razones, es decir, de otros derechos o de la propia igualdad formal. Más concretamente, parece que los «complementos» que requiere la igualdad sustancial desempeñan funciones distintas. La concurrencia de un derecho prestacional inmediatamente exigible, como la enseñanza, implica la consagración constitucional de una concreta pretensión adscribible a la igualdad de hecho; que los poderes públicos tienen la obligación de prestar el servicio de la enseñanza supone por ello una toma de posición que elimina toda ulterior discusión: se tiene derecho a la educación gratuita en ciertos niveles sin necesidad de invocar el art. 14. A su vez, la 288
Por ejemplo, la sentencia de la Corte Constitucional italiana 215/1987 ordena que allí donde la ley dice que «será facilitada» la integración de los minusválidos en la escuela, en lo sucesivo diga que «será garantizada». Vid. R. BIN, Diritti e argomenti, citado, pág. 119. 289 Vid. F. RUBIO, «La jurisdicción constitucional como forma de creación de Derecho», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 22, pág. 38, ahora en La forma del poder... citado, págs. 495 y ss. ; M. GASCÓN, «La justicia constitucional: entre legislación y jurisdicción», Revista Española de Derecho Constitucional, n.º 41, pág. 66 y s. 290 Vid. L. ELIA, «“Constitucionalismo cooperativo”. “Racionalidad” y “Sentencias aditivas” en la jurisprudencia italiana sobre control de normas», en División de poderes e interpretación, Tecnos, Madrid, 1987.
LEY, PRINCIPIOS, DERECHOS 96 concurrencia de un derecho en principio no prestacional, como el derecho de defensa y a la tutela efectiva, implica una cierta presunción de que el bien tutelado es valioso y merece protección; esto es, que, entre los múltiples objetivos que pueden perseguir las acciones positivas de prestación, hay algunos que aparecen «privilegiados» por la Constitución (los derechos fundamentales), representando en consecuencia una razón fuerte en favor de la adopción de medidas de igualdad material. Por último, la presencia de un argumento de igualdad de iure o ante la ley significa que, de entrada, no existiría un derecho constitucional a prestaciones, pero que, dada la opción legislativa en favor de ofrecer esas prestaciones a ciertos destinatarios, un imperativo de racionalidad o coherencia exige su extensión a otros sujetos. El resultado puede parecer en verdad bastante modesto, pero creo que no deja de ser significativo a estas alturas del Estado constitucional. Dejando a un lado el caso de los concretos derechos prestacionales, que será examinado de inmediato, lo cierto es que el mandato del art. 9,2 por sí solo no se muestra capaz de imponer obligaciones de naturaleza prestacional, y ello no sólo por razones de ubicación sistemática. La concurrencia de una razón de igualdad formal, fundamento de las comentadas sentencias aditivas, viene a poner de relieve justamente que en esos supuestos se construye una posición acreedora por parte de un sujeto en virtud de su discriminación formal y no sólo de su desigualdad material; por ejemplo, si se concede cierta pensión no es porque se tenga un derecho fundamental a recibirla, sino más bien porque se ostenta un derecho fundamental a no ser discriminado. Y, a su vez, la presencia de un derecho «negativo» (derecho a la vida, libertad religiosa, derecho de asociación, etc) puede representar efectivamente un razón favorable para que el legislador acuerde y pueda justificar una prestación «promocional», pero sospecho que, al menos hoy por hoy en nuestro sistema, el conjunto de los derechos y libertades sólo de forma excepcional (la citada asistencia letrada gratuita, tal vez un derecho al «mínimo vital») permiten imponer o exigir a ese mismo legislador una obligación positiva o de prestación, y esto último es lo que, a mi juicio, significa tener un derecho fundamental.
5. La naturaleza de los derechos prestacionales A) El problema de su valor jurídico Creo que existe una cierta conciencia de que los derechos sociales en general y muy particularmente los derechos prestacionales o no son
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auténticos derechos fundamentales, fundamentales, representando una suerte de retórica jurídica, o bien, en el mejor de los casos, son derechos disminuidos o en formación. Esto ocurre incluso en la que parece ser filosofía política dominante, que concibe a estos derechos como expresión de principios de justicia secundarios, cuando no peligrosas confirmaciones del criterio utilitarista que amenaza el disfrute de los derechos individuales; o sea, en ningún caso se trata de triunfos frente a la mayoría e incluso, en no pocas exposiciones, aparecen como los principales enemigos que han de superar esos triunfos 291. Consecuentemente, de otro lado, en el panorama que ofrecen los ordenamientos de corte liberal, los derechos prestacionales tienden a situarse en el etéreo capítulo de los principios programáticos, muy lejos, desde luego, de las técnicas vigorosas de protección que caracterizan a los derechos fundamentales 292. La simple lectura del art. 53 de la Constitución española confirma esta impresión: existen unos derechos civiles y políticos intangibles para el legislador y rodeados de múltiples garantías, y existen unos principios (ni siquiera derechos) rectores de la política social y económica que «informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos», pero que «sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen». Ciertamente, Ciertament e, no todos los derechos prestacionales se hallan recogidos en el Capítulo III del Título I, ni, por cierto, en ese capítulo hay sólo derechos prestacionales, pero no cabe duda que el grueso de la que pudiéramos llamar promesa prestacional de la Constitución se encuentra bajo dicha rúbrica. Por eso, es muy significativo s ignificativo el juicio de uno de los primeros comentaristas: el Capítulo III, decía Garrido Falla en 1979, «está lleno de declaraciones retóricas que por su propia vaguedad son ineficaces desde el punto de vista jurídico» 293, pues para que una declaración tenga carácter jurídico no basta su inclusión en un texto constitucional o legal, sino que además es necesario «que tenga estructura lógica de norma jurídica: que sea una orden, un mandato, prohibición...» 294, esto es, que adopte una determinada estructura lingüística imperativa. 291
He tratado este punto en mis Estudios sobre sobre derechos derechos fundamentales fundamentales, citado, pág. 43 y s. 292 Vid. J. L. CASCAJO, La tutela constitucional constitucional de los los derechos derechos sociales, citado, pág. 77 y s. 293 F. GARRIDO FALLA, «El artículo 53 de la Constitución», Revista Española de Derecho Administrativo, n.º 21, 1979, pág. 176 294 F. GARRIDO FALLA, «Comentario al art. 53» en F. GARRIDO FALLA FALLA y otros, Comentarios a la Constitución, Civitas, Madrid, 1980, pág. 590
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Esta es una idea ampliamente extendida. extendida. Por citar sólo un par de ejemplos, decía E. Forsthoff que el intento de dar vida a derechos sociales «tenía que fracasar, porque formulaciones de este tipo no son aptas para fundamentar derechos y deberes concretos» 295. Más rotundamente, escribe Ph. Braud que «los derechos-obligaciones positipositivas... no son normas jurídicas, pues carecen de una condición indispensable: la aptitud para la efectividad» y, siendo así, «se sitúan fuera del Derecho» 296. Me parece que esta posición ha sido hoy mayoritariamente abandonada, pues «ya no se puede dar por buena la vieja tesis, de la época de Weimar, Weimar, según la cual la imposibilidad de la aplicación inmediata de los derechos sociales constitucionales viene dada por su propia indeterminación» 297. Sin duda, los principios rectores del Capítulo III, como todos los valores y principios de la Constitución, tienen naturaleza jurídica y participan de la fuerza propia de las normas constitucionales 298. Ante todo, porque la formulación lingüística del precepto no es un criterio definitivo para separar el Derecho de las buenas intenciones, pues, al margen de que no todos los derechos prestacionales aparecen con la misma estructura lingüística, lo cierto es que la concepción del positivismo teórico a propósito de las normas puede considerarse superada: sencillamente, no es cierto que allí donde falta un supuesto de hecho o una consecuencia jurídica perfectamente delimitados falte una norma jurídica. Que las normas materiales de la Constitución sean «en general esquemáticas, abstractas, indeterminadas y elásticas» 299 no representa ninguna dificultad a su carácter vinculante. En suma, la fuerza jurídica y el valor valor constitucional constitucional de las disposicione disposicioness de principio principio están están 300 hoy suficientemente acreditados ; y, y, por otra parte, la llamada retórica constitucional no es monopolio del Capítulo III, sino que es posible hallarla en otros pasajes constitucionales, incluso dentro de la sección 1.ª del Capítulo II, como en el art. 27.2.º. 295
E. FORSTHOFF, El Estado de la sociedad industrial, trad de L. López Guerra y J. Nicolás Muñiz, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, pág. 258 296 Ph. BRAUD, La notion de liberté liber té publique en Droit français , LGDJ, París, 1968, pág. 152 y s. 297 tutela a constitu constituciona cionall de los der derecho echoss sociale socialess, citado, pág. J. L. CASCAJO, La tutel 70. En igual sentido, A. GARRORENA, El Estado Estado espa español ñol como como Estad Estado o social social y demodemocrático de Derecho, Universidad de Murcia, 1980, pág. 66 y s. ; J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, pág. 252. 298 Vid. el estudio más detallado de M. ARAGÓN, Constitución y Democracia, Tecnos, Madrid, 1989, pág. 74 y s. 299 Vid. F. RUBIO, «La Constitución como fuente del Derecho», citado, pág. 63. 300 He tratado la cuestión más detenidamente en Sobre principios y normas. Problemas del razonamiento jurídico, citado, págs. 135 y ss.
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lo s derechos prestacionales prestacionales B) Dimensión objetiva de los
En cuanto que normas objetivas, o bjetivas, las claúsulas que recogen derechos sociales o prestacionales vinculan a todos los poderes públicos, incluido el legislador, legislador, por lo que, en principio, nada impide que sean invocados en cualquier instancia jurisdiccional y, por supuesto, que sirvan s irvan de parámetro para el juicio de constitucionalidad. Böckenförde ha resumido esa vinculación efectiva en tres aspectos: el fin o programa que supone un derecho prestacional se sustrae a la en otro caso libertad del legislador; es inadmisible la inactividad o la desatención evidente y grogro sera por parte de los poderes públicos; y, por último, la satisfacción conferida a un derecho prestacional, una vez establecida, se muestra relativamente irreversible, en el sentido de que está protegida frente a una supresión definitiva o frente a una reducción que traspase los límites hacia la desatención grosera 301 La jurisprudencia del Tribunal Constitucional pone de relieve que la toma en consideración de los principios rectores y de los derechos prestacionales en cuanto que normas objetivas no es meramente retórica. Por ejemplo, en una cuestión de inconstitucionalidad acerca del art.160 de la Ley de Seguridad Social de mayo de d e 1974, el Tribunal acude al principio rector del art. 41 nada menos que para considerar caduco un modelo de Seguridad Social basado en el principio contributivo y de compensación frente al daño, y sustituirlo por un sistema basado en la protección frente a la necesidad o la pobreza económica. En concreto, «acoger el estado o situación s ituación de necesidad como objeto y fundamento de la protección implica una tendencia a garantizar a los ciudadanos un mínimo de rentas, estableciendo una linea por debajo de la cual comienza a actuar la protección» 302. Y, confirmando esta doctrina, una sentencia posterior declara que la Seguridad Social representa hoy una «función del Estado» cuya finalidad constitucional es la «reducción, remedio o eliminación de situaciones de necesidad» n ecesidad» 303. Precisamente, Precisament e, con motivo de otro asunto sobre pensiones, el Tribunal tuvo oportunidad de sentar una doctrina bastante nítida acerca del valor de los principios rectores y de su importancia en la interpretación 301
Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág. 81. 302 STC 103/1983. 303 STC 65/1987. La STC 37/1994, si bien reconoce la libertad del legislador para modular la acción protectora del sistema, recuerda que el art. 41 «consagra en forma de garantía institucional un régimen público» cuyo «nucleo o reducto indisponible por el legislador... legislador ... ha de ser preservado en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar».
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constitucional. Ante todo, pone de relieve la conexión existente entre el principio del Estado social y democrático de Derecho (art.1,1), la igualdad sustancial (art.9,2) y los principios rectores del Capítulo III, cuyo régimen jurídico establecido en el art.53,3 «impide considerar a tales principios como normas sin contenido y que obliga a tenerlos presentes en la interpretación tanto de las restantes normas constitucionales como de las leyes»; particularmente, en este caso el juego de los tres criterios enunciados se muestra fundamental para enjuiciar cuándo una desigualdad jurídica entraña discriminación; más aún, el art. 50 relativo a la protección de la vejez resulta ser un «criterio de interpretación preferente» 304. Cabe decir que hoy esta es una doctrina plenamente consolidada: los principios rectores, «al margen de su mayor o menor generalidad de contenido, enuncian proposiciones vinculantes en términos que se desprenden inequívocamente de los artículo 9 y 53 de la Constitución» 305. La proclamación del valor normativo de los principios rectores es frecuente en la jurisprudencia constitucional, si bien la concreta operatividad de los mismos no resulta siempre uniforme y generalmente depende de la presencia de otras disposiciones constitucionales relevantes para el caso. Así, en ocasiones, los principios vienen a justificar limitaciones a ciertos derechos que de otra manera acaso no podrían formularse: la protección del medio ambiente (art.45) juega como límite a la explotación de los recursos naturales y al aumento de la producción, en suma, al derecho de propiedad 306; del mismo modo, la política de pleno empleo (art. 40) «supone una limitación de un derecho individual, como el derecho al trabajo» (art. 35), limitación que está justificada porque «se apoya en principios y valores asumidos constitucionalmente, como son la solidaridad, la igualdad real y efectiva y la participación de todos en la vida económica del país» 307. Otras veces, en cambio, es el propio Tribunal quien armoniza distintas disposiciones, concretando el alcance de algún principio; por ejemplo, el principio de protección a la familia (art. 39) no sólo constituye un límite a la embargabilidad de bienes 308, sino que permite derivar a través del art. 14 una igualación «por arriba» entre civiles y militares en materia de embargo de haberes 309; y el genérico principio del Estado social unido a las exigencias de la igualdad sustancial obliga a realizar la equiparación de sexos 304 305 306 307 308 309
STC 19/1982. STC 14/1992. STC 64/1982 y 66/1991. STC 22/1981. STC 113/1989. STC 54/1986.
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extendiendo la regulación más favorable: «dado el carácter social y democrático del Estado de Derecho... y la ogligación que al Estado imponen los arts. 9,2 y 35... debe entenderse que no se puede privar al trabajador sin razón suficiente para ello de las conquistas sociales ya conseguidas. De esta manera... no debe restablecerse la igualdad privando al personal femenino de los beneficios que en el pasado hubiera adquirido, sino otorgando los mismos al personal masculino» 310. Finalmente, si antes vimos que un derecho prestacional inmediatamente exigible como la educación daba lugar a posiciones subjetivas de igualdad sustancial, cabe constatar también que la conexión de esta última a una directriz o principio rector puede hallarse en la base de una norma objetiva. En este sentido, la jurisprudencia en materia de igualdad de la mujer trabajadora resulta interesante al menos por dos motivos: primero, porque el sexo no sólo constituye uno de los criterios «prohibidos» por el art. 14 en orden al establecimiento de desigualdades normativas, sino porque además el art. 35,1 reitera que en materia laboral «en ningún caso puede hacerse discriminación por razón de sexo»; y segundo, porque el enunciado prestacional que sirve para amparar desigualdades jurídicas en favor de una igualdad de hecho para la mujer resulta ser tan amplio o impreciso como el contenido en el art.39,2: «Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección...de las madres». Pues bien, pese a ello, el Tribunal Constitucional «no puede ignorar» que existe una realidad de hecho discriminatoria para la mujer, por lo que, en tanto perdure, «no pueden considerarse discriminatorias las medidas tendentes a favorecer el acceso al trabajo de un grupo en situación de clara desigualdad social» 311; es más, el mandato de «interdicción de la discriminación implica también la adopción de medidas que tratan de asegurar la igualdad efectiva de trato y oportunidades de la mujer y del hombre» 312. La jurisprudencia examinada creo que pone de relieve una virtualidad y una insuficiencia. La virtualidad es que los principios rectores y los derechos prestacionales que derivan de los mismos encarnan normas objetivas de eficacia directa e inmediata al menos en dos aspectos: 310
STC 81/1982. Por cierto, en esta sentencia pudiera apreciarse un atisbo del principio de irreversibilidad de las conquistas sociales; vid. L. PAREJO, Estado social y Administración pública, Civitas, Madrid, 1983, pág. 89 y s. Sin embargo, no creo que el Tribunal Constitucional llegue tan lejos: la igualación «por arriba» entre trabajadores y trabajadoras es una opción interpretativa estimulada por los principios del Estado social y de la igualdad sustancial, pero ello no impide que «en el futuro el legislador pueda establecer un régimen diferente del actual». 311 STC 128/1987. 312 STC 109/1993.
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como cobertura de una acción estatal que en otro caso pudiera resultar lesiva desde la perspectiva de ciertos derechos y libertades; y como pautas interpretativas de disposiciones legales o constitucionales, permitiendo soluciones más acordes con el modelo del Estado social. En consecuencia, sirven principalmente para justificar leyes ya dictadas desde el impulso político o también para escoger significados posibles dentro del ámbito semántico de esas leyes. En particular, creo que esta última es la dimensión más interesante desde el punto de vista de la interpretación constitucional: dada la pluralidad de significados, es decir, de normas que cabe obtener de todo enunciado lingüístico 313, los principios rectores se muestran como razones a favor de escoger aquellas más acordes con la igualdad sustancial y, en general, con los valores que están detrás del Capítulo III. La insuficiencia me parece que también es doble: primero, y seguramente por la propia formulación lingüística de los principios rectores, por lo común indicativa y genérica, no puede decirse que resulte habitual invocarlos como parámetro único para acordar la inconstitucionalidad de una ley, aunque ello no resulte jurídicamente imposible; si cabe decirlo así, los principios rectores entran en escena más para respaldar al legislador que para sancionarlo, y es que los enunciados constitucionales resultan aquí lo suficientemente amplios como para que casi cualquier política pueda justificarse, pero también para que casi ninguna pueda reputarse como obligatoria. La segunda, y acaso más importante, es que a partir de los principios rectores es difícil construir posiciones subjetivas de prestación, no sólo porque existan dificultades procesales para que los sujetos titulares puedan reivindicar su cumplimiento, dos problemas que conviene a mi juicio separar, sino por otras razones que serán seguidamente examinadas. C) Dimensión subjetiva de los derechos prestacionales Así pues, que la toma en consideración de los derechos prestacionales resulte relevante todavía no demuestra que los mismos puedan cimentar auténticas posiciones subjetivas iusfundamentales del mismo tipo que las que nacen de las libertades individuales; es decir, posiciones que supongan el reconocimiento constitucional a determinada prestación en ausencia de ley que desarrolle el principio rector, o incluso contra la voluntad de la mayoría expresada en la ley. Pero para abordar 313
15 y s.
Vid. R. GUASTINI, Dalle fonti alle norme, Giappichelli, Torino, 1990 pág.
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esta cuestión conviene aclarar dos aspectos, a saber: el estatus constitucional de los derechos prestacionales y las eventuales dificultades de su tutela judicial derivadas de la exigencia de desarrollo legislativo. Por lo que se refiere a la primera cuestión, conviene advertir que, si bien la mayor parte de los derechos prestacionales aparecen en el devaluado Capítulo III, algunos otros gozan de la máxima protección jurídica. Ya hemos tenido oportunidad de referirnos a la asistencia y defensa letrada; desde luego, es evidente que aquí los poderes públicos tienen una cierta libertad de configuración en orden a regular las formas y modalidades de las prestaciones, pero en ningún caso hasta el punto de suprimir o debilitar absolutamente el derecho: en determinadas circunstancias, toda persona tiene derecho a obtener y el Estado la obligación de proporcionar defensa letrada gratuita. Lo mismo cabe decir del derecho a la educación: también aquí el legislador dispone de una amplia discrecionalidad para organizar la enseñanza, pero al final ha de garantizar la escolarización gratuita de todos los niños en los nieves básicos, y esta es sin más una pretensión accionable ante los Tribunales, incluido el Constitucional 314. En ambos casos, y por muy amplia que sea la libertad de configuración del legislador como consecuencia de la propia imprecisión del precepto, el estatus constitucional fuerte de estos derechos prestacionales, es decir, su inclusión en la sección 1.ª del Capítulo II, parece resolver el problema de su tutela judicial; luego este último no deriva inicialmente, como a veces parece pensarse, sólo de la estructura lingüística del enunciado que reconoce el derecho: aunque sea mucho lo que le corresponde decir al legislador, la tutela judicial del derecho a la asistencia letrada o a una prestación educativa está fuera de duda, y esa tutela se proyecta lógicamente sobre dimensiones subjetivas. Sin embargo, y esta es la segunda cuestión previa, resulta que la mayor parte de los derechos prestacionales aparece recogida en el Capítulo III del Título I y, por tanto, se ve afectada por el art. 53,3: los principios rectores/derechos prestacionales «informarán la legislación positiva, la práctica judidical y la actuación de los poderes públicos», pero «sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen». Como ya se ha dicho, la redacción del precepto no es muy afortunada, pero en modo alguno 314
En cambio, como es comprensible, el Tribunal Constitucional ha interpretado muy cautamente el art. 35, donde se reconoce el derecho al trabajo. En su opinión, este derecho presenta dos dimensiones muy distintas: de libertad, tutelada por el art. 35, y de prestación, que adsbribe, en cambio, al art. 40. 1, que simplemente establece que los poderes públicos «realizarán una política orientada al pleno empleo». Vid STC 22/1981
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puede suponerse que los arts. 39 y siguientes de la Constitución no sean alegables ante los tribunales ordinarios, pues, si su reconocimiento, respeto y protección debe informar la «práctica juducial», es evidente que no sólo son alegables, sino que deberán ser aplicados por los tribunales. En realidad, lo que el precepto parece querer decir es que los principios rectores no generan todavía derechos en sentido técnico 315, es decir, no amparan una concreta acción ante la justicia dirigida a obtener la prestación «prometida». Las normas constitucionales son directamente invocables y aplicables en el curso de cualquier controversia jurídica, pero su configuración como verdaderos derechos accionables ante la jurisdicción requiere la mediación del legislador, cuya función será concretar el alcance de la declaración, establecer formas de tutela, etc. Esta conclusión se obtenía con mayor claridad de la primitiva redacción del precepto 316, pero la fórmula vigente debe conducirnos al mismo resultado. Ahora bien, esta exigencia de desarrollo legislativo no vacía de contenido constitucional a los derechos prestacionales, ni siquiera impide que pueda apreciarse en ellos una dimensión subjetiva. Primero, porque la intervención del legislador es necesaria para articular derechos subjetivos accionables ante los tribunales y sólo conveniente para perfilar los contornos de unos derechos que ya existen en y desde la Constitución. Y, segundo, porque el desarrollo legislativo resulta también imprescindible en otros muchos derechos fundamentales 317 , y del mismo modo que en la hipótesis (absurda) de que el Estado decidiese desmantelar la organización de justicia o en la (no tan absurda) de que quisiera hacer lo propio con el sistema público de enseñanza, ni el derecho a la tutela judicial ni el derecho a la educación dejarían de ser derechos constitucionales, así tampoco los derechos prestacionales deben su existencia a la actitud del legislador. Pero, sobre todo, conviene insistir en que la restricción contenida en el art. 53,3 afecta sólo a las posibilidades de tutela judicial ordinaria, que acaso sea la principal consecuencia de la dimensión subjetiva de un derecho, pero que no se identifica con ella. El mencionado precepto no impide —entre otras cosas porque no podría hacerlo— que por vía interpretativa se perfilen 315
Empleo aquí la terminología de Kelsen: «un derecho subjetivo en sentido técnico (consiste) en un poder jurídico otorgado para llevar adelante una acción por incumplimiento de la obligación», Teoría pura del derecho, 2.º ed. 1960, trad de R. Vernengo, UNAM, Mexico, 5.ª ed., 1986, pág. 147. 316 En el proyecto constitucional publicado en el Boletín Oficial de las Cortes de 5 de enero de 1978 se decía que «no podrán ser alegados directamente como derechos subjetivos ante los tribunales». 317 Vid. R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado, pág. 496
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pretensiones subjetivas a partir de enunciados prestacionales, por más que esa interpretación no pueda producirse en el curso de un proceso ordinario iniciado por el sujeto titular con el único apoyo de un principio rector. Así pues, con desarrollo legislativo o sin él, si los derechos prestacionales del Capítulo III han de informar la práctica judicial, es que pueden ser objeto de interpretación por los tribunales ordinarios, cualquiera que sea la via judicial utilizada; y, desde luego, resultan justiciables también ante el Tribunal Constitucional, y no sólo a través del recurso y de la cuestión de inconstitucionaliodad, sino acaso también mediante el recurso de amparo. Ciertamente, esta posibilidad requiere una interpretación algo tortuosa, dado que los principios rectores del Capítulo III están excluidos del recurso de amparo, pero creo que no se encuentra impedida por completo; por ejemplo, cabría articular dicho recurso a través de alguno de los derechos susceptibles de obtener tutela judicial mediante ese procedimiento para seguidamente ser interpretado a la luz o en conexión con un derecho prestacional 318 . En suma, que la jurisdicción ordinaria no pueda brindar tutela directa a posiciones subjetivas nacidas de un derecho prestacional mientras falte el desarrollo legislativo, según establece el art. 53,3, no significa que en el curso de cualquier procedimiento tenga prohibida la consideración de los principios rectores, como tampoco impide que haga lo propio el Tribunal Constitucional por cualquier camino procesal, incluido el amparo si resulta viable a través de otro derecho 319. Por otra parte, el recurso de amparo creo que resulta posible una vez que se haya producido el desarrollo legislativo a que alude el art. 53,3 y, por tanto, una vez que el contenido prestacional se encuentre bien perfilado y que la jurisdicción ordinaria tenga competencia para conocer demandas directamente orientadas a la tutela del derecho en cuestión. En efecto, del mismo modo que cuando la violación de un derecho se ha producido en una relación jurídico privada el Tribunal Constitucional 318
Cabe hablar aquí de una ampliación del ámbito del recurso de amparo por vía de conexión, esto es, de la tutela de una garantía o derecho en principio excluido del nucleo protegido, pero que se puede conectar a otro derecho susceptible de amparo. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha defendido una especie de derecho al rango de ley orgánica a partir de una conexión entre el art. 17, 1 y el 81, 1, STC 159/1986; o un derecho a la motivación de las decisiones judiciales sobre la base de la conexión del art. 120, 3 al 24, 1, STC 14/1991. 319 Por ejemplo, un derecho al «mínimo vital» podría construirse a partir del derecho a la vida (art. 15), del principio de Estado social (art. 1, 1), conectado a la dignidad de la persona (art. 10, 1) y, en fin, de algún principio rector, como el derecho a la protección de la salud, a una vivienda digna, etc.
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imputa la infracción al juez que no puso el adecuado remedio, considerando que en su omisión se encuentra el «origen inmediato y directo» de la violación (art.44,1 LOTC) 320, así también cuando un derecho prestacional concretado en la ley no resulta satisfecho por el sujeto público o privado llamado a cumplirlo y la jurisdicción deja de prestar la adecuada tutela, cabe admitir el amparo contra la sentencia correspondiente; siempre, claro está, que además pueda invocarse alguno de los derechos susceptibles de amparo, que en este caso deberá ser interpretado a la luz de la exigencia prestacional. En cierto modo, este es el camino que parece anunciar el Tribunal cuando, ante el incumplimiento por el empresario de las medidas de sanidad e higiene en el trabajo, dice que «la pasividad del juez ante una conducta empresarial que pusiera en peligro la vida o la integridad física de los trabajadores podría vulnerar el derecho de éstos a dichos bienes y a los preceptos que los reconocen» 321. Y llegados a este punto, es decir, al punto en que un órgano jurisdiccional a través de cualquier via o procedimiento es llamado a decidir sobre un derecho prestacional, se suscita la que acaso sea pregunta nuclear: en qué condiciones y con qué alcance puede ofrecerle tutela. Aquí quizás convenga llamar la atención sobre dos modalidades dintintas de derechos prestacionales, aun cuando las consecuencias prácticas no sean a mi juicio muy diferentes. La primera es la modalidad de los derechos propiamente dichos, por impreciso que pueda resultar el contenido obligacional; por ejemplo, «se reconoce el derecho a la protección de la salud» (art. 43,1) o «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» (art. 47). La segunda modalidad es la de los principios-directriz; por ejemplo, los poderes públicos «realizarán una política orientada al pleno empleo» (art. 40,1), «mantendrán un régimen público de Seguridad social» (art. 41) o «realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos» (art. 49). En mi opinión, la diferencia es más bien de matiz. Como hemos visto, los principios-directriz son normas programáticas o mandatos de optimización, que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diferente grado o, lo que es lo mismo, porque no prescriben una conducta concreta, sino sólo la obligación de perseguir ciertos fines, pero sin imponer los medios adecuados para ello, ni siquiera tampoco la plena satisfacción de aquellos fines: «realizar una política de... u orientada a..., promover las condiciones para...» en puridad no supone establecer ninguna conducta determinada como jurídicamente debida. Los enun320 321
Vid., por ejemplo, STC 55/1983 y 18/1984. ATC 868/1986.
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ciados normativos que presentan la fisonomía de derechos, en cambio, no serían principios abiertos, sino reglas, aunque tan sumamente imprecisas que apenas permitirían fundar pretensiones concretas por vía de interpretación: el derecho a la vivienda, por ejemplo, puede intentar satisfacerse mediante subsidios de alquiler o fijando un precio tasado o, en fin, mediante la construcción pública; por otro lado, ¿qué condiciones ha de reunir una «vivienda digna»?, ¿debe garantizarse a todos o sólo a quienes carecen de cierto nivel económico? 322. Y lo mismo cabe decir del derecho al trabajo: entre las más modestas medidas de fomento del empleo y el ideal de que cada persona pueda gozar en todo momento de una trabajo adecuado, gratificante y seguro existe un amplísimo campo de posibilidades. Que el enunciado constitucional y, por tanto, que el contenido obligacional de los derechos prestacionales resulte abierto o impreciso no constituye ninguna novedad para la teoría de la interpretación, que con frecuencia ha de trabajar con conceptos no menos vagos o ambiguos. El problema reside en determinar quién es el sujeto competente para configurar de modo concreto lo que en la Constitución aparece con perfiles tan difuminados, si dicha tarea corresponde sólo al legislador y a la Administración o si, por el contrario, la jurisdicción y especialmente la jurisdicción constitucional goza también de alguna competencia en esta materia. Aquí es donde aparece la principal dificultad para una consideración de los derechos prestacionales como auténticos derechos fundamentales susceptibles de tutela judicial: las prestaciones, en efecto, requieren un amplio entramado organizativo, el diseño de servicios públicos, el desarrollo de procedimientos y, sobre todo, el empleo de grandes medios financieros que implican la adopción de decisiones típicamente políticas, de «legislación positiva» que, en el marco del Estado de Derecho y de separación de poderes, parecen excluidas del ámbito jurisdiccional 323. Sin embargo, de aceptarse íntegramente esta idea, la conclusión resultaría cuando menos desalentadora, ya que entonces los derechos prestacionales carecerían de toda dimensión subjetiva, es decir, no serían propiamente derechos justiciables 324, ni siquiera derechos fragmentarios, sino sólo normas constitucionales objetivas con todas sus virtualidades, salvo acaso la más importante, la de ser capaces de cimentar posiciones iusfundamentales. 322
Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, pág. 77 323 Vid. E. W. BÖCKENFÖRDE, Escritos sobre derechos fundamentales, citado, págs. 76 y ss. 324 Vid. en este sentido, J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, pág. 233 y s.
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Alexy ha intentado resolver el problema con una argumentación sugestiva. La idea fundamental es que, desde la Constitución, debe renunciarse a un modelo de derechos sociales definitivos e indiscutibles; las exigencias prestacionales entran siempre en conflicto con otros principios o derechos, singularmente con la competencia legislativa y con los requerimientos de otras libertades o derechos, por lo que determinar en cada caso concreto si está justificada una prestación requiere un previo ejercicio de ponderación entre razones tendencialmente contradictorias que siempre concurrirán en mayor o menor medida. Concretamente, una posición de prestación estará definitivamente garantizada cuando el valor que está detrás de los derechos sociales, la libertad real o efectiva, exija con urgencia la satisfacción de una necesidad y, a su vez, los principios o derechos en pugna (el principio democrático en favor del legislador, las libertades de terceros, etc.) se vean afectados de modo reducido. En opinión de Alexy, esta condición se cumple «en el caso de los derechos fundamentales sociales mínimos, es decir, por ejemplo, a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación escolar...» 325 El Tribunal Constitucional español no parece haber llegado tan lejos, sino que, más bien al contrario, su firme reconocimiento de la libertad de configuración por parte del legislador parece impedir toda posible construcción de posiciones subjetivas de carácter prestacional. De un lado, en efecto, da a entender que de los principios rectores no cabe obtener ningún tipo de derecho subjetivo 326, acaso identificando la inviable tutela directa a través del recurso de amparo con la imposibilidad de perfilar posiciones subjetivas a partir de tales principios. De otro lado, subraya el carácter no vinculante de los medios necesarios para cumplir los fines o las prestaciones constitucionales; por ejemplo, en relación con el principio de protección familiar (art. 39), sostiene que «es claro que corresponde a la libertad de configuración del legislador articular los instrumentos, normativos o de otro tipo, a través de los que hacer efectivo el mandato constitucional, sin que ninguno de ellos resulte a priori constitucionalmente obligado» 327; y lo mismo cabe decir de la Seguridad Social, pues si bien corresponde a todos los poderes públicos la tarea de acercar la realidad al horizonte de los principios rectores, de «entre tales poderes públicos son el legislador y el Gobierno quienes tienen el poder de iniciativa... Son ellos, y no este Tribunal, quienes deben adoptar decisiones y normas...» 328. Finalmente, tampo325 326 327 328
R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales , citado, pág. 495 ATC 241/1985. STC 222/1992. STC 189/1987.
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co parece haber acogido el criterio de «irregresividad» que alguna doctrina creía ver en el Capítulo de los derechos sociales 329, esto es, la idea de que, si bien los derechos prestacionales no imponen una obligación de «avanzar», sí establecen una prohibición de «retroceder»; con independencia de que dicho criterio pueda considerarse incorporado a la Constitución, aspecto sobre el que el Tribunal rehusa pronunciarse, resulta que del art. 50, relativo a la protección de los ancianos, no se deduce el deber de mantener «todas y cada una de las pensiones iniciales en su cuantía prevista ni que todas y cada una de las ya causadas experimenten un incremento anual» 330. Por tanto, los resultados no parecen hoy por hoy excesivamente prometedores. Sólo en alguna ocasión el Tribunal se ha pronunciado en favor de un nucleo indisponible para el legislador; así, a propósito del sistema de Seguridad Social, el Tribunal dice que el art. 41 «consagra en forma de garantía institucional un régimen público cuya preservación se juzga indispensable para asegurar los principios constitucionales, estableciendo... un nucleo o reducto indisponible por el legislador » 331. Ciertamente, no queda muy claro el concreto alcance de ese nucleo, pues para determinarlo se remite a «la conciencia social de cada tiempo y lugar», pero lo importante es que su existencia, en éste y seguramente en otros derechos prestacionales, acredita lo que pudiéramos llamar una «competencia de configuración» por parte del Tribunal, al margen y por encima del legislador, pues a la postre es al Tribunal a quien corresponde traducir la «conciencia social» en exigencias concretas. Que los derechos prestacionales gozan de un nucleo indisponible significa que, al menos, algunas prestaciones representan auténticos derechos fundamentales, es decir, pretensiones subjetivas jurídicamente reconocibles con independencia de la mayoría política. Esta idea del «nucleo o reducto indisponible» recuerda sin duda a la defensa del «contenido esencial» que establece la Constitución para los derechos del Capítulo II (art.53,1). Algunos autores han querido ver precisamente en esa claúsula del «contenido esencial» el elemento o rasgo definidor de la fundamentalidad de un derecho en nuestro sistema 332, lo que directamente conduce a los principios rectores a las tinie329
Vid. J. DE ESTEBAN y L. LÓPEZ GUERRA, El régimen constitucional español, vol. 1, con la colaboración de J. García Morillo y P. Pérez Tremps, Labor, Barcelona, 1980, pág. 346; J. A. SAGARDOY, «Comentario al art. 50», en Comentarios a la Constitución Española dirigidos por O. Alzaga, Edersa, Madrid, 1984, vol. IV, pág. 387 330 STC 134/1987. Vid. también la STC 81/1982 comentada en la nota 310 de este trabajo. 331 STC 37/1994. El subrayado es mío. 332 Así, J. R. COSSÍO, Estado social y derechos de prestación, citado, pág. 68 y s.
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blas de la no fundamentalidad y acaso a la imposibilidad de construir mediante ellos posiciones subjetivas. No creo que esta sea una consecuencia ineludible: con independencia del juego que permita esa especial garantía del contenido esencial 333, lo cierto es que los principios rectores son enunciados constitucionales y todos los enunciados constitucionales, por el mero hecho de serlo, han de ostentar algún contenido esencial o nucleo indisponible para el legislador. Una conclusión diferente llevaría al resultado paradójico de que, en nombre de una mejor protección de ciertos derechos, se habría desactivado o disminuido la tutela de las demás normas constitucionales. A mi juicio, las dificultades que se oponen a una consideración más vigorosa de los derechos prestacionales como auténticos derechos por parte de la jurisprudencia constitucional son las cuatro siguientes: inviabilidad del recurso de amparo, libertad de configuración en favor del legislador, necesidad de dictar normas organizativas y de comprometer medios financieros y, finalmente, posible colisión con otros principios o derechos constitucionales. Por lo que se refiere al primer aspecto, ya se ha indicado que no parece por completo imposible sostener en vía de amparo una pretensión prestacional cuando ésta pueda conectarse a uno de los derechos especialmente tutelados; pero, en cualquier caso, nada impide que el Tribunal proceda al reconocimiento de esas posiciones subjetivas a través de un recurso o cuestión de inconstitucionalidad: una cosa es que se excluya cierta acción procesal y otra distinta poder ostentar un derecho a cierta prestación, derecho que el Tribunal puede reconocer como parte del «nucleo indisponible»; si existe una esfera intangible, ésta puede ser identificada por el Tribunal Constitucional y de la misma pueden también formar parte dimensiones subjetivas, con independencia de que el titular encuentre impedida su defensa mediante el recurso de amparo. La segunda dificultad, la libertad de configuración del legislador, en realidad no es una verdadera dificultad para la jurisdicción constitucional, pues el art. 53,3 lo único que establece es que los principios rectores requieren desarrollo legislativo para ser alegados (como derechos subjetivos, según se ha visto) ante la jurisdicción ordinaria. Si los principios del Capítulo III son auténticas normas constitucionales, bien que abiertas o imprecisas, y esto es algo que nunca ha puesto en duda el Tribunal, entonces resulta que la famosa libertad de configuración del legislador ha 333
Cuestión sumamente discutida y que he tratado en mis Estudios sobre derechos fundamentales, citado, capítulos VI y VII. Vid. también el libro de J. C. GAVARA, Derechos fundamentales y desarrollo legislativo. La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn, C. E. C., Madrid, 1994.
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de relativizarse de modo notable. Si esa libertad se traduce en una ausencia o en una insuficiencia de legislación, entonces el Tribunal puede suplir la omisión del Parlamento, al menos dentro de los límites del nucleo indisponible; del mismo modo que una reserva de ley establecida por la Constitución «no tiene el significado de diferir la aplicación de los derechos fundamentales y libertades públicas hasta el momento en que se dicte una ley posterior...» 334, así tampoco la falta de desarrollo legislativo de un principio rector convierte a éste en un enunciado jurídicamente inexistente. Y si aquella libertad se traduce en una defectuosa regulación, la labor de suplencia puede sustituirse, siempre dentro del ámbito de indisponibilidad, por una labor de corrección. En suma, habida cuenta del carácter de los enunciados del Capítulo III, cabe reconocer en relación con ellos una mayor libertad del legislador, pero no hasta el punto de anular por completo la virtualidad de las disposiciones constitucionales. Lo único que, con seguridad, depende exclusivamente de la voluntad del legislador es la articulación de los instrumentos procesales para que el titular del derecho pueda hacerlo valer en la jurisdicción ordinaria; la libertad de configuración es también muy amplia en relación con el contenido del derecho, es decir, con las obligaciones que de él derivan, pero en ningún caso puede ser absoluta, si es que no se quiere vaciar por completo el significado de las disposiciones constitucionales. Ahora bien, ¿dentro de qué margenes puede moverse la acción del Tribunal Constitucional? Aquí aparece la tercera dificultad enunciada: los derechos prestacionales suelen requerir cuantiosos recursos financieros, cuya distribución es competencia del Parlamento, así como una «legislación positiva» que desarrolle procedimientos, organice servicios, etc. Tampoco estas dificultades son insuperables. De un lado, no es algo inédito que las sentencias del Tribunal presenten efectos económicos gravosos para el Estado; por ejemplo, ya hemos citado la que estableció la obligación de la asistencia y defensa letrada, o la que decidió que ciertas pensiones en favor de las viudas debían extenderse también a los viudos. Y en cuanto al diseño de servicios y procedimientos, si bien es cierto que el Tribunal no es el órgano más adecuado para llevarlo a cabo, conviene indicar dos cosas: primera, que tampoco son por completo desconocidas las sentencias aditivas donde el Tribunal actúa como un legislador positivo, haciendo, por tanto, lo que en principio no está llamado a hacer 335; y segunda, que en algunas ocasiones el Tribu334
STC 18/1981. En este contexto las sentencias aditivas son aquellas en que, para salvar una discriminación, en lugar de anular una norma que establece la desigualdad injustificada, se extiende su ámbito a personas o situaciones inicialmente no contempladas. Ya han sido citadas al hablar del principio de igualdad sustancial. 335
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nal no ha tenido ningún inconveniente en reconocer derechos allí donde la Constitución remitía a una ley claramente organizativa y procedimental, como ocurrió con la jurisprudencia sobre la objeción de conciencia anterior a que se dictase la legislación pertinente, mediante la que el Tribunal dotó de un mínimo contenido a un derecho que el art. 30,2 ordena se regule «con las debidas garantías», entre ellas la posiblidad de imponer una prestación social sustitutoria 336. En suma, es cierto que la distribución de los recursos financieros y la organización de servicios públicos es competencia del legislador, no del Tribunal, pero tampoco se trata de un criterio absoluto que nunca pueda ser superado por otras razones que en algún caso se muestren más urgentes, entre ellas una exigencia constitucional de naturaleza prestacional. Finalmente, el problema de la colisión con otros derechos y libertades es, de nuevo, un problema común a todos los derechos fundamentales, que el Tribunal ha de resolver con las mismas herramientas de la ponderación, la proporcionalidad, la razonabilidad, etc. Si la libertad de expresión puede entrar en conflicto con el derecho al honor y esto no supone que entre ambos derechos exista un orden o jerarquía estricta, sino que el problema se resuelve caso por caso, otro tanto sucede, por ejemplo, con el conflicto entre el derecho a la vivienda y la propiedad privada, o entre el derecho al trabajo y la autonomía de la voluntad. No existe un orden de prelación estricto, y que los principios en pugna sean adscribibles a uno u otro capítulo o fragmento de la Constitución tan solo tiene, en el major de los casos, un valor indicativo; a la postre, sólo en el momento interpretativo encuentran solución tales conflictos.
6. Entre la justicia y la política Suele decirse que el Estado constitucional es un marco de convivencia que permite la alternancia política y, por tanto, el establecimiento y desarrollo de distintas y aun contradictorias concepciones ideológicas, preservando los derechos de las minorías y, en consecuencia, asegurando la integración de todos los individuos y grupos; simplificando, el Estado constitucional democrático se caracteriza porque mucho debe quedar a la libre configuración del legislador, pero bastante también reservarse a la esfera de lo inaccesible para la mayoría. Sin embargo, 336
«Es cierto que cuando se opera con esa reserva de configuración legal el mandato constitucional no puede tener, hasta que la regulación se produzca, más que un mínimo de contenido... pero ese mínimo contenido ha de ser protegido», STC 15/1982.
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sería seguramente erroneo pensar que entre el ámbito de lo innegociable y el ámbito de lo político es posible trazar una frontera material nítida y rigurosa; acaso es cierto que algunos fragmentos constitucionales se inscriben más bien en el capítulo de la justicia, mientras que otros pertenecen principalmente al capítulo de la política, pero ni la configuración legislativa está excluida por completo en el primero, ni la configuración judicial puede hallarse en absoluto ausente del segundo. Suponer que hay «materias» de la justicia inaccesibles para el legislador, al margen de evocar un cierto iusnaturalismo, resultaría muy poco democrático; pero suponer que existen «materias» de la política inaccesibles para el juez resultaría con seguridad muy poco constitucional. Por ello, tal vez en lugar de pensar en «materias», deberíamos pensar en círculos de competencia. Desde luego, tampoco aquí la separación puede ser tajante, pero, cuando menos, apunta en un sentido susceptible de conjugar los dos principios en pugna: el principio de la democracia, pues ningún ámbito queda sustraido a la particular concepción de la mayoría; y el principio de la constitucionalidad o de defensa de la posición del individuo incluso frente a la mayoría, pues ningún ámbito queda absolutamente al arbitrio de la política. En el fondo, es un problema de límites: hasta dónde se extiende la libertad de configuración de la ley, y a partir de qué punto no puede abdicar la actuación judicial en defensa del nucleo irreductible de la justicia (de la justicia expresada en la Constitución, por supuesto). La cuestión es que esos límites no son idénticos respecto de todas las disposiciones constitucionales. Para ceñirnos al tema de los derechos, las diferencias entre aquellos que se adscriben principalmente a la esfera de la justicia y aquellos otros que se reclaman principalmente de la esfera de la política resultan patentes. De un lado, y este es quizás el lado más visible, porque la propia Constitución traza expresamente límites distintos, sobre todo en el art. 53; de otro, porque, como se ha visto, presentan un carácter e incluso una formulación lingüística dispar, que hace que los derechos prestacionales se adapten mucho peor a las instituciones y técnicas propias de la jurisdicción. Basta recordar algunas de las características ya examinadas: apertura o imprecisión del contenido obligacional, relativa indeterminación de los sujetos obligados, necesidad de contar con un entramado de normas secundarias o de organización sólo al alcance de un «legislador positivo», exclusión del recurso de amparo, limitaciones a la justiciabilidad, etc. Pero al hablar de la adscripción a la justicia o a la política hemos subrayado que aquélla se produce sólo principalmente, es decir, no de modo absoluto o completo. Para evocar una fórmula de éxito, si nos
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tomamos en serio los derechos sociales y los principios rectores de la política social y económica, o sea, si nos tomamos en serio toda la Constitución, la justicia no puede quedar excluida de ningún capítulo; lo que significa, ni más ni menos, que los derechos prestacionales han de tener algún nucleo irreductible y que éste representa un contenido intangible para la libertad de configuración del legislador. Cuál sea ese nucleo de intangibilidad es algo que, ciertamente, sólo puede determinar el Tribunal Constitucional, y para ello cuenta con muy escasas orientaciones que, por otra parte, suelen resumirse en algo tan evanescente como la «conciencia social», la opinión generalizada en cada tiempo y lugar acerca de qué prestaciones en favor del individuo son irrenunciables para que éste pueda ejercer efectivamente sus libertades y derechos. Pero esta remisión, que sin duda puede considerarse insatisfactoria, tampoco resulta nueva o desconocida en la interpretación constitucional, pues, como ya se comentó, otro tanto sucede cuando ha de formularse el tertium comparationis en el juicio de igualdad del art. 14: para determinar que un tratamiento normativo igual o desigual de dos personas o situaciones es razonable, la Constitución sólo ofrece un marco de referencia (los criterios prohibidos del art. 14, por ejemplo), pero en último término es el juez quien decide invocando algo así como la conciencia jurídica de la comunidad. Ahora bien, si todos los derechos fundamentales presentan dos facetas, la objetiva y la subjetiva, otro tanto deberá ocurrir con su nucleo indisponible. Como ya se ha dicho, cabe aceptar que los derechos prestacionales o, en general, los derechos sociales ostentan un mayor peso objetivo que subjetivo, o, si se prefiere, que su dimensión de normas objetivas ofrece unos perfiles más acusados y mejor definidos que su dimensión de derechos subjetivos; justamente al contrario de lo que sucede con las libertades y con los derechos civiles. Pero tampoco esta diferencia puede ser absoluta, ni llegar al límite de que toda prestación haya de concebirse como un mero reflejo de normas objetivas. De los principios rectores del Capítulo III, tanto si presentan la fisonomía de derechos como si se formulan en términos de principio-directriz, cabe obtener un contenido subjetivo prestacional que, al menos en una pequeña parte, habrá de integrarse en el nucleo intangible, esto es, en aquella esfera que la conciencia social, interpretada irremediablemente por el Tribunal Constitucional, considera que no puede ser objeto de abandono si es que ningún precepto constitucional puede ser concebido como un enunciado superfluo. Por supuesto, las restricciones que impone la Constitución sobre los principios rectores no son de pequeño alcance; básicamente, que no pueden ser objeto de amparo y que la acción procesal en su defensa ante la
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jurisdicción ordinaria queda supeditada al desarrollo legislativo. Pero al margen de que, como hemos intentado mostrar, pueden buscarse algunos resquicios que hagan viable la justiciabilidad, conviene insistir en que el derecho a la tutela judicial y la dimensión subjetiva de un derecho son cosas diferentes. Nada impide que el Tribunal Constitucional, por ejemplo en un recurso o cuestión de inconstitucionalidad, perfile exigencias subjetivas de carácter prestacional a partir de un principio rector, aun cuando el sujeto titular se halle por el momento imposibilitado de reclamarlas judicialmente. Como ha observado Zagrebelsky 337, las Constituciones de nuestros días son documentos pluralistas y dúctiles, y ello en varios sentidos. Primero, porque no representan el fruto exclusivo de una ideología o concepción del mundo, sino que son más bien obra del pacto y del consenso alcanzado por fuerzas distintas a partir de mutuas concesiones 338; documentos integradores, por tanto, de contenidos materiales tendencialmente contradictorios entre los que no cabe trazar una rigurosa jerarquía, sino que han de ser preservados en su conjunto, dejando un ancho margen a la configuración legislativa, pero también a la ponderación judicial. Y segundo, porque una Constitución de este tipo ya no permite concebir las relaciones entre legislador y juez, entre política y justicia, en los términos estrictos y formalmente escalonados propios del Estado de Derecho decimonónico, sino que obliga a una concepción más compleja y, si se quiere, más cooperativa de las fuentes del Derecho, donde un principio de equilibrio y flexibilidad venga a moderar la antaño rígida subordinación. Con una Constitución de principios, difícilmente puede hablarse de «materias» sustraídas a la justicia, como también resultaría poco realista pensar en «materias» sustraídas a la política. Ideológica o políticamente, los derechos prestacionales expresan una perspectiva diferente a la que en su día encarnaron las libertades y derechos civiles. Para decirlo de un modo simplificado, si estos últimos son consecuencia de la concepción liberal de la sociedad política, aquéllos lo son de la concepción socialista. Si la Constitución es un acuerdo integrador, por supuesto no sólo pero sí principalmente entre esas dos filosofías que atraviesan el mundo contemporaneo y que tantas veces han sido banderas de lucha y conflicto, entonces ningún contenido constitucional puede quedar hasta tal punto devaluado que sea 337 338
El Derecho dúctil, citado, págs. 14 y ss.
Sobre ello y en relación con la Constitución española ha insistido particulmente G. PECES-BARBA; por ejemplo, en La elaboración de la Constitución de 1978, C.E.C., Madrid, 1988.
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excluido de la protección de la justicia. Por consiguiente, los derechos sociales han de tener un nucleo intangible, cuya configuración, tanto en su dimensión objetiva como subjetiva, sólo puede corresponder finalmente al Tribunal Constitucional. Vistas así las cosas, no parece que la teoría de los «dos mundos» con que a veces se quiere describir el modelo de derechos fundamentales sea una imagen adecuada. De un lado, en efecto, se encontraría el mundo de los derechos civiles y políticos, de las libertades, donde, como suele decirse, la mejor ley es la que no existe; donde sólo existen jueces defensores armados con la coraza constitucional y políticos amenazadores guiados por intereses parciales. De otro, el mundo casi retórico de los derechos sociales de naturaleza prestacional, esfera en la que se desarrollarían libremente las disputas legislativas sin que el juez tuviera casi nada que decir. A mi juicio, no es esta la mejor interpretación de los derechos en el constitucionalismo moderno; sin dejar de constatar diferencias de régimen jurídico e incluso de formulación lingüística entre los distintos derechos, una concepción más atenta al significado político y cultural de la Constitución como marco de integración de una sociedad pluralista creo que debería propiciar una imagen mucho más compleja y flexible. La justicia y, sobre todo, la justicia constitucional no puede abdicar de su competencia de configuración sobre los derechos sociales, competencia naturalmente compartida con el legislador, y cuyos límites, sin entrar en la dogmática particular de cada derecho, es imposible trazar con precisión más allá del criterio que proporciona una genérica invocación al núcleo intangible definido por la movediza conciencia social.
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