BERNARD SESBOÜE
JESUCRISTO EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación
KOINONIA 27
Bernard Sesboüé S. J.
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación Tomo II EL RELATO DE LA SALVACIÓN: PROPUESTA DE SOTERIOLOGIA NARRATIVA
SECRETARIADO TRINITARIO F Villalobos, 82 37007 SALAMANCA (España)
Tradujo Alfonso Ortíz García sobre el original francés Jésus-Christ, Médiateur
l'Unique
ÍNDICE
Puede imprimirse: José Luis Aurrecoechea, Censor 5 de mayo de 1990 Imprímase: Mauro, obispo de Salamanca 12dejuniodel990
GENERAL
INTRODUCCIÓN
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TERCERA PARTE: EL RELATO DE LA SALVACIÓN CAPÍTULO XV: TEOLOGÍA DE LA SALVACIÓN Y NARRATIVIDAD (Reflexiones metodológicas) I. EL ALCANCE TEOLÓGICO DEL RELATO
23 23
Salvación e historia de la salvación
23
Historia de la salvación y relato
24
Breve antropología "del relato
25
El relato fundador de sociedad
27
La salvación, encuentro de dos relatos
28
Memoria, relato y memorial
29
© Desclée, París 1988
Memoria y anticipación
32
Un relato dramático
33
Un relato y una historia de amor
35
IÍISN: 84-85376-99-4 Depósito Legal: S. 62-1993 Piinted in Spain
II. LA ESTRUCTURA DEL RELATO
36
Relatoy razón teológica Del relato a los conceptos
36 37
Una estructura doctrinal inserta en la trama de los relatos Los tres tiempos principales de la salvación
39 40
El «relato total»: el fin y el comienzo
41
El orden de la exposición
43
CAPÍTULO XVI: LOS RELATOS DE LA HABITUACIÓN Y DE LA PROFECÍA (La salv ación en el Antiguo Testamento) Inpresión y Encuademación: Gráficas Cervantes, S.A. líonda Sancci-Spíritus, 9-11 3J0O 1 - Salamanca
El tiempo de una doble habituación
45 46
El tiempo de las profecías
48
Las grandes figuras de la salvación
49
8
índice
I. EL RELATO DE ABRAHÁN
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La vocacióny la fe deAbrahán Lapromesay la alianza La intercesión de Abrahán El sacrificio de Isaac, figura de la cruz «Abrahán vio mi día» José, figura de Jesús
50 53 56 58 63 64
índice
o
El amor nupcial: de Jeremías al Cantar de los cantares El profeta del rey mesiánico: Isaías, el libro del Enmanuel Jeremías, el justo doliente Después del destierro: el libro de la consolación de Israel Los cantos del Siervo de Yahvéh El anuncio de la alianza nueva: Jeremías Ezequiel: la alianza eterna y la resurrección del pueblo CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS
I I . EL RELATO DE MOISÉS, MEDIADOR DE LA ALIANZA
Moisés salvado de las aguas: el mediador de nacimiento Lavocación de Moisés: la zarza ardiendo La liberación de Egipto, granparábola de la salvación La celebración de la pascua Primogénitos contra primogénitos El paso del mar Rojo y la liberación victoriosa El bautismo del pueblo en Moisés Dios alimenta a su pueblo en el desierto La conclusión de la alianza enelSinaí El don y la pedagogía de La Ley La ruptura inmediata de la alianza Estructura de la alianza, estructura de salvación La serpiente de bronce Jesús, nuevo Moisés Josué, figura de Jesús I I I . EL RELATO DE LOS REYES
Israel pide un rey David, el rey mesías David el salvador: la victoriasobre Goliat La casa de David La espera mesiánica El pecado y el arrepentimiento de David David, figura de Cristo El relato de los reyes hasta lúieportación
67
67 68 71 72 75 76 78 79 82 83 85 86 87 89 90 91
.,
IV. EL RELATO DE LOS PROFETAS
El profetismo en Israel De la denuncia del pecado a ¡¡seducción del anor: Oseas
91 93 93 95 97 98 100 100 102
103 104
La primera palabra: la elección La categoría principal: la alianza La alianza y la Ley Alianza y ruptura de la alianza: la dialéctica del don y del perdón Gracia y libertad: la salvación por la fe La muerte y la resurrección Las figuras de una mediación La imagen de Dios: una lógica del amor
106 108 111 114 117 121 123 124
126 127 129 130 131 132 132 133
CAPÍTULO XVII: LOS RELATOS DE JESÚS (La salvación en el Nuevo Testamento) 135 I. LOS RELATOS DEL MINISTERIO DE JESÚS
136
El testimonio del Siervo: el bautismo 137 El doble combate de Jesús contra el mal: las tentaciones 138 La agonía, última tentación de Jesús 140 Las tentaciones por el lenguaje 141 El doble combate de Jesús contra el mal: su enfrentamiento contra el proyecto de muerte 142 El peso mortal de la mentira 144 El Evangelio del perdón de los pecados 146 Jesús, elSiervo de la salvación 148 Todo el Evangelio encada evangelio 151 La curación, signo de perdón 152 El buen Samaritano 155 La salvación que baja a casa de Zaqueo 158 Del pueblo elegido a las naciones 160
10
índice
II. LOS RELATOS DE LA PASIÓN
La organización de la narración Kerigma, relato y doctrina Relato y sacramento de la salvación Un relato en cuatro relatos 1. Jesús el mártir (Mateo y Marcos) La última cena Las contradicciones del justo: el abandono de los amigos Las contradicciones del justo: el proceso judío Las contradicciones del justo: el proceso romano La muerte en la cruz en el silencio de Dios Oscuridad y luz: silencio y revelación de Dios Lafecundidad del mártir :lavictoria de la debilidad contra lafuerza 2. La conversión de los testigos (Lucas) La eucaristía: el cuerpo dado Del arresto a la cruz Las últimas palabras de Jesús El efecto de sentido de la muerte de Jesús 3. La imagen gloriosa del crucificado (Juan) El lavatorio de los pies El discurso de la salvación ¡Aquí tenéis al hombre! ¡Aquí tenéis a vuestro rey! Mujer, ahí tienes a tu hijo El cumplimiento de las Escrituras Mirarán al que traspasaron Revelación y contemplación 4. Conclusión: el símbolo de kcruz T I L LOS RF.LATOS DEL RESUCITADO
La naturaleza del relato El mensaje de la resurrección El sepulcro vacío: la victor'usobre la muerte Los relatos de las aparicione: de la conversión al anuncio Los reíalos de las aparicione: Jesús Salvador, símbolo del hombre salvado Los discípulos de Emaús: latesurrección de los corazones Don del Espíritu y salvaciórtlrinilaria
161
162 163 164 165 165 166 169 170 173 175 178 183 184 185 186 188 189 189 191 191 195 196 197 198 199 200 203
204 205 206 208 209 210 212
índice
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La salvación es la resurrección y lavida I V . LOS RELATOS DE LA INFANCIA
214 214
1. Los relatos de la infancia según Mateo El anuncio a José La salvación de los paganos: los magos
215 215 216
2. Los relatos de la infancia segúnLucas El anuncio a María El contagio de la salvación: la visitación El primer «kerigma» de la salvación: la natividad «En casa de mi Padre» La salvación entera figurada en su aurora
217 217 219 220 221 222
CONCLUSIÓN: DE LOS RF.LATOS ALAS CATEGORÍAS
1. El desplazamiento de las categorías clásicas El predominio de las categorías descendentes Una causalidad descendente Una revisión crítica de las categorías ascendentes El conflicto de las imágenes de Dios El sacrificio de Cristo: sacrificio del mártir 2. Una propuesta de categorías nuevas El paradigma de la revelación y de la comunicación Revelación, comunicación y libertad Alianza y mediación Una mediación y una causalidad sacramentales El prisma de la causalidad sacramental Causalidad visible e invisible: el don delEspíritu Causa finaly causalidad universal Jesús, la salvación «en resumen» CAPÍTULO XVIII: LOS RELATOS DE LA IGLESIA Una dificultad ecuménica I . LOS RELATOS DEL ACONTECIMIENTO FUNDJDOR
De Jesús al don del Espíritu El relato de Pedro
224
226 226 229 230 231 233 236 236 238 240 241 243 246 247 248 251 252 253
253 255
12
índice
El relato de la comunidad
257
El relato de Pablo
258
El relato de la expansión del Evangelio: de los judíos a los paganos
261
II. E L ANUNCIO DE LA PALABRA, O LA MEMORIA VIVA DE LA SALVACIÓN 263
El relato y la memoria
263
El relato en la celebración litúrgica
264
El relato, llamada a la conversión
266
El relato destinado a los defuera:
la misión
267
III. E L SACRAMENTO, o EL RELATO QUE SE HACE MEMORIAL
Del relato al sacramento
IV.
269
269
Actualidad de un acontecimiento pasado
270
El memorial sacramental
271
Bautismo y memorial
272
El memorial en los otros sacramentos
274
E L RELATO DEL PUEBLO REUNIDO
275
El relato del amor
277
El relato de la convivencia
279
El relato de la contradicción, y del martirio
282
Del relato del pecado al déla conversión
284
V. ELRELATO DE LA SALVACIÓN ANTE EL DESAFÍO DE LO UNIVERSAL
287
Nuestro propósito
290
Cristo, Salvador universal
291
1." tiempo desde la creación por el Verbo hasta la del Verbo
2.- tiempo: desde el acontecimiento pascual
El relato cristiano de la salvación: ¿una recuperación
I. LOS RELATOS DE LA CREACIÓN
311 311 313
La creación vista por la Biblia y por la ciencia
313
Las dos secciones del Génesis El primer relato de creación El segundo relato de creación: el hombre y la mujer Los efectos de sentido de los relatos de la creación
315 316 319 321
II. LOS RELATOS DEL PECADO
Adán y Eva Los efectos de sentido del relate Elprotoevangelio Caín y Abel Noé: deldiluvio a la alianza La torre de Babel Creación y pecado: los dos presupuestos de la salvación I I I . LOS RELATOS DEL FIN
322
324 327 329 330 332 333 335 337
299
345 346
302
Cielos nuevos y tierra nueva
347
298 totalitaria?
CAPÍTULO XLX: EL RELATO TOTAL: DEL ORIGEN AL FIN Hacia elAlfay elOmega de los tiempos
305 306 308 309
El juez de vivos y de muertos Laparusía de Cristoy la resuneccióngeneral
296
El papel de la Iglesia en la nlvación de todos
304
sacramento: una doble analogía al sacramento sacramento y símbolo sacramento de la comunicación
341 342 342
295 hasta el don del Espí-
3° tiempo: la vuelta de Crino al fin de los tiempos
MENTO
La Iglesia Del relato La Iglesia La Iglesia
La resurrección de Jesús, profecía de la resurrección general Los relatos apocalípticos del fin Los discursos de Jesús sobre la últimos tiempos
291
ritu
CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS: LA IGLESIA SACRA-
337 338 339
293
La salvación por la gracia k Cristo
\2
Lo definitivo y el fin, el presentiy el porvenir El fin anunciado en el presente La salvación, consumación de k creación
encarnación
La salvación, justificación por la fe
índice
14
índice
Los efectos de sentido de estos relatos: 1. De lo definitivo a lo eterno 2. De la esperanza a la vigilancia 3. De la iamgen de la separación a la realidad de la opción CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS
Creación, kénosisy encarnación De la kénosis creadora a la kénosis trinitaria Pasión de Dios por el hombre y del hombre por Dios Alfa y Omega: de la mediación a la recapitulación El fin y el comienzo inmanentes al presente CONCLUSIÓN
349 349 350 351
PRESENTACIÓN
351 353 354 355 357 360
He aquí el segundo tomo de Jesucristo, el único Mediador, del Padre Bernard Sesboüé, S.J. En coherencia con el primero, que consta de dos partes, consagradas respectivamente a la definición de una problemática general y a un ensayo de historia doctrinal, el Padre Sesboüé propone una tercera y última parte, cuya intención consiste en presentar una síntesis teológica ccherentemente elaborada sobre la base de investigaciones y reflexiones desarrolladas anteriormente. Una vez precisado este extremo, se puede considerar, cosa por demás conocida, que el cuidado por la claridad y la calidad de exposición del autor son tales que, como es evidente, exoneran esta Presentación de cualquier obligación específica, tanto en orden a encaminar al lector por el tema tratado, como por resaltar el interés que ofrece para la colección que acoge la obra. Esto, sin embargo, no quiere decir que sean totalmente superfluas algunas breves anotaciones o sugerencias «aperitivas»... a. Se advertirá de inmediato que se trata, no de una investigación, cuanto de una «propuesta»: una vez recorrida toda la historia de la tradición cristiana, el teólogo traza su propio itinerario, que invita al lector a seguir. Desde el primer momento se dele indicar un rasgo propio del estilo mismo del autor, resaltado también con bastante amplitud en el movimiento general de la teología contemporánea: es en una relectura de la Escritura donde, al margen incluso de siglos de la tradición cristiana, aunque bajo su iluminación, se investigan aquí los caminos de una propuesta renovada y actualizante del misterio de la salvación. b. Se notará enseguida que el eisayo aquí propuesto s e presenta como una soteriología, cuya expresión y exposición discursivas pertenecen al género narrativo.
16
PRESENTACIÓN
Hay aquí evidentemente un rasgo que aparece en perfecta coherencia con lo que precede. Si merece ser resaltado de entrada es no solamente porque (sobre la base de cuanto ha sido subrayado en a) traduce correctamente la característica propia de la perspectiva teológica que está puesta de relieve aquí, cuanto, sobre todo, porque hay en esta forma de proceder una ventaja eminente, que permite al autor no abandonar el acontecimiento de la salvación en el momento en el que, según la función de la teología, la lleva al concepto. Permite igualmente que aparezca la estructura doctrinal «al mismo tiempo» que la historia de la salvación, de la que aquella tiene como única función procurar la justa inteligencia, pero que la dinámica misma de la conceptualización que utiliza corre siempre el peligro de quedar en la abstracción. c. Por último, se llama la atención sobre un deseo del autor (deseo que no es otro que la consecuencia del punto precedente como éste es del primero): Bernard Sesboüé hace votos para que, ante esta «soteriología narrativa» que «propone», el lector pueda decir: «es de mí de quien se trata aquí». Tal es, por otra parte, la razón por la que la intención última del discurso es aquí manifestar cómo el relato total de la salvación cristiana puede, tanto en el plano individual como en el plano colectivo, tachar «la nuestra». Se verifica así que, si nuestro autor está empeñado en querer poner «la categoría de comunicación (con los dos corolarios que son la revelación y la reconciliación) en el centro de la perspectiva», no se contenta con hablar sobre dicha comunicación y de expresar su tenor o su contenido: tiende incesantemente a ponerla en acto para el lector. Joseph Doré
INTRODUCCIÓN «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene; si honores, si riquezas, y así el otro al otro» (IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales, n. 230). El primer tomo de esta obra recogió ampliamente el dossier doctrinal de la soteriología cristiana. Pero no acababa con una conclusión, sino con una transición. En efecto, es inconcebible limitar la tarea de la teología a la relectura de la tradición pasada y reciente. Por eso aquel tomo terminaba constatando una insatisfacción, no sólo ante una explosión relativa de los discursos recogidos, sino también ante la inevitable abstracción de las categorías utilizadas para definir la realidad de la salvación, o ante el carácter ya superado o deficitario de ciertas problemáticas. No cabe duda de que el discurso humano se quedará siempre más acá de la riqueza del misterio, que jamás podrá captar con palabras; y no tengo ciertamente la pretensión de que el mío logre superar esa barrera. Sin embargo, el teólogo no puede, sin negarse a sí mismo, renunciar a una aproximación más intensae incansable de esa realidad que es, según el mismo santo Tomás, el término de nuestro acto de fe. Jesucristo nos salva y es el úiico que nos da esa salvación. Bien. Pero ¿cómo nos salva? Ésta es la cuestión que s e plantea hoy en el pensamiento de muchos cristianos. Por eso expresar nuestra fe en la salvación traída por Jesucristo, el único Mediador, exige un esfuerzo continuo en el intento de responder a los interrogantes de nuestra cultura y de nuestro tiempo, aprovechando si es posible los descubrimientos y les procedimientos nuevos de que disponemos en nuestra aproximación a la Escritura y a la tradición. Por eso, este segundo tomo tiene la (inalidad de presentar una «propuesta soteriológica», análoga a lo que fue la «propuesta cris-
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INTRODUCCIÓN
INTRODUCCIÓN
tológica» que constituía la tercera parte de nuestra obra anterior, Jésus-Christ dans la tradition de l'Églisé. Como en el caso anterior, se trata de reconciliar la intuición y el concepto, esto es, de «deducir de las fases del acontecimiento la organicidad del misterio». En efecto, nuestra época no sólo descubre de nuevo la necesidad de una utilización concreta y nueva de la Escritura en el esfuerzo de la teología sistemática, sino que ha centrado su atención en la originalidad absoluta de un acontecimiento (constituido de una serie de acontecimientos) con el que nos relacionamos por la mediación de Jesucristo. Por eso la problemática de la «historia de la salvación» se ha hecho central en teología, de modo que, en una prolongación de esta misma perspectiva, la propuesta de soteriología que vamos a hacer tendrá que ser «narrativa». Nuestra salvación es una larga historia que se despliega en una serie de etapas y da lugar a unos relatos. Nuestra salvación se expresa en una serie de relatos. Es el lugar privilegiado de una teología narrativa. ¿Acaso nuestro Credo no es también un relato muy resumido? Ya el primer tomo tenía en cuenta este dato, puesto que consistía esencialmente en un «relato de la tradición». Pero esta historia y los relatos a los que da lugar tienen también una estructura y una inteligibilidad: hacen pensar y comprender. Lo ha demostrado ya el análisis de las grandes categorías históricas de la redención y de la salvación. Aquí no se trata ya de reconsiderarlas formalmente por ellas mismas, sino de servirnos de ellas como de una pauta de lectura y de inteligencia del acontecimiento o, para emplear otra imagen, de derramar la luz polícroma sobre el relato del acontecimiento. Los datos positivos y críticos que conciernen a cada una de ellas han sido ya expuestos suficientemente; no volveremos aquí sobre ellos.
de Jesús, su vida, su muerte y su resurrección, y prosigue en la Iglesia por el don del Espíritu. Estos tres tiempos de nuestra historia de la salvación nos hace hundirnos por tanto en los dos extremos: su inauguración a través de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, por la mediación de su Verbo, y su complemento defenitivo con el regreso de Cristo, cuya humanidad seguirá siendo eternamente mediadora de la visión bienaventurada de los elegidos de Dios.
El centro de nuestra perspectiva será una vez más la mediación ejercida por Cristo entre el misterio eterno del Dios tres veces santo, Padre, Hijo y Espíritu, y la humanidad creada y pecadora, a fin de restablecer entre los dos una relación de amor compartido y de vida comunicada. Esta mediación, como hemos visto, se ejerce según dos movimientos, descendente y ascendente. Se profetiza en acto en el Antiguo Testamento, se realiza en el acontecimiento 1. Desclée, París 1982.
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Esta será la estructuración de nuestra soteriología narrativa con ambición sistemática. Lo mismo que la proposición cristológica precedente, presentará una visión moderna de la teología de la recapitulación de todas las cosas en Cristo, con su correspondencia profunda entre el Alfa y el Omega. Entonces todo se centraba en la identidad de Jesús Salvador, mientras que ahora, una vez adquirido este dato, me fijaré formalmente en su papel de Mediador y de Salvador, sin olvidar la solidaridad que existe entre estos dos puntos de vista. Si es lícito dar aquí, por anticipación, una orientación general, diría que la categoría de comunicación con sus dos colóranos que son la revelación y la reconciliación, estará en el centro de toda la perspectiva. Había hablado de la incapacidad de una fórmula breve para dar cuenta de la identidad de Cristo,Para la salvación no disponemos de más fórmulas breves que las de las confesiones de fe, que tienen ya la forma de relato. Seránellas, por tanto, nuestro punto de partida. En mi propósito de situar el relato bíblico en el centro de esta propuesta soteriológica, no podía menos de injertar mi reflexión en la de los autores, teólogos y exégetas que han trabajado estos últimos años en la naturaleza, las funciones y el alcance doctrinal del relato2. No pretendo por tanto aportar nada nuevo en este 2. K. Bart fue uno de los primeros en sentir que la problemática d e la historia de la salvación conducía a la del relato: «Quiénes Jesucristo es algo que sólo puede ser contado, no ya captado y defiido como sistema» (Dogmalique, vol. 8, Labor et Fides, Ginebra 1958, 198). Pan él, «el aclo de narrar» es «la forma decisiva del discurso sobre Dios» (P. GOFSET: Le théologien face au conteur évangelique. A la recherche d'une théologienarrative: R.S.R. 73 [1985] 8 1 ) . E. Jüng e l prosiguió por el mismo camino: «Lihominidad de Dios cslá pidiendo, como cualquier historia de amor, ser narrada ¡(Dios como misterio del mundo, Sigúem e , Salamanca 1984, 14). Por parte catílica, J.B. Metz ha escrito un manifiesto,
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INTRODUCCIÓN
plano. Mi propósito es poner en obra la perspectiva del relato en una construcción teológica tan coherente como sea posible. Espero solamente abrir una pista en este terreno. Sin poder nombrar aquí a todos los autores en que me he inspirado, deseo no obstante expresar mi deuda particular a los trabajos de Paul Beauchamp y de Jean-Noél Aletti. Por su parte, Edouard Pousset, que ha estudiado igualmente a fondo la teología de los relatos evangélicos, ha sido el compañero paciente y estimulante con el que he intercambiado constantemente mis ideas a lo largo de la escritura de estos dos tomos. Éstos le deben mucho. Y desde aquí le manifiesto mi gratitud.
hoy clásico en esta materia, con el título Breve apología de la narración: Concilium 85 (1973) 222-237, en donde formula la tesis siguiente: «Una teología de la salvación que no condiciona ni suspende la historia de la salvación, ni tampoco ignora o supera dialécticamente la no identidad de la historia del sufrimiento, no puede ser explicitada de forma puramente argumentativa, sino que además tendrá que serlo siempre de forma narrativa. Habrá de ser fundamentalmente teología rememorativa y narrativa» (p.233). Este texto ha sido recogido en la elaboración más amplia del libro La fe en la historia y la sociedad. Esbozo de una teología fundamental para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 1979. En Francia, Paul Ricoeurha reflexionado, a la vez como filósofo y como teólogo, en la importancia interpretativa de todo relato. Paul Beauchamp ha aportado también importantes ideas a la teología del relato a partir de la lectura de la Biblia con L'un et Vautre Testament, Seuil, París 1976-1990, 2 vols.; Le récit et la transformation du peupie de l'Alliance, en Dieu, Eglise, Socielé (bajo la dirección de J. Doré), Centurión, París 1985, 191-230; Le récit, la letlre el le corps. Essais bibliques, Cerf, París 1982. Más recientemente hay que citar a Jean-Noél Aletti, L'art de raconter Jésus-Christ. V'écriture narrative de V' Evangile de Luc, Seuil, París 1989 (trad. esp. en prensa: Ed. Sigúeme, Salamanca 1989). Finalmente, se leerá con fruto el copioso dossier de «Recherches de science religicuse», Narrativité et théologie dans les récits de la passion: Ibid. 73 (1985) 7-244 con aportaciones de P. Ricoeur, P. Beauchamp, P. Corser, J. Delorme, J. Calloud, F. Genuyt, J.-N. Aletti, C. Turiot, A. Delzant y E. Haulotte).
Tercera Parte EL RELATO DE LA SALVACIÓN
15 Teología de la salvación y narratividad (Reflexiones metodológicas)
I. E L ALCANCE TEOLÓGICO DEL RELATO
Salvación e historia de la salvación La saltación cristiana es un acontecimiento realizado por Dios en nuestra historia. Es en sí mismo una larga historia. Pues bien, nunca el peso de una historia puede verterse en una serie de nociones. Por eso mismo, el recorrido anterior ha mostrado que ninguna de las categorías de la salvación, por necesarias que sean, ni tampoco su conjunto articulado, pueden recoger toda la substancia del acontecimiento concreto. «Las categorías serán siempre más pobres que el acontecimiento y la persona de Jesús. Por tanto, deben referirse siempre a este acontecimiento y a esta persona»1. Sin duda, esta falta de proporción puede aplicarse a todo discurso humano. Igualmente, hemos registrado la imposibilidad de abarcar todo el misterio de la salvación en una fórmula. Parece incluso que nuestra época ha experimentado ya suficientemente el límite inherente a toda fórmula dogmática, para que se crea capaz de proponer otras nuevas. Al menos, no es por esa línea por la que avanzó el último Concilio, cuando recuerda la solidaridad entre la sagrada Escritura y la tradición e invita firmemente a toda teología a convertir en «alma» suya el estudio del libro sagrado2. Desde entonces los teólogos se ha comprometido por caminos distintos d e los de sus predeesores, destacando en especial la teología de la «historia de la salvación»3. Los mismos catecismos adoptan un tono más concreto 1. Ton» I, 123. 2. De i lerbum, n. 24. 3. Cf. i obra Mysterim salutis. Manual de teología como historia de la salvación, título é la obra coleaiva emprendida en Alemania después del Concilio y que ha aparecido tanbién en varios volúmenes en español, ed. Cristiandad, Madrid 1969ss.
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TEOLOGÍA DE LA SALVACIÓN Y NARRATIVTDAD
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR II
para hablar de la salvación y apelan más, como los evangelios, a la pe^ dagogía del relato. Porque la salvación es infinitamente más que una simple doctrina. Nuestro estudio de las grandes categorías de la salvación en el tomo I de esta obra tenía ya una dimensión histórica, puesto que registraba las maneras sucesivas con que la tradición eclesial ha dado cuenta de nuestra salvación en Jesucristo. Recogíamos allí una serie de testimonios, situados en el interior de una fuerte estructura de inteligibilidad. Y apelábamos ampliamente a la Escritura, repitiendo de alguna forma la manera con que los testigos privilegiados nos contaron el acontecimiento y la obra de Jesús. Se trata ahora de prolongar esta larga cadena de la tradición, en un acto de reapropiación personal y de actualización de lo que nos ha transmitido. ¿Cómo pensar y cómo decir el misterio de la salvación de una forma que sea significativa para nuestro tiempo? Ciertamente, respetando su hechura histórica. He dicho en otro lugar4 que no se podía dar cuenta de la identidad de Jesús sin hacer referencia a su historia, ya que esa historia pertenece a su identidad. Lo mismo ocurre evidentemente con la salvación considerada en su totalidad, que se nos propone como una historia y que sigue siendo una historia en la que también entramos nosotros. Por eso, hoy como ayer, me gustaría traducir la estructura de la salvación que se percibió en el tomo anterior (es decir, una salvación realizada por el único Mediador, según el doble movimiento de su mediación descendente y ascendente) en su historia concreta. Historia de la salvación y relato Sin embargo, el propósito de esta obra no es asumir todo el conjunto de aspectos de una historia de la salvación; eso equivaldría a proponer una dogmática global. Nuestro propósito es a la vez más limitado y diferente. Intentamos percibir la historia de la salvación a través de los relatos que se nos han dado y que se vivieron en la Escritura y en la memoria de la Iglesia. En efecto, toda historia, tanto la historia universal de la humanidad, como la historia de los pueblos y de las naciones o nuestra historia personal, se hace y continúa haciéndose sin cesar presente y activa gracias a unos relatos. Hablar demasiado aprisa de la historia de la salvación es correr el riesgo de considerarla como una realidad puramente objetiva, como «algo» que está ahí en una exterioridad respecto a nosotros, aun cuando se nos invite a reco-
gcr sus beneficios en un segundo tiempo. Pues bien, la salvación es a la vez una realidad en la que ya estamos metidos y una proposición que pide una respuesta de nuestra libertad. Porque lo mismo que la historia está hecha de la interacción del juego de las libertades, la historia de la salvación está hecha de la interacción del juego de la libertad divina con las libertades humanas. El interés del relato consiste en dar todo su relieve a este «juego mutuo de libertades y por tanto en tomar totalmente en serio tanto la enunciación» como lo enunciado. Porque el relato no es una cosa, es un acto, en cuanto que es transmisión o tradición. Supone un narrador que habla o que escribe y unos oyentes o lectores que escuchan y leen. Como dicen los lingüistas, todo relato es «alocutivo», supone un YO y un TÚ que se hablan, así como otros de los que se habla diciendo ELLOS. Encontramos aquí las tres personas del singular y del plural que estudiábamos en nuestras gramáticas de niños. Además, el relato es inseparable del efecto que produce. Por eso Jesús hablaba en parábolas, a fin de invitar a cada uno de sus oyentes a situarse con libertad ante el Reino de los cielos. El relato, pieza maestra del discurso humano y quizás su «matriz» (P. Beauchamp), pone en relación y mantiene en relación a los hombres. Está esencialmente ordenado a la comunicación. Tiene una importancia social. ¿No ocurre lo mismo con la salvación, que encuentra en el relato un ropaje humano hecho a la medida? Breve antropología del relato «Cuéntame, entonces...» - «Mamá, cuéntame un cuento antes de dormirme...» Todos, grandes y pequeños, participamos de ese deseo de escuchar o de contar historias, verdaderas o falsas, da lo mismo. Revivimos entonces nosotros mismos todas las peripecias; nos identificamos más o menos con sus héroes. Encontramos en ello cierto gusto. Ése es el secreto del éxito de los cuentos, de las noticias, de las novelas o de las películas: de una forma o de otra cuentan siempre una historia en la que nos proyectamos. ¿Cuál es el resorte secreto de esa necesidad que tenemos de relatos? Parece ser que el relato viene a colmar algo que nos falta. «La carencia es la substancia del relato»5. Se habla siempre de lo que n o se tiene y de lo que no se es, es decir, de lo que nos gustaría tener o ser. «El resortedel relato es la relación con el bien en cuanto que está ausente»6. Pues bien, ¿noes la salvación el lugar de la carencia esencial 5. P. BEÍUCHAMP, Le réát, la lellre el le corps, Cerf, París 1982.
4. B. SESBOÜÉ, Jesús dans la tradítion de l'Eglise, o. c, 211 -212.
25
6. Ibid., 187.
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del hombre? En todos esos relatos, ordinariamente dramáticos o trágicos, ¿no buscamos todos el «happy end», es decir, la parábola de la felicidad que no acaba? De una manera o de otra, todo relato es un relato de salvación. Por eso el relato es tan apropiado para expresar el misterio mismo de la salvación. Hay relato no solamente porque hay una carencia, sino también porque hay un defecto. En términos teológicos diremos que la necesidad del relato no se debe sólo a nuestra finitud, sino también a nuestro pecado. Estos dos aspectos, por otra parte están inseparablemente ligados entre sí. En todos nuestros relatos el mal, la desgracia y el sufrimiento están en primer plano. Y todos conocemos el debate antiguo sobre la dificultad de hacer buena literatura con buenos sentimientos. Por otro lado, todos saben que los pueblos felices no tienen historia. Del mismo modo, cuando los héroes de la novela o de la película han superado todas las pruebas que los separaban y consiguen encontrarse, basta con decir: «Se casaron, fueron felices y tuvieron muchos hijos». Esto significa que la historia se detiene. Nos encontramos así, a partir de esta simple reflexión sobre el relato, con los dos elementos de nuestra salvación: liberación de la finitud y liberación del mal. Se comprende entonces que el relato pueda ser considerado como el acto principal del discurso humano, basado a su vez en la función esencialmente humana del lenguaje. El relato no es sin duda el único género literario de este discurso, pero se le puede considerar como el que engloba a los demás, por la sencilla razón de que el hombre vive en el tiempo y por tanto en la sucesión de unos acontecimientos y unas palabras. Vayamos aún más lejos: en todo relato que se escucha, lo que está finalmente en causa es el relato de nosotros mismos. Pues bien, nosotros somos nuestro propio relato. El relato se basa en nuestra identidad, ya que ésta no puede expresarse más que bajo la forma de relato: yo soy hijo de tal y tal. Mi origen se dice ya en un relato. Y yo soy lo que he vivido, tanto si se trata de mi curriculum vitae en el momento en que nos alistamos en una tarea, o de las experiencias principales que me han ido modelando y que yo confío a los que amo. Por eso tenemos todos tanta necesidad de contar nuestra vida. En el film Les violons du bal el narrador cuenta su infancia judía bajo la ocupación alemana. En el escenario se alternan las escenas del pasado y las del presente, en las que se ve al realizador luchar por obtener la financiación del film. Un amigo le pregunta entonces: «¿Pero qué tiene de particular tu infancia?» Y él contesta: «Nada, pero es la mía». Porque él siente la necesidad de poner orden en su pasado y por tanto en si mismo, a través del relato de una historia que es su propia vida y por
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tanto su propia persona. Intenta alcanzar su propia identidad. Pero tiene la necesidad de que su relato pueda ser oído por otros, de que ése sea el lugar de una comunicación, indispensable para que él exista. Todos nosotros tenemos una necesidad visceral de que los otros nos oigan y de este modo nos permitan existir. Porque si mi realto provoca el interés de alguien, entonces yo existo para él y mi vida adquiere otra dimensión. ¿No tiene acaso el relato un lugar importante en el desarrollo de un amor? Nuestro propio relato es también el espacio de la confesión, del reconocimiento de nuestras faltas y de nuestras deficiencias, y por eso mismo el de la espera del perdón y la esperanza de la reconciliación, aunque sólo sea con nosotros mismos. El relato pide relato: se trata de una comunicación ordenada a la comunión. Cuando uno me relata algo con confianza, yo le confiaré también mi pasado. Por otro lado, no escuchamos nunca el relato de otro más que con la condición de que nos impresione, es decir, de que coincida más o menos con nuesira propia experiencia. Comulgamos juntos por la comunicación de nuestros relatos respectivos. Este intercambio de relatos es un factor de reconciliación. Realmente el relato es fundador de identidad.
El relato fundador de sociedad Fundador de la identidad personal, el relato es también fundador de la sociedad. En el origen de todo pueblo está el relato, real o ficticio, de su nacimiento, de los acontecimientos principales de su historia, de los que pueden considerarse como acontecimientos fundadores y de las decisiones más importantes que constituyen la cohesión y la unidad del pueblo. En el caso de Israel, escribe P. Beauchamp, «el relato fundamenta la ley como contenido de la decisión de un pueblo» 7 , ya que es fundador de la alianza entre Dios y su pueblo. Se dirá sin duda que «sta perspectiva corre el riesgo de confundir el relato y el acontecimiento que refiere, atribuyendo al primero lo que pertenece al segundo. Pero no sólo sabemos la distancia que puede haber entre un
7. Ibid., 193.
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acontecimiento y su relato, sino que hay que reconocer además que el acontecimiento no vive más que en y por el relato que se hace de él y que ese relato es a su vez un acto o un acontecimiento. Si el relato cesa, el acontecimiento muere irremediablemente. Y al contrario, cada vez que el relato actualiza el acontecimiento, éste vuelve a desempeñar su papel fundador. Por otra parte, no sólo el relato refiere los acontecimientos, sino que es también capaz de crearlos. Hay discursos que son actos y todos conocemos muy bien esas estaciones de radio o televisión, y hasta esos peródicos, que pretenden «crear el acontecimiento». Más aún en el plano de la comunidad que en el plano individual, el relato permite situar lo particular en lo universal. Todo relato tiene un comienzo, un medio y un fin. Asintóticamente, este comienzo y este fin intentan coincidir con el comienzo y el fin absolutos, es decir, con lo universal. A costa de esto es como el relato da sentido, tanto a mi vida personal, como a la vida de mi pueblo o a la de la humanidad entera.
de Dios independientemente de la acogida que el hombre le hace sería una abstracción engañosa. En efecto, el relato de la salvación nos cuenta lo que ha hecho y sigue haciendo nuestra familia humana, y en ella cada uno de nosotros, a lo largo de este diálogo histórico con Dios. Es el relato de una alianza, esto es, de las peripecias de la preparación y de la celebración, de las rupturas y de las infidelidades, del arrepentimiento y de las renovaciones a los que puede dar lugar una alianza. Está estructurado por el doble movimiento de la llamada y de la respuesta. Porque una historia comienza siempre con un encuentro: fue primero el encuentro de Yahveh con Abrahán, y luego el encuentro de Jesús con sus discípulos. Esta historia no se ha acabado: nosotros somos sus actores vivos. Esta historia está hecha también con las respuestas de nuestra propia libertad y por tanto con nuestros pobres relatos. Es nuestra historia. Volvemos a encontrarnos aquí con la articulación de lo universal y de lo particular. La historia de la salvación, en el relato bíblico, se presenta como algo que concierne a toda la humanidad: tiene su origen en la creación y llega hasta el fin de los tiempos. Se desarrolla en el acontecimiento público que es el de Jesús de Nazaret. Se dirige al pueblo elegido así como a las naciones, cuya reconciliación realiza. Pero en esa historia nosotros no entramos uno a uno, como en una historia simplemente colectiva en la que figuraríamos como masa. Esa historia universal es también la historia personal y comunitaria de cada uno de nosotros. Entramos en ella como Iglesia y revivimos sus etapas y peripecias. Se desarrolla en nuestro aquí y nuestro ahora, en la medida misma de la libertad de nuestras personas y de nuestros grupos. Somos efectivamente sus personajes. El relato de todos se hace entonces el relato propio de cada uno. Comprender la salvación como verdad exige darle a la teología ese giro concreto y existencial. Por eso este libro es también una invitación: si el lector no pudiera decir al concluir su lectura: «Realmente, de mí es de quien se trata en todo esto», esta obra habría fallado en su finalidad.
La salvación, encuentro de dos relatos A un catecúmeno adulto le resultaba difícil descubrir la historia de Abrahán respondiendo a la llamada de Dios. No veía por qué su preparación para el bautismo tenía que pasar por el estudio de aquella vieja historia con la que no sentía ninguna vinculación. Luego, un día, llegó la iluminación. Exclamó: «¡Abrahán soy yo!». El relato había funcionado para él: había entrado en la historia, se había identificado con el personaje. La vocación de Abrahán se convertía en la parábloa de su propia llamada a la fe y de lo que él había dejado para responder a ella. Esta historia es típicamente bíblica. ¿No había procedido así Natán ante David, después de su pecado con Betsabé y la muerte de Urías? Le contó un apólogo y luego le dijo: «Ese hombre eres tú» (2 Sam 12, 7). Del mismo modo, en el primer «kerigma» de los Hechos, Pedro relata el acontecimiento de Jesús. «Al oír esto», los oyentes sintieron «el corazón compungido» (Hech 2, 37). Comprendieron su propia historia a la luz de la de Jesús: los que crucificaron al Mesías no fueron sólo sus jueces y verdugos, sino todos los hombres pecadores. Por tanto, éstos forman parte integrante de este relato. Es lo mismo que ocurre con la salvación. Es preciso que su relato venga a cruzarse con el nuestro. Res nostra agüur. Es preciso que la historia que él cuenta sea nuestra propia historia. Si no, nunca nos sentiremos afectados por él. Porque la historia de la salvación no está hecha solamente de las iniciativas de Dios con los hombres. Considerar la obra
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Memoria, relato y memorial No hay relato más que por el hecho de que el hombre es memoria. Es propio del hombre poder trascender el curso irrefrenable del tiempo que dispersa su ser en una multitud de instantes fugitivos. Por medio d e la memoria, puede hacer la unidad de su existencia y tomar conciencia de su identidad a pesar del fluir de los años, de la misma manera qu< puede con su libertad comprometer su futuro en un sentido determinado, por medio de sus opciones. Pero sus proyectos pue-
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blan su memoria por el mismo título que sus recuerdos. La memoria es la facultad de su unidad y de su identidad. La memoria invita a celebrar los aniversarios, el de nuestro nacimiento (memoria fundadora) y el de los grandes acontecimientos de nuestra vida. Es también la facultad del olvido; la manera con que la hacemos funcionar no es extraña al uso que hacemos de nuestra libertad. Todos estamos inevitablemente «comprometidos» con nuestro pasado, tanto si consentimos en él como si lo rechazamos, tanto si ha sido para nosotros fuente de felicidad como fuente de sufrimiento. Pero si la memoria corresponde ante todo a la persona, nunca nos concierne de forma aislada: nuestros recuerdos están tramados con nuestras relaciones con los demás, primero de nuestros padres y luego de todos con los que nos hemos ido encontrando. Del mismo modo, puesto que el hombre es un ser eminentemente social, existe una memoria colectiva de los grupos humanos. Memoria de la familia, memoria del ambiente social, memoria de la tradición cultural, memoria del pueblo o de la nación, memoria religiosa, memoria de las relaciones internacionales, memoria de la humanidad. Todas estas memorias, que dan igualmente lugar a la celebración de aniversarios, siguen siendo portadoras de los conflictos del pasado. Las memorias colectivas plantean por tanto la cuestión dolorosa de su reconciliación. Los católicos y los protestantes no pueden tener la misma memoria de las guerras de religión; los franceses y los alemanes no pueden tener la misma memoria de la última guerra mundial. Esta reconciliación tiene que ver también con la salvación. Así pues, el relato es la expresión de la memoria de cada uno en el juego de la comunicación entre personas y entre grupos. Si la salvación cristiana se ha hecho un acontecimiento de nuestra historia, acontecimiento fundador inscrito a su vez en una serie de acontecimientos, transciende su facticidad transitoria haciéndose memoria y dando lugar a un relato. No estamos aquí en presencia de un factor secundario y exterior a la realidad de la salvación. La inscripción del mismo en la memoria y el relato es algo que le pertenece de manera necesaria: sin ella se disolvería. ¿Qué significaría la venida de Jesús entre los hombres, si no hubiera dado lugar a ningún relato que mantuviera la memoria del acontecimiento entre nosotros? Es así como puede comprenderse precisamente la universalidad de la salvación realizada en Jesucristo. Porque si esta universalidad se basa sin duda en el hecho de que Jesús es verdadero Dios, esta explicación, por muy esencial que sea, es insuficiente: hay que dar cuenta además del hecho de que la universalidad de la salvación es compatible con la humanidad transitoria de Jesús. Pues bien, la «buena nueva» del Evangelio,
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desde la predicación del mismo Jesús, es algo que se cuenta. Es lo que hizo Pedro en el discurso de Pentecostés (Hech 2). Es lo que hicieron espontáneamente los evangelistas intentando, como dice san Lucas, contar «todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio» (Hech 1, 1). El acontecimiento fundador, convertido en memoria fundadora, se hace relato. Lo mismo vale también del Antiguo Testamento. De una manera o de otra todo relato es una actualización del pasado. Un recuerdo que no se cuenta se pierde, cae en el olvido. Medíanle el relato el recuerdo sigue vivo, sigue influyendo y hasta dando senlido a nuestra existencia. El recuerdo de los hechos fundadores de los pueblos asegura su cohesión: por eso se les celebra regularmente. Lo mismo ocurre también con la salvación: fue fundadora de un pueblo, del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y luego del pueblo de la Iglesia en el Nuevo Testamento. Estos dos pueblos viven de la transmisión de sus relatos, consignados en las sagradas Escrituras. La transmisión del relato es por excelencia un acto de tradición. Pero el relato no se transmite sólo por palabras; se hace también gesto, mimo podríamos decir. Ése es el sentido del memorial, término utilizado ante todo para la celebración anual de la pascua judía, cuando el pueblo no sólo recordaba y revivía la salida de Egipto, sino que también actualizaba de año en año la gracia de la elección. La liberación del país de Egipto fue objeto del relato que los padres contaban a sus hijos, para explicarles el sentido de la celebración pascual (Ex 12, 26-27). Este mismo término fue recogido por Jesús en el acto de institución de la eucaristía. La eucaristía es el «memorial» por excelencia de su vida, de su muerte y de su resurrección, es decir, la celebración en donde el relato cuenta el acontecimiento haciéndolo efectivamente actual y presente. En la celebración de la eucaristía el relato se hace sacramento. El signo sacramental —escribe acertadamente J. J. Mctz— puede definirse como «una "acción verbal" en la que la unidad entre la relación como palabra eficaz y la eficacia práctica encuentran su expresión en el mismo proceso verbal»8. El acontecimiento sacramental tiene una estructura básicamente narrativa, es el relato eficaz de la salvación. De este modo la Iglesia es una «comunidad narrativa»9, «pe vive, a través del espacio y del tiempo, del don de la salvación jor la mediación de un relato en acto. Con el Vaticano II se puede hablar de las dos mesas, la de la Palabra de Dios, que da u n
8. J.B. MTZ, Breve apología de la narración: Concilium 85 (1973) 226. 9. lbid., 28.
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lugar privilegiado al relato de la salvación, y la del Cuerpo de Cristo, en donde el relato se hace presencia y actualidad10. En fin, la forma literaria del relato, expresamente relacional, es la más adecuada para decir una salvación que consiste en una relación y en una comunicación esencial. Esta afirmación no quiere quitarle nada a la legitimidad de una doctrina eminentemente conceptual. Supone, por el contrario, la solidaridad y la complementariedad entre el relato y la estructura doctrinal. El mismo proyecto de este libro consiste en articular las dos cosas y mostrar su inter-penetración. Memoria y anticipación El porvenir pertenece igualmente a nuestra memoria gracias a las representaciones que nos hacemos de él, de los proyectos que tenemos sobre él, de la esperanza que ponemos en él. Sabemos hacer el relato de nuestras intenciones y de nuestros deseos. Porque el relato de un hombre, si es verdad que tiene que pararse en el momento presente en cuanto que concierne al pasado, se aventura de buen grado en el futuro del que espera un cumplimiento último. Por tanto, el relato nunca se acaba. Lo mismo ocurre con el relato de la salvación: nos cuenta ciertamente lo que pasó, lo que Dios hizo por nosotros en la historia y la manera contradictoria con que los hombres le han respondido. Nos hace entrar también a nosotros en su propia trama, haciéndonos comulgar libremente de la realidad que anuncia (Palabra y Eucaristía). Nos anuncia además un cumplimiento último, hoy todavía aplazado, expresado en la esperanza del retorno de Cristo, de la resurrección general y de la plena manifestación del reino de Dios. Paradójicamente, cuando celebramos la eucaristía, hacemos también memoria de ese futuro. «Anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11, 26). Se sabe la importancia que da J. Moltmann a esta perspectiva del futuro en su Teología de la esperanza11. Este libro es una relectura del misterio de la salvación bajo la perspectiva de la promesa y del porvenir. La promesa es ciertamente un acontecimiento de nuestro pasado, es historia y constituye el objeto actualizado continuamente, pero nos orienta hacia el porvenir de lo que él anuncia. Así, pues, para Moltmann hay un «futuro de la Escritura», que da la clave hermenéutica de los testimonios históricos de la Biblia12.
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De esta forma, la perspectiva del relato hace intervenir las tres instancias del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Por esta razón el relato nos hace superar el marco de una simple «doctrina» que nos ofreciera simplemente la verdad desde fuera. El relato es «práctica»13: nos pone en discusión, nos «interpela» y nos invita a entrar en él, a hacernos compañeros suyos. Cuando el redactor de la carta a los Hebreos hace un largo relato de los testimonios y de las realizaciones de la (c a través del Antiguo Testamento (cap. 11), no solamente lo hace culminar en la persona de Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Heb 12, 2), sino que invita además a sus oyentes o lectores a entrar a su vez en ese mismo movimiento «y correr con fortaleza la prueba que se nos propone» (12, 1). El relato no nos invita solamente a someternos a una enseñanza. Nos pide que hagamos la verdad en nosotros y solicita nuestra libertad. Pero para solicitarla, comienza por liberarla. El punto de vista de la libertad se muestra hoy central en la teología de la salvación14, pero sin duda porque es también central en la vida de nuestras sociedades. Así pues, este ensayo intentará tomarla como una referencia privilegiada. Un relato dramático El relato de la salvación es dramático: no tiene nada que ver con un cuento de hadas. No es el relato del paraíso en la tierra, ya que los pueblos felices no tienen precisamente historia. Un pueblo totalmente feliz sería un pueblo fuera de la historia: y sabemos que en nuestro mundo semejante hipótesis es contradictoria. El drama viene de la libertad del hombre. Ricoeur ha mostrado atinadamente que el relato de la salvación brota del encuentro entre el designio divino ineluctable con la actitud humana recalcitrante. «Estas historias no son ya historias piadosas; son historias de astucias, de asesinato, historias en las que se pisotea el derecho de primogenitura, en que la elección del héroe pasa por las maniobras oblicuas de un joven ambicioso como David»15. Orígenes se asombraba ya en sus tiempos de que tantas historias bíblicas dudosas o inmorales pudieran servir para revelar el designio totalmente espiritual de Dios. Pero también ocurre que los mismos narradores ponen en juego su propia existencia a través de su relato: fue ése el caso de Jeremías; y fue sobre todo el de Jesús; fue 13. J. B . METZ, art. cil, 225.
10. Cí.DeiVerbum,n.2\. 11. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sigúeme, Salamanca 1981. 12. Ibid., 292 ss.
14. Cf. Tñ. PRÓPPER, Erlósungsglaube und Freiheitsgeschichle. Eine Skizze zur Soleriologie, Kosel-Verlag, Munich 1985. 15. P. RICOEUR, Le récil interpretif. Ex'égése el Théologie dans les récits de la Passion, recomendó las ideas de Roben Alter: R.S.R. 73 (1985) 18.
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también el caso de Esteban, en donde el narrador habla a los que lo van a matar. «Él no escuchará la respuesta; pero sería por eso mismo una respuesta más radical: la reconciliación absoluta se manifestará en el relato de Pablo como respuesta al relato de Esteban»16. En efecto, una alianza supone una reciprocidad. Por definición, el amor no se impone, sino que se propone. Por tanto, se le puede negar. El relato de la salvación nos enseña que la respuesta del hombre comenzó por un rechazo, que ese rechazo se expresó a lo largo de la historia por una multitud de violencias, de injusticias y de mentiras, por un impulso irrefrenable de egoísmo y de orgullo, que se tradujeron en una serie de rupturas y divisiones, en una palabra, en eso que la revelación cristiana ha llamado pecado. Todo el peso del mal en la humanidad está aquí presente con su misterio de opacidad y su oscuridad propia. La liberación del pecado no se hace en un instante, la salvación no es una obra mágica. Si el pecado es historia, con su propia lógica, como tan bien lo demuestra la historia del pecado de David, también la conversión del hombre es una historia, una historia como la que atraviesa la humanidad, pero también una historia singular de cada uno. Pecado y conversión: tal es la alternativa dramática que jalona toda la historia de Israel, la que encontramos en el evangelio con la acogida de Jesús por las turbas hasta su entrega a la muerte, y la que se reproduce en cada una de nuestras vidas. El diálogo de Dios y de los hombres, es decir, las peripecias de la alianza, formarán la trama de una multitud de relatos muchas veces dolorosos cuya secuencia constituye el relato de la salvación. Pero este dato no lo dice todo. Si el pecado es el pecado, si el mal de la violencia humana es el mal, el sufrimiento es también un mal. El relato de la salvación choca inevitablemente con el problema terrible del mal que cae sobre los inocentes. Desde las preguntas vehementes del libro de Job, el sufrimiento inocente ha sido visto como un escándalo. Hoy, tras las atrocidades que ha conocido nuestro siglo, tras la toma de conciencia del peso inmemorial de sufrimiento que han padecido los olvidados y oprimidos de la historia, los vencidos y las víctimas, la teología no puede callarse ante lo que J. B. Metz ha llamado «la historia del sufrimiento». Se comprende entonces por qué este autor ha asentado la tesis de que «la iglesia debe comprenderse y acreditarse como testigo y como transmisora de un peligroso recuer-
15. P. RICOEUR, Le récit interprelatif. Exégése el Théologie dans les récits de la Passion, recogiendo las ¡deas de Robcrt Alter: R.S.R. 73 (1985) 18. 16. P. BEAUCHAMP, Conferencia daclilográfica pronunciada en Toulouse en ¡9S3, p.8.
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do liberador»11. Este recuerdo no es sino la memoria de la pasión, de la n inerte y de la resurrección de Cristo, presente en todas nuestras eucaristías. Esta memoria es «un recuerdo peligroso y liberador»18. Gracias a esta memoria de Cristo, «La historia de la salvación es... esa historia del mundo en la cual a las posibilidades de existencia humana vencidas y olvidadas se les deja entrever un sentido»19. Un relato y una historia de amor A todos nos gustan las historias de amor. El amor no tiene necesidad de prueba o de justificación: su verdad se basta a sí misma. El relato de la salvación es la historia de amor más bella y más larga que puede haber. Pero no se trata de un amor de agua de rosas. Si este reíalo es dramático, es también porque es el relato de un amor: de un amor apasionado, celoso, fuerte como la muerte por parte de Dios; de un amor frágil, versátil y sometido a todas las infidelidades por parte del hombre. El drama de la salvación invita a no identificar demasiado aprisa el amor con la felicidad. Es verdad que el amor conduce a la única felicidad verdadera. ¿Pero no son las peripecias del amor las que más hacen sufrir? Es difícil amar y aprender a amar. El amor no pertenece al orden del beso ligero, abrazo efímero que no lleva dentro de sí las exigencias de una verdadera reconciliación. Por eso he utilizado esta doble fórmula para expresar los dos movimientos de la mediación de Cristo: según la mediación descendente, en Jesús Dios ama al hombre hasta morir por él; según la mediación ascendente, en Jesús el hombre ama a Dios hasta morir por él.; Este libro cuenta, por tanto, una historia de amor, más hermosa que todas las historias de amor humano, de las que por otra parte sabrá sacar su lenguaje. Dios es el esposo de su pueblo; Jesús es el hijo del Rey que viene a celebrar sus bodas con la humanidad; la Iglesia es la esposa al mismo tiempo que el cuerpo de Cristo. Se trata de un lenguaje fuerte y verdadero, pero que pasa pot la muerte.
17. J. B . METZ, La fe en la historia y la sociedad, Cristiandad Madrid 1979,101. 18. Ibid., 102. 19. Ibid., 125.
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II. LA ESTRUCTURA DEL RELATO
Relato y razón teológica Esta opción en favor del relato no puede ni mucho menos olvidar la necesidad de apelar a unos conceptos y estructurar de una forma vigorosa la doctrina de las salvación. Sería ingenuo al mismo tiempo que erróneo oponer narración y razón teológica20. Toda la Biblia está en contra de ello y exige su complementariedad y su interpenetración. El relato da allí origen espontáneamente a las interpretaciones, al uso de categorías y de conceptos y a la estructuración de las cosas con una intención propiamente doctrinal. Pero al mismo tiempo, el cuerpo doctrinal que se constituye no puede nunca emanciparse del relato. La prueba de ello está en los credos históricos del Antiguo Testamento, así como en las diferentes versiones del credo cristiano. Tanto unos como otras se consideran como fórmulas de fe; pues bien, «en ambos casos la fe y el relato se encuentran y la totalidad de la fe abarca la totalidad del relato»21. Es que el relato apela a la fe y la fe responde al relato, de tal manera que la demanda y la respuesta se fusionan en un texto único. La articulación original entre el relato breve de la confesión y la fe se encuentra evidentemente entre el conjunto de relatos bíblicos y la doctrina de la fe. La opción que aquí se hace intenta precisamente articular lo mejor posible estos dos aspectos y darle un valor sistemático a una teología del relato. Ésta es la apuesta, una apuesta que sin duda es difícil mantener. P. Beauchamp ha mostrado la solidaridad que hay entre el relato y la Ley en la Biblia22. Lejos de excluirse, lo narrativo y el relato y lo normativo se apelan y se completan mutuamente. Lo narrativo tiene como finalidad obtener un efecto; se concluye de buen grado con una prescripción, a la que da sentido el relato. El relato de la institución de la pascua judía (Ex 12) es ejemplar en este aspecto. Por su parte, la ley nace siempre de las necesidades descubiertas por la historia. Precisamente porque los hombres han abusado de su libertad, una ley viene a decirles cómo deben usar de ella. Así es como la articulación entre el relato y la fe forma una estructura, que constituye la fisonomía de la
20. Cf. P. CORSET, Le théologien face au conteur évangelique. A la recherche d' une théotogie narrative: R.S.R. 73 (1985) 74-78. 21. P. BEAUCHAMP, Le récit, o. c , 187.
22. Ibid., 191-193.
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iiliun/.a. Hacer una alianza es un acto histórico que se inscribe por millo en un relato; pero hacer una alianza es también contraer un compromiso que obliga y hace ley. El hombre se compromete con Dios, lo mismo que Dios se comprometió con él. Resulta legítimo transponer esta articulación estructural a la relación entre el relato y el «dogma», en la medida en que este término expresa el carácter «obligatorio» del contenido de la fe. La salvación es el dogma fundamental de la fe cristiana, aunque no haya dado lugar a una «definición» formal. Su afirmación está en el centro del credo cristiano, construido a su vez como el relato de lo que el Dios único, que es Padre omnipotente y creador, ha hecho en beneficio de los hombres («por nosotros y por nuestra salvación»), enviando a su Hijo tínico a vivir con nosotros, morir y resucitar, y derramando luego su lispíritu en la Iglesia. Este relato está bajo el compromiso de un «Creo en...», que lo convierte en una estructura de alianza. Pues bien, el credo seguirá siendo la matriz de todas las fórmulas dogmáticas venideras: está construido sobre la enumeración trinitaria, expresa la identidad de Cristo y esbozad misterio del Espíritu en la Iglesia. En él son uulisociables el relato y el sentido, la llamada a la fe y la respuesta de la le, el relato y el «dogma». /><•/ relato a los conceptos El credo es el resumen extremo de una multitud de relatos. Cada uno de estos relatos produce un «efecto de sentido». La aparición sucesiva de los mismos efectos de sentido circunscribe un centro de gravedad de las cosas, que hace pensar y que produce una comprensión que exige ser formulada. Así es como los relatos conducen a los conccplos. El concepto aparece entonces como la suma recapituladora de los efectos de sentido délos diversos relatos. A fuerza de contar historias de alianza con Noc, con Abrahán, con Moisés, historias de renovación de la alianza con el anuncio de una alianza nueva, la Biblia invita necesariamente al lector creyente a reflexionar sobre el término de alianza ya construirlo como un concepto. Ha de comprenderse bien el alcance de este paso necesario. Porque el concepto no puede pretender constituir un «progreso» respecto a un relato que s« haya hecho inútil; tampoco sirve para ser su equivalente y reemplazarle. Es el indicativo del sentido del relato. Es su «verbum abbrcviatum», para recoger de forma analógica una expresión de Orígenes. Por consiguiente, el concepto sigue siendo relativo al relato, cuyo sentido se encarga de recapitular; la comprensión justa de lo que intenta decir sigue dependiendo del conocimiento del relato. Así es
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cómo en la tradición los conceptos han funcionado como otros tantos «o sea» interpretativos de los relatos. Desde que la teología los erigió indebidamente en premisas mayores del razonamiento y los «absolutizó», es decir, los liberó de sus vínculos con el relato, aunque se tratase de los conceptos dogmáticos más oficiales y autorizados, les cargó con un peso que no era el suyo, con el riesgo de desviarlos de su sentido. Ya hemos visto lo que ocurrió en parte con los conceptos utilizados para decir la redención en los tiempos modernos. El lugar que se da a la interpretación de los relatos en este libro no debe por tanto hacer que se saque en seguida la conclusión de que sólo se trata de una «lectura espiritual» con fines de edificación. Es una empresa auténticamente teológica lo que se pretende. Tiene una ambición sistemática e intenta descubrir una estructura doctrinal. Pero esta teología más concreta no quiere excluir de lo que dice la dimensión afectiva del anuncio de la salvación. El mensaje del amor de Dios que diviniza al hombre no puede reducirse a su dimensión intelectual, so pena de hacerse árido. «Decir a Jesucristo no es ante todo enunciar unos dogmas, sino contar una historia, una experiencia, la de un Amor que nos ha herido»23. Una teología auténtica debe ser también una teología espiritual. Y esta desea serlo en todo cuanto pueda. Quiere hablar a todo el hombre, inteligencia y corazón; quiere mostrarle no solamente el sentido, sino también la belleza transformadora de lo que nos anuncia el evangelio. Le gustaría, a ser posible, tocar como el mismo Cristo tocó a los que se encontraron con él. Otra finalidad de la operación teológica que aquí intentamos es la de realizar una verificación escriturística y evangélica del funcionamiento de los conceptos utilizados por la tradición cristiana, cuyo análisis ofrecimos en el primer tomo según su orden histórico de aparición. Esta verificación permitirá profundizar en el sentido de la mediación realizada por Cristo, con sus dos orientaciones descendente y ascendente. Contribuirá del mismo modo a la reconversión de los términos «desconvertidos». Pero llevará también consigo ciertos desplazamientos y una restructuración de los antiguos conceptos según una nueva jerarquía, que descubra nuevos efectos de sentido, haciendo aparecer también conceptos nuevos y buscando traducir los conceptos viejos menos afortunados. El dossier tradicional no se verá desde luego contradicho, pero nos abrirá una nueva perspectiva. Intentará
23. J. N. ALETTI, Vari de raconter Jésus-Christ. L'Ecriture narralive de l'évangile de Luc, Seuil, París 1989, 235 (trad. esp. en prensa, Sigúeme, Salamanca).
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dar un sentido concreto a este dato fundamental de que la salvación del hombre es Dios, y solamente Dios24. Una estructura doctrinal inserta en la trama de los relatos La estructura fundamental de la salvación cristiana es la de la alianza establecida entre Dios y la humanidad por la vida, la muerte y la resurrección del único mediador, Jesucristo. Esta alianza se realizó a lo largo de una prolongada historia que tuvo su preparación en el pueblo elegido, su conclusión en Jesucristo y su actuación en la Iglesia. Esta historia es la de dos compañeros que entran en relación y se «encuentran» según las vicisitudes anteriormente evocadas. Es a la vez la de la salvación y la de la revelación, refiriéndose la segunda sencillamente a la primera y progresando a la par con ella. La revelación progresiva que Dios hace de sí mismo al hombre y de su designio sobre él es un acto de comunicación; por tanto, es ya un acto de salvación. Y al revés, la salvación consiste esencialmente en una comunicación de conocimiento y de amor, o sea, en una revelación25. El relato no separa nunca a las dos. Las articulaciones de esta estructura están presentes en el relato recapilulador que es el credo. Por un lado está Dios que se revela como Padre, Hijo y Espíritu, en la misma medida en que hace avanzar su obra de salvación. El enunciado del dogma trinitario es en cierto modo el relato hecho en lenguaje humano del misterio que está más allá de loda historia, hasta el punto de que es capaz de hacerse historia, sin renegar de sí mismo, por las misiones del Hijo y del Espíritu. La estruclura trinitaria, en su unidad diferenciada, debe imponer por consiguiente la estructura de la salvación. Esta parte de Dios es la que suscita todos los tiempos y momentos del movimiento descendente que culminará en la mediación de Jesús. De la otra parte están los hombres, creados para ver a Dios y situados en el deseo y en la necesidad del don de Dios. Unos hombres que se han hecho pecadores, en estado de ruptura con Dios y, por tanto,
24. A lo largo de las lecturas teológicas de la Escritura que ocuparán un lugar importante en estas páginas no estudiaremos por sí misma la cuestión de la historicidad de los relatos, ano ser cuando parezca indispensable una precisión. Considero como adquiridos los grandes resultados contemporáneos sobre este tema. Tomaremos más bien en cuenta la coherencia propia de cada relato, así como sus «efectos de sentido». Cada uno do ellos será tratado en función de su género literario y de su relación original con la historia. La preocupación déla historia «histórica» quedará entonces implícita de ordinario, pero seguirá siendo perfectamente real. 25. Cf. t.I, Cristo iluminador: la salvación por revelación, o. c, 137-155.
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produciendo ellos mismos su desdicha. Su salvación tendrá que pasar por su conversión, obra de gran aliento, hecha de alternancias entre el regreso a Dios y la recaída en el pecado. Estas vicisitudes «recalcitrantes» llegarán a anudarse con el relato trinitario y a formar una trama con él. De este modo la antigua alianza está formada por una larga consecuencia de relatos en los que se esboza la realidad de la salvación: se la profetiza, se comienza a realizarla y se encuentra ya expresada según una multiplicidad de aspectos. Va caminando hacia la reconciliación y la comunión plena entre Dios y los suyos. Lo mismo ocurre en el momento en que se cumple la nueva alianza de Jesucristo y en que se da irrevocablemente la salvación que viene de Dios: unos nuevos relatos (los relatos evangélicos dan lugar a las interpretaciones de las epístolas apostólicas); vienen a decir cómo se produjo el encuentro entre el Salvador y los pecadores por convertir. El relato alcanza entonces su punto de tensión extrema con las narraciones de la pasión. Pero no se detiene en la resurrección gloriosa de Jesús. Continúa con el don del Espíritu en los relatos de los Hechos de los Apóstoles, que no solamente presentan la historia de las primeras comunidades cristianas, sino que ofrecen la narración simbólica de lo que se juega en toda la historia de la Iglesia: es que la salvación dada una vez por todas pide ser acogida y fructificar, de generación en generación, en la respuesta de las libertades humanas; conoce además, aunque sea en otro registro, la realidad de los rechazos y de las recaídas. De este lado, que es el de los hombres y que concede amplio espacio a su conducta, se encuentran todas las búsquedas ascendentes por las que éstos intentan encontrar a Dios. Este movimiento lleva efectivamente a sus destinatarios a través de la mediación ascendente de Jesús.
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lo de la economía trinitaria: el primero es sobre todo el de la iniciativa del Padre, el segundo el del envío del Hijo, el tercero el del don del Espíritu. Esto no quiere decir que las tres personas divinas no intervengan todas ellas de manera diferenciada en los tres tiempos: el Hijo y el Espíritu ya en obra en la creación y en el Antiguo Testamento; el Padre y el Espíritu acompañan sin cesar a la misión del Hijo, desde su concepción hasta su resurrección; el Padre y el Hijo siguen presentes a la Iglesia por el don de su Espíritu común. Estos tres tiempos mantienen entre sí una relación compleja. Se presentan según una sucesión y es normal recorrerlos según el orden de su realización. Pero forman también una unidad tan irrompible como la misma unidad trinitaria. Esta sucesión de relatos no forma más que un relato; todos pertenecen a la misma memoria. Además, hay entre ellos un juego sutil y rico en correspondencias que hace que pidan ser leídos y escuchados como sobreimpresión: podemos ver las dos imágenes de los sacrificios de Isaac y de Cristo en la cruz como una sola imagen; a través de sus diferencias saltan entonces a los ojos sus correspondencias y nos convencen de que dicen lo mismo sobre Dios y sobre el sacrificio que éste desea. Vayamos más lejos todavía en nuestra afirmación: en cierto modo, la totalidad de la salvación no es solamente un relato de relatos, sino que el relato total está presente en cada relato particular. «Los segmentos narrativos dicen la misma cosa que el todo»26. Esto se verifica eminentemente en los evangelios en donde la totalidad del Evangelio es inmanente a cada perípoca, construida como un Evangelio para provocar la fe. Esta «circumincesión» de los relatos estará en el fundamento de las lecturas propuestas. El «relato total»: el fin y el comienzo
Los tres tiempos principales de la salvación Son tres los tiempos principales que vienen entonces a estructurar el relato de la salvación. El primero es el tiempo del habituamiento y de la profecía, bajo el régimen de la primera alianza: durante este tiempo no se ha realizado la mediación, pero ya se cuenta, tanto por parte de Dios como por parte de los hombres. El segundo tiempo es el del cumplimiento y da lugar al relato del acontecimiento de Jesús; por él la salvación se ha dado definitivamente, es decir, ha cambiado algo radicalmente entre Dios y los hombres. El tercer tiempo es el de la Iglesia, sacramento de la salvación; en ella los hombres viven esa salvación permaneciendo en una actitud continua de conversión. Este tiempo da lugar a un relato propio. Estos tres tiempos siguen el mode-
Todo relato tiene un comienzo, un medio y unfin.En su facticidad primera nuestros relatos de la salvación adoptan este movimiento que los sitúa en su particularidad. Pero están también impregnados de la preocupación por lo universal y lo absoluto. Se plantean la cuestión del antes y el después de su propia narración. Partiendo de la situación concreta de los hombres en la historia, intentan remontarse y descender a su vez hasta el final de la línea del tiempo. Por eso el relato de la salvación no puede comenzar sólo con la vocación de Abrahán o con el paso del mar Rojo en tiempos de Moisés, ni detenerse definitivamente con la Iglesia en camino. Esta historia tan particular de un pue26. P. BEAUCHAMP, Monolhéisme et Trinité, Fac. Univ. St. Louis, Bruselas 1991, 31.
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blo es de hecho la historia de todos los hombres y tiene que contarse a todos los hombres. Para que esto sea así, es preciso que se origine en un comienzo absoluto, que no suponga nada anterior y que remita al origen último del hombre. También es preciso que se acabe en un fin de los fines que no suponga ningún después. Por tanto, es preciso que cubra toda nuestra historia desde el Alfa a la Omega y que dé lugar a un «relato total» (P. Bcauchamp). Porque si la salvación anunciada y dada no condujese a la familia humana a su destino último, definitivo e irrevocable, éste no sería más que un nuevo plazo, provisional, frágil y vulnerable, sometido al riesgo de que la no-salvación tuviera la última palabra. Por eso el relato de la salvación debe ampliarse a estos dos extremos, que no le son exteriores, ya que el Alfa le da fundamento en todo su curso y la Omega lo habita ya como causa final. Es una razón muy profunda la que hace que el acontecimiento de Jesús se nos presente en el Nuevo Testamento como abarcando la totalidad de la historia desde el Alfa de la creación hasta la Omega del retorno (parusía) de Cristo. Esta perspectiva nos abre a la idea de un relato histórico de una transhistoria. En cuanto que es un acontecimiento divino, la salvación es transhistórica. Lo mismo que el acontecimiento pascual de Jesús está presente a la historia, también la creación es algo más que un Alfa que se cuenta en pasado: es la primera iniciativa de la salvación que viene de Dios y que sigue estando continuamente presente. Y la escatología no es solamente un futuro: es también un «ya aquí». Desde la resurrección de Jesús vivimos en los últimos tiempos, no ya en sentido cronológico sino en sentido cualitativo, no ya el final de los teimpos sino el tiempo del fin, puesto que lo que es definitivo ha llegado ya. El relato se hace entonces universal. ¿Pero cómo contar algo sobre lo que no se tiene ninguna información, es decir, algo que precede y acompaña a la venida misma del hombre al mundo y que constituirá su victoria sobre la muerte? ¿No estamos aquí en el límite de lo contable? Sí y no. Porque precisamente lo que se escapa así de toda forma de historia histórica y de todo conocimiento reflejo no puede ser más que contado, simbólicamente contado. El relato pone entonces al servicio de una historia auténtica todos los recursos de ficción de que es capaz. Sólo el relato ficticio puede decir en el lenguaje tan sencillo de nuestro universo lo que le fundamenta y transciende absolutamente. Pero para p e un relato semejante no caiga en lo imaginario, es preciso que el narrador, como el autor mismo de la salvación, se comprometa absolutamente en ello. Sólo aquel que pone en discusión su propio fin tiene derecho a hablar del fin del universo. Es lo que hizo Jesucristo. Y es también lo que expre-
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sa el discurso de Esteban antes de su lapidación (Hech 7). «Comienzo y fin: estos dos términos son necesarios al relato para que la reconciliación, querida en todo relato, pueda ser propuesta por ese relato a toda la humanidad»27. El orden de la exposición Esta problemática es la que dirigirá la secuencia de los"cinco capítulos que constituirán esta propuesta de soteriología. Su movimiento irá siguiendo sensiblemente el de la propuesta cristológica anterior y realizará las mismas opciones. La articulación entre la cristología de abajo y la cristología de arriba nos hizo palpar una tensión en las exposiciones de la Escritura entre el orden del descubrimiento y el orden de la exposición. El descubrimiento partía de la experiencia del hombre Jesús: iba discerniendo progresivamente en él al Hijo, gloriosamente masnifestado por su resurrección; de allí se remontaba hasta su origen y lo veía enviado por el Padre; descendía igualmente hacia el fin de los tiempos. El punto de vista propio de este movimiento es el del hombre que intenta comprender su hic et nunc partiendo de él. Pero el orden de la exposición colocará las cosas según el punto de vista de la iniciativa divina. Por eso la cristología de arriba, segunda en el orden del descubrimiento, se convertía en la primera en el orden de la exposición. Aquí nos encontramos con la misma tensión. La salvación concernía muy de cerca a los hagiógrafos del Antiguo Testamento, en virtud misma de las desgracias y los pecados del pueblo. Por eso en la Biblia la experiencia de la salvación es lo primero, como demuestran la ausencia de la creación en los relatos canónicos de la alianza28 y en los credos históricos. Fue sólo progresivamente como el relato de la salvación se inscribió en el horizonte más amplio que se remonta a la creación y desciende hasta el final de los tiempos. Pero aquí se encuentra también la inversión del orden entre el descubrimiento y la revelación por un lado, y el d e la exposición que recoge las cosas a partir del comienzo por otro. Esto es lo que constituye la organización de conjunto de la Biblia, que se abre con el relato de la creación y acaba con el Apocalipsis. Resulta difícil escapar por completo de esta lógica que sigue el movimiento «objetivo» de la historia de la salvación. Sin em-
27. P. BEAUCHAMP, Conferencia dactilografiada pronunciada en Toulouse en 1983, p. 9 . 28. P . BEAUCHAMP, Le récit et la transfornwtion de peuple de l'Aliance, en J. DORÉ (cd.),Dieu, É¡lise, Société, Cmturior, París 1985, 216.
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bargo, la historia de la teología ha mostrado que esta forma de proceder no carecía de peligros. La costumbre escolástica de tratar «cronológicamente» de la obra de los seis días y de encadenar la salvación con el relato de la caída le ha dado a este último un relieve exagerado. El riesgo está en desplazar el centro de gravedad de la historia de la salvación, que emigra de la persona de Cristo hacia los orígenes. La pedagogía del relato de la salvación parece respetarse mejor si se sigue el movimiento de la revelación, el que está ordenado al acceso hacia la fe. Así, pues, habrá tres capítulos que trazarán ante todo los tres tiempos del relato de la salvación que actúa en nuestra historia. Cada uno de estos tiempos se interpretará sin embargo a la luz del único sol capaz de iluminar todo este recorrido y de darle sentido, Jesucristo. Entonces se dedicará un último capítulo a la dilatación hacia el Alfa y la Omega, remontándose primero a la creación, comprendida como aquello que da fundamento a toda la historia de la salvación, y descendiendo luego a la escatología en la que todas las cosas serán recapituladas en Cristo. Así, pues, el relato de la salvación constituirá el soporte de una exposición que no intenta relatar a su vez ese relato —eso sería una paráfrasis totalmente inútil—, sino interpretarlo y destacar sus «efectos de sentido» con la ayuda de un análisis y de una glosa. La red secreta de correspondencias entre los diversos relatos quedará entonces de manifiesto. Podría hablarse aquí de la diferencia entre un mapa mudo (el relato que se hace comprender ante todo a aquel que está en simbiosis cultural con él) y un mapa parlante (el relato analizado y «descodificado» pedagógicamente). El punto focal del discurso será siempre el cruce entre la línea del relato y la de las pautas interpretativas que descubren su estructura y su sentido. No se trata evidentemente de partir de cero. El recorrido cristológico ya expuesto en otro lugar y que conduce a la plena confesión de la identidad de Cristo será considerado aquí como adquirido.
16 Los relatos de la habituación y de la profecía (La salvación en el Antiguo Testamento)
El Antiguo Testamento encuentra su unidad en la revelación de la salvación traída por Dios a su pueblo. Esta revelación está atestiguada para nosotros en una multitud de relatos que forman un todo: la Biblia es un relato de relatos. Este todo no es el de un solo libro que contase tan sólo una historia progresando de capítulo en capítulo. Está hecho de una multitud de libros diversos y de relatos originales, cada uno con su propia unidad y su propio sentido. Entre esos diversos relatos hay soluciones de continuidad que vienen de la misma historia, de la diversidad de géneros literarios y de la originalidad de la situación de cada autor. Sin embargo, es legítimo decir que estos relatos fragmentarios forman a su manera un solo relato, no ya en el sentido en que se les pueda poner uno tras otro, sino en virtud del hecho de que todos ellos tienen un mismo objetivo y entregar todos un mismo mensaje: la salvación. Es la textura misma de esos relatos lo que ahora vamos a analizar. El tomo precedente de esta obra presentaba directamente el dossier bíblico de las categorías principales de la salvación, en la medida en que éstas encontraban su fundamento en el Nuevo Testamento. Una vez adquiridas estas cosas, no nos ocuparemos ya de ellas. Puesto que el terreno que hemos escogido es el del relato, conviene saber si y cómo el Antiguo Testamento está estructurado como relato de relatos. P. Beauchamp hace en este sentido una propuesta sugestiva: percibe una «división tripartita d e l relato total del Antiguo Testamento»1. Está el relato yah vista d e la elec1. P. BEAUCHAMP, Le récil, la leltre et le caps, o.c, 222. La exposición de esta división va desde la p. 205 a la p. 232.
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ción, el relato sacerdotal de la ley y del pecado y finalmente el relato profético de la confesión y del perdón. El mismo autor ve una correspondencia con los tres tiempos de la genealogía de Jesús en el evangelio de Mateo: «De Abrahán a David, de David a la deportación de Babilonia, de ésta al Jesús llamado Cristo. Este esquema y su articulación es efectivamente la condición para que el relato total del Antiguo Testamento quede situado correctamente respecto a Cristo»2. Esta relación de los tres relatos con la cronología de la historia de Israel no debe tomarse al pie de la letra, puesto que es lógico que si el relato de la elección continúa hasta David, el de la ley y el pecado comienza mucho antes de la llegada a la monarquía. Así pues, estos tres segmentos se entrelazan unos con otros. Pero conviene fijarse en su complementariedad cualitativa: un paso inmediato del primer segmento al Nuevo Testamento haría olvidar el drama de la actuación recalcitrante del hombre; quedarse sólo con los dos primeros segmentos daría impresión de un fracaso total de Israel; «el tercer segmento pone en su lugar debido el recuerdo de lo que Dios hizo en Israel, ya en relación con la nueva alianza, antes de que ésta sobreviniera»3. Esta estructuración no orientará directamente la construcción de este capítulo, que no pretende ser exhaustivo. Pero lo inspirará de forma mediata, recordando la necesidad de no hacer opciones tan parciales que resultarían partidistas. Procederé por medio de sondeos libres, privilegiando inevitablemente ciertos relatos respecto a otros, pero intentando respetar el equilibrio y la complementariedad de estos tres tipos. Mi finalidad en señalar la aparición de los «efectos de sentido» que se van dibujando de un relato a otro. El tiempo de una doble habituación El título de este capítulo ha sacado de san Ireneo el hermoso vocablo de «habituación». Para el antiguo obispo de Lión, el acontecimiento de Jesucristo tenía que estar preparado por una doble habituación: el de los hombres y el de Dios. La encarnación misma tuvo lugar para «habituar al hombre a captar a Dios y habituar a Dios a vivir en el hombre, según el beneplácito del Padre»4. Habituación de los hombres por una parte: porque la acogida del
2. Ibid. 3. ibid. 4. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses, n i , 20, 2.
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don de la salvación, a partir de su situación pecadora, requería una larga pedagogía, podría decirse una «domesticación». «En otros tiempos, fue por sus patriarcas y profetas como él prefiguraba y predecía las cosas venideras, ejerciendo así de antemano su parte por las «economías» de Dios y habituando a su herencia a obedecer a Dios, a vivir como extranjera en el mundo, a seguir al Verbo de Dios y a significar de antemano las cosas venideras»5. En efecto, la humanidad no podía entrar de repente en relación con Dios ni llevar el Espíritu Santo. Era preciso que «nos habituásemos poco a poco a captar y a llevar a Dios»6, esto es, a llevar su Espíritu7. Ireneo llamaba habitual mente a lo que hoy solemos llamar puesta en camino: la conversión de las personas, más aún la de los pueblos y de las mentalidades, exige una larga preparación de marcha. Nuestros relatos son entonces relatos de este habituamiento. Pero está también la habituación propia de Dios a estar entre los hombres. Al evocar las teofanías del Antiguo Testamento, que él atribuye al Verbo según la tradición antigua, Ireneo no vacila en afirmar: «En efecto, desde el principio el Verbo se había habituado a subir y a bajar para la salvación de los que estaban perdidos»8. Perspectiva antropomórfica, se dirá quizás, pero que nos dice sin embargo algo de Dios: Dios es capaz de hacerse a la medida del hombre y de vivir en sí mismo la contrapartida del habituamiento necesario que él exige del hombre. En el largo diálogo que emprende con la familia humana en su manera de tratar con ella, Dios revela su propio ser. La conversión benévola y amorosa de Dios al hombre es original y está adquirida de antemano, puesto que presidió a la creación y mantiene constante la iniciativa en la obra de la salvación. Pero se reparte en el tiempo y se sitúa pedagógicamente al ritmo de la conversión humana, sin cansarse nunca de su versatilidad, desu lentitud y de sus retrocesos9. Pero hay otro sentido con el que puede hablarse del habituación de Dios. Parte también de una proyección antropomórfica, tal como la liturgia nos hace decir de Dios: «Acuérdate», cuando somos nosotros los que hacemos el esfuerzo de acordarnos de al-
5. /¿>¿¿,IV,21,3. 6. Ibid., V,8, 1. 7. Cf. Ibid. IV, 14, 2. 8. Ibid. IV, 12,4. 9. El tema del «habituamiento»en Ireneo ha sido estudiado porP. Evmux, Théologie de ¡'accoulumance chez Sí.héné.K. S. R. 55 (1967) 5-54.
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guien ante Dios en nuestra oración. Dios, por su parte, se acuerda siempre. Es el habituamiento de la verdadera imagen de Dios en la conciencia del hombre. El hombre pecador se forja espontáneamente una imagen pecadora de Dios. Tiene necesidad de convertir radicalmente en él esta imagen. Conversión del hombre, pero también conversión de Dios mismo en el corazón del hombre. Pues bien, es interesante observar cómo la revelación bíblica atestigua esta lenta conversión de la imagen de Dios- En algunos textos Dios sigue siendo el reflejo del hombre pecador; se porta como él. El relato de la caída original lo demuestra ya, al hacer que Dios tenga ideas celosas sobre el hombre (Gen 3, 22). La rivalidad que impulsó al hombre a hacerse como Dios se proyecta inversamente en Dios mismo que tendría miedo del hombre10. Lo mismo ocurrirá en la orden que dio Dios a Abrahán de sacrificarle a su hijo Isaac. Este habituamiento será largo. ¿Ha acabado de verdad? En todo caso el Verbo no podía encarnarse hasta que un pueblo de la humanidad no se hiciera una imagen justa de Dios, Padre suyo. El Antiguo Testamento es la primera de las preparaciones evangélicas; es una preparación única en su género. El tiempo de las profecías Para el cristiano esta larga historia tiene valor de profecía, en palabras y en actos, de la salvación realizada en Jesucristo. Los textos citados de Ireneo asocian siempre el habituamiento y la profecía. Esto significa que, según la hermenéutica crisiana, los relatos del Antiguo Testamento remiten siempre de una forma o de otra a Jesucristo y deben leerse a la luz del suceso pascual, que quita su velo. Pablo expresó con claridad este principio: «Hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha descorrido, pues sólo en Cristo queda destruido... Cuando se hayan convertido al Señor, entonces caerá el velo» (2 Cor 3, 14-16). Entre la profecía y el cumplimiento funciona un juego de iluminación recíproca. Por un lado, no puedo comprender de verdad el acontecimiento salvífico de Jesucristo más que a la luz de la profecía. Porque entonces no leo ya un acontecimiento bruto, que podría deberse a la contingencia de la historia humana, sino la realización de un designio querido por Dios. Y al revés, la lectura de la profecía sigue siendo oscura cuando no es iluminada por la realización. Por tanto, lo que aquí 10. C f . infra, el análisis de Gen 3, en p . 308-310.
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se propone es una lectura cristiana del Antiguo Testamento. Esta lectura presupone la fe (o al menos la apertura a la fe) en Cristo como en el que lleva el único nombre en que el que hemos de salvarnos. En cada uno de los relatos que leemos intentaremos ver qué es lo que nos dice sobre la naturaleza y el cómo de la salvación anunciada. Las grandes figuras de la salvación Nuestro recorrido atenderá especialmente a los relatos que ponen en escena a los grandes personajes del Antiguo Testamento y que nos presentan a las grandes figuras11, tanto de la persona del salvador como de la realidad de la salvación. Así es como procede también el capítulo 11 de la carta a los Hebreos en su larga enumeración de las figuras de la fe, lista que culmina con la presentación de la fe de Cristo. Haremos así «memoria» (anamnesis) de los grandes acontecimientos que son otras tantas parábolas en acto de un doble movimiento que sigue sin acabarse, ya que el mediador no está todavía allí. Sin embargo, su mediación se esboza ya, por una parte, en el movimiento de Dios que se acerca al hombre, para comunicarse con él: «En efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvéh nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4, 7). Y lo hace, por otra parte, por el movimiento del hombre que busca a Dios a través de las vicisitudes dramáticas del pecado y de la conversión. Porque el relato del pueblo elegido está compuesto de su llamada, de sus faltas y del perdón que recibe de Dios. La mediación está también ya presente con la sola existencia de Israel, pueblo mediador en muchos aspectos, y con el papel privilegiado de sus padres, de los más egregios de sus jefes, de sus sacerdotes y de sus profetas. No cabe duda de que la figura de Moisés, transmitiendo las tablas de la Ley e intercediendo por su pueblo, es lamas cercana a lo que será el papel del único Mediador. Precisamente porque el pueblo es en cierto sentido mediador de la revelación y de la salvación, su relato no es extraño a nosotros: todos los pueblos tienen que reconocerse en él. Es el relato de nuestra historia.
11. «Figura»: este término quiere decir algo así cornoy"parábola que e s al mismo tiempo una experiencia vivida"»: P. BEAUCHAMP, Parler lÉcrilures saints, Seuil, París 1987, 98.
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I. E L RELATO DE ABRAHÁN
La vocación y la fe de Abrahán «Yahvéh dijo a Abrahán: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición. Bendecirá a quienes le bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra". Marchó, pues, Abrahán, como se lo había dicho Yahvéh» (Gen 12, 1-3).
Si Abrahán es llamado por Dios, es que ha sido escogido: su vocación es una elección. Elección absolutamente gratuita, es decir, sin motivo alguno por parte de Abrahán. No sabemos de él nada antes de su elección, a no ser que aparece al final de las genealogías que establecen una continuidad entre el diluvio y el comienzo de la historia sagrada. Por consiguiente, Abrahán no fue elegido en virtud de unos méritos pretendidos. ¿Por qué él y no otro? No hay respuesta para esta cuestión, a no ser ante todo el carácter absoluto del amor de Dios, y luego el hecho de que Abrahán no fue elegido sólo para él, sino para los otros. Así es siempre el don de Dios: no se justifica nunca, lo mismo que en el caso de nuestra creación, por ninguna otra cosa que esté fuera de Dios. Esta gratuidad total de la iniciativa divina indica su carácter absoluto, en el sentido etimológico de la palabra, es decir, sin vínculo alguno con ninguna otra cosa. Ocurre así porque Dios es Dios. ¿Y qué le pide Dios a Abrahán? Una marcha, una puesta en camino, es decir, ante todo la ruptura con su ambiente natal y familiar. Esta separación tiene un valor de conversión. Abrahán tiene que deshabituarse a vivir con un mundo pecador. Deja su modo de vida anterior. Esta partida es además el comienzo de un itinerario, de una peregrinación que no acabará más que con su muerte de expatriado (cf. Gen 23, 4). En adelante, Abrahán se pone en manos de Dios para ser conducido a donde él quiera. Esta obediencia inicial es un acto de fe y se le puede aplicar ya lo que dice el texto en el momento de la conclusión de la alianza de Dios con él: «Y creyó él en Yahvéh, el cual se lo reputó por justicia» (Gen 15, 6). Ya sabemos todo el partido que sacará Pablo de este versículo citándolo de manera privilegiada (Gal 3, 6; Rom 4, 3) para ilustrar su doctrina de la justificación del hombre por la fe sola, sin intervención de las obras.
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Dios escoge a un hombre solo, pero a ese hombre se le promete que se convertirá en un gran pueblo; más aún, que en él se bendecirán lodos los pueblos de la tierra. Se trata de una estructura capital: uno solo, para un solo pueblo, en beneficio de una sola humanidad. Se afirma ya la articulación entre la elección de un pueblo y el designio de la salvación de todos. No olvidemos que Abrahán, en el momento de su elección, no es todavía judío: no es más que un pagano, sacado de una multitud de paganos. «El primer judío es un pagano escogido»12, que forma cuerpo tanto con los paganos como con los judíos. Su destino lo convierte en un puente entre los unos y los otros. En él es en donde se origina desde entonces la diferencia entre judíos y paganos desde su vocación, «el elegido se enfrenta a lo universal»13. Así pues, Abrahán es una persona individual, pero es también un pueblo, que tomará el nombre de Israel, un pueblo cuya misión consiste en hacer que se reanuden las relaciones entre todos los pueblos. El Vaticano II hace esta lectura del acontecimiento: «Al llegar el momento, (Dios) llamó a Abrahán para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gen 12, 2-3). Después de la edad d e los patriarcas, instruyó a dicho pueblo por medio de Moisés y los profetas, para que lo reconocieran a Él como único Dios vivo y verdadero, como Padre providente y justo juez; y para que esperara al Salvador prometido. De este modo fue preparado a través de los siglos el camino del Evangelio» .
Estos son los caminos de Dios que se verificarán en el misterio de Cristo. Del pueblo de Abrahán nacerá Jesús, que llevará a cabo la reconciliación de Israel y de las naciones (cf. Ef 2, 13-17). Uno solo realizará la salvación de todos, reuniendo a un pueblo que será su propio cuerpo. En Abrahán se inaugura la historia de Jesús, y también por tanto la nuestra. Finalmente, Dios habla a Abrahán de bendición. Hoy nos cuesta mucho a nosotros, habituados a ver en este término la señal de la cruz sobre un objeto o una comida, captar el peso de la bendición en el antiguo Oriente y en la Biblia. La bendición es lo que todo padre da a su hijo antes de morir; es lo que le permite vivir en paz con el mundo y consigo mismo y encontrar la felicidad. La bendición es a la vez palabra y don, que toca al misterio mismo de la vida y de su plenitud. La maldición, por el contrario, e s algo 12. P. BEAUCHAMP, Le récit, o.c,205. 13. Ibid. 14. De i Verbum, n. 3.
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atroz: corta la raíz a toda posibilidad de vivir felices, por no decir de vivir sin más. Un hombre maldito es un hombre perdido. Si eso es la bendición de los hombres, ¿qué no será la de Dios? Ser bendecido por Dios es haber encontrado gracia a sus ojos, es gozar de la benevolencia divina, es exactamente ser salvado. Adán en el primer paraíso tuvo la desgracia de perder la bendición divina15. También Caín fue maldecido por su crimen. La bendición de Abrahán, por consiguiente, indica para él la salvación o, por lo menos, la promesa de salvación. Es lo que nosotros llamamos gracia. Dios concede su gracia a Abrahán y promete concedérsela a todos los que a su vez le bendigan. El texto evoca una futura epidemia de bendiciones en un proceso que subraya la solidaridad entre la bendición divina y la bendición entre los hombres. Puesto que Dios bendijo a Abrahán, el nombre de Abrahán se convertirá en una especie de invocación: todos se bendecirán y serán bendecidos por el nombre de Abrahán, el bendito deDios. El nombre de Abrahán se convertirá en un indicativo de la reconciliación entre las naciones que se bendecirán mutuamente y se concederán gracia unas a otras por causa de él. Finalmente el proceso se cierra remontándose a Dios, que a su vez bendecirá a todos cuantos bendigan a Abrahán. «Hay motivos para admirar la actuación de Dios —escribe P. Beauchamp—: puesto que el hombre perdió la unidad al mismo tiempo que la imagen de Dios, no es bendiciendo a Dios como será restaurado, sino bendiciendo uno al otro, bendiciendo el hijo de Adán al hijo de Abrahán. Es entonces cuando Adán volverá a ser uno a imagen de Dios»16. La bendición de Abrahán anuncia también la bendición definitiva de los judíos y de los paganos por Dios en Jesucristo, para alabanza de gloria de su gracia. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3). Es en la invocación del nombre de Jesús donde todo hombre será bendecido por Dios y encontrará la salvación.
15. Cf. P. BEAUCHAMP, Parler d'Ecrilwes, o.c, 96, en donde me inspiro para esta exposición. 16. Ibid.,97.
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La promesa y la alianza11 Abrahán siguió la llamada de la Palabra de Dios, siguió «al Verbo de Dios, haciéndose extranjero con el Verbo a fin de hacerse conciudadano del Verbo», dirá más tarde Ireneo, comentando el seguimiento de los discípulos de Jesús junto al lago18. Creyó en la promesa de Dios. Su camino lo condujo al país de Canaán y luego a Egipto, antes de volver de nuevo al Neguev. Le espera entonces una prueba dolorosa. La promesa que Dios le ha hecho de hacer de él un gran pueblo se ve duramente contradicha por la realidad: no tiene hijos. ¿Acaso no es la descendencia el signo por excelencia de la bendición de Dios? Una prueba profundamente humana: la fidelidad a Dios «no recibe una paga», no da la felicidad esperada. Abrahán se queja discretamente: «Mi Señor Yahvéh, ¿qué me vas a dar, si me voy sin hijos...?» (Gen 15, 2). El tiempo de una paternidad posible ya ha pasado, como lo subraya el segundo relato (sacerdotal) de la alianza con Abrahán. Éste se echa a reír y dice en su interior: «¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? ¿y Sara, a sus noventa años, va a dar a luz?» (Gen 17, 17). En la escena inundada de sol y totalmente patriarcal de la encina de Mambré, en donde Yahvéh se aparece bajo la forma de tres visitantes y habla con Abrahán lo mismo que había hablado con Adán en el paraíso, se nos dice que la misma Sara se echó a reír, pensando en su incapacidad física de ser madre (Gen 18, 12). La repetición narrativa de este detalle muestra la profundidad de la prueba divina: la realización de la promesa de Dios, aquella por la cual se levantó y puso en juego su vida, resulta ahora imposible. Sin embargo, Abrahán cree y espera cuando Dios le reitera formalmente su promesa: «Mita al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... Así será tu descendencia». Abrahán creyó en Dios, el cual se lo reputó por justicia» (Gen 15, 5-6). Con Abrahán comienza la historia de la esperanza bíblica. «Esperando contra toda esperanza —dirá de él san Pablo—, creyó y fue hecho padre de muchas naciones según le había sido dicho: 'Así será tu posteridad'» (Rom 4, 18). En efecto, por tres veces pone Abrahán totalmente su fe en Dios. Cree j espera una primera vez cuando, oyendo la palabra de Dios como hemos visto, se levantó y se puso en 17. Se toman aquí en cuenta tres relatos distintos: el relato «yahvista» d e la promesa y la alianza (Gen 15); el segundo relato «sacerdotal» de la alianza, que menciona la obligación de la circuncisión (Gen 17); y finalmente el relato «yahvista» de l a aparición junto a la encina de Mambré (Gen 18, 1-14). 18. Ireneo, o.c. IV, 5, 3-4.
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camino. Cree y espera por segunda vez, cuando su mujer es estéril y avanzada en años: se fía de la enigmática promesa, tanto tiempo incumplida, de tener un hijo. Escucha a Dios que le dice: «¿Es que hay algo extraordinario para Yahvéh?» (Gen 18, 14). Cree y espera finalmente por tercera vez, aun conociendo la noche de la fe, durante la prueba dramática en que piensa que Dios le pide el sacrificio de su hijo Isaac, lo cual significaría el fin de la promesa. En estas tres circunstancias Abrahán «creyó», es decir, «se afianzó» en Yahvéh; hizo de él su «escudo» (Gen 15, 1). Su fe es la conversión de todo su ser a Dios; es el compromiso concreto de su vida entera. Las cosas llegaron a un punto de maduración suficiente para que Dios le diera a su promesa una expresión solemne y la sancionase con un rito de alianza. Esta nueva situación se inscribe en la sustitución del nombre de Abrán por el de Abrahán. Este nombre nuevo es recreador: expresa que Dios toma posesión de él, al mismo tiempo que le da una investidura. En adelante, el pueblo que nazca de Abrahán será el pueblo de Dios y Dios será su Dios (Gen 17, 8). La promesa tiene un doble contenido: una posteridad numerosa y la posesión del país de Canaán, unos hijos y una tierra. Son dos símbolos proféticos de la salvación: la posteridad vence a la muerte y permite al antepasado sobrevivir en sus descendientes; no quedará borrado su nombre. La tierra prometida, poseída en la paz y la opulencia de rebaños y de cosechas, anuncia la morada de la felicidad eterna. «Gen 12-50 considera toda la época patriarcal como el tiempo de la promesa», y esta doble promesa tiene un primer objetivo: «el nacimiento y la vida del pueblo de Dios»19.
Abrahán, de Isaac y de Jacob, no un Dios de muertos sino de vivos» (Mt 22, 32). La promesa y la alianza: he aquí las dos grandes categorías de la salvación, inauguradas en el reíalo de Abrahán y siempre presentes. La promesa de Dios a su pueblo se mantuvo definitivamente en Jesucristo, de quien es tipo Isaac. En efecto, Pablo ve en Cristo al destinatario último de la promesa: «Las promesas fueron dirigidas a Abrahán y a su descendencia. No dice: 'y a los descendientes', como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo» (Gal 3, 16). En Cristo está siempre viva y activa esta promesa. Estamos salvados a la vez en realidad y en esperanza y la mirada de nuestra fe se ve invitada a dirigirse hacia el futuro, más allá de las pruebas del tiempo, cuando Dios se revele plenamente todo a todos por medio de Cristo. En cuanto a la alianza, ¿no es evidente que estructura toda la historia de la salvación? ¿No gozamos todos de la alianza hecha con Abrahán, una alianza que «no puede ser anulada por la ley, que llega cuatrocientos treinta años más tarde, de tal modo que la promesa queda anulada?» (Gal 3, 17)? Esta alianza manifestó su verdad y se cumplió plenamente en la nueva alianza en Jesucristo. El término de «alianza», con ecos a la vez nupciales y políticos, nos dice el clima de la relación que Dios quiere establecer con el hombre: unas relaciones de solidaridad, de compromiso mutuo, de comunicación benévola, en definitiva de amor. No se trata de nada conflictivo; sin embargo, se trata de unas relaciones entre el Dios santo y los hombres pecadores. Finalmente, el relato de Abrahán es por excelencia el de la justificación por la fe. En ur resumen atrevido Pablo traza la trayectoria que va de la fe de Abrahán a la nuestra: si Abrahán creyó en la promesa, nosotros creemos en Jesucristo. En efecto, Abrahán es
La promesa queda entonces sellada en una alianza que se nos narra dos veces. Por una parte está el rito primitivo durante el cual «un horno humeante y una antorcha de fuego» pasan por medio de los animales que Abrahán había partido por medio. «Aquel día firmó Yahvéh una alianza con Abrahán» (Gen 15, 17-18). Pero la alianza comprenderá también la obligación de la circuncisión, que adquirirá un valor de signo de pertenencia a Dios: «Mi alianza estará en vuestra carne como alianza eterna» (Gen 17, 13). Se establecerá luego con Isaac y continuará con toda la posteridad de Abrahán. Incluso en el Evangelio se llama a Dios «el Dios de
19. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento, I. Teología de las tradiciones históricas de Israel, Sigúeme, Salamanca 1975, 224.
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«padre de todos nosotros, como dice la Escritura..., padre nuestro delante de Aquel en quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean. El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones... En presencia de la promesa divina, la incredulidad no le hizo vacilar, antes bien, su fe le llenó de fortaleza y dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia. Y la escritura no dice solamente por él quelefue reputado, sino también por nosotros, a quienes ha de ser im|utada la fe, a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de éntrelos muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 11-25).
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El relato de Abrahán nos revela así de una forma concreta e imaginada la estructura misma de la salvación en Jesucristo. La intercesión de Abrahán (Gen 18, 16-33) El grito del pecado de Sodoma y de Gomorra subió hasta Dios. Por eso el Señor quiere suprimir estas dos ciudades. Interviene entonces la plegaria de Abrahán, que plantea de antemano la cuestión crucial: «¿De verdad vas a aniquilar al justo con el malvado?» (Gen 18, 23). Esta manera de ver las cosas supone una solidaridad completa entre los hombres: la salvación será para todos o para nadie. ¿Qué es lo que prevalecerá? ¿Hará condenar a los justos el pecado de los impíos? O, por el contrario, ¿la justicia de los buenos salvará a los pecadores? Abrahán comienza entonces su célebre regateo con Dios. Plantea la posiblidad de la presencia de cincuenta justos en Sodoma. La respuesta divina constituye un solemne compromiso en favor de la salvación de todos en razón de un número pequeño de justos: «Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo el lugar en atención a ellos» (v. 26). Así pues, la existencia de unos justos tiene más poder sobre Dios que la multitud de pecadores. Más aún, la justicia de unos tiene un valor salvífico para otros, por encima de toda valoración cuantitativa. De alguna forma la «cólera de Dios» se viene abajo ante el testimonio de la justicia y del amor de algunos hombres. Entonces perdona a todos. Pero Abrahán obtuvo esta promesa forzando la mano. Sabe muy bien que no hay cincuenta justos en Sodoma. Con no pocas precauciones oratorias y pidiendo excusas por su audacia, continúa el regateo y hace bajar progresivamente la cuota sobre la base del mismo principio: cuarenta y cinco, luego cuarenta, treinta, veinte, ¡diez justos solamente! La respuesta divina sigue siendo la misma: por diez justos, Yahvéh no destruirá la ciudad. No es una cuestión de cantidad... Pero entonces, ¿por qué se detuvo Abrahán en tan buen camino?20 ¿Por qué no pasó de cinco a uno? Por su plegaria en nombre de un solo justo, Dios no habría destruido la ciudad. ¿No estaba
20. Cf. R. PAUTREL, Vers toi ils oni crié. La priére dans les récits de VAnden Testament: Suppl. a Vie chrétienne 141-145 (1971-1972) 28.
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allí Lot, cuya justicia se subraya (Gen 19) y que escapó de la catástrofe? La fe de Abrahán no llega hasta el cabo de sí misma. La cantidad sigue teniendo importancia a sus ojos, mientra que pierde lodo su valor a los ojos de Dios, capaz de salvar a todos los demás en razón de uno solo. Por tanto, Abrahán hizo mal en cortar su intercesión. Pero la historia continúa, se dirá: en el relato no se dice nada de ello, pero está perfectamente inscrito en la serie de relatos sucesivos, lo cual constituye una línea básica en la totalidad de la narración. La tradición profética lo comprendió muy bien. Jeremías hace hablar así a Yahvéh a propósito del pecado de Jerusalén: «Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y enteraos; buscad por sus plazas, a ver si topáis con alguno que practique la justicia, que busque la verdad, y yo la perdonaría» (Jer 5, 1; cf. Ez 22, 30).
Del mismo modo, el único Siervo doliente, en Isaías 53, que «no hizo atropello ni hubo engaño en su boca» (v. 9), «justificará a muchos» (v. 11). Su sacrificio, como hemos visto21, es una expiación-intercesión: «intercedió por los rebeldes» (v. 12). Ante la justicia y el amor de uno solo, Dios perdona a todos. Evidentemente, el hilo de estos datos nos conduce hasta Cristo. Abrahán abrió el camino de la fe, pero se paró en él. Fue Jesús el que llegó a su meta. Pero no importa, el principio que nos revela las costumbres divinas está ya puesto: la existencia de un justo puede suponer el perdón de todos. Ya el Siervo doliente es la misteriosa figura profética de Cristo que llevará a cabo la salvación, uno solo por todos. Esto fue precisamente lo que pasó en la cruz. Dios no se desdice. Su desconcertante justicia se mantiene, contradiciendo todos nuestros esquemas de compensación. Es que la justicia y el pecado no se pesan en los platillos de la misma balanza, como si fueran dos mercancías semejantes. La verdadera justicia es omnipotente, sea cual fuere el peso del pecado. Esa es precisamente la lógica de la salvación realizada por Jesús, que está ya actuando en el pintoresco relato de la intercesión de Abrahán.
21. Cf. tomo I, 321-326.
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El sacrificio de Isaac, figura de la cruz (Gen 22) Isaac es el hijo de la promesa, el hijo tan esperado y concedido por una intervención maravillosa de Dios. Por él es por quien habrá de realizarse la bendición recibida por Abrahán; él le permitirá convertirse en una gran nación. Y he aquí una nueva prueba, totalmente incomprensible, ya que va en contra de todo el designio de Dios. «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga» (Gen 22, 2)... Y Abrahán obedece. Prepara todo lo necesario y carga la leña del holocausto sobre los hombros de su hijo Isaac, del mismo modo que Cristo cargará algún día con su cruz hasta el Calvario. El relato hace vislumbrar una emoción intensa, cuando el pesado silencio entre el padre y el hijo se rompe por este breve diálogo: «¡Padre! Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? -Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». «Y siguieron andando... los dos juntos» (Gen 22, 7-8). Abrahán no vacila en llegar hasta el fin de su cruel misión. Pero en e\ momento en que levanta el cuchillo, el ángel de Yahvéh detiene su brazo diciéndole: «No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no has negado tu hijo, tu único» (v. 12). Y Yahvéh provee efectivamente la víctima, que será un carnero. Renueva su bendición y su promesa a Abrahán, en virtud de su obediencia, de una forma más solemne todavía. Las analogías con la pasión de Cristo, es decir, el juego contrastado de semejanzas y diferencia, han fascinado a la tradición, que se ha complacido en identificar al monte Moria con la colina de Sión: de este modo el lugar del sacrificio de Isaac fue también el de Cristo. Sin embargo, al lector moderno le choca esta orden de un dios Moloc que pide sacrificios humanos. El mismo redactor debió sentirse impresionado por ello, puesto que siente la necesidad de decirnos que «Dios tentó a Abrahán» (v. 1), a fin de tranquilizarnos: la primera orden de Dios no representa su verdadera voluntad. Se trata tan sólo de una prueba para ver si... Pero ¿qué padre humano se permitiría una estratagema tan cruel? Esta prueba ¿no corre acaso el peligro de mantener y hasta de autentificar una imagen de Dios no solamente terrible, sino perversa? Este relato está de hecho «sobredeterminado», es decir, que en él se sobrepone un juego complejo de significaciones en diversos niveles. Todo radica en la relación de las dos palabras atribuidas a Dios: la orden de sacrificar a Isaac y la orden de no hacerle nin-
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gún daño. Dios parece contradecirse pidiendo primero una cosa y luego su contrario. La verdad del relato está en su relación22. 1. Empecemos por lo más claro: la verdad última del relato es que Dios no quiere la muerte del hombre, sino su vida; que Dios no se parece a las divinidades cananeas que exigían sacrificios humanos y que el pueblo hebreo, en un primer tiempo, intentó practicar a imitación de sus vecinos. Se trata de provocar la conversión de Abrahán que al principio parece admitir que Dios puede exigirle ese sacrificio. Abrahán necesitaba hacer la experiencia concreta de que Dios no quería la muerte de su hijo. Esta enseñanza es decisiva y prohibe de manera absoluta cualquier interpretación de la cruz según la cual el Padre habría querido directamente la muerte de su propio Hijo, Jesús. El que rechazó la inmolación del hijo de Abrahán, ¿podía querer acaso la de su propio Hijo? Gregorio de Nacianzo lo había dicho hace ya mucho tiempo: «¿Por qué la sangre del Hijo único iba a ser agradable al Padre, que no quiso aceptar a Isaac cuando lo ofreció Abrahán en h o l o causto, s m o que sustituyó este sacrificio humano por el de u n carnero? ¿No es evidente que el Padre acepta este sacrificio, no p o r que lo exija o porque tenga alguna necesidad de él, sino p a r a realizar su designio: era menester que el hombre fuera santificado por la humanidad de Dios, era menester que él mismo nos liberase triunfando del tirano por su fuerza, que nos llamase a él por m e d i o de su hijo... Esto es lo que se nos dice de Cristo; que todo lo demás quede Tespetado con nuestro silencio» .
Entonces la voluntad de muerte viene de otro lado: viene de la conciencia espontánea de Abrahán que, sea cual fuere su sufrimiento de padre, no ve ninguna dificultad religiosa en que Dios le dé una orden tan cruel. Está a cien leguas de él oponer una «objeción de conciencia». Como sus contemporáneos, concibe a Dios a imagen de los hombres y le atribuye una violencia que considera normal. El relato es el testimonio de esta proyección primitiva (y todavía demasiado actual) sobre Dios del impulso de muerte que anida en el hombre. Traduce la experiencia dolorosa de Abrahán, que pasó de esta imagen pagana de Dios a la concepción
22. Cf. P. BEAUCHAMP, Paier d'Ecritures, o.c, 56. 23. GREGORIO DE NACIANZO, Oratio 45, 22: PG 36, 654; este texto ha sido señalado por R. Girard, que lo cita en Eimisterio de nuestro mundo, Sigúeme, Salamanca 1982, 264.
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convertida de un Dios único, totalmente distinto del hombre, lleno de cariño y de amor. 2. Pero este primer efecto de sentido, por capital y decisivo que sea, no lo dice todo. No da cuenta del hecho de que la Biblia atribuye la contradicción a Dios y hace de la orden de muerte una palabra de Dios mismo. Tampoco basta con pensar que Abrahán se figuró esta orden porque vio a los paganos sacrificar a sus hijos a los dioses. Una tradición judía quiere que Abrahán se engañó «confundido por el doble sentido del verbo 'ofrecer en holocausto', que puede significar también 'hacer subir'» 24 . Abrahán habría recibido una orden de Dios, pero la habría comprendido mal. Sea de ello lo que fuere, la conversión de Abrahán no se produjo a través de una enseñanza especulativa, sino a través de la prueba de la noche. «La Biblia prefiere ver en el error de Abrahán una palabra de Dios, segura de que Dios habla en Abrahán, de que Dios está presente en Abrahán, incluso cuando Abrahán parece estar lejos de Dios»25. La pedagogía de la revelación bíblica no vacila en atribuir a Dios ciertos comportamientos que son el reflejo del corazón pecador del hombre. Dios no es así, pero el error de la imagen se inscribe en un relato que tiene precisamente el significado de que hay que cambiarla y convertirla. Recojamos esta interpretación de P. Beauchamp: «En el hecho de que hay dos palabras y dos tiempos yo veo el signo de Dios. Por eso es posible superar una imagen idolátrica del sacrificio y una imagen idolátrica del amor. Cuando Abrahán, en el momento, oye decir: 'Yo quiero, por amor, que tu hijo viva', corre el mismo peligro de hablarse a sí mismo, en soliloquio, que en el primer tiempo. Al contrario, la sucesión de los dos tiempos revela que el amor según Dios supera y fundamenta el amor según Abrahán»26. Por eso fue menester que Abrahán pasara por estos dos tiempos para conocer a Dios de verdad. Mutatis mutandis, cada uno de los cristianos recibe también la invitación a atravesar estos dos tiempos, para no hacerse del amor de Dios una imagen a su manera. Esta es la pedagogía de un Dios cuyo Amor es fuerte como la muerte.
24. Cf. P. BEAUCHAMP, Parler d'Ecritwes, 57-58. 25. Ib'íd., 57. Cf. infra, el análisis del Gen 3, que muestra el punto de partida de la perversión por el hombre de las relaciones de comunicación que Dios quiere establecer con él y, consiguientemente, de la imagen misma de Dios: 326-328. 26. Ibid., 58.
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3. Pero hay más todavía. Sea cual fuere el error de Abrahán (hoy hablaríamos de un error invencible que deja al hombre en la buena fe), lo cierto es que obedeció a una orden que le hacía sufrir en lo más vivo y querido que tenía, su hijo. No sólo es una orden cruel, sino un contrasentido: ¿qué ocurrirá con la promesa si Isaac muere? Obedeciendo esta orden sin fallos, pero no sin corazón, Abrahán entra en la noche de la fe. Pasa por la experiencia demasiado humana del sin-sentido de la vida y del mismo Dios. Pero su fe no vacila. Si Pablo ha subrayado la fe de Abrahán en el momento de la alianza que Dios establece con él (Rom 4), la carta a los Hebreos la destaca especialmente en este episodio: «Por la fe Abrahán, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto al cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia de tu nombre. Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura» (Heb 11, 17-18). El autor traza una línea atrevida a través de toda la historia de la salvación, uniendo el comienzo con el fin. La obediencia de Abrahán estaba ya impregnada por la fe en la resurrección. La epístola de Santiago completará esta idea —con una nota polémica contra ciertas interpretaciones de la doctrina paulina—, subrayando que la fe de Abrahán en este episodio no vaciló en llegar hasta las obras, sin las cuales la fe sería inoperante: «Abrahán nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su perfección? Y dio pleno cumplimiento a la Escritura que dice: 'Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia' y fue llamado amigo de Dios» (Sant2, 21-23). 4. Finalmente, Avahan vivió de algún modo en su carne el paso de una concepción peligrosa y ambigua del sacrificio a una concepción totalmente espiritual. Efectivamente, en el primer tiempo, sea cual fueresu error sobre el contenido de la orden recibida, Abrahán se ve invitado a expresar la prioridad absoluta d e su amor a Dios sobre el p e tiene a su hijo. Este es el verdadero sacrificio. Abrahán no vacila en ofrecer a su hijo a Dios, en entregárselo. Y se le feliciía precisamente por eso: «Ahora ya sé q u e tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único» (v. 12). Este verdadero sacrificio no tiene necesidad de la inmolación: es el don de la libertad y del corazón, es la respuesta amorosa al Dios que lo ha dido todo. Abrahán, y nosotros con él, s o m o s invitados de este modo a pasar de la idea del sacrificio sangriento
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al sacrificio espiritual, pero ciertamente real, porque se vive en nuestra existencia. Este sacrificio se confunde con su fe e inspira toda su conducta. Todo esto se le imputó como justicia y lo puso en comunión de salvación con Dios. 5. El sacrificio de Isaac no revela en definitiva todo su sentido más que en relación con la cruz. Sin embargo, aparentemente, su referencia parece estar poco presente en el Nuevo Testamento, mientras que el judaismo lo meditó y comentó ampliamente y este tema estaba muy presente en tiempos de Jesús. Pero mirando más de cerca las cosas, se descubren no pocas alusiones que ponen en relación este relato bíblico con el sacrificio de Jesús27. Muchos exégetas opinan que para el Nuevo Testamento la obediencia de Abrahán prefigura la de Jesús (Rom 9, 7ss; Gal 4, 28). Igualmente, cuando Pablo nos dice que Dios «no perdonó ni a su propio Hijo» (Rom 8, 32), está evocando el sacrificio de Isaac. O también, «el cordero de Juan designa por alusión y temáticamente a Isaac»28. Finalmente, la respuesta de Abrahán a su hijo: «Dios proveerá el cordero para el holocausto», permite pensar que «la víctima persona no está dada todavía» y designa «esta ocasión como la preparación del sacrificio de Jesús»29. «El targum de Gen 22,8 parece estar también en el trasfondo de 1 Pe 1, 19-20: «(Habéis sido rescatados) con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros»30. Pero la situación da un giro desconcertante. No es ya el hombre el que ofrece a un hijo como sacrificio a Dios, sino Dios que da a su propio Hijo en sacrificio por el hombre. La voluntad de muerte no es ya la pretendida voluntad de Dios, sino la otra, muy real, de los hombres. El Moloc injusto que quiere la sangre es el hombre, como era un hombre el que se imaginaba que Dios podía exigir la sangre de su hijo. Esta vez no habrá ninguna sustitución y Dios podía exigir la sangre de su hijo. Dios hará por amor al hombre lo que le pidió al hombre. E s verdaderamente él el que proveerá la víctima para el holocausto. Tales son la revelación y el cumplimiento último de lo que se expresaba en la sustitución de Isaac por el carnero. Se han invertido por completo los papeles.
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La perversión consistiría en ver en Dios ante la cruz el equivalente a un Abrahán que esta vez haría caer el cuchillo sobre su hijo. Hay ciertamente un parecido, pero se refiere a algo muy distinto: «Por amor Abrahán entrega a su hijo; por amor Dios da a su Hijo»31. El sacrificio de Isaac es finalmente una resurrección, fuente de bendición que abre hacia el nacimiento (resurrección) de un pueblo, el de la alianza en Abrahán. Igualmente el sacrificio de Cristo funda el pueblo de la promesa. Pablo establece este vínculo: «Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la promesa» (Gal 4, 28; cf. Rom 9, 7). El sacrificio del monte Moria es la parábola del sacrificio de Jesús: sus efectos de sentido se conjugan y se confirman. Tanto en un caso como en el otro se trata de una historia de entrega y de amor. «Abrahán vio mi día» El lugar de Abrahán es tan grande en la historia de la salvación que Ireneo lo celebró con entusiasmo. Siguiendo a Jesús, invoca la trilogía del «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» para mostrar que Dios no es el Dios de muertos, sino el de vivos. Por eso los padres y los patriarcas viven para Dios y son ya «hijos de la resurrección» (Le 20, 36). Ireneo comenta también las palabras extraordinarias de Jesús en san Juan: «Vuestro padre Abrahán se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). Para él la exultación de Abrahán coincide con la de la virgen María en su Magníficat y recorre toda la historia de la salvación en ambos sentidos: «La exultación de Abrahán descendía de este modo en sus d e s c e n dientes q u e velaban, que veían a Cristo y que creían en é l ; pero esta m i s m a exultación volvía también sobre sus pasos y se r e m o n taba de l o s hijos de Abrahán, que había deseado ya ver el d í a de la venida d e Cristo» 32 .
Así pues, Abrahán siguió al Verbo de Dios. Y he aquí el comentario del sacrificiode Isaac: «Con r a z ó n finalmente nosotros, los que tenemos la m i s m a fe de Abrahán, tomando nuestra cruz como Isaac lomó la leña, s e g u i m o s a e s e mismo Verbo. Porque, en Abrahán, el h o m b r e había
27. Cf. el dossicr presentado por M. DENEKEN, Le salul par la croix dans lalhéologie catholique contemporaine (1930-1985), Cerf, París 1988, 221-225. 28. M. DENEKEN, O. C, 222.
29. Ibid., 223. 30. Ibid., 221.
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31. Ibid., 140. 32. IRENEO, o. c , IV, 7,1.
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aprendido de antemano y se había habituado a seguir al Verbo de Dios: en efecto, Abrahán siguió en su fe el mandamiento del Verbo de Dios, cediendo con diligencia a su hijo único y amado en sacrificio a Dios, para que Dios consintiera también, en favor de toda su posteridad, entregar a su Hijo amado y único en sacrificio por nuestra redención» .
Ireneo vio muy bien el admirable intercambio de amor que se perfila a través de la aproximación de las dos escenas: Abrahán entrega su hijo a Dios, para que Dios nos dé a su Hijo. La salvación es un admirable intercambio de comunicación entre Dios y el hombre. Ireneo tampoco se olvida de que, si nosotros tenemos la misma fe que Abrahán, debemos portarnos como él con Dios. Abrahán es cada uno de nosotros. José, figura de Jesús Tras el largo ciclo de Abrahán y el ciclo mucho más breve dedicado a Isaac, el Génesis acaba el ciclo de Jacob con el relato de José vendido por sus hermanos, una historia de familia conmovedora y dramática. José es objeto de la envidia de sus hermanos debido a sus sueños proféticos. «Conspiraron contra él para matarle... "Ahora, pues, venid, matémosle y echémosle en un pozo cualquiera"» (Gen 37, 18-20). Luego, retractándose de su primera idea, lo venden a una caravana de ismaelitas «por veinte piezas de plata» (v. 28). Ésta es la reacción espontánea de los pecadores ante la inocencia y la justicia. También Jesús será desde el comienzo de su ministerio el objeto de un complot de muerte; también él será entregado y vendido a los paganos por treinta denarios. Pero la relación de fuerzas va a cambiar. José, revendido en Egipto, adquiere poder en la corte del faraón descifrando sus sueños. Primer ministro del faraón, organiza la economía del reino guardando reservas de trigo para los años de hambre. Y he aquí que sus hermanos, acuciados por el hambre, bajan a Egipto a comprar grano. La primera reacción de José puede sorprendernos. Consiste en poner a prueba repetidas veces a sus hermanos. Los trata de espías. Empieza por meterlos en la cárcel. Acepta por fin darles grano, pero se queda con uno de los hermanos en rehén. Sobre todo, exige la venida a Egipto en el próximo viaje de Benja-
33. Ibid., IV, 5,4.
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mín, el hijo más pequeño de Jacob. Al volver sus hermanos acompañados de Benjamín, organiza una escena en dos cuadros: por una parte, los recibe con consideración y les hace comer en su presencia, pero por otra parte oculta su copa de plata en el saco de Benjamín, para poder luego acusarle de robo y fingir que se queda con él como esclavo. Muy pronto los hermanos comprendieron que esta serie de vejaciones era su expiación: «A fe que somos culpables contra nuestro hermano, cuya angustia veíamos cuando nos pedía que tuviésemos compasión y no le hicimos caso. Por eso nos hallamos en esta angustia» (Gen 42, 21). José les hace revivir la escena de su pecado. Les hace vivir en situación inversa la forma con que se separaron de él, imponiéndoles la separación de Benjamín. Sobre todo les hace revivir el sufrimiento que habían impuesto a Jacob por aquel crimen, imponiéndoles una vez más la responsabilidad de arrebatar un hijo, el más pequeño, a su padre. Hay aquí todo un proceso de retorno al acontecimiento del mal, a fin de darle la vuelta mediante la confesión, el arrepentimiento y la reparación. Éste es el sentido de su «expiación». Pero por parte de José no se trata ni mucho menos de una venganza, ni de la pena del talión. El relato está embebido de una emoción tanto más fuerte cuanto que se oculta por ambas partes. En su forma de tratar a sus hermanos, José se hace violencia a sí mismo. Llora en varias ocasiones, pero se aparta para que no lo noten (42, 24), especialmente cuando ve de nuevo a Benjamín: «José tuvo que darse prisa, porque le daban ganas de llorar de emoción por su hermano, y entrando en el cuarto lloró allí. Luego se lavó la cara, salió y conteniéndose dijo: "Servid la comida"» (43, 30-31). El sufrimiento que impone a sus hermanos, e indirectamente a su padre, es también un sufrimiento para él mismo. Es el precio de un afecto familiar que hay que recobrar en toda su verdad, el precio de la «curación» de sus hermanos. No se trata de un castigo que tuviera su fin más que cuando cura verdaderamente al ofensor. Llega entonces la hora del reconocimiento. El diálogo entre los hermanos conoce tal intensidad que José no puede ya contenerse: «se echó a llorar a gritos» (45, 2), y confesó: «¡Yo soy José!...Vamos, acercaos a mí... No os pese mal, n i os dé enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas m e envió Dios delante de vosotros... Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación. O sea que no fuisteis vosotros
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los que me mandasteis acá, sino Dios, y él me ha convertido en padre de Faraón...» (Gen 45, 3-8).
Ésta es la interpretación que da José del acontecimiento: tras el proyecto de mal que viene de los hombres, está Dios conduciendo las cosas en un proyecto de salvación. Después de la muerte de Jacob, se mantiene la actitud de benevolencia de José para con sus hermanos. Les dice de manera más explícita todavía estas palabras con que casi termina el libro del Génesis: «No temáis, ¿estoy yo acaso en vez de Dios? Aunque vosotros pensaisteis en hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis» (Gen 50, 19-21).
La historia de José es una parábola en acto de la salvación traída por Cristo. No solamente José es una figura de Jesús, que perdona a sus verdugos en un amor más fuerte que la mala voluntad de sus adversarios, sino que la interpretación que él da a su propia historia es una revelación profética de lo que pasó en la cruz. Es en el corazón mismo del proyecto de muerte y de mal que viene de los hombres, donde la providencia divina interviene para dirigir las cosas hacia la salvación. No hay ninguna confusión entre los dos proyectos, ninguna valoración equívoca o justificación a posteriori de la acción de los hermanos de José. Pero Dios lo asume todo en su propio designio. Y este designio se realiza por una mediación, la de José, que leyó el acontecimiento bajo la mirada de Dios y que, lejos de entregarse a una venganza natural contra sus hermanos, les conserva su afecto y les perdona. Esta lectura «convertida» hace de José el mediador de la salvación de su familia en tiempos de hambre. José transformó un mal cometido contra él por sus hermanos en un mal padecido por su bien. Con su actitud convirtió a sus hermanos y vivió con ellos una auténtica reconciliación. La acción de Dios, transcendente respecto al proyecto de los hombres, pasa sin embargo por la libertad de un hombre, una libertad de perdón, de servicio y de amor, que convierte a su vez la libertad de sus hermanos. José se hizo para ellos «causa de salvación». Es exactamente lo mismo que ocurrió en la cruz. La historia de José n o s anuncia de veras este giro paradójico. Evita todo cortacircuito en la interpretación del sufrimiento y de la muerte. Mucho más tarde Pablo será el testigo de esta misma lógica, cuando diga que s u arresto y su proceso, es decir, lo que le ha sucedido «ha contribuido más bien al progreso del Evangelio» (Flp 1, 12).
II. EL RELATO DE MOISÉS, MEDIADOR DE LA ALIANZA
La historia de los patriarcas pertenece a la prehistoria del pueblo elegido. Abrahán, el pagano elegido por Dios, es portador de la promesa del nacimiento de un gran pueblo. Esta prehistoria es por tanto fundadora de la historia de la salvación. Pero el pueblo será verdaderamente constituido como pueblo elegido por su liberación del país de Egipto bajo la dirección de Moisés. Instalados en Egipto bajo la protección de José, los hijos de Jacob, llamados en adelante hijos de Israel, se multiplican hasta el punto de ser considerados como un peligro para Egipto. Con el correr de los años, viene un nuevo Faraón, «que nada sabía de José» (Ex 1, 8). Ha terminado el tiempo de la benevolencia para el pueblo hebreo; comienza el de la opresión y la esclavitud. El pueblo vive entonces una de las situaciones características34 de la existencia humana, en la que se traduce la necesidad radical de una salvación. Es entonces cuando Dios suscita a Moisés, que será el «mediador» de la alianza del Sinaí. Moisés salvado de las aguas: el mediador de nacimiento La orden del faraón es formal: los hijos varones de los hebreos han de morir apenas nacidos. Por eso la madre de Moisés hace todo lo posible por salvar a su hijo de la muerte: lo coloca en un cesto entre las cañas cercanas a la orilla del río. Aquella cuna frágil, flotando sobre las aguas, recuerda el arca de Noé en el momento del diluvio. Las dos serán para sus habitantes un arca de salvación. La hija del faraón viene a bañarse al río y se conmueve ante los lloros del niño. Reconoce en él a un pequeño hebreo. A pesar de lodo, quiere salvarlo, sacándolo de las aguas. Funciona la estratagema ideada por la madre de Moisés: la hija del faraón le confía el niño a su hermana, que andaba por allí viendo lo que pasaba, para que pueda darle el pecho su propia madre. Una vez más Dios saca el bien de un designio de mal concebido por los h o m bres, hace de un proyecto de muerte un instrumento de salvación. Así creció Moisés, hijo de dos madres, una judía y una pagana, ya que la hija del faraón lo trató como un hijo y le dio su nombre, que es un acto parental por excelencia (cf. Ex 2, 10). Así p u e s , Moisés es a la vez hijo de Israel e hijo de Egipto35. En su n a c i 34. Cf. tomo I, 24-25. 35. Cf. P. BEAUCHAMP, L'un el iautre teslament, 2. Accompiir les Écrilures, Seuil, París 1990,267.
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miento simboliza e inaugura secretamente la existencia de un solo pueblo, reconciliado a partir de dos pueblos enemigos, que será la obra propia de Jesús (Ef 2, 15-17). Él, el mediador de la liberación de Israel, «fue salvado... por una egipcia»36. Más tarde, se ve obligado a desterrarse al país de Madián para vivir como emigrante; se casa allí con una pagana. Su vida se desarrolla entre las dos partes en la frontera que separa a los judíos y a los paganos. Así, desde su cuna y desde su juventud, Moisés es ya mediador entre los hombres divididos. Por vocación va a serlo entre Dios y los hombres. Aunque en el Antiguo Testamento no se le aplica a Moisés el nombre de mediador —el hebreo no conoce este término, sin duda por respeto a la trascendencia divina y por miedo a una contaminación con las divinidades intermedias de las mitologías paganas—, el Nuevo Testamento no tiene reparos en darle este título (Gal 3, 19): la Ley fue promulgada por manos del mediador Moisés, en analogía profética con el único Mediador de la alianza nueva (Heb 9, 15; 12, 24), mejor (Heb 8, 6) y definitiva (cf. 2 Cor 3). La vocación de Moisés: la zarza ardiendo (Ex 3) La infancia de Moisés estuvo marcada por signos anunciadores de una elección. Pero la vocación y el envío a la misión de Moisés tienen lugar con ocasión de la teofanía de la zarza ardiendo. La revelación de Dios sobre sí mismo y la iniciativa de comunicación y de salvación van a la par. El ángel de Yahvéh, es decir, Yahvéh mismo bajo la forma con que se aparece a los hombres, se manifiesta a Moisés en la montaña del Horeb. Toma la figura de una llama de fuego que brota de una zarza que no se consume. El misterio propio del fuego, a la vez visible e inmaterial, lo convierte en una manifestación de lo indecible. El fuego es por tanto una expresión de la gloria y de la santidad absoluta de Dios, ante quien Moisés tiene que quitarse las sandalias como signo de respeto y de adoración. A partir de los gestos de los dos coloquiantes, el diálogo se desarrolla según la fórmula de la llamada-respuesta, característica de la vocación así como de toda relación de base entre Dios y el hombre: «¡Moisés, Moisés! —¡Heme aquí!» (Ex 3, 4). Dios se da a reconocer entonces como «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob». Y Moisés se cubre el rostro, por miedo a que su mirada se fije sobre Dios, ya
36. Ibid.
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que una criatura no puede ver a Dios sin morir. Toda la escena está marcada por una tensión entre la trascendencia absoluta de Dios, a quien el hombre no puede conocer ni puede acercarse, y el deseo de Dios de estar cerca, de manifestarse, de darse a conocer. Dios habla y anuncia su designio de salvación para su pueblo oprimido bajo la vara de los egipcios. Va a librarlo y a conducirlo a una tierra prometida, a un país próspero y feliz. Es aquí donde se inaugura, bajo la forma de promesa, el gran tema de salida de Egipto, que se convertirá en el acontecimiento fundador por excelencia de Israel, en el corazón de su confesión de fe y en el paradigma de la salvación en todo el Antiguo Testamento. Dios será siempre para su pueblo el que le hizo salir de la servidumbre de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso. Moisés será el realizador y mediador de este proyecto, mediador entre el pueblo y el faraón a quien Dios le envía, pero en definitiva mediador entre Dios y los hijos de Israel. Así, pues, Moisés queda investido de una misión tremenda que debe hacer callar todos sus miedos y vacilaciones. Porque esta misión es el objeto de un compromiso decisivo del mismo Dios: «Yo estaré contigo» (Ex 3, 12). Esta palabra, que Dios repetirá a Josué (Jos 1, 15), a Jeremías (Jer 1, 8), que será tematizada en el libro de Emmanuel, «Dios con nosotros» (Is 7, 14), aparece también en el Nuevo Testamento: el ángel se la dice a María (Le 1, 28) y Jesús a sus discípulos antes de abandonarles (Mt 28, 20). Revela algo de la identidad misma de Dios. Este compromiso será muy concreto. La continuación del relato nos dice que Moisés intentará excusarse, con el pretexto de que no tiene soltura de palabra. Atreverse a hablar a un poderoso es asumir un riesgo muy grave. Moisés tiene miedo y se pone a balbucear... Le ayudará entonces su hermano Aarón. Pero sobre todo Yahvéh estará con ellos: «Yo estaré en tu boca y en la suya y os enseñaré lo que habéis de hacer» (Ex 4, 15). Jesús, el Verbo hecho carne, les dirá eso mismo a los que llame a ser testigos suyos ante los tribunales (Le 21, 14-15). Moisés y su hermano Aaron son constituidos de este modo mediadores de la Palabra misma de Dios ante el faraón en beneficio de su pueblo. También el Deuteronomio h a r á por excelencia de Moisés aquel que habla. Se pone en sus labios toda la historia de la liberación de Egipto bajo la forma de tres grandes discursos. Moisés hace el relato de la historia que él ha llevado a cabo. Mediador de la salvación, lo es también d e l «verbo». Es el gran profeta que anuncia al profeta definitivo: «Yahvéh, tu Dios, suscitará de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis» (Dt 18, 15).
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Dios llamó a Moisés por su nombre. ¿Podrá hacer Moisés lo mismo con el nombre de Dios? Como si no le bastase estar seguro de tener que habérselas con el Dios de los padres, se atreve a preguntar su nombre a Dios, a fin de apoyar con ello su autoridad ante el pueblo. Pregunta tremenda, ya que el nombre equivale a la persona: conocer el nombre de alguien es en cierto modo tener poder sobre él. En algunas religiones el nombre de Dios autoriza un uso mágico. En todo caso, nuestro relato intenta claramente inscribir la novedad de la revelación presente en la continuidad de las revelaciones anteriores del Dios de los padres, de Abrahán, de Isaac y de Jacob37. La respuesta de Dios, que se resume en el tetragrama de Yahvéh (YHWH), «Yo soy» (Ex 3, 14)38 no puede traducirse más que haciendo una opción interpretativa. La tradición cristiana, siguiendo a los Setenta, ha visto en él la revelación metafísica del ser mismo de Dios. También se ha comprendido esta fórmula como una negativa a responder. Sin entrar aquí en el juego de todas las interpretaciones, es posible descubrir algunos elementos de significación a partir de la ambigüedad misma de este nombre. Por una parte, Dios ofrece su nombre, se da a conocer de una forma nueva y pide que se le invoque en adelante, de generación en generación, con esta palabra; pero por otra parte Dios se niega también a responder con claridad, ya que su transcendencia y su santidad no pueden permitirlo. «Moisés —escribe H. U. von Balthasar— se encuentra de este modo en una dialéctica dramática, entre conocer y no-conocer. Él conoce a un Dios de la tradición, pero no sabe que está presente aquí, ni quién es (cómo se llama). Y como —pensando en su misión— pregunta por su nombre, recibe una respuesta dialéctica; uno de los nombres es una denominación sin contenido evidente, el otro nombre comprende en sí la promesa de una manifestación de Dios a través de su libre obrar por el pueblo, pero evita la denominación precisa»39. Dios se revela como un sujeto personal, como un «Yo» que habla y actúa. Dice que «está presente», que «está ahí» para el pueblo40, lo mismo que le había dicho ya a Moisés: «Yo estaré contigo», y es de este modo como revela algo de su esencia transcendente. El
37. Cf. G. VON RAD, O. C, 235. 38. Este relato elohísta hace del nombre de Yahvéh el objeto de una nueva revelación, a pesar de que este término se encuentra ya en los relatos patriarcales llamados «Yahvistas». 39. H. URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, 6. Antiguo Testamento, Ed. Encuentro, Madrid 1988, 37. 40. Cf. G. VON RAD, O. C, 235.
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sentido de este nombre se explicitará más tarde en otra teofanía, cuando Dios se nombre a sí mismo: «Yahvéh. Yahvéh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad...» (Ex 34, 6). Podemos concluir por consiguiente: «El hecho de que Dios se exprese lo hace innombrable y accesible, e igualmente revela su ser incomparable y su inaccesibilidad»41. Lo que es interesante en todo este relato es que la revelación de lo que es Dios en sí mismo se hace a partir de la revelación de lo que es Dios para su pueblo. El es el que «está con», el que ama y el que salva. No solamente la revelación de Dios coincide con la comunicación que hace de sí mismo para la salvación de su pueblo, sino que esta revelación es en sí misma una comunicación y un don de sí mismo. «Entregando» su nombre, Dios «se entrega» personalmente. Por otra parte, el beneficiario privilegiado de esta revelación es por eso mismo el objeto de una elección y es enviado en misión. El Nuevo Testamento nos ofrece cierto paralelismo de este relato con la escena evangélica de Cesárea de Filipo. Como base del envío en misión privilegiada de Pedro, está la revelación que hace el Padre de la identidad de Jesús. Hay también un cambio de nombre. Simón proclama: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16); y Jesús le dice a Simón: «Tú eres Pedro» (v. 18), proclamando la identidad nueva que le confiere un nuevo nombre. Se compromete a estar con él. En los dos casos la revelación se ordena a la comunicación y a la misión; en los dos casos Dios se manifiesta y se da para la salvación de los hombres. La liberación de Egipto, gran parábola de la salvación «El libro del Éxodo es una parábola a la vez de la salvación y del juicio final. Es el libro no solamente de la elección de Israel, sino del juicio de las naciones, entre las que está Israel. Parábola: esta palabra no significa 'invención', 'ficción', aunque haya una dosis importante de expresión poética más que histórica en este antiquísimo relato, remodelado a través de muchas generaciones. Todo el libro se basa en la experiencia vivida por un pueblo. E s una parábola y es una experiencia. Como dice Pablo: "Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos
41. H. URS VON BALTHASAR, O. C, 55.
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llegado a la plenitud de los tiempos" (1 Cor 10, ll)» 42 . Este acontecimiento fundador en la historia de Israel es por excelencia la parábola en acto de la salvación, es decir, su realidad y su signo a la vez. Las dos grandes imágenes bíblicas de la salvación están presentes en ella. Por una parte, el pueblo está en peligro de muerte, ya que el faraón quiere suprimir a todos sus hijos varones; teme por su vida y por su supervivencia. Por otra parte, está en manos de un pueblo opresor que va endureciendo sus exigencias de día en día; ha perdido la libertad. Bajo estos dos aspectos se atenta contra la imagen de Dios en el hombre. Se hace urgente la salvación. Esta parábola es realidad, ya que el pueblo se ve libre realmente de la servidumbre; será conducido hacia la tierra prometida beneficiándose de la alianza de Dios; es admitido por tanto en la «sociedad de Dios». Esta realidad, a la vez personal, social, política y religiosa, es evidentemente limitada y provisional. Pero la parábola dice mucho más, ya que es igualmente símbolo; simboliza ya la salvación total para el pueblo que vive de ella. En la realidad tan concreta de los dones de Dios, lo que está en cuestión es efectivamente lo Absoluto de la vida y de la felicidad en Dios y es eso lo que se espera y en lo que se piensa de forma encubierta. Nosotros sabemos, por ejemplo, que ciertas causas puramente terrenas en su objetividad pueden ser objeto de una asunción tan total por parte de una libertad humana que ésta realiza con esta ocasión la experiencia del Absoluto, llegando incluso hasta el don de la vida. Mucho más, cuando esta causa y esta experiencia son efecto del don de Dios. Esta parábola es al mismo tiempo profecía de salvación. Por eso, cada una de las etapas de este acontecimiento abunda en una multitud de símbolos en los que vamos a detenernos, siguiendo el ejemplo del mismo Nuevo Testamento, que lee en el paso del mar Rojo la figura del bautismo. La cosecha de «efectos de sentido» debe ser aquí especialmente abundante.
pero cuando la plaga se aleja se desdice de lo prometido. Entre tanto, las condiciones de la fabricación de ladrillos se han hecho más duras y el pueblo se queja de Moisés y de Aarón. El mediador se ve acorralado entre su misión, el pueblo y el faraón. Yahvéh se decide entonces a dar el golpe decisivo: dará muerte a todos los primogénitos de Egipto, desde el primogénito del faraón hasta los de sus siervos y sus ganados. Israel se verá libre de esta plaga y emprenderá la huida aquella misma noche. Pero antes de su comida preparatoria para emprender la ruta, tendrá que cumplir fielmente el rito del sacrificio del cordero pascual. Cada familia untará con la sangre de ese cordero el dintel y las dos jambas de la puerta de su casa: esa sangre gritará hasta el cielo, para que el ángel de Yahvéh respete la vida de los primogénitos de Israel. La sangre del cordero sustituye simbólicamente a la sangre de los primogénitos. Yahvéh «pasará» o «saltará» por las casas de Israel. Y esa noche de la pascua acabará con el «paso» de Israel hacia la libertad. Habrá que comer el cordero con los lomos ceñidos y el bastón en la mano, dispuestos para el viaje. Porque esa noche habrá un inmenso clamor en Egipto y el faraón exigirá la partida inmediata de los hijos de Israel. Esa noche seguirá siendo la del acontecimiento fundador por excelencia del pueblo de Israel como pueblo de Yahvéh. Si hay inmolación del cordero pascual, hay sacrificio43, y en cierto sentido un tributo pagado a la muerte. Es verdad que algunos rasgos han sido recogidos de la fiesta doméstica de los nómadas en primavera, durante la cual se ofrecía un animal joven para pedir la bendición de Dios sobre el rebaño. Pero la relación d e este banquete con el acontecimiento de la liberación de Egipto l e da un sentido totalmente nuevo. Porque no es una exigencia cultural la que impone el banquete (no hay ni sacerdote, ni altar); es e l acontecimiento y la amenaza egipcia los que requieren un banquete que se convertirá en un acto del culto. La significación primera del sacrificio del cordero pascual será la «actualización de una a c ción salvadora de Yahvéh en la historia»44. Este sacrificio es el o b jeto de una orden de Yahvéh y es por consiguiente un don. E s t á ordenado a la comunión de cada familiar con él, puesto que e l signo de que se ha celebrado permite escapar del exterminio. M á s tarde, se convertirá también en un sacrificio de acción de gracias.
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La celebración de la pascua (Ex 12) Moisés intervino ante el faraón para que liberase al pueblo de Israel. Pero éste tenía el corazón endurecido y no conocía más que el lenguaje de las amenazas. Comienza entonces la serie progresiva de las plagas de Egipto. Porque el faraón no comprende la paciencia de Dios: bajo el choque de la prueba disimula que cede, 42. P. BEAUCHAMP, Parler d'Ecritures, o.c, 97.
43. Cf. tomo I, 281-283. 44. G. VON RAD, O.C, 320.
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El relato se hace aquí institución y «ley perpetua». La descripción de la celebración de la pascua original está llena de rúbricas litúrgicas que explican cómo habrá que celebrar cada año el acontecimiento y orquestarlo durante una semana con la fiesta de los panes sin levadura (ázimos), esto es, para hacer de él un memorial (zikkaron) a fin de actualizar el don. Todos estos detalles tienen la finalidad de reproducir como en un mimo la salida apresurada de Egipto con una comida para el camino, ligera y rápida, hecha ya en traje de viaje. El rito litúrgico será la ocasión para repetir el relato del acontecimiento salvador que se transmitirá así de generación en generación: «Y cuando os pregunten vuestros hijos: '¿Qué representa para vosotros este rito?', responderéis: 'Éste es el sacrificio de la pascua de Yahvéh, que pasó de largo por las casas de los hijos de Israel en Egipto cuando hirió a los egipcios y salvó nuestras casas'» (Ex 12, 26, 27), o también: «En aquel día harás saber a tu hijo: 'Esto es con motivo de lo que hizo conmigo Yahvéh cuando salí de Egipto'. Y esto te servirá como señal en tu mano, y como recordatorio ante tus ojos, para que la ley de Yahvéh esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó Yahvéh de Egipto. Guardarás este prcepto, año por año, en el tiempo debido» (Ex 13, 8-10). El relato no se reduce a un enunciado: es un acto que permite a nuevos participantes convertirse también ellos en actores del acontecimiento original. «Noche de guardia fue ésta para Yahvéh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahvéh para todos los hijos de Israel, por todas sus generaciones» (Ex 12, 42). Esta liturgia de la transmisión por el relato está sin duda en el origen de la constitución de los credos históricos del pueblo de Israel. Por otra parte, están ya allí todos los elementos del sacramento. La pascua es un sacramento de la antigua Ley que prefigura a la eucaristía. Anticipa el verdadero sentido del sacrificio.
antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 Pe 1, 19-20), se encuentra al final de una línea simbólica que empieza con el carnero que sustituyó a Isaac, pasa por el cordero pascual y continúa con el siervo doliente, que no abre la boca «como un cordero que es llevado al degüello» (Is 53, 7). Pero esta identificación simbólica tiene que hacerse consciente, teniendo en cuenta la diferencia absoluta entre la muerte de un animal y la entrega libre de la vida que hizo el Verbo hecho carne.
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La comida del cordero pascual recapitula en sí misma el conjunto de los efectos de sentido que encierran tanto el acontecimiento inicial como su nueva celebración. «Comer el cordero pascual» sigue siendo la preocupación principal de todo judío cuando llega esa fecha, como vemos en los evangelios. Así pues, el cordero es un indicativo simbólico: es la víctima inocente de la maldad de los egipcios; es el signo de la obediencia perfecta a Dios de quienes lo comparten. Por este motivo es por el que se dará a Jesús el título de cordero de Dios en la predicación de Juan Bautista y cuando haya realizado la pascua de su muerte y resurrección. Cristo, «cordero sin tacha y sin mancilla..., predestinado
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Primogénitos contra primogénitos La noche de la salvación para Israel es una noche de perdición para Egipto. El faraón había decidido suprimir no solamente a todos los primogénitos de Israel, sino a todos sus hijos varones. Este proyecto de muerte se vuelve contra él y los primogénitos de Egipto serán las víctimas de la obstinación del faraón. El pueblo que se ha negado a reconocer en Yahvéh al Dios de Israel recibe un castigo en lo que más quería. Pero este castigo se presenta como el punto de paso obligado de la salvación y liberación de los primogénitos de Israel; por eso mismo éstos serán consagrados en adelante a Yahvéh. Esta noche que ha visto el discernimiento trágico entre los unos y los otros, en que la salvación de unos se hace de algún modo a costa de la muerte de los otros, es a la vez un nuevo diluvio y una creación nueva. Diluvio para los egipcios, es para los hijos de Israel la salida del agua para una vida nueva. Muerte para unos, es resurrección para otros. Los primogénitos de Israel, consagrados a Yahvéh, no serán jamás objetos de un sacrificio humano. ¿Hemos de pensar entonces que la liberación de Israel se hace sobre el fundamento de una inmensa venganza en la que Dios tiene el papel principal? ¿Sangre de unos contra la sangre de otros? ¿Salvación para unos, pero a costa de la pérdida de los otros? Las cosas son más complejas y, por fortuna, más profundas. Que Israel sea el único en ser salvado es el signo del carácter insuficiente y provisional de la salvación concedida. Egipto es sin duda la figura de la negativa obstinada a escuchar a Dios y esta negativa lleva a la muerte. Pero en este combate dramático entre la salvación y la perdición, la victoria de la salvación queda aplazada. En este relato, «se muestra nuestra salvación, pero no por completo todavía. También queda algo oculto... Para que el Éxodo llegue a su verdadero término..., sería preciso que Israel se llevara
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a Egipto consigo en su éxodo, que salvara a Egipto. Dios no tiene más que un hijo»45. Sería menester que los dos pueblos se reconciliasen. La mediación de Moisés tuvo éxito respecto a los hijos de Israel, pero fracasó respecto a Egipto. Moisés no es todavía el verdadero y único mediador. Moisés el egipcio, Moisés salvado de las aguas por una egipcia, no salvó a Egipto de las aguas por un bautismo. Mucho más tarde, el segundo Isaías expresará exquisitamente el designio de amor de Dios sobre Israel, lamentando que aquello se hiciera a costa de Egipto: «He puesto por expiación tuya a Egipto..., dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida» (Is 43, 3s)46. ¿No nos lleva a Cristo este tema del rescate? Pero no olvidemos las modificaciones que han tenido lugar: «Un hombre tomará el lugar del cordero, cuya sangre no podía matar el odio. El hijo de Israel tomará el lugar del hijo de Egipto castigado. El justo ha venido a ocupar el lugar del pecador. El Hijo de Dios es el Hijo del hombre y ocupa el sitio que une a todos los hombres47. Así es como los pecadores se salvarán a costa de la muerte del justo. Dios no envía ya la muerte contra el pecador. Pero consiente que el justo sea entregado a la muerte por los pecadores, para que los reconcilie y los salve. La verdad secretamente profetizada por la pascua de los hijos de Israel (y que los profetas irán comprendiendo de una forma cada vez más espiritual) es que Dios no quiere la muerte de los egipcios, que son también hijos para él, sino que la salvación dada a Israel busca también, en su término, la salvación de los egipcios. Esto es lo que llevará a cabo el Éxodo de Jesús, un primogénito de Israel, pero más aún «el primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). El paso del mar Rojo y la liberación victoriosa Los hijos de Israel levantan el campamento para dejar Egipto y toman el camino del mar de las cañas. Yahvéh los conduce bajo la forma de una columna de nube durante el día y de una columna de fuego durante la noche. Pero el combate continúa. El corazón del faraón, cada vez más duro, lamenta como en las otras ocasiones haber dejado marcharse a un pueblo-esclavo bastante útil. Envía entonces a sus carros para perseguirlos. Al verlos venir contra ellos, los israelitas se ponen a protestar contra Moisés. El pueblo 45. P. BEAUCHAMP, Parler d'Ecritwes, o.c, 101. 46. Citado por P. BEAUCHAMP, ibid., 102. 47. Ibid., 103.
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salvado no es todavía un pueblo convertido; en el fondo de su corazón prefiere seguir siendo un pueblo de esclavos y la servidumbre a los riesgos de la libertad. Es el pueblo de dura cerviz, cuyo pecado de incredulidad y de idolatría se repetirá con frecuencia. «Y dijeron a Moisés: '¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto?... Déjanos en paz, porque mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto'» (Ex 14, 11-13). Esta actitud recalcitrante se repetirá en toda la historia de Israel. Moisés responde con un: «No tendréis que preocuparos» (Ex 14, 14), para subrayar que la salvación es un acto soberano de un Dios capaz de salvar a su pueblo paralizado por el miedo, aunque éste no lo quiera. Así pues, Dios va a manifestar su poder y su gloria a costa del faraón y en favor de sus hijos. El paso del mar Rojo seguirá siendo en la historia del pueblo el gran milagro de la salvación y de la liberación. A los ojos humanos, era imposible para Israel escaparse de la persecución del ejército egipcio, dado que el mar le cortaba el camino. Pero pudo atravesarlo a pie enjuto, gracias a un concurso de circunstancias y unas condiciones meteorológicas excepcionales. Más aún, por donde el pueblo había pasado sin tropiezos, se traban los carros de los egipcios antes de verse sumergidos por el retorno de las aguas. Era manifiesta la intervención del dedo de Dios: según la tradición hebrea, menos atenta que nosotros a las causas segundas, pero capaz de un discernimiento en profundiad, todo este acontecimiento ha de comprenderse como conducido por la mano de Dios: Dios mismo es el que endurece el corazón del faraón, el que da a Moisés el poder de mandar dos veces al mar, una vez para que se retire y otra para que vuelva a cubrir a los egipcios; es el ángel de Yahvéh, presente en la columna de nube, el que impide unirse a los dos ejércitos. El relato se convierte en epopeya. Se le recuerda con frecuencia en la Biblia y se constata en ella un «crescendo de lo maravilloso». No solamente «un viento fuerte del este abrió un camino a través de la laguna», sino que las aguas se alzan como dos murallas mientras pasan los fugitivos» (v. 22)48. Un salmo dirá más tarde que el mar «huyó» (Sal 114, 3). Hay allí un milagro, porque hay un signo esplendoroso de la intención salvadora de Dios para con su pueblo, en un cotexto de fe muy concreto49.
48. G. VON RAD, O.C, 231. 49. Sobre la concepción teológica del milagro véanse las reflexiones convergentes de K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Herder Barcelona 1979, 301-310 y de
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La intervención manifiesta de Dios hizo callar las críticas y permitió que naciera la fe en el pueblo: «(El pueblo) temió a Yahvéh, y creyeron en Yahvéh y en Moisés, su siervo» (Ex 14, 31). La salvación se ordena a la fe del que la recibe, del mismo modo que no puede ser recibida más que en la fe. El pueblo es salvado por Dios, mediante la fe. De hecho, el resumen de este relato seguirá siendo el corazón de la confesión de fe de Israel (cf. Dt 26, 5ss). La asociación del nombre de Yahvéh con el de Moisés en el mismo acto de fe es especialmente chocante. ¿No se anuncia así, de forma velada, la profesión cristiana en Dios y en Cristo, el Siervo al mismo tiempo que el Hijo? La narración termina con un cántico de victoria en el que Moisés y los hijos de Israel dan gloria a Dios. Aparecen dos palabras para caracterizar a esta obra de salvación: «Mi fortaleza y mi canción es Yah; él es mi salvación» (Ex 15, 2). Es ciertamente una salvación, una redención, una liberación de los poderes del mal y de la desgracia. Es un retorno a la vida, una recreación. La otra palabra, cercana por otra parte a la primera, es la de adquisición: «El pueblo que compraste» (Ex 15, 16). El matiz entre estos dos términos ya ha sido señalado anteriormente50. En este contexto la idea de compra subraya la toma de posesión del pueblo por parte de Dios, un acto de opción y de elección. El bautismo del pueblo en Moisés «No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados por Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual, pues bebían de la roca espiritual, que les seguía; y la roca era Cristo» (1 Cor 10, 1-4). Pablo lee el paso del mar Rojo a la luz del acontecimiento de Cristo y del bautismo cristiano. Ve en él el bautismo de Israel. En efecto, el pueblo bajó a las aguas de la muerte y surgió de ellas vivo, resucitado, en la otra orilla. También Jesús será bautizado, bajando el Jordán y saliendo de nuevo de él, simbolizando en este gesto ritual el bautismo de su muerte y resurrección. Puesto que nosotros hemos sido bautizados en Cristo, reviviendo simbólicamente su bajada a la muerte y su resurrección, esto guarda analogía con el W. KASPER, Jesús, el Cristo, Sigúeme, Salamanca 31979, 108-122. Estos autores piensan ante todo en los milagros de Jesús, pero sus análisis valen también de los milagros del Antiguo Testmaento. 50. Cf. tomo I, 159-160.
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bautismo que recibió en Moisés el pueblo de Israel. Moisés aparece entonces como la figura de Cristo. La liberación de Israel de la esclavitud de Egipto es la parábola en acto de la liberación del cristiano de la esfera del pecado. Por ambas partes se opera la estructura fundamental de la salvación. Pero la lección que se saca de aquí es la de una advertencia importante. Estos dones maravillosos no ponen al abrigo de la ambición y de la idolatría, del desenfreno y de las murmuraciones. Por eso los castigos recibidos por el pueblo son ejemplares para los cristianos que han sido objeto de una salvación muy superior. «Todo esto les acontecía en figura y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1 Cor 10, 11). Dios alimenta a su pueblo en el desierto Durante su larga marcha por el desierto el pueblo pasa sed y hambre. Una vez más se queja de Moisés y de Aarón. ¿Por qué Dios lo ha liberado de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso, si es para dejarlo morir en el desierto? En esta ocasión surge una doble prueba: por una parte, Dios prueba a su pueblo, para hacerle crecer en la fe; pero por otra parte el pueblo prueba también a Dios obligándole en cierta manera a obrar. «Está Yahvéh entre nosotros o no?» (Ex 17, 7). En esta situación Dios se porta a la vez como un padre y como un pedagogo, como un padre que da de comer y de beber a sus hijos, y como un pedagogo que los educa en la fe, en la confianza y en la obediencia, a fin de hacerse reconocer como Dios. Dios hace «llover» pan desde lo alto del cielo y da el maná a su pueblo. El papel del padre por excelencia consiste en dar de comer a su familia. Dios se porta como padre amoroso y solícito: no le faltará nada a su pueblo. No sólo tendrá pan, sino que podrá comer carne, gracias a la nube de codornices. Y tendrá agua para beber, bien haciendo que sea dulce el agua amarga de Mará (Ex 15, 22-27), o bien haciendo que brote el agua de la roca golpeada por el bastón de Moisés en Masa y Meribá (Ex 17, 1-7). En la experiencia de los hombres es muy elocuente el simbolismo de la comida y de la bebida: no sólo se trata de cosas absolutamente necesarias para vivir, sino que por ellas pasan los sentimientos más fuertes: el amor paternal y maternal, el compartir fraternal y entre amigos, la comensalidad y la solidaridad, etc. Además, el alimento es el fruto del duro trabajo del hombre. Pues bien, aquí es el fruto del «trabajo» de Dios mismo, que se hace el proveedor de su
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pueblo. Comer en abundancia un alimento con sabor a miel, imagen de la dulzura de Dios, verse saciado por la mano misma de Dios, sin trabajo alguno: ¿no es esto la imagen misma del paraíso? Una forma muy concreta de salvación. Pero el don de Dios va acompañado de exigencias, ya que es portador de sentido: llama la atención sobre aquel que da y que es en sí mismo el verdadero alimento. Invita a la fe y a la confianza, preludios necesarios para el amor. La tentación del pueblo consistirá en convertir el don en objeto de codicia, en vez de dejar que realice su mediación entre los compañeros de la alianza. Así pues, el maná caerá cada mañana; cada uno tomará lo que necesite para su sustento; si alguno recoge más no por eso le sobrará; nadie podrá recoger de un día para otro, puesto que el maná no se conserva; pero en la vigilia del sábado el pueblo podrá tomar una provisión doble, para que pueda respetar el descanso sabático. Todas estas prescripciones, frecuentemente violadas por un pueblo todavía incrédulo, son una expresión de la pedagogía divina. Pero a pesar de tantas precauciones, el pueblo sigue murmurando: el maná es soso, tiene siempre el mismo gusto. Cuando llega a faltar agua, se rebela y pone a Dios en prueba. La larga marcha de la salvación pasa por esta dialéctica del amor de Dios que se cuida de su pueblo y de las inconstancias de este, unas veces arrepentido y creyente, pero ordinariamente insatisfecho, descontento, cuando no rebelde. El episodio de las aguas de Meribá es recogido por el libro de los Números en un contexto distinto del de la marcha por el desierto51, a fin de subrayar que la incredulidad llegó a afectar incluso a Moisés y a Aarón. Porque Moisés golpea por dos veces la roca en vez de una. Esta falta de fe le impedirá entrar en la tierra prometida. Este maná es un mensaje de Dios a su pueblo. En efecto, tiene la misma condición que la palabra: cada uno saca de un discurso lo que puede. Al que capta mucho no le sobra nada; el que recoge poco tiene bastante. El maná es un alimento lleno de sentido: es un gesto y una palabra de amor, situados en el corazón de una experiencia elemental de la vida de los hombres. Por eso se conserva lo mismo que una palabra o un gesto de amor, ni más ni menos. El relato del maná es también una parábola en acto de la salvación, que tenía su realidad muy concreta, ya que el maná hacía vivir; pero esta parábola anunciaba también la salvación en pleni51. En el itinerario final de Cades a Moab.
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tud. En la mediación del pueblo el maná celestial, el don de Dios para la vida de su pueblo, se convierte en imagen del banquete escatológico que el creador dará a sus hijos. Idealizando el pasado para sacar de él un motivo de esperanza para el porvenir, el autor del libro de la Sabiduría se entrega a esta alabanza lírica del maná: «A tu pueblo le alimentaste con manjar de ángeles; les enviaste sin cesar desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos, pues, adaptándose al deseo del que lo tomaba, se transformaba en lo que cada uno quería» (Sab 16, 20-21). El sentido de la parábola del maná quedará plenamente revelado y cumplido con Jesús, que renovará este milagro saciando de pan a la gente que le seguía por el desierto. Una vez más el pan se multiplica como la palabra. Es propio del evangelio de Juan llegar hasta el fondo de esta revelación. El verdadero pan, el que ha bajado del ciclo, no es el maná de Moisés, que dejó finalmente morir a los padres en el desierto, sino el mismo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed» (Jn 6, 35). Comer de este pan es ante todo escuchar su palabra: «Yo soy el pan que ha bajado del ciclo... Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí» (Jn 6, 41.45); en segundo lugar es tener fe en él; y finalmente es aceptar alimentarse de su carne, dada para la vida del mundo» (v. 51). Como sus padres, los judíos que escuchan a Jesús murmuran y consideran intolerables sus palabras. Pero Jesús repite con fuerza: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (v. 54-56). De esta manera, todo el misterio eucarístico se encuentra simbolizado en el relato del maná. El banquete escatológico está ya presente y dado. En este banquete Dios no es solamente el dueño de la casa que invita y que sirve; no es solamente el que da de comer; es el que se da a sí mismo como comida, a fin de realizar con sus hijos una inmanencia mutua: quiere permanecer en nosotros, para que nosotros permanezcamos en él. No quiere ser más que una sola carne con nosotros, en una unión de carácter nupcial. Quiere hacerse nuestra propia vida: esto es la vida eterna. Esto es la salvación, capaz de vencer todas las murmuraciones. En el texto citado anteriormente a propósito del bautismo en Moisés, Patio menciona también el maná y el agua que mana de
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la roca, como símbolos eucarísticos. Se atreve incluso a decir que esa roca misteriosa de la que manaba el agua de la vida era una roca espiritual, el mismo Cristo, ya presente en medio de su pueblo. Coincide aquí con el pensamiento de Juan que hace decir a Jesús: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: 'De su seno correrán ríos de agua viva'» (Jn 7, 37-38). Este agua simboliza el don del Espíritu. La conclusión de la alianza en el Sinaí Hasta ahora Dios ha salvado a su pueblo de una manera, por así decirlo, unilateral. Ha escuchado sus quejas en Egipto y lo ha hecho salir «con mano fuerte y brazo poderoso». Sus acciones esplendentes han provocado una fe real, pero frágil, dispuesta siempre a caer en las murmuraciones del desierto. En adelante Dios va a proponer a Israel una alianza de carácter bilateral. Por un lado le pide al pueblo que obedezca a sus mandamientos y por otra le promete su protección. Esta alianza es un pacto de posesión mutua, que se expresará en la frase que sonará como un estribillo: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo». Yahvéh introduce así su propuesta de alianza: Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos...; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 5-6). Moisés será una vez más el mediador de esta alianza. Su lugar será la cumbre de la montaña del Sinaí: Yahvéh bajará allí en una serie de teofanías y Moisés subirá para oír cómo Dios le habla lo mismo que un amigo habla a su amigo (Ex 33, 11), pero sin poder mirar su rostro (Ex 34, 18-23). El pueblo, aunque purificado, se quedará al pie de la montaña, temblando con un miedo religioso ante la montaña humeante y todos los signos de la teofanía. Moisés es el que le hablará para transmitirle la Palabra de Dios, es decir, la ley de la alianza. La conclusión de la alianza da lugar a un intercambio de palabras entre Dios y su pueblo. La Palabra de Dios era la promesa, ya oída, de hacer de Israel su pueblo; ahora es el decálogo, que comienza con una proclamación de la identidad de Yahvéh, que hizo salir a su pueblo del país de Egipto y que «tiene misericordia por mil generaciones con los que le aman y cumplen sus mandamientos» (Ex 20); y será finalmente todo el código de la alianza, cuyas numerosas prescripciones relativas a la vida religiosa, social, política y personal, se ponen también en labios de Yahvéh. La palabra del pueblo es su compromiso solemne de respetar todo lo que Dios ordena: «Haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh» (Ex 24, 3).
La conclusión de la alianza da también lugar a la ofrenda de sacrificios de holocausto y de comunión, es decir, a ritos de adoración de la majestad divina y de celebración de la comunión realizada con Dios por el compromiso mutuo. El rito de la sangre es el que expresa este vínculo: desde el diluvio Dios ha concedido a los hombres el derecho a matar a los animales para alimentarse de ellos (Gen 9, 2-3). Sin embargo, la sangre, símbolo de la vida, pertenece a Dios y no puede consumirse. Se ofrecerá el sacrificio en un acto de conversión de la violencia que mata. Esta exigencia recuerda también que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Moisés recoge la sangre de las víctimas: derrama la mitad de ella contra el altar que representa a Yahvéh y la otra mitad sobre el pueblo que acaba de escuchar la lectura del libro de la alianza. De este modo la misma sangre une a Dios y a su pueblo: «Ésta es la sangre de la alianza que Yahvéh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24, 8). ¿Cómo no evocar aquí la repetición intencional de esta fórmula por Jesús en el momento de la institución de la Eucaristía?: «Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 27-28). La referencia es evidente: la nueva alianza se inscribe en la prolongación de la antigua. Lo mismo que la sangre había ratificado la primera alianza, también la sangre del Hijo va a sellar la alianza definitiva y eterna entre Dios y los hombres. Pero la fórmula se modifica, ya que esta nueva alianza instituye una novedad absoluta y una conversión más radical de la violencia: no es ya la muerte de machos cabríos y de toros la que sirve para la aspersión ritual de la sangre; es la muerte de Jesús, expresión de la peor violencia que animó a los hombres capaces de derramar la sangre de la imagen de Dios (cf. Gen 9, 6), la que se convierte, en el símbolo mismo de la sangre derramada, en la expresión de su vida entregada por la salvación del mundo. El don y la pedagogía de la Ley La formulación de la Ley interviene en el cuadro de la conclusión de la alianza. Comienza por el decálogo y prosigue con todo el conjunto de prescripciones que se ha dado en llamar «el código de la alianza». La alianza y la Ley forman una pareja inseparable desde ahora, aunque hay una distinción entre las dos. La tradición bíblica designa a veces la una por la otra: hay dos obligaciones principales como la circuncisión y el sábado que se llaman alian-
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za. Todavía hoy los exégetas discuten para determinar la prioridad de la una o de la otra: ¿cuál es la primera referencia de la revelación bíblica? ¿Es la Ley la que engloba a la alianza o la alianza la que engloba a la Ley? La piedad judía destaca el término de Ley (Torah) para designar su herencia. La tradición cristiana se muestra más atenta al don de la alianza. La osmosis entre los dos términos es una ilustración de lo que ya hemos visto: lo narrativo y lo normativo se apelan mutuamente, lo mismo que lo subjetivo de la relación entre dos parles libres apela lo objetivo de la cosa que comparten y de la palabra escrita en tablas de piedra para servir de firme referencia. La alianza indica la relación de comunicación, mientras que la Ley señala la de subordinación. La segunda pide permanecer siempre inscrita en el corazón de la primera. Efectivamente, la Ley está en el corazón de la alianza, puesto que por una parte es un don de Dios y por otra es el objeto del compromiso del pueblo. El primer punto, que se olvida con frecuencia, es sin duda más importante que el segundo: Dios da siempre lo que ordena. Antes de ser una obligación, la Ley es sobre todo un don, un don personal del que ha salvado a su pueblo de la esclavitud de Egipto y que se compromete por una promesa solemne a hacer de él «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). El mismo enunciado del decálogo comienza mencionando a Yahvéh: «Yo, Yahvc, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Ex 20, 2). Así pues, la serie de los mandamientos no constituye una serie impersonal: está inscrita en el diálogo YO-TÚ que se establece entre Dios y su pueblo. Es en nombre de los beneficios ya concedidos, en nombre de la benevolencia amorosa de Dios, como éste tiene derecho a mandar y a esperar una respuesta. «La adhesión a la ley no vale de nada sin la adhesión al legislador»52. El decálogo indica la naturaleza del vínculo de alianza que liga a Yahvéh con su pueblo. Pertenecer a Yahvéh y vivir el decálogo es la misma cosa. El decálogo es el camino por el cual el pueblo se convertirá realmente a su Dios. Por tanto, el don legitima la obligación que hace posible. El don de la Ley es una llamada a la reciprocidad. Privada de este vínculo que la hace viva y le permite expresar un amor, la Ley no es más que un peso arbitrario e insoportable o una excusa para exhibir el orgullo.
52. P. BEAUCUAMP, Propositions sur l'alliance de l'Ancien Teslamenl comme structure céntrale: R.S.R. 58 (1970) 174.
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El apóstol Pablo, que fue un observante fanático de la Ley, descubrió a la luz de Cristo su valor pedagógico. «La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe» (Gal 3, 24). O también: «El fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente» (Rom 10, 4). Así pues, no es la Ley la que salva por sí misma, puesto que ella no es un fin en sí; la ley ha sido dada como pedagogía de la fe. La Ley designa con precisión todo lo que debe dar cuerpo al acto de fe del pueblo para con su Dios. Es un tutor en ambos sentidos, el humano y el botánico, de la palabra. La letra de sus prescripciones tiene que permitir hacer que crezca el germen del espíritu que es una actitud de fe. La ruptura inmediata de la alianza Apenas concluida la alianza, queda rota por el pueblo. En esta rapidez del relato hay una especie de presagio y también una manifestación de una estructura de la salvación. La alianza, siempre inviolable por parte de Dios, será violada repetidas veces por el pueblo. Pero Dios no se echará nunca para atrás ante estas rupturas. Por eso la alianza dará lugar a frecuentes renovaciones, hasta el anuncio de la alianza nueva hecha por Jeremías (Jer 31,31). Moisés fue invitado a subir a la montaña, para recibir allí las dos tablas de piedra de la Ley. Se comprometió entonces en una larga contemplación de la gloria de Yahvéh durante cuarenta días y cuarenta noches. Pero este tiempo le pareció demasiado largo al pueblo que se había quedado en el llano. Necesitaba ver a su dios y hacerse un dios a su imagen, «un dios que vaya delante de nosotros, ya que no sabemos qué ha sido de Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto» (Ex 32, 1). Fabrica entonces un becerro de oro: «Éste es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto» (Ex 32, 4). «Prevarica», abandona a Yahvéh. Es el tercer gran pecado de Israel en el desierto. Moisés, el mediador, se convierte entonces en intercesor en favor de su pueblo. Hasta entonces había ejercido una mediación «descendente», hablando y actuando en nombre de Dios, haciendo dejar a Egipto a las tribus de Israel y conduciéndolas a la alianza según la iniciativa gratuita de Yahvéh. Ahora está del lado de su pueblo, forma un solo cuerpo con él e implora su perdón, apelando a la fidelidad y a la promesa del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Ejerce una mediación «ascendente». Aplaca la cólera de Yahvéh y obtiene el mantenimiento de la alianza, pero es para interiorizar inmediatamente esa cólera y hacerse testigo suyo en
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medio del pueblo. Porque Moisés, el mediador, representa a la vez a Dios ante su pueblo y a su pueblo ante Dios. Rompe las tablas de la Ley, simbolizando así un tiempo de ruptura con Yahvéh; destruye el becerro de oro y hace beber su polvo al pueblo. Aarón, para explicar lo ocurrido y excusarse utiliza las palabras humildes del pecador que reconoce su irresponsabilidad: se echó oro al fuego y «salió este becerro» (Ex 32, 24), como si la figura del ídolo hubiera nacido por sí sola. Moisés repite de nuevo su oración de intercesión-expiación: «Acaso pueda obtener la expiación de vuestro pecado... ¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32, 30-32). Nunca Moisés ha sido tan bien figura de Cristo como en esta oración. Se ve dividido entre la santidad de Dios y el pecado de los hombres. Implora el perdón de su pueblo como Jesús el de sus verdugos. Se solidariza con él hasta el punto de querer morir con él, si Yahvéh mantiene su condenación. ¿No estamos ya cerca del grito de abandono de Jesús en la cruz? Así pues, hay que renovar la alianza. Sólo se renueva lo que se ha hecho viejo. La alianza ha envejecido porque el pueblo la ha violado. Será preciso renovarla cada vez que el pueblo la viole. En la medida en que depende de la fidelidad del pueblo, está sometida a esta caducidad. La renovación es el único medio de mantenerla en vida y en ejercicio. Pero es también una actualización de la alianza original: «No con nuestros padres concluyó Yahvéh esta alianza, sino con nosotros, con nosotros que estamos hoy aquí, todos vivos» (Dt 5, 2s). Cada generación tendrá derecho a decir lo mismo. La historia de la alianza será la de sus violaciones y la de sus renovaciones. Porque la alianza renovada no es todavía una alianza nueva. Estructura de la alianza, estructura de salvación Este relato de la conclusión de la alianza y de su renovación permite ver mejor la estructura profunda de la alianza y comprenderla como la estructura misma de la salvación. Los exégetashan observado que la estructura de la alianza reproducía la de los tratados hititas, en donde un soberano hacía un contrato de protección con su vasallo, con la condición de que éste cumpliera ciertas obligaciones53. Sean cuales sean las variaciones literarias que 53. Ci.ibid., 163.
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puede tomar este modelo, la estructura comprende seis puntos principales: los títulos de Dios recogidos en su nombre, un prólogo histórico que expone los beneficios ya concedidos, la declaración de alianza y la promesa de fidelidad, las estipulaciones de la alianza —o sea, los mandamientos—, la toma de testigos en el ciclo y en la tierra, finalmente las bendiciones y maldiciones que serán la consecuencia de la fidelidad o de la infidelidad a la alianza54. Se percibe el movimiento interior que atraviesa y unifica todos estos momentos según la situación de las dos partes y la trilogía pasado-presente-futuro. Todo viene de Dios, porque es Dios. La alianza es ante todo revelación de Dios sobre Dios: en su ser-parael-hombre revela su scr-para-sí-mismo. Los beneficios pasados son a la vez una manifestación del ser de Dios, un primer tiempo de la salvación ya realizada y la prenda de la seriedad de la promesa para el futuro. El «ahora» es entonces ocasión de un contrato que por parte de Dios es definitivo: contrato de don, de comunión y de posesión mutua. Pero todo esto no podrá sostenerse si el pueblo no vive de forma consecuente y no respeta Ja Ley y los mandamientos de Yahvéh. La libertad generosa de Dios no puede suplir a la libertad del hombre; al contrario, se entrega a ella. Dios lo hace lodo para que el hombre pueda hacerlo todo. Si todo depende de Dios, todo depende también del hombre. El cielo y la tierra son lomados como testigos de este compromiso, que comprende también el concierto de todas las naciones. La promesa de las bendiciones es por excelencia la de la felicidad y la salvación, cuya realidad última sigue estando velada todavía. La bendición es la expresión de la gracia de Dios: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones» (Ex 34, 5-7). Pero la violación de los mandamientos es la violación misma de la alianza; devuelve al pueblo a su soledad y lo abandona a su pérdida. La alianza finalmente no se concluye sin un mediador. La serpiente de bronce (Núm. 21, 4-9) El episodio de la serpiente de bronce elevada en el desierto es especialmente oscuro para nuestra mentalidad. Pero la asunción de este símbolo en el Nuevo Testamento nos prohibe pasarlo por alto.
54. Cf. ibtd., 163-164.
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El pueblo continúa su marcha por el desierto antes de llegar a las fronteras de la tierra prometida. Una vez más, pierde la paciencia y murmura contra Dios y Moisés. Dios le castiga entonces mandándole serpientes abrasadoras que mordían al pueblo. Esta región conoce efectivamente la amenaza de numerosas serpientes venenosas. Ante el castigo, según el escenario clásico en toda la historia de Israel, el pueblo se arrepiente. Moisés intercede en favor suyo y Yahvéh le responde: «Hazte una serpiente abrasadora y ponía sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá» (v. 8). No hay que ver aquí un residuo de los cultos a la serpiente. ¿Cuál es entonces el sentido del relato? La identidad en la figura entre la fuente del mal y la de la salvación es curiosa y debe llamar la atención. Una tradición médica, viva aún en el Extremo Oriente, intenta todavía sacar remedios de los venenos más perniciosos. Es el principio de la curación del mal por el mal o de lo mismo por lo mismo. Este rasgo de la experiencia humana es el que subyace a su uso simbólico. El animal que hizo morir, simbolizado en la forma de una serpiente de broce clavada (y por tanto matada) sobre un mástil, va a ser el que salve. El lugar de la maldición se convierte en el de la bendición. ¿No hay que ver en ello la figura de un aspecto de la salvación? Lo mismo que el pecado viene del hombre, que ha hecho de su humanidad una «carne de pecado», también la salvación vendrá de otro hombre, Cristo, que tomará una carne semejante ala del pecado. La curación que viene de la serpiente no es ni mágica ni automática. Pide que el pecador enfermo mire hacia ella, con una mirada de fe y de esperanza en la salvación que viene sólo de Dios. Sin duda la serpiente de bronce se convirtió en ocasión de un culto idolátrico y Ezequías tuvo que ordenar su destrucción (2 Re 18, 4). Pero el libro de la Sabiduría ha conservado el verdadero sentido de esta mirada: «El que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ii, Salvador universal» (Sab 16, 7). La serpiente de bronce elevada sobre un mástil como sobre un estandarte es una imagen elocuente. Los autores del Nuevo Testamento y tras ellos los primeros padres vieron en ella el «tipo de Jesús»55. E n el evangelio de Juan, Jesús se aplica a sí mismo el símbolo profético de la serpiente, para evocar su elevación, a la
vez dolorosa y gloriosa: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-15). El «ver» de antaño se convierte en un «creer»: pero ese creer es también una mirada: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37), dirá Juan al final del relato sobre el costado abierto, citando la profecía de Zacarías (12, 10). Ésta es la costumbre de Dios de sacar bien del mal. Pero no olvidemos los elementos de transformación que impiden una aplicación inmediata de todas las características de la serpiente de bronce a Jesús. La figura permanece. El animal mortal era a la vez el símbolo del pecado de Israel y un lugar de salvación: es lo que será Jesús desde lo alto de la cruz, haciendo que se cambie en bendición, para los que miran y creen, el mal que ha recibido de los hombres.
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55. Epist. liarnabae 12, 5-7; Justino, Apología 60; Dial, cum Tryphone 91; 94; 112; Tertuliano, Adv. Marcionem III, 18. Cf. J. DANIELOU, Sacramentum futuri, Beaucliesne, París 1950, 144ss.
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Jesús, nuevo Moisés El Deuteronomio, como indica su nombre («segunda versión de la Ley»), constituye una repetición general del relato fundador. Se le pone por completo en labios de Moisés bajo la forma de tres discursos-relatos que apelan a la memoria del pueblo, a fin de actualizar sil fidelidad a la alianza y a la Ley. Este texto «hace de Moisés el mediador, el narrador, el rccapitulador, y es el único en el Pentateuco que le da el nombre de profeta»56. Este título de profeta sirve de apoyo a un anuncio que dirige el pueblo hacia el futuro: «Yahvé tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis» (Dt 18, 15). Esta palabra no podía quedar sin eco en el Nuevo Testamento. Moisés es el único con Jesús a quien se le da el nombre de mediador (Gal 3, 19). La presentación de Jesús, especialmente por Mateo, hace de él un nuevo Moisés: Jesús es el profeta de la carta evangélica del sermón de la montaña y el legislador de la Ley nueva. En este discurso se atreve en cinco ocasiones a poner su propia palabra por encima de la palabra atribuida a Moisés (Mt 5, 21-48), no ya para contradecirla, sino para prolongarla y hacerla más perfecta. En lo que se refiere al matrimonio, vuelve a la ley de la creación sobre la indisolubilidad, diciendo: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestra cabeza, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). 56. P. BEAUCHAMP, L'un et l'autre tesiament II, o.c, 394.
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I.OS RELATOS DE LA HABITUACIÓN Y DE LA PROFECÍA
El evangelio de Juan pone también de manifiesto la relación de Jesús con Moisés. En el agua cambiada en vino de Cana se puede ver una evocación del primer milagro de Moisés en Egipto. Para reducir la resistencia del faraón, ¿no cambió Moisés en sangre todas las fuentes de agua del país? El signo de Jesús es por el contrario un signo de bendición. También Juan evoca el episodio de la serpiente de bronce en el desierto. Más claramente todavía, Jesús rechaza la negativa a creer que le oponen los judíos en nombre de Moisés: «No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quien habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí» (Jn 5, 45-46). Este paralelismo entre Moisés y Jesús supone por tanto un plus por parte de Jesús, ya que Moisés profetizó su venida. Este juego de correspondencias muestra que la estructura de la salvación en el Nuevo Testamento está profetizada e inaugurada en el Antiguo.
Jesús es el que por su resurrección y ascensión a los cielos nos abre las puertas de la felicidad definitiva y la entrada en el descanso divino. Se comprende que Orígenes haya desarrollado a gusto en su comentario al libro de Josué esta relación tipológica con Jesús37.
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Josué, figura de Jesús Moisés no entrará en la tierra prometida. Moisés, el legislador y el mediador, muere en el monte Ncbo ante la tierra prometida. Sanción, pero también misterio. Porque el texto hace entender que es el mismo Yahvéh el que se encarga de enterrarlo en el valle y «nadie hasta hoy ha conocido su tumba» (Dt 34, 6). La muerte y el entierro de Moisés son un asunto entre Dios y él. Moisés pertenece a un curioso linaje, el de Henoc (Gen 5, 24) y el de Elias, al linaje de los que no dejan un sepulcro tras ellos. ¿Hay que ver en esto un anuncio secreto de Jesús, que dejará también su sepulcro después de tres días? Es a Josué, servidor de Moisés y luego sucesor suyo, al que corresponde guiar a Israel más allá del Jordán a la tierra de Canaán, objeto de las promesas de Dios. Josué es por tanto el salvador de su pueblo: conduce a su término lo que había emprendido Moisés. Es él el que inscribe la promesa en la historia. Los libros sapienciales subrayan que realizó perfectamente lo que indicaba su nombre: «Yahvéh-salva»: «Esforzado en la guerra fue Josué, hijo de Nun, sucesor de Moisés como profeta, él fue, de acuerdo con su nombre, grande para salvar a los elegidos del Señor» (Eclo 46, 1). Pero el nombre de Josué es también el de Jesús: es la misma elimología. Es fascinante esta relación de ambos nombres. Lo mismo que Josué hizo entrar al pueblo en la tierra prometida, ligar de u n a salvación y d e una felicidad todavía provisional,
III.
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EL RELATO DE LOS REYES
El tiempo de los Jueces El pueblo de Israel, instalado en la tierra prometida de Canaán, vivió el período de los Jueves según un escenario repetido: su infidelidad provoca la cólera de Yahvéh, que lo abandona a sus enemigos y lo reduce a una enorme miseria. El pueblo entonces se arrepiente y grita a su Dios, que responde suscitando un juez capaz de salvar a los israelitas de sus enemigos. Así es como Otoniel fue «un libertador que los salvó» (Jue 3, 9). Pero la conversión no es duradera. Israel vuelve a caer en su pecado de idolatría y de endurecimiento de corazón... Vuelve entonces a comenzar el proceso según el mismo esquema: si no fuera por las aventuras de Gcdcón, de Jefté, de Sansón y de otros muchos, sería un relato estereotipado. Pero esta repetición misma de los relatos tiene un valor estructural y sitúa perfectamente a los dos aliados de la salvación. Por un lado, un pueblo infiel y pecador, cuya conversión siempre es fugaz y que vuelve a caer con star temen te, es decir, un pueblo desesperante, que merecería mil veces verse abandonado a su triste destino; por otro, un Dios que responde generosamente a los primeros gritos de una oración angustiosa, un Dios que envía «salvadores» y que no se desanima jamás. La disparidad de los dos comportamientos es desconcertante: Dios salva a su pueblo casi a su pesar. Con una paciencia incansable lo corrige y lo educa en una mejor fidelidad. Lejos de exigir justicia, Dios es el que intenta hacer justos a los injustos, a través de unas iniciativas que parecerían totalmente injustas a una justicia humana. Israel pide un rey Israel pide un rey a Samuel, el último de los jueces, para estar en la misma situación que las demás naciones. Esta petición es in57. Cf. ORfGF.NES, Hom. in Josué: S.C. 71, Cerf, París 1960, y la introducción de A. Jaubert sobreesle lema (<6¡d,37-44).
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terpretada como una especie de rebelión contra Yahvéh, que es el único rey en Israel: «No te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1 Sam 8, 7). Pero atenderá a esta petición una vez que los inconvenientes de la realeza hayan sido objeto de una solemne advertencia. Así pues, Israel toma un giro decisivo en su historia58. Porque el pueblo elegido inaugura un nuevo modo de situarse frente a la universalidad de las «demás naciones»59. Las dos grandes figuras de la realeza serán David y Salomón. En ellas se esboza toda la línea del mesianismo real. El rey es el «ungido de Yahvéh» (2 Sam 19, 22); es por tanto un «mesías», encargado por Dios mismo de gobernar a su pueblo en la justicia y la fidelidad. A pesar de las miserias de muchos de sus representantes, la línea de los reyes davídicos orienta hacia la esperanza en un Rey futuro, que será Mesías en un sentido total y definitivo, es decir, un Salvador escatológico. Pero la realidad no tendrá nada de un cuento de hadas: ni el rey ni el pueblo son santos cabales. Los relatos de la realeza son muchas veces brutales. El designio de Dios pasa a través de unos hombres que tienen los pies en la tierra, que se ven agitados por todas las pasiones humanas y saben pecar, aun cuando el criterio del pecado que ellos tienen no es realmente el nuestro. Tomando los relatos tal como son, la lectura teológica y espiritual que proponemos aquí intenta discernir en ellos los elementos de la pedagogía de Dios que allí se expresa. Ya Orígenes se extrañaba de esto: reconocía que se trataba de «historias que narran las acciones de los justos y los pecados que cometieron, ya que eran hombres, las maldades, impurezas y actos de avaricia de los inicuos y de los impíos. Lo más curioso es que, a través de las historias de guerras, de vencedores y vencidos, se revelan ciertos misterios a los que saben examinarlos. Y lo que es más admirable todavía es que a través de la legislación que contiene la Escritura quedan profetizadas las leyes de la verdad»60. Es verdad que estos relatos de historias vividas encierran efectos de sentido infinitamente más ricos que la moralidad que intentan deducir las fábulas de La Fontaine, por ejemplo. Estos acontecimientos narrados son profecías en acto y en su trama tan densa se expresa el designio de salvación de Dios. El cristiano se siente siempre invitado a descubrir allí lo que se refiere a Cristo.
58. Por el año 1000 a.C. 59. Cf. P. BEAUCHAMP, Parlera'Ecritures, o.c, 106. 60. ORÍGENES, De principüs IV, 2, 8 (15): S.C. 268, 333-335.
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David, el rey mesías Samuel hizo la unción real sobre Saúl en nombre de Yahvéh. Saúl es el primer rey de Israel. Pero Saúl desobedeció a su Dios por falta de fe. No comprendió que lo que le agrada a Yahvéh es la obediencia a su palabra y no los holocaustos y los sacrificios, sobre todo cuando se le ofrecen contra su voluntad. Así pues, Saúl se ve rechazado y se abre el camino a un nuevo rey, David. Como había hecho con Saúl, el anciano Samuel viene a consagrar rey al joven David, pero en secreto, ya que el rey Saúl sigue en su sitio, a pesar de que Yahvéh se ha separado de él. La escena tiene lugar en Belén, la ciudad de José, en donde David es pastor. Belén será el lugar del nacimiento de Jesús, precisamente porque José, su padre adoptivo, «era de la casa y familia de David» (Le 2, 4). A lo largo de las generaciones se establece un vínculo entre David y Jesús, que invita al cristiano a ver en el nuevo rey de Israel una profecía del Mesías. El relato subraya la gratuidad soberana de la elección. Contra toda esperanza o razón, los siete primeros hijos de Jesé, a pesar de que se subrayan sus buenas cualidades, son rechazados por Yahvéh y es preciso ir a buscar al más pequeño, y por tanto al más débil e ignorante, que se ha quedado guardando el rebaño. Dios escoge a los pobres, a los débiles y humildes, como cantaba Ana, la madre de Samuel, en su cántico de acción de gracias (1 Sam 2, 1-10), antes de que la virgen María recogiera sus expresiones en el Magníficat. Se trata de una constante a través de toda la obra de la salvación, La unción de aceite es un gesto simbólico muy importante. Significa la consagración del elegido de Yahvéh y el don del Espíritu de Yahvéh que se hace al elegido. «A partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahvéh» (1 Sam 16, 13). Se trata, diríamos hoy, de una especie de «ordenación real». El rey es en adelante el «ungido de Yhavéh» y portante su «mesías», según la etimología de este término hebreo que nuestra lengua no hace más que transcribir, es decir, un personaje sagrado y el representante mismo d e Dios ante Israel. David el salvador: la victoria sobre Goliat David entra al servido de Saúl, oficialmente para calmarlo en sus crisis de depresión, tocando lacítara. Es también su escudero. Pero el relato quiere mostrarnos la irresistible ascensión de David
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y el ocaso progresivo de Saúl, que se vuelve atrabiliario y envidioso del éxito de su joven rival. La primera escena importante es ejemplar: David salva al pueblo de la amenaza de los filisteos matando a Goliat. Este relato popular y denso en colorido no carece de cierto humor. En un momento difícil de la guerra contra los filisteos, Goliat provoca a un campeón del campo israelita para un combate singular, para decidir de la victoria entre los dos ejércitos. Las tradiciones de la antigüedad ofrecen muchos ejemplos de estos combates singulares, especialmente el de Aquiles contra Héctor en la ¡liada. Nadie en el campamento israelita se atreve a recoger el desafío, ya que Goliat es un héroe fornido, peligroso y bien armado. Sin embargo, el joven y débil David se ofrece a ello. Saúl acepta enviarlo al combate y le reviste de su armadura. Pero el joven, demasiado delgado y poco entrenado, ni siquiera es capaz de caminar con esa caparazón de bronce y de hierro. Acude, pues, al combate con las manos desnudas, sin las armas clásicas, tan sólo con su honda y cinco piedras recogidas del torrente. Su verdadera arma es una confianza total en Dios: «Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahvéh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Ahora mismo te entrega Yahvch en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver y los cadáveres de los filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahvéh, porque de Yahvéh es esta guerra y os entrega en nuestras manos» (1 Sam 17, 45-47). De hecho, con un solo tiro de su honda, David alcanza con una piedra al filisteo en medio de la frente, le hace morir y le corta la cabeza.
Pero también hay que atender a las diferencias. Del combate de David han cambiado muchas cosas. Jesús no utiliza ni siquiera una honda; por el contrario, exige que vuelva la espada a la vaina. No mata físicamente a su adversario. Su victoria pasa por su propia derrota, puesto que es él el que es entregado a la muerte. Sin embargo, el primer combate anuncia el segundo y nos da una enseñanza capital sobre la doctrina bíblica de la salvación. Lo mismo que Yahvéh había liberado personalmente a su pueblo de Egipto bajo la guía de Moisés, el mediador, también libra a su pueblo de la amenaza de los filisteos por la acción de aquel al que ha escogido como su ungido y su «mesías». Y algún día salvará definitivamente a su pueblo por la vida, la muerte y la resurrección del único mediador, del único Cristo-Mesías, el que no es ya un hijo adoptivo como Moisés o David, sino su propio Hijo.
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Un combate singular es una parábola del combate singular que emprende Jesús, cabeza y representante de la humanidad, con el adversario, el pecado de los hombres y la muerte. Tanto en un caso como en el otro asistimos a una diferencia total en la fuerza y el poder de los hombres. Jesús es un David sin armas, débil y desprovisto de todo, entregado en manos de los que tienen la fuerza y la autoridad del poder político y religioso. Sin embargo, él viene en cierto modo a provocarlas en su terreno, con sus propias armas: a la manera de David, tiene en su favor la justicia y la inocencia, y sobre todo la confianza invencible de que realiza una misión y que Dios está con él. Ésa es el arma que le da la victoria. En ambos casos uno solo consigue la victoria para todos; y en los dos el combate da la salvación y libera al pueblo.
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La casa de David Para huir del que es ahora su enemigo implacable, David se convierte en un jefe de banda, en un «bandido», representando un largo «western»61 con Saúl, hasta que muere éste en la batalla de Gelboé. En adelante queda libre la plaza y, a pesar de los partidarios que siguen fieles al rey difunto, David es entronizado oficialmente como rey de Judá y de Israel. En David, liberador y pacificador de Israel en todo el territorio de la tierra prometida, se realizan aparentemente las promesas. El pueblo vive de la alianza y en la obediencia a la Ley. Pero lo mismo que la llegada a la cumbre de una montaña descubre otra cumbre todavía más elevada, la realización de las primeras promesas desemboca en una nueva promesa. Desde su origen el pueblo, que vive de la promesa de Dios, se ve arrastrado hacia el porvenir. Al final de sus guerras, bien instalado en su propia casa, David piensa en construir otra casa, es decir, un templo a Yahvéh, para que el arca no siga estando en una simple tienda, como en tiempos del itinerario del pueblo. Pero Dios le envía al profeta Natán para revelarle una nueva promesa, que va a jugar con el doble significado del término «casa». No es David el que construirá una casa a Dios, sino Yahvéh el que le dará a David una casa, esto es, una dinastía, que asegurará el linaje de sus sucesores y garantizará su re-
61. Expresión de G. Auzou, La danza ante el arca. Estudio de los libros de Samuel, Fax, Madrid 1971, 187.
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aleza para siempre en una estabilidad sin fallos. Esta promesa supone una visión de absoluto, tiene un carácter escatológico; hace del trono de David un trono de Dios entre su pueblo, y del rey un hijo de Dios por elección y adopción. En efecto, de David y de sus sucesores dice Yahvéh: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14), fórmula que recuerda una de las bendiciones de la alianza: «Seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un pueblo» (Lev 26, 12). El salmo 2, que parece tener su origen en una liturgia de entronización del rey, declara en nombre de Yahvéh: «Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo. Voy a anunciar el decreto de Yahvéh: él me ha dicho: 'Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy'» (Sal 2, 6-7). La unción real ha situado a su beneficiario en un orden de «santidad». En adelante se ha establecido una relación privilegiada entre Dios y el rey llamado a ejercer un nuevo tipo de mediación. El pastorcillo de los rebaños de Belén se convierte en el gran pastor del pueblo de Israel. Como Moisés, él será «el pastor de Israel» (2 Sam 5, 2). La alianza toma una forma nueva. Esta promesa es incondicional: no se dejará de cumplir en caso de pecado. No anula en ningún modo la alianza del Sinaí, sino que la concentra de algún modo sobre el rey. Como en los relatos de la alianza, la promesa va acompañada del recuerdo del papel decisivo que representa Dios en los éxitos de David. Lo mismo ocurrirá en el futuro, ya que construir una casa, un templo a Yahvéh no es un simple asunto humano: sólo puede cumplirse por orden de Dios. Ésa es la «alianza eterna» (2 Sam 2 3 , 5) establecida con David. David le responde a Dios con una plegaria conmovedora de acción d e gracias ante los beneficios recibidos, la fidelidad de Dios y la promesa renovada y concretada. Hace también un acto de humildad sobre sí mismo. «Por eso eres grande, mi Señor Yahvéh; nadie como tú, no hay Dios fuera de ti... ¿Qué otro pueblo hay en la tierra como tu pueblo Israel a quien Dios haya ido a rescatar para hacerle su pueblo, dándole renombre y haciendo en su favor grandes y terribles cosas, expulsando de delante de tu pueblo, al que rescataste, a naciones y dioses extraños? Tú te has constituido a tu pueblo Israel para que sea tu pueblo para siempre, y tú, Yahvéh, eres su Dios» (2 Sam 7, 22-24). La alianza con el pueblo pasa ahora por David y por su casa. Encontramos en esta página los elementos fundamentales de la estructura de la alianza. La iniciativa viene siempre de Dios; es un don gratuito. Dios «construye», para recoger la imagen que domina en esta página, la salvación de los suyos con David. Los bene-
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ficios pasados son la prenda de la realización de la promesa ya hecha. Su carácter incondicional y eterno queda expresado formalmente. Esto no quiere decir que Israel no tenga deberes. Pero la Irasgresión, aunque sea duramente castigada, será incapaz de lastimar la fuerza de la promesa. Esta promesa es una bendición para siempre. David, finalmente, lo mismo que Moisés, desempeña un papel mediador en la alianza entre el pueblo y su Dios. Jerusalén seguirá siendo «la ciudad de David», la capital del pueblo, el lugar donde resida el arca y donde se cumplan las funciones sacerdotales. La espera mesiánica El hombre está vuelto hacia el futuro. En la insatisfacción de la situación presente trabaja con vistas a un porvenir mejor. Este porvenir no sólo lo prepara, sino que lo sueña, lo imagina, lo anticipa. Esto vale de la vida personal lo mismo que de la vida familiar y social: el hombre hace planes, busca, hace prospecciones y se entraga actualmente a la futurología. Periódicamente se presentan revoluciones o ideologías nuevas que vienen a anunciar un mañana esplendoroso, a fin de movilizar esa energía humana. Se habla entonces de «mesianismos», que por otra parte suelen ser ambiguos y decepcionantes. Signo de una necesidad de salvación que invade al hombre en todos los planos en que tiene sentido esta palabra, desde lo más elemental hasta lo más elevado y lo más absoluto. La profecía de Natán representa un nuevo punto de partida en la esperanza de Israel: es la espera mesiánica. No se trata desde luego de un punto de partida absoluto: la promesa de un jefe mesiánico y salvador se remonta mucho más arriba: está presente en las bendiciones de Jacob (Gen 49, 10). Se la encuentra en la sorprendente profecía del adivino pagano Balaam, obligado a su pesar a anunciar los éxitos de Israel (Núm 24, 17). Desde su elección el pueblo liberado de Egipto se vuelve hacia el futuro: aguarda la realización de la promesa abierta hada el infinito q u e le ha hecho su Dios. Vive no sólo en la esperanza, sino de la esperanza. Igualmente el Deuteronomio, como hemos visto, hace remontarse a Moisés el anuncio del gran profeta.. Pero en adelante el «relanzamiento mesiánico» se hace central en la vida del pueblo. El rey, «el ungido de Yahvéh» es ya, por tanto, «mesías», es portador de una espera mesiánica ilimitada. Estuvo Moisés, luego Josué, luego los jueces y ahora el rey, sin contar a los sacerdotes y
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a los profetas. El rey tiene la figura de David, el amado de Dios al que todo le sale bien, el bienhechor de su pueblo, el depositario de la promesa. El reino de David es ya de alguna manera el reino de Dios. Por eso el pueblo se mostrará tan apegado a la descendencia carnal de David, portadora de la promesa del rey y liberador escatológico. El pecado y el arrepentimiento de David David, a quien todo le sale bien, David, el ungido de Yahvéh, es también un hombre débil y pecador. Su historia gloriosa se ve atravesada por una página dolorosa que los redactores bíblicos no han querido olvidar. Es una página ejemplar, porque nos muestra la dinámica propia del pecado, que se engendra a sí misma y se hace cada vez más grave, lo mismo que la de la conversión que abre a una vida nueva. Nos revela también la reacción de Dios ante el pecado, de un Dios que no castiga sino para poder conceder su misericordia y sacar partido del mal de los hombres, integrándolo en su designio de salvación. David ve desde su terraza a una mujer bañándose: la encuentra hermosa y se enamora de ella. La hace buscar y se une a ella. La mujer queda encinta. Pero Betsabé está casada con Urías, un oficial del rey. David le «robó» a otro su mujer y ha pecado gravemente. ¿Qué hacer para ocultar esta falta? El rey cree que basta con mandar a Urías que venga del frente a Jerusalén, para que baje a su casa y pueda de este modo asumir la paternidad del niño. Pero la estratagema no funciona: Urías se niega obstinadamente a entrar en su casa mientras todos sus compañeros de armas están en pie de guerra. David lo emborracha para que ceda. No lo hace. Entonces el rey, que había pasado de la debilidad de la carne al disimulo y la mentira, franquea las puertas del crimen. Ordena que Urías se vea envuelto en lo más duro de la refriega para que muera allí. Es exactamente lo mismo que Saúl había proyectado en otra ocasión para desembarazarse de David. Un asesinato político que no se confiesa y que se practicará hasta nuestros días. La cosa marcha: una vez Betsabé ha terminado su luto, David la acoge en su casa y se convierte en su mujer. Historias como éstas pasan a todos los héroes fundadores de pueblos. Ordinariamente se las considera normales, y hasta se les alaba por ellas. No ocurre así en la Biblia. La Biblia no muestra ninguna indulgencia con los pecadores, aunque sean los primeros personajes del pueblo. «Aquella acción que David había hecho
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desagradó a Yahvéh» (2 Sam 11, 27). Y Natán, el profeta de la promesa, acude a David con una parábola: un rico ha robado la oveja única de su pobre vecino para dar un banquete en honor de un visitante. El rey tiene un movimiento de cólera, el mismo que cualquier hombre bien nacido siente ante la injusticia: «Eso merece la muerte». No se da cuenta todavía de que así cae bajo el golpe de su propio veredicto. Conocemos la respuesta incisiva del profeta: «Tú eres ese hombre» (2 Sam 12, 7). A pesar de todos los innumerables beneficios recibidos de Dios, David ha de confesar que ha cometido un doble pecado. El relato parabólico abre el paso a la conversión de David. Esta historia de la oveja robada es ciertamente su historia y provoca su arrepentimiento. Su falta no es simplemente una falta contra Betsabé y Urías, sino un pecado contra Yahvéh. La tradición bíblica atribuye a David después de este pecado la composición del Salmo 50, el Miserere, el salmo por excelencia del pecador arrepentido: «Contra ti, contra ti sólo he pecado» (Sal 50, 6). El arrepentimiento sincero es omnipotente ante Dios: «Yahvéh perdona tu pecado; no morirás. Pero por haber ultrajado a Yahvéh con ese hecho, el hijo que te ha nacido morirá sin remedio» (2 Sam 12, 13-14), para dolor del rey. Pero David se levantará pronto de su desgracia: se une a Betsabé y le nacerá Salomón, el hijo que constituirá el primer eslabón de su linaje. Ya Abrahán había tenido una actitud muy ambigua haciendo en Egipto que su mujer Sara pasase por hermana suya (Gen 12, 11-13); ya Jacob había logrado la bendición de Isaac a costa de una mentira (Gen 27); ya Moisés se había mostrado incrédulo en el desierto y no pudo entrar por ello en la tierra prometida (Núm 20, 8-12); ya Aarón había fabricado el becerro de oro (Ex 32, 16); ya Saúl había sido rechazado por Yahvéh debido a una desobediencia concreta (1 Sam 15, 10-23). Pero el pecado de David es el pecado por excelencia, un pecado de hombre, en su realidad brutal. El ungido de Yahvéh sigue siendo por tanto un pecador, que tiene necesidad de perdón. El pecado del rey simboliza también el pecado de su pueblo,Por eso David será castigado no solamente con la muerte del niño, sino también con la rebelión de Absalón y las guerras suscitadaspor su sucesión. Pero el pecador David se convierte en el David arrepentido, modelo de la conversión sincera. David es el ejemplo del pecador salvado. Por eso Dios, fiel a su promesa, no lo rechaza, como había rechazado a Saúl. Acepta hacer de Salomón, un nuevo hijo de Betsabé, el heredero de la casa davídica. Dios sabe sacar el
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bien del mal que hacen los hombres, como lo había hecho en el caso de José. Así, en la genealogía de Jesús, se mencionará a Betsabé como la que fue mujer de Urías, detrás de la desviada Tamar y de la prostituta Rahab (Mt 1, 3-6). La salvación viene a buscar al hombre desde la más honda masa humana. Cristo, el único mediador, será el descendiente de los pecadores. Este relato es ya una parábola de la misericordia, muestra hasta dónde llega el perdón de Dios, cuando se trata de salvar al hombre: como en el caso del pródigo, devuelve el son del gozo y la alegría, hace exultar a los huesos devueltos a la vida, crea un corazón puro (cf. Sal 50, 1012). David, figura de Cristo La figura de David seguirá siendo para Israel la del Mesías. La tradición profética se complace en evocar a David. Los evangelios no vacilan entonces ante el título mesiánico que se le reconoce a Jesús: es «el hijo de David» (Mt 1, 1), título que no indica solamente su linaje humano y carnal, sino su función en los designios de Dios. Lo que había sido prometido y anunciado a David se cumple en Jesús. «Ten piedad de nosotros, hijo de David», dicen los ciegos (Mt 9, 27; 20, 30). Cuando la entrada mesiánica en Jerusalén la gente grita: «¡Hosanna al hijo de David!» (21, 9). Pero en Jesús hay algo más que en David: Jesús es el Señor de David» (Mt 22, 43.45). Lo mismo que David, Jesús nace en Belén. Las tribulaciones de David en su ancianidad, obligado a huir ante las amenazas de su hijo Absalón, bajando el torrente Cedrón y subiendo luego el monte de los Olivos llorando, con la cabeza velada, víctima de las injurias, maldiciones y piedras de Semeí (2 Sam 16), todo esto tiene lugar en el mismo sitio de la pasión de Jesús. También a Jesús se le aplica, aunque en plan de burla, en la cruz, el título mesiánico de «rey de los judíos» (Mt 27, 37). El relato de los reyes hasta la deportación L a promesa de Dios hecha a la casa de David tendrá que luchar contra el pecado siempre renovado del pueblo y de sus reyes. La historia de los reyes sucesores de David es muy compleja: encierra sin duda grandes figuras, como Salomón el sabio, el hijo de David, que construyó el templo de Jerusalén. Su reinado condujo al estado de Israel a la cumbre de su poder y de su gloria. Pero ya
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se observan sombras en el mismo, porque Salomón se entregó a mujeres extranjeras que lo apartaron de Yahvéh. Su sucesión fue ia ocasión de un cisma tristemente premonitorio entre el reino de Judá, en Jerusalén, donde reina Roboán, el hijo de Salomón, y el reino del norte, en donde reina su rival Jeroboán, en Samaría. Los dos libros de los Reyes dedican unas líneas a cada uno de los reyes de las dos dinastías del norte y del sur. El redactor, de forma sin duda un tanto simplificadora, caracteriza a cada uno de los reinados con dos expresiones estereotipadas: o bien, «hizo lo que es justo y agradable a Yahvéh», «imitando lo que había hecho David», o bien «el rey hizo lo que disgustaba a Yahvéh», es decir, además de cometer numerosos crímenes sangrientos, se dejó llevar al culto a los ídolos y a los sacrificios en los altozanos, siendo infiel a Yahvéh. Entre los dos grupos encuadrados de este modo quedan pocos intermedios. El pecado del rey es también el de los sacerdotes, y la actitud del monarca arrastra inevitablemente la del pueblo, en función de lo que autoriza o prohibe. En el reino del norte, en donde las sucesiones son de ordinario violentas, desde Jeroboán hasta el rey Oseas, el juicio es constantemente negativo, con algunos matices en beneficio de Hehú. La actitud pecadora del reino lo lleva a su ruina, a la deportación después de la toma de Samaría por el rey de Asiria (año 721). El redactor saca de todo ello esta enseñanza: «Esto sucedió porque los hijos de Israel habían pecado contra Yahvéh su Dios, que los había hecho subir de la tierra de Egipto... Habían reverenciado a otros dioses... reedificaron altozanos en todas las ciudades... y quemaron allí incienso como las naciones que Yahvéh había expulsado delante de ellos... Sirvieron a los ídolos acerca de los que Yahvéh les había dicho: "No haréis tal cosa"... Yahvéh advertía a Israel y Judá por boca de todos los profetas y de todos los videntes diciendo: "Volveos de vuestros malos caminos y guardad mis mandamientos y mis preceptos" ...Pero ellos no escucharon y endurecieron sus cervices como la cerviz de sus padres, que no creyeron en Yahvéh su Dios» (2 Re 7,17-14), En el reino de Judá la situación fue un poco mejor: en la dinastía en que los hijos suceden regularmente a sus padres, se cuentan diez reyes que fueron pecadores, especialmente Manases y Amón, y ocho considerados como justos, entre los que destacan las figuras de Ezequías y de Josías. Pero esto no bastó p a r a salvar al reino, que cayó en el año 586 en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia. El templo de Yahvéh fue incendiado, el r e y cayó prisionero, el pueblo fue dispersado y deportado a Babilonia en dos
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oleadas sucesivas. Lo que quedó, se puso bajo la autoridad de un gobernador babilonio. Tanto en el plano político como en el religioso, oficialmente Israel había dejado de existir. ¿Dónde están las promesas de Dios? El pecado de su pueblo parece haber acabado con ellas. Es ahora el tiempo del destierro, nuevo éxodo junto a los ríos de Babilonia. En esta prueba purificadora el resto de Israel recobra la conciencia de sí mismo. Se calla y aguarda. Hay todavía algunos pequeños signos de que el porvenir no está cerrado por completo. Todos estos relatos de historias demasiado humanas constituyen una especie de repetición de las peripecias de las relaciones del pueblo pecador con su Dios durante los primeros tiempos de la elección, de la alianza y del desierto. La misma actitud de fondo en ambas partes: por un lado un pueblo de dura cerviz, siempre dispuesto a olvidarse de su Dios, con arrepentimientos fugitivos; podría hablarse de un pueblo desesperante, si Dios fuera capaz de desesperar del hombre; por otra parte, un Dios cuyo don siempre toma la forma de perdón, un Dios de paciencia infinita, que castiga severamente sin duda, pero siempre con la esperanza de hacer que su pueblo se corrija, un Dios que no deja de tomar iniciativas, especialmente enviando a sus profetas, a fin de evitar lo irreparable, en una palabra, un Dios continuamente en acto de buscar a su pueblo, un Dios que no renuncia jamás a realizar su salvación. Porque el tiempo de los reyes es también el de los profetas. El sentido espiritual de toda esta historia de la realeza que se viene abajo en la prueba trágica de la deportación, la gran lección del destierro y del retorno, la encontramos en sus oráculos, a través de la alternancia de sus apelaciones vehementes y sus amenazas y de sus palabras de consuelo y de esperanza. Así pues, vamos a interrogar a continuación al relato de los profetas.
IV.
E L RELATO DE LOS PROFETAS
E l género de la profecía es diferente del de las historias que nos han ocupado hasta ahora. La función del profeta no es, efectivamente, narrar el pasado; es decir en nombre de Dios lo que está en juego en el presente, es denunciar el pecado y advertir de sus posibles consecuencias, es invitar al rey y al pueblo a la conversión por el respeto a la alianza y a la Ley, es finalmente alimentar la esperanza del pueblo orientando sus miradas hacia la realiza-
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ción venidera de las promesas de Dios. En todos estos papeles el profeta es un «vigía», un testigo de la alianza y de la fidelidad de Dios, la presencia de su iniciativa siempre gratuita al lado de su pueblo. Sin embargo también el profeta hace un relato. Y su relato es a la vez del pasado y del futuro: ¿cómo, en efecto, advertir de lo que amenaza al pecador, sin recordar sus faltas y decir anticipadamente lo que corre el peligro de sucederle? ¿Cómo convertirlo a Dios sin repetirle todo lo que Dios ha hecho por él desde su liberación de Egipto y sin describirle la salvación hacia donde quiere llevarle su redentor? Además, está toda la serie de parábolas narradas para hacerle comprender las cosas, como hará el mismo Jesús. Estas parábolas son vividas muchas por el profeta que realiza un gesto simbólico de lo que él anuncia en nombre de Yahvéh: ese gesto puede incluso afectar muchas veces a su vida privada. Su existencia misma se convierte así en el testimonio de su palabra. Su vida y su ministerio no hacen más que una sola cosa: también en esto anuncian la manera de obrar de Jesús, para quien la palabra compromete siempre a la obra. El profeta es asimismo un mediador. Ya hemos visto que el Deuteronomio hacía de Moisés, el mediador de la alianza, un profeta (Dt 18, 15). La continuidad entre Moisés y los profetas supone un cierto intercambio de determinaciones. Éstos son a su vez mediadores entre Yahvéh y el pueblo. Respecto a los reyes y los profetas, constituyen un contra-poder de naturaleza espiritual. Las desgracias con que amenazan tienen una repercusión política. Pero su mirada va siempre más allá de las coyunturas inmediatas: en medio de las peripecias del momento disciernen la venida entonces lejana de la salvación definitiva. El presente está preñado de un aliento de eternidad. Comprenden ya la historia de la salvación como una historia de muerte y de resurrección. A través d e la palabra de los profetas, es en definitiva el corazón de Dios el que habla. En ellos es donde hemos de buscar la verdadera imagen de Dios. El profetismo en Isratl El profetismo es muy antiguo en Israel. Una mirada retrospectiva de la historia llwa a ciertos autores bíblicos a dar e s t e título no solamente a Moisés, sino también a Abrahán. Samuel e s también considerado cono un profeta. Ya hemos visto a N a t á n intervenir dos veces, de fema decisiva, ante el Rey David. El profetis-
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mo se manifiesta luego por el ciclo de los relatos de Elias y de Eliseo en el reino del norte. Más tarde, los profetas-escritores intervienen a su vez tanto en el norte como en Jerusalén, ante los reyes y el pueblo, para hacerles volver a la alianza con Yahvéh y conducirlos así a una fe más espiritual. Son Amos y Oseas los que ejercen su ministerio en el norte. Isaías interviene ante Acaz en Jerusalén. Y Jeremías amonesta al pueblo en los últimos tiempos del reino de Judá. Algunos profetas seguirán también a los deportados en Babilonia, como Ezequiel. Pero la prueba del destierro no durará más que un tiempo. Ciro, el monarca persa, se apodera a su vez de Babilonia y promulga en el 538 un decreto autorizando a los israelitas a volver a su casa. Israel ve en este edicto una proclamación hecha en nombre de Yahvéh. El pueblo elegido volverá entonces a Jerusalén, reconstruirá el templo y emprenderá de nuevo su culto. No será ya ciertamente un reino, sino una comunidad gobernada por jefes del ambiente sacerdotal. Una nueva generación de profetas le acompañará en esta restauración.
Dios de la alianza. Oseas tiene de su mujer tres hijos que reciben, por orden de Yahvéh, unos nombres simbólicos que expresan a la vez la amenaza y el rechazo: el primero evoca la matanza y la sangre; el segundo anuncia que Dios ya no tiene piedad ni cariño con Israel; finalmente, «No-mi-pueblo», el nombre del último hijo, va en contra de la carta misma de la alianza: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». En adelante, Yahvéh no es ya el Dios de Israel; Israel no es ya el pueblo de Yahvéh. Aparentemente, es la ruptura total. Pero esta condenación queda inmediatamente anulada por la promesa sorprendente de su contrario: el pueblo se multiplicará como la arena del mar, lo cual evoca la promesa hecha a Abrahán (Gen 22, 17); los reinos de Judá y de Israel se reconciliarán; la palabra de la alianza se reafirma: «Diréis a vuestro hermano: "Mi-pueblo", y a vuestra hermana: "Hay compasión"» (Os 2, 3). En una palabra, es la salvación final. ¿Cómo comprender este cambio de actitud? Por la lógica del amor.
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De la denuncia del pecado a la seducción del amor: Oseas Oseas es un profeta del reino del norte, que vivió en tiempos de los últimos reyes de Israel. Es una época en que dominan la injusticia, la corrupción y más aún la apostasía del pueblo, que vuelve al culto de los Baales locales. La predicación de Oseas se inscribe en una lógica amorosa; está construida sobre el drama de los celos conyugales. Efectivamente, en el caso de Oseas, la vida privada del profeta se pone al servicio de su ministerio, Los pesares de su propio matrimonio adquieren un valor de parábola de lo que ocurre entre Yahvéh e Israel. En un mismo movimiento Oseas narra su historia personal y la historia de Dios con su pueblo. No tiene necesidad de ir a buscar una historia de fuera. Lee en la suya misma un sentido universal. Realiza de la manera más concreta lo que nos invita a hacer: comprender que en esta historia se trata de cada uno de nosotros. Oseas recibe de Dios la orden de tomar por esposa a una prostituta, Gomer. Es difícil decir lo que supone exactamente este término en la vida de Gomer (¿entregade su virginidad en un templo de Baal, dios de la fecundidad? ¿prostitución sagrada?). Pero es un término escogido adrede por el profeta para designar de la forma más realista la infidelidad y la apostasía del pueblo ante el
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El mismo movimiento antinómico se reproduce en el oráculo que sigue y explícita las cosas. Su primera parte (2, 4-15) es una violenta diatriba en donde Yahvéh trata a Israel como esposa infiel y prostituida. La imagen es inseparable de la realidad: todas las palabras pertenecen al registro de los celos amorosos y pasionales, sin retroceder ante las alusiones más crudas. El esposo traicionado se imagina entonces toda una serie de represalias: la dejare totalmente desnuda, la haré parecida al desierto, la meteré en la cárcel, le retiraré el alimento, la bebida y el vestido, proclamaré su desvergüenza. Los celos parecen implacables y se imaginan castigos sin cuento. Mantiene la modesta esperanza de que este trato obligará a arrepentirse a la culpable, por razones básicamente interesadas. ¿No dirá ella: «Me iré y volveré a mi primer marido, que entonces me iba mejor que ahora?» (Os 2, 9). Se piensa en la reflexión parecida del hijo pródigo, cuando pasaba hambre entre los puercos (Le 15, 17). La prostitución de Israel s e resume en una palabra: el olvido de Yahvéh: «Se olvidaba de mí» (2, 15). ¿Hasta dónde llegará esa loca carrera, que se imagina castigos siempre nuevos? En el paroxismo de la cólera y del amor traicionado, Yahvéh llega a una decisión última, que es a la vez la cima del castigo y su supresión: la seducción (2, 16-25). Un golpe teatral, un cambio completo de actitud. Como un desesperado, Yahvéh exclama: «Por eso yo la voy a seducir: la llevaré al desierto y hablaré a su corazón (Os 2, 16). Hay que subrayar ese «por eso», aparentemente injustificable dentro de una lógica normal; es el resultado de la lógica amorosa, que sólo pueden comprender los ena-
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morados. El verdadero castigo es una seducción nueva, un amor que vuelve a los orígenes de los primeros amores del desierto, cuando en tiempos del Éxodo Israel era la novia de su Dios. La palabra «desierto» realiza este paso misterioso. La amenaza «la pondré hecha un desierto», se convierte en una elección nueva: «la llevaré al desierto» (2, 16). Yahvéh expresa esta declaración de amor bajo la forma de una promesa solemne: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvéh» (Os 2, 21-22). Amar y conocer son aquí casi sinónimos: van a la par tanto en el matrimonio como en la relación con Dios. Por eso el texto vuelve al caso de Oseas, para que sea símbolo de la reconciliación como lo fue de la ruptura (3, 15). Oseas volverá a tomar a su mujer: incluso la compra o la rescata para liberarla. «Paga por ella», como lo hará Dios. Porque la redención cuesta al que ama. Vemos apuntar aquí, discretamente, un tema que se convertirá en el del «rescate» en el Nuevo Testamento. La seducción de un amor que fuerza todas las resistencias, la seducción que convierte, que hace de la prostituta una esposa fiel, ¿no es ésta una de las más bellas expresiones de la salvación en la Biblia? Hay violencia, la del amor más fuerte que todo y cuyo atractivo es irresistible; pero esta violencia del amor no enajena, es gracia y hace libre. El Antiguo Testamento nos revela así algo que el Nuevo confirmará con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús: el cómo de nuestra salvación se realiza por la fuerza seductora del amor. Habrá que poner esta palabra en el corazón de las categorías de la salvación.
el mismo cambio apasionado del amor: «Pero yo me acordaré de la alianza que pacté contigo en los días de tu juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna... Que yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy Yahvéh» (Ez 16, 60-62). El retorno amoroso contiene una promesa totalmente nueva: no ya el restablecimiento de la primera alianza, sino la conclusión de una alianza eterna. Como si el mismo pecado hubiera motivado un plus en el don... El Cantar de los cantares, contemporáneo de la vuelta del destierro, orquesta este mismo tema en una serie de poemas. Este libro, que pertenece a la tradición sapiencial, es un largo canto nupcial, de un realismo impresionante. Muchos exégetas leen en él ante todo una exaltación del amor humano, que no retrocede ante numerosas expresiones eróticas, y se inclinan a mantener distante la interpretación espiritual. Pero toda la tradición, tanto judía como cristiana, ha leído en él con fervor el drama de las peripecias del amor de Dios con su pueblo. Para los cristianos el Amado del Cantar no puede ser en definitiva más que Cristo. Por eso es inmensa la literatura de los comentarios al Cantar, desde Orígenes hasta san Bernardo, desde Juan de la Cruz hasta Paul Claudel62. Todavía se seguirá discutiendo desde luego para saber si el amor humano es la realidad, y el amor de Dios a su pueblo es una imagen, o al contrario. Hay una cosa segura: la razón de la inserción de este libro en el canon de las Escrituras viene de la inmanencia transparente del sentido espiritual en el sentido literal. El Cantar es una trasposición libre del tema profético que se origina en Oseas, se vuelve a encontrar en Jeremías y Ezequiel, así como en las últimas partes del libro de Isaías.
El amor nupcial: de Jeremías al Cantar de los cantares El texto de Oseas no es un texto aislado en la Biblia: el tema de la seducción y del amor conyugal de Yahvéh, vencedor de todas las infidelidades de su esposa, aparecerá repetidas veces. Jeremías, en medio de sus tribulaciones, exclama: «Me has seducido, Yahvéh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido» (Jer 20, 7). Ezequiel recoge en un largo oráculo sobre las infidelidades de Israel (Ez 16) el mismo lenguaje que Oseas: Yahvéh tuvo piedad de una niña abandonada, agitándose en su sangre; la lavó, la educó, la visitó y la adornó... Pero ella se prostituyó con todos los dioses del pais. Por eso Dios la amenaza: «Yoy a aplicarte el castigo de l a s mujeres adúlteras y de las que derraman sangre: u entregaré a l furor y a los celos» (Ez 16, 38). ¿Pero en qué desembocará la larja secuencia de los castigos evocados? En
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El Cantar, como un poema de nuestros autores medievales, va describiendo los altibajos, las incomprensiones y sufrimientos, los éxtasis del encuentro y los desgarros de la ausencia, en una palabra el «trabajo» del amor. Ha podido hablarse a propósito del mismo de las «cuatro estaciones del amor»: «el invierno del destierro, la primavera del noviazgo, el verano de las bodas, el otoño de los frutos»63. La Amada es frágil, vibrante de pasión, pero capaz de languidecer y desalentarse; por eso el Amado corre hacia ella y finge luego abandonarla, pero siempre con vistas a ahondar 62. Esta tradición ha sido ampliamente estudiada en el libro de B. ARMINJON, La cántate de t'amour. Lecture suivie du Caldque des Cantiques, DDB/BeLlarmin ParísMontréal 1983. 63. Cf. B. ARMINJON, O. C, que titula isí los cuatro cantos del Cantar.
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su deseo. La pone a prueba y experimenta su fidelidad, antes de que el amor sea definitivamente victorioso. Es él mismo el que dirige el juego y el que busca, con todos los subterfugios del amor, atraer a su esposa. «Así los cinco poemas del Cantar —concluye B. Arminjon— pueden considerarse como los cinco actos de un drama, el único drama en realidad, que se representa en este mundo: el de la aventura, rica en tormentos y en gozos, del hombre solicitado indefinidamente por el amor loco de su Dios»64. Esta imagen, y sin duda más que imagen, del amor nupcial, es ciertamente una de las líneas de fuerza de la revelación de la salvación, es decir, de lo que hay que comprender concretamente con la expresión técnica de la teología de un K. Rahner: «la absoluta, indebida e indulgente autocomunicación» de Dios65. El profeta del rey mesiánico: Isaías, el libro del Emmanuel El libro del Emmanuel es considerado como la célula-madre de la colección de Isaías. Lo introduce la solemne visión de la gloria real y de la santidad de Yahvéh que tiene el profeta en el templo de Jerusalén. Esta visión es la hora de su vocación: Isaías se reconoce pecador en medio de un pueblo pecador, pero un serafín purifica sus labios con una brasa para perdonar sus pecados. El profeta es enviado entonces en misión para ser el mensajero de Yahvéh, misión penosa, puesto que se trata de advertir a un pueblo que se niega a escuchar. Reina entonces Ajaz, uno de los que hicieron lo que «disgusta a Yahvéh». Isaías es enviado a él y le dirige una serie de oráculos bastante oscuros (el mismo profeta habla de un testimonio «envuelto» y sellado»: cf. Is 8, 16), en la que alternan los anuncios de desdicha y de felicidad. Desdicha, ya que el país se verá arrasado y desierto; felicidad, porque se anuncia el nacimiento del Emmanuel, que se traduce «Dios con nosotros» y se promete la salvación de un pequeño resto en Israel así como la llegada de un rey justo que traerá consigo la reconciliación escatológica del universo. El sentido del relato consiste en recordar el designio salvador de Dios, en el mismo momento en que éste se ve obligado a castigar a un pueblo infiel. En medio de unos oráculos de especial severidad se inserta entonces la profecía más central del mesianismo real.
64. B. ARMINJON, O. C, 357. 65. K. RAHNER, Curso fundamental,
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Isaías viene primero a recordar a Ajaz que Dios es más fuerte que los dos reyezuelos que se preparan a atacarle: no tiene por qué tener miedo. El profeta apela a la fe del rey en Yahvéh y a su confianza con la fórmula solemne de advertencia: «Si no os afirmáis en mí, no seréis firmes» (Is 7, 9). Anuncia luego el signo misterioso del Emmanuel: «El Señor mismo va a daros una señal: he aquí que la doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada y miel comerá, hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno» (Is 7, 14-15). Este niño, que podemos identificar en la primera intención de la profecía en el hijo que va a nacer de Ajaz, Ezequías, un futuro rey «piadoso», se dejará conducir por la justicia; será también testigo de la realización de las advertencias de Isaías. Pero la solemnidad del oráculo, como la característica misteriosa de este nacimiento —sin el que no habría signo— supone un incremento de sentido que no se agota con esta primera realización. El profeta visionario ve como en sobreimpresión el futuro próximo y el futuro mesiánico lejano en el que Dios multiplicará sus signos y sus maravillas. La profecía del Emmanuel es la profecía del rey mesiánico, salvador de su pueblo. Prolonga la profecía de Natán iluminando la figura del «hijo de David» escatológico. La tradición cristiana más primitiva, puesto que se remonta a los mismos evangelios, no se engañó en cuanto a esto. En el Emmanuel, cuyo nombre resulta especialmente revelador del don de Dios, vio el anuncio del nacimiento virginal de Jesús del seno de la virgen María. El oráculo de Isaías no habla ciertamente de «virgen», sino de «doncella», de «mujer joven»; pero lo cierto es que este nacimiento tiene que ser un signo, que se destaca el papel de la madre y no del padre del niño —lo cual es un rasgo común con las maternidades excepcionales de las mujeres estériles—, y que el término hebreo de almah no se utiliza nunca para una mujer casada. Todo esto no indica el milagro, pero insinúa el misterio, ligado a una iniciativa impresionante de Dios. Pues bien, allí está la traducción sorprendente de los Setenta, que dice en griego «virgen» en donde el hebreo decía «mujer joven». Esta «ingeniosidad» interpretativa, sensiblemente anterior a la venida de Jesús, es el eco de la meditación religiosa del pueblo j u d í o sobre el texto. El evangelio de Mateo cita entonces con toda naturalidad el oráculo de Isaías según la traducción de los Setenta: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: "Ved que la virgen concebirá y dará a l u z un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel", que traducido sig-
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nifica: "Dios con nosotros"» (Mt 1, 23). El nacimiento virginal de Jesús es el signo de que Dios está en adelante con nosotros. Toda la tradición cristiana hará lo mismo. ¿A quién puede aplicarse mejor este nombre de Emmanuel que a Jesús? Jesús es «Dios salva», es también «Dios con nosotros». Pero la profecía de Isaías no se detiene aquí. El horizonte sombrío de las amenazas próximas que rodea al oráculo se ilumina de pronto con una luminosa epifanía mesiánica, centrada una vez más en la venida de un niño real: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz... Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, el señorío reposará en su hombro, y se llamará ' Admirable-Consejero', «Dios-poderoso», 'Siempre-Padre', 'Príncipe de Paz'. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia. Desde ahora y hasta siempre, el celo de Yahvéh Sebaot hará eso» (Is 9, 1 -6).
Después de nuevos oráculos de desgracia —«sólo un resto de él volverá; está decidido el exterminio que acarrea la justicia» (Is 10, 22)—, el profeta vuelve al mismo tema: «Saldrá un vastago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh: espíritu de sabiduría e inteligencia espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvéh... No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Is 11, 1-4).
La justicia de este rey traerá no solamente la paz, sino la reconciliación definitiva del hombre con la naturaleza en una figura paradisíaca de la creación:
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«Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa serán compañeras, juntas acostarán sus crías; el león, como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvéh, como cubren las aguas el mar» (Is 11, 6-9).
Serán otras tantas profecías en donde se leerán los rasgos del ministerio y del acontecimiento de Jesús. Éste es en líneas generales el libro de Emmanuel, cuyos diversos aspectos es preciso mantener juntos. Es el oráculo central del mesianismo real, expresado por toques sucesivos y discontinuos. Así, en el mismo momento en que el reino de Israel se acerca a su fin, en que la realeza davídica de Judá empieza a dar signos moríales de desgaste, en que el pueblo vive en un pecado que lo hace frágil frente a sus enemigos, en que se diluye la esperanza mesiánica, resuena en labios de Isaías uno de los oráculos más prometedores y más ricos de la historia de Israel. Sea lo que fuere de los castigos próximos, Dios salva y salvará a los suyos a través de un pequeño resto y guía la historia hacia la venida del rey mesiánico que con su persona colmará todas las esperanzas. Mediante este niño real dará la paz y la felicidad; más aún, se dará a sí mismo. Si el rey, el sacerdote y el profeta son, cada uno a su manera, mediadores entre Dios y el pueblo, Jesús verificará ese nombre de forma única e insuperable. Tendrá los rasgos de un hijo de los hombres, nacido de una mujer; vivirá según la justicia y será al mismo tiempo Dios-con-nosotros, Dios en persona. La profecía hace aquí el relato envuelto y misterioso del futuro. Dios no abandona a su pueblo, no se cansa de él; lo tasca siempre: por eso le enviará a su propio Hijo. Jeremías, ajusto doliente Jeremías, profeta deJerusalén, vivió el período trágico durante el cual llegó a su ruina elreino de Judá. Conoció el asedio de la ciudad, su conquista por el enemigo, el incendio del templo y la doble depor-
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tación. Su libro, en cuya redacción intervinieron sus discípulos, nos ofrece muchos detalles biográficos, desgraciadamente algo desordenados, sobre su propia vida. Aparte de varios relatos que hablan de él en tercera persona, Jeremías habla de sí mismo en algunos pasajes que se han dado en llamar «confesiones». El drama de su pueblo se convierte en su drama personal. Porque este hombre de alma pacífica se ve condenado a profetizar la desgracia, la ruina del templo y el destierro, a riesgo de ser tratado de derrotista, de ser perseguido y encarcelado. No solamente en su ministerio apela a gestos simbólicos, sino que su mismo destino es el de sufrir en razón de su mensaje, de sufrir por la justicia. Por vocación se ve conducido a oponerse a los reyes, a los sacerdotes y a los falsos profetas. Llama a la conversión y a la observancia de la ley. Pero desconfía de la conversión de su pueblo. Jeremías coincide en el sufrimiento con los acentos de Job; es un salmista conmovedor en su desamparo; más aún, es una figura de Cristo, el justo doliente, el que morirá por fidelidad a su misión. Jeremías recoge burlas, maldiciones y persecuciones de parte de las gentes de su aldea de Anatot y de los miembros de su familia: «Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin saber que contra mí tramaban maquinaciones: "Destruyamos el árbol en su vigor; borrémoslo de la tierra de los vivos y su nombre no vuelva a mentarse"» (Jer 11, 19). Los habitantes de Anatot quieren acabar con él y le dicen: «No profetices en nombre de Yahvéh, y no morirás a nuestras manos» (v. 21). Por eso el profeta deprimido conoce una crisis interior y llega a maldecir el día de su nacimiento: «¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz varón discutido y debatido por todo el país!... Yahvéh, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis perseguidores... Sábelo: he soportado por ti el oprobio» (Jer 15, 10-15). Dios le ha prometido ciertamente protegerle y librarle de la mano de los malvados y le renueva su llamada; pero los malvados no renuncian a sus proyectos de muerte: «Venid y tramemos algo contra Jeremías, porque no va a faltarle la ley del sacerdote, el consejo al sabio, ni al profeta la palabra. Venid e hirámosle por su propia lengua: estemos atentos a todas sus palabras» (Jer 18, 18). Esta amenaza pone a Jeremías en contradicción con las tres grandes autoridades espirituales del pueblo: el sacerdote, el sabio y el profeta. Así pues, están en su contra todas las instituciones religiosas de Israel. Una vez es un sacerdote el que le hace dar una paliza y meterlo en el calabozo (20, 2). Otra vez, como Jeremías ha pronunciado por orden de Yahvéh una amenaza al pueblo rebelde contra la ley, los sacerdotes y los profetas, con el acuerdo de todo el pueblo, «le prendieron diciendo: "¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombie de Yahvéh, diciendo: Como Silo
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quedará esta Casa y esta ciudad será arrasada sin quedar habitante?"» (26, 8-9). Se nombra un tribunal ante el que es acusado Jeremías por sus palabras contra el templo y contra la ciudad: «¡Sentencia de muerte contra este hombre, por haber profetizado contra esta ciudad, como habéis oído con vuestros propios oídos!» (25, 11). Esta acusación, que se parece curiosamente a la que fue presentada contra Jesús, queda desechada, porque Jeremías ha hablado en nombre de Yahvéh y sus amenazas tienen precedentes en la tradición profetica. Por esta vez, Jeremías queda en libertad. Pero esta amenaza continua le provoca a quejarse ante Dios en su oración y a reclamar justicia. Porque no ha llegado aún al fondo de sus penas. Otra vez Jeremías es encerrado en un calabozo subterráneo y abovedado, por resultar sospechoso de querer pasarse al enemigo (37, 11-14). Por intervención del rey Sedecías, su suerte mejoró un poco, ya que pasó a verse custodiado en el patio de guardia. Pero la reincidencia en sus palabras, consideradas como derrotistas, le valió ser echado a una cisterna: «en el pozo no había agua, sino fango, y Jeremías se hundió en el fango» (38, 6). Fue sacado de allí antes de que muriera, pero siguió en prisión hasta la caída de Jerusalén. ¿Por qué recordar los sufrimientos de Jeremías en una reflexión sobre la salvación? Porque estos relatos nos dicen con claridad por qué es onerosa la redención. Nos recuerdan un mensaje que se desprendía ya de la historia de José y sus hermanos: la justicia es intolerable para los malvados. Con su mera presencia el hombre santo, el inocente, el que proclama simplemente la verdad, el que invita a la conversión, es odioso a los que defienden la mentira, el orgullo y la violencia. Toda su existencia es un vivo reproche; su palabra es insostenible (cf. Jn 6, 60). El malvado se siente desenmascarado y no puede permitir que se pierda su prestigio. Por eso la santidad y la justicia provocan y exacerban a los que están en su contra. Todo será bueno para acabar con el justo. El malvado se porta entonces como un enfermo que entra en crisis en el mismo momento en que el médico le presenta el tratamiento destinado a curarle. Esta misma reacción aparecerá más tarde en labios de los malvados en el libro de la Sabiduría: «Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara fallas contra la Ley... Se gloría de poseer el conocimiento de Dios, y se llama así mismo hijo del Señor. Es u n reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible... Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará» (Sab 2, 12-20). Ésa fue la suerte de Jeremías y será luego la suerte de Jesús. Porque el destino del profeta anuncia el destino del mismo Jesús, el Salvador que morirá en el cumplimiento de su misión. San Jeróni-
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mo es sin duda el primero en ver en Jeremías una figura de Cristo: «Pienso con toda certeza que nadie fue más santo que Jeremías, él que, siendo virgen, profeta, santificado desde el seno de su madre, prefigura a nuestro Señor y Salvador con su mismo nombre»66. En efecto, no es difícil establecer relaciones entre los rasgos de los sufrimientos de Jeremías y los de Jesús. Testigo de una tradición larga que le precede, Bossuct lo señaló magníficamente: «¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? (Hech 7, 52). Uno de los más perseguidos por haberles dicho la verdad y que de este modo se convirtió en una de las más ilustres figuras de Jesucristo continuamente perseguido por el mismo motivo, es el profeta Jeremías67. Tanto el uno como el otro conocieron el enfrentamiento con las autoridades del pueblo y el proyecto de muerte contra ellos, que se iba haciendo cada vez más amenazador; anunciaron la destrucción del templo, lo cual constituyó el motivo de su proceso; el calabozo y la cisterna de Jeremías pueden presentarse como figuras del sepulcro de Jesús; y en el corazón de la adversidad tuvieron los dos el mismo comportamiento, se entregaron a la misma intercesión y demostraron la misma fidelidad a su misión. El mismo Jesús hará referencia a la persecución de los profetas (Mt 5, 12; 23, 29-31.37) y se inscribirá, a sí mismo y a sus discípulos, en la tradición de las víctimas de esta persecución. En Jeremías y en Jesús se manifiesta la obstinación humana tal como es: el exceso del rechazo opuesto por la injusticia, la mentira, la violencia y el odio, a la santidad, a la justicia y al amor. Es la revelación plena de lo que estaba en juego en el pecado de los orígenes. Después del destierro: el libro de la consolación de Israel (Is 40-45) Los setenta años de destierro en Babilonia constituyen para Israel el tiempo del gran castigo por sus infidelidades. Pero la vuelta del destierro, una especie de repetición de la entrada en la tierra prometida, le da a todo este tiempo el valor de un nuevo éxodo. La prueba junto a los ríos de Babilonia y el regreso a la gracia y el favor de Dios son como una nueva parábola en acto de la salvación. Por eso no es de extrañar que este acontecimiento haya sido celebrado con gran esplendor: el renacimiento del pueblo de Jerusalén es una creación nueva, abre hacia el porvenir de una salvación definitiva.
66. JERÓNIMO, In Jeremiam 23,9: P.L. 24, 822.
67. JJ. BOSSUET, Méditations sur l'Évangile, Vrin, París 1966, 299. Los paralelismos entre Jeremías y Jesús llegan hasta la p. 320 (98-109).
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Un libro nos ofrece el «relato profético» de este hecho, el libro de la consolación de Israel (capítulos 40 al 55 de Isaías), que se suele atribuir al «segundo Isaías», es decir, a un profeta contemporáneo del final del destierro. Es un libro de ternura y de piedad, un libro esencial para la revelación de la naturaleza de la salvación y de la verdadera imagen de Dios. Es el escrito que recoge los cuatro cantos del siervo de Yahvéh, poemas que figuran entre las páginas más hermosas del Antiguo Testamento. El libro comienza con un «indicativo» que da el tono: «Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satislecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahvéh castigo doble por todos sus pecados» (Is 40, 1-2). Otro indicativo, el mismo que recogerán los evangelistas para introducir el ministerio de Juan Bautista, precursor de Jesús: el anuncio de la intervención ya próxima de Yahvéh: «Una voz clama: En el desierto abrid camino a Yahvéh...» (Is 40, 3). Porque el perdón se traduce por la venida misma de Dios salvador a su pueblo: «Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Yahvéh con poder y su brazo lo sojuzga todo... Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas» (Is 40, 9-11). Esta imagen pastoril evoca la paz, la unión, el afecto y la seguridad; es una imagen de la salvación, que recogerán los evangelios para señalar el ministerio de Jesús, con la parábola de la oveja perdida y vuelta a encontrar (Le 15, 3-7) y la del buen pastor que conoce a sus ovejas y es conocido por ellas (Jn 10, 1-18). Tres grandes movimientos proféticos desarrollan el tema de la consolación y de la salvación e introducen en los cantos del Siervo. El primero (Is 40, 12-31) responde a la cuestión: ¿Quién es Dios? La respuesta se basa en dos afirmaciones paradójicamente solidarias: Dios es el Totalmente Otro y el Totalmente Cercano. Por una parte, es el Dios creador del cielo y de los astros, de la tierra y del mar, cuya transcendencia absoluta atestigua el universo con su infinitud; ante él las naciones «son como gota de un cazo» (v. 15), es decir, nada, lo mismo que sus ídolos. Ninguna representación puede dar cuenta de esc Dios: «Pues, ¿con quién asemejaréis a Dios, qué semejanza le aplicaréis? (v. 18). En efecto, ¿quién es igual a él? (cf. v. 25). Israel debería, sin embargo, haber reconocido a ese Dios, puesto que él mismo se le había revelado: «¿No os lo había mostrado desde el principio? ¿No lo entendisteis desde que se fundó la tierra?» (v. 21). Por otra parte, esc mismo Dios es el que se ocupa con cariño de Israel y lo tiene bajo su providencia. Israel, por tanto, hace mal en dudar y decir: «Oculto está mi camino para Yahvéh» (v. 27). Los jóvenes pueden ciertamente
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cansarse, pero Dios «no se cansa ni se fatiga» (v. 28). Ese Dios merece la confianza. Todo este discurso es una llamada a la fe en Dios. El leit-motiv del segundo movimiento (Is 41, 1-20) es: «No temas». El profeta anuncia entonces la venida de un liberador victorioso, que hace alusión a Ciro, el que va a liberar a Israel de la cautividad de Babilonia. Luego se vuelve con ternura hacia el pueblo para recordarle el dato fundamental de su elección: «Y tú, Israel, siervo mío, Jacob, a quien elegí, simiente de mi amigo Abrahán; que te así desde los cabos de la tierra y desde lo más remoto te llamé y te dije: "Siervo mío eres tú, te he escogido y no te he rechazado": no temas, que contigo estoy yo, no receles, que yo soy tu Dios... Porque yo, Yahvéh tu Dios, te tengo asido por la diestra. Soy yo quien te digo: "No temas, yo te ayudo". No temas, gusano de Jacob, oruga de Israel: yo te ayudo —oráculo de Yahvéh— y tu redentor es el Santo de Israel» (41, 8-14). El tercer movimiento (Is 41, 21-42, 12) comienza con un desafío lanzado a las naciones, cuyos dioses son incapaces de explicar la historia. Yahvéh, por el contrario, es único señor, capaz de suscitar a Ciro como siervo suyo. Pero el siervo Ciro no es más que una respuesta provisional a las necesidades de la salvación. No hace más que introducir la presentación del misterioso «siervo de Yahvéh»... Este desarrollo prosigue con un himno de victoria. Porque «Yahvéh como un bravo sale» (42, 13). A pesar de la ceguera y la sordera de un pueblo que tarda en convertirse, está decidido a salvar a Israel, ya que es su creador y su salvador (los dos datos estrechamente ligados en este libro), el goel ** de los suyos. Sólo hay una razón para este comportamiento, su predilección por Israel: «Ahora así dice Yahvéh, tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel: "No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío... Porque yo soy Yahvéh, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto..., dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. No temas, que yo estoy contigo» (43, 1-5). Hay que subrayar aquí ante todo el aspecto positivo de esta elección y comprender a su luz la contrapartida sangrienta. Ya hemos evocado esta alusión a Egipto a propósito del paso del mar Rojo69. Estos versículos expresan el carácter oneroso del «rescate» de Israel y el hecho doloroso de que éste pase por la pérdida de otros pueblos. No se trata de una arbitrariedad de Dios, ya que es la hostilidad misma de esos pueblos contra Israel la que obliga a esos extremos. De estos acentos de cariño se escapa una 68. Cf. tomo I, 161s. 69. Cf. supra, 75-76.
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nota de tristeza por el precio que ha habido que pagar y una llamada a lomar más en serio la elección de Yahvéh precisamente por eso. Porque la intención universalista está muy presente en esta serie de oráculos: también los paganos se aliarán con Yahvéh (42,1-4.6; 43, 9; 45, 14-16.20-25; 49, 6; 55, 3-5). Porque «han visto todos los cabos de la tierra la salvación de nuestro Dios» (52, 10). Lo más interesante de este discurso-relato, que pasa continuamente del pasado al futuro, es el vinculo entre la revelación vigorosa de la transcendencia del Dios único, en cuya comparación no son nada los dioses de las naciones, y la definición de ese Dios como salvador y redentor: «Yo, yo soy Yahvéh, y fuera de mí no hay salvador. Yo lo he anunciado, he salvado y lo he hecho saber» (43, 11-12). Esta salvación loma el aspecto de una epopeya, similar a la del primer éxodo: el que abrió un camino a través del mar, va a trazar ahora un camino por el desierto y hará cosas nuevas (cf. 43, 16-19). La iniciativa salvífica y perdonadora de Dios se subraya en el tema del cansancio: no, Israel no se ha fatigado por su Dios: tampoco Dios lo ha fatigado con sus exigencias cultuales; pero Israel sí que ha fatigado a su Dios: «No, no te has fatigado por mí, Israel, pero tú me has cansado con tus iniquidades. Era yo mismo el que tenía que limpiar y no recordar tus pecados» (43, 22-25). ¿Pero no había dicho Dios que él no se fatigaría ni cansaría de su pueblo? Por eso el reproche deja sitio enseguida a la bendición, que presenta una vez más la salvación como una creación nuera: «Abrase la tierra y produzca salvación, y germine juntamente la justicia. Yo, Yahvéh, lo he creado» (45, 8). Los cantos ¿el Siervo de Yahvéh En esta serie de Oráculos de consolación es donde ocupan su sitio los cantos
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y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas» (42, 1-7).
¿No es acaso todo Israel el siervo de Dios y el objeto de la elección? El libro lo repite en abundancia. Sin embargo, ese Siervo tiene una función particular que se escribe con precisión: es activo en el establecimiento de la justicia y el derecho; hará llegar el día del juicio; trabaja al lado de los pobres. Ha recibido el espíritu de Yahvéh, lo mismo que los jueces, los primeros reyes y los profetas. Es llamado en su misma persona «alianza» y «luz». El segundo canto hace hablar al mismo Siervo: «Yahvéh desde el seno de mi madre me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre... Me dijo: 'Tú eres mi siervo, (Israel), en quien me gloriaré..' Ahora, pues, dice Yahvéh: 'Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob y hacer volver a los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra'» (49, 1-6).
Así pues, el Siervo no será solamente el salvador de Israel, sino también el que reúna a las naciones. Una vez más, es llamado luz de las naciones. En el tercer canto el Siervo sigue hablando de sí mismo en el mismo tono y evoca sus sufrimientos: «El Señor Yahvéh me ha dado lengua de discípulo... El Señor Yahvéh me ha abierto el oído y no me resistí ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos He aquí que el Señor Yahvéh me ayuda: ¿quién me condenará?» (50, 4-9).
Este tema introduce el último canto del Siervo (Is 53, 1-12), el más bello de todos, que fue largamente comentado en el primer tomo de
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esta obra, debido a las dificultades especiales que había provocado su - *
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interpretación . ¿Quién es este Siervo misterioso? Los exégetas han intentado identificarlo con un «personaje histórico» importante de la vuelta del destierro, «un descendiente de la dinastía davídica, condenado finalmente al suplicio»71. En efecto, es legítimo escrutar una aplicación de la profecía en el horizonte inmediato de la coyuntura contemporánea. Pero no hay que olvidar nunca el procedimiento de «sobreimpresión» tan apreciado por los profetas: se perciben como una unidad el horizonte próximo y el horizonte lejano. Lo histórico y lo cscatológico se compenetran. Es lo que ocurre de forma eminente con estos cantos, cuya importancia va más allá de las circunstancias pasajeras, por lo que la pregunta por la identidad del Siervo ha preocupado tanto a la tradición judía como a la cristiana. Tenemos un eco de ello en la pregunta del eunuco etíope a Felipe, cuando leía en su carroza el canto de Isaías 53: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» (Hech 8, 34). Para los autores del Nuevo Testamento la respuesta no ofrece duda alguna: habla de Jesús. «El recurso a los poemas del Siervo ha desempeñado sin duda un papel importante en la elaboración de la cristología "a partir de las Escrituras"»72; y todos sabemos el lugar que ocupa en el Nuevo Testamento la cristología del Siervo de Yahvéh. El cuarto canto será sin duda el más fecundo para servir a la interpretación del acontecimiento de la pasión de Jesús, pero los tres primeros guardan también una gran riqueza de relaciones posibles y utilizablcs. Los versículos evocados más arriba del primer canto tienen para nosotros ese acento evangélico, sencillamente porque Mateo los cita para resumir el ministerio de Jesús y para darnos a comprender que realízalas Escrituras (Mt 12, 17-21). El cántico de Simeón, en Lucas (2, 30-32), celebra en la venida de Jesús «la salvación que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». El texto se inspira en particular en el segundo canto. En cuanto al tercero y el cuarto, su inspiración ha modelado muy de cerca tanto los anuncios y los relatos de la pasión y de la resurrección como la teología de la redención en Pablo y Juan (por ejemplo, con la designación de Jesús como «cordero de Dios que quita el pecado del mundo»: Jn 1, 29). Su análisis detallado es imposi-
70. Cf. tomo I, 321-326 71. P. CRELOT, Les poénes du Serviteur. De la lectura critique á l'hermeneutique, Cerf, París 1981, 71 en nota. El autor sugiere con prudencia a Zorobabel. 72. /¿»¿¿,139.
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ble dentro del marco de esta obra73, pero esta insistencia sugiere por lo menos que su atención «había sido ya despertada por las alusiones que Jesús había hecho a ellos mientras vivía»74. El efecto de sentido de este libro se impone con todo su peso. La revelación de Dios y la salvación no son más que una sola cosa, puesto que pertenece a la definición de Dios ser el que salva. Encontramos aquí el dúo perpetuo de las dos partes, fiel cada una al personaje que representa: Israel a la vez siempre pecador, exigente, impaciente, dispuesto a pedir cuentas a Dios por su retraso; Dios, siempre incansable en su amor y su misericordia, que sigue tomando siempre la iniciativa, devolviendo a su pueblo a Jerusalén en un nuevo acontecimiento fundador. Pero las conotaciones se hacen todavía más ricas y más espirituales que en el pasado. Nunca se había mostrado con tanta claridad que el don se supera a sí mismo haciéndose perdón. Dios en busca de su pueblo veleidoso hace aquí lo que se simbolizaba en la parábola conyugal de Oseas y en los poemas del Cantar. Porque no hay más que una motivación para este nuevo gesto de salvación: «Yo te amo» (43, 4). Está omnipresente el lenguaje del amor más fuerte que la ingratitud y el olvido, del amor capaz de traer de nuevo al que se aleja. La imagen que lo traduce no es solamente la del amor conyugal, sino también la del amor maternal: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (49, 15). En este contexto, evidentemente «descendente», se inscribe el tema de la adquisición y del rescate. El que «paga el precio» y se fatiga por su pueblo es Yahvéh. Éste es el centro de gravedad del libro de la consolación de Israel. ¿Por qué se habrá conservado tan sólo un versículo (Is 53, 10), mal comprendido y apartado de su contexto, para establecer una sotcriología del castigo vindicativo? Finalmente, los cantos del Siervo nos ponen en la pisla del mediador. Porque el Siervo es designado como «alianza». Es enviado por Dios, investido del poder de su Espíritu; tiene la misión de anunciar la justicia y la santidad, de invitar a la conversión, de ejercer la misericordia y el perdón y de reunir no sólo a los supervivientes de Israel, sino a todas las extremidades de la tierra. Ejerce la intercesión por los pecadores. Consciente finalmente que se vea aplastada su persona en el mismo lugar del cumplimiento de su misión. Su itinerario termina con la esperanza de la gloria. Se ha dado un paso decisivo de las figuras históricas del mediador a esta figura profética: no sólo esta figura 73. Lo ha hecho muy bien P. Grelot en el libro citado. 74. P. GRELOT, O. C, 164.
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es absolutamente pura, sino que además verifica más exactamente lo que será el ministerio salvador de Jesús, el «único mediador». El anuncio de la alianza nueva: Jeremías (Jer 31, 31) 75 El libro de Jeremías es una larga predicación de la alianza. En un primer tiempo, antes de la caída de Jerusalén, el profeta inscribía su ministerio en una llamada a la renovación de la alianza. Era el último esfuerzo por hacer volver al pueblo a los lazos que había roto. Era el momento de la reforma del rey Josías (2 Re 22, 3-23, 27) y de la predicación cuyo tono nos ofrece el libro del Deuteronomio. Se encuentra allí la alternativa entre la fidelidad que engendra la felicidad y la infidelidad que conduce a la desgracia, con la perspectiva de una retribución temporal. La ley da un contenido a la alianza; su respeto es la condición del cumplimiento de la promesa. Pero una vez que ha caído Jerusalén y ha sido deportado el pueblo, la predicación de Jeremías o de sus discípulos presenta una novedad radical. Su libro inaugura la distinción decisiva entre una alianza antigua y otra nueva. «He aquí que vienen días —oráculo de Yahvéh— en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza... Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo de Yahvéh—: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: "Conoced a Yahvéh", pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande —oráculo de Yahvéh— cuando perdone su culpa y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jer 31,31-34). De pronto se rasga el horizonte: ya no hay que renovar lo antiguo, porque Dios quiere hacer algo nuevo. Se trata siempre de una alianza y encontramos una vez más sus expresiones características. Pero la diferencia esencial se debe a que ahora la ley no será ya exterior, sino interior: no se escribirá ya en tablas de piedra, sino en el corazón mismo. ¿Qué significa esto sino un don realmente nuevo? Yahvéh quiere poner remedio a la constante incapacidad del pueblo para res75. El profeta Jeremías es anterior al segundo Isaías. Por eso la figura del siervo doliente se ha tratado antes qu¡ los cantos del Siervo. Pero la predicación de la nueva alianza o bien pertenece a la íltima fase de la predicación del profeta, o bien es obra de uno de sus discípulos. Por oto lado, era importante relacionra los dos anuncios de la nueva alianza en Jeremías y Ezequiel. Por unto, hemos creído legítimo tratar de ello después del litro de la consobción de Israel.
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petar las exigencias de la alianza, incapacidad que ha llevado a su fracaso. Hasta el presente hacía lo que le correspondía a él dando la alianza; en adelante hará lo que corresponde al hombre, dándole la respuesta a la alianza. «Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahvéh» (24, 7). La ley grabada en el corazón, es decir, la ley que viene a convertir a la libertad desde dentro devolviéndola a ella misma, es otro nombre que se le da a la gracia. Pascal ha resumido muy bien esta idea diciendo: «La Ley obligaba a lo que no daba; la gracia da aquello a lo que obliga»76. El régimen de la gracia encuentra su raíz en la enseñanza de los profetas, así como toda la doctrina de la justificación por la gracia por medio de la fe, que desarrollará san Pablo. En adelante, no es ya simplemente el pecado el que habitará en el corazón del hombre, sin la Ley de Dios mismo. Esta novedad supone la responsabilidad personal, proclamada por Jeremías (31, 29-30) en términos que recogerá y comentará ampliamente Ezequiel. La relación externa de los enseñantes con los enseñados desaparece también ahora, ya que cada uno estará en disposición de «conocer a Yahvéh» mediante el don interior. Esla gracia es también la gracia de un perdón que, según la misma lógica, precede a la conversión. «El pueblo cambia al saberse perdonado, más bien que es perdonado porque cambie»77. En fin, esta alianza abre hacia un cuadro cósmico, es decir, a una visión universalista que recuerda la alianza con Noé. El fin último se une con el comienzo.
Ezquiel: la alianza eterna y la resurrección del pueblo (Ez 16, 60)
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Con esta profecía estamos ya en el Nuevo Testamento. Pascal tuvo razón al hablar de Jeremías como de un cristiano del Antiguo Testamento. Toda la dimensión interior de la salvación cristiana está ya presente en él. No carece de importancia el hecho de que el profeta de la nueva alianza sea precisamente Jeremías, el justo doliente que profetizaba en su persona el deslino de Jesús, el que daría su sangre como la sangre de esta nueva alianza. En esta figura se expresa ya con claridad la estructura de la relación personal de salvación que va de Dios al hombre. Pero la novedad se inscribe en la continuidad. Esta alianza anunciada se va construyendo sobre las numerosas piedras que fue reuniendo la primera: en cierto sentido vuelve a ella, o más exactamente la conduce hacia su fin.
La influencia espiritual y teológica del libro de Jeremías fue muy grande. Ezequiel se inspira en él. Ya hemos encontrado en su libro un texto que anunciaba la alianza eterna (Ez 16, 60)78. Sus características son las mismas que para Jeremías, ya que será una alianza de perdón y se dirigirá al corazón: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de lodos vuestros ídolos os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 25-27). Este anuncio se abre a la visión espectacular de los huesos secos (Ez 37). El profeta ve a la casa de Israel bajo la forma de un inmenso ejército de huesos extendidos por un valle, símbolo de la muerte del pueblo de la alianza: «Ellos andan diciendo: 'Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha terminado para nosotros'» (37, 11). Pero he aquí que Yahvéh invita al profeta a ordenar que aquellos huesos recobren la vida. Vuelven a cubrirse de carne, reciben luego el aliento de la vida y se ponen en pie. Israel tiene que comprender el sentido de esta parábola: «Sabréis que yo soy Yahvéh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahvéh, lo digo y lo hago, oráculo de Yahvéh» (37, 12-14). En esta visión no se trata todavía de la resurrección de los cuerpos, sino solamente del retorno del pueblo a la vida de la alianza bajo una forma nueva. Pero hace ya tiempo que los profetas saben que sólo Dios es dueño de la muerte y de la vida. Elias y Elíseo habían llevado a cabo algunas resurrecciones (1 Re 17, 17-24; 2 l e 4, 31-37; 13, 21). Por la palabra de Dios Isaías prolongó la vida del rey Ezequías en quince años (Is 38, 5). El mismo profeta había evocad* también el despertar de los cadáveres (Is 26, 14). La visión de Ezequiel se inscribe a su vez en el lento recorrido de la génesis en la fe en la resurrección, que atestiguarán firmemente los últimos escritos del Antiguo Testamento (Dan 12,
76. B. PASCAL, Pensées 707; citado por P. BEAUCHAMP, L' un el Vature Testament
I, o. c, 259. 77. P. BEAUCHAMP, ibid., 260.
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77. P. BEAUCHAMP, ibid, 260.
78. Cf. jupra, 106-107.
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1-3; 2 Mac 7, 23; Sab 4, 7-14)79. Con la referencia a la muerte y a la resurrección la alianza pone de manifiesto su destino último: el Dios, que no es un Dios de muertos sino de vivos, es también el Dios que salva haciendo vivir; su alianza es una alianza de vida. En cierto sentido ya está todo dicho con Jeremías y Ezequiel a propósito de la salvación de los hombres querida y realizada por Dios. Se ha revelado totalmente la estructura del don y del perdón de Dios, a la vez creadora y salvadora, histórica y personal. Pero si todo está dicho, no se ha realizado todo todavía. ¿Quien será el mediador de esta alianza nueva? La revelación del Antiguo Testamento nos deja con una esperanza que no puede hacer otra cosa más que escudriñar el porvenir80.
CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS
Acabamos de realizar una serie de sondeos en los relatos del Antiguo Testamento, sin ninguna pretensión de ser exhaustivos. Cada uno de estos relatos es un pequeño conjunto total que atiende bajo un punto propio de vista a la realidad de la salvación. La secuencia de estos relatos forma también una totalidad que tiene su propia estructura y está dirigida por algunas ideas-fuerza. El centro de gravedad de la secuencia reside en la aparición repetida de los efectos de sentido de cada unidad. El esfuerzo de recapitulación no tiene que empobrecer, como es obvio, los acordes inagotables, que por otra parle tienen sentido en sí mismos. Los relatos actúan por lo que son; solicitan nuestra libertad. En ese nivel son suficientes y no puede tratarse de sustituirlos o de pretender obrar mejor que ellos.
79. Cf. B. SESBOÜÉ, La résurrection et la vie. Petite catéchese sur les choses de la fin, DDB, París 1990,31-37. 80. Las dimensiones de este libro no permiten un estudio completo de la Biblia. En estas lecturas de relatos falta el tercer cuadro del tríptico estructural sobre el que está construido el Antiguo Testamento: la Ley, los profetas y la Sabiduría (evocada aquí rápidamente con el Cantar de los cantares). Estos sondeos, ya demasiado largos, son por tanto incompletos, cuantitativa y cualitativamente a la vez. Los libros sapienciales constituyen un genero literario original, que conceden también un lugar al relato, especialmente en las descripciones de la Sabiduría creadora y en las retrospecciones interpretativas sobre la historia de la salvación (vgr. Sab 10-19). Finalmente y sobre todo habría sido preciso evocar la oración de los salmos, cercana a los profetas y a Jeremías en particular. En ellos está omnipresente la cuestión de la salvación. Estas lecturas no podrían hacer más que aportar una confirmación a los efectos de sentido ya recogidos.
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Sin embargo, es importante señalar más especulativamente su ulcancc. La misión de la categoría consiste en ejercer una regulación del discurso, asegurando su orden y coherencia. Pero la categoría ilumina en la medida en que es engendrada por el relato, en donde ella recibe su aliento de vida y en donde recapitula como contrapartida lo que los relatos intentaban decir. «El relato tiene una dominante simbólica, mientras que la categoría tiene una dominante de determinación» (F. Marty). Se da una reciprocidad entre el uno y la otra: los relatos conducen a las categorías y éstas exigen siempre gestionar sus relaciones con lo concreto del relato y por tanto ser criticadas y confrontadas con la dominante del polo simbólico. Todos estos relatos y discursos-relatos son actos de la memoria de Israel. Son ellos los que nos interesan en cuanto tales, sea cual fuere la relación original de cada uno con los hechos de la historia. Sabida es la diferencia entre historia y memoria: la primera intenta restituir el pasado con la mejor objetividad posible, mientras que la segunda es la manera concreta con que ese pasado vive en la conciencia de un pueblo. En el caso de Israel esos actos de memoria tienen valor de revelación. El pueblo elegido comprende todo lo que le sucede como la historia accidentada de sus relaciones con Dios. Se acuerda: ése es el objeto de su oración de cada día: «Escucha, Israel: Shema, Israel». Frente a él su Dios es el que siempre se acuerda (Lev 26, 45), ya que el pasado y el futuro son ante él un presente constante. Nuestro acto de interpretación es también una manera de hacer memoria. Esa historia es la nuestra: nosotros formamos parle de esos relatos. Ellos conservan su ejemplaridad para nosotros. El largo habituamiento del Antiguo Testamento tiene analogía con nuestras vidas y nosotros no podemos nunca pretender estar totalmente instalados en el Nuevo Testamento. Si creemos a Orígenes, el paso del Antiguo al Nuevo Testamento no es solamente histórico, sino existencial. Pudo anticiparse en bs profetas y puede también conocer un retraso en los cristianos: «Incluso después de la proclamación de su llegada, (Cristo) no ha venido todavía para los que siguen siendo niños, ya que, al estar aún bajo la autoridad de tutores y procuradores, no han llégate a la plenitud de los tiempos»81. En resumen, no se puede comprender verdaderamente la salvación sin realizarla ya para uno mismo. Y al revés, el paso al Nuevo Testamento arroja
81. Orí|enes, Comm. iñJohanneml, VII, 38: S.C. 120, 81.
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una luz nueva sobre los relatos del Antiguo, como nos dijo ya antes san Pablo (2 Cor 3, 14-16). Por eso la predicación cristiana hace suyos los relatos del Antiguo Testamento, como lo hacía Esteban antes de su martirio (Hech 7, 2-56) o Pablo con Antioquía de Pisidia (13, 16-41). La eucaristía, memorial por excelencia del acontecimiento de Cristo hace también suyo el recuerdo de las maravillas de Dios en el Antiguo Testamento.
según la relación entre los dos grupos: Israel y las naciones. Si engendra envidias, violencias y odios, es porque el pecado habita en la humanidad. Por eso la misma elección tendrá que ser objeto de una reconciliación (cf. Ef 2), que es un aspecto esencial de la salvación. Ésta es la verdadera cara de la medalla, la cara de una historia que procede por la elección de uno en favor de todos. La bendición en Abrahán será cuestión de todas las naciones. Esta apertura a lo universal a partir de la elección de lo particular es original. «El Antiguo Testamento es la historia del mundo considerada desde el punto de vista de Israel»82. Desde el punto de vista del hombre pecador semejante elección tiene inevitablemente el signo de la arbitrariedad: ¿por qué éste y no otro? Esta pregunta no tiene respuesta: Abrahán no tiene más méritos para la elección que los demás; el pueblo de Israel oirá que se le dice con frecuencia que no es ni más fuerte, ni más numeroso, ni más digno que los otros pueblos (cf. Dt 7, 7). La elección no se justifica por nada que no sea ella misma. Pertenece a la gracia soberana de Dios. Dios escoge porque ama y esto basta. Pero ama a Abrahán con vistas a la salvación de todos los hombres. Este amor no tiene nada de un eros: es totalmente agapé: Dios no ama a Abrahán porque sea ya amable; lo ama para hacerlo amable, lo mismo que creó a Adán no porque fuera ya amable, sino para tener ante él a un compañero amable. Entonces es cuando la agapé puede servir de base a un misterioso eros divino.
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La primera palabra: la elección El término de salvación no es el primero en el Antiguo Testamento. Está ausente del Pentateuco, pero aparece en los libros de los Jueces y de Samuel, ya que el juez es un «salvador». Aparece discretamente en los profetas anteriores al destierro, pero interviene de forma muy presente en Jeremías y en el Salterio. Este segundo término va precedido por otro, que está anclado en las experiencias principales que pudo tener Israel de su propia salvación. Esta primera palabra es la de elección. Si Israel fue liberado de la servidumbre de Egipto, es porque Dios lo había escogido. El término de elección indica la prioridad y la gratuidad absoluta del don de Dios. La elección es la primera palabra de la salvación, ya que es simultáneamente su primer tiempo y su fundamento. La palabra «elección» tiene dos caras, como las monedas: a primera vista una cara dice la elección positiva del escogido, y la otra la exclusión del no-escogido. ¿Habrá que atribuir a Dios una arbitrariedad, muy rayana a la injusticia? Todo lo que hemos visto en los relatos sobre la relación de Israel con las naciones dice lo contrario. Lo confirma una reflexión elemental. En efecto, si la salvación tiene que pasar por la historia del mundo y realizarse en ella, no puede hacer otra cosa más que empezar por lo particular para llegar a lo universal. La historia es siempre singular: empieza en un lugar y en un tiempo, antes de poder influir en el todo. Por tanto, la elección no es una opción por unos en contra de los demás. No es incluso posible sino porque Dios es el Dios de todos los hombres y no el dios circunscrito a una nación solamente. La elección de Israel, por el contrario, se nos presenta en el horizonte universal de las naciones. Abrahán era un pagano antes de ser elegido como judío. Abrahán es un hijo de Adán. La genealogía de Jesús en san Lucas se remonta de David a Abrahán y de Abrahán a Adán, definido a su vez como «hijo de Dios» (Le 3, 23-38). Así pues, esta elección va a estructurar la historia de la salvación
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La categoría principal: la alianza El término «alianza» pone ritmo a todos estos relatos: Dios hace alianza con Abrahán, con Moisés, con David. Había hecho ya alianza con Noé y, en cierto sentido, con Adán al crearlo83. El pueblo elegido es el pueblo de la alianza. Concretamente la elección y la alianza son una sola cosa, ya que la elección se ordena a la alianza y la alianza tiene por motivo la elección. La alianza entre Dios y su pueblo se basa en una paradoja: todo viene de Dios y en este sentido la alianza es unilateral; pero Dios se empeña en obtener de su aliado humano una respuesta de libre adhesión y de obediencia. La iniciativa unilateral, gratuita y transcendente de Dios abre a una relación bilateral. En el contrato
82. P. BEAUCIIAMP, Conferencia inédita.
83. Cf. infra, la exposición sobre la creación, p. 337-338.
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de la alianza está ya en cuestión toda la relación entre la gracia y la libertad. La gracia se llama entonces «bendición», que forma cuerpo con la alianza. La bendición es el gesto por excelencia del padre de familia, ya que él es la fuente de la vida, tanto si se trata de bendecir la mesa como de bendecir al hijo amado. El relato de Jacob robando a su hermano Esaú la bendición de su anciano padre Isaac nos revela todo su significado (Gen 27). Por tanto, la bendición es lo propio de Dios: si su maldición es terrible, su bendición es eficaz, ya que da la vida. Dios bendice a Abrahán en el momento de llamarlo. Lo bendice con una bendición contagiosa para todas las naciones. La benevolencia de Dios con los hombres engendra la benevolencia de todos los hombres entre sí. La bendición vertical, por así decirlo, se transforma en bendición horizontal, ya que la una no puede darse sin la otra. Pero entre Dios y los hombres la bendición es también recíproca en un trueque de acción de gracias. La oración de Melquisedec después de las primeras victorias de Abrahán está compuesta de esta doble bendición: «Bendito sea Abrahán del Dios altísimo, creador de cielos y tierra, y bendito sea el Dios altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos» (Gen 14, 20). La bendición será la forma privilegiada de la oración judía. La alianza representa la categoría que corresponde a lo que la teología contemporánea llama la «autocomunicación de Dios». Porque no solamente la alianza es don, sino que es el don que Dios hace de sí mismo para hacer vivir al hombre de su propia vida. «La propia oferta de Dios, en la que él se comunica absolutamente a la totalidad del hombre, es por definición la salvación del hombre»84. Desde la creación Dios está sin cesar buscando al hombre, a lo largo de toda su historia trágica, a fin de entregarse a él. Es un dios que se acerca: «En efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvéh nuestro Dios siempre que le invocamos?... ¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación..., con mano fuerte y tenso brazo..., como todo lo que Yahvéh vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en Egipto?» (Dt 4, 7.34). Pero la alianza con Dios no se lleva a cabo sin una alianza de reunión entre los miembros del pueblo, ordenada a su vez a
84. K. RAHNER, Curso fundamental, o.c, 177.
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la reconciliación de las naciones. Porque donde el pecado dispersa, la alianza reúne. El mismo Antiguo Testamento esboza el paso de la primera alianza a la alianza nueva. Se inscribe por completo en esta vasta inclusión que va de la una a la otra. El Nuevo Testamento confirma esta prioridad de la categoría de alianza no solamente llamando «nueva alianza» al acontecimiento salvífico de la muerte y de la resurrección de Jesús, sino considerando al mismo Jesús, el mediador de la alianza, como la alianza en persona. La alianza es el hilo conductor que va de Abrahán, de Moisés y de David, a través de los profetas y de los anuncios de Jeremías, hasta Jesús, para constituir una alianza eterna. La alianza y la Ley Hablar en estos términos de la alianza es darle la prioridad sobre la Ley. Alianza y Ley son dos categorías distintas, aunque estrechamente solidarias. Muchos exégetas se muestran hoy atentos al hecho de que la categoría de Ley (Torah) constituye el elemento aglutinante más general del Antiguo Testamento. Sabido es que la tradición judía lo ha privilegiado tanto en su teología como en su espiritualidad. En el plano literario la referencia a la Ley es más masiva que la referencia a la Alianza. Sin embargo, si desde el punto de vista de las determinaciones objetivas domina la Ley, desde el punto de vista del símbolo, del designio de Dios y de la imagen que Dios revela de sí mismo la prioridad le corresponde a la alianza. La alianza manifiesta el proyecto de salvación: es en sí misma la salvación inaugurada; quedará superada en una nueva alianza que se identificará con la salvación definitiva. La alianza es el todo. La Ley no es más que un momento provisional de la alianza. La Ley interviene porque ya no va lo que debería ir por sí mismo, es decir, el reconocimiento amoroso y fiel del donante en el don. La Ley es de alguna manera la otra cara de la alianza. La Ley se da porque en el hombre el amor no funciona por sí mismo; porque el amor, del que nuestra experiencia nos dice que no se impone, debe seguir siendo todavía objeto de un mandamiento. Ha sido dada primero para prevenir, y luego para estigmatizar la infidelidad del compañero de la alianza. Separada del donante, sin embargo, la Ley no es ya más que un pedagogo que muestra el pecado, pero no salva. Por tanto, la Ley tendrá que ser interiorizada por la gracia, como anuncia Jeremías. Allí es precisamente donde
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hay un nuevo don, que pertenece a la alianza nueva. Tanto en su origen como en su fin la Ley se inscribe en la alianza.
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hombre. Es en su corazón de hombre, plenamente conforme con el corazón de Dios, donde será inscrita la Ley nueva del amor y de la caridad. Es en él y por él como los hombres podrán hacerse en adelante compañeros fieles de la alianza.
Alianza y ruptura de la alianza: la dialéctica del don y del perdón La alianza y la ruptura de la alianza forman en la Biblia una especie de pareja. Apenas establecida la alianza del Sinaí, queda ya rota por el pueblo que adora al becerro de oro. Con el fin del reino davídico la primera alianza parece perdida sin remedio: infidelidades, adulterios, crímenes, rupturas de la alianza, son otros tantos estribillos de los relatos bíblicos. El don de Dios que busca al hombre, por consiguiente, tiene que franquear no sólo las distancias de lo increado a lo creado, sino asumir incluso la nueva distancia que engendra la obstinación humana y superar su rechazo. El don no puede mantenerse más que haciéndose per-dón. El perdón es el don que llega hasta el fondo de sí mismo, el don perfectamente cumplido. Por eso la historia de la alianza es una historia de perdón y de conversión. La prioridad del uno sobre la otra es recíproca. Porque el Dios de la alianza es siempre el que da el primer paso. Es él el que se mantiene sin cesar en situación de ofrecer el perdón, el que anuncia —como hemos visto— que en la alianza nueva el perdón precederá a la conversión. En efecto, ¿como convertirse si no se siente uno como arropado y atraído por el ofrecimiento del perdón? ¿Cómo convertirnos si Dios mismo no nos convierte? «Haznos volver a tí, oh Yahvéh, y volveremos» (Lam 5, 21). Pero la prioridad es recíproca, ya que el perdón de Dios se pone a disposición de una libertad humana que él no quiere constreñir. El hombre tiene el tremendo poder de hacer que Dios fracase y de hacer que su perdón sea inoperante. Por eso otra palabra profética hace decir a Dios: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros» (Zac 1, 3)85. Pero esta llamada es ya una gracia. Así pues, el don y el perdón no pueden separarse en la historia de la salvación. La autocomunicación de Dios al hombre toma necesariamente el aspecto de una redención. Lo que anunciaba el profeta de la alianza nueva se cumplirá con la venida de Cristo, que tomará a la vez sobre sí el perdón de Dios y la conversión del
85. Estos dos textos se citan en el decreto sobre la justificación del concilio de Trento, que presintió ya su carácter dialéctico (sesión VI, cap. 5): D.S. 1525; F.C. 559.
Gracia y libertad: la salvación por la fe Resulta interesante ver cómo el Antiguo Testamento verifica en la práctica lo que será objeto de una revelación formal en el Nuevo: la gracia tiene siempre la prioridad sobre la libertad del hombre; sin embargo, es necesaria la respuesta de la libertad. Lo que acaba de decirse sobre la alianza lo muestra perfectamente. Las grandes figuras con que nos hemos encontrado fueron suscitadas todas ellas por la gracia de Dios y llevadas a hacer lo que ellas no habrían podido hacer nunca por propia iniciativa e incluso lo que se consideraban incapaces de hacer. Con ellas la iniciativa deDios se convierte en irrupción repentina y como irresistible: Abrahán es separado de los suyos y enviado a lo desconocido de otro mundo. Moisés pasó por la experiencia de su propia impotencia y tuvo que huir al desierto; sin embargo, Dios lo encontró allí y lo envió a cumplir una misión que le daba miedo. Isaías, puesto en presencia de la majestad divina, siente el abismo que lo separa a él, un pecador perteneciente a un pueblo pecador, de la santidad de Dios; pero una vez purificado por las brasas que tocaron sus labios, se convierte en otro hombre, profeta y testigo de Dios. Jeremías intenta excusarse, ya que no sabe hablar; pero Dios está con él para poner en su boca sus propios oráculos. Sin embargo, no solamente Dios respeta su libertad, sino que la suscita y la devuelve a sí misma. La respuesta de la libertad de Abrahán y de los otros después de él se traduce en un acto de obediencia y de fe: obediencia al ponerse en camino y marchar adonde Dios quiere y hacer lo que él indica; fe que se compromete por la Palabra de Yahvéh. La fe de Abrahán es patente y se convierte en una referencia ejemplar para el Nuevo Testamento. La fe es también una exigencia esencial de la carta de la alianza. Responde a la promesa de Dios: es una «escucha» de la Palabra que compromete la vida entera. La fe se concreta en fidelidad. La fe se hace confesión de los acontecimientos fundadores de la alianza: se hace credo. La fe se hace también plegaria, culto de adoración. La fe es la que da sentido a los sacrificios. Se comprende que los profetas inviten periódicamente a Israel a la fe, a lo único que le permite «mantenerse en pie». Pero el pueblo está siempre bajo la tentación
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de desfallecer en su fe y su fidelidad: esta cara negativa de la libertad atestigua a su manera que es precisamente la libertad la que interviene para decir sí, aunque paradójicamente el hombre es más libre cuando cree en Dios y le obedece que cuando le dice no. Es la fe finalmente la que constituye el fundamento de toda conversión. «Salvación no operada con libertad no puede ser salvación»86. Se comprende entonces que la fe de Israel conmemore piadosamente estos acontecimientos a través del relato. La muerte y la resurrección La salvación tiene que responder siempre a la cuestión de la muerte y de la vida87. En la alianza la promesa de las bendiciones y la amenaza de las maldiciones proponen ciertamente una alternativa de vida o de muerte. La alianza se le da a Israel para que viva. La infidelidad le hace pasar por la experiencia de los numerosos aspectos de la muerte, pero también del don indulgente del Dios que devuelve la vida. La salvación misma se presenta como una nueva creación que lleva a su término a la creación antigua y constituye respecto a ella una resurrección. El lenguaje simbólico se acerca cada vez más a la realidad con la perspectiva de la resurrección de los cuerpos. El presentimiento profético introduce en la meditación sobre la alianza del paradigma capital de la muerte y de la resurrección, presente en el cuarto canto del Siervo. Allí la muerte toma un nuevo sentido, puesto que no es ya la simple consecuencia del pecado, sino el consentimiento libre del inocente en la entrega de su vida para el cumplimiento de su misión de perdón y de reconciliación. Allí la muerte es siempre obra del pecado, pero pierde su poder ante la fuerza más grande del libre amor. Las figuras de una mediación La alianza entre Dios y los hombres necesita un mediador. En los diversos relatos que hemos recorrido nos hemos encontrado siempre con una figura mediadora. La búsqueda de esta mediación constituye un eje del Antiguo Testamento. Esta mediación se lleva a cabo en primer lugar a través de la figura celestial del ángel de Yahvéh que baja a conversar con los patriarcas: Dios se manifiesta a Abrahán y viene a dialogar con Moisés. El ángel de Yahvéh es una figura paradójica, puesto que es al mismo tiempo Yahvéh y 86. K. RAHNER, o.c,
87. Cf. tomo I, 24-35.
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distinto de Yahvéh. Es la figura de Yahvéh que se revela, de Yahvéh empeñado en buscar y salvar a su pueblo. El ángel de Yahvéh «Mime el papel que será eminentemente el del Verbo encarnado: por eso los padres de la Iglesia identificaron unánimemente al rtngcl de Yahvéh de las teofanías del Antiguo Testamento con Ciisto. Pero la mediación del ángel de Yahvéh sigue siendo puntual y fugitiva: no habita entre nosotros. Mucho más tarde la Sabiduría presentará también los rasgos de una figura mediadora: ¿no era ella el arquitecto de la creación, que estaba desde el comienzo junto a Dios? Ella sigue poniendo sus delicias en tratar con los lujos de los hombres (Prov 8, 22-31). listan además las figuras humanas del mediador: Abrahán, el elegido de Dios con vistas a la bendición de todos los pueblos; Moisés, el elegido que actúa de mediador de la alianza en el Sinaí. lisia alianza, con la Ley que le pertenece, es a su vez una mediación concreta entre los dos aliados. La tradición judía personificará incluso a esta Ley para hacer de ella una mediación viva. La mediación de la alianza se distingue de la del sacerdocio levítico, de la de los reyes, como David y Salomón, de la de los profetas. Pero todas estas figuras son transitorias, están cargadas con toda la debilidad humana; sus intercesiones tampoco son decisivas. No son aún verdaderamente «creíbles» a los ojos de Dios. Por eso las figuras históricas van dejando sitio a las figuras profetizadas, lintre ellas destaca la del Siervo, declarado «alianza» en su misma persona. Entre estos dos movimientos de mediación que intentan juntarse se abre entonces un resquicio: ¿quién será el verdadero mediador, totalmente completo y eficaz entre Dios y el hombre? ¿Quién será el que asocie en su persona el lado celestial y el lado terreno de la mediación? ¿Quién merecerá el nombre de «alianza»? La imagen de Dios: una lógica del amor «Primero conviene advertir en dos cosas —observa san Ignacio en los Ejercicios espüituales—. La primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras. La segunda, el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicaí el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si uno tiene ciencia, da al que no la tiene; si honores, si riquezas,
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y así el otro al otro»88. Así pues, si Dios ama, escoge y propone una alianza, es para comunicar y comunicarse. Tenemos ahí todos los relatos que hemos leído para atestiguar esta evidencia. Por eso la alianza se expresa a través de los registros más profundos del amor humano: el amor nupcial, que conoce los altibajos de la pasión; el amor del amigo escogido; el amor paternal del creador; el amor de la madre por la carne de su carne; el amor del pastor a su rebaño. Sobre este fondo hay que comprender la cólera y el castigo, ordenados siempre a la conversión y a la reconciliación. A quienes plantean la cuestión más difícil: «¿Cómo nos salva Dios?», el Antiguo Testamento hace ya vislumbrar la respuesta: nos salva por la seducción irresistible del amor, por el exceso del amor, que es el único capaz de compensar el exceso de la violencia. Ése es el mensaje que va de Oseas al Cantar de los cantares, a través de la palabra definitiva de Jeremías: «Me has seducido, Yahvéh, y me dejé seducir» (Jer 20, 7). «Pues, ¿con quién asemejaréis a Dios, qué semejanza le aplicaréis?» (Is 40, 18). Ésta es la pregunta a la que cada generación intenta responder. La Biblia lo hace a través de la serie de sus relatos: Dios es a la vez el ser más trascendente y el más cercano, el más poderoso y el más misericordioso, el más santo y el más amante. Pero hay una cosa que Dios no es: si es el Dios que da la Ley, no es un Dios legalista; su amor puede incluso conocer momentos de cólera89, pero no es un Dios vengador, un Dios que exige que se le haga justicia, un Dios que pida una compensación exacta de todos los crímenes. Su justicia pone su gloria en perdonar y en justificar al pecador.
88.
s
SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales n 230-231.
89. Cf. tomo 1,320-321.
17 Los relatos de Jesús (La salvación en el Nuevo Testamento)
En Jesucristo se cumplen todas las figuras, las profecías y las preparaciones del Antiguo Testamento. La larga parábola de la salvación, que suponía ya un cumplimiento en devenir, se hace realidad definitiva e irrevocable. La humanidad queda salvada una vez para siempre en Jesucristo. Pero la realidad conserva la forma de I acontecimiento y hasta de la parábola, ya que no solamente Jesús cuenta parábolas, sino que es una parábola1. El acontecimiento Jesús tiene una densidad y una duración: va progresando a lo largo de su historia personal y da lugar a un relato que leemos en los evangelios, completados a su vez por las cartas de los apóstoles que constituyen a su modo el relato de la fe de los primeros creyentes. Este relato del cumplimiento de la salvación por la persona de Jesús de Nazaret en su vida, su muerte y su resurrección es el que nos va a ocupar en este capítulo. En otro lugar2 he puesto una breve lectura de este mismo relato evangélico, para mostrar que el descubrimiento de la identidad de Jesús es inseparable de su historia. Esta lectura no podía menos de tomar en consideración la salvación, ya que los dos progresos de la revelación de la identidad de Jesús y del cumplimiento de nuestra salvación van a la par y constituyen incluso uní sola realidad concreta. Quería mostrar entonces que el reconocimiento en la fe de la identidad humanodivina de Jesús tenía que respetar el movimiento de su manifestación total, tal como nos lo presentaban los relatos del Nuevo Tes-
1. Cf. E. ScuiLLEBEECKS, Jesús. La Historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981, 142. 2. Cf. B SESBOÜÉ, Jésm-Christ dans la tradition de l'Église, Descléc, París 1982, 233-247.
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tamento. Ese como reside en la revelación definitiva de la imagen de un Dios cuyo cariflo seduce nuestra libertad hasta llegar a convertirla, de un Dios que se comunica a nosotros en el conocimiento y el amor, por la fuerza de una debilidad capaz de vencer todas nuestras obstinaciones. El recurso a los mismos relatos no prohibe por tanto la multiplicidad capaz de vencer todas nuestras obstinaciones. El recurso a los mismos relatos no prohibe por tanto la multiplicidad de discursos. La índole inagotable del misterio cristiano, por el contrario, exige esa multiplicidad. La lectura evangélica que aquí proponemos se inserta en la anterior, aunque evita ser una repetición de la misma. Se apoyará en ella y considerará como adquirida la plena confesión de la identidad de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Parte de la evidencia que nos da el nombre de Jesús, título que recapitula su identidad expresando su función salvífica. Porque el para-sí de Jesús es inseparable del para-nosotros. La misma persona y el mismo acontecimiento se considerarán, sin embargo, desde otro punto de vista, el de la salvación. Esta lectura irá corriendo cuatro tiempos: los relatos del ministerio de Jesús, los relatos de la pasión, los relatos del resucitado y los relatos de la infancia, antes de proponer una conclusión sobre la relación de los relatos con las categorías.
I. LOS RELATOS DEL MINISTERIO DE JESÚS
La vida de Jesús es por entero una vida que salva. Pone en obra el programa que se resume en el nombre de Jesús: Yahvéh salva. Y no lo hace desde fuera, por medio de un poder mágico. Jesús se inscribe en la masa misma de la humanidad finita y pecadora. Viene a compartir la suerte de cada uno de sus miembros. Expresa su singularidad única en la particularidad vulgar de la vida de uno que en nada se distingue a primera vista de sus semejantes. Se hace solidario en el sentido más humano de la palabra. Así pues, en Jesús llega a su término el gran movimiento de búsqueda y de aproximación de Dios al hombre, que se despliega desde el Edén y atraviesa toda la historia del pueblo elegido. Cuando Jesús pisa la tierra de Galilea, cuando empieza a anunciar que está cerca el reino de Dios, lleva a cabo un proyecto que estaba en marcha desde la fundación del mundo. Ahora «Dios está con
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nosotros», la salvación está ahí. Porque la salvación es él; es su persona que se nos da. /'.'/ testimonio del Siervo: el bautismo «Entonces aparece Jesús» (Mt 3, 13). La entrada en escena del Salvador para su ministerio evangélico se hace con la mayor discreción. Jesús viene simplemente a hacerse bautizar por Juan el precursor, el último profeta del Antiguo Testamento, el que tiene la dicha de poder mostrar con el dedo al Mesías prometido. Así pues, para su primera manifestación Jesús se pone al lado de los pecadores: ocupa un lugar entre ellos; no es que los sustituya, sino que está con ellos. El, que no tiene necesidad del bautismo, se hace bautizar y autentifica de este modo la llamada de Juan a la penitencia. Este gesto de siervo —desde el bautismo Jesús se manifiesta en la «condición de siervo»— tiene un valor indicativo de todo su ministerio. No solamente nos muestra a Jesús viniendo ante todo a buscar a los pecadores, sino que manifiesta su misteriosa relación con los pecadores. Jesús no es el que condena o juzga. Es el que asume una solidaridad plena y total: aun permaneciendo indemne de pecado, acepta tomar sobre sí la condición y el destino del pecador, asumir en su persona y a costa suya todas las consecuencias negativas del pecado. En esta escena inaugural se hace penitente con y para los pecadores. Aquí es donde roza más de cerca la sustitución: en lugar y en el sitio de los pecadores, comienza la tarea de conversión para el reino. Pero es una sustitución «inaugural»: no descarga al pecador de su penitencia, sino que le da la posibilidad y el deseo de hacerla. Entre los penitentes, entre los que intentan remontar el abismo de sus pecados, es donde Jesús viene a cumplir toda justicia y donde Juan le hace justicia a su vez, según una «conveniencia» que pertenece a la economía de la encarnación. El valor simbólico del relato inaugural del bautismo de Jesús es evidente: este bautismo, en el curso del cual Jesús baja a las aguas de la muerte para subir de ellas lleno de vida, es la parábola en acto de su otro bautismo, el que lo sumergirá en la muerte del sepulcro y le hará resurgir vivo para siempre. Ya de antemano Jesús manifiesta el «ser kenótico» que lo conducirá a la cruz para hacerle remontar de esa «nada» a su ser propio de Hijo. Viene a unirse con el hombre pecador hasta en su miseria y su muerte. La relación que se establece entre Jesús y los pecadores en su bautismo es la que asumirá en su pasión. Si ésta revela todo el peso del
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bautismo, la iniciativa del bautismo nos permite comprender en cambio la actitud de Jesús con los pecadores durante su pasión. Está con ellos y para ellos hasta el punto de aceptar sufrir y morir por ellos. El bautismo da lugar a una teofanía, que recuerda las teofanías del Antiguo Testamento. Pero esta vez la teofanía anuncia una presencia real y duradera del Hijo amado entre los hombres. El mediador está ahí. Para el lector del relato esta teofanía tiene un valor programático, dándole una primera percepción del misterio trinitario. Es una clave de interpretación que le permite leer lo que sigue en toda su verdad. Pero no le quita nada a la necesidad para Jesús de manifestar y de realizar humanamente su filiación a través de su existencia. El doble combate de Jesús contra el mal: las tentaciones El combate doloroso y victorioso emprendido por Jesús contra las fuerzas del mal para arrancarnos de él comienza ya al principio de su ministerio. Toma desde el principio la forma de la tentación. La escena de las tres tentaciones de Cristo interviene inmediatamente después del relato del bautismo en los sinópticos. En san Lucas hace inclusión con el momento de la pasión: «Acabado todo género de tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno» (Le 4, 13). Este tiempo oportuno es aquel en que Satanás entró en Judas para que lo entregara (Le 22, 3), es la hora de la agonía (Le 22, 40), es el instante del arresto de Jesús: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (22, 53). Entre estos dos tiempos fuertes, Jesús lleva una lucha incesante contra los demonios con sus curaciones y exorcismos (4, 41; 6, 18; 7, 21; 8, 2; 10, 18; 11, 14-22), lucha ya victoriosa, puesto que Jesús es capaz de curar y de liberar. Esta gran inclusión indica el sentido de todo el itinerario emprendido: lo que se manifestará en todo su esplendor en el momento de la pasión está ya en obra por la simple presencia de Jesús en medio de los hombres. Ése es el combate de la salvación. Las tres tentaciones de Jesús en el desierto, que pudieron turbar a los creyentes en ciertas épocas, constituyen una página imborrable de los evangelios. Nos muestran a Jesús semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado sin duda, pero incluso en la tentación. S u valor simlólico consiste en presentarnos todo lo que está en juego en la existencia humana; es finalmente indispensable para la verdad de la encarnación de Dios: sin la tentación el Verbo
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hecho carne no habría asumido la condición humana hasta el fondo. En efecto, la tentación de Jesús reproduce la del primer paraíso, símbolo de la tentación que atraviesa inevitablemente toda existencia humana. Adán y Eva cedieron a la tentación de decir no a Dios, de querer ser «como dioses» (Gen 3, 5), por sus propias fuerzas, tentación del orgullo radical, que se convierte en envidia y en deseo de referirlo todo a uno mismo. Jesús, puesto en la misma situación, hace todo lo contrario. Rechaza la tentación relativa simbólicamente al alimento, como en el caso del árbol del edén. Según el himno de la carta a los Filipenses, «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2, 6). Adán no era Dios, y en vez de consentir en recibir de Dios el don de su divinización, quiso apropiárselo. Jesús, que era Dios por origen, consintió por el contrario en vaciarse de sí mismo para obedecer a su misión, oponiendo una triple negativa a la tentación diabólica, sea cual fuere su forma de presentarse. Se negó a inscribirse en la condición pecadora de la humanidad, es decir, a quererse a sí mismo, por sí mismo y para sí mismo. Esta triple tentación evoca también las tres tentaciones del pueblo en el desierto a lo largo del Éxodo3: la primera tentación (las piedras cambiadas en pan) recuerda el episodio del maná (Ex 16); la segunda (provocar a Dios para que haga un milagro) corresponde al episodio de Masa (Ex 17, 6-7); la tercera (la adoración al diablo), a la escena del becerro de oro (Ex 32). Estas relaciones simbólicas traducen lo que Jesús viene a curar en el hombre: la fragilidad que desde el origen sucumbió a la tentación, la lepra que desde entonces mancha nuestra libertad. En este sentido las tentaciones de Jesús siguen teniendo para nosotros un valor ejemplar. La escena de la tentación de Jesús en el desierto, con todo lo que encierra de sentido por su palabra y su acción, es ya un acto salvífico. Es también la parábola de la realidad de esta salvación. Ya hemos registrado la interpretación que daba de ella Ireneo4. En efecto, el relato expresa ya la revancha del hombre contra el que lo había vencido; porque se trata de una victoria que realiza la li-
3. Cf. J. DUPONT, L'arnere-fond biblique du récií des tenlations de Jésus: New Tcstament Siudies III (1957) 287-314; H. URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica. Teología, vol. 7: Nueio Testamento, Ediciones Encuentro, Madrid 1989, 60-65. 4. Cf. tomo I, 193-195.
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beración y la conversión de la libertad humana sometida. La libertad soberana de Jesús, capaz de un no claro y definitivo a toda solicitación del mal, le permite vivir una «existencia reconciliada». En Jesús el creyente contempla al hombre plenamente libre y, por esa razón, capaz de liberar a los otros. El acto de libertad de Jesús tiene una eficacia de naturaleza sacramental. Realiza lo que simboliza. Esta libertad de la justicia y de la santidad se impone por sí misma5. Tiene fuerza para convertir. La escena de la tentación nos revela ya algo sobre el cómo de la salvación. La agonía, última tentación de Jesús La agonía de Jesús, preludio de toda la pasión, que tiene lugar en el huerto de Getsemaní como la tentación original había tenido lugar en el huerto del Edén, puede leerse como la escena de la última tentación de Cristo: nos indica su motivo y su contenido. Según el consejo que él mismo da a sus discípulos: «Pedid que no caigáis en tentación» (Le 22, 40), Jesús se pone a orar. Le pide al Padre que aparte la copa. Pero en cada ocasión se corrige diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22, 41). Su tentación es escapar de la muerte inminente y sangrante que le entristece hasta morir por ello y le hace «sudar sangre» (Le 22, 44). Pero esta tentación le impulsa a renunciar a su misión y a intentar librarse de la muerte a costa de algún compromiso mortal. En definitiva, es la tentación de dejarse vencer por el mundo en vez de salvarlo. Esto indica su gravedad. En esta situación extrema Jesús vive en cierto modo su relación filial con el Padre como una relación de siervo a seflor. Él, que se ha hecho servidor del Padre, conoce la tentación de experimentar la voluntad dei Padre como la de un amo. En ese instante d e locura el Padre se le presenta como el soberano que exige y manda, enviando finalmente a la muerte. Esa será, desgraciadamente, la interpretación falsamente inocente de cierta teología, q u e ve en el Padre al que exige la muerte del Hijo. Es para Jesús el momento de la tentación más grave, pero Jesús no sucumbe a ella. En ese momento es cuando Marcos pone en sus labios el término del cariño filial más intenso: «Abba», papá (Me 14, 36). Esta palabra resume su oración, que «repite con las mismas palabras» (Me 14, 39). Jesús se acurruca en su relación filial, para
5. Cf. CH. DUQÜOC, Jesús, hombre libre, Sigúeme, Salamanca 1975.
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sacar de allí la fuerza de poner de acuerdo su voluntad de hombre con el designio salvífico del Padre. Si estas escenas de tentación resultaron desconcertantes en ciertas épocas para la mentalidad cristiana, es porque tenemos la experiencia de que la tentación se infiltra siempre en nosotros gracias a una cierta complicidad. Nos ataca desde fuera, pero ya ha ocupado un sitio por dentro. Muchas veces no sabemos si hemos consentido o no, hasta tal punto su hipótesis ha tomado fuerza en nosotros. Incluso después de superar la tentación, no nos sentimos del todo inocentes. ¿Pudo vivir Jesús una experiencia semejante? Por eso, en el siglo IV Apolinar prefirió amputar a la humanidad de Jesús un alma inteligente y libre. Y en el siglo VII se puso en duda la existencia de una voluntad humana en Jesús6. Se quería ponerle al amparo de esa especie de complicidad, pero quitándole lo que constituye la responsabilidad humana. Si así fuera, no sería ya un acto auténticamente humano por el que nos habría salvado Jesús. El misterio sigue, como es evidente, y no podemos entrar en la conciencia única de Jesús. Pero ante todo no debemos olvidar que Jesús no fue alcanzado por lo que llamamos el pecado original, cuyas secuelas en nosotros son ese desorden interior, ese desconcierto de nuestro deseo, que hace que nuestras mejores acciones estén cargadas con el peso de un retorno ambiguo a nosotros mismos. Ante la tentación Jesús es el hombre antes del pecado, el hombre íntegro en pleno equilibrio y en plena posesión de sí mismo. Por eso su resistencia a la tentación no se vio afectada por ninguna complicidad. Esto no quiere decir, sin embargo, que la tentación no fuera también para él tan real y tan cargada de consecuencias como la de Adán. Las tentaciones por el lenguaje Hay además otro aspecto en todo esto: en el momento de su tentación Adán vivía en un mundo todavía virgen de todo pecado. Jesús se enfrentó con la tentación, rodeado de un mundo ya pecador, viviendo en una «carne de pecado», es decir, sometida a todas las consecuencias objetivas del pecado. El pecado le rodeaba por todas partes, especialmente por la mediación del lenguaje. Todos sabemos cuántas actitudes pecadoras habitan e influyen en nuestro lenguaje: la envidia y el rencor, la maledicencia y la calumnia, la 6. Cf. B. SESBOÜÉ, Jesús-Christ, o.c, 167-170.
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mentira y la vanidad, el desprecio a los demás, la violencia, etc. Pues bien, este lenguaje es el lugar privilegiado de la transmisión del pecado entre los hombres. El lenguaje en que va creciendo el niño, con cuya ayuda se va construyendo su personalidad, está marcado por el pecado. Pues bien, Jesús participó del intercambio común del lenguaje. Normalmente —si es posible decirlo a la luz de nuestra experiencia—, también él debería haber estado marcado por él. Pero Jesús, que se realizó como hombre a través de la reciprocidad de las conciencias, permaneció indemne de todo pecado. Ésta es a los ojos de Paul Tillich la paradoja esencial de la persona de Cristo: «En una vida personal la imagen de la humanidad esencial (=verdadera) se manifestó en las condiciones de nuestra existencia, sin ser vencida por ellas»7. Jesús no se dejó penetrar por ninguna complicidad con el pecado ambiental. Este se manifiesta de manera especial en los relatos evangélicos en donde Jesús se ve enfrentado con una pregunta-trampa, con una pregunta que intentaba encerrarlo en un dilema perverso. «Entonces los fariseos se fueron y deliberaron sobre la forma de sorprenderle en alguna palabra» (Mt 22, 15); así es como comienza el relato de la pregunta sobre el tributo que había que pagar al César. Si Jesús responde que hay que pagar, se le acusará de colaboracionista; si dice que no, dirán que es un revolucionario. «Mas Jesús, conociendo su malicia, dijo: 'Hipócritas, ¿por qué me tentáis?'» (Mt 22, 18). Su respuesta pone las cosas en su punto: al pedir que le traigan una moneda con la imagen de César, demuestra la grave idolatría de sus falsos inquisidores, ya que llevan consigo una moneda con la inscripción «divo Caesari». No sólo son cómplices del poder romano, sino que aceptan tratos con una moneda idólatra. Del mismo modo, cuando le preguntan con qué autoridad hace lo que hace (Me 11, 28-33; Mt 21, 23-27; Le 20, 1-8), Jesús da la vuelta a la pregunta-trampa, para obligar a sus adversarios a explicarse sobre la verdad de su actitud frente a Juan (Mt 21, 24-27). Se pueden considerar todas estas agresiones verbales contra Jesús como otras tantas tentaciones que vienen de los hombres. La salvación se revela entonces como manifestación de la verdad. El doble combale de Jesús contra el mal: su enfrentamiento contra el proyecto de muerte Las tentaciones de Jesús expresan su combate constante contra las fuerzas más oscuras del mal, las que nos acechan desde el pri7. P. TILLICH, L'existence et le Christ, L'Age de l'hommc, Ginebra 1980, 117.
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mer pecado: ese poder de la hamartía que ha invadido al mundo, como rompiendo un dique, debido a la falla de Adán (Rom 5, 12). Pero este combate va a tomar otra forma muy concreta y muy visible, en el enfrentamiento de Jesús con los hombres pecadores, que lo niegan y no pueden soportar su justicia. Este combate, que es también un proceso, atraviesa la totalidad de los evangelios. Conviene captar bien todo su alcance, si queremos comprender la triangulación que estructura los relatos de la pasión y evitar la interpretación inadecuada de la muerte sacrificial de Jesús8. Muy pronto, en los evangelios sinópticos —tomaremos aquí a Marcos como hilo conductor—, se ve cómo sube la tensión entre Jesús por una parte y los escribas y fariseos por otra. Estos piensan que Jesús blasfema cuando perdona los pecados (Me 2, 7; Mt 9, 3; Le 5, 21); le critican porque come con los publícanos y pecadores (Me 2, 16; Mt 5, 11; Le 5, 30; 15, 2); le acusan de que no hace ayunar a sus discípulos (Me 2, 18; Mt 9, 14; Le 5, 33) y de que no respeta el sábado, tanto cuando arranca espigas (Me 2, 24; Mt 12, 2; Le 6, 2), como cuando cura esc día (Me 3, 2; Mi 12, 10; Le 6, 7). Este último gestó de Jesús provoca incluso un primer conciliábulo en donde se piensa en su muerte: «En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle» (Me 3, 6). Esta vigilancia malévola y recelosa, casi inaugural, está al acecho de motivos contra Jesús. Cuando éste echa a los demonios, le acusan de hacerlo con la ayuda de Satanás (Me 3, 22; Mt 9, 34; Le 11, 15). Cuando libera al endemoniado de la Decápolis, las gentes del país «comenzaron a rogarle que se alejara de su término» (Me 5, 17). En Nazaret Jesús choca con una hostilidad incrédula que le impide hacer ningún milagro (Me 6, 3-6). En su relato más detallado de la predicación de Jesús en Nazaret, Lucas (4, 16-30) nos muestra su fracaso, al mismo tiempo que lo presenta cumpliendo la profecía de Isaías (Is 61, 12). Jesús se compara entonces con los profetas que no fueron recibidos en su patria, título que evoca el rechazo y la muerte. Sus palabras acaban provocando tal cólera que, «levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad» (Le 4, 29). Aquel día el proyecto de matarlo estuvo muy cerca de ser una realidad. La hostilidad se manifiesta también por las discusiones infinitas sobre las tradiciones rituales, que permiten a veces anular la palabra de Dios (Me 8, 11), bien con la petición de un signo que 8. Insistiendo en el hecho de que la muerte de Jesús es imputable a los hombres pecadores, intento hablar de lodos los hombres, paganos y judíos.
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venga del cielo (Me 8, 11-13; Mt 16, 1), bien con las cuestiones de procedimiento, como la del matrimonio (Mt 19, 3), que Jesús resuelve apelando frente a Moisés al designio del Creador. Otras cuestiones —como hemos visto— intentan hacerle caer en la trampa de un dilema cuyos términos son inaceptables; responda lo que responda, se meterá en un apuro. Se comprende entonces que Jesús denuncie vigorosamente la hipocresía y la codicia de los escribas (Me 12, 38-40) y de los fariseos, que simbolizan el rechazo obstinado de su persona y de sus palabras, en una larga diatriba que denuncia la contradicción mentirosa entre lo que dicen y lo que hacen (Mt 23, 1).
manas como son, Jesús es consciente de que no trae la paz a la tierra, sino la espada (cf. Mt 10, 34). Tiene casi a la vista el caso de Juan Bautista (Mt 14, 1-12). Después del giro de Cesárea y en su subida a Jerusalén, los relatos sinópticos ponen por tres veces en labios de Jesús el anuncio de la pasión. Aunque creemos que las fórmulas de estos anuncios están influidas por la relectura de los acontecimientos, tal como los recoge el kerigma, estas tres redacciones sinópticas demuestran la necesidad de subrayar la lucidez de Jesús sobre su porvenir: va al encuentro de la muerte reservada a los profetas. El combate contra la mentira y la violencia es un combate a muerte: la muerte de la una y de la otra pasará por su propia muerte. La parábola de los viñadores asesinos tiene este mismo significado; en ella Jesús señala la escalada de la violencia en la suerte reservada a los criados, escalada que encuentra su cima en el asesinato del hijo (Me 12, 1-11). Después de este relato, el evangelista informa a sus lectores: «Trataban de detenerle —pero tuvieron miedo a la gente— porque habían comprendido que la parábola la había dicho por ellos» (Me 12, 12). En su lamentación sobre Jerusalén, se nos presenta a Jesús totalmente lúcido tanto sobre la suerte de los profetas como sobre el rechazo que él había de padecer: «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo sus alas, y no habéis querido!» (Le 13, 34). Ése «no habéis querido» es el que Jesús tiene que vencer hasta su muerte. Con una modalidad de relato muy distinta, el evangelio de Juan atestigua este mismo enfrentamiento. Se le presenta como un largo proceso entre Jesús y los judíos que se niegan a creer en él. Lo que está en juego en este debate es formalmente la identidad de Jesús: «Los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 15, 18). El largo discurso en la sinagoga de Cafarnaúm es considerado, incluso por muchos de sus discípulos, demasiado duro de oír. La discusión sobre la descendencia de Abrahán hace subir la tensión: «Tratáis de matarme, porque mi palabra no prende en vosotros... Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste fue homicida desde el principio... Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 37.44). La discusión que sigue a la curación del ciego de nacimiento es un largo debate para saber quién es el pe-
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El peso mortal de la mentira En este continuo combate Jesús no choca solamente con la violencia de un proyecto de muerte. Se enfrenta igualmente con la mentira. Hoy sabemos muy bien la casi omnipotencia de la mentira de las propagandas de todo tipo para acabar con un adversario inocente, haciéndole pasar por un traidor, un insociable, un enfermo mental, un perverso, un farsante, en una palabra manchándolo con múltiples insinuaciones. Sabemos que estas campañas pueden matar, bien después de un proceso inicuo, bien induciendo al suicidio al que no puede soportar ya la ola de calumnias que lo aplasta. La perversión de la mentira, presente desde el Edén original, actúa también plenamente en contra de Jesús. El, el inocente por excelencia, es presentado como un pecador. Se arroja sobre él la sospecha y luego la acusación; se prepara el clima popular en el que podrá pedirse su muerte. Siempre es posible interpretar mal una actitud, un comportamiento: «Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: 'Demonio tiene'. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: 'Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo de publícanos y pecadores'» (Mt 11, 18-19). La mentira está generalmente llena de inteligencia y de astucia, saber adornarse con los colores de la virtud y apelar a los buenos sentimientos. Es esencialmente manipuladora. No sin razón Jesús designa al adversario como el mentiroso desde el principio. Él mismo lo ha experimentado. El combate de la verdad con la mentira es implacable. Así pues, no es extraño que Jesús anuncie persecuciones para quienes quieran seguirle: «Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre... No está el discípulo por encima de su maestro, ni el siervo por encima de su amo» (Mt 10, 22.24). Siendo las cosas hu-
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cador: ¿Jesús o los fariseos? «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que es un pecador» (Jn 9, 24). Jesús, por el contrario, concluye contra ellos: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: "Vemos", vuestro pecado permanece» (9, 41). Este debate manifiesta la trascendencia religiosa de la confrontación: se trata de saber quién es el verdadero testigo de Dios, Jesús o los fariseos, y por tanto de saber quién es Dios. La oposición se exaspera a continuación hasta llegar a un intento de lapidación (Jn 10, 31) y con la acusación formal de blasfemo (10, 33). «Querían prenderle» (10, 39). Así, pues, el testimonio de Juan coincide con el relato de los sinópticos: la vida de Jesús fue un áspero combate contra los pecadores, una lucha a muerte. «Vino a su casa, y los suyos no le recibieron», anuncia el prólogo del cuarto evangelio (Jn 1, 11). Esta frase resume el choque fundamental que conduce al drama de la pasión. El viejo autor de la Imitación de Cristo lo vio muy bien cuando dijo: «Toda la vida de Jesús fue cruz y martirio». Se reproduce aquí en resumen, a escala de la vida de un hombre, lo que fue la relación constante de un Dios con su pueblo. Iniciativa continuamente renovada de salvación por un lado, predominio del rechazo y del pecado por otro. Esta es la situación de fondo de las dos partes en causa; éste es el espacio relacional en el que se va a realizar la salvación. En Jesús Dios se vuelve incansable c irrevocablemente hacia el hombre. El rechazo de éste no provoca ninguna actitud de retirada cansina, de proyecto de venganza o de exigencia nueva de compensación. Sin duda, Jesús es inaccesible a la cólera, consecuencia de un amor pisoteado. Su verdadera reacción consiste en venir a vencer el rechazo en su propio terreno, aceptando hacerse aplastar por él, a fin de revelar la verdad y ejercer la omnifragilidad y la omnipotencia del amor. En todo este proceso en que Dios busca incansablemente al hombre, el movimiento descendente es siempre prioritario. El Evangelio del perdón de los pecados En el horizonte de este doble combate, Jesús anuncia el reino de Dios 9 . La predicación de este reino no es sino la predicación de la salvación, ya que el reino de Dios es un reino para los hombres. En e l reino la causa de Dios se confunde con la causa del hombre.
9. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésus-Chrisí, o. c, 235-239.
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Este reino está ya en devenir debido a la presencia activa de Jesús; esto significa que también la salvación del hombre está ya en obra. Esta salvación toma una primera figura en el mundo simbólico, todavía frágil y provisional, en donde los oyentes de la palabra de Jesús descubren, a través de la experiencia de unas relaciones nuevas, un mundo reconciliado en el que encuentran a la vez su verdad y su felicidad. Es un mundo en que el amor se ha hecho de nuevo posible, ya que es dado por la fuerza contagiosa que emana de Jesús. La imagen de la salvación que lleva consigo el anuncio del reino es total. Afecta a todos los hombres y a todo el hombre. Une lo corporal y lo espiritual, ya que la salvación pasa también por la curación de los cuerpos. En el corazón de la predicación del reino toma su lugar el anuncio del perdón de los pecados. Lejos de sentirse desanimado por el doble combate que tiene que emprender, Jesús proclama paradójicamente el perdón incondicional en el sentido de que pide tan sólo ser recibido por un corazón arrepentido. La llamada a la conversión se inscribe en la proclamación del perdón. Jesús proclama el perdón con sus actitudes y sus actos, lo mismo que con sus palabras. Va a cerner con los publícanos y los pecadores..., con gran escándalo de los escribas y fariseos. Las curaciones que realiza se ponen al servicio de este perdón. Perdona sus pecados al paralítico (Mt 9, 2), así como a la mujer pecadora en casa de Simón (Le 7, 48). No son menos sokmnes sus declaraciones: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo que significa aquello de "Misericordia quiero, que no sacrificio". Porque no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 1213). Versículo capital que resume la misión de Jesús, aquello por lo que «ha venido». Su presencia es una declaración solemne y definitiva de la misericordia de Dios con los hombres pecadores. Esta declaración es a]mismo tiempo un acto de perdón. Por eso, declararse justo ante Jesús es pretender no necesitarle, es excluirse de su perdón. Al mismo tiempo, Jesús pone en su lugar debido el significado de los sacrificios exteriores y rituales respecto a lo esencial que es la misericordia. La cita por otra parte lleva a cabo un deslizamiento de sentido respecto al original. En Oseas (6, 6) es la misericordia y elamor a los hombres lo que se exige y lo que se prefiere al sacrificio. En el contexto de la palabra d e Jesús se piensa más bien en uia proclamación de la misericordia de Dios. Cuando le critican qie haya ido a comer a casa del publicano Mateo, Jesús respondeque viene a ejercer la misericordia de Dios.
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Se aplica a sí mismo el mandamiento revelado por Oseas: él ejerció la misericordia fraternal. También ocurre que los actos conducen a la palabra. En san Lucas, la crítica repetida de que Jesús «acoge a los pecadores y come con ellos» (Le 15, 2) origina la serie de parábolas llamadas de la misericordia. «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Le 15, 7). Lo que hace Jesús con los pecadores es lo que hace el padre de la parábola con su hijo pródigo. Le perdona y organiza una fiesta por él, porque el que había muerto ha vuelto a la vida, el que estaba perdido ha sido encontrado (Le 15, 24). Este anuncio del perdón tiene la misma extensión que el Evangelio; se confunde de algún modo con él. Es el que rodea al anuncio de la realidad abismal del pecado y permite al hombre soportarla sin perecer. Realiza las grandes promesas proféticas y precede de alguna manera, como en los últimos profetas, a la llamada al arrepentimiento y a la conversión que le acompaña. Así es la revelación de la justicia de Dios, gratuita y absoluta, que justifica al hombre pecador. Y así es también la revelación de la salvación. Lo mismo que a los fariseos, también a nosotros nos sorprende a veces la facilidad con que Jesús perdona. Este punto no debe hacernos olvidar que sigue estando presente el proceso de fe y de conversión: tanto en el caso del paralítico como en el de la pecadora en casa de Simón, de Zaqueo, del ciego de nacimiento en san Juan o del prólogo de la parábola de Lucas. Pero esta actitud de Jesús, hablando y actuando en nombre de su Padre, nos obliga a priori a descartar de la pasión cualquier interpretación que exigiera la muerte dolorosa de Jesús como un castigo de compensación por el pecado. El Dios que habla y que actúa en Jesús a lo largo del evangelio y el Dios testigo y partícipe de la pasión son un solo y mismo Dios, un Dios de cariño y de perdón.
lomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades"» (Mt H, 16-17). También aquí hay un deslizamiento de sentido entre la profecía y su utilización10. El Siervo de Isaías llevaba, sufriéndolos, los sufrimientos que eran la consecuencia del pecado de los espectadores: Jesús se encarga de ellos para curarlos, se los quita. Hay por tanto un progreso en la comprensión del papel salvífico del Siervo. Esto no quiere decir que el otro aspecto de las cosas no tenga también su verificación en la cruz. Jesús crucificado llevará sobre sí con total realismo el peso deoloroso de nuestros males. Pero Mateo no hará entonces referencia a Isaías. Ya nos hemos encontrado con la otra cita mateana de los poemas del siervo11. El contexto sigue siendo el de las curaciones colectivas: «Muchos le siguieron y los curó a todos. Y les mandó enérgicamente que no le descubrieran; para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: "He aquí a mi Siervo, a quien elegí, mi Amado, en quien mi alma se complace. Pondré mi Espíritu sobre él...» (Mt 12, 15-18). Mateo presenta aquí un sumario de la actividad de Jesús y pide su interpretación al primer canto del Siervo que indica simbólicamente su sentido.
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Porque el ministerio de Jesús es un servicio auténtico de la salvación. Siempre se necesita un siervo para un trabajo. Si la salvación de Dios exige un siervo, es porque hay un trabajo que realizar, entendiendo esta palabra con todo el sentido oneroso que comporta. Ya Moisés había sido llamado siervo, así como David y otros muchos personajes del Antiguo Testamento, hasta el mismo Ciro. Estas figuras históricas se purificaban y se cargaban de sentido en la figura profetica de los cantos del Siervo. El verdadero Siervo de Yahvéh es Jesús, que toma sobre sí el trabajo de la salvación. Porque este trabajo y este servicio no pueden realizarlos los hombres pecadores. Es el mediador enviado por Dios a quien incumbe prioritariamente. Gracias a él y en él los hombres convertidos en la fe podrán asociarse a él. El sercicio de la salvación constituye toda la misión de Jesús.
Jesús, el Siervo de la salvación Es aparentemente extraño que Mateo aplique expresamente la profecía del Siervo doliente a Jesús, no con ocasión de la pasión, s i n o para indicar el sentido de las numerosas curaciones y exorcism o s realizados por Jesús: «Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con su palabra y sanó a todos l o s enfermos. Así se cumplió el oráculo del profeta Isaías: "Él
10. Cf. P. GRELOT, Lespoémes du Serviteur. De la lecture critique á l'herméneutique, Cerf, París 1981, 164-166. 11. Cí.supra, 117-118.
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El famoso logion del rescate, cuyo contacto temático, si no literario12 con Is 53 difícilmente se puede discutir, dice lo mismo. A la petición insensata de Santiago y de Juan, hijos de Zebcdeo, de obtener los primeros lugares en la gloria, Jesús responde con un logion que resume su existencia, en perfecta contradicción con la conducta de los grandes y poderosos: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Me 10, 45-46; cf. Mt 20, 28)13. En Lucas este mismo logion termina de un modo algo distinto: «Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Le 22, 27). Esta reflexión encuentra su ilustración simbólica en el relato del lavatorio de los pies en san Juan (13, 1-20): el evangelista se cuida de dar toda su solemnidad a este gesto de esclavo, considerado en la cultura de la época como especialmente humillante. No debe engañarse el lector: no se trata de un hecho distinto o de un detalle conmovedor. El foco ilumina la escena, para que se entienda bien que allí se dice y se hace a la vez lo esencial de la misión de Jesús. Con plena lucidez sobre su origen y sobre su fin, sobre su misión y sobre la gravedad de la hora, Jesús quiere poner este gesto como el símbolo eficaz de un amor que llega hasta el fin: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía» (Jn 13, 14-16). Juan pone de relieve la dialéctica del Señor y del Siervo: el gesto de servicio de Jesús adquiere todo su valor al ser realizado por el Señor y Maestro. Es un gesto señorial. Jesús se esfuerza en purificar a los suyos, para que puedan tener parte con él. También aquí la plenitud del don se hace perdón. Toda la vida de Jesús fue un servicio oneroso y lleno de amor por la salvación de las almas: su muerte será el cumplimiento último de este servicio. Hay que buscar el sentido de su muerte precisamente en el sentido que da a su vida. La exégesis contemporánea ha encontrado una palabra para traducir el servicio 12. Cf. P. GRELOT, O. C, 158-161, donde el autor niega los contactos literarios que suelen señalarse. 13. Sobre el sentido que hay que dar al logion del rescate, cf. tomo I, 163 ss.
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omnipresente en la vida de Jesús: la «pro-existencia»14. Esta vida es una «existencia-para» sus hermanos y para su Padre, una existencia dada. Son gestos de servicio de Jesús los que hemos de discernir en los milagros, las curaciones y las multiplicaciones de pan, así como en las escenas de perdón o en la enseñanza. En cada una de esas ocasiones Jesús «trabaja», simbólica y realmente, por la salvación de todo el hombre. El resumen del itinerario descendente y ascendente de Jesús que nos ofrece el himno de Filipenses (2, 6-11) dará el verdadero diagnóstico: en cada uno de sus gestos Jesús da figura a Informa serví que ha escogido, él que estaba en forma Dei. Esta elección lo conducirá hasta la muerte del esclavo. Todo el Evangelio en cada evangelio Esta lectura de los relatos del ministerio de Jesús ha sido sintética. Ha intentado destacar algunas grandes líneas fundamentales de la palabra y del comportamiento de Jesús Salvador. Ha sido el relato de los relatos el que más se ha utilizado. Sería preciso analizar también en detalle cada relato o cada secuencia unificada de los relatos en cuanto que constituyen una unidad. Porque la redacción de los evangelios se ha esforzado por hacer de cada perícopa un Evangelio. En cada escena de la vida de Jesús, tanto si se trata de una enseñanza, como de un debate, de una parábola, de un milagro o de una teofanía, resuena la totalidad del Evangelio. Bajo un acorde original se expresa y se señala el conjunto del acontecimiento salvífico. Cada relato refleja como en un prisma las múltiples dimensiones del misterio pascual. Desde este punto de vista todos tienen algo que decirnos sobre la naturaleza de la salvación, así como sobre la manera con que Jesús puso su empeño en salvarnos. Las dimensiones de esta obra no permiten estas lecturas hasta el infinito. Me contentaré con tres escenas, escogidas del evangelio de Lucas y recogidas aquí como otros tantos ejemplos de lo que queremos decir: un relato de milagro, una parábola, un relato de perdón.
14. Li expresión procede de II. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sigúeme, Salamanca 1982, 129-163; cf. también M. DP.NEKEN, Pour une christologie de kpro-existence: Rcv. des Sciences Religicuses 62 (1988) 265-290.
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La curación, signo de perdón (Le 5,17-26) Jesús está enseñando ante un público numeroso, en el que se encuentran algunos fariseos y doctores de la ley. La razón de esta concurrencia está en las curaciones que realiza: «El poder del Señor le hacía obrar curaciones» (v. 17). La introducción del relato pone de relieve el vínculo entre la palabra y la acción de Jesús15. Precisamente un paralítico tiene un deseo ardiente de ser curado. Por eso acude a Jesús. Al no poder desplazarse él mismo, es llevado en una camilla. Pero el gentío es demasiado numeroso para que los portadores puedan acercarse. Éstos piensan entonces en una estratagema: hacen un agujero en el techo y descuelgan al enfermo «en medio», delante de Jesús, en ese espacio libre que separa siempre a un conferenciante de sus oyentes. «Viendo su fe...»: el narrador atribuye al mismo Jesús esta interpretación de la conducta de ese grupo de hombres. Jesús vio lo que no es visible. Pero exhibir tanto ingenio para poder acercarse a él es algo que sólo puede venir de la fe; y Jesús la atribuye a todo el grupo. La actitud del paralítico es la de una comunidad: los portadores llevaron también al enfermo con su propia fe. «Dijo: Hombre, tus pecados quedan perdonados» (v. 20). Esta reacción es sorprendente por varias razones. En ninguna parte nos dice el texto que aquel hombre fuera un pecador; nos lo presenta sólo como un enfermo. Además, esta palabra no responde a la espera del interesado y de sus portadores. Tenían derecho a verse decepcionados... Esta declaración tan clara del perdón de los pecados hecha a esta persona impresiona más aún porque es rara en los evangelios: aparece en dos ocasiones, en esta escena común a los sinópticos y a propósito de la pecadora perdonada en san Lucas (7, 48), en un relato que encierra algunas analogías con éste. En fin, lejos de atraerle las simpatías de los escribas y de los fariseos, esta fórmula no puede menos de escandalizarles: «¿Quién es éste, q u e dice blasfemias?» (v. 21), ya que sólo Dios puede perdonar l o s pecados. Se plantea la cuestión de la identidad de Jesús. En realidad, Jesús ha empleado una fórmula pasiva, frecuente en la Biblia, que se llama «pasivo divino»: para evitar nombrar a Dios como sujeto activo de la acción, se señala ésta de forma pasiva, lo c u a l permite dar a entender, sin decirlo explícitamente, quién ha producido esa acción. Lo cierto es que, incluso con una fórmula
15. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésus-Christ, o. c, 241-244.
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pasiva, Jesús pretende sin duda hacer presente aquí y ahora la acción de Dios, en cuyo nombre proclama el perdón de los pecados. La situación es entonces doblemente tensa y la atención se centra en las palabras que Jesús va a pronunciar. «Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: "¿Qué estáis pensando en vuestros corazones?"» (v. 22). Jesús es capaz de leer en el fondo de los corazones. Esta reflexión justifica ya el perdón dado al paralítico: Jesús ha leído en su corazón su disposición de le. Por tanto, Jesús está del lado de Dios que conoce los pensamientos de los hombres. Esta introducción le permite entrar en lo más vivo del reproche: «¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, yo te digo —dijo al paralítico—: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (vv. 23-24). Hay que comprender bien el movimiento de la respuesta: Jesús recoge la fórmula pasiva que había empleado, pero va más lejos reivindicando para sí el poder —exousía propiamente divina— de perdonar los pecados en la tierra. Más aún, la palabra de curación loma la forma de un imperativo: levántate. Pues bien, todo está construido sobre la pregunta «¿Qué es más fácil?». Si Jesús puede curar a un paralítico con tanta facilidad, puede también perdonarle los pecados. Así pues, las dos cosas son igualmente imposibles para el hombre dejado a sus propios medios. En los dos casos Jesús se sitúa del lado de Dios, de quien tiene autoridad y poder. Por primera vez en el evangelio de Lucas se designa a sí mismo con el nombre misterioso de «Hijo del hombre», figura celestial y apocalíptica anunciada en el libro de Daniel. Este nombre es una indicación sobre su identidad. Los relatos evangélicos lo pondrán siempre en labios de Jesús, como si fuera el eco de la manera con que él se comprendía a sí mismo. Jesús lo reivindicará ante el sanedrín, para caer una vez más bajo la acusación de blasfemo. Esta palabra de Jesús es reveladora de su misión: él ha venido para el perdón de los pecados; y para ese perdón sólo se pone una condición: la fe, de 1 que el paralítico ha dado una prueba más que suficiente. Los otros relatos evangélicos de curación ponen todavía más de manifiesto la necesidad de la fe para ser «salvado». Así pues, el enfermoqueda justificado: la fórmula pasiva indica que se trata de un hedió cumplido. La declaración de Jesús es a la vez una constatación j un acto: una constatación, porque e s e perdón ya ha tenido luga; un acto, porque ese perdón es solidario de la venida de Jesús, enquien ha creído el paralítico y que reivindi-
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ca para sí la autoridad de perdonar pecados en la tierra. Pero también, por el hecho de que Jesús perdona a un hombre que no es tratado de pecador en la sociedad, manifiesta que todo hombre es pecador, que todo hombre tiene necesidad de ser perdonado. Un acto semejante es ciertamente desorbitante. Hay un elemento de justicia en la acusación de blasfemia: sólo Dios puede perdonar los pecados. ¿Quién es entonces Jesús para atreverse a decir que él perdona? No basta sólo con su palabra, ya que la realidad de ese perdón no tiene efectos sensibles. Tiene que correspondcrle un signo, que autentifique la pretensión de Jesús y manifieste que el perdón es una regeneración de todo el hombre en su integridad. La curación será ese signo que atestigüe la realidad del perdón y manifieste sus consecuencias. La salvación que va hacia la vida no va sin la salud. Esc perdón solemne de los pecados, situado al comienzo del ministerio de Jesús, indica también el sentido del conjunto de curaciones que habrá de realizar. «Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, alabando a Dios» (v. 25). El paralítico estaba echado, en la posición que simboliza el sueño y la muerte: Jesús lo «levanta» (es el verbo empleado para las resurrecciones), lo pone en pie, en la actitud del viviente. El hombre puede ahora desplazarse, acercarse a los demás, volver plenamente a gozar de las relaciones humanas. La salvación es el don de la vida. «El asombro se apoderó de todos y glorificaban a Dios. Y llenos de temor decían: "Hoy hemos visto cosas increíbles"» (v. 26). A Lucas le gusta terminar algunos de sus relatos con una notación de este estilo: dar gloria a Dios o poner un acto de fe en la persona de Jesús. Esta conclusión hace del relato particular un Evangelio, una buena nueva, que pide ser recibida en la acción de gracias y en la fe. La curación más radical es la resurrección. Por eso los relatos evangélicos, especialmente los de Lucas, mostrarán a Jesús capaz d e resucitar muertos, prerrogativa divina como ninguna otra. Las resurrecciones, todavía provisionales sin duda, del hijo de la viuda d e Naím (Le 7, 11), de la hija de Jairo (Le 8, 40-56) y de Lázaro e n san Juan (Jn 11) revelan por completo el paradigma de muerte y resurrección inmanente a la salvación y ya presente en las curaciones. La situación pecadora del hombre es una situación que conduce a la muerte. La salvación hace vivir y revivir: resucita. El signo de la salvación devuelta al paralítico, el de la vida devuelta
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a un joven y a una niña, se convertirá en el signo definitivo y absoluto de la salvación en la resurrección de Jesús. El buen samaritano (Le 10, 25-37) Como muchas veces en san Lucas, el relato parabólico se inserta en una reflexión hecha a propósito de Jesús o en un diálogo durante el que se le hace una pregunta. La intención del legista en este caso parece ambigua, ya que intenta probar a Jesús. Pero en su enunciado la pregunta sigue siendo capital: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (v. 25). En otras palabras, ¿qué hay que hacer para salvarse? Jesús entonces lo remite a él mismo y a la lectura de la ley por medio de una nueva pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees?» (v. 26). El legista cita entonces los dos primeros mandamientos sobre el amor a Dios y el amor al prójimo (el texto está sacado de Dt 6, 5). Jesús aprueba: «Haz eso y vivirás» (v. 28). La vida y la salvación consiste en realizar en un solo movimiento el amor a Dios y al prójimo. Eso es todo. Ahora es el legista el que ve puesta a prueba su misma existencia. Pero el legista, metido en la trampa de su propia pregunta, quiere justificarse o mostrar el acierto de su reflexión. No todo es tan sencillo. Hasta ahora el diálogo ha permanecido en el plano de las afirmaciones generales, que suscitan de antemano la adhesión. Pero la actuación de estos mandamientos pasa por la particularidad de las situaciones. En concreto ¿quién es mi prójimo? ¿Dónde comienza y dónde termina este mandamiento? ¿No se pueden establecer círculos concéntricos que sitúen a los demás respecto a mí, disminuyendo mi responsabilidad de amar a medida que éstos se van alejando? La pregunta del legista, por seria y sincera que sea, lleva a una casuísticade este tipo. Entonces es cuando Jesús vuelve a coger el hilo: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jcricó...». Todo el relato consiste en dar la vuelta a la pregunta: no se trata de saber quién es mi prójimo, sino de si soy capaz de mostrarme prójimo. En cierta ocasión un filósofo hacía esta reflexión: No hay cosas interesantes, pcio nos interesamos por las cosas. Jesús decía eso mismo a proposita de las personas. La cuestión n o es ya geográfica o social; radita en la actitud misma de la persona. No es estática (unos están cerca y otros lejos), sino dinámica y reposa en el movimiento que yo estoy dispuesto a llevar a c a b o hacia los otros. El sacerdote y d levita vieron al herido, pero l o dejaron en el camino. Éste era sin embargo su prójimo, porque pertenecía al
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mismo pueblo, habitaba en la misma región y seguía el mismo camino. Pero se preocuparon de «dar un rodeo», es decir, se alejaron del herido, al mismo tiempo que lo alejaron a él, para hacer de él a uno que no era ya prójimo suyo. Y se presenta el samaritano: es un extraño por la geografía y por la confesión religiosa (un cismático). El evangelio de Juan nos dirá que los judíos se negaban a tratar con los samaritanos (cf. Jn 4, 9). Había buenas razones para pensar que aquel hombre herido, un judío con toda probabilidad, no era su prójimo. También él vio al herido, pero lleno de piedad «se acercó». Prestó al desdichado todos los cuidados de un socorrista de la época: echó sobre sus heridas vino (el alcohol es un desinfectante) y aceite (que calma el dolor). Más aún, se encargó de él y lo llevó, si no al hospital, al mesón donde pudieran cuidarle. Lo vela hasta el día siguiente. Se encarga de sus gastos. Su generosidad le sale caro: asume incluso los gastos que habrá que hacer. Jesús puede entonces plantear la pregunta buena, la que tiene una respuesta evidente: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (v. 36). Toda parábola es a su modo una parábola del acontecimiento de Jesús. El sentido de ésta no puede reducirse a una enseñanza moral. En su sentido inmediato, se trata de algo mucho más importante: la cuestión principal se refiere a la vida eterna. El comportamiento del samaritano no se presenta simplemente como un comportamiento moral, sino como un comportamiento teologal. El samaritano se ha acercado a Dios al acercarse a su hermano, al escuchar el grito de piedad de sus entrañas por un ser de su misma carne. La orden de Jesús: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37) supone por tanto la vida o la muerte, la salvación o la perdición. Se trata precisamente de hacer algo; y Jesús no puede enseñar lo que no hace él mismo. La parábola del buen samaritano es la parábola de lo que Jesús vino a hacer entre los hombres. Orígenes invoca aquí una antigua tradición interpretativa, que podemos juzgar demasiado alegórica, ya que busca una aplicación de cada uno de los rasgos de la parábola sin evitar ciertas arbitrariedades; pero su inspiración es perfectamente exacta en su manera de leer, a través de un único relato, toda la historia de la salvación en un resumen: «El hombre que bajaba representa a Adán, Jerusalén el paraíso, Jericó el mundo, los salteadores las potencias enemigas, el sacerdote la Ley, el levita los profetas y el samaritano a Cristo. Las heridas son la desobediencia, la cabalgadura el cuerpo del Señor, el pandochium (o sea, la posada abierta a todos los que
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quieren entrar) simboliza a la Iglesia. Además, los dos denarios representan al Padre y al Hijo; el posadero al jefe de la Iglesia encargado de su administración; en cuanto a la promesa hecha por el samaritano de regresar, figuraba la segunda llegada del Salvador»16. Orígenes comenta entonces abundantemente este texto, subrayando el eje cristológico de la parábola. Recuerda que los judíos en el evangelio de Juan dijeron a Jesús: «Tú eres un samaritano y poseso del demonio»17. Ve también en la cabalgadura una alusión a la encarnación: la cabalgadura es el cuerpo del Señor, que «se dignó asumir la humanidad»18 y llevar nuestros pecados... «Este guardián de nuestras almas se mostró realmente más cercano a los hombres que la Ley y los profetas, teniendo misericordia del que había caído en manos de los salteadores y fue su prójimo no tanto en palabras como en actos»19. Jesús es el buen samaritano a quien su condición divina hacía en cierto sentido un ser alejado del hombre. Pero las entrañas de Dios se conmovieron al ver a la humanidad caída en manos del adversario-salteador, herido en el camino e incapaz de levantarse. Así pues, Jesús se «acercó» al hombre; nunca se insistirá bastante en este movimiento que se remonta a la creación, que atraviesa lodo el Antiguo Testamento, por el que Dios viene a hacerse prójimo del hombre. En este movimiento es donde la salvación tiene su origen y su fundamento permanente. Jesús viene a curar las llagas del hombre herido derramando en ellas aceite y vino. Esta imagen resume de manera significativa su ministerio salvífico, su «trabajo». Toma sobre sí toda la tarea, carga al herido en su propia cabalgadura. Después de pagar así con su persona, no vacila en pagar los gastos de la posada, sin límite. Podemos leer aquí una idea equivalente a la del logion del rescate. Si se quiere prolongar la parábola en nombre de las correspondencias evangélicas, se dirá que para cumplir este ministerio el mismo Jesús aceptó caer en manos de los salteadores y hacerse el hombre despojado, golpeado y abandonado mucho más que medio muerto. Una parábola simple y doble de la salvación: por un lado nos dice lo que hemos de liacer para entrar en la vida eterna; por otro nos revela gracias a quién y cómo podemos entrar en ella. Nos
16. ORÍGENES, Hom. in Ucam: SC 89, Cerf, París 1962, 403-405. 17. Ibid.,Wl. 18. Ibid., 409. 19. Ibid.
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preguntamos sobre el cómo de la salvación: la parábola del buen samaritano nos da la respuesta. La salvación que baja a casa de Zaqueo (Le 19, 1-10) Zaqueo era jefe de recaudadores del fisco, es decir, un publicano de alto rango. Es rico20. Estas dos menciones nos hacen pensar ya que era poco honrado. Pero el narrador no lo dice y dejará a la gente la responsabilidad de tachar a Zaqueo de pecador. Jesús ha de atravesar la ciudad de Jcricó. Al saberlo, algo bulle en el corazón de Zaqueo, puesto que el evangelista se cuida de decir por dos veces que quiere ver a Jesús e incluso ver «quién era Jesús». El movimiento de aproximación de Jesús provoca ya un movimiento de respuesta por parte de Zaqueo, un primer movimiento de fe y de esperanza. Pero Zaqueo se ve enfrentado con un problema sin solución aparente: es pequeño. Todos saben que cuando llega una personalidad o hay un desfile, sólo las primeras filas de espectadores podrán ver algo. Los demás, aunque estén cerca, no ven nada y se quedan excluidos de la manifestación. Los niños se suben entonces a hombros de sus padres o se colocan en primer fila, donde no molestan a nadie. Los adultos procuran subirse adonde pueden, a las ventanas... o a los árboles, donde los hay. Como era pequeño, Zaqueo podría haber obtenido que le dejaran en primera fila. Pero aquel publicano no puede mezclarse con la «gente honrada», sabiendo que lo juzgaban sin piedad alguna. .Subirse a un sicómoro le permite a la vez mantener sus distancias y ver sin ser visto. El publicano es prudente. La llegada de Jesús altera el movimiento de la escena. Hasta entonces sólo se trataba de la iniciativa de Zaqueo por ver a Jesús. En adelante, es Jesús quien toma la iniciativa, la que va a cambiar la vida de un hombre. El final del relato nos revelará que la iniciativa de Jesús era original y se adelantaba incluso a la de Zaqueo. Jesús levanta los ojos, mira en dirección a Zaqueo y se dirige a él llamándolo por su nombre. Lo conocía ya. Más aún, se invita él mismo a su casa. Zaqueo intentaba ver a Jesús; de hecho es Jesús el que busca a Zaqueo: «Zaqueo, baja pronto: porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (v. 5). Es urgente, hay que actuar aprisa, porque se trata de la salvación: la llamada de Dios sor20. Me inspiro aquí libremente para ciertas observaciones en el comentario de J. N. ALETTI, L'art de raconter Jesús, Seuil, París 1989, 17-38.
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prende a Zaqueo hoy. Ése es precisamente el movimiento que nos salva: una iniciativa de Dios en Jesús, tan personal que transforma a su destinatario. Una vez más, Jesús acude a casa de un pecador y provoca murmuraciones. Este juicio lacónico suena como una condenación de Zaqueo, según los valores que compartían los judíos de la época, y como una malevolencia contra Jesús que no vacila en contraer una impureza tratando con un pecador. Pero Jesús no ve simplemente en Zaqueo al pecador, sino al pecador que ha de convertirse y vivir. Estoes lo que manifiesta el diálogo siguiente. Zaqueo se convierte. Él, el acaparador avariento, se vuelve generoso y desinteresado y restablece la justicia yendo más allá de lo exigido. Declara que da la mitad de sus bienes a los pobres y promete restituir el cuadruplo a quienes pudo haber perjudicado. No se trata sólo de una conversión moral: Zaqueo se dirige a Jesús llamándolo Señor. Este título tiene en su boca el valor de una confesión de fe. Él quería ver «quién era Jesús»: lo que vio le llevó a la fe. Confiesa a Jesús como su Señor. Jesús puede entonces autentificar la conversión de Zaqueo como una acogida de la salvación misma: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abrahán» (v. 9). El hoy, el «sin retraso» de la salvación viene a responder al hoy de la venida de Jesús. Porque con Jesús ha venido la salvación en persona. Por tanto, Zaqueo no fue justificado por haber reparado sus errores, sino que reparó sus errores por haber sido justificado y por haber creído. Jesús reconoce entonces la fe de Zaqueo llamándolo hijo de Abrahán, el creyente. El final de este relato particular se abre a una interpretación de fondo que deja de lado a Zaqueo para subrayar quién es y qué hace Jesús: «Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (v. 10). Lo que acaba de ocurrir con Zaqueo, ocurre con todos los que están perdidos y creen. Este relato es una parábola tanto de la misión de Jesús como de la realidad viva de la salvación. En Jesús, designado con el nombre de «Hijo del hombre», Dios busca al hombre y se acerca a el, viene a él, sin temer mezclarse con los pecadores, para salvarlos. Zaqueo es la oveja perdida y vuelüa encontrar, que el pastor carga lleno de gozo sobre sus hombros para llevarla de nuevo al rebaño (Le 15, 3-7). Jesús recoge los misinos términos de la profecía de Ezequicl en la que Yahvéh anuncia lo que va a hacer él mismo: «Yo mismo apacentaré mis ovejas f yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahvéh. Buscaré la oftja perdida, tornaré a la descarriada, cura-
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ré a la herida y sanaré a la enferma» (Ez 34, 15-16). La traducción de los Setenta hace decir al mismo texto: «Sabrán que yo soy el Señor», lo cual se verifica exactamente en Zaqueo. La profecía de Ezequiel anuncia también un nuevo pastor suscitado por Dios para apacentar sus ovejas (Ez 34, 23-24). Ese pastor es Jesús. La fórmula final del relato, que da un valor ejemplar al caso particular, se inscribe en una secuencia que presenta muchos paralelismos: la oveja perdida y encontrada, evidentemente (Le 15, 37), y la curación del ciego (Le 18, 35-43), que le precede. Este contexto permite comprender cómo actúa la salvación. Todo se lleva a cabo en la relación entre Jesús y Zaqueo. Zaqueo se siente atraído por una iniciativa que viene a buscarle allí en donde está, en su propia casa. Para él Jesús es verdaderamente «el que viene» (cf. Le 19, 38). Cuando la santidad y la justicia se hacen misericordia y amor, el corazón del pecador se viene abajo. Se siente «seducido» y se rinde. Recobra la confianza en sí mismo y consiente en su propia liberación. Lo que pasa con Zaqueo y en su casa es también lo que pasará en la cruz. Porque Jesús no hace más que pasar por Jericó: va camino de Jerusalén, sube hacia la colina de su pasión.
con ventaja para los segundos, la fe de Israel y los primeros signos de fe de los paganos (la cananea: Mt 15, 26; el centurión romano: Le 7, 9; el leproso samaritano: Le 17, 17-19). Finalmente, el envío a misión de los discípulos por parte de Jesús después de su resurrección tendrá palpablemente un sentido universal. Entre estos dos datos se inscribe con constancia la relación entre «primero» y «después». Nos lo atestiguan tanto el itinerario com las palabras de Jesús: «Espera que primero se sacien los hijos», dice a la sirofenicia (Me 7, 27). Este «primero» no es sólo cronológico: expresa la prioridad del comienzo, que tiene su fundamento en la elección y la alianza. Tampoco lo es el «después»: no evoca una actuación secundaria o accesoria, y mucho menos una resignación ante las dificultades de la empresa; traduce el fin, es decir, al mismo tiempo el término y la finalidad de una dinámica original que apunta hacia una extensión universal, a partir de un lugar bien definido. Este vínculo lógico entre el «primero» y el «después» no se debe a ninguna jerarquía de valores sino a una economía que pasa por la elección de un pueblo para beneficio de todos. La reacción de fe de la sirofenicia a la palabra de Jesús sabe por otra parte cambiar sutilmente de registro: del dato temporal pasa al dato espacial: «Sí, Señor; que también los perritos comen bajo la me¡a las migajas de los niños» (Me 7, 28). Al «aquí» de la mesa de los hijos de Israel responde el «por todas partes» del hambre de los paganos. Jesús, que ha probado la fe de esta mujer, reconoce entonces cómo, en su sabiduría, ha dado en el blanco: «Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu hija» (v. 29). Paradójicamente, son al mismo tiempo la acogida y el rechazo del Evangelio por los judíos los que motivan el paso a los paganos. La acogida, porque la función primitiva de la Iglesia es judía y no podía ser más que judi'a, a fin de asegurar Ja continuidad de una única historia de la salvación; la fe en el Evangelio es un don de los judíos a los paganos. El rechazo, porque la resistencia de la sinagoga provócala comparación con la fe de los paganos y atrae cada vez más la atención sobre ellos. Esta lógica del «primero» y del «después»,del «aquí» de Jerusalén y del «por todas partes» de los confines déla tierra se confirmará en la actividad de los apóstoles.
Del pueblo elegido a las naciones Jesús cumple primero la misión recibida del Padre en los límites del pueblo de Israel. La salvación que trae será la liberación de Israel. Enseña en las sinagogas y comenta las Escrituras a los creyentes de su pueblo (cf. Le 4). Declara que no ha sido enviado «más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24) y no hace milagros fuera de su tierra más que de forma excepcional. También la primera misión de los Doce tiene que evitar el camino de los paganos y contentarse con las ciudades de Israel (Mt 10, 56.23). Los actos institucionales que pone con vistas a su Iglesia se llevan a cabo todos con judíos. La prioridad del pueblo elegido en el proceso de la salvación queda perfectamente confirmada. Sin embargo, hay que mantener el otro aspecto de las cosas con la misma evidencia. La predicación y la acción de Jesús tienen una apertura universal. El número de parábolas que ponen en discusión la actitud respectiva de los judíos y de los gentiles y sus mutuas relaciones ante el ofrecimiento de la salvación es impresionante. Esas parábolas hablan de la acogida y la conversión de los paganos (los invitados al gran banquete de Le 14, 15-24; el hijo perdido y encontrado de nuevo en Le 15, 11-32, el fariseo y el publicano de (Le 18, 9-14). Jesús tampoco duda en comparar,
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I I . LOS RELATOS DE LA PASIÓN
El acontecimiento de la pascua de Jesús es evidentemente el fundamento mismo de la doctrina cristiana de la redención y de la
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salvación. La amplitud literaria de los relatos de la pasión basta por sí misma para confirmar lo dicho. La costumbre nos hace olvidar un hecho curioso: son los cristianos que confesaban a Jesús en la gloria de su resurrección los que sintieron la necesidad de contar con tanta precisión y tantos detalles la pasión de su maestro. A los ojos humanos habría parecido preferible no volver sobre aquel episodio tan vergonzoso y escandaloso en todos sus aspectos del final de Jesús. No fue así: para la fe primitiva la pasión es, por el contrario, el gran momento de su vida y de su obra. La resurrección, lejos de ocultar ese recuerdo, le dio un significado positivo. Pero hay más todavía: los relatos de la vida pública de Jesús no presentan una película continua de sus hechos y de sus obras, sino secuencias articuladas según una perspectiva más bien teológica que histórica, y muy selectivas. Con la pasión estamos en presencia de un relato continuo que constituye una larga unidad desde el principio hasta el fin. Ante la falta de proporción literaria entre los relatos de varios años de ministerio y el de unos cuantos días de pasión, M. Kahlcr pudo escribir que los evangelios son un relato de la pasión, precedido por una larga introducción21. Según Dibelius, «la pasión, ya en las más antiguas tradiciones, estuvo determinada por la preocupación de narrar el comienzo de la historia de la salvación. Incluso independientemente de un final sobre la resurrección, la revelación de la salvación es tan dominante que no tenían necesidad de contar lo que no podía comprenderse desde este punto de vista»22. La organización de la narracción La organización general de la narración se inscribe dentro de un esquema firme y común a todos los evangelistas. Juan, a pesar de la originalidad de su evangelio, coincide aquí esencialmente con los sinópticos23. Detrás de nuestros cuatro relatos hay una tra-
21. M. KÁHLER, Der sogenannte hislorische Jesús und der geschichíliche, biblische Jesús, Kaiser Verlag, Munich 1953, 59s, n. 1. 22. P. BEAUCHAMP, Narrativilé biblique du récit de la Passion: R.S.R. 73 (1985) 49, remitiendo a Dibelius, La signification religieuse des récits évangéliques de la passion: R.H.P.R. 13 (1933) 44. 23. Cf. A. VANHOYE, Slructure et Ihéologie des récits de la Passion dans les évangiles synoptiques: N.R.T. 89 (1967) 137.
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(lición bien establecida. Este esquema se articula en torno a tres ejes principales: el arresto, los procesos y la crucifixión24: en él entra lo que precede al arresto de Jesús, especialmente la unción en Bctania, la última cena y la agonía. En esta primera fase Jesús anuncia lo que va a suceder y señala su sentido. Expresa su libertad ante el acontecimiento25. El arresto conduce al doble juicio, judío y romano, de Jesús. En adelante, es llevado por sus adversarios y deja hacer, ordinariamente en silencio. Vienen finalmente la crucifixión de Jesús, su muerte y su sepultura. El relato se detiene allí. La resurrección no es una continuación, ya que no se sitúa en el mismo plano. Es clara la ruptura narrativa entre la pasión y la resurrección. Propiamente hablando, la resurrección no es objeto de un relato, sino de un anuncio. Esto no provoca ninguna exterioridad entre las dos caras del acontecimiento pascual. Existe, por el contrario, una interpretación entre el relato de la pasión del resucitado y el anuncio de la resurrección del crucificado. En efecto, la pasión es contada por unos testigos que creen en la resurrección y que justifican incluso su anuncio de la misma por el relato de los sufrimientos de Jesús. Sólo los testigos de la pasión pueden ser apóstoles del mensaje de la resurrección (cf. Hech 1, 21-22). Kerigma, relato y doctrina Hemos llegado al tiempo más fuerte del relato de la salvación, al momento en que ésta establece una unidad entre todos los relatos anteriores y los posteriores. La concentración de sentido no puede ser ya más fuerte. Aquí más que en ningún otro sitio el anuncio de la salvación, que comporta una «doctrina» de la salvación, se presenta bajo una forma narrativa. Si el anuncio (kerigma) precedió al relato, lo exige y le ofrece un lugar, lo motiva y lo impregna en toda su densidad. Se verifica perfectamente la frase de P. Ricoíur: el relato evangélico es un «relato kerigmatizado» o un «kerigrna narrativo»26. Lo que se cumple para nosotros se revela ante nosotros en un relato en el que se nos pide escuchar, mirar y comprender. Al hacerse relato, el anuncio se hace también una lectura teológica del acontecimiento. Lejos de contentarse con los «bruta facta», el relato se hace teología, lo mismo que la teología consiguienie quedará siempre unida a algunos de los elementos 24. 25. 26. gie dans
C f . / M , 139. Cf. J.N. ALETTI, Monde Jesús et théorie du récit: R.S.R. 73 (1985) 154. Expnsión propuesta por P. RICOEUR, Le récit interpretan/. Exégése et Ihéololes rsils de la passion: R.S.R. 73 (1985) 19.
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del relato. Así pues, tenemos que dejarnos llevar de algún modo por el relato, para recoger su efecto de sentido, respetando sus etapas en su sucesión y en su solidaridad. Con Jesús, tenemos que descender a toda la densidad humana y a toda la profundidad divina del drama, vivir con él su oscuridad, para ir descubriendo progresivamente su luz.
todo su relato un exordio especialmente solemne: «Antes de la fiesta de pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Lo que es ejemplar en la pasión de Jesús no es tanto el sufrimiento como luí, sino la pasión amorosa que condujo a Jesús a enfrentarse con él. No es el sufrimiento, sino el amor, lo que le da a la pasión su fuerza seductora.
Relato y sacramento de la salvación Es en su pasión, más que en cualquier otro sitio, donde Jesús es el sacramento de la salvación; es en el signo que constituye su manera de vivir, de morir y de resucitar, donde Jesús realiza efectivamente nuestra salvación y donde ejerce la mediación causal de reconciliación entre Dios y la humanidad, que es el objeto de su misión. Realiza lo que significa: es causa en cuanto signo. Su causalidad es eficaz, en cuanto que es ejemplar. Esta causalidad se ejerce según un esquema relacional e interpersonal, el del restablecimiento entre Dios y el hombre del intercambio amoroso que cumple al mismo tiempo la liberación del pecado y la divinización. Lo propio de esa causalidad de tipo sacramental es incluir en su proceso el momento de la libre respuesta del hombre, solicitado a la vez en su conocimiento y en su amor. Por eso, dada la dura realidad del pecado, esta causalidad sacramental se realiza en un drama que se desarrolla en el nivel de las libertades: es el combate entre la libertad divina, que viene a buscar humanamente al hombre, y la libertad humana, que se debate antes de convertirse y rendirse. Karl Rahner ha expresado en su lenguaje una intuición análoga: «Con ello vida y muerte de Jesús (tomadas juntamente son 'causa' de la voluntad salvífica de Dios... en el sentido de que en ellas se pone real e irreversiblemente esta voluntad salvífica, en el sentido de que , dicho de otro modo, la vida y la muerte de Jesús (o la muerte que recapitula y consuma la vida) ejercen una causalidad de tipo cuasi-sacramental, simbólico-real, en lo que lo significado (aquí la voluntad salvífica de Dios) pone el signo (la muerte de Jesús con su resurrección) y a través de él se produce a sí mismo»27. Hecho «sacramento», a su vez, el relato ejerce la misma causalidad que el acontecimiento. La palabra «pasión» debe entenderse en su doble sentido: sufrimiento, como es lógico, pero también pasión amorosa o amor apasionado de Jesús. El cuarto evangelio pondrá como prólogo a
Un relato en cuatro relatos Los evangelios nos proponen cuatro relatos de la pasión. No es posible reducirlos a un solo relato sin mutilarlos. Porque reflejan una luz única según variados colores. Sus acentos son diferentes y es preciso respetarlos, para poder guardar todas sus riquezas y su complementariedad. Así pues, propondré tres lecturas: la primera, con el título «Jesús el mártir», seguirá el hilo director de los relatos de Mateo y de Marcos: el reíalo de Lucas, que se acerca más a la forma joánica de la tradición28, dará lugar a una segunda lectura bajo el título: «la conversión de los testigos»; finalmente, en una tercera lectura titulada «la imagen del crucificado» recogeremos los acentos contemplativos del evangelio de Juan29. 1. Jesús, el mártir (Mateo y Marcos) «Te recomiendo en la presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio (martyrésantos)...» (1 Tim 6, 13). Esta adjuración solemne puesta en labios de Pablo en vísperas de su muerte y dirigida a su discípulo Timoteo constituye una interpretación breve de la pasión de Jesús. Jesús dio testimonio hasta en su muerte, es decir, fue «martirizado» y su martirio ha de ser el ejemplo al que en adelante tendrá que referirse Timoteo. Jesús fue martirizado en virtud de su profesión de fe, es decir, debido al testimonio que su vida daba del Padre, y por tanto de la auténtica imagen de Dios. El conflicto entre Jesús y sus adversarios se exasperó en una emulación dramática: la justicia y la santidad de Jesús hacen salir de su
28. Cf. Á. VANHOYK, art. at., 138.
29. En cita presentación de la pasión me inspiro libremente en parte en algunas indicaciones del artículo citado de J. N. Aletti. 27. K. RAIINER, Curso fundamental, o.c, 333.
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cobijo a la violencia y a la mentira, llegando hasta el fondo de su lógica. La justicia provoca la violencia, el amor provoca el odio. Las primeras manifiestan a los segundos y se revelan a través de ellos. Así, pues, Jesús será entregado. Conocerá una suerte más terrible que Jeremías30. Será el justo que provoca contra sí, según el libro de la Sabiduría, las acciones de los malvados: «Tendamos lazos al justo, que nos fastidia... Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todos y sigue caminos extraños... Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará» (Sab 2, 12-20). Esta temática del justo perseguido, del justo «mártir» por ser testigo de la justicia y de la santidad de Dios, es precisamente la de Mateo y Marcos. Su seguimiento nos conduce a percibir la «triangulación» de los actores del drama de la pasión, triangulación que se resume en los diferentes sentidos de la palabra «entregar»: por un lado está el mundo de los malvados en cuyas manos fue «entregado» Jesús, concretamente por la traición de Judas; por otro está Jesús, el justo, que «se entrega» libremente; y detrás de él está el silencio del Padre, que lo «entrega» porque lo «abandona»31.
los Doce, uno de los que se sientan a su mesa. El término «entregar» que aparece dos veces tiene aquí el sentido de «traicionar». Hace eco a la declaración inicial. La pasión de Jesús licnc como iniciadores a los personajes que quieren su muerte y al hombre contratado que ellos encuentran entre los que rodean inmediatamente a Jesús, en el grupo de aquellos con los que él debería contar. Pero también esta pasión entra en el designio de Dios, puesto que cumple las Escrituras. Vale la pena señalar que el relalor pone en labios del mismo Jesús, a lo largo de la pasión, las citas de los anuncios proféticos de las Escrituras antiguas33.
La última cena El relato de la pasión en Mateo tiene como indicativo la palabra de Jesús: «Ya sabéis que dentro de dos días es la pascua; y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado» (Mt 26, 1-2). Jesús anuncia lo que va a pasar, señala su sentido32. Tras esta palabra viene inmediatamente el relato del complot de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo: el proyecto de muerte pasa esta vez a la acción inmediata. Viene luego el contrato firmado con Judas. La unción del cuerpo de Jesús en Betania es una profecía de su muerte cercana, ya que simboliza una acción fúnebre. Con una fórmula solemne Jesús le da el valor de un verdadero kerigma (Mt 26, 13): dado lo que significa, esta unción formará en adelante parte del evangelio definitivamente. Al comienzo de la cena pascual —me atengo a los datos del relato— Jesús anuncia la traición y la identidad del traidor, uno de
30. Cf.supra. 111-114. 31. Cf. tomo I, 74-76. 32. Cf. J. N. AiMTn.art. cil., 154.
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La última cena de Jesús con sus discípulos y la institución de la eucaristía forman el gran pórtico de entrada en el misterio de la pasión. Revelan su sentido. Nos permiten responder a la difícil pregunta que hoy plantean agudamente los exégetas: ¿Cómo comprendió Jesús su muerte?34 Sin entrar aquí formalmente en el punto de vista de la crítica histórica, es legítimo utilizar sus resultados adquiridos, ateniéndose al orden y al movimiento del mismo relato y por tanto a lo que el redactor evangélico quiere dar a entender a sus lectores. El relato de la institución de la eucaristía pone en labios de Jesús unas palabras curiosamente parecidas a las del logion del rescate (Mt20, 28; Me 10, 45): «Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre
33. Cí.Iiid., 147. 34. Sobreesté urna véase 1. GUILLET, Jésus devant sa vie el sa morí, Aubier, París 1971; H. SarfltMAlsTJ, ¿Cómo mlendió y vivió Jesús su muerte?, Sigúeme, Salamanca 1982; X. LriOü-DuFOUR, Jesús yPabio ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982.
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Si esto es así, es cierto que Jesús «va a la muerte», según la frase de Pascal. No la busca en una exaltación provocativa. Pero sabe que la muerte pertenece a su destino de profeta. Y no intenta evitarla. Según la dinámica misma de su vida, pertenece a su servicio. Aquí, en el texto de Mateo, se explícita el «para» con la expresión «para remisión de los pecados». El que ha venido a anunciar y a conceder el perdón de Dios a los pecadores, un perdón gratuito e incondicional, un perdón capaz de provocar la conversión de la libertad, acepta poner en juego su vida para vivir ese perdón dentro mismo del exceso del pecado. Hará de su muerte un acto de perdón realizado en nombre del Padre, al mismo tiempo que un acto de intercesión para suplicar el perdón del Padre. En el mismo momento en que choca con lo que se opone irreductiblemente al perdón, es decir, con el odio de los pecadores, Jesús, en nombre de la omnipotencia de su libertad, transforma el «por culpa de nuestros pecados» en «para perdón de nuestros pecados». Lo que era obra de muerte tramada contra él se convierte para él en obra de vida; lo que era hostilidad se convierte en perdón y en ofrecimiento de reconciliación. El relato presenta la propia sangre de Jesús como la sangre de la alianza. Hace referencia entonces a la alianza del Sinaí; cuando ésta concluyó, Moisés roció por un lado el altar y por otro al pueblo con la sangre de las víctimas en un rito de comunión35. La repetición de este lenguaje marca la continuidad del único designio de alianza entre Dios y su pueblo y constituye una referencia sacrificial. En Jesús toma cuerpo definitivamente la alianza. Su sangre es la sangre de la alianza, porque Jesús es la alianza en persona. Los dos movimientos que intentaban unirse en el Antiguo Testamento, el que acercaba a Dios a los hombres y el que elevaba a los hombres hacia Dios, consiguen su unidad en este hombre Jesús que es ante el Padre el Hijo único. Su sangre es una sangre de comunión, porque es a la vez «sangre de Dios», según la atrevida fórmula de Ignacio de Antioquía36, y sangre de un hombre que da su vida para dar la vida. En efecto, lo mismo que había habido sacrificio y sangre derramada en la primera alianza, también hay sacrificio y sangre derramada en la alianza nueva. Pero la diferencia salla a los ojos: el simbolismo no es ya el de una aspersión ritual, hecha al final de 35. Cf. supra, 67 ss. 36. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Eph. 1,1: S. C. 10,69.
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un sacrificio exterior, que expresaba el culto rendido a Dios a través de la sustitución por unos animales. Es el simbolismo, mucho más interior, del alimento y la bebida, que expresa la comunicación de la vida y la comunión en la misma vida. Esa sangre, derramada por amor, acaba con todos los ritos de expiación ritual: el movimiento, ascendente hasta entonces, se hace descendente. La modificación de los símbolos traspone el vocabulario sacrificiai. Porque la realidad que transmiten es totalmente nueva: el contenido del sacrificio de Jesús es el servicio del que ha hecho la norma de su vida, un servicio que afecta al don de su propia persona en la vida y en la muerte. Los dos términos de servicio y de sacrificio se convierten el uno en el otro. Esto es lo que el relato intenta hacernos comprender. Las contradicciones del justo: el abandono de los amigos En el momento de la prueba uno cuenta con sus amigos. El poder apoyarse en unos amigos fieles supone un aliento indispensable. No hay nada peor que la soledad. ¿No cuenta Jesús con los Doce? Pero él conoce su debilidad; ha oído ya sus recriminaciones en el momento de la unción de Betania. Ya está en movimiento la traición de Judas, «uno de los Doce» (Mt 26, 14); es el el que conducirá a la cohorte del arresto y sellará su traición con un gesto de cariño. Esta responsabilidad inmediata de un discípulo de Jesús en su muerte es al mismo tiempo desconcertante y aleccionadora. El que se entrega por servicio, obediencia y amor, es entregado por dinero poruno de sus discípulos. En cuanto a los otros once, Jesús sabe que no tendrán fuerzas para resistir ante el «escándalo» de su arresto y de su muerte: «Todos vosotros os vais a escandalizar de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26, 31). Esto es efectivamente lo que va a ocurrir. El relato no se anda con complacencias con los discípulos: no oculta en lo más mínimo su cobardía. En Gclsemaní, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, para que le consuelen en su abatimiento y lo sostengan en su vigilia y en su plegaria. Pero estos testigos privilegiados de la transfiguración no tienen el coraje de ser testigos del hundimiento de la agonía: se duermen, abandonándolo a la soledad. Cuando llega el momento del arresto, se eclipsan: «Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mi 26, 56). Jesús conoce la situación del salmista: «Asco tan sólo soy de mis vecinos, espanto de mis familiares» (Sal 31, 12); «Mis amigos y compañeros se
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apartan de mi llaga, mis allegados a distancia se quedan» (Sal 38, 12). «Para mis hermanos soy un extranjero, un desconocido para los hijos de mi madre» (Sal 69, 9). Pedro se hace el fanfarrón y proclama que, si es preciso, él será el único en no ceder al escándalo. Pero Jesús le anuncia su triple negación. Cuando se perfile el riesgo de ser reconocido como solidario de Jesús, Pedro proclamará solemnemente y con insistencia que no conoce a aquel hombre. Él, el futuro testigo de Jesús, el primero de los Doce, se porta como «falso testigo»37. Ya Pedro se había visto tratado duramente por Jesús como «Satanás» (Mt 16, 23), por haber rechazado la perspectiva de la pasión. Pero esta caída será para Pedro el punto de partida para una conversión: «Y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Mt 26, 75). Entre Judas y Pedro se presenta entonces un paralelismo antitético; cada uno de ellos contribuye, de forma desigual evidentemente, al camino del Justo hacia la cruz38: uno le traiciona y el otro le niega, pero el primero se cuelga en la noche de su desesperación, mientras que el segundo se arrepiente al despuntar el día. Así, al lado de los judíos y de los paganos coaligados contra Jesús, también los discípulos ocupan un sitio. Exceptuando a Judas, no conspiran contra el maestro. Pero no sólo no hacen nada por él, sino que le niegan su simple presencia compasiva y solidaria. En el momento en que Jesús se solidariza de todos nuestros sufrimientos, los discípulos le niegan toda solidaridad. Pascal subrayó que la petición de ayuda de Jesús a sus discípulos es única en su vida39. El abandono de los amigos y de los hermanos representa la contradicción afectiva más grande que puede haber. Anuncia en el seno mismo de la pasión el pecado de los cristianos y da su nombre propio: traicionar, renegar, abandonar... Las contradicciones del justo: el proceso judío El proceso de Jesús ante el sanedrín es el de la suprema contradicción religiosa. Jesús es rechazado por su pueblo en virtud de la autoridad de los jefes legítimos de Israel. Vive la suerte de los profetas que no fueron creídos. El proyecto de muerte que hemos visto que le acechaba desde el comienzo de su ministerio y que se elaboraba luego de una forma cada vez más refleja y decidida, 37. Cf. P. RICOEUR, art. cit., 35.
38. Cf. Ibid. 39. PASCAL, Pensées, Le mystére de Jésus 919 (Lafuma).
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llega ahora a la fase de realización. El grupo que viene a detener a Jesús es enviado «por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo» (Mt 26, 47). Entramos en la segunda gran etapa del reíalo. «Los sumos sacerdotes y el sanedrín entero andaban buscando un falso testimonio contra Jesús con ánimo de darle muerte» (Mt 26, 59). Por tanto, el proceso está ya falseado trágicamente desde el principio. Jesús comparte así la suerte de muchos hombres inocentes, condenados por una venganza religiosa o política. La mentira se pone a actuar, para servir de inteligencia a la violencia. Pero no es tan fácil mentir y producir falsos testimonios de forma convincente. Jesús, por su parte, guarda el silencio del Siervo. La acusación tiene que cambiar de táctica y quitarse la careta. Todo se jugará en un diálogo solemne en el que se trata nada menos que de la identidad de Jesús como Cristo e Hijo de Dios. Mateo pone en labios del sumo sacerdote, pero esta vez en forma de pregunta, las mismas palabras de la confesión de fe de Pedro en Cesárea de Filipo: «Yo te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Crislo, el Hijo de Dios» (Mí 26, 63). En el relato de Mateo, Jesús deja la responsabilidad de la afirmación al sumo sacerdote, como si se negara a afirmar su mesianidad antes de haber sido «hecho Señor y Cristo» (Hech 2, 36) por su resurrección; en Marcos (14, 62), Jesús afirma: «Sí, yo soy». La continuación de su respuesta orienta hacia el futuro, hacia su regreso al final de los tiempos, y combina dos textos bíblicos: «Yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo» (v. 64). Jesús hace referencia por un lado a la figura celestial del Hijo del hombre de Daniel (Dan 7, 13) y por otro al privilegio del hijo de David que ha de sentarse a la diestra de Dios (Sal 110, 1). Cada uno de estos dos textos por separado no es mesiánico ni puede constituir una blasfemia. La novedad está en su conjunción: «En efecto, el estar sentado a la diestra de Dios pasa a ser una realidad celestial, de metafórica que era, si Jesús, al hablar de su venida sobre las nubes, la sitúa en el ciclo... Estar sentado, de forma metafórica, puede convenir a un hombre; de forma real en el cielo, hace de Jesús el igual a Dios: ¡ésta es la 'blasfemia'!»40. Esta respuesta de Jesús se conprende inmediatamente por lo que es: la reivindicación no solamente de un estatuto mesiánico, sino de un 40. P. L.AMARCHE, Cristo viva Ensayo sobre la cristología del Nuevo Testamento, Sigúeme, Salamanca 1968, 180.
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rango divino. Si una declaración semejante no merece ser reconocida en la fe, no puede ser más que una blasfemia; aquí queda excluido todo termino medio. Por tanto, Jesús es condenado a muerte por haber blasfemado. A través de esta condenación se rechaza toda la pretensión de autoridad que se había arrogado durante su ministerio. El que ponía su palabra por encima de la de Moisés, el que pretendía perdonar los pecados y acercarse a los pecadores, el que manifestaba una libertad soberana frente a la Ley, el que llamaba a Dios Padre suyo es juzgado como un falso profeta. Su persona y su obra quedan masivamente condenadas. Sea cual sea la parte de la teología postpascual que se inscribe en este relato, el evangelista quiere mostrarnos que la pretensión de Jesús de «compartir la condición y el poder de Dios»41 ha sido el verdadero motivo de su condenación. El alcance de esta escena es inmenso, dada la coincidencia de los contrarios que la caracteriza. La identidad salvadora de Jesús es considerada como una blasfemia: la iniciativa misma de Dios que se acerca al hombre es rechazada formalmente por un pueblo que quiere mantenerse alejado de él. Está en juego nada menos que la imagen misma de Dios. Además, el juez de vivos y de muertos es juzgado por unos jueces humanos injustos. El justo es condenado por los malvados. Paradójica inversión de los papeles: las autoridades religiosas condenan legalmente (prescindiendo del valor jurídico exacto del proceso) y en nombre mismo de Dios a Jesús como blasfemo. Ahí está precisamente el escándalo de la muerte de Jesús, «escándalo para los judíos» (1 Cor 1, 23). La contradicción del justo se hace así una contradicción para la fe. Se ponen en discusión todos los valores religiosos. Perversio optimi pessima: no hay nada peor que la perversión de lo mejor. La red de las apariencias disimula a las mil maravillas la realidad: un juicio religioso y legal condena a muerte al juez que viene a traer la vida. Ése es el pecado propio de los judíos que simboliza este proceso: el rechazo del don de la alianza en la persona de Jesús. Pero es también el combale por la justicia y la verdad y, por tanto, por la salvación, que ha entablado Jesús con sus jueces42.
Jesús es llevado entonces ante Pilato. Es que los judíos no tienen derecho a pronunciar la pena capital. Ante este nuevo tribunal la acusación toma una forma muy distinta. No se trata ya de una blasfemia religiosa, sino de un peligro político. Los sumos sacerdotes y los ancianos han «traducido» en términos políticos la pretensión religiosa de Jesús. Seguramente a Pilato no le habría preocupado mucho el peligro que representaba la respuesta de Jesús para el sanedrín. Pero esta respuesta encerraba una afirmación mesiánica. Aunque este mesianismo estaba en labios de Jesús y en su situación humillada libre de toda ambigüedad, era grande la tentación de jugar con esta palabra, de acusar a Jesús de una pretensión a la realeza temporal y de presentarlo como un «sedicioso»43. La primera pregunta de Pilato supone una acusación de ese tipo44. La mentira viene una vez más en ayuda de la violencia. Así pues, Pilato interroga a Jesús sobre su realeza. Es el punto que le intriga y le inquieta. Si el gobernador romano deja escaparse a un rebelde, capaz de fomentar una sedición como otros muchos judíos de la época, corre el peligro de perder su puesto. Seguramente esta rebelión política tenía a sus ojos una dimensión religiosa: los zelotes consideraban que el culto al César, inscrito en las monedas y evocado incluso en el Templo, era una violación del primer mandamiento; oponían entonces la Ley al orden político-religioso del imperio romano45. Se puede pensar entonces con O. Cullmann que «Jesús fue condenado como rebelde político, como zelote»46. En este sentido va la naturaleza del suplicio: la crucifixión era una pena reservada para los delitos de estado (esclavos fugitivos y rebeldes contra el imperio), y la inscripción mantenida por Pilato sobre la cruz: «Éste es Jesús, el rey de los judíos» (Mt 27, 37). En función de esta problemática política hay que comprender las peripecias que van a intervenir47. Pilato se siente intrigado por
41. B. RI;Y, Nous préchons un messie crucifié, Cerf, París 1989, 27 (ed. española en prensa. Sal Terrae, Santander). 42. Sobre la acusación hecha a Jesús de ser un blasfemo, cf. J. MOLTMANN, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, Sigúeme, Salamanca 1975, 181-193.
46. IbUi.,197. 47. No es éste el lugar de discutir, en el plano de la historia, si esta condenación de Jesús como zelote era un desprecio (Bultmann), o si algunos rasgos de la actividad de Jesús podían efectivamente comprenderse como una reivindicación zelote y, por tanto, si la muerte de Jesús tiene una dimensión propiamente política (cf. J. Moi.TMANN, o.c, 197-206).
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43. Sobre la acusación hecha a Jesús de ser un revolucionario, cf. ibid., 193-206. 44. Es en san Lucas donde encontramos explícitamente esta «traducción»: «Hemos encontrado a este hombre alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributo al Cesar y diciendo que es el Cristo rey» (Le 23, 2). 45. Cf. J. MOLTMANN, O.C, 194s.
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la actitud de Jesús y su silencio. No cree visiblemente en la realidad de la acusación. Por tanto busca una vía de escape: liberar a Jesús con ocasión de las fiestas de pascua o dejarlo en paz después de haberle castigado, solución evidentemente contradictoria. Pero la presión popular se pone en juego. Los judíos piden la liberación de Barrabás, de quien Marcos y Lucas precisan que había sido detenido por participar en un motín y por homicidio (Me 15, 7; Le 23, 19). Paradójicamente, Pilato va a liberar a un verdadero sedicioso y hacer ejecutar a un hombre acusado falsamente de sedición. Se invierte la razón de estado: el temor al tumulto le mueve a abandonar a Jesús, por pusilanimidad más que por convicción, ya que es urgente calmar a la turba a punto de rebelarse. Sin embargo, escrúpulo de conciencia o prudencia política, Pilato se lava las manos protestando que es inocente de la sangre de aquel a quien —después de su mujer— llama «justo». Cuando a la pregunta: «¿Pero qué mal ha hecho?», la respuesta se convierte en un griterío cada vez más fuerte: «¡Crucifícalo!», ya no hay diálogo ni proceso, ya no hay más salida que la muerte, resultado lógico de la coalición de unos y de otros. Lo mismo que las autoridades judías tienen su turba de seguidores, también Pilato tiene sus soldados. Es ya una funesta tradición que los prisioneros, especialmente los políticos, sean víctimas de las crueldades de la policía. Pilato había ordenado la flagelación. Los soldados romanos no están contentos con ella y celebran a su manera la realeza de Jesús en una liturgia de burla: un manto de color escarlata (¿de púrpura como el emperador?: cf. Me 15, 17), una corona de espinas, un cetro de caña, unos homenajes burlescos, todo ello acompañado de golpes y esputos. ¿Cómo no ver el simbolismo de esta escena? Los nombres ridiculizan el reino de los ciclos a través de su testigo. ¿No se dice que la burla mata? La burla es la forma más sutil de una reducción a la nada, de un asesinato. La justicia de Jesús revela el secreto de los corazones. Lo mismo que el demonio de la Decápolis (cf. Me 5, 9), el pecado es legión y toma formas diversas en unos y en otros. Pero estas formas se engendran, se robustecen y se apoyan mutuamente. El poder político y el poder religioso, a pesar de su enemistad original, se sostienen el uno al otro en la realización de sus designios. El pecado de los paganos es el de la «Realpolitik» humana: es el pecado de los hombres sin Dios «que aprisionan la verdad en la injusticia» (Rom 1, 18), que no respetan al hombre por no temer a Dios y que desencadenan su violencia apenas hay que salvaguar-
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dar su poder o su seguridad. El relato de la pasión, en su discreción pudorosa, pone el acento donde es preciso: todos tienen su parle, los discípulos, los judíos y los paganos. Todos han luchado contra el justo. Ésta es también la «memoria peligrosa» que hoy anida en la Iglesia48. l.a muerte en la cruz en el silencio de Dios Jesús es conducido al Gólgota, el «lugar de la calavera», del que nos dice la arqueología que se trataba de un montículo de piedra agrietada, inadecuada para la construcción y abandonada por los que allí explotaban la piedra. Aquel montículo se había convertido en el lugar de las ejecuciones, porque las hacía bien visibles. Este detalle topográfico cumple a su manera la frase del salmo citada por Jesús al final de la parábola de los viñadores homicidas: «La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos» (Sal 118, 22-23; Mt 21, 42). Lo peor ha pasado a ser lo mejor: la piedra inútil se ha convertido en el eje de la salvación del mundo, ya que el condenado que está colgado en su cima es el mártir de la verdad y de la justicia. La paradoja constante de la pasión reside en estas continuas inversiones de sentido. Jesús es crucificado entre dos malhechores. El público es admitido al espectáculo. Durante las tres horas que van a transcurrir entre la crucifixión y la muerte de Jesús, se entregarán a la burla y al desafío e invocarán una especie de ordalía. Que Dios sea juez entre Jesús y ellos mismos: si ese hombre es el Hijo de Dios, que baje de la cruz, que se salve a sí mismo como ha salvado a otros; si es el rey de Israel, que Dios lo libre. Pero no pasa nada. Dios se calla y Jesús agoniza. El silencio de Dios deja a Jesús en su soledad. Jesús ha sido abandonado por los suyos, condenado por las autoridades de su pueblo, entregado a la muerte por el poder romano. ¿Dónde está Dios en todo esto? Deja obrar. Da aparentemente la razón a los adversarios de Jesús, ja que nada contribuye a justificar su pretensión filial. ¿Cómo interpretar este silencio de Dios? La cuestión se complica con el grito articulado que Mateo y Marcos ponen en labias de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué 48. Recojo aquí en un sentido un tanto distinto la conocida expresión de J. B. METZ, La fe m la historia y\a sociedad. Esbozo de una teología política fundamental para nuestro tiempo, CrislianJad, Madrid 1979, lOOss.
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me has abandonado?» (Mt 27, 46; Me 15, 34). Lucas y Juan evitarán esta cita e inscribirán la muerte de Jesús en otro clima. Esta palabra-grito precede en breves instantes al grito inarticulado del último suspiro. La interpretación de este versículo tiene consecuencias tremendas. Porque compromete la imagen misma de Dios. Desde los tiempos de la Reforma toda una tradición interpretativa, ampliamente común tanto a los protestantes como a los católicos, ha visto en él un abandono justiciero de Jesús por su Padre. En efecto, Jesús se había hecho maldición a los ojos de Dios (Gal 3, 13), había sido hecho pecado (2 Cor 5, 21)49. Sufría la venganza del Padre sobre el pecado que él representaba a sus ojos. Así pues, Jesús era castigado por el propio Padre, de quien los verdugos se hacían en cierto modo un aliado objetivo y hasta los ejecutores de sus altos designios, aun cuando sus intenciones fueran muy distintas. Recientemente J. Moltmann, heredero de esta tradición interpretativa, apoyándose siempre en Gal 3, 13 y en 2 Cor 5, 21, ha querido darle una nueva dimensión. Jesús había pretendido una comunión inmediata con Dios, identificándose incluso con él. Pues bien, en su muerte presenta «los signos y manifestaciones de un profundo abandono de Dios»50. Este abandono es vivido por Jesús con la certeza paradójica de que Dios está cerca, de que no es juicio sino gracia: «En plena conciencia de la benevolente cercanía de Dios, sentirse abandonado por él y ser entregado a la muerte de un rechazado, eso es el tormento infernal»51. Según Moltmann, este extremo tormento «nos lleva a tener que interpretar en el contexto de su vida lo ocurrido en la cruz como un acontecimiento entre Jesús y su Dios, y viceversa, entre su Padre y Jesús»52, es decir entre Dios y Dios. Así pues, en el abandono de Jesús por parte de Dios «está también en juego la divinidad de su Dios y la paternidad de su Padre»53, o la fidelidad del Padre para con el Hijo. «El abandono en la cruz, que separa al Hijo del Padre, es un acontecimiento en Dios mismo, es stasis en Dios: 'Dios contra Dios' 54 . Haciendo suyo el pensamiento de W. Popkes, Moltmann compara incluso la pasión con el sacrificio de Isaac según el 49. Cf. tomo 1,331-333. 50. J. MOLTMANN, O.C, 209.
51. lbid.,2\\. 52. ¡bld., 212. 53. Ibid., 214. 54. Ibid., 216.
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sentido que hay que excluir: «Aquí ha ocurrido lo que Abrahán no necesitó realizar (cf. Rom 8, 32): Cristo fue entregado por el Padre con todas las consecuencias al destino de muerte... La primera persona de la Trinidad arroja y destruye a la segunda»55. Esta interpretación permite sin duda asumir todo el peso del sufrimiento inocente de la humanidad en Dios mismo. Citemos este texto célebre y conmovedor: En realidad toda teología cristiana responde, consciente o inconscientemente, a la pregunta aquella: «¿Por qué me has abandonado?», en cuanto que sus soteriologías dicen: «por esto» y «por lo otro». A la vista del grito de Jesús hacia Dios ante la muerte, la teología o se hace imposible o únicamente es posible como específicamente cristiana. La teología cristiana no puede asociarse al griterío de su propio tiempo, aullando con los lobos dominantes. Pero sí que tiene que incorporarse al grito de los miserables hambrientos de Dios y libertad desde la profundidad de los sufrimientos de este tiempo56. Por muy conmovedora que sea la interpretación de Moltmann, sigue siendo ambigua. Su deseo legítimo consiste en mostrar que Jesús asumió en sí mismo todo el peso del sufrimiento humano, en su situación más escandalosa, la del sufrimiento inocente que pone en juicio a Dios. Quiere también hacer que el drama del sufrimiento se remonte a Dios mismo, única respuesta posible a sus ojos a la cuestión de la «teodicea», es decir, de la justificación de Dios. Por otra parte, su intención es dialéctica y plantea la identidad paradójica de los contrarios. Así pues, lucha por una auténtica imagen de Dios y toma distancias respecto a la tradición de la teología reformada. Sin embargo, la reintroducción dialéctica del sufrimiento en Dios o bien pone en el ser trinitario la necesidad de este paso por lo negativo57 y corre el riesgo de sacralizar una vez más el sufrimiento, o bien atribuye al Padre la imposición arbitraria del sufrimiento a su Hijo. Si hace captar la grandeza de la actitud del Hijo, arroja una sombra insoportable sobre la del Padre. A fuerza de querer situar el drama entre Dios y Dios, se olvida una
55. Ibid.,342. 56. Ibid., 218s. Cf. la crítica de la tesis de J. Moltmann por X. LEON-DUFOUR, Le dernier cri de Jésus: Études, mayo 1978, 667-682. Sobre la histioria de la interpretación del abandono de Jesús, cf. B. CARRA DE VAUX SAINT-CYR, L'abandon du Christ en
croix, en Problémes actuéis de chrislologie, D.D.B., París 1965, 295-316. 57. Cf. la crítica de W. KASPER a J. MOLTMANN, Revolución im Gottesverstándnis?,
en Diskussion iiber Jürgen Moltmanns Buch «Der gekreuzigte Gott», Chr. Kaiser, Munich 1979, 140-181.
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vez más de los hombres pecadores. Parece suponer que todo el sufrimiento humano es inocente. Por otra parte, no es legítimo construir una soteriología sobre un solo versículo de la Escritura, considerado como un absoluto, de forma que reduzca todo el relato de la pasión a lo que él dice. No puede pensarse en suavizar o en borrar el carácter abrupto y misterioso del versículo; pero tampoco pueden rechazarse así, de un manotazo, tantos otros aspectos de Mateo y de Marcos y las versiones lucana y joánica de la pasión. Oscuridad y luz: silencio y revelación de Dios La relación del versículo del abandono con el salmo 22 debe comprenderse a partir del contexto de la escena. Jean-Noél Aletti58 ha mostrado que los relatos de la pasión en Mateo y en Marcos suponen una acumulación de temas venidos de los salmos del justo perseguido, mediante analogías, alusiones y citas. Los motivos de la súplica son la muerte inminente, la soledad radical del justo, abandonado por sus amigos y también —al parecer— por Dios mismo. Por su parte los falsos testigos hostigan al salmista y ponen en crisis su relación con Dios. El justo no responde a los acusadores, sino que apela contra ellos a Dios, ya que su suerte pone en prueba a Dios mismo. Estos motivos se encuentran en las escenas de la pasión, demasiado numerosos y esenciales para no constituir un paralelismo intencionado. Las escenas de la cruz presentan este paralelismo de la manera más explícita, concentrándolo en las expresiones del salmo 22. Pero éste se utiliza al revés: en el salmo el grito precede y los motivos de la persecución vienen más tarde; en el evangelio preceden por el contrario los rasgos de la persecución (el vinagre dado, los vestidos repartidos, las burlas y provocaciones) y hacen comprender el grito. «El grito de Jesús en Mt/Mc debe interpretarse por tanto en función de la secuencia que precede y en la que se enumeran las razones que van a obligar a Jesús a dirigirse a su Dios: indica no solamente que, como el justo de los salmos, Jesús es perseguido, sino también y sobre todo que sus relaciones con Dios siguen el mismo modelo... Pues bien, el hecho mismo de que el salmista se dirija a su Dios, el único cualificado para salvarle a pesar de su aparente abandono, excluye toda desesperación o rebeldía: la desesperación supondría que no se dirige ya a nadie, la rebeldía que rechaza la autoridad y la cualificación divinas. En el salmo 22, 2 el grito del orante no es ya un grito de esperanza,
58. Cf. J. N. ALETTI, art. cit., 148ss.
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aunque el gritar a Dios implica que se espera en él, sino una pregunta: la fuerza de los versículos 2-11 del salmo está en que se presentan como una confesión de falta de comprensión dirigida a Dios y como una exigencia de respuesta, no solamente sobre la suerte del justo, sino sobre los caminos mismos de Dios y, por tanto, sobre Dios mismo»59.
Jesús grita e interroga a Dios por su abandono. Según todas las apariencias la pregunta queda en suspenso, puesto que Dios se calla. Ni siquiera se invoca una palabra de la Escritura que pueda levantar el velo. Mateo insiste, sin embargo, en la manifestación cósmica que rodea toda la escena. La luz del mediodía deja lugar a las tinieblas, signo de la cólera y del juicio de Dios contra ei pecado de los hombres, signo del castigo anunciado por el profeta Amos: «En pleno día yo haré ponerse el sol y cubriré la tierra de tinieblas en la luz del día» (Am 8, 9; cf. Ez 32, 8). Es la hora en que el poder de las tinieblas intenta apagar la luz. Mientras que el pirmer gesto de la creación había consistido en separar las tinieblas de la luz, esta confusión del día y de la noche, acompañada de un temblor de tierra, expresa una des-creación. Ante lo que está a punto de producirse, el universo se revela y vacila en sus bases; conoce una agonía que anuncia el fin del mundo. Es una escena apocalíptica. Pero estas tres horas de tinieblas se interrumpen en el mismo momento en que Jesús grita su abandono y entrega su espíritu: en ese momento en que el cáliz se ha bebido hasta las heces, tras una última sacudida cósmica, Dios devuelve la luz y la vida a los hombres (los difuntos que salen de sus sepulcros). En efecto, ha brillado el sol de justicia. Sin duda este lenguaje apocalíptico tiene que situarse en su debido lugar, pero pertenece al relato constituyendo su contexto. La respuesta al grito de Jesús viene también, paradójicamente, de un pagano, el centurión. Marcos pone en relación directa la reflexión de éste con los últimos gritos de Jesús: «Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: 'Verdaderamente este hombre era hijo de Dios'» (Me 15, 39). Mateo atribuye esta misma frase al centurión y a los demás soldados y subraya el efecto producido sobre ellos por el desorden cósmico. Esta frase, capital en la economía del relato, arroja una luz nueva sobre el grito de abandono que la precede inmediatamente. El espectáculo de la muerte de Jesús, tal como acaba de ser narrada c o n todo su peso de escándalo, ha engendrado la fe. El 59. Cf. Ibd., 150-151.
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centurión, instrumento del suplicio, al que no había nada que inclinase a creer, oyó el grito de Jesús, oyó el silencio de Dios, vio en la manera de morir de Jesús una actitud filial: Jesús es ciertamente el Hijo que pretendía ser; vio también a un Dios paternal, a un Dios que se acercaba a los hombres dándoles lo más querido que tenía; vio algo de ese engendramiento del Hijo por el Padre. Vio a Dios. En sus labios, el grito de Jesús al borde de la muerte, se convierte en una palabra de vida. No vacila en recoger el mismo título que había constituido el pretexto religioso para la condenación de Jesús: Hijo de Dios. La confesión de fe viene a anular el juicio de condenación, mientras que la verdad se impone. En ausencia de los discípulos que han huido, en ausencia de Pedro que no ha querido «conocer» a Jesús, el centurión, un pagano que representa aquí a las naciones, es el verdadero discípulo: acepta conocer a ese hombre y darle su fe. El centurión fue el primero en levantar una mirada de fe sobre la nueva serpiente de bronce elevada en el desierto del Gólgota para la salvación del mundo. Agustín traducirá más larde esta misma reflexión en estos términos: «Los asesinos del Señor vieron estas cosas: ellos que habían derramado su sangre entregándolo a la muerte, bebieron luego de ella al creer»60. Como aquel espectador, cruelmente metido en el drama, también el lector se ve invitado a un discernimiento libre para juzgar dónde está Dios en todo esto. No lejos del centurión estaban también algunas mujeres «mirando desde lejos» (Mt 27, 55; Me 15, 40). También ellas contemplan, como contemplarán luego el lugar donde depositarán el cuerpo de Jesús y la piedra rodada: su presencia fiel, que contrasta con la ausencia de los discípulos, asegura la permanencia de los testigos en todo el acontecimiento. El centurión puede ser aquí nuestro profesor de exégesis. El relato nos dice hasta dónde llegó el Hijo de Dios bendito en su movimiento de descenso y de entrega de sí mismo a los hombres. Nos describe el momento más profundo de la kénosis del Hijo. Jesús se sitúa en el punto extremo de la ola que lo va a tragar. Es el momento en que vive las palabras del salmista: «¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie... Estoy exhausto de gritar, arden mis fauces» (Sal 69, 2-4). Jesús conoció ese momento de vértigo y de oscuridad en donde todas las cosas perdían su senti60. AGUSTÍN, Comm. in 1 Joh. VIII, 10: S.C. 75, 363.
do, hasta su propia misión. El Salvador del mundo ha gritado para que lo salven. Ha conocido la flaqueza de todo su ser humano, agolado. Hasta su relación con el Padre se ha visto envuelta en la noche. Ese grito, que hoy traduciríamos de buena gana por «¿Dónde está Dios?», representa la cumbre de la agonía de Jesús y por tanto de la tentación que lo acompaña. El grito de abandono es el escándalo de la cruz vivido por el mismo Jesús. Es el exceso de la miseria absoluta ante la muerte. Es todo el peso del sufrimiento inocente que Jesús ha venido a llevar con los hombres. I'ero este grito sigue siendo una plegaria, sin desesperación ni rebeldía. No es solamente una pregunta sobre el abandono del Hijo por el Padre; es también un acto de abandono del Hijo al Padre y la última palabra del cumplimiento de su misión. Esta última palabra de Jesús en Mateo puede entonces ponerse en relación de inclusión con la primera: «Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3, 15)61. En este instante es cuando se cumple lo que entonces dijo. También en el evangelio de Marcos se nos dice lo mismo: «El reino de Dios está cerca: convertios y creed en la Huerta Nueva» (Me 1, 15), en la buena nueva del «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» con que comienza su libro. Esto es lo que vivió el centurión, testigo ejemplar para todos los que miran. Queda por comprender el silencio del Padre. Muchas veces ha sido interpretado como una venganza, antes de serlo como una ausencia. Pero una respuesta inmediata del Padre salvando a Jesús de la cruz, suponiendo que hubiera podido tomar otro aspecto distinto de una intervención mágica, no habría podido ser más que un inicio de condenación de todos los verdugos de Jesús. Semejante intervención habría constituido un arrepentimiento definitivo de Dios respecto al designio salvífico común al Hijo y al Padre. Hahría sido mucho más una respuesta vengadora al reto de los asistentes que una acogida de la llamada de Jesús. Pues bien, con su silencio el Padre acepta salvarnos hasta el fin; hace lo que hace el mismo Jesús: Jesús se entregó por entero; el Padre lo entrega y lo abandona totalmente en manos de los pecadores. El abandono de Jesús es un don. El Padre es como el Hijo: el comportamiento del Hijo en la cruz revela el del Padre. El sufrimiento del Hijo es también, pero de un modo que nosotros no nos podemos representar, i I sufrimiento del Padre. En el lecho de la cruz el Padre engendra .i su Hijo a través de su abandono mutuo y en un movimiento
61. Cf. B REY, O.C, 128-129.
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común a los hombres. «Dios entrega a su Hijo engendrándolo en este mundo»62. El silencio de Dios, al dejar que las cosas lleguen a su término, es la revelación misma de Dios: «El silencio escandaloso de Dios en el Calvario, interrogado a la luz de la pascua —escribe J. Moingt— se convierte en revelación; Dios se manifiesta desapareciendo en la muerte de Cristo, se manifiesta como la interioridad de ese acontecimiento de muerte, el abandono del amor absoluto que los hace pasar el uno al otro, el intercambio de relaciones y de dones que los constituye al uno y al otro en su ser de Padre y de Hijo. El Padre se revela en la cruz, no a pesar de su silencio y de su no-intervención, sino positivamente, por contraste, en ese silencio y en el hecho mismo de abandonar a su Hijo. Interviene en cuanto que se abstiene de intervenir, y esta abstención es un acto decisivo y definitivo. No se ve ni dónde ni cuándo ni cómo se hace la revelación del Padre, si no se comprende que se hace en donde engaña irremediablemente nuestra espera, en donde la colma, en el abandono de Cristo» 63 .
Lo había comprendido muy bien la carta a los Hebreos, cuando veía la plegaria de Jesús en su pasión escuchada por el Padre: «El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (Heb 5, 7). Este punto es «crucial», ya que en él se juega la imagen misma del Dios que se revela en la cruz. Incluso ese grito inarticulado de la expiración de Jesús puede entrar en este misterio de engendramiento. F. X. Durwell compara el momento de la cruz con el del nacimiento, en el que el cuerpo de niño es expulsado del cuerpo de su madre: separación dolorosa atestiguada en un grito «primordial»; separación necesaria para la plena altcridad del hijo frente a su madre. Pero no por eso lo rechaza su madre, sino que lo acoge inmediatamente en sus brazos64. Evocando igualmente el misterio de los gritos de Jesús en su pasión, E. Haulotte concluye: «Bajo la inscripción real, el grito de Jesús aclama el reino de su Padre»65.
62. F. X. DURRWKLL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Sigúeme, Salamanca 1990,60. 63. J. MOINGT, «Montre-nous le Pire». La question de Dieu en chr'islologie: R. S. R. 65(1977)324.
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La fecundidad del mártir: la victoria de la debilidad contra la fuerza En el plano más aparente Jesús no puede oponer a la fuerza religiosa y política, que se ensaña en derribarle, más que la debilidad absoluta de su actitud de justicia y de amor. Esta debilidad no podía menos de conducirle al fracaso y a la muerte. Conscientemente, Jesús rechazó el uso de la fuerza: ordenó a uno de los suyos delvolver la espada a su vaina y curó la oreja del siervo del sumo sacerdote (Mt 26, 51-53). Pero, viendo las cosas en profundidad, el relato descubre la debilidad congénita del recurso a la fuerza exacerbada por la violencia y la fuerza ejemplar de la justicia y del amor que llegan hasta el fondo de ellas mismas. En la omni-debilidad de Cristo Dios manifiesta su omnipotencia. La pasión revela realmente quién es Dios y le permite ejercer su seducción sobre el hombre. Cristo es la seducción de Dios hecho carne. En el momento de la pasión, Jesús manifiesta una grandeza y una fuerza, una fidelidad a la justicia y a la verdad, que son al mismo tiempo belleza, majestad y gloria de Dios. «Vino con gran pompa y con una prodigiosa magnificencia a los ojos del corazón que ven la sabiduría... Vino con el esplendor de su rango», escribía Pascal66. Jesús muere y la cjcmplaridad de su muerte me permite franquear mi propia muerte, dándole un sendtido. En su misma muerte me concede contemplar la vida. En el combate que le opone a sus adversarios, Jesús mantiene hasta el final una libertad que atrae confiriéndole una autoridad soberana, precisamente por ser convincente. Porque pone esta libertad al servicio del testimonio dado a la verdad. En todo esto es infinitamente más fuerte que sus adversarios. Pablo podrá decir con toda razón: «Ciertamente fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios» (2 Cor 13, 4). Es la fecundidad propia del martirio. Esta victoria todavía secreta de Jesús es la que se expresa en labios del centurión, esto es, del mismo jefe del pelotón de ejecución. Su confesión es la primera expresión de la victoria de Cristo en el corazón de su derrota. Semejante forma de morir tiene un poder infinito de conversión. El centurión romano es el primero de todos les que se convertirán ante el espectáculo o el relato de la pasión. Los oyentes del discurso de Pedro el día de pentecostés
64. F. X. DURRWELL, o. c, 67.
65. F. IIAIJLOTTE, Du récit quadriforme de la passion au concept de le croix: R. S. R. 73 (1985) 197.
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66. PASCAL, Pensées, 308 (Lafuma).
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tendrán la misma actitud: «Al oír esto, dijeron con corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?"» (Hech 2, 37). Es ya válida, sobre la sangre de Jesús derramada injustamente, aquella reflexión de Tertuliano: «La sangre de los cristianos es una semilla: Semen est sanguis christianorum»67. De esta fecundidad del martirio Lucas es un testigo todavía más explícito.
desde la elección de Abrahán y la obstinación humana. Lo que sucedió a los profetas, lo que ellos anunciaron del Mesías, todo esto tiene que producirse inevitablemente, ya que Dios es Dios y los hombres se han hecho hombres pecadores. Jesús intenta ser fiel a su misión, ya que «es preciso» absolutamente que el hombre se salve, cueste lo que cueste.
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La eucaristía: el cuerpo dado 2. La conversión de los testigos (Lucas) Ya entre los padres de la Iglesia el evangelio de Lucas era conocido como el de la misericordia y el perdón. Esta orientación se comprueba eminentemente en el relato de la pasión. En su análisis, no me fijaré más que en los elementos originales de la composición lucana. El tercer evangelista construye una secuencia de hechos que sigue pareciéndose mucho a las de Mateo y Marcos, según una economía y una organización personal que le confieren un clima sensiblemente distinto. Jesús se encamina hacia una pasión con toda la lucidez que refleja la repetición insistente en Lucas de los dei («es preciso») que enmarcan por delante y por detrás a la pasión misma: «Es preciso que el Hijo del hombre sufra mucho y sea reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea condenado a muerte y resucite al tercer día» (Le 9, 22); «Antes le es preciso padecer mucho y ser reprobado por esta generación» (Le 17, 25); «Es preciso que se cumpla en mí esto que está escrito: "Ha sido contado entre los malhechores"» (Le 22, 37); a estas tres declaraciones de tipo profético les corresponden otras tres después de la resurrección: «Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea: "Es preciso que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite"» (24, 7); «¿No era preciso que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (24, 26). «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando estaba todavía con vosotros: "Es preciso que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí"» (24, 44). Estos «es preciso» necesitan comprenderse debidamente: no expresan ni la fatalidad de un destino ni una voluntad arbitraria del Padre que tuviera necesidad de aplacar por medio de la sangre. Se sitúan en el cruce entre el designio de salvación pacientemente perseguido por Dios 67. TERTULIANO, Apol. 50,13: P. L. 1, 535.
Una indicación en los evangelios y propia de Lucas: Jesús manifiesta y confiesa su propio deseo. Lo mismo que había indicado su deseo de encender el fuego en la tierra y de recibir su bautismo (Le 12, 49-50), también ahora confía a sus discípulos: «Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el reino de Dios» (Le 22, 15-16). Este versículo inscribe el momento presente en el deseo primero y último de Jesús, un deseo que él realiza bajo la forma de un banquete que establece la unidad entre la pascua antigua, la alianza nueva y el festín escatológico. En este banquete se recapitulan todos los dones de Dios, que conducen a un definitivo sentarse a la mesa con él: compartir el banquete es compartir la vida. «Éste es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (22, 19): Mateo y Marcos mencionaban el gesto del don acompañando a la palabra: también lo hace Lucas, pero además incluye la expresión del don en la palabra, creando un efecto de insistencia. El «por vosotros» ha sustituido al «por muchos», estrechando los lazos entre el donante y los destinatarios aquí presentes. El texto de Lucas lleva aquí seguramente las huellas de la actualización litúrgica; evidentemente el don es para todos, pero en el aquí y el ahora de la celebración lo es para vosotros, para ti. La comida del cordero pascual deja su lugar a la comestión del cuerpo de Jesús. Hoy el «objeto» del don de Dios al hombre es el cuerpo de Jesús, esto es, su misma persona, simbolizada muy concretamente en el pan compartido. Ese cuerpo que estará en el primer plano de la pasión, ese cuerpo que será entregado a la muerte, es un cuerpo dado a los hombres. El gran deseo de Jesús es darse, aunque el cumplimiento de ese don lo condene a «sufrir». Su cuerpo se ha hecho un cuerpo mediador entre Dios y los hombres. El cumplimiento de toda mediación supone la desaparición del mediador68: el cuerpo 68. Cf. F.J. LABARRIÉRE^LÉ Chrisl avenir, Dcsclée, París 1983,94-102.
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mediador de Jesús realiza su misión desapareciendo en la fracción que hacen los suyos para consumirlo, antes de desaparecer en la fractura de la cruz. La eucaristía es la recapitulación al mismo tiempo que el cumplimiento de todos los dones de Dios a los hombres. El cuerpo de Jesús se ha hecho mediador, haciéndose a sí mismo el objeto de un don de comunión69. «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Le 22, 20). Lucas utiliza, lo mismo que Pablo (1 Cor 11, 25), la expresión «nueva alianza», que remite a la profecía de Jeremías70. Subraya de este modo el cambio de registro que distingue a la antigua de la nueva alianza. El designio de hacer alianza con los hombres, como hemos visto, es por parte de Dios único y sin arrepentimiento desde Abrahán, Moisés y David. Pero el pueblo elegido rompió aquella alianza. Por eso su realización conoce un umbral decisivo. Esta alianza es nueva en todos los sentidos de la palabra: es la última, la definitiva; tiene un valor escatológico. La originalidad de la nueva alianza está en que Jesús asume en la unidad de su persona los dos lados del contrato: hace lo que le corresponde a Dios y hace también lo que le corresponde al hombre, a fin de permitirle al hombre poder hacerlo también él. En los gestos del don del cáliz y del pan es Dios el que se entrega en Jesús de forma definitiva a los hombres; y es también el hombre el que en Jesús se entrega irrevocablemente al Padre. De este modo la alianza pasa del estatuto de exterioridad al estatuto de interioridad. Los sacrificios exteriores de animales dejan su sitio al sacrificio existencial del Hijo. En Mateo y en Marcos el contenido del sacrificio evocado por la sangre de la alianza era el servicio y el trabajo de Jesús en su vida y en su muerte. En Lucas, el contenido de este sacrificio es el don que él hace de su propia persona, el don de su cuerpo y de su sangre en la comunión de un banquete que significa y anticipa el don de su persona en la muerte. Del arresto a la cruz Lucas insiste menos que los otros dos sinópticos en el carácter escandaloso del arresto, de los ultrajes y de la cruz de Jesús, y subraya todo lo que atestigua su grandeza y su generosidad; así es 69. Cf. E. POUSSKT, Lectures Ihéologiques selon l'évangile de saint Luc, Centre Sevres, París s.d., 186 ss. 70. CLsupra, 111-114.
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como Jesús cura la herida causada por la espada de uno de los suyos a un criado del sumo sacerdote (Le 22, 51). Ya Mateo y Marcos habían señalado la fecundidad del martirio por medio de la conversión del centurión testigo de las contradicciones del justo. Lucas va más lejos en este sentido: movido por una intención parenética, invita a su lector a seguir la pasión como pecador arrepentido71, a ejemplo de Pedro, cuyo arrepentimiento subraya más aún que su pecado. Pedro no está ya ahora aquí al lado de los que abandonan o traicionan. Una mirada amorosa de Jesús (Le 22, 61) lo ha convertido: en adelante llorará y estará al lado de su maestro. Es el primero en salvarse por la pasión de Jesús, que lo ha liberado de su pretensión así como de sus temores. En el proceso romano de Jesús, Lucas subraya fuertemente su inocencia, reconocida a la vez por Pilato y por Herodes. La ausencia de culpabilidad en Jesús es completa: «El discípulo fiel no se cansa de insistir en este punto, que fundamenta su veneración por el Cristo doliente. Lucas sabe que hay allí una importante lección para los cristianos. Si ellos son arrastados ante los tribunales, esto no debe ser por causa suya, sino —a ejemplo de su maestro— únicamente por su fidelidad en cumplir la voluntad de Dios»72. Del mismo modo, Simón de Cirene no fue «obligado» (Me 15, 21), sino que le «cargaron la cruz» detrás de Jesús (Le 23, 26). Pero «llevar la cruz detrás de Jesús» (cf. Le 9, 23; 14, 27) es la fórmula misma del compromiso cristiano. Simón se convierte así en el discípulo que recuerda a todos los demás su vocación73. Lucas señala igualmente la presencia de una gran multitud de pueblo y de mujeres que se golpean el pecho y se lamentan. Jesús les dirige una llamada a la conversión: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos» (Le, 28). Al final del relato la amplificación será todavía mayor: «Todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Le 23, 48). El efecto de conversión, concentrado en el centurión en los otros dos evangelistas, se hace aquí general. Las gentes pecadoras son ya gentes arrepentidas.
71. Cf. AVANIIOYE, arl.cit.,145.
72. Ibid.,\49. 73. Cf. /Aid., 160.
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Las últimas palabras de Jesús Las palabras que pone Lucas en labios de Jesús en la cruz expresan ante todo la misericordia y el perdón. Cuando Jesús es crucificado, dice: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (23, 34). Su oración es ya perdón y su perdón es una oración. Esta palabra de la víctima inocente tiene una fuerza irresistible. Viniendo de Jesús y refiriéndose a sus verdugos, expresa el cambio que está a punto de producirse. La muerte infligida por los malvados se convierte en una muerte vivida para la salvación. En esa muerte el don de Dios se hace perdón. Jesús pone entonces en obra el consejo que ha dado de amar a los enemigos y perdonarles (Le 6, 27-36). Manifiesta la unicidad de sus palabras y de sus obras. Muestra hasta dónde puede llegar su misericordia. Con esta palabra obtiene ya la victoria sobre la violencia asesina. Lucas señalará este mismo perdón en el martirio de Esteban (Hech 7, 60). Porque esta actitud se convertirá en un rasgo distintivo del mártir cristiano. Es el signo de la justicia y de la santidad. En la cruz es una expresión de la intercesión de Jesús, en términos bíblicos, de su «expiación». Esta intercesión no tiene la finalidad de cambiar el corazón del Padre, sino la de cambiar el corazón de sus verdugos. La conversión de Dios al hombre en Jesús intenta provocar la conversión del hombre a Dios. Lucas cuenta igualmente la conversión de uno de los dos malhechores crucificados con Jesús: «Decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino». Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). En aquel compañero de suplicio, desafiado por los soldados en virtud de la inscripción que lo declara irónicamente rey de los judíos, el malhechor ha reconocido al que tiene que ir al «reino» de Dios. Ese hombre comprendió no solamente la inocencia de Jesús, sino también el testimonio que él da de la justicia: aquella luz lo condujo a la fe. «De esta manera es como Lucas atestigua la eficacia del sacrificio de Jesús: la cruz de Jesús transforma el mundo produciendo la conversión de las almas y abriéndoles el paraíso»74. La cruz de Jesús es, por tanto, eficaz en sí misma: invita a la misma conversión al lector o al oyente del relato. Lucas no habla del grito de abandono de Jesús. La cita del salmo 22 deja sitio en él a la cita homologa del salmo 31: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Le 23, 46: Sal 31, 6). Jesús ex74. lbid., 161.
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pira con esta frase articulada, no con un grito. El grito de abandono se convierte en un grito de abandono confiado en manos de aquel a quien no llama ya su Dios, sino su Padre. Jesús vive su muerte como un don y un retorno filial a su Padre. Muestra una vez más que su sacrificio es un don de toda su persona. Después de la muerte de Jesús, el centurión da gloria a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo» (23, 47). Esta palabra viene a confirmar lo que el evangelista quiere mostrar desde el comienzo de su relato. Si no es una palabra de confesión, sigue siendo una palabra de conversión. De esta conversión participan todos los espectadores de la crucifixión. La contemplación del acontecimiento —Lucas insiste mucho en la mirada de la gente (23, 35.50)— basta para convertir. El efecto de sentido de la muerte de Jesús A la cuestión «¿Cómo nos salva Jesús?», la trama narrativa de Lucas ofrece una respuesta tan clara como sencilla. Jesús nos salva en y por el don que hace de sí mismo, el don de su cuerpo y de su sangre, realizado en el banquete de la nueva alianza y en la cruz. En su pasión, su don a los hombres se hace expresamente perdón y su don al Padre se hace abandono. Esta conversión total de Jesús a los hombres es entonces mediadora de la conversión de los hombres a Dios. La cruz contiene un misterio de fecundidad que se ejerce ya sobre las gentes. Los testigos tienen el «corazón compungido», lo mismo que los que oigan el kerigma de Pedro el día de Pentecostés (Hech 2, 37). Lucas señaló el combate de Jesús en el momento de su arresto: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Le 22, 53). Pero no insistirá como los otros sinópticos en la intensidad del conflicto entre Jesús y sus adversarios. Subrayando la inocencia de Jesús y su confianza en el Padre, prescinde en parte del carácter escandaloso de la cruz a las miradas de la fe. Su relato es menos dramático y más colcmplatiTO. 3. La imagen gloriosa del crucificado (Juan) El relato de Lucas sirve en cierto modo de puente entre los de Mateo-Marcos y el de Juan. La pasión según san Juan guarda relación con la economía de la gloria: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23). Se convierte en una solemne liturgia, durante la cual el Jesús arrestado, juzgado, do-
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liente y muribundo es ya el Señor glorioso. El drama se transfigura en la manifestación progresiva del misterio y del poder de Dios. La circumincesión de la pasión y de la resurrección es total: «En su hieratismo las escenas joánicas tienen un carácter icónico: en el relato todo lleva hacia la cita final de Zacarías: "Mirarán al que traspasaron"» (Jn 19, 37)75. El Jesús joánico es omnisciente76. El evangelista introduce su relato con un nuevo prólogo que no cede en su solemnidad al prólogo de todo el evangelio: «Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa...» (Jn 13, 1-3). Según la economía de la revelación en este evangelio, Jesús es perfectamente consciente de su misión y de su identidad. Él viene del Padre y vuelve al Padre. Y realiza este itinerario en favor de los suyos, a los que ha amado y quiere seguir amando hasta el fin: el amor es entonces el indicativo del relato. Así, pues, Jesús camina hacia su pasión con la mayor lucidez y conoce de antemano su fecundidad: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto... Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn, 12, 24.32). Su pasión será a la vez un hundimiento en la muerte del sepulcro y una exaltación a un trono de gloria, objeto de una mirada de fe, como la que se dirigía a la serpiente de bronce levantada en el desierto: según las dos imágenes, ella traerá el fruto de la salvación. Jesús domina los acontecimientos a los que se entrega en virtud de su libertad interior y no en virtud de una necesidad: «La vida nadie me la quita; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). Este rasgo quedará especialmente resaltado en el momento de su arresto, en donde se recuerda su presciencia (Jn 18, 4-12). En el relato está muy presente el narrador: subraya él mismo en varias ocasiones que todo pasaba «para que se cumpliera la Escritura».
75. J. N. ALETTI, Mort de Jésus et ihéorie du récil: R. S. R. 73 (1985) 157. 76. Cf./¿>¿¿,154.
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El lavatorio de los pies Los primeros elementos del relato son particulares de Juan. En primer lugar, el lavatorio de los pies sustituye aquí a la institución de la eucaristía. Este lugar estratégico, que lo convierte en el pórtico de toda la pasión, le confiere el valor de una equivalencia simbólica. El banquete de la cena era el objeto del gran deseo de Jesús; el lavatorio de los pies es el testimonio de un amor absoluto. Por un lado está la institución de la eucaristía, por otro un simbolismo bautismal77. Tanto en un caso como en el otro se trata de la expresión ritualizada del mismo don de sí. En cada ocasión Jesús pide que se repita su gesto: «Haced esto en recuerdo mío» (Le 22, 19). «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). Este gesto, recogido de las acciones simbólicas de los profetas, es una parábola en acto de lo que está a punto de cumplirse. Jesús, el Siervo78, llega hasta el fin en la purificación de sus discípulos, es decir en la liberación de sus pecados. La ley del amor es una ley de servicio. La pasión entera se ordenará a esta purificación y a esta liberación. El lavatorio de los pies indica el sentido de la pasión. Nos muestra cómo indica el sentido de la pasión. Nos muestra cómo intenta Jesús salvar a los suyos. El discurso de la salvación El breve coloquio de Jesús con sus discípulos en los sinópticos se convierte en Juan en un largo discurso y en un diálogo durante los cuales Jesús revela a la vez su intimidad con el Padre y su intención de salvación. Estas palabras testamentarias, en cuyo tono se mezcla la confianza íntima con la revelación solemne, se sitúa después del anuncio de la traición de Judas y de la salida del mismo de la sala del lavatorio de los pies, y luego en el camino que lleva a Getsemaní. Jesús introduce esta charla con el anuncio de la gloria que el Padre y el Hijo se dan mutuamente en el momento que está llegando, en el «ahora» y en el «pronto» de la pasión. El avance de Jesús hacia la muerte es la manifestación gloriosa de la relación paternal y filial, relación amorosa fuente de toda fecundidad. Esta
77. Cf. J. GUIIXET, Entre Jésus et l'Église, Seuil, París 1985, 283. 78. Ya antes hemos destacado el sentido del relato como trabajo salvífico del Siervo: cf. supra, 117-121.
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relación es la que viven ahora los hombres. No hay en todo esto nada que el Padre exija del Hijo para aplacarse, sino al contrario la comunión cómplice en un mismo amor que llama al amor. Por eso Jesús hace que siga a esta afirmación el anuncio del mandamiento nuevo: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Este mandamiento será como un estribillo que pone ritmo a todo el discurso (Jn 15, 12.17). ¿Qué tiene, de nuevo este mandamiento que recoge el de la Ley antigua confirmado por Jesús (Le 10, 27)? La novedad reside en el como. Hasta ahora, el pueblo elegido sabía que tenía que amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo. Pero todavía no sabía hasta dónde podía llegar esto y no tenía fuerzas para realizar este doble amor. Pero ahora todo cambia: Jesús en su pasión ofrece el ejemplo del amor que da la vida por los hermanos. Todo ejemplo de este tipo es una llamada y en cierto sentido un don: el que abre el camino toma sobre sí la mayor parte del trabajo; entonces les resulta a los otros mucho más fácil seguirle. En el caso de Jesús el ejemplo de su amor es una gracia positiva. Porque el amor es gracia. Da efectivamente lo que ordena. La comparación de la viña ilustra muy bien esta idea: aquellos que sin Jesús no pueden hacer nada (Jn 15, 5), con él y en él pueden dar mucho fruto. Jesús se proclama así el mediador único de la salvación. Por eso los discípulos deben permanecer en la cadena de amor que viene del Padre. «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10). La última fórmula ilustra la reciprocidad de la gracia y de la libertad: permaneciendo en el amor de Cristo es como el discípulo podrá observar los mandamientos; y observando los mandamientos es como permanece en el amor de Cristo. Jesús va hacia el Padre y su muerte es un paso al Padre. En este itinerario quiere conducir también a los suyos, ya que sólo la comunión con el Padre puede constituir su salvación. Expresa su mediación con la imagen elocuente del camino. El que se presentaba a Natanael como la nueva escala de Jacob que unía el cielo y la tierra y permitía subir y bajar a los ángeles (cf. Jn 1, 51), dice solemnemente a sus discípulos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Estas tres palabras resuenan como tres expresiones de la salvación: la salvación es el camino que lleva al Padre, a donde Jesús va a preparar un lugar para los suyos antes de volver a tomarlos con él. La salvación es la verdad de Dios revelada en Jesús, es decir, el conocimiento del
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exceso de amor de Dios a los hombres. La salvación es finalmente la vida, la vida eterna ya presente en los que creen y que explotará en la resurrección de Jesús. Estas tres palabras indican la mediación realizada por Jesús entre el Padre y los suyos. Todo se funda en la inmanencia mutua del Padre y del Hijo, que permite a Jesús responder a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Todo el discurso anuncia la divinización de los hombres por medio de su entrada, ya en este mundo, en comunión con el misterio trinitario. La orden que da a los discípulos: «Levantaos. Vamonos de aquí» (Jn 14, 31) marca un corte en el desarrollo de este largo coloquio... Pero los temas siguen siendo los mismos. La alegoría de la vid y los sarmientos asocia de nuevo el mandamiento con el ejemplo del amor: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Esta fórmula definitiva indica también el sentido de la pasión que se acerca: Jesús va a perder la vida, a fin de dar la vida a los que ama. Jesús pone además en guardia a los suyos contra el odio del mundo. Porque su conflicto con los adversarios es el modelo de una hostilidad que durará hasta el final de los tiempos. El drama que se desarrolla en la pasión será el drama de la Iglesia. El criado no es más grande que su señor: como él, será objeto del odio de los que odiaron al señor sin razón (cf. Jn 16, 25). Estas palabras tienen la finalidad de alentar a los discípulos frente a la prueba que habrán de sufrir. Ha llegado la hora del juicio del mundo, la hora en que el príncipe de este mundo va a ser echado fuera (cf. Jn 12, 31 y 16, 11). Este juicio se cumple en cada uno de los que rechazan la luz y la palabra de Jesús. «Es ante Cristo elevado en la cruz ante quien los hombres se dividen en dos grupos»79. Este conflicto terminará con la victoria sobre el mundo de la que Jesús habla ya en pasado: «¡Ánimo! Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Por eso Jesús promete de nuevo el envío del Espíritu Paráclito y anuncia a sus discípulos que su aflicción presente se transformará en gozo, lo mismo que ocurre a la mujer que da a luz. Todos estos temas, que se desarrollan de forma un tanto circular, expresan una vez más que la pasión no es el lugar de un drama
79. I. DE IA PoTTRRffi, en A. VANHOYE, CH. DUQUOC, I. DE LA POTTERIE, La passion
selon les qualnévangiles, Cerf, París 1981, 75.
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entre el Padre y el Hijo, sino el drama mismo del Padre y del Hijo, solidarios en su envío del Espíritu, con las fuerzas del mal. El elemento nuevo consiste aquí en que los discípulos no son solamente los beneficiarios del combate redentor, sino en que se les invita a ser también ellos sus actores con Jesús. Es entonces cuando comienza la gran plegaria de Jesús, llamada de ordinario «oración sacerdotal», ya que es la oración por excelencia del Hijo encarnado y mediador que intercede por los suyos y «se consagra» por ellos (Jn 17, 19). Es la oración del Hijo que glorifica al Padre, después de haber acabado la obra que había recibido. En el momento en que se lleva a cabo el movimiento de su mediación descendente, Jesús indica la realidad de su mediación ascendente,,que impregnó siempre su oración de hombre y que será eternamente la del resucitado. Por eso reza ahora no sólo por sus discípulos, sino también por aquellos que hayan de creer en él por medio de ellos. Lo mismo que el conjunto de todo el coloquio, esta oración tiene un alcance universal. El drama que se desarrolla alcanza una escala mundial. Indica finalmente el objetivo último de la salvación: que aquellos que el Padre ha dado al Hijo entren en la unidad misma del Padre y del Hijo y participen de su inmanencia mutua. Este largo prólogo a la pasión es sobre todo un discurso de revelación: revelación solidaria del misterio de amor actual que constituyen el Padre, el Hijo y el Espíritu y de la extensión de este misterio de amor a los hombres con vistas a su salvación. Esta revelación a la vez doble y única describe con claridad todo el designio de la divinización y de la redención de los hombres. El evangelista nos hace compartir una teología sumamente meditada. Le era difícil decir con mayor claridad lo que van a hacer los diversos actores del drama y revelar mejor su sentido a los ojos mismos de Dios. Este discurso de revelación es al mismo tiempo una llamada á creer: si el término «fe» está ausente del evangelio de Juan, el de creer aparece en abundancia, sobre todo en estos capítulos. A la revelación del misterio de Dios en Jesús la única respuesta posible es la fe. Así es como «funciona» la salvación, comunicación de la inteligencia y de la voluntad divina a la inteligencia y a la voluntad de los hombres. Una revelación que es inseparablemente la de lo absoluto de la verdad y de lo absoluto del amor es una invitación «seductora» a adherirsea ella con toda la fe. La fe de los discípulos será a su vez el medio de trasmisión de esta revelación. La teología del discurso será la de la misma pasión.
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¡Aquí tenéis al hombre! ¡Aquí tenéis a vuestro rey! Tras el arresto de Jesús el evangelio de Juan propone la misma secuencia esencial que los sinópticos, pero la organización de las perícopas, los acentos y el tono son propios de él. Fijémonos, pues, en estos elementos originales. En su comparecencia ante Anas, el suegro de Caifas que era sumo sacerdote aquel afio, Jesús evoca la transparencia de su enseñanza con una firmeza que es considerada como insolencia y le vale un bofetón de uno de los guardias. «El bofetón del criado, en el centro del relato, es como una respuesta brutal del judaismo y del mundo a su enseñanza»80. El proceso de Jesús ante Pilato es a la vez un proceso romano y un proceso judío. En efecto, los judíos tienen allí un papel de fiscales. El debate está dominado por la cuestión de la realeza de Jesús: esta cuestión es mesiánica para los judíos y relacionada con su acusación de blasfemia, ya que Jesús se ha hecho Hijo de Dios; y es eminentemente política para Pilato. Los primeros sabrán jugar perfectamente con esta ambigüedad y Pilato se asustará más tarde por la dimensión religiosa del caso y por su cariz político. El relato recoge varias peripecias al ritmo de las idas y venidas de Pilato entre el exterior del palacio, donde el procurador discute con los judíos que no han querido entrar, y el interior en donde interroga a Jesús. Estos dos lugares no harán más que uno cuando Jesús por dos veces sea ante el pueblo el objeto de una «exhibición» hacia la que conduce todo el relato. Jesús le habla a Pilato de un reino que no es de este mundo, de un reino que da testimonio de la verdad. Pilato se siente desconcertado por aquel lenguaje que no comprende. Pero, convencido de la inocencia de Jesús, busca una salida. Como fracasa la solución Barrabás —un «rebelde», subraya el evangelista con ironía, Pilato ordena la flagelación de Jesús. La escena de las burlas cruentas organizadas por los soldados queda despojada de sus rasgos más humillantes y adquiere simbólicamente el valor de una entronización litúrgica. Jesús es coronado, en un acto real por excelencia; lo revisten con un manto de púrpura, vestido imperial. De este modo es llevado ante el pueblo: «¡Aquí tenéis al hombre! (Jn 19, 5). Juan es el evangelista que más emplea el término «hombre» para designar a Jesús (Jn 5, 12; 7, 46.51; 8, 40; 9, 11.16; 10, 33; 11, 50; 18, 17.29). Así pues, esta palabra de Pilato 80. lbid., 79-80.
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llega al final de una serie intencional. Toma en la construcción de la escena su sentido pleno. Jesús es el hombre por excelencia, es el verdadero Adán salido de las manos de Dios, es el hombre devuelto a su inocencia y su justicia, el hombre testigo de Dios y de la verdad. Es al mismo tiempo el hombre salvado y el hombre salvador. Este rostro desfigurado de Jesús debe mirarse como una imagen que encierra en sus rasgos toda la realidad de la salvación. La majestad serena de aquel hombre en medio de la prueba, del sufrimiento y de la contradicción, domina todo lo demás. Sin embargo, esta visión que alimenta la fe del narrador y del testigo no hace más que engendrar el grito: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Jn 19, 6). Es preciso que Jesús llegue hasta el fondo de su humanidad para vencer este rechazo y este odio. Ante el efecto que ha producido, Pilato vuelve dentro e interroga a Jesús. Pero la acusación se radicaliza: ese hombre merece la muerte porque se ha hecho Hijo de Dios; si deja libre a un rey, se pondrá en contra de César. Pilato hace entonces que Jesús se siente en el tribunal llamado lithóstrotos y lo presenta una vez más a los judíos en este marco solemne, diciendo ahora: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!». El aspecto ridículo de las insignias reales con que le han vestido queda trasfigurado por su majestad. A los ojos del evangelista, esta declaración es una entronización del rey y del juez. Como Caifas, también Pilato profetiza a su manera. Lo que manifiesta así sin saberlo, es la verdad del reino que no es de este mundo y que constituye la salvación de este mundo. La cualidad real de Jesús vuelve a aparecer en el letrero de la cruz, por voluntad del mismo Pilatos que «persiste en su juicio» a pesar de las objeciones de los judíos. El procurador hace así del instrumento de suplicio un trono real de gloria. Pero esta comprensión de las cosas sigue oculta a los que se niegan a creer: de momento el rechazo y el odio sigue siendo el mismo: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!» (Jn 19, 15). Mujer, ahí tienes a tu hijo Los sinópticos no mencionan la presencia de María en el Gólgota. Sin embargo, Juan nos dice que «la madre de Jesús» se encontraba en pie junto a la cruz de Jesús en compañía del discípulo amado. En aquel último instante, «Jesús dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre"» (Jn 19, 26-27). La piedad filial de Jesús, preocupándose así de su madre después de su muerte, no agota el significado de
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este gesto a los ojos del narrador. Lo mismo que en Cana (Jn 2, 4), Jesús, en contra de la costumbre, llama a su madre «mujer», término que evoca a la Hija de Sión o a la «madre Sión» que reúne a sus hijos. La estructura literaria de este pasaje hace de él una aplicación del «esquema de revelación»81. «Esto significa que Jesús, al morir en la cruz, revela que su madre —en cuanto «mujer», con toda la resonancia bíblica de esta palabra— será también en adelante la madre del «discípulo», y que éste —como representante de todos Jos «discípulos» de Jesús— será en adelante el hijo de su propia madre. En otras palabras, (el relato) revela una nueva dimensión de la maternidad de María, una dimensión espiritual, y una función de la madre de Jesús en la economía de la salvación»82. En esta escena, María y el discípulo que amaba Jesús tienen por tanto una función de representación eclesial. Este relato introduce la presencia creyente y orante de María en el corazón mismo del cumplimiento de la salvación: nos dice cómo se ejerce su «cooperación». El cumplimiento de las Escrituras Mateo y Marcos dejaban solo a Jesús la función de explicar lo que le pasaba a partir de las Escrituras, Juan hace lo mismo en el momento en que Jesús anuncia la traición de Judas (Jn 13, 18 invocando el salmo 41, 10) y denuncia la violencia de la contradicción que encuentra: «Me han odiado sin motivo» (Jn 15, 25 citando los salmos 35, 19 y 69, 5). Luego es el propio narrador el que hace de la apelación a las Escrituras un estribillo de su relato utilizando la fórmula «para que se cumpliera la Escritura»: el reparto de los vestidos de Jesús cumple una Escritura (Jn 19, 24 evocando el salmo22, 19). «Sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed"» (Jn 19, 28, evocando el salmo 6 9 , 21); igualmente, la última palabra de Jesús: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30) «corresponde a la realización perfecta de la Escritura» 83 . «El narrador joánico ha visto el cumplimiento de las Escrituras en el cuerpo crucificado de Jesús; la
81. Cf. M. DE GOEDT, Un schéme de révélation dans le quatriéme évangile- N T S. 8(1961-1962)142-150. 82. I. DE LA POTIT.RJE, Marie dans le mystére de l'alliance, Desclée, París 1988 241. 83. J. I ALETTI, art. cii., 157.
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metáfora parece apoyarse así en la contigüedad metonímica: del cuerpo de Jesús al cuerpo de las Escrituras»84. Esta insistencia en el cumplimiento de las Escrituras contribuye a darle al relato de la crucifixión y muerte de Jesús toda su grandeza y su paz. En esta muerte transfigurada se realiza totalmente el designio amoroso de Dios. La gloria se manifiesta: en el momento en que el Hijo glorifica al Padre entregándole todo su ser, el Padre glorifica ya a aquel que, elevado en la cruz, se convierte para toda la eternidad en el siglo de la salvación. Rigurosamente hablando, Jesús no expira, sino que «entrega el espíritu» a su Padre. Hace de su pasión un paso al Padre: reviste con la figura de su humanidad el eterno retorno del Hijo al Padre. El vencedor del mundo es también el vencedor de la muerte. Mirarán al que traspasaron Sin embargo, el cumplimiento de las Escrituras prosigue incluso más allá de la muerte de Jesús. El evangelista lo subraya doblemente a propósito del costado abierto. No le rompen las piernas a Jesús, porque ningún hueso del cordero pascual debe romperse (cf. Ex 12, 46 y Sal 34, 21); su costado queda abierto para que los hombres puedan mirar a aquel a quien traspasaron (cf. Zac 12, 10). El cumplimiento de las Escrituras es inaudito, «ya que es en el cuerpo crucificado y muerto donde ellas encuentran toda su verdad (como profecías) y su unidad»85. No se trata, sin embargo, de un servilismo que quiera respetar a un modelo, o de un automatismo que calque su comportamiento en una palabra anterior, sino de una revelación: lo que estaba oculto en la Escritura adquiere toda su dimensión simbólica. Esta consumación del proceso de ejecución queda transfigurado a su vez por la mirada contemplativa del discípulo. «La lanzada va a escribir en el cuerpo de Jesús el cumplimiento de las figuras»86. Es una flecha en movimiento que indica al lector en qué dirección tiene que mirar, dejando llevarse por los juegos de sentido que se acumulan en esta última imagen. Basta con ver de veras para comprender. Porque la lanza libera la sangre y el agua, signos de vida, índices evidentes de la fecundidad de lo que acaba de
84. Ibid., 155. 85. Ibid. 86. Ibid.
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ocurrir. Sabido es que la tradición cristiana leyó en ellos los símbolos del bautismo y de la eucaristía. Yendo más lejos en esta misma linca, se puede ver en este signo, atestiguado de la forma más solemne por el narrador, la expresión del sacramento fundamental de la salvación: el cuerpo traspasado de Jesús, entregando el agua y la sangre, es a la vez signo y causa. Es causa por ser signo. Realiza perfectamente lo que significa. Da lo que hace comprender. Como antaño en el desierto ante la serpiente de bronce elevada por Moisés, basta con mirar con ojos de fe para salvarse, puesto que el evangelista lo ha contado «para que también vosotros creáis» (Jn 19, 35). Revelación y contemplación Dos palabras clave pueden recapitular los efectos de sentido del relato de la pasión según san Juan: revelación y contemplación. La revelación se cumple ante todo en las palabras de Jesús a sus discípulos y luego en el cuerpo mismo de Jesús, revestido de las vestiduras reales y sentado en el trono de la cruz. En la figura de Jesús elevado de la tierra toman cuerpo las palabras de revelación, así como las Escrituras. El cuerpo de Jesús revela quién es Dios, qué es el hombre respecto a Dios y hasta dónde ha sido Dios capaz de llegar para buscar al hombre. El cuerpo de Jesús revela igualmente el paso del hombre a Dios: cambia el sentido de esta muerte. Porque no puede significar ya lo que los jueces humanos quisieron hacerle decir; toma definitivamente el sentido que le da la misma víctima. Una ejecución es normalmente un lugar de horror del que se huye; la muerte de Jesús «lo atrae todo hacia ella». Jesús muere, según el sentido inconsciente de la profecía de Caifas, «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52). Esta muerte en la paz tiene el valor de una reconciliación. Igualmente, el valor salvífico de la pasión es una evidencia que se contempla en el cuerpo crucificado de Jesús. Sabida es la importancia del «ver» en san Juan y su relación con el «creer». Toda la teología de la salvación se recapitula en el intercambio del don de la sangre y del agua y de la simple mirada del creyente, cuyo corazón se deja traspasar en el corazón traspasado de Cristo. Aquí la contemplación se «invierte en un a c t o de fe. El lector del relato licnc que hacerse a su vez el discípulo contemplativo que ve y c r e e . Aquí el amor de Dios se comunica y no pide más que ser recibido.
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4. Conclusión: el símbolo de la cruz «Cabe preguntarse —escribe Karl Barth— si, en vez de tomar la forma de todo tipo de teologías deficientes, el sermón del viernes santo no debería, por todas partes, ser una narración pura y simple... de la historia de la pasión»87. Esta justa reflexión afecta también a su manera a la misma teología. ¿No deberá ésta brotar del relato? En un terreno relacionado con éste los teólogos han hablado de «cristología implícita» para designar la cristología inmanente al comportamiento y a las palabras de Jesús en los evangelios, en oposición a la «cristología explícita» que funciona ante todo a partir de los títulos de Cristo. También es legítimo hablar de «soteriología implícita» a propósito de los efectos de sentido que se derivan de los relatos del ministerio y de la pasión de Jesús88. ¿No es ella la que tiene que gobernar a la «soteriología implícita»? Al final de la lectura de estos diversos relatos de la pasión, teniendo en cuenta las intenciones propias de cada uno de sus autores, la diferencia de sus acentos, pero también su complementariedad, resulta que todos los efectos de sentido que se imponen a través de cada episodio se recapitulan en el símbolo de la cruz. La cruz, instrumento de suplicio afrentoso y degradante, equivalente a la horca en las civilizaciones occidentales más cercanas a nosotros, la cruz, odiosa para las víctimas así como para los verdugos, sufre una transformación. En adelante, tanto si se le representa sola como con el crucificado, se ha hecho inseparable del mismo Jesús; forma cuerpo con él. Entre Jesús y la cruz se produce una especie de metonimia que mueve a la Iglesia a venerar y adorar la cruz lo mismo que adora a su maestro y Señor. La victoria obtenida por Jesús en su manera de morir repercute hasta en el instrumento del suplicio. El madero de muerte se ha hecho árbol de vida. La madera seca es un leño verde, maravillosamente fecundo en ramaje, en hojas y frutos, como lo representará el mosaico del ábside de san Clemente en Roma. El instrumento de suplicio se ha convertido en trono real, como proclama el letrero en el que también Pilato profetiza a su modo. La cruz inaugura el reino. El utensilio de degradación se ha hecho el lugar de manifestación de la gloria. Ese Jesús desfigurado, cuyo rostro está compuesto
87. K. IARTII, Dognwüque IV/1, Labor ct Fides, Ginebra 1966, t. 17, 264. 88. Ya tn el lomo anterior se explicaron las categorías soteriológicas explícitas del Nuevo Testamento.
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«de su sangre, de sus lágrimas y de nuestros esputos» está más transfigurado que en la montaña del Tabor. El espejo de nuestros pecados se convierte en el símbolo de un amor más fuerte que la muerte. En el rostro del crucificado se encuentran el cariño de Dios y la violencia del pecado. Al denunciar la segunda, este rostro revela el primero. Pero lo negativo de la violencia queda absorbido por lo positivo del cariño. El signo de la condenación pasa a ser el de la gracia y el perdón, ya manifestado a los verdugos, es decir, en definitiva a toda la humanidad, y al malhechor que nos representa a todos. El símbolo de la debilidad es ahora el de la fuerza todopoderosa, desprovista de toda violencia. En el acontecimiento de la cruz se concentra el sentido impreso en cada uno de los relatos de la vida de Jesús. Esta «elevación» del crucificado en la colina de Sión es la cima de su itinerario. El evangelio de Juan lo expresa por medio de la solemnidad de su testimonio, en donde todo el relato de la pasión se encuentra incluido entre el nuevo prólogo que sirve de pórtico al lavatorio de los pies y la confesión llena de gravedad de aquel que fue el testigo del costado abierto. La pasión es el momento en que la cima de la lucidez de Jesús en el cumplimiento de su misión se pone al servicio de la cima del amor. La cruz, hecha de un eje vertical y de un eje horizontal, es la figura por excelencia de la mediación de Jesús. El cuerpo de Cristo tenso entre el cielo y la tierra, los brazos de Cristo extendidos entre los dos pueblos enemigos que son los judíos y los paganos, trazan el doble puente de reconciliación que va de Dios a los hombres y de unos homlres a otros. Dios se da al hombre y ama al hombre hasta morir por el pecado de su criatura. La única denuncia que vale del pecado es la del que lo toma sobre sí y remite su imagen al pecador bajo la forma del amor mártir. Pero también en Jesús es el hombre el que se vuelve hacia el Padre en una entrega total de sí mismo y le profiere a su propia vida. La separación que el pecado ha producido entre Dios y el hombre deja sitio a la reconciliación, indulgente por un lado y convertida por otro, y abre el camino a la comunicación que desde siempre ha querido Dios hacer al tambre d e símismo, de su vida, de su santidad y justicia. Más aún, lo mismo p e Yahvéh había salvado a su pueblo con brazo fuerte y m a n o ex tendida, también los brazos extendidos y clavados de Jesús en la cruz tienen la fuerza de reconciliar a los
89. P. CLAUDEL, Chemmde croa,
6'station.
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I.OS REÍ ATOS DE JESÚS
hombres de sus enemistades. Terminan con unas manos abiertas que piden ser cogidas en una nueva cadena de fraternidad entre los hijos de Dios. Toda la circulación de vida que renace entre Dios y los hombres y entre los hombres enemigos de los hombres pasa por este cuerpo marchito. El cuerpo del Salvador es el cuerpo mismo de la salvación. Es a la vez letra y espíritu. En él se cumple el paso de la mediación definitiva e irreversible. A nosotros, oyentes o lectores del relato, se nos pide simplemente que miremos y que nos dejemos traspasar por esas cosas, puesto que hemos sido todos los que hemos traspasado a Jesús. La victoria de éste sobre sus verdugos nos revela a la vez la verdad de Dios y la verdad del hombre. La cruz revela la verdad del Padre que nos ha amado hasta entregarnos a su Hijo. Nos revela la verdad del Hijo que nos ha amado hasta el extremo en su obediencia filial al Padre y en su «pro-existencia» en favor de sus hermanos. Nos revela la verdad del Espíritu, objeto incesante de intercambio entre el Padre y el Hijo a lo largo de la pasión, antes de hacerse su don común a los hombres. Nos muestra a Dios, totalmente vuelto hacia el hombre en un movimiento de don y de gracia. En la cruz se cumple el designio de Dios, no ya exigiendo la muerte del inocente para satisfacer a una justicia ofendida, sino convirtiendo en bien el mal que los hombres quisieron hacer a Jesús, el nuevo José. La cruz nos revela además la verdad del hombre, ya que nos muestra lo que es ser hombre en la justicia y la santidad hasta el fin, al hombre no solamente liberado del pecado sino vencedor del pecado por los demás. Nos muestra la omnipotencia de la oración que se hace ofrenda de la propia vida al Padre. Transfigura todo lo que nosotros podíamos presentir del sacrificio: el verdadero homenaje que Dios pide al hombre es vivir de este modo en el don de su propia existencia. Nos señala la solidaridad de la verdad y del amor. Esta verdad de Dios y del hombre tiene la fuerza de convertirnos como convirtió al centurión, al malhechor crucificado al lado de Jesús, a las santas mujeres. Es una verdad que llega hasta lo más profundo de nosotros mismos respondiendo a la sed inextinguible de ser más y mejores, de ser reconocidos por lo que somos y de comunicar lo mejor de nosotros mismos, de vivir en la verdad, en la justicia y en el amor. No quedan ya más cuestiones que plantearnos sobre el «cómo de la salvación»: ésta se cumple según una causalidad de naturaleza sacramental. No hay aquí nada que evoque el castigo del Hijo por el Padre, nada que se parezca a un
pacto sacrificial o satisfactorio, en el que una cuota de sufrimiento vendría a condicionar una cuota de perdón (aun haciendo pasar el lii/onamicnto por el infinito del sufrimiento). Ni siquiera el grito de abandono puede invocarse en este sentido, tanto si se trata de la teología clásica de los tiempos modernos como de los ensayos contemporáneos que buscan en el abismo de la contradicción entre el Padre y el Hijo el signo necesario para el consuelo de los sufrimientos de la humanidad. La cruz actúa por lo que ella es, por lo que revela y por lo que realiza al mismo tiempo. La cruz convierte al que la mira con fe. Convierte la inteligencia, lo mismo que el corazón y la voluntad, y justifica por pura gracia a los que creen. La cruz, comunión total de Jesús con la vida de los hombres, les concede comulgar de la vida de Dios. La cruz dolorosa, ¡oh divina paradoja!, prefigura en sí misma el reino de la paz y de la verdadera felicidad. La cruz es la última palabra de Dios, pronunciada en el silencio de la muerte, por la que se dice todo.
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III. LOS RELATOS DEL RESUCITADO
«Fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25): cuando resume los dos tiempos solidarios del cumplimiento de nuestra salvación, Pablo atribuye a la resurrección como tal un valor salvífico. No es un añadido exterior; no se reduce a una confirmación o a una consecuencia de lo que ya se había realizado; no es solamente un signo necesario para la fe y para la comunicación de nuestra justificación90. La resurrección es un acto de salvación. Trae algo nuevo. Acaba lo que la cruz cumplía, transformando al propio Cristo. Jesús resucitado, «hecho Señor y Mesías» (Hech 2, 36), «constituido Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 4), presenta en su persona el estatuto ejemplar del hombre plenamente salvado, realiza y manifiesta al mismo tiempo lo que es nuestra salvación. Según la frase de Ireneo, e s «la salvación en resumen»91. La resurrección es el cumpli-
9 0 . Cf. ST. LYONNET, La valeur solériologique saint Paul: Grcgorianum 39 (1958) 295-318. 9 1 . Cf. IRENEO, Adv. haer. ffl, 18,1.
de ¡a résurrection
du Christ
selon
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miento perfecto de la salvación en Jesús por nosotros; es igualmente su última revelación. Abre al don del Espíritu que viene a hacerla eficaz en todos los que la acogen en la fe. El reconocimiento de la resurrección es indispensable para una justa comprensión del cómo de la salvación. Lógicamente, la cruz y la resurrección no son salvíficas más que la una en la otra y la una por la otra: hemos visto que la cruz es ya la del resucitado; y la resurrección será siempre la de un hombre crucificado (Mt 28, 5-7). Sin la segunda, la primera, a pesar de toda su grandeza, seguirá estando marcada de una ambigüedad radical; sin la primera, la segunda se reduciría a ser una representación mágica, indigna de toda credibilidad. La naturaleza del relato El relato cambia aquí no solamente de tono, sino también de naturaleza. La vida y la pasión de Jesús daban lugar a narraciones inscritas en nuestra historia, en nuestro espacio y nuestro tiempo, La resurrección, por su misma naturaleza, se escapa de todo relato, ya que se escapa de nuestra captación y de nuestra observación. Hubo testigos oculares de la pasión y de la muerte de Jesús. No hay ningún testigo ocular del acto de la resurrección. Lo que es objeto del relato son los diversos anuncios de la resurrección, las experiencias de los que reconocieron a Jesús en la fe y se hicieron así testigos del resucitado. Así pues, estos relatos no se presentan como una continuación o una conclusión de lo anterior; entre la pasión y la resurrección está la solución de continuidad que viene de la irrupción todopoderosa de Dios, que arranca de la muerte a la humanidad de su Hijo. No cabe duda de que los testigos son los mismos, pero su testimonio es ahora de otro orden. Porque no pudieron reconocer lo que nos cuentan más que en la fe. Por tanto, sus relatos se presentan como la repetición de todo el mensaje de la salvación bajo una luz nueva. Esta discontinuidad se expresa hasta en la trama de los relatos, que es imposible reducir a una «cronología» coheren-
92. No es éste el lugar de repetir aquí el estudio de las diversas cuestiones sobre la historicidad y la credibilidad de la resurrección. Cf. sobre tste punto B. SESBOÜÉ, La résurrecüon du Chrisl el le myslere chréíien du corps: Les quatre fleuves 15-16 (1982) 181-203. Para la relación entre la resurrección y la manifestación última de la identidad de Jesús, cf. Jésus-Chrisi, o. c, 269-284.
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til mensaje de la resurrección En los evangelios la resurrección es ante todo un mensaje: i uaiulo las mujeres llegan al sepulcro al amanecer, dice Marcos, el |iiiincr día de la semana, se encuentran con la piedra ya retirada y u'cihcn de un personaje celestial el anuncio decisivo: «Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado, no está aquí» (Me 16, 6). El reíalo adopta los rasgos clásicos de las teofanías que expresan una revelación divina. Por eso las mujeres se llenan de espanto. La palabra del ángel da la respuesta divina a la oración de Jesús en la cruz. Esta palabra viene del Padre y concierne al Hijo. Porque es Dios Padre el que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, según el lenguaje preferido del Nuevo Testamento. También es Dios Padre el que atestigua hoy en favor de su Hijo. Proclama que ha resucitado de entre los muertos aquel a quien había enviado y reconocido en el bautismo y en la transfiguración como su Hijo ainado. El mensaje orienta hacia el futuro: se cita a los discípulos para un encuentro con el resucitado en Galilea. Pero, dominadas por el miedo, las mujeres no le dicen nada a nadie. Este mismo es el mensaje del evangelio de Mateo, pero acompañado de una tcofanía más espectacular todavía: se produce un >;ran temblor de tierra; el ángel del Señor, aquel de quien se hablalia en las manifestaciones de Dios a los patriarcas y a Moisés (cf. (¡én 22, 11-15; Ex 3, 2-6; etc.), aquel que hablaba con la autoridad misma de Yahvéh, viene a descorrer la piedra antes de anunciar la resurrección. Tiene el mismo aspecto que Jesús cuando su transfiguración. Pero esta vez es el gozo el que se mezcla con el espanto de las mujeres; éstas partieron «con miedo y con gran gozo y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Por el camino,gozan de la primera aparición de Jesús que les envía en misión a los discípulos. La resurrección de Jesús es anunciada por un mensaje divino, ya que es un lenguaje divino. La teofanía que la acompaña es un reflejo de la teofanía que constituye. Es una manifestación esplendorosa déla omnipotencia, de la santidad y de la justicia de Dios. Es la «justificación» del Hijo condenado por los hombres: sí, Jesús ha dado testimonio de la verdad de Dios; sí, Jesús tuvo razón al proclamarse «Hijo»; sí, vivió hasta el fin en la justicia y en el amor; sí, cumplió su misión de reconciliación, de liberación y de vida. De este modo, al lenguaje doloroso de Jesús «en los días de su vida mortal» (Heb 5, 7) responde ahora el lenguaje glorioso del
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Padre. Se trata de dos lenguajes solidarios: tienen el mismo contenido. Son como los dos testigos que exigía la ley judía para la validez de un testimonio. Sin el lenguaje humano del cuerpo parlante y dolorido de Jesús, el lenguaje divino quedaría desprovisto de toda realidad y de toda comprensión; sin el lenguaje divino, el de la existencia humana de Jesús no sólo quedaría afectado de una duda radical, sino que quedaría incompleto. No nos revelaría la plenitud de la victoria de Jesús sobre la muerte ni nos mostraría la realidad escatológica del hombre salvado. Hay que advertir además que este lenguaje divino se dirige en primer lugar a las mujeres. Las mujeres estaban presentes en la cruz (Me 15, 40-41; Mt 27, 55-56; Le 23, 49), mientras que los discípulos habían huido. Ellas habían sido testigos de su sepultura en la tumba que le había cedido José de Arimatea (Mt 15, 47; Le 23, 55-56). Pensaban terminar su embalsamamiento después del sábado. Así, pues, a diferencia del conjunto de los discípulos, ellas habían sido testigos oculares de estos dos acontecimientos que recoge la confesión de fe primitiva: murió y fue sepultado. Así como habían sido los testigos comprometidos de la sepultura de Jesús, las mujeres fueron también los primeros testigos de su resurrección. Paradoja de la libertad evangélica, si se piensa que el testimonio de las mujeres era legalmenle inaceptable. Por otra parte, Lucas señala que los apóstoles consideraron un delirio las palabras de las mujeres y no las creyeron (Le 24, 11). En la fe las mujeres preceden a los hombres: aquí se les rinde un homenaje, mientras que el mismo Pedro sigue todavía estupefacto. Por tanto, son las mujeres las que están en el origen de la larga cadena de testigos que pronunciarán en el gozo de la fe el mensaje de pascua: ¡Ha resucitado! ¡Sí, ha resucitado de veras! El sepulcro vacío: la victoria sobre la muerte Los evangelios nos presentan dos tipos de relatos del sepulcro vacío: en unos la tumba que se descubre abierta y vacía es el lugar del anuncio teofánico de la resurrección; en los otros (Le 24, 12; Jn 20, 1-10) no hay ninguna teofanía: Pedro en un caso, Pedro y el otro discípulo, al que Jesús quería, en el otro, descubren y observan el estado del sepulcro. En el relato de Lucas, Pedro regresa lleno de perplejidad, ya que el sepulcro vacío no basta por sí solo para engendrar la fe. En el de Juan, por el contrario, el otro discípulo «vio y creyó» (Jn 20, 8), porque estableció entonces el vínculo entre lo que veía y los anuncios de la Escritura.
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¿Cuál es el efecto de sentido de estos relatos, que adquieren su credibilidad del testimonio global de la resurrección? Consiste en que nos dicen que la resurrección de Jesús afectó a su cuerpo de carne. «Si Jesús vive, y vive en otro lugar, entonces aquí tiene que haber un sepulcro vacío»93. Es un aspecto del kerigma que aquí se hace relato. Puesto que la resurrección no tuvo ningún testigo y se escapa en sí misma a lodo relato distinto de su propio anuncio, su única «huella narrativa» es la ausencia del cuerpo de Jesús en el sepulcro94. Desde el punto de vista de nuestra percepción de las cosas, lo que se cuenta es la descripción de los signos de la desaparición. El sepulcro vacío es el signo negativo de la resurrección por parte de nuestra empiría. «No está aquí»: por tanto, se ha cumplido su victoria sobre la muerte. La muerte, que tiene la última palabra sobre toda vida humana, según una ley tan irremediable como universal, queda aquí derrotada, en un caso único y excepcional sin duda; pero que basta para hacer que falle su poder. El sepulcro vacío es el signo dado de la salvación que obtuvo el cuerpo de Cristo, «cuerpo parlante» y palabra hecha carne. Este cuerpo no cayó en la descomposición del sepulcro. Pues bien, esto es un signo para nosotros: lo que fue la resurrección de Jesús indica la ley de nuestra propia resurrección. El sepulcro vacío dice a su manera que la salvación interesa a todo el hombre. En el plano soteriológico el sepulcro vacío es, por tanto, un signo que anuncia la consumación escatológica del mundo. «Nos dice que la figura de este mundo no es su realidad última y que la ley de la corrupción no es la última palabra de la condición humana, ya que en la persona de Jesús el cosmos ha conocido ya un desgarramiento escatológico, cuya consumación tiene que hacer al mundo transparente a la vida de Dios»95. La desaparición del cuerpo de Jesús interviene al final de las transformaciones que sufrió durante la pasión: es el punto cero de ese cuerpo que pasó realmente por la muerte. Pero este vacío está ordenado a nuevas formas de presencia, de una forma todavía provisional con las apariciones del resucitado, y luego de una manera definitiva con el nacimiento de la Iglesia, nuevo cuerpo de Cristo, engendrado y reunido por la celebración de la eucaristía. La desa93. P. RICOEUR, arí. cií., 37. 94. Ibid. 95. B. SESBOÜÉ, art. cit., 192-193.
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parición, signo de discontinuidad, conduce a la reaparición, signo de continuidad, del cuerpo de Jesús en su manifestación eclesial. Los relatos de las apariciones: de la conversión al anuncio El sepulcro es el cuerpo desaparecido. No puede ser encontrado ya en nuestro mundo empírico que se ha escapado. Pero la fe en la resurrección tiene necesidad de un signo concreto de la vida de Jesús, de un signo verdadero que muestre que su cuerpo parlante y salvador sigue vivo. Este signo es paradójico: no puede obedecer a la ley de nuestras constataciones sensibles, efectuadas en el espacio y el tiempo, so pena de convertirse en el signo de lo que no es; y los discípulos que, por no haber resucitado todavía, necesitan todavía de sus sentidos para «ver» a Jesús, no pueden servirse de ellos más que con la condición de que la manifestación de éste tenga sentido para ellos en la trama de su historia con él. Este signo, que se les da en las apariciones, es una fuerza de comunicación personal y original de Jesús a los suyos. Los relatos detallados de las apariciones se inscriben en un esquema bastante constante; y es legítimo pensar que las apariciones simplemente mencionadas en serie (cf. 1 Cor 15, 6-8) remiten a unas experiencias del mismo genero: 1. Jesús se manifiesta por una iniciativa gratuita que depende enteramente de él. 2. Los discípulos no lo reconocen al principio, ¡lo toman por el hortelano, por un simple compañero de camino, etc. 3. Jesús se hace reconocer entonces por los suyos con su palabra y sus gestos: la palabra es de ordinario una explicación de las Escrituras que permiten comprender que su pasión entraba en el gran proyecto de Dios; sus gestos son típicos de su existencia anterior y funcionan como signos privilegiados de reconocimiento: partir el pan, compartir la comida, mostrar las heridas, etc. 4. Finalmente, Jesús envía a los suyos en misión y desaparece. Conviene recordar esta secuencia, porque muestra que las apariciones de Jesús a sus discípulos tienen la función de fundamentar el mensaje de la resurrección como mensaje de fe. Nunca se subrayará demasiado que los discípulos reconocieron a Jesús en la fe. Esto no quiere decir que se tratase de una experiencia sujetiva: la iniciativa partió ciertamente de Jesús. Tuvo lugar, de un modo que nosotros no nos podemos representar, por la mediación de su humanidad dirigiéndose también a sus sentidos. Pero la naturaleza misma de la comunicación que estaba en juego exigía la fe. Por hipótesis, la relación inmediata de Dios con el hombre supera el
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orden de los fenómenos y no puede ser objeto de un conocimiento neutro: es una relación de persona a persona en donde una libertad suscita otra libertad. Volvemos a encontrarnos aquí, por consiguiente, bajo una luz nueva, con lo que contemplábamos en los relatos de la pasión. Jesús resucitado y salvador es una fuerza de conversión a la fe. Pero hay que decir enseguida que esta comunicación de Jesús a los suyos en la fe va ordenada a la comunicación del resucitado a todos los que habrán de creer a través de las palabras de los apóstoles. Por eso las apariciones no se acaban con la fijación soñada del instante presente. Se trata de unos breves momentos de parada de los que el discípulo saca la convicción y la fuerza necesarias para transmitir a su vez el mensaje de la resurrección. La fórmula final con que concluye el evangelio de Mateo indica perfectamente esta dinámica: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...» (Mt 28, 19). Los relatos de las apariciones: Jesús Salvador símbolo del hombre salvado Las apariciones manifiestan tanto el contenido de la salvación como su manera de realizarse. «Aquella resurrección de la que se trata en la victoria de Jesús sobre la muerte... —escribe Rahner— significa la salvación definitiva de la existencia humana concreta por parte de Dios y ante Dios, la permanente validez real de la historia humana, que ni se prolonga en el vacío ni per se»96. En efecto, Jesús resucitado nos revela el estatuto del hombre plenamente salvado. En su persona humanizada, que la encarnación condujo a la resurrección, él es a la vez la salvación en el sentido activo de «Salvador absoluto» y en el sentido pasivo del hombre salvado. La realidad de la salvación de todos los hombres se expresa por la resurrección en el lenguaje de la vida, de la vida en plenitud, de la vida absoluta, «liberada de todas las alienaciones que afectan a nuestra existencia, de las que la muerte es el signo principal» 97 . «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más» (Rom 6, 9). Esta Y¡da en plenitud es una vida perfectamente reconciliada y una vida de plena comunión con Dios.
96. K. RAHNER, Curso funkmental, o. c, 313. 97. B. SESBOÜÉ, Jésus-Crist, o. c, 280.
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Así pues, la resurrección de Jesús es un acto de salvación escatológica. Parábola en acto de nuestra propia resurrección, nos dice al mismo tiempo que ésta realiza nuestro futuro, más allá del cual ya no hay nada. Porque si Jesús murió «por nosotros», también resucitó «por nosotros»: en él, que es la resurrección y la vida (Jn 11, 25), se inaugura nuestra propia resurrección. Y se inaugura en la manifestación de su cuerpo glorioso, que sigue siendo mediador de nuestra salvación; se inaugura igualmente por el don del Espíritu, soplo sobre sus discípulos (Jn 20, 22), que los sitúa ya directamente en el dinamismo de la vida eterna. Los discípulos de Emaús: la resurrección de los corazones Entrando un poco más en la densidad del relato, detengámonos en el capítulo 24 de Lucas, que recoge en su centro la escena de los discípulos de Emaús. La resurrección de Jesús trae allí la salvación al mismo tiempo en los registros del pasado, del presente y del futuro. En su relato del mensaje recibido en el sepulcro, Lucas no hace referencia al futuro, como Mateo y Marcos. En vez de hablarnos de la cita en Galilea, los dos personajes resplandecientes remiten a las mujeres al pasado de Jesús en Galilea (Le 24, 6-7). Las invitan así «a otra resurrección, la de la memoria»98. Para el presente, se encuentran ante la negación de la ausencia". No hay nada que las oriente hacia el futuro. Todo el movimiento del capítulo va a hacer pasar a sus destinatarios de esta ausencia inicial a la presencia de Jesús, presencia cada vez más explícita, y que los orienta hacia la gran tarea del futuro, el anuncio de la conversión. Los dos discípulos que caminan hacia Emaús han perdido su pasado y en el presente están como ausentes de ellos mismos. La dimensión del futuro aparece, sin embargo, con su proyecto de ir a Emaús. Pero ese futuro no tiene porvenir. Esos hombres se alejan de Jerusalén, porque allí ya no hay nada que hacer con el grupo de los discípulos. Rumian en su tristeza el recuerdo escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz. El relato que de ella hacen al desconocido que se ha juntado con ellos es de una neutralidad totalmente
98. J. N. ALETTI, L'art de raconler, o. c, 179. 99. E. POUSSET, Leclures théobgiqués selon l'évangile de sainl Luc, o. c, 198, donde se subraya el papel de la mediación del cuerpo de Jesús en los relatos de aparición.
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objetiva. El primer rumor de la resurrección, el procedente de las mujeres, ha llegado hasta ellos, pero no les ha tocado. Ya no tienen esperanzas, lo que les conduce es la fuerza centrífuga del fracaso: el grupo se deshace y se dispersa. Estos «cx-díscípulos» están francamente «dcs-orientados», en el sentido propio de lapalabra. En semejante disposición, pueden ciertamente «ver» al compañero de camino que se les ha acercado, pero son incapaces de «reconocer» a Jesús. Porque los ojos de la carne no bastan para «ver a Jesús». Así pues, éste comienza por evangelizar, en el sentido propio de la palabra, su memoria. Con una larga lección escriturística les invita a reconsiderar de una manera distinta el pasado del que han sido testigos. El relato no dice nada de momento sobre su reacción, a no ser su insistencia, en el momento de detenerse, ante Jesús: «Quédate con nosotros» (Le 24, 21). Desean prolongar la dicha de esta relación totalmente nueva. Porque se va haciendo tarde: hay que pararse en la posada para cenar. Ante el gesto que es por excelencia el de Jesús, el gesto que fue el de la última cena y el de la multiplicación de los panes (Le 9, 12-16), el gesto de tomar el pan, de pronunciar la bendición, de partirlo y de dárselo, se produce el shock del encuentro y de la presencia: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado» (Le 24, 31). La mediación del cuerpo de Jesús acabó la obra de mediación de su palabra: el gesto realizado por el cuerpo de Jesús es el gesto del don y evoca, con un simbolismo eucarístico manifiestamente intencional, el don del cuerpo de Jesús. Este gesto hace a los dos discípulos presentes a su propio cuerpo. En adelante lo tienen cara a cara y lo «ven». Más aún, retrospectivamente toman plena conciencia de la emoción sensible que los embarga, del calor bienhechor que les inflamaba: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Le 24, 32). La lección de exégesis y la fracción del pan —arquetipos de la liturgia de la palabra y de la de la eucaristía—: ésos son los medios empleados por Jesús para resucitar el corazón de los suyos y abrirlos a la fe. Esta presencia totalmente desaparecedora de Jesús los ha devuelto a ellos mismos y le ha dado un futuro. Porque esta conversión interior a la fe se traduce en un retorno físico para los discípulos: en aquel mismo instante vuelven a recorrer en sentido contrario el camino que los separa de Jerusalcn. Van a buscar al grupo de los Once y de sus compañeros, es decir,
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a la comunidad en donde está su futuro y su esperanza. Depositarios del mensaje de la resurrección, no pueden guardarlo para ellos solos: parten en misión para comunicarlo a sus hermanos. Este intercambio es la ocasión de una nueva aparición de Jesús, presencia más larga y más insistente, durante la cual va a multiplicar los signos de su realidad corporal, para acabar con todas las dudas: una vez más come ante su vista. El escenario de Emaús se invierte en esta ocasión: Jesús empieza dándose a conocer, luego recuerda el «era preciso» seguido de una lección de exégesis100 repetida con nuevos matices. Pero este pasado y este presente abren hacia un futuro, justificado a su vez por la apelación a las Escrituras: en el resumen de su acontecimiento, al lado y por el mismo título que su pasión y su resurrección, Jesús anuncia la predicación «en su nombre de la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones» (Le 24, 47). De este modo, la evangelización de las naciones pertenece al kerigma cristológico con la pasión y la resurrección. La apertura misionera de la Iglesia «a los que no han recibido todavía la luz de Cristo es indispensable al mismo Cristo; sólo así es como puede proporcionar a los hombres ese tercer signo esencial de su realeza mesiánica: su universalidad»101. El misterio pascual no es solamente el objeto de un mensaje; es en sí mismo el mensaje de Dios a la humanidad. Pero para que sea anunciado, esto es, para que se haga real para todos los hombres, será necesaria la fuerza del Espíritu: Jesús se lo promete a los suyos, sin nombrarlo. Don del Espíritu y salvación trinitaria En los relatos joánicos de la resurrección, la primera aparición a los discípulos se orienta por completo hacia el don del Espíritu. Como siempre, Jesús se presenta en medio de los suyos de una forma inesperada. Les da su mensaje de paz, de esa paz que ya ha sido adquirida por su pasión. Se hace reconocer por ellos, como en el relato de Lucas, mostrándoles su mano y su costado. Luego
100. Cf. J. N. ALETTI, O. C, 186.
101. DOM DUPONT, en Noues Teslamení und K'trche. Für Rudolf Schnackenburg, Hcrdcr, Friburgo-Basilea-Viena 1974, 142.
los envía solemnemente en misión, en nombre mismo de la misión que él mismo ha recibido del Padre: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). «Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Jn 20, 2223). Ese mismo Jesús que había «entregado el Espíritu» (Jn 19, 30) en un último suspiro, vuelto hoy a la vida por la fuerza del Espíritu, es capaz de soplar desde su propio pecho corporal ese mismo Espíritu dado a los hombres. Puesto que se trata de una creación nueva, Jesús repite el gesto creador sobre el barro original (Gen 2, 7). Pero como se trata también de una resurrección, de la que eran imagen los huesos secos de Ezequiel (cf. Ez 37, 9), Jesús envía «el Espíritu que da vida» (Jn 6, 63). Este don del Espíritu estaba ya actuando dentro de la pasión, puesto que suscitaba la conversión de los testigos; estaba incluso simbolizado en el agua que brotaba del costado abierto. «De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7, 38), había profetizado Jesús de sí mismo en su predicación en el templo durante la fiesta de las Tiendas. El evangelista había precisado entonces que en el momento de esta declaración «aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39). Ahora, por el contrario, el don del Espíritu hace posible el perdón de los pecados. Ésa es la fecundidad salvífica del misterio pascual. Según el lenguaje paulino, ¿acaso no se ha hecho Jesús por su resurrección un «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45)? Sabido es que, según la construcción lucana de los acontecimientos, el don del Espíritu vendrá el día de Pentecostés sobre la primera comunidad reunida en oración en el cenáculo alrededor de María. El narrador hace entonces de ello el acto de nacimiento de la Iglesia, sobre el que tendremos que volver. Por su parte, el relato de Juan subraya el vínculo existente entre el envío del Espíritu con el misterio pascual, del que constituye en cierto modo el tercer tiempo. Este don termina de esta manera la revelación trinitaria y hace de la salvación un acto trinitario. En efecto, en la enz contemplábamos el don absoluto del Hijo al Padre; en la resurrección contemplamos el don del Padre al Hijo. En la cruz el amor del Hijo revelaba al Padre; en la resurrección, el don del Padre revela al Hijo. La muerte y la resurrección son a la vez la transcripción y el cumplimiento humano de la generación eterna del Hijo en el don mutuo del Espíritu. Del mismo modo la salvación tiene su origen en el Padre, recibe su realiza-
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ción visible en el Hijo y se acaba en el don invisible del Espíritu. El Espíritu entregado por el Hijo al Padre, el Espíritu dado por el Padre al Hijo para hacer volver a la vida su cuerpo de carne, se convierte según la promesa de Jesús en el don común del Padre y del Hijo a los hombres. Este Espíritu es ciertamente el Espíritu de Jesús, no sólo porque es desde toda la eternidad el Espíritu del Hijo, sino también porque es el Espíritu derramado por el misterio pascual de Jesús. Porque a la visibilidad fecunda del acontecimiento corresponde la gracia invisible del Espíritu transformando desde dentro los corazones. Así pues, era preciso que el rostro invisible de la salvación se significara también de alguna manera: el don del Espíritu a los discípulos, tanto en la tarde de pascua como en pentecostés, constituye por tanto la visibilidad simbólica y necesaria de la realidad más secreta que puede haber. Esta visibilidad será sustituida por la de los sacramentos. La salvación es la resurrección y la vida De este modo la resurrección de Jesús revela y al mismo tiempo lleva a cabo la salvación del hombre. Lo que realiza en Jesús es por nosotros. Es la parábola en acto y la prenda segura de nuestra salvación. La resurrección es a la vez nuestro presente secreto y nuestro futuro cierto. Y como es el futuro del hombre, es también nuestra esperanza. Esta revelación del contenido de la salvación se hace en el lenguaje de la vida absoluta, de una vida que es comunión y amor. Porque la resurrección anuncia la fecundidad del amor. Llena con la irradiación de su gloria la imagen de Jesús en la cruz. Allí el amor de Jesús transfiguraba ya el horror en belleza; ahora la gloria y la belleza vienen a confirmar que el signo del amor coincide con el absoluto de la vida que significa.
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reconstruir el orden real de los acontecimientos a partir de un relato que se toma grandes libertades con la cronología, sino que se solicita su atención para que capte ciertas correspondencias nacidas de la yuxtaposición inopinada del hoy y del ayer, del final y del comienzo. Algo así es lo que pasa con los relatos de la infancia. Hablar ahora de ellos no es una desconsideración. Es querer leerlos tal como fueron escritos, a la luz de la totalidad de las Escrituras, el Antiguo y el Nuevo Testamento, en el eje de los cuales fueron situados literariamente. Toda la existencia de Jesús, y sobre todo su muerte y su resurrección, refluye aquí en los episodios de su infancia y los carga de un denso significado salvífico. Se trata de relatos muy teologizados en donde el redactor se dirige expresamente a los lectores, más allá incluso de las palabras y de los gestos de los actores102. Sin pretender analizar aquí su historicidad, considerémoslos como relatos sostenidos por otros muchos, a fin de recoger lo que nos dicen del Salvador y de la salvación. Por el número de teofanías que los van esmaltando, los relatos de la infancia mantienen realmente cierto paralelismo con los relatos de la resurrección. Tanto en un caso como en el otro se presenta la salvación como un mensaje o un anuncio (kerigma), un mensaje autentificado por unos mensajeros divinos y transmitidos por unos mensajeros humanos, un mensaje que debe acogerse en la fe y que transforma a sus destinatarios colmándolos de gozo. El anuncio de la resurrección se anticipa en el anuncio del nacimiento de un Salvador. La correspondencia entre el final y el comienzo se manifiesta aquí de forma privilegiada. 1. Los relatos de la infancia según Mateo El anuncio a José
I V . LOS RELATOS DE LA INFANCIA DE JESÚS
Puede parecer sorprendente que tratemos aquí de los relatos de la infancia de Jesús, que Mateo y Lucas ponen como prólogo a sus evangelios. Se objetará sin duda que la trama de todo relato empieza por el principio y que éste pide que se le respete por lo que es. Sin embargo, la tradición antigua de los cuentos y la más moderna de las novelas y de los relatos, copiada a su vez por la práctica cinematográfica, conoce el método del flash-back. No solamente la memoria del lector o del aspectador es capaz de
El evangelio de Mateo se abre con la genealogía de Jesús, presentada como sus «orígenes». Esta genealogía tiene su punto de partida en Abrahán; le pone ritmo la mención de la cautividad de Babilonia que la divide en ires series. Termina con José, para bifurcarse en el último momento en María, la madre de Jesús. Así pues, lejos de verse excluido José del origen de Jesús en virtud de su concepción virginal, la genealogía resalta su paternidad legal, que permite inscribir al niño en la filiación davídica. Jesús apare-
102. Cf. J. N. ALETn, tari de raconter, o. c , 85.
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ce así como el cumplimiento del largo designio de Dios que se inaugura con la vocación de Abrahán y que pasa por la persona de David, beneficiario de la promesa mesiánica. Porque Dios no hace nada «de repente» (Tertuliano). Pero el origen de Jesús es también la manera con que nació. Sea cual fuere la situación real de José respecto a la maternidad de María103 y el motivo de su intención para con ella, el mensaje del ángel le anuncia que el niño que va a nacer será Salvador: «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo; dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). No sólo la concepción virginal de Jesús es obra de Dios, sino que tiene la finalidad precisa de dar al mundo un Salvador. José, el hijo de David, en cuanto padre legal, impondrá al niño el nombre que recapitula su identidad al mismo tiempo que su misión: «Yahvéh salva». El texto invoca la profecía de Is 7, 14: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa "Dios con nosotros"» (Mt 1, 23). Ya hemos visto la modificación que la traducción de los Setenta, muy anterior al nacimiento de Cristo, hizo sufrir al texto hebreo, pasando de «mujer joven» a «virgen»104. El narrador evangélico, por su parte, va del acontecimiento a la profecía: lee en él el cumplimiento de todo un eje de la tradición profética del Antiguo Testamento. En adelante, con Jesús de Nazaret, Dios está con nosotros. Este relato, en su manera de resumir la identidad de la misión de Jesús tiene un valor kerigmático. Todo el sentido de la existencia de Jesús queda expresado en él. En cuanto a José, obedece, al estilo de Abrahán, con la obediencia de la fe.
los límites de su pueblo a esos extranjeros venidos de oriente que se interesaban por las esperanzas mesiánicas de Israel. Después de haber preguntado por el camino en Jerusalén y debidamente informados a partir del testimonio de la profecía de Miqueas, esos magos se dirigen al lugar en donde estaba Jesús y, para expresar la intensidad de su gozo, el texto utiliza una expresión dos veces pleonástica: «se llenaron de inmensa alegría (ekharésan kharan mefialifn sphodrá)» (Mt 2, 10). Al llegar a la casa, «vieron al niño con María su madre» (Mt 2, 11), en la actitud que recordarán tantos iconos orientales y tantas pinturas y estatuas de occidente: María es la que lleva y presenta a los hombres a su hijo Jesús en un gesto de entrega que encarna con toda sencillez su papel en la economía de la salvación. Los magos se postran en un movimiento que traduce la «devoción» de la Iglesia primitiva con su Señor y expresan su homenaje por medio de unos dones que lo simbolizan, tal como los ha visto toda la tradición: el oro como a rey, el incienso como a Dios, la mirra como a hombre marcado por la muerte. En la persona de los magos se prefigura la conversión de los paganos que han acogido al Salvador y la salvación. Pero el relato está también cargado de amenazas. La turbación de Hcrodes y «con él de toda Jerusalén» (Mt 2, 3) contrasta con la alegría de los magos. Desde su nacimiento Jesús es ya desconocido por su pueblo y aceptado por los paganos. Pues bien, Herodcs os un hombre celoso de su realeza y un hombre sanguinario. Es el primero qie concibe y pone en práctica un proyecto de muerte contra Jesús. La «obsiinación» humana contra el don que Dios hace de sí mismo en Jesús aparece aquí de forma original. El drama de h matanza ds los inocentes y de la huida a Egipto es la primera pasión de Jesús. El Mesías conocerá a su manera lo que fue el éxodo de su pueblo: como él, será liberado de Egipto y escapará de la muerte. De esta manera se ve situado brevemente lodo el destino de Jesús respecto al pasado del designio de Dios al mismo tienpo que queda esbozado su porvenir personal.
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La salvación de los paganos: los magos La visita de los magos es el evangelio de una evangelización. Es ya el kerigma anunciado a los paganos. Se trata ciertamente de una «epifanía», de una manifestación gloriosa y divina, que contrasta con la pequenez del nacimiento y manifiesta de antemano la universalidad de la salvación que aporta. Un signo celestial, recibido en la fe, manifestó el nacimiento de Jesús mucho más allá de
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2. Los reíalos de la infancia según Lucas El anuncioa María
103. Sobre la actitud concreta de José respecto a la concepción virginal de María antes de la revelación del ángel, las posturas de los antiguos padres y de los exégetas son diversas: José cree que María es adúltera; juzga a María inocente, pero no sabe qué pensar; finalmente, conocía ya el misterio y desea retirarse por respeto. 104. Cí.supra, 108-109.
El relato del anuncio a María es por hipótesis el de un mensaje que viene ¿c Dios a través de un ángel, para dar a conocer el nacimiento de un salvador, Su género literario pertenece a la vez al
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anuncio de un nacimiento maravilloso y al relato de vocación. Es ante todo un mensaje de gozo: «Alégrate, khairé» dirigido a María, como a la hija de Sión (cf. Sof 3, 14-17), personificación del pueblo de Dios. Porque es el mensaje de la gracia: se dice de María que está «llena de gracia», de una gracia que consiste en la presencia y el don de Dios: «El Señor está contigo» (Le 1, 28). En estas pocas palabras, la salvación se resume a su vez en su forma y en su contenido, que no es otro más que la comunicación que Dios hace de sí mismo a la humanidad. Este saludo inaugural se explícita en un anuncio en dos tiempos. El primer tiempo recoge ampliamente los términos de la promesa de Natán a David: «El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Le 1, 32-33; cf. 2 Sam 7, 12-16). El sentido es típicamente mesiánico. Pero la pregunta de María sobre el cómo de este nacimiento da lugar al segundo tiempo del mensaje, que contiene una revelación más alta todavía: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Le 1, 35). De este modo, el Espíritu que planeaba sobre las aguas de la creación (Gen 1, 2), la nube divina que cubría con su sombra la tienda del Tabernáculo (cf. Ex 40, 35), lugar de la presencia divina, se posará sobre María para hacer de ella el Tabernáculo nuevo, la nueva arca de la alianza. Todas estas expresiones indican la naturaleza propiamente divina del niño que va a nacer: será santo, con la santidad divina del Espíritu; será llamado «hijo de Dios», porque tendrá a Dios mismo por Padre. No será solamente el Mesías prometido; será mucho más, el propio Hijo de Dios. En ese niño Dios se da a sí mismo a los hombres. Ésta es la iniciativa perfectamente gratuita y totalmente divina de la salvación, anunciada por la voz celestial del ángel Gabriel: Dios visita a su pueblo. Este mensaje es una comunicación, es el mensaje de la «autocomunicación» de Dios. Este es el sentido de la concepción virginal de Jesús. La reacción de María ante este mensaje es triple: en primer lugar se turba; luego intenta informarse sobre el cómo de su futura maternidad; finalmente, la hija de Sión, aquella en la que la que se recapitula el primer pueblo de Dios y en quien se anticipa la Iglesia, acoge el don con toda su alma: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Le 1, 38). Es la libre respuesta de la fe y de la obediencia de la fe. Una comunicación no tiene verdaderamente lugar si no hay nadie que reciba y acepte lo que se
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comunica. Incluso la autocomunicación de Dios se ve en la necesidad del consentimiento de un destinatario libre. Éste es el sentido ácifiat de María: su sí representa la aceptación del actor humano. Este sí inaugural, dado en la gracia, es el fundamento de la cooperación de María a la obra de la salvación. Semejante cooperación no se añade evidentemente a la obra de Dios. No se sitúa en el plano de la iniciativa divina. A la humanidad le corresponde siempre cooperar, responder. Es impresionante el paralelismo con el anuncio a José: en ambos casos el mensaje de revelación y de gracia desemboca en una propuesta concreta de acción, que se dirige a la inteligencia y a la libertad; en ambos casos suscita la obediencia y la fe. María, la virgen, y José, el justo, son los primeros beneficiarios de la justificación por la gracia mediante la fe. El contagio de la salvación: la visitación (Le 1, 39-56) María, primera destinataria del mensaje de la salvación, se convierte a su vez en mensajera. Se va «con prontitud» a casa de su prima Isabel, en el país de Judá. La visita de Dios se propaga a través de una visita humana. Lo mismo que el arca de Yahvéh había sido trasladada por David en medio de un gran regocijo desde Baalá hasta Jerusalén (2 Sam 6, 1-23) y había permanecido durante tres meses en casa de Obcd-Edom (2 Sam 6, 11), también María, arca de la nue^a alianza, viene a comunicar la presencia del niño que lleva en su seno, para derramar el Espíritu que ha recibido, durante una estancia de tres meses junto a su prima. Con su simple presencia anuncia la buena nueva. Todo ocurre en un clima de alabanza y en la exultación del gozo. El hijo de Isabel, lleno del Espíritu Santo, retoza en su seno. Desde aquel momento, el futuro Juan Bautista es benificiario de la salvación, lin cuanto a su madre, hace una verdadera confesión de fe, ya que reconoce en María a la madre de su Señor. Dirige a su prima la primera de todas las bienaventuranzas, la de la fe: «¡Feliz la que ha creído!» (Le 1, 45). Las dos mujeres intercambian palabras de bendición, de alabanza y de gozo. Isabel, repitiendo los términos de la bendición antigua dirigida a Judit (Jdt 13, 18), proclama a María «bendita entre las mujeres» y «bendito el fruto de su seno» (Le 1, 42) María responde entonando su Magníficat, inspirado en el cántico de Ana cuando el nacimiento de Samuel (1 Sam 2, 110) y en una multitud
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todo un pueblo había dirigido a su Dios. Se muestra en ello la Hija de Sión. Si en estos relatos el anuncio de la salvación se hace por medio de voces celestiales que «manifiestan la iniciativa, el proyecto y el poder de Dios..., si se reconoce que todo viene de Dios, especialmente el Salvador, que es el beneficio por excelencia, cuya promesa había mantenido a un pueblo entero en la esperanza, todo tiene igualmente que remontarse a Dios, por medio de las voces humanas»105. La alabanza y el gozo no sólo acompañan a la salvación, sino que son además el signo y el medio de su contagio. Cuando nazca Juan y Zacarías se vea a su vez lleno del Espíritu gracias a ese mismo contagio, dirá: «Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Le 1, 68). El primer «kerigma» de la salvación: la natividad El relato de la natividad de Jesús comienza haciendo memoria del acontecimiento: el censo de César Augusto, que inscribe el nacimiento de Jesús en la historia universal, la necesidad de que un hijo de Dios nazca en Belén, las circunstancias que evocan discretamente el rechazo de los hombres. Finalmente señala lo que será el signo para reconocer a Jesús, repetido tres veces en el texto: «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre» (Le 2, 7; cf. v. 12 y 16). De pronto el relato cambia de tono: contaba un suceso totalmente humano y pasa a una teofanía celestial. Como en el sepulcro de Jesús, es un ángel, portador de «la gloria del Señor que rodea de luz a los pastores» (cf. Le 2, 9), el que anuncia la salvación. El anuncio de la resurrección se anticipa en el de la natividad de Jesús. El carácter «kerigmático» del mensaje es similar en las dos ocasiones. El ángel anuncia una buena nueva, literalmente «evangeliza» (Le 2, 10), para gozo de todo el pueblo. «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Le 2, 11-12). Es ya el hoy de la salvación. El que será «hecho Señor y Mesías» (Hech 2, 36) por su resurrección es designado ya con su título de «Cristo Señor»: se le proclama según su identidad mesiánica y divina (Kyrios) en un esquema que concreta en el día de su nacimiento la efectividad de todo el acontecimiento salvífico. El humilde recién nacido está ya
105.
J. N. ALETTI, Ibid, 78.
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glorificado y el signo que se da de su identidad gloriosa es el de la «kénosis» de un niño acostado en un pesebre: son las dos caras de una revelación única, como lo serán la cruz y la resurrección. La teofanía se desarrolla entonces en un cántico celestial que canta a la vez la gloria de Dios y la paz a los hombres. En efecto, ya ha cambiado todo entre Dios y los hombres: este nacimiento es una declaración de paz del cielo a la tierra, en el sentido que se le da a su lamentable antítesis: la declaración de guerra. La salvación es paz y reconciliación. Es el don de esta misma paz el que desarrollará la carta a los Efesios, atribuyéndola a la cruz de Cristo: «Porque él es nuestra paz: el que de los pueblos hizo uno..., para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo la paz y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2, 1416). Se invita al lector a confesar en la fe la plena identidad de Jesús. Los pastores de Belén, herederos del pastor David, obedecen a su vez a la invitación de ir a verlo. Reconocen a Jesús, hijo de David y pastor de su pueblo. Como más tarde los apóstoles, se convierten en los primeros mensajeros del acontecimiento de la salvación, lo dan a conocerá los demás «glorificando y alabando a Dios» (Le 2, 20). El contagio del mensaje continúa en medio de una admiración gozosa. «En casa de mi Padre» La presentación de Jesús en el templo conduce al Hijo a casa de su Padre, al «Cristo del Señor» (Le 2, 26) junto al Señor. La llegada del niño va acompañada de una nueva efusión del Espíritu en los personajes de la escena y es ocasión para un nuevo contagio de la salvación. Es un primer pentecostés. Como en la tragedia antigua, donde el coro comentaba con cantos de gozo o de lamentación el sentido del acontecimiento que se representaba, unos santos personajes vienen ahora a orquestar y a subrayar la importancia de la llegada del salvador a la casa de Dios. En la persona de Simeón y de Ana, que representan por su longevidad todo el pasado de Israel, es el Antiguo Testamento el que sale al encuentro del Nuevo y «profeliza» la buena nueva. El anciano Simeón comienza bendiciendo a Dios: «Mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Le 2, 30-32). Así pues, Jesús es a la vez el salvador y la sal-
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vación: las dos cosas se concentran en su persona. Desde el principio, la acogida de la salvación no se produce sin la creación de un vínculo personal con el salvador, un vínculo no sólo de reconocimiento, sino de amor. También desde el primer momento, la salvación se proclama como universal: está destinada a todos los pueblos, en el seno de los cuales tiene Israel su lugar de elección. Porque todo el grupo presente aguarda «la liberación de Israel» (Le 2, 38). Pero Simeón se hace también profeta de la contradicción con que tropezará ese niño: ante él los corazones tendrán que decidirse y se pondrán de manifiesto. Esto no ocurrirá sin un sufrimiento que alcanzará a María su madre. La imagen de la espada que traspasará su alma es impresionante. María ciertamente se verá desgarrada por el drama de la división que atravesará a Israel ante Jesús. Pero, si está aquí permitido poner en relación los relatos lucano y joánico, se puede pensar que la misma espada que traspasará el cuerpo de Jesús en la cruz traspasará también el alma de su madre. Así, este clima de gloria y de gozo deja sitio al sufrimiento y a la cruz. El relato de Jesús perdido y hallado en el templo presenta también un anuncio velado del misterio pascual: se trata de una subida a Jerusalen y de la fiesta de pascua. Jesús se manifiesta allí como el maestro que enseña y atestigua ya la conciencia que tiene de su misión. El evangelista recoge su primera palabra: «¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Le 2, 49). Después de que sus padres lo han estado buscando angustiados durante tres días —la tradición cristiana relacionará este triduo con el de la pasión—, Jesús se dirige a ellos como el ángel de la resurrección: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Le 2, 49). Expresa mediante un primer «es preciso» lo que ha de ser su misión: desde hoy el que tiene que pasar al Padre tiene que estar en la casa de su Padre. Su «mi Padre» responde a la palabra de María: «tu padre y yo». Lo mismo que los discípulos no comprendieron el anuncio de la pasión (Le 9, 45), tampoco sus padres comprendieron lo que les decía. María y José reciben una invitación para la superación de la fe.
Jesús viviente. Don misterioso de un niño, símbolo del cariño de Dios, y don del resucitado que ha pasado por la muerte y que viene a consolar a los suyos. Por ambas partes se encuentra el mismo clima de gozo y de gloria, la misma anticipación de la escatología. En el instante salvador el tiempo suspende su vuelo y hace entrar plenamente a los partidarios de la alianza en la comunión con la vida de Dios, como si el final de los tiempos estuviera ya ahí. Lo mismo que el resucitado sigue llevando sobre su cuerpo las huellas indelebles de su pasión, también la gloria de la natividad deja sitio al anuncio del sufrimiento: se trata del proyecto de muerte concebido por Herodes, de la falta de sitio en la posada, del signo de contradicción y del anuncio de la espada. Finalmente, tanto en una parte como en otra la obra de la salvación es trinitaria. Es Dios que envía a su Hijo en la fuerza de su Espíritu. El final y el comienzo se responden por consiguiente y comulgan en la misma revelación. El final resume por sí solo la existencia de Jesús; el comienzo la anticipa y le da fundamento. Esto no debe llevarnos a aislar este primer momento de la salvación, como si sólo en él se cumpliera ya todo. Pero la figura de la salvación que nos presenta es ya completa.
La salvación entera, figurada en su aurora La correspondencia entre los relatos de la infancia y los de la resurrección es palpable. En ambos casos se recapitula la totalidad de la salvación, bajo la forma del ya-ahí, en la simple presencia de
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En cuanto al contenido de la salvación, ya hemos visto que reside en la autocomunicación de Dios en la persona de su Hijo. Su simple presencia crea entre él y quienes le acogen una situación totalmente nueva, una liberación del pecado, una comunicación de vida en la luz y en el gozo. En cuanto al cómo de la salvación, pasa por un doble mensaje, celestial y terreno, divino y humano, un mensaje de revelación divina y un testimonio de fe rendido en la alabanza. A partir de ahí todo es cuestión de contagio. Los sucesivos actores se ven como «seducidos» por el acontecimiento: la gracia de un niño se hace realmente para ellos expresión de la gracia de Dios. Este mensaje y esta presencia son igualmente portadores de una fuerza que transforma los corazones. A la luz del Hijo que se manifiesta en el exterior corresponde el don del Espíritu que actúa en los corazones y los abre a las maravillas de Dios. La iniciativa gratuita de Dios lo hace todo. Sin embargo, no dispensa de la respuesta libre de la fe, tan intensamente subrayada en las personas de María, de José y de Isabel, así como en los pastores, los magos, Simeón y Ana. Como contrapunto se esboza el rechazo de Herodes, la conmoción recelosa de Jerusalen y el cierre de la posada. La salvación que atestiguan los relatos de la infancia, por consiguiente, es una salvación dada por gracia mediante la fe. Se invita al lector a entrar a su vez en la cadena de este con-
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tagio y a convertirse en uno de esos personajes. Finalmente esa salvación se concentra en la persona misma de Jesús: la salvación es el salvador. El recién nacido recostado en el pesebre es a la vez signo y realidad de la salvación, reconocido por Simeón en el momento en que lo recibe en sus brazos. La Iglesia primitiva expresa aquí toda su «devoción» a la persona de Jesús. Ser salvado es acoger a Jesús, es amarle y seguirle.
lato estilizado, matriz de los futuros símbolos, bien bajo la forma de la proclamación de unos títulos que es una conclusión sacada directamente del relato. Lo mismo ocurre con los grandes himnos cristológicos de las epístolas de la tradición paulina: en el tono —a veces litúrgico— de la bendición o de la alabanza estructuran y sintetizan los elementos principales del relato de Jesús, principalmente de su muerte y de su glorificación. Podríamos decir que se sorprende allí el movimiento que va de los relatos a las categorías. Las interpretaciones conceptuales se insertan siempre en la trama original del relato: lo presuponen y lo comentan (aunque en su estado actual los relatos evangélicos son más recientes que las primeras cartas paulinas). Las categorías empleadas salieron de las imágenes transmitidas por alguno de los aspectos más densos del relato. Por otra parte, estas interpretaciones construyen a su vez un nuevo relato, que sitúa la particularidad del acontecimientoJesús en la universalidad de la historia de la salvación. Todo el Antiguo Testamento es llamado entonces a atestiguar y el misterio pascual se hace así el centro y la cima que recapitula en la persona de Jesús la totalidad de la historia. Hay que observar finalmente que, incluso en los resúmenes que aparecen más conceptuales, el cordón umbilical que los vincula a los relatos sigue sin romperse. Es la pareja relato-categoría como tal la que constituye sentido, en nombre de la complementariedad que ya hemos comentado106. Hay que recoger esta enseñanza: siempre hay en el relato un plus respecto a la interpretación teológica conceptual, ya que sólo el relato es capaz de expresar ciertos «efectos de sentido» y de actuar sobre la fe del lector. Por consiguiente, las categorías no pueden nunca sustituir el relato. En el momento de destacar las principales categorías que dan cuenta del centro de gravedad del relato, conviene por tanto tener muy en cuenta la manera con que el mismo Nuevo Testamento realizó ese paso. En esta conclusión tocaremos dos puntos principales: primero, la constatación de que esta larga lectura de los relatos bíblicos nos obliga a realizar un desplazamiento substancial de las categorías dominantes en la teología clásica; y después, lógicamente, la propuesta de algunas categorías nuevas y, más aún, de una articulación nueva de esas categorías que siguen girando en torno a la única mediación de Jesucristo.
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IV. CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS
A lo largo de este doble recorrido por el Antiguo y el Nuevo Testamento he intentado recoger los «efectos de sentido» propios de cada relato en lo que atañe a la salvación. Al final de cada sección he querido captar lo esencial bajo la forma de una reflexión provisional y parcial. El capítulo dedicado al Antiguo Testamento dio lugar a una conclusión más global, que indicaba las principales categorías que permiten dar cuenta de la larga serie de iniciativas de Dios, que viene a buscar a su pueblo y a salvarlo: la elección, la alianza, el don y el perdón, la salvación por la fe, el ascenso del tema de la resurrección y de la vida, las figuras de una buscada mediación, culminando todo ello en una lógica del amor, capaz de convencer por su propia seducción. El movimiento que va de los relatos a las categorías aparece también evidentemente en el Nuevo Testamento. Ahora se trata, no sólo de dar cuenta de ello por él mismo, sino de totalizar el resultado de este doble recorrido proponiendo una tematización articulada del misterio cristiano de la salvación. Aquí se presenta una objeción: la consideración del Nuevo Testamento no ha atendido más que a los relatos evangélicos; no ha tocado la aportación de los hechos de los apóstoles y de las numerosas cartas apostólicas, en donde se constata ya una fuerte formalización conceptual de los relatos del acontecimiento Jesucristo. De hecho, el dossier escriturístico de cada una de las grandes categorías bajo las cuales el Nuevo Testamento comprendió e interpretó la salvación se expuso ya en el primer tomo de esta obra. No hya por qué volver sobre él. Sigue en pie lo que se dijo entonces. Al contrario, hay un punto que hay que subrayar a la luz de los relatos evangélicos: los «kerigmas» de los Hechos y las confesiones de fe que nos presentan un breve resumen del contenido del misterio de la salvación se presentan, bien bajo la forma de un re-
106. Cf. supra, 24 ss.
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1. El desplazamiento de las categorías clásicas El retorno detallado a los relatos bíblicos nos ha permitido recoger todo un conjunto de «efectos de sentido» en cuanto a la comprensión de la naturaleza de la salvación cristiana. ¿Qué shock producen esos efectos de sentido cuando se les confronta con la soteriología «clásica», en particular con la que se manifestó cada vez más preponderante a lo largo del segundo milenio? El predominio de las categorías descendentes Se impone un dato indiscutible: las categorías desendentes de la salvación dominan claramente sobre las categorías ascendentes, hasta el punto de eclipsarlas muchas veces. La salvación es ante todo y sobre todo una obra de Dios que se compromete en nuestra historia a través de todas las iniciativas del Antiguo Testamento, y finalmente de forma definitiva e irreversible en el envío de su Hijo, Jesús el Mesías. La salvación es un don gratuito de Dios que no exige en el hombre nada previo. Más aún, por el hecho de la encarnación, es el movimiento por el cual Dios se sirve del hombre para salvar al hombre: lo busca; lo da y se da. Es lo que dicen la elección, la alianza, el perdón que abre a la reconciliación, la gracia y la fe, y lo que confirma el don del mediador de la nueva alianza que ama a los suyos hasta el fin. Este dato masivo puede ilustrarse fácilmente a partir de las categorías descendentes que se vieron en el primer tomo. La salvación por revelación tiene en los relatos una importancia infinitamente mayor que en la tradición teológica: el acto de revelación es en sí mismo un acto de salvación. Dios salva mostrándose tal como es y mostrándonos lo que somos a sus ojos. La comunicación del don de Dios es impensable sin el acontecimiento. Dios se hace en nuestra historia la causa ejemplar de la salvación. En la salvación, la revelación y la realización caminan a la par. El hombre es un ser de conocimiento y de amor: no puede acoger la salvación más que descubriendo quién es Dios para él y viéndose personalmente alcanzado por una iniciativa de amor que le seduce al mismo tiempo que le transforma. Cuanto más conoce a Dios, más se vuelve hacia él en el amor. La categoría de la salvación por revelación merece por tanto convertirse hoy en un paradigma de referencia para toda la doctrina de la salvación. La lucha del Dios del Antiguo Testamento con la obstinación humana lo muestra capaz de vencer la infidelidad del hombre con su propia fidelidad, capaz de hacer triunfar bajo una forma nueva
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una iniciativa de alianza rota continuamente. Igualmente, la lucha de Jesús con las fuerzas del mal, el pecado de los hombres y la muerte está en primer plano en los relatos evangélicos. Acompaña a la existencia de Jesús desde su nacimiento, a través de toda su vida pública, para culminar en la prueba de la pasión, prueba victoriosa ya en sí misma antes de cambiarse en manifestación de la gloria de Dios. Esa lucha se lleva a cabo «por nosotros»: es a la vez «redentora», en cuanto que nos arranca de la servidumbre del pecado, y «liberadora», en cuanto que nos abre a una vida nueva, nos devuelve a nosotros mismos y nos permite realizar nuestra propia libertad. La santidad de esta lucha es un aspecto de la revelación de Dios-por-nosotros. Si el esquema «redentor corre todavía el peligro de despertar hoy —injustamente— ideas de un precio que pagar, el tema positivo de una liberación de nuestra propia libertad, en cuanto que ésta es en nosotros la capacidad de lo eterno, tiene motivos para colmar, superándola, la esperanza humana más fuerte. En la misma línea —ya que estas categorías comulgan entre sí— nos hemos encontrado con la actitud de perdón, que es ya la de Dios en el Antiguo Testamento y que numerosas páginas de los evangelios atestiguan en la vida de Jesús, incluso hasta la cruz. El perdón es, en labios de Jesús, objeto a la vez de una declaración soberana, de un ofrecimiento siempre presente y de una plegaria. Basta con acogerlo en la fe para que se transforme en reconciliación efeciva. Nos encontramos aquí de nuevo con la paradoja de una alianza en la que, por una parte, todo viene de Dios y, por otra, no puede existir sin una reciprocidad humana. Por un lado, el perdón está ya tan preñado de reconciliación que Pablo interpreta el acontecimiento de la cruz como un acto de reconciliación ya cumplido (2 Cor 5, 18-21): Jesús es en su persona nuestra reconciliación y nuestra paz (cf. Ef 2, 14-17); pero, por otra parte, el mismo Pablo exhorta: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡dejaos reconciliar con Dios!» (2 Cor 5, 20). El don de la vida de Dios, es decir, el de la adopción filial y el de la divinización, según el lenguaje recibido en el mismo Nuevo Testamento —algunos querrían hablar de «filialización»107— es también un rasgo dominante de la existencia nueva dada por la salvación. Es inmanente a la existencia dada de Jesús, tanto en la 107. Así B. Rey, en su recensión del primer tomo de esta obra: R. S. P. T. 73 (1989) 526. Pero en este primer tomoel empleo del término «divinización» intentaba recoger una categoría tradicional, cuyo vocabulario se imponía.
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predicación del Reino en los sinópticos como en el sentido que da Jesús a su pasión con la institución de la eucaristía: bajo el símbolo de su cuerpo y de su sangre se da su propia vida, para hacerse nuestra vida. El relato de Juan es todavía más explícito a este propósito. Jesús ha venido a traer «la vida eterna», como arras ya en este mundo y como cumplimiento en el reino. Nos hace participar de la relación filial que lo une al Padre. La resurrección nos propone su cuerpo glorioso, «divinizado», como el modelo ejemplar de una divinización que, lejos de absorver o de volatilizar nuestra frágil humanidad, le confiere su ser definitivo. Finalmente, el testimonio de Jesús en su palabra y en su obrar, en su pasión y en su resurrección, actúa por la fe y por la fe convierte y justifica. Su vida y su pasión son un largo enfrentamiento dialogal entre la libertad amorosa de Dios y la libertad recalcitrante de los hombres. Esta última es de antemano deliberadamente hostil y está bloqueada en una actitud de rechazo y de condenación. Pero, ante la vista de la muerte del justo, el corazón de los testigos queda traspasado, ya que descubren su propia injusticia. Se arrepienten, se convierten y creen. También los discípulos reconocen al resucitado en la fe. La fe es la respuesta que conviene al don de Dios, don libre que se inscribe en la relación de persona a persona, don a la vez visible e invisible, transcendente e inmanente, objeto de experiencia pero siempre inaferrable. La fe sitúa la salvación del lado del sujeto libre. No permite reducirlo a una cosa ni a una realidad jurídica108. Según esta misma lógica, los relatos que hemos recorrido son a su vez testimonios de la fe de los redactores. Los testigos apostólicos derivan su autoridad de lo que ellos mismos han visto y oído, del hecho de que vivieron ellos mismos ese movimiento de conversión y de fe. Se sienten pecadores perdonados: confiesan su pecado y proclaman su perdón. Si escriben, es para que otros a su vez entren en la trama del relato como auténticos compañeros de Jesús y recorran el mismo itinerario que los llevará a la fe: «Jesús —dice el evangelista Juan— realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas lo han sido para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 30-31). De este modo la salvación progresa de fe en fe. 108. Recogiendo un vocabulario sacado de Heidegger, K. Rahner distingue así las categorías «ónticas», que pertenecen al terreno de la objetividad del ente, y las categorías «ontológicas», que pertenecen a la vez al orden del ser y de la conciencia.
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Los relatos no nos piden que reneguemos en nada de todas estas categorías, sino más bien que les añadamos otras que vayan en el mismo sentido y las completen según sus propios acordes. Una causalidad descendente A la cuestión planteada continuamente en la soteriología: «¿Cómo nos salva Cristo?», el recorrido que hemos hecho nos permite dar ya una clara respuesta. Las teologías ontológicas o jurídicas del pasado elaboraron diversas teorías que se reducen todas ellas a la idea de que Cristo nos salva por la acción que ejerce sobre Dios. Ante el sacrificio de Jesús en la cruz, Dios, aplacado en su cólera, no está ya irritado con nosotros; nos perdona y nos devuelve su amor. De esta manera, la eficacia de la salvación se atribuye ante todo a una cierta concepción de la mediación ascendente. Estas teorías caen bajo el golpe de una doble objeción: la redención se tergiversa aquí «mitológicamente como influjo que produce un cambio de actitud en Dios»109; por otra parte, se considera la dimensión propiamente divina del sacrificio de Cristo como la única fuente de su eficacia infinita. Se comprende la salvación como un arreglo de cuentas entre Dios y Dios, cuyo beneficio reciben los hombres tan solo como una consecuencia, bajo la forma de gracias invisibles. Por tanto, se encuentra oculta la mediación ejercida por la humanidad de Cristo. Hay aquí un doble error, tanto sobre la orientación de la causalidad salvífica del misterio de Cristo como sobre el destinatario de esta causalidad. Pero si se admite que Dios nos ha enviado a su Hijo porque nos amaba y no porque estuviera irritado con nosotros, según la doctrina agustiniana más clara110, no puede comprendedrse que la causalidad de la pasión y de la resurrección se ejerza respecto a Dios. N o hay nada en los evangelios ni en el Nuevo Testamento que autorice semejanie interpretación. La causalidad de Cristo se ejerce respecto a los hombres; es una causalidad descendente. No cabe duda de que esta causalidad tiene una dimensión infinita, ya que Cristo es Hijo de Dios y Dios mismo. Pero esta dimensión divina de la causalidad no debe comprenderse como si funcionase al lado o al margen del acto humano puesto por el Verbo encarnado en las condiciones de nuestra existencia. Eso sería un aestorianismo soteriológico. La dimensión divina de la 109. K.RAHNER, Tratado fundamental, o. c, 252. 110. C I el texto citadoen tomo I, 75.
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salvación se hace ver en y por su dimensión humana, según la ley que vale para toda la encarnación. Si intentamos comprender el modo de causalidad, hemos de interrogar a lo que se significó en la cruz. Si Cristo fue llamado justamente el sacramento de Dios, hay que aplicarle el principio que vale de los sacramentos: significando causant. Por tanto, es a partir de los efectos de sentido de los diferentes relatos y de su centro de gravedad como hay que intentar comprender el ejercicio de esta causalidad, y no en otro sitio. Puesto que se trata de una causalidad que se ejerce humanamente, de un nombre a otros hombres, pertenece al orden de las libertades. No puede ser más que la invitación llena de eficacia que una libertad dirige a otras libertades. No hay ninguna reducción subjetivista de la eficacia de la salvación; se trata de un dato de onto-logía propiamente dicha111, de una onlología que considera el ser como espíritu y sabe que las relaciones de libertad se desarrollan en la historia. Los evangelios son los testimonios de esta acción de la libertad de Jesús sobre los que se encontraron con él.
gue este movimiento según la dinámica necesaria con que reconduce el hombre a Dios. Pero adquiere un sentido distinto, el que se expresó en los análisis relativos al sacrificio y a la expiaciónpropiciación112. Será interesante volver ahora, a la luz de los relatos, al origen último de la «desconversión» que se produjo en la teología a este propósito.
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Esta acción, que se expresa a través de la visibilidad de la pasión y de la resurrección y engendra el inmenso movimiento de conversión y de fe en Cristo que va a atravesar la historia, no se reduce a la simple llamada de hombre a hombre. Por ser divina, esa exterioridad tiene una interioridad. Actúa en vinculación con el don invisible del Espíritu que es solidario suyo en lo más profundo de las conciencias y que viene a suscitar la libertad y a convertirla. Una revisión crítica de las categorías ascendentes Entre las categorías ascendentes, como hemos visto, hay dos que son bíblicas: el sacrificio y la expiación-propiciación; dos vienen de la tradición eclesial, desde la Edad Media a los tiempos modernos: la satisfacción y la sustitución. A partir de ellas es como se produjo el movimiento de deriva y de dcsconversión. El retorno al relato hace explotar con fuerza la oposición entre el testimonio bíblico y evangélico y el uso que ha hecho la teología de estas categorías durante largos años. Rechaza en particular, a priori, la tendencia que llevó a ver en el movimiento ascendente el centro de referencia de la soteriología cristiana. No es que se nie-
111. Esta afirmación se basa en la diferencia entre «ontológico» y «óntlco», cf. nota 108.
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El conflicto de las imágenes de Dios El origen de esta desconversión está en definitiva en la desconversión» de la imagen misma de Dios. Todo el recorrido que hemos hecho nos ha revelado a un Dios que se sitúa más allá de las disposiciones simples que le podemos atribuir. Él, que es absolutamente transcendente y por eso mismo está infinitamente lejos del hombre, se acerca a él; él, que es la santidad misma y siente horror del pecado, no vacila en venir a buscar al pecador en su propio terreno; él, que es la justicia infinita, sabe manifestar su omnipotencia bajo la forma de la suprema debilidad de la cruz. Es así porque es amor, cariño y piedad. Es el Dios que ama al hombre, «filántropo» en el sentido que le daban a esta palabra los padres de la Iglesia; es aquel por quien el hombre existe de verdad, ese hombre por el que Dios es capaz de ir hasta el fin de sí mismo. Ése es el Dios de nuestros relatos. Ha sido toda la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento la que ha ido educando pacientemente al hombre a esta imagen nueva de Dios, una imagen que contradice sus concepciones pecadoras de Dios y transfigura todo lo que él presentía de más justo. Pues bien, se fue estableciendo una ruptura contradictoria entre los dos lados de esa imagen que era preciso mantener juntos en su tensión dialéctica y paradójica: la imagen del Dios señor, todopoderoso, legislador supremo, que exige obediencia a sus criaturas, por una parte, y por otra, la imagen del Dios amante y misericordioso, cuya gracia justifica gratuitamente, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Ya en la Edad Media se manifestó una forma de esta ruptura con el tema del combate en Dios de lajusticia y de la misericordia. Esta ruptura desastrosa se produjo finalmente en beneficio de la imagen del Dios señor, omnipotente, justiciero, y en detrimento del Dios de amor, de proximidad y de misericordia. Ei semejante separación la misericordia 112. Cf. tomo I, 227-350.
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debía morir inevitablemente en un sacrificio ofrecido a la justicia justiciera. Y esto es lo que se produjo. Era la forma más simple y más rápida de reducir la desconcertante revelación de Dios en la pasión de Jesús a las pretendidas «exigencias de la justicia divina», que no eran de hecho más que la proyección de unos arquetipos humanos. Por eso muchas teologías han dicho: la gracia, el perdón, la misericordia, sí, pero con la condición y después de que la justicia divina haya sido satisfecha de antemano. Así pues, se fue construyendo progresivamente ese sorprendente edificio doctrinal en que, en contra del testimonio masivo de las Escrituras, Dios mismo exige la muerte de su Hijo para satisfacer a su propia justicia. El profundo error que produjo una regresión de la imagen de Dios en muchas conciencias cristianas procede de esta extraposición de las dos imágenes de Dios. Se olvidó sencillamente que todo el movimiento de la revelación bíblica, desde el Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, consiste en reducir la primera imagen a la segunda para manifestar su verdad. Sí, Dios es dueño y señor, pero lo es tanto que es capaz de manifestarse como Siervo y de ejercer un señorío irresistible en el corazón del hombre en el acto mismo en que se pone a sus pies para lavárselos, ya que hace de toda su vida un servicio. Sí, Dios es omnipotente, pero nunca manifiesta mejor su omnipotencia que en la omni-debilidad de sus dos brazos extendidos en la cruz. Sí, Dios es supremo legislador, pero su ley se reduce en definitiva a un solo mandamiento: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». Sí, Dios es soberano juez de vivos y de muertos, pero su justicia no es justiciera sino justificante. No es una justicia que condene al pecador, ni que quiera su sufrimiento; es una justicia que lo justifica y lo santifica, sin pedirle nada más que el arrepentimiento y la fe. Así pues, era preciso comprender la omnipotencia y la justicia a la luz del amor y de la misericordia. Y muchas veces se ha hecho lo contrario, comprendiendo la misericordia y el amor a la sombra de una omnipotencia y de una injusticia implacales. Nunca se denunciarán bastante los estragos que ha tenido para la fe y para la Iglesia en la sociedad de los tiempos modernos el uso intemperante de esa imagen de Dios.
nión corre el peligro de no ser más que una coacción interiorizada, un nuevo encerramiento de la libertad. El hombre, demasiado feliz de verse salvado, no debe ya intentar comprender, sino contentarse con obedecer a la ley y «pagar por» sus pecados. Semejante esquema tiene necesidad de ser radicalmente convertido y subsumido bajo la relación esencial de la comunicación en que Dios se revela y libera al hombre, poniendo todos los recursos de su poder de señor y de amo al servicio de un don de amor que es al mismo tiempo una invitación a amar. El hombre es para él ese compañero amado, que ha creado a su imagen y semejanza «para tener a alguien en quien depositar sus beneficios»113. Lo que se pide al hombre es simplemente acoger el don de amor del que es objeto, un don que se hace perdón.
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Porque a esta imagen de Dios señor y todopoderoso corresponde inevitablemente la del hombre sumiso y obediente. Puesto que la relación de Dios con el hombre se propone de forma dominante como una relación de dos voluntades, al hombre no le toca otra cosa más que someterse. Pero una sumisión que eclipsa la comu-
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El sacrificio de Cristo: sacrificio del mártir Los relatos del Nuevo Testamento nos conducen efectivamente a una verdad esplendorosa. Hacen un uso particularmente discreto del vocabulario sacrificial114. No lo utilizan en el momento de la pasión, sino que son las palabras de la institución de la eucaristía las que tienen un sentido sacrificial. Pues bien, esas palabras inscriben el sacrificio de Jesús en una intención completamente nueva. Paradójicamente, ya que el sacrificio es de suyo una categoría ascendente, mientras que el sacrificio de Jesús se vive según un movimiento descendente que le impulsa a aceptar su muerte en la cruz paia la salvación de la multitud de sus hermanos. La obediencia de Jesús al padre, que podemos considerar justamente como un aspecto central de su sacrificio, se inscribe en el himno de Filipenses 2 como el punto extremo de su rebajamiento (v. 8). Si se quiete llegar hasta el fondo de esta paradoja, hay que decir que el sacrificio de Jesús es ante todo y sobre todo un sacrificio que Dios hace al homtre, artes de y a fin de poder ser un sacrificio que el hombre hace a Dios. Este sacrificio es sangriento por-
113. IRFJEO, Adv. haer. IV, 14: Cerf, París 1984,446.
114. Cf. lomo I, 285. .
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que Dios «se sacrifica» en favor del hombre. Lo que Dios no quiso exigir de Abrahán, es decir, la muerte de Isaac, los hombres pecadores lo exigieron de Dios crucificando a su Hijo. Este sacrificio que Dios hace de sí mismo al hombre tiene como contenido inmediato el sacrificio de la existencia de un hombre a sus hermanos, en su vida y en su muerte. En Jesús, el sacrificio «descendente» de Dios se convierte en un sacrificio inscrito en el horizonte del amor fraterno. Jesús, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Su sacrificio es el de la pro-existencia y del servicio. Este contenido concreto es el que tiene valor de sacrificio ofrecido al Padre en la obediencia y en el amor. Jesús expresa en su propia carne la unidad de los dos mandamientos. Verifica de antemano la fórmula de Agustín, cuando decía que «los verdaderos sacrificios son las obras de misericordia bien para con nosotros mismos, bien para con el prójimo, al que referimos a Dios»115. El relato de la cena lo indica con claridad: la sangre de Jesús se derramará por la multitud; su cuerpo se romperá por nosotros. Lo mismo puede decirse en el lenguaje de la comunicación. Todo sacrificio es en definitiva una autocomunicación: nuestro sacrificio es la autocomunicación que hacemos de nosotros mismos a los demás y a Dios, a Dios por la mediación de los demás. Por su parte, la autocomunicación de Dios a los hombres se cumple por la autocomunicación del hombre Jesús a sus hermanos: esta autocomunicación de Jesús a los hombres es idénticamente su sacrificio a Dios. El acto por el que Jesús se nos da en nombre de su Padre es el mismo acto de amor y de obediencia por el que el Hijo se da al Padre, dando a los hombres la posibilidad de darse también ellos al Padre. La figura de este sacrificio en la historia de la revelación tiene un nombre: se llama martirio. Jesús es el que «ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio (martyrésantos)» (1 Tim 6, 13). Jesús, como el siervo doliente de Isaías, se encontró con la contradicción suprema. Se hizo el mártir de su pueblo coaligado con los paganos para entregarlo a la muerte. Jesús dio su vida para dar testimonio de la verdad, de la justicia y del amor. Ya el Antiguo Testamento proponía el testimonio de los mártires y su fecundidad. Ese era el destino ordinario de los profetas. Y ése será el destino de Esteban y de muchos apóstoles.
F.l testimonio de Jesús en su muerte es eminentemente el del nirtrtir y constituye su fecundidad116. El término mártir traduce i'xuclamcntc la forma que tomó su sacrificio libre y voluntario. El «•vangelio de Lucas acumula, por ejemplo, las indicaciones que marcan en la pasión el destino del mártir: el aliento del ángel en el momento de la agonía (22, 43), el reconocimiento de la inocencia ile Jesús por Pilato y por Heredes (23, 4.14-22), el silencio ante las acusaciones y los ultrajes (23, 9), el olvido de sus propios suIrimientos (23, 28), el perdón concedido al ladrón, a Pedro y a los verdugos117. Lucas es igualmente el que subraya más la fecundidad propia de este testimonio para la conversión: una libertad que llega hasta el fondo de ella misma provoca inevitablemente a las otras libertades. Está claro finalmente que Dios está al lado del mártir y lo salva, mientras que su sufrimiento y su muerte son obra de los enemigos pecadores, en cuyo favor muere justamente. El Padre es el actor vivo de este sacrificio, siendo primero él el que hace posible su ofrenda antes de ser el que la recibe. El Padre entrega al Hijo, en la actitud misma en que se entrega el Hijo y con el mismo amor. El Padre no es el verdugo del Hijo, ni siquiera a través de otras personas; no es, según Bossuct y Bourdaloue, el único que podía dar un castigo a medida del pecado118. Igualmente, el perdón del Hijo es el del Padre. La oración de intercesión del Hijo por sus verdugos es la verdad misma de Dios. Entra en el diálogo del Hijo y del Padre, de quien Jesús pudo decir: «Ya sabía yo que tú siempre me escuchas» (Jn 11, 42). Este es el sentido paradójico del sacrificio de Jesús que cumple en su persona el paso de la humanidad a Dios. Éste es el foco de luz a partir del cual hay que comprender el lenguaje de la expiaciónpropiciación. Decir esto es afirmar que todas las categorías ascendentes tienen que subsumirse bajo las categorías descendentes, al revés de lo que intentó hacer cada vez más el segundo milenio.
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115.
AGUSTÍN, De civ. Dei X, VI: B. A. 34, D. D. B. París 1959, 447.
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116. Cf. supra, 33 ss. 117. Cf. CH. AUGRAIN, «Mártir», en X. LEON-DUFOUR (ed.), Vocabulario de teología bíblica, Herdcr, Barcelona 1967, 448-450. 118. Cf. tomo I, 82-85.- Tampoco es, como querría Mollmann, el enemigo «teísta» y dialéctico del Hijo que necesita de la cruz para convertir su ser de Dios impasible en una comunión trinitaria. Dios es capa?, de asumir en sí mismo todo el peso del sufrimiento humano: ésa es la parte de verdad de la tesis de Mollmann. Pero es la generosidad gratuita de su amor lo que le impulsa a hacerlo. Mollmann, por el contrario, proyecta en Dios mismo la conversión de la imagen de Dios que nosotros necesitamos. Dios está de parte del Hijo y con su Hijo en todo lo que pasa en la cruz.
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2. Una propuesta de categorías nuevas Desde la época antigua la Iglesia no pudo ni quiso proponer jamás una fórmula simple y única de la salvación, como pudo hacerlo con la Trinidad o con la identidad humano-divina de Cristo. Ya he dicho por que119 fue y tampoco hay motivos para querer proponer una fórmula única de este género. Tampoco es a eso a lo que nos invitan los relatos. Su rica complejidad impide más bien actuar de ese modo. Los propósitos de este libro van en otro sentido. Sin embargo, la lectura de los relatos nos ha llevado a emplear de manera corriente ciertas palabras que no pertenecen al vocabulario bíblico o tradicional. Estos términos no pretenden «sustituir» a los antiguos. Pero hemos de recogerlos, porque pueden esbozar un nuevo registro de comprensión del misterio que sea al mismo tiempo lo más cercano posible al texto bíblico y especialmente adaptado a las necesidades y a la sensibilidad de nuestra época. El paradigma de la revelación y de la comunicación El registro categorial más englobante para permitir una articulación nueva de los conceptos relativos a la salvación es el de la relación y comunicación. La comunicación supone la revelación y conduce a la comunión. En efecto, la salvación es un asunto que tiene lugar entre personas inteligentes, amantes y libres. Por tanto, es esencialmente una cuestión de conocimiento mutuo y de relaciones por establecer, unas relaciones vitales para el hombre. K. Rahner evocaba hace poco la necesidad de construir una «cristología existencial» al lado de la cristología clásica120. Parece ser que esta misma tarea tiene que prolongarse con una «soteriología existencial», El servicio y el martirio de Jesús son la revelación absoluta y pura de Dios, Dios es, por tanto, aquel que ama al hombre hasta llegar a llamarlo y proponerle que acoja el reino, hasta ponerse a sus pies en la actitud de esclavo, hasta morir por él a fin de vencer su resistencia. Esta revelación está evidentemente ordenada a la comunicación que Dios quiere hacerle de sí mismo. Revelar a alguien el misterio de su persona es ya comunicarse a el. De nada 119. Cf. tomo I, 62-64 120. K. RAHNER, Prottemas actuales de cristología, en Escritos de teología I, Taurus, Madrid 1961, 189. Rahner habla de cristología «óntica».
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serviría saber quién es Dios, si no fuera para entrar en comunicación secreta con él. ¿Pero cómo comunicar con Dios, si no se sabe del todo lo que es él? Puesto que somos seres inteligentes y libres, la comunicación entre Dios y nosotros pasa por el conocimiento y el amor. El uno y el otro, por otra parte, se interpretan de tal manera que no hay conocimiento sin un mínimo de amor, ni amor sin un cierto conocimiento. El conocimiento conduce al amor, mientras que el amor desea conocer cada vez más. Pues bien, la revelación que Dios nos hace de sí mismo, de su misterio trinitario así como de su proyecto sobre el hombre, es una revelación amorosa en su origen y en su término. Tiene la seducción propia del amor. Por eso tiene el poder de suscitar una respuesta amorosa. La salvación viene para el hombre del descubrimiento, profundamente esperado y sin embargo siempre sorprendente, más allá de toda esperanza, de que Dios se nos da efectivamente, de que nos libera de nuestras cadenas y de que pone su felicidad en ser la nuestra. Entre descubrir esto y adherirse a ello no hay más que un paso, a la vez mínimo y gigantesco: mínimo porque se trata de algo casi natural, con tal de que nosotros nos dejemos llevar a él, y gigantesco y terrible, porque es allí donde reside el misterio de sí o del no que impregna secretamente nuestra existencia. Para nosotros, ser salvados es ante todo aceptar ser amados. La revelación de Dios sobre sí mismo, por consiguiente, forma una sola cosa con el acto por el que se comunica al hombre de manera absolutamente gratuita, con una comunicación capaz de alcanzar al hombre pecador en el corazón de su obstinación. El don se hace allí per-dón y reconciliación. Sabido es que K. Rahner veía la especificidad cristiana en la afirmación de la autocomunicación de Dios, hasta el punto de definir al hombre como «evento de la autocomunicación libre e indulgente de Dios»1M. El lenguaje bíblico de la reconciliación, que hoy ha vuelto a valorarse, ofrece el mejor fundamento revelado para esta categoría de la comunicación. El paradigma de la revelación y de la comunicación envuelve evidentemente al del mandamiento y la obediencia. Pero convierte su sentido y su representación, siempre dispuesta a desconvertirse, incluso en la predicación cristiana, debido a nuestros arquetipos marcados por el pecado. Porque no se trata de una obediencia debida a un amo exigente, que manda «sin corazón», dispuesto siempre a castigar y descoso de ejercer su justicia ante la multitud de nues121.
Cf. K. RAHNER, Curso fundamental, o. c, título del 4 e grado, 147-171.
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tras infracciones. La obediencia en este caso es la de la fe, es decir, la obediencia de la confianza y del amor. Es la obediencia que se convirtió en el alimento de Jesús (cf. Jn 4, 34), deseoso de hacer siempre lo que agrada al Padre; porque el amor quiere «dar gusto». Es la obediencia de María el día de la anunciación. La obediencia cristiana es el realismo de un amor que se hace acto y fidelidad: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15). En definitiva, el único mandamiento dado por Jesús a los suyos es el de amar. Este es el sentido de la obediencia de Jesús hasta la muerte de la cruz: no ya sumisión del castigo, sino respuesta amorosa del Hijo al Padre que lo ama. Revelación, comunicación y libertad La revelación y la comunicación son actos de la libertad divina que se dirige a unas libertades humanas en devenir, a fin de concederles realizarse ellas mismas en una acogida positiva. La ejemplaridad de una libertad amorosa es una llamada a la conversión de las otras libertades. La causalidad de la salvación, como hemos visto, no puede ser por tanto más que una causalidad libre. La teología ha intentado demasiado dar cuenta de la salvación según un orden de causalidad objetiva, mientras que su registro propio es el de las categorías del sujeto. Nuestra salvación fue realizada por un hombre que actuaba con toda libertad. Según la ley de la encarnación, la humanidad libre de Jesús aseguró la mediación de nuestra salvación. Esta libertad de Jesús se realizó según las leyes de la condición humana, a través de una serie de opciones situadas en el tiempo y en el espacio, como muestran los relatos de la tentación, y que constituyen un movimiento orientado hacia el Padre y hacia los hombres. Ños revela al mismo tiempo que realiza ante nosotros la verdad de la libertad humana. En Jesús, la libertad del hombre tomó cuerpo en nuestra historia. Esta libertad está convertida originalmente hacia Dios: por tanto, no tiene necesidad de «convertirse». Y como está ya convertida, es también convertidora. Los relatos evangélicos nos muestran que la libertad de Jesús actúa po contagio, que invita por sí misma a la conversión y que por tanto es gracia. También aquí la revelación es don y gracia. El hombre no sabe lo que es ser libre. Jesús se lo revela y al mismo tiempo le da la posibilidad de hacerse libre. A partir de esta fuerza de contagio que viene a oponerse al contagio de las libertades pecadoras, es como Jesús puede asumir en sí mismo la conversión de loda la humanidad. Lo
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mismo que realizamos la experiencia de la fecundidad del ejemplo del santo, también el ejemplo de Cristo, el Santo por excelencia, absolutamente Santo como sólo Dios es Santo, por muy santo que pueda ser el hombre, tiene una fuerza de conversión absoluta. Esta santidad, que tomó rostro humano, ejerce su fecundidad por el canal de las transmisiones humanas. Gracias al testimonio que rindieron a Jesús los discípulos convertidos, mártires también ellos, es como nosotros creemos. En ellos se inaugura la función de la Iglesia, para que el Evangelio sea anuncio a toda criatura. Bajo esta luz es posible responder a dos objeciones aparentemente contradictorias. Por un lado, si Jesús cumplió una salvación definitiva e irreversible por su misterio pascual, ¿qué papel le toca entonces a la libertad de los hombres? ¿No es la salvación un golpe de fuerza? Pero además, por otro lado, ¿qué significa la afirmación de una salvación ya dada, mientras que continúa la tragedia de la historia humana sin dar la impresión de que ésta se vea muy afectada por ello? Estas paradojas son las mismas que las de la libertad. La salvación es irreversible, porque en la persona de Jesús es una libertad humana la que definitiva e irreversiblemente ha dicho sí a Dios. Como hemos visto, esto es lo propio del sacrificio122. Esta libertad humana no está aislada; se inscribe en el orden de solidaridad de las libertades123. Además, no es simplemente una libertad entre otras: es la libertad del nuevo Adán, del cabeza de la humanidad, de aquel que viene a liberarla de la lepra que paraliza el ejercicio de su propia libertad. Es una libertad absoluta y pura de todo retorno del orgullo y del egoísmo. Una libertad tan absoluta es, por tanto, más poderosa que todas las libertades pecadoras, tanto ante Dios como ante los hombres. Semejante libertad, la del Hijo encarnado que se ejerce según todas las leyes de la condición humana, es capaz de establecer una situación nueva e irreversible reconciliando a la humanidad con Dios. Si esto es así, la causalidad ejercida por la libertad de Jesús no puede ejercerse más que en el respeto a las otras libertades. Por definición, una libertad no puede forjarse o darse desde fuera; tampoco puede convertirse desde fuera. El hombre creado nace libre bajo la forma de tener que hacerse libre; el hombre pecador es libre bajo la forma de tener que volver a hacerse libre. Así pues, la salvación requiere por parte de cada ser humano en parti122. Cf. tomo I, 277-313; supra, 177 ss. 123. Cf. tomo I, 208-209.
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cular un acto de apropiación libre por conversión de sí mismo. Una salvación que dispensase al hombre de esta tarea no sería más que magia o fábrica de marionetas. Lejos de dispensar a los hombres del ejercicio de su libertad, la salvación en Jesucristo les da el poder de realizarla según la justicia y la santidad. Esta entrada de las libertades humanas en el orden de la salvación no puede hacerse, por tanto, más que a lo largo de la historia, en una dura génesis cuya tragedia reproduce en cierto modo la de la pasión de Jesús hasta el final de los tiempos. En este combate, el rechazo y por tanto la pérdida de tal o cual libertad es siempre posible y pensable. Porque el destino de Jesús nos presenta «en resumen» —como decía Ireneo— la historia de toda la humanidad, así como la historia de cada uno de nosotros. La salvación realizada una vez por todas en Jesús, el Cristo, se sigue realizando hasta el final de los tiempos.
ción de Jesús se ejerce a través de todo el obrar autónomo de un hombre verdaderamente libre. Si no hubiera sido así, ¿para qué escribir cuatro libros de lo que Jesús dijo e hizo durante su estancia entre nosotros? Estos relatos nos permiten precisamente ver la actuación y escuchar la palabra de Jesús, esto es, exponernos a su contagio y entrar también nosotros en el mundo simbólico que él crea. La salvación es una obra realizada por la humanidad de Jesús, que compromete en concreto su existencia ante Dios y ante sus hermanos. Es lo que acaba de mostrar el recorrido de los relatos. El análisis de modo de causalidad de la salvación no puede prescindir, por consiguiente, de este dato.
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Alianza y mediación El término bíblico de comunicación es no solamente el de reconciliación, sino más aún el de alianza. La alianza era la categoría principal de la salvación en el Antiguo Testamento. Lo mismo ocurre en el acontecimiento que cumple la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres. El Antiguo Testamento estaba continuamente en busca de una mediación perfecta. El mediador está ya dado en la persona de Jesús. La mediación y la alianza no hacen más que una sola cosa. Jesús es Mediador porque es el Verbo hecho carne; no lo es en cuanto que es solamente el Verbo; ni lo sería si fuera sólo un hombre sacado de entre los hombres. Su humanidad —en términos bíblicos, su carne o su cuerpo en cuanto símbolos de su serhombre— es el lugar de ejercicio de su mediación. No se puede separar allí, aunque haya que distinguirlos, su constitución ontológica, tal como la definieron los concilios de Éfeso y de Calcedonia, de su obrar histórico: por la una se ordena a la verdad del otro. Un olvido relativo de los «misterios de la carne de Cristo» en la consideración teológica de los tiempos modernos pudo conducir a una concepción abstracta, puramente objetiva e instrumental, de la naturaleza humana de Jesús124. La relectura de los relatos evangélicos manifiesta claramente esta insuficiencia. La media-
124. Cf. K. RAHNER, art. cit., 169 ss.
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Una mediación y una causalidad sacramentales ¿Cómo nos salva Jesús? Ejerciendo una causalidad descendente y libre, que pertenece al orden de la revelación y de la comunicación, una causalidad del amor. Un término tradicional, pero no bíblico, con el que ya nos encontramos en el tomo primero de esta obra125, ha aparecido con frecuencia en este capítulo: el de «sacramento». Nos permite sintetizar los diversos parámetros en cuestión; no será entonces inútil recogerlo de forma más sistemática. El término sacramento traduce en latín, desde Tertuliano, el término griego «misterio». Cristo pudo entonces ser llamado «sacramento de Dios»126, con expresiones más o menos directas. 125. Cf.tomol, 108-110. 126. La aplicación de la categoría de «sacramento» a Cristo, según las diversas modalidades, se remonta a san Agustín. Cf. los textos citados en el tomo I, 109, en donde el mismo Agustín relaciona el sacramento y el ejemplo. Por su parte santo Tomás expresa con agrado la analogía («proporlio», «conformatio» o «similitudo») entre los sacramentos y la estructura del Verbo encamado, y que en los sacramentos se lleva a cabo una acción divina bajo unos signos visibles, a imagen de Cristo que era Dios en una manifestación humana (cf. Contra gentes IV, 56, 22). Su cristología destaca el papel de la humanidad de Cristo, instrumento de la divinidad (S. T. HJ, q. 64, a. 3 corp.). En esta perspectiva los «mysteria camis Christi» —que forman el objeto de los relatos evangélicos— son considerados como «sacramenta» (Ibid. III, prol.); constituyen los sacramentos originales de nuestra salvación: «la pasión de Cristo es llamada sacramento» (In Sent. IV, dist. 1, q. 1, art. 1, sol. 1); la humanidad de Cristo es «sacramento de la redención de los hombres» (Opuse. LUÍ, art. 3); la transfiguración es llamada «sacramento de la segunda regeneración» (S. T. DI, q. 45, a. 4, ad 2); en cuanto al misterio pascual, «la muerte de Cristo es la causa de la remisión de nuestro pecado y effectiva, instrumentalis et exemplaris sacramentaliter et meritoria. En cuanto a la resurrección, fue la causa de nuestra resurrección effectiva quidem instrumentaliter el exemplaris sacramentaliter, non autem meritoria (Comp. Theol., c. 239). El vínculo expresado entre la ejemplaridad y el carácter sacramental es algo que hay que subrayar: estamos aquí ciertamente «in genere signi», dentro del cual santo Tomás define el sacramento cultual. Esta teología que asoma en la consideración de los misterios de la vida
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La categoría de sacramento comunica con la de mediador, según el testimonio de san Agustín, y se ve recogida en la teología católica contemporánea. La causalidad salvífica de Jesús puede definirse como una causalidad sacramental. En su persona encarnada, en su cuerpo que habla, que incluye la totalidad de su existencia terrena, su muerte y su resurrección, Jesús fue el sacramento de la salvación. Si tomamos la definición más elemental de sacramento, vemos que es a la vez signo y causa, y que es causa en cuanto signo: significando causant, efficiunt quod figurant, dice santo Tomás127. Efectúa lo que significa; lo que manifiesta a través de las palabras pronunciadas y de los gestos realizados se realiza efectivamente a los ojos mismos de Dios y en la verdad del corazón del hombre. La categoría moderna de símbolo explica bien este vínculo del signo y de la causa: el sacramento es símbolo en cuanto que es a la vez signo significante y cosa significada, aunque le corresponde siempre remitir a algo más allá de él mismo, a un absoluto cscatológico que sólo se realizará en la visión de Dios. La eficacia de la salvación realizada por el único mediador es ciertamente de este orden. «Vida y muerte de Jesús —escribe Rahner—... ejercen una causalidad de tipo cuasi sacramental, simbólico-real, en la que lo significado (aquí la voluntad salvífica de Dios) pone el signo (la muerte de Jesús con su resurrección) y a través de él se produce a sí mismo»128. El mundo simbólico creado por Jesús con la predicación del reino es un signo que es ya una realidad. Más aún, la pasión y la resurrección cumplen lo que revelan. No hay que buscar en otro sitio una eficacia exclusivamente divina que se ejerza ontológicamente fuera de lo que vivió la humanidad doliente y gloriosa de Jesús. No hay ni contrato jurídico, ni operación oculta a nuestros ojos, que cambie la situación de los hombres pecadores ante Dios. Ciertamente, la eficacia delacontecimiento de la salvación se debe a que Jesús es por título personal el Hijo de Dios. Por este título, lo que realiza en la histo-
de Cristo se repite a propósito de los mismos sacramentos; pero esta soteriología descendente no parece estar totalmente de acuerdo con la soteriología ascendente que santo Tomás desarrolla en otros lugares (cf. tomol, 371-376).- Hablar de Cristo sacramento y destacar su ejemplaridad no es por tanto una novedad en teología; lo que puede ser más nuevo es proponer la categoría de sacramento como referencia principal de la causalidad de la salvación cristiana según una perspectiva descendente.
ria tiene un valor «transhistóríco», es decir, tanto escatológico como «protológico» y capaz de actualizarse a lo largo de toda la historia. Pero esta eficacia se ejerce por y en la encarnación. Hay que intentar comprenderla a la luz del obrar visible de Jesús. Hay que comprender su universalidad a partir de su misma singularidad. Su eficacia es la de la revelación que se cumple. Por eso es tan importante volver a los relatos evangélicos, que piden mirar y escuchar antes de seguir. Nos encontramos aquí con la solidaridad del decir y del hacer: Jesús dice lo que hace y hace lo que dice. Así es como realiza nuestra salvación, a través de una figura de revelación. La eficacia de la cruz y de la resurrección debe buscarse entonces en eso mismo que nos dicen de Dios y del hombre, en eso mismo que son capaces de cambiar en los creyentes. El prisma de la causalidad sacramental Así pues, la causalidad sacramental se articula con la relación del signo con la realidad eficaz. Según los términos clásicos de la lectura de las causas, se puede hablar de causa ejemplar y de causa eficiente. A esta pareja fundamental hay que añadir la categoría de causa final, que puede ayudar a dar cuenta de la universalidad de la salvación en Cristo. Pero estas diversas causas mantienen entre sí una dialéctica sutil, según la cual se condicionan y pasan la una a la otra por una especie de circuminsesión. Se trata de las múltiples caras de una única causalidad. En este caso, la causa ejemplar es en sí misma la causa eficiente; el modo de eficacia de esta última es la ejemplaridad, quedando bien claro que esta eficacia tiene una cara visible y otra invisible: las dos, que no son más que una, constituyen el ser sacramental o «simbólico» de Jesús. La causalidad ejemplar del acontecimiento de Jesús se percibe en todas las páginas de los relatos evangélicos. Esta ejemplaridad se muestra inmediatamente eficiente, ya que es ella la que cambia los corazones y los lleva a la conversión. Por tanto, no se puede objetar a esta categoría que cae en los errores pasados de las teorías de tipo pelagiano que reducían la efectividad de la redención a la grandeza moral del ejemplo de Cristo, a quien los creyentes imitarían desde fuera129. La causalidad ejemplar y «simbólica» del acontecimiento de Jesús es de un orden muy distinto.
127. SANTO TOMÁS, S. T. III, q. 62, a. 1, ad lm.
128. K. RAJ-INER, Curso fundamental, o. c, 333.
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129. Cf. tomo I, 151.
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La palabra de Jesús es ejemplar e impresiona a los corazones. Por su propia fuerza opera la verdad en las conciencias, revelándolas a ellas mismas. Más ejemplar es aún el perfecto acuerdo entre su palabra y sus obras. Es lo que aparece en los realtos de tentación y en lucha que combate contra las fuerzas del pecado coaligadas contra él. Frente a la hostilidad y frente a las trampas que le tienden continuamente, Jesús sigue siendo el Justo y el Santo. Pero precisamente porque es el Justo y el Santo, sin compromiso alguno con el pecado, puede ser el amigo de los pecadores, el que se acerca a ellos, el que come con ellos y el que les anuncia el perdón de Dios. Su misericordia y su perdón son una fuerza de conversión. La victoria redentora alcanzada por Jesús sobre las fuerzas del mal y del pecado es obra de esta causalidad ejemplar y simbólica. Esta causalidad no puede ejercerse más que en el presupuesto de una solidaridad total asumida con aquellos a los que Jesús viene a salvar. Fuera de ella, no puede producirse el contagio liberador entre las libertades. Por eso el valor ejemplar de la conducta de Jesús alcanza su cima en la pasión y en la muerte en la cruz. Como hemos visto, es la cjemplaridad del siervo humillado y doliente, la ejemplaridad del mártir que ama, lo que provoca la conversión de los testigos. La solidaridad ejemplar de Jesús con nosotros llega a asumir el sufrimiento inocente: le hace justicia, le confiere la fecundidad del amor y le da finalmente sentido. Se aplica aquí el antiguo adagio: Jesús salva lo que asume. «Salvó» el sufrimiento inocente con su manera de asumirlo. Pero no por ello lo sacraliza: convierte su maleficio y su esterilidad, en una dinámica que intenta suprimirla. Si el evangelio de Juan puede presentar una imagen ya gloriosa del hombre elevado en la cruz, es porque mira al que fue traspasado con un corazón convertido y creyente, y porque más allá del horror divisa la belleza irresistible del amor que llega hasta el fondo de sí mismo. Ya el Antiguo Testamento nos revelaba la salvación por la seducción del amor. Aquí volvemos a encontrarnos con ello en su cima: la seducción de la gloria de Dios se hace gracia, actúa a través de un amor kenótico. La ejemplaridad simbólica de los relatos de la resurrección es a la vez análoga y distinta. La visión del resucitado, de la que gozan los discípulos que lo habían seguido en los «días de su vida mortal» y podían leer por tanto en esta nueva experiencia el sello de una existencia, es también un factor de conversión a la fe. El lenguaje no es y a el de la existencia humana, sino el de la gloria divi-
na: el segundo viene a autentificar y a confirmar el primero. El resucitado merece siempre el nombre de crucificado. Con la resurrección termina el ciclo de la seducción del amor. Pero también es nueva la ejemplaridad de la resurrección en el hecho de que manifiesta la realidad de la salvación en el registro de la plenitud de la vida. Jesús resucitado realiza en su cuerpo, es decir, en su persona humanizada, nuestra salvación. La causalidad salvífica de la resurrección, que a menudo olvida la teología, es sin embargo de una evidencia palpable: sigue siendo del orden del sacramento, puesto que es signo y causa; lo que realiza en Jesús es signo y realidad de lo que la salvación realiza ya y ha de manifestar algún día en nosotros. Jesús es para nosotros a la vez el hombre salvador y el ejemplo del hombre salvado. En su resurrección acaba según el movimiento ascendente lo que realizó según el movimiento descendente de su kénosis obediente y amorosa: reconduce el hombre a Dios130. Esta ejemplaridad opera la justificación por la fe precisamente porque es gracia.
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La causalidad del acontecimiento salvífico tiene que seguir siendo sacramental para los que no fueron testigos oculares de Jesús. Por eso el acontecimiento se hace enseguida mensaje y testimonio, a fin de hacerse gesto de don y de perdón. Los relatos de la infancia comulgan en este punto con los relatos de la resurrección. La salvación comienza por la seducción y continúa con el contagio. Se hace proclamación (kerigma). Según la misma lógica, el anuncio de la salvación se desarrollará en relatos. Todo ello se ve arrastrado en el movimiento que va de la fe a la fe. La Iglesia será la institución ordenada a perpetuar esta cadena del testimonio, del don y del perdón, una institución salida del aconteci-
130. Esta reflexión sobre las causas no ha mencionado la «causa meritoria», ligada a la idea de satisfacción, que pudo resumir en el pasado la teología de la redención y que forma parte de las causas enumeradas por el concilio de Trento en su decreto sobre la justificación (cf. tomo I, 264). No es mi intención rechazarla, sino convertirla de sus desarrollos ambiguos. Lo propio de esta causa es ejercerse libremente. El mérito es la cualidad que se aplica a los actos libres. Por tanto, se trató implícitamente de él en todo lo que se dijo anteriormente sobre el carácter libre de la causalidad ejercida por el obrar de Jesús. Se encuentra aquí algo análogo a lo que se dijo sobre el sacrificio. El mérito de Jesús se dirige primero y expresamente a nosotros: es un aspecto de su ejemplaridad y comparte su eficacia. Puesto que somos sensibles al valor meritorio del comportamiento de Jesús, nos dejamos convertir por él. Por su parte, el Padre contempla el amor todopoderoso de Jesús respecto a sus hermanos, un amor que viene de él, que le alegra y que no puede menos de recompensar. Ése es el mérito reconciliador de Jesús, más poderoso a los ojos del Padre que todos los pecados del mundo.
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miento y signo a su vez elevado entre las gentes para su reconciliación y su reunión. Causalidad visible e invisible: el don del Espíritu Finalmente, una causalidad sacramental articula en sí misma el momento de lo visible y el de lo invisible. El sacramento actúa según su propia visibilidad; por otra parte, lleva en sí la realidad invisible de un ya-ahí del final de los tiempos; pero además hace surgir en nuestra actualidad visible algo de lo invisible mediante la renovación que lleva a cabo. Es lo que ocurre eminentemente en la visibilidad sacramental de Cristo. Jesús, sobre el que reposa el Espíritu del Padre, es la unidad de lo visible y lo invisible que transparenta toda su acción. El don de Dios en Cristo tomó una forma visible, para llegar hasta nosotros según las condiciones humanas de la comunicación humana del misterio de Dios; en su ser de mediador vemos al invisible: «Felipe, el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Pero la relación transcendente del Dios invisible con el hombre no puede encerrarse en los límites de la visibilidad humana. La causalidad del acontecimiento de Cristo supone, por tanto, el momento de lo invisible. En la Escritura ese momento se le atribuye al don del Espíritu, entregado al Padre por Jesús al expirar, exhalado de su pecho sobre sus discípulos y enviado a la comunidad de Pentecostés bajo la forma teofánica de lenguas de fuego. Toda la economía de la salvación cristiana queda así estructurada trinitariamente bajo la doble modalidad de la misión visible del Hijo y la misión invisible del Espíritu. Estas dos misiones son solidarias y se articulan entre sí; pertenece al mediador hacer ver en la actualidad visible de nuestras existencias la presencia y el don invisibles del Espíritu. La causalidad de la salvación tiene que comprenderse, por tanto, según esta acción conjunta en que el don visible del amor de Dios en Jesucristo va acompañado, dentro mismo del movimiento de conversión que provoca, del don invisible del amor por el Espíritu de Dios derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5). El amor es aquí sinónimo del término bíblico y tradicional de gracia. El amor manifestado por el crucificado es gracia y da visiblemente la gracia del amor. Porque la gracia no es una cosa: pertenece al orden de la comunicación viva entre las personas. Lo mismo que el amor, la gracia evoca la benevolencia, el favor, el don, el beneficio. Nadie puede
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vivir sin ser amado; todos tenemos necesidad de «estar en gracia» con alguien. La gracia del amor, entendida aquí en el plano humano, es indispensable para la vida. La adopción de un hijo sin familia es un gesto de gracia en el sentido más fuerte del amor, un amor creador, una gracia de vida y de renacimiento. Todos sabemos que el niño tiene necesidad vital del amor de sus padres para crecer en su autonomía personal, para encontrarse de veras, para ser él mismo. Esta analogía antropológica puede hacernos comprender cómo funciona en nuestro corazón la gracia invisible del Espíritu, que cambiando nuestra relación con Dios nos transforma a nosotros mismos. Esta transformación tiene un significado ontológico, en el sentido de una ontología de la persona y de la libertad. Podemos comprender cómo la respuesta libre del hombre a la gracia es llevada a su vez por la gracia. Causa final y causalidad universal «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4, 12). ¿Cómo explicar el alcance universal de esta acción salvífica? Si el acontecimiento de Jesús es absoluto en cuanto que es divino, tiene un valor universal. Esta afirmación, por necesaria que sea, nos sin embargo suficiente. Es preciso que la universalidad de la salvación se signifique en el acontecimiento humano que esta salvación constituye y que se haga percibir en la historia. En este plano se puede decir ya que el amor del justo y del inocente, humanamente expresado por Jesús yendo hasta la muerte, tiene un valor absoluto y por tanto universal. Es lo que comprendió el centurión. Lo universal puede manifestarse en lo particular. Sin embargo, sigue siendo posible una instancia, ya que Jesús no es el único hombre que haya dado su vida por la justicia. Hay que añadir, por tanto, que él es el único hombre cuyo testimonio dado en la muerte está completamente de acuerdo con el testimonio de la vida, de su vida anterior y de su vida resucitada. Jesús es el justo por excelencia. No hay e n él compromiso alguno con el pecado universal de los hombres. E n él, el combate enire la justicia y la injusticia no encierra compromiso alguno. Al contrario, hizo totalmente efectiva la pretensión que afirmaba deser «el Hijo» respecto al Padre. Y desemboc ó finalmente en la plenitud de la vida que le aportaba su resurrección. Esta primera respuesta se basa en la solidaridad de l a s libertades en el mundo y en la historia: «Dada la unidad del mundo y de la historia desde Dios y desde el mundo, tal destino
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"individual" tiene una significación "ejemplar" para el mundo en general»131. Para ser totalmente válida, esta respuesta debe completarse con el testimonio de la historia. Es preciso que el acontecimiento singular llegue en y por la historia a la universalidad de los hombres. Por eso la universalidad del acontecimiento de Cristo no puede comprenderse, hacia arriba, independientemente de su preparación en el seno de las historia de los hombres desde la creación y, en particular, de la historia del pueblo elegido. Y hacia adelante tampoco puede comprenderse independientemente de la Iglesia, cuya misión consiste en mantener viva la memoria y la realidad del significado ejemplar del misterio pascual, anunciándolo a todas las naciones. En la Iglesia lo particular busca lo universal. Unas libertades convertidas y atestiguantes continúan en ella la cadena del contagio de la fe. La expansión del cristianismo de los primeros siglos lo manifiesta con toda evidencia. Pero el paso a la universalidad no puede comprenderse sólo a partir de la expansión histórica de la Iglesia. Para explicarle, hay que hacer intervenir la dimensión escatológica del misterio pascual. Es aquí donde puede ayudarnos el vínculo entre la causa eficiente y la causa final. En cuanto que es absoluto, el acontecimiento de Jesús es también definitivo. En él ha llegado el final de los tiempos bajo la forma de una apertura del tiempo del fin. Respecto a la historia de la humanidad tiene el valor de un objetivo. La resurrección de Jesús no acabará más que cuando hayan resucitado todos los hombres en él y con él. Solamente entonces quedarán recapituladas en él todas las cosas. De este modo el acontecimiento de Jesús funciona de una manera universal según la eficacia propia de la causa final, que atrae todo hacia sí. Tendremos que volver sobre esta perspectiva, así como sobre la articulación entre el acontecimiento de Cristo y el don del Espíritu, en el capítulo sobre la Iglesia132.
que el Verbo encarnado «nos proporcionó la salvación en resumen»133. Su acontecimiento recapitula toda la historia de la salvación. Su propia persona le da cuerpo. El análisis del ser simbólico de Jesús confirma esta identidad. Es su persona la que ejerce el atractivo propio de la seducción del amor y por tanto de la conversión. Ella es la que es ejemplar. La causalidad ejemplar y simbólica, o sacramental, tiene el efecto propio de dirigir la consideración hacia la persona del Salvador. En efecto, la mediación simbólica efectuada por el único mediador no es ni transitiva ni transitoria: no conduce más allá de ella misma y permanece eternamente dentro del movimiento trinitario en el que ha introducido a la humanidad. Es propio de la mediación de Cristo poner en comunión inmediata al hombre y a Dios. Pero como Cristo es en persona hombre y Dios, el resultado de la mediación no puede dejarlo nunca detrás. En la humanidad y por la humanidad de Jesús, dispensadora del don del Espíritu, es como nuestra humanidad, al hacerse cuerpo de Cristo, entra en comunión con el Hijo y es conducida al Padre. La persona del Salvador sigue siendo por toda la eternidad el órgano mediador de la salvación.
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Jesús, la salvación «en resumen» Al final de esta reflexión sobre la causalidad de la salvación, es necesario volver sobre la persona misma del Salvador. La identidad del Salvador con la salvación, frecuentemente afirmada en esta obra, puede ilustrarse con la frase de Irenco, cuando afirma 131. K. RAHNER, Curso fundamental, o. c, 252,-Cf. tomo I, 398-400. 132. Cf. infra. cap. 19.
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En otras palabras, hay que afirmar en Jesús la identidad y la unidad del acontecimiento y de la persona. No se puede separar en él lo ontológico de lo funcional. Su obrar es su ser manifestado en las condiciones de nuestra existencia; su ser es la recapitulación de su obrar. La ejcmplaridad eficaz que se diagnosticó en los relatos de su vida se basa en la ejcmplaridad inscrita en el corazón de su constitución humano-divina de Verbo hecho carne. Por eso su obrar no se diluye en una realidad que sea distinta de él mismo: la humanidad salvada se va haciendo progresivamente el cuerpo de Cristo. Ésta es la razón por la que la salvación pasa por una relación personal con Cristo, una relación de conocimiento y de amor. Los relatos evangélicos lo atestiguan en abundancia. Creer en Jesús es también seguirle; más aún, es entrar en su misterio, reproducir en sí mismo la realidad de su muerte y de su resurrección. Morir con Cristo es recibir el don de la vida eterna, es ya resucitar con él. Esa es la realidad del bautismo. Comulgar de su cuerpo y de su sangre en la eucaristía es hacerse lo que él es; ése es el don de la eucaristía. En efecto, en los sacramentos se significa y se realiza 133. iRENEO.Adv. haer. m , 18, 1.
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en nosotros y para nosotros el obrar salvífico de Jesús, al mismo tiempo que él nos incorpora a su persona. Pero este don de los sacramentos, actualidad del obrar transhistórico de Jesús por los suyos no puede tener sentido más que si le responde una vida de fe y de amor, que se alimente de la contemplación de los relatos de la vida de Jesús y de la acogida de su palabra. Ésta es la razón de todas las formas de lectura de la Escritura en la Iglesia: lectura litúrgica, homilía y predicación, catcquesis, lectio divina, ejercicios espirituales, exégesis y teología. A través de todas estas formas de memoria del acontecimiento, el creyente de todos los tiempos y lugares se hace a su vez un testigo convertido. Ése es el fundamento de la devoción a Jesús134.
134. Cf. K. RAHNER, Aimer Jésus, Desclée, París 1985.
18 Los relatos de la Iglesia
No es posible tratar de la salvación cristiana sin hablar de la Iglesia. Porque si nuestra salvación se ha realizado en Cristo, no lo ha sido fuera de las relaciones concretas vividas por él con su pueblo y sus discípulos. Jesús no está nunca sólo1. Una salvación sin testigos es tan inconcebible como una salvación sin beneficiarios. Lo muestra en abundancia todo lo que hemos podido vislumbrar sobre el modo de causalidad de una salvación que se ejerce por la seducción del amor que convierte las libertades. Hemos visto igualmente que para san Lucas el anuncio del Evangelio a las naciones pertenece al acontecimiento de la salvación, después de la pasión y de la resurrección2. La Iglesia forma un solo cuerpo con la salvación, de la que es al mismo tiempo testigo y don presente y activo. Para hablar de la Iglesia, la trama del relato nos sigue ofreciendo también su fecundidad, aunque está pidiendo una utilización diferente. En efecto, hasta ahora el acontecimiento narrado de la salvación pertenecía por entero al elemento de la palabra, del decir. Con la Iglesia estamos en presencia de una institución efectiva que tiene su propia objetividad y su resistencia y se escapa en parte de este elemento del decir. Así pues, la perspectiva elegida constituirá una aproximación parcial, pero tendrá la ventaja de hacer surgir unos elementos originales. El tema se tratará teniendo en cuenta esta especificificidad y apelando lo más posible a las categorías históricas, esto es, a las que dan cuenta más bien del acontecimiento que déla institución. A propósito de la Iglesia, disponemos en primer lugar de los relatos fundadores, en particular de los Hechos de los apóstoles, 1. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésus-Christ dans la tradition, o. c, 44-50. 2. Cf. sufra, 205-206.
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esenciales para decirnos el acontecimiento de su origen. Además, la Iglesia vive esencialmente de la memoria del acontecimiento de Jesús, del que da testimonio por el anuncio de la palabra y la celebración de los sacramentos. El testimonio de su pueblo reunido se inscribe finalmente en una historia que induce nuevos relatos, entre los que está el relato del itinerario de fe de cada creyente. Éste es el conjunto según el cual se irán articulando sucesivamente los grandes relatos que hacen la Iglesia. Una dificultad ecuménica Aquí se presenta, sin embargo, una dificultad ecuménica. Hasta ahora un lector protestante habrá seguido sin dificultad el enunciado bíblico de una salvación que se inscribe rigurosamente en la estructura de la justificación por la fe. Quizás haya tenido que realizar una conversión de mentalidad respecto a ciertas interpretaciones del sacrificio, de la expiación o de la satisfacción. Pero se le pide también al lector católico una conversión del mismo orden. Ahora es cuando los caminos corren el peligro de ser divergentes. Una dogmática protestante no integraría del mismo modo a la Iglesia en el tema de la salvación. En efecto, su comprensión de las consecuencias de la justificación por la fe en los hombres no le permite concebir la Iglesia como un instrumento positivo de salvación. Podemos decir sin duda que «el misterio pascual, plenamente acabado en pentecostes, es fundamento de la Iglesia; en él nace la Iglesia como acontecimiento creado por la salvación»3. No cabe duda de que la Iglesia es una realidad histórica que se origina en Cristo, un instrumento necesario del anuncio de la Palabra y de la administración de los sacramentos. Pero se trata de unas actividades esencialmente humanas, que siguen siendo exteriores a la obra divina de la salvación. La Iglesia anuncia y atestigua el don de Dios, pero su receptividad ante él es puramente pasiva y virgen de toda cooperación. Por eso la fidelidad de Dios para con ella no se traduce por su indefectibilidad. La Iglesia puede llamarse en este sentido reducido «signo e instrumento», no es realmente «sacramento de la salvación»4. Ésta es la fuente de la tremenda dificultad que concierne a la naturaleza de los ministerios en la Iglesia.
3. Comité mixte catholique-protestant en France, Consensus oecuménique tt différence fundaméntale, Centurión, París 1987, n5 8. 4. Cf. ibid., ne\0y 13.
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No ocurre lo mismo en una dogmática católica. También para ella la Iglesia es ante todo y sobre todo el fruto visible de la salvación realizada por Jesucristo. Pero, siguiendo a los discípulos libremente convertidos ante la visión de Jesús para hacerse testigos libres y administradores del don de Dios, la Iglesia se convierte en el sujeto libre del «obrar salvífico de Dios en Jesucristo». Es «el lugar donde se ejerce la única mediación de Cristo»5 y la realidad histórica que, a través de un laborioso devenir, permite a esa salvación actuar de manera vivificante en la trama de nuestro espacio y de nuestro tiempo. En la gracia que se le ha concedido y por la respuesta de su fe, coopera en la obra de esa salvación. En su propio nivel y sin añadir nada a la causalidad primera de Cristo, ejerce una causalidad segunda, que santo Tomás llamaba «instrumental» y que es a la vez una gracia y una tarea; porque tiene que hacerse transparente a la causalidad ejemplar y simbólica de su Señor. En este sentido es como se le ha ido llamando cada vez más en nuestros días «sacramento». La siguiente exposición expresará esa función intentando trazar un camino lo más atento posible a lo que hay de legítimo en las puntualizaciones y prevenciones de la Reforma.
I. LOS RELATOS DEL ACONTECIMIENTO FUNDADOR
De Jesús al don del Espíritu El relato del acontecimiento de la salvación cristiana contiene el del origen y nacimiento de la Iglesia. Al relato de los evangelios sigue otro relato, el de los Hechos de los Apóstoles. Su autor es un evangelista, Lucas, que articula firmemente este segundo libro con el primero, como si fuera la segunda parte de una sola obra. Tenemos que mantener igualmente la ruptura y la continuidad: la ruptura, porque hay dos libros y porque en adelante no se trata ya de los dichos y hechos de Jesús, sino de los de sus discípulos. Estrictamente hablando, los Hechos no son un «evangelio», aunque también ellos están hechos del anuncio y de los progresos del Evangelio. Pero también hay continuidad, ya que la manifestación y la extensión de la obra de la salvación pertenecen también a este libro y entran en su relato. Es capital que el Nuevo Testa-
5. Cf.//W.,n 9 12y9.
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mentó no se detenga en los evangelios, como si no hubiera relato salvífico, más que de Jesucristo. La fundación y la vida de la Iglesia son la continuación del mismo relato. Los «magnalia Dei» en la Iglesia son también objeto del relato de la salvación. Realmente, el relato del origen de la Iglesia se mueve entre los evangelios y los Hechos de los apóstoles. Se puede distinguir en ella el tiempo de la concepción y el tiempo del nacimiento. El tiempo de la concepción es coextensivo a toda la vida de Jesús. «Toda la acción y todo el destino de Jesús constituyen en cierto modo la raíz y el fundamento de la Iglesia. La Iglesia es como el fruto de toda la vida de Jesús. La fundación de la Iglesia presupone el conjunto de la acción salvífica de Jesús en su muerte y resurrección, así como la misión del Espíritu»6. El vínculo de la Iglesia con Jesús es un vínculo de origen. En este sentido es como hay que comprender la afirmación doctrinal clásica según la cual Jesús fundó o instituyó la Iglesia. Porque él no puso en camino un proceso institucional propiamente dicho. Pero es posible recoger el progreso de los diferentes gestos de Jesús que atestiguan su intención de suscitar un nuevo pueblo de Dios7. Su centro de gravedad se sitúa en la institución de los Doce. Más aún, hay que retener el hecho de que Jesús se constituye a sí mismo fundamento de la Iglesia por su misterio pascual de muerte y resurrección (cf. 1 Cor 3, 11), que hizo posible el envío del Espíritu sobre los suyos. Sobre la base de esta lenta gestación se lleva a cabo el «parto» doloroso y glorioso de la Iglesia, nueva Eva sacada del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la muerte antes de resucitar para una vida que no muere. La cruz es el momento del nacimiento «místico» de la Iglesia. Al volver al Padre, Jesús deja a los Once tras de él. Antes de irse, les da la consigna de aguardar la venida del Espíritu y les indica el alcance universal de su misión. En adelante, les toca actuar a ellos. Durante la espera, bajo la dirección de Pedro que ocupaen adelante el puesto que tenía Jesús, hacen gestos de gran importancia. Es la otra cara del nacimiento de la Iglesia y la puesta en camino de un primer proceso institucional. Los apóstoles se reúnen en el cenáculo. «Todos ellos perseveraban en la oración con un
6. Commission ihéologique internationale, fuñique Église du Chrisí, Centution, París 1985, 11. 7. Cf. ibid., 12-14, en donde el documento hace el inventario de los diferentes gestos puestos por Jesús con vistas a la Iglesia (redacción de mons. Lehmann). Inventario análogo en K. RAHNER, Curso fundamental, o. c, 386-390.
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mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hech 1, 14). En la oración, la comunidad —cuyo número de personas llegan hasta ciento veinte— toma conciencia de sí misma y se apropia de la inteligencia de las Escrituras. Es lo que atestigua el discurso de Pedro al mostrar la necesidad de recomponer el grupo de los apóstoles para devolverle su cifra simbólica de Doce. «Este grupo es el que lleva el destino del Evangelio y de Jesús. Pero está herido en su identidad, herido de muerte, hay que decirlo, puesto que lo que falta no es el elemento cuantitativo, sino una estructura. En este caso, Once no son Doce menos uno. No son nada. De ese nada va a salir el grupo, nuevamente, no ya gracias a Jesús, sino por la inteligencia de las Escrituras y de la situación, encarnada en Pedro y en los que están con él»8. Las condiciones puestas por los candidatos a la sustitución de Judas recapitulan todo el movimiento histórico en que se origina la Iglesia: «Conviene que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección» (Hech 1, 21-22). Por otra parte, es interesante observar que Lucas hablará en adelante de «Once más uno»: Matías se añade al grupo de los Once; así pues, el día de Pentecostés, Pablo hablará en pie en medio de los Once. Ésta es la comunidad reunida, estructurada de nuevo por la relación entre los Doce y los ciento veinte, sobre la que vendrá de forma espectacular el Espíritu de pentecostés. La Iglesia naciente puede entonces manifestarse ante el mundo e inaugurar su misión. Teofanía gloriosa del viento (pnoé) violento y de las lenguas de fuego, el don del Espíritu transforma a los creyentes unidos en la oración, hace de ellos hombres nuevos, libres de todo temor y capaces de anunciar con toda franqueza el relato de la salvación. El relato de Pedro «¡Están llenos de mosto!» (Hech 2, 13), exclaman algunos ante el espectáculo de la predicación en lenguas de los discípulos. Para responder a esta acusación Pedro, en medio de los Once, toma solemnemente la palabra para explicar lo que acaba de ocurrir.
8. E. POUSSET, Origine el commencements de l'Eglise, I. Lectures d'Ecrilure, Médiasévres, París 1990.82. Me inspiro en este análisis en mi exposición.
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Como se dirige a unos israelitas, se sirve de las profecías para autentificar el carácter divino del acontecimiento. Sí, en lo que acaba de pasar, se trata ciertamente del don del Espíritu anunciado por el profeta Joel, el Espíritu derramado sobre toda carne para convertir en profetas a todos los hijos e hijas de Israel (Hech 2, 16-21). Pero ese don del Espíritu no es inopinado: es el cumplimiento de la promesa hecha por Jesús de Nazaret. Por eso Pedro hace un relato abreviado del itinerario de Jesús, acreditado por Dios, entregado por los judíos y crucificado por los paganos, resucitado por el poder de Dios». «Lo que el hombre rompió de forma homicida, Dios se lo devuelve como fuente de libertad», comenta E. Haulotte9. Este breve «curriculum vitae» de Jesús es la matriz de nuestros relatos evangélicos. El «heraldo», es decir, el anunciador del «kerigma», se detiene en la resurrección iluminándola con la ayuda del salmo 16, 8-11 (en su versión griega): porque el patriarca David, el salmista, había visto de antemano la resurrección de Jesús, «cuya carne no experimentó la corrupción» (Hech 2, 31). A esta correspondencia dada por la Escritura Pedro añade la fuerza del testimonio personal: «A este Jesús Dios le resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís... Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 32-36). Aquello délo que son testigos los israelitas de todos los países reunidos en Pentecostés es una «epifanía del resucitado»10. De esta forma se cierra el círculo: partiendo del don actual del Espíritu, Pedro se remonta a Jesús y luego al Padre que lo ha enviado; de allí ve el movimiento por el que el Padre ha resucitado al Hijo y le ha confiado el Espíritu para que lo derrame. Este círculo ha permitido unir el acontecimiento presente con el acontecimiento pasado, que realiza a su vez la promesa y el proyecto bien definido de Dios. A través de este anuncio «kerigmático», el relato de Jesús se convierte en el relato de Pedro y de los Once, es decir, en el relato de lo que les pasó a ellos, los testigos de Jesús y los beneficiarios del don del Espíritu. Ellos son la Iglesia naciente. Este relato hace entrar a la Iglesia en el acontecimiento de Jesús que la fundamenta y la constituye. 9. E. HAULOTTE, Acles des Apotres. Un guide de lecture: Suppl. á Vie chrétienne n. 212(1977)47. 10. íbid., 49.
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Este relato es un verdadero estribillo en la primera parte de los Hechos. Va poniendo ritmo a los progresos de la Palabra entre el pueblo. Cada vez que se produce un acontecimiento salvífico o se les pide cuentas a los apóstoles, Pedro y hasta una vez Pablo repiten el mismo tema con algunas variantes. Se trata propiamente de un relato fundador. El relato de la comunidad El relato provoca la misma reacción que la realidad: los oyentes sienten traspasado su corazón y preguntan qué han de hacer (Hech 2, 37). El discurso abre un diálogo que comprende preguntas y respuestas. Lo mismo que Jesús apelaba a la conversión y a la fe en el evangelio, también a ellos se les responde: «Convertios y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38). La fe en el Evangelio se concreta por el bautismo en el agua y en el Espíritu Santo, que hace participar al creyente en el misterio de la muerte y de la resurrección de Jesús. El contagio del testimonio ha comenzado: los testigos convertidos se convierten en testigos-apóstoles. La Palabra del relato ha conducido al sacramento de la fe y ha reunido a la comunidad: ha nacido la Iglesia. El relato se hace entonces «sumario» (Hech 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16), para resumir los rasgos característicos de la vida de la comunidad primitiva: reunión y unión de los corazones, unanimidad, enseñanza de los apóstoles, fracción del pan —término técnico para designar la eucaristía—, oraciones, puesta en común de los bienes, comidas compartidas, alegría y alabanza a Dios, prodigios, signos y curaciones; pero sobre todo el testimonio dado por los apóstoles de la resurrección del Señor revela una fuerza de contagio virulenta. Esta comunidad naciente «gozaba d e la simpatía de todo el pueblo» (Hech 2, 47). «Los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una multitud de hombres y mujeres» (Hech 5, 14). Hay que pensar sin duda en un relato que tiende a adornar los orígenes. Por otra parte, el episodio de Ananías y Safira pone las cosas en su punto: todos estos convertidos no eran santos consumados. Además, esta comunidad conoce pronto la contradicción y las amenazas, y luego la persecución. La muerte del primer mártir, Esteban, lapidado por los que habían dejado sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo, es un nuevo paso en e s t a historia.
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El comportamiento de Esteban imita entonces el de Jesús: atestigua como su maestro ante el sanedrín y, como él, perdona a sus verdugos (Hech 7). Luego la comunidad se ve obligada a dispersarse (Hech 8, 1-4). El testimonio que da en una coyuntura de sufrimiento vale la pena tenerse en cuenta. La misma dispersión se convierte en una explosión misionera. La multiplicación rápida de estas células germinales de la Iglesia nos dice una cosa esencial: el anuncio del resucitado es llevado por un pueblo que atestigua de él con una vida igualmente resucitada. La conformidad entre el decir y el obrar en Jesús aparece también aquí en la correspondencia entre la palabra del relato y su fruto en unos seres de carne y de sangre. La comunidad ha heredado el poder de seducción de su maestro. Revela los corazones a ellos mismos, los conduce a la verdad, los inicia en el amor. La causalidad de la salvación se ejerce en esa trasmisión primordial de la misma manera que ocurrió con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. La Iglesia no debe olvidarlo nunca: la palabra desmentida por la conducta no tiene eficacia alguna. Al contrario, la existencia de la comunidad primitiva úene en sí misma un sentido sacramental. Porque es un signo eficaz de lo que significa. En esta matriz es donde los sacramentos del bautismo y de la eucaristía toman su figura institucional.
misma investidura para la misión que los apóstoles, aun cuando a Lucas le cueste darle este título. En efecto, como los apóstoles, Pablo vio al Señor, es decir, gozó de una aparición del resucitado. Del camino de Damasco a la imposición de manos y el bautismo recibido de Ananías, cumplió en resumen todo el itinerario que condujo a los discípulos de Jesús a la resurrección y a pentecostés. La manera con que se dio la salvación a Pablo es evidentemente excepcional, ya que toma la forma de una teofanía gloriosa del resucitado. Su conversión es tan espectacular como instantánea. No se encuentra en ella el camino del trato humano amigable que condujo a los Doce a la fe. Pero se encuentran ciertamente los elementos de la misma estructura esencial: Pablo fue captado por la visión de Cristo; después de haber visto, creyó y lo que vio le hizo vivir.
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El relato de Pablo Encontramos el relato de Pablo parte en el libro de los Hechos y parte en sus epístolas. Sin mezclar estas fuentes, es lícito iluminar la una por la otra. Porque todo el ministerio del apóstol de los gentiles se basa en la experiencia que él hizo personalmente de la fe en Cristo Jesús. En él, como en los Doce, la salvación gratuitamente ofrecida se hizo exigencia de evangelización; el testimonio recibido se transformó en testimonio dado. La salvación es fruto por excelencia de una comunicación de Dios a los hombres: no puede ser recibida sin llevar a la comunicación entre los hombres. El relato de la conversión de Pablo ocupa un lugar importante en los Hechos de los apóstoles: se repite en tres ocasiones (Hech 9, 1-19; 22, 4-21 y 26, 9-18), dos de ellas en labios del propio interesado. Estas tres versiones tienen algunas variantes, que se hacen cada vez más breves, pero convergen en lo esencial. Esta insistencia y estas repeticiones tienen un sentido. El camino de Damasco es para Pablo el acontecimiento fundador de su existencia de apóstol. El relato intenta mostrar que Pablo recibió la
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Así pues, el perseguidor de la Iglesia partió a ejercer su triste encargo de arrestar a los cristianos de Damasco. Pero he aquí que de pronto se vio rodeado de una luz deslumbradora y escuchó una voz. La luz y la voz son las dos características de esta teofanía11; la voz entabla a continuación un diálogo: «Saúlo, Saúlo, ¿por qué me persigues? —¿Quién eres, Señor? —Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hech 9, 4-5). La voz es la del resucitado que se manifiesta a Pablo como lo hizo en favor de los otros discípulos. El suceso de Damasco está por tanto firmemente vinculado al acontecimiento de Jesús. Esta declaración de identidad, común a los tres relatos, resume en una frase el contenido del kerigma: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (9, 5; 22, 8; 26, 15). Esc Jesús resucitado se dirige al joven Saulo como el Jesús de la pasión lo hacía ante los pecadores que lo entregaban a la muerte. En efecto, Saulo reproduce su actitud prolongando su pasión en el seno de la Iglesia. Esta simple frase tendrá una fuerza de conversión total. Lo mismo que el espectáculo de la cruz había convertido al centurión, lo mismo que las apariciones pascuales habían conducido a los discípulos a la fe definitiva, también el corazón de Saulo se ve liberado del peso de su odio y de su violencia. Dice inmediatamente: «¿Qué he de hacer, Señor? (Hech 22, 10), obedece y se levanta. Es un ser nuevo. El término de seducción, empleado por Jeremías, se impone también en esta ocasión: Pablo ha quedado seducido por Jesús y devuelto a lo más profundo de su ser.
11. Ibid., 80.
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Este relato de conversión es en ese mismo movimiento un relato de vocación. Las tres versiones del relato convergen en este punto: Pablo será el apóstol «ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel» (Hech 9, 15). «Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré» (Hech 26, 16). Esta última fórmula traduce muy bien el movimiento que va de la experiencia hecha al testimonio entendido como un servicio. Es importante que se le diga a Pablo no sólo que él ha de ser directamente el testigo de lo que pasó a Jesús, sino de lo que le sucedió a él mismo, a Pablo, por obra de Cristo. También aquí el relato de Jesús se convierte en el relato de Pablo. De hecho, en dos ocasiones es en virtud de las contradicciones con que tropezó en su ministerio como Pablo hace el relato de su conversión y vocación. Este relato se convirtió en su propio kerigma. Funciona en sus labios de la misma manera que el kerigma relativo a Jesús de Nazaret. Pablo es así el testigo del paso de Jesús a la Iglesia, según la ley de la seducción y del contagio. También él, aunque de manera distinta de los otros apóstoles, atestigua de lo que ha visto y oído. Su misión institucional de apóstol se basa en la experiencia recibida.
la Iglesia de Dios» (1 Cor 15, 8-9). El relato de Jesús se hizo realmente su propio relato. Pablo es un testigo excelente de la manera con que la salvación dada en Jesucristo llega a un creyente y se propaga a partir de él.
La referencia al suceso de Damasco subyace a muchos de los pasajes de las epístolas paulinas. La carta a los Gálatas evoca expresamente sus circunstancias y sus consecuencias. Una confidencia especialmente conmovedora muestra cómo Pablo interiorizó la experiencia de la salvación que se le había dado. Allí todo se dice bajo el registro del «yo», tan presente en sus escritos: «Con Cristo estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 19-20). Pablo es en adelante un enamorado de Cristo, que lo ha seducido con su amor y le ha dado la vida asimilándolo de su propia vida. El fariseo que era orgulloso de su justicia según la Ley, aceptó perderlo todo para encontrarlo todo en Cristo, cuyo conocimiento supera en adelante para él todos los bienes (cf. Flp 3). Se ha hecho ahora el teólogo de la justificación por la fe. Al obrar así, da cuentas de su propia experiencia de convertido. Debido a este encuentro excepcional con Cristo, reivindica su identidad de apóstol en nombre de una vocación divina (1 Cor 1, 1; 2 Cor 1,1; Gal 1, 1). Se inscribe a sí mismo en la lista de los beneficiarios de las apariciones del resucitado: «En último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a
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El relato de la expansión del Evangelio: de los judíos a los paganos «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1, 8). Ése es el programa apostólico dado por Jesús a sus discípulos al comienzo de los Hechos. Y ése es el programa cuyo relato nos hace este libro, ya que comienza en Jerusalén y acaba con la llegada de Pablo a Roma, centro de la tierra habitada. El movimiento del libro, en el que representa un papel esencial la misión de Pablo a los paganos, puede resumirse de este modo: el anuncio del Evangelio va primero a los judíos y luego a los paganos. Reproduce el movimiento que estaba ya inmanente en la predicación de Jesús12. De hecho, la comunidad primitiva de los Hechos, inmediatamente antes y después de Pentecostés es una comunidad puramente judía. Se reúne en si cenáculo y sigue asistiendo al templo. El acontecimiento de pentecostés se lleva a cabo sobre ella, pero tiene por testigos no sólo a los judíos de Jerusalén, sino también a los de la diáspora y a los prosélitos (Hech 2, 11), que hablan toda clase de lenguas. Estos primeros oyentes de la palabra aparecen ya como los testigos y participantes de un acontecimiento de alcance universal. Serán sin duda los mediadores de la difusión del Evangelio entre los judíos y los paganos. El «kerigma» de Pedro se dirige a unos creyentes judíos: anuncia el misterio de Jesús hecho Señor a los que creen en el Dios único y en la profecía del don del Espíritu, a los que sor capaces de dejarse tocar por una argumentación a partir de los salmos. En esta comunidad totalmente judía se ve nacer ya una diferencia entre helenistas y hebreos (Hech 6, 1). Es difícil precisar lo que encierra esta distinción: sin duda, a la vez el origen (Palestina o la diáspora judía), h lengua (el hebreo o el griego), el uso de la Biblia hebrea de los Setenta, y finalmente dos maneras de vivir la relación con los paganos, más separada entre los hebreos, más «abierta» entre los helenistas. En todo caso, esta diferencia, répli-
12. Cf. rupra, 162-164.
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ca probable de la composición multiforme del grupo de testigos de Pentecostés, aparece ya como el esbozo de otra dualidad, la que había en la Iglesia entre los judíos y los paganos. Hasta ahora todo ocurre en Jerusalén. Pero pronto la palabra de Dios se siembra en Samaría, según la orden dada por Jesús antes de dejar a los suyos. Se puede pensar que el eunuco de la reina de Etiopía, bautizado por Felipe, era al menos un prosélito, ya que leía el texto de Isaías. La conversión de Saulo señala evidentemente un giro y el paso de un umbral. El nuevo apóstol Pablo comienza a actuar en el momento en que Pedro, «que andaba recorriendo todos los lugares» (Hech 9, 32), se ve enfrentado con la petición de conversión del primer pagano auténtico, Cornelio. Una visión le invita a concederle su hospitalidad y a compartir con él su comida. Pedro constata la venida del Espíritu sobre los paganos, que constituye una réplica en medio de las naciones del don de Pentecostés: en los dos casos ese don conduce al bautismo (Hech 10, 44-48). Si es justo llamar a Pablo el apóstol de los paganos, según el reparto de tareas que se señala en Gal 2, 7-9 entre Pedro y Pablo, conviene no olvidarse de que Pedro fue el primero en practicar la apertura de la fe a los paganos. Desde entonces, las cosas marchan aprisa, con la fundación de la Iglesia de Antioquía y el envío de Pablo y de Bernabé en misión de los países paganos. En el cumplimiento de su propia misión Pablo reproduce el mismo movimiento: por todos los sitios a donde va, se dirige primero a los judíos en la sinagoga, por ejemplo a Antioquía de Pisidia, en donde repite un kerigma a los judíos (Hech 13, 16-41). Luego se vuelve a los paganos (Hech 13, 44-52). Lo mismo hace en Iconio (en donde los no-judíos son llamados «griegos»: Hech 14, 1), y más tarde en Tesalónica (Hech 17, 1), en Berea (Hech 17, 10), en Corinto (Hech 18, 1-5), en Éfeso (Hech 19, 8-10). Pablo hace discípulos de Cristo en los dos grupos. Si se miran las cosas en una perspectiva táctica, se tiene la impresión de que Pablo se dirige primero a sus hermanos de religión judía para apoyarse en ellos como en un trampolín, para anunciar luego el Evangelio a los paganos. Las dificultades con que se encuentra entre ellos lo impulsan en el mismo sentido. Esta acogida de los paganos en la Iglesia planteó el primer gran problema a la vida délas comunidades. ¿Tenían que respetar los paganos en el cristianismo todas las observancias de la Ley judía, en particular la circuncisión? En una asamblea constituida
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por judíos se tomó la célebre decisión —¡toda una audacia si se tienen en cuenta las mentalidades de la época!— que ya conocemos, con todo su alcance teológico. Esta decisión supone por otra parte la libertad para los cristianos de origen judío de seguir circuncidándose. Es la trasposición institucional en la práctica de la Iglesia de la actitud de Jesús ante la Ley. Pertenece a los actos fundadores de la Iglesia, ya que realiza el paso de la Ley al Evangelio. Es una decisión de libertad y de vida. Abre teológicamente el camino a dos figuras igualmente legítimas y complementarias del cristianismo: un judeo-crislianismo y un pagano-cristianismo. En la constitución misma de la Iglesia se plantea el principio de la diferencia en la comunión de la misma fe. El libro de los Hechos da con su larga narración todo su peso doctrinal al movimiento que va de los judíos a los paganos. Como ocurría con la predicación de Jesús, el primero y el después no deben entenderse en un sentido meramente cronológico. Si el primero traduce una prioridad, el después expresa una finalidad, la de lo universal. La prioridad dada a los judíos no dice que los paganos no sean destinatarios por chiripa de la salvación; la finalidad que se dirige a los paganos no significa que los judíos dejen de ser ya tenidos en cuenta. El verdadero universal está hecho de la articulación de los unos y de los otros. La penetración de la salvación cristiana en el mundo de los hombres respeta las estructuras históricas asentadas por la historia de la revelación, que se adapta a su vez a la historia de los hombres.
II. EL ANUNCIO DE LA PALABRA, O LA MEMORIA VIVIENTE DE LA SALVACIÓN
El relato y la memoria Todo cuanto acabamos de decir de los relatos de Pedro y de Pablo (y el relato de este último engloba a todas sus epístolas) fundamenta el alcance del anuncio de la Palabra en la Iglesia. Si es verdad que no todos los libros de la Biblia pertenecen formalmente al género del relato, hay que reconocer sin embargo que la narración constituye la trama de fondo de todos ellos. El cristianismo no es en primer lugar una doctrina, sino una historia. Por tanto, no se vive primeramente en la reflexión especulativa sobre el misterio de las cosas, sino en el acto de hacer memoria. La identidad cristiana de ayer, de hoy y de mañana no puede vivir
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más que por la actualización incesante de esta memoria. Actualizar no es simplemente contar para hoy lo que pasó antaño, sino hacer del relato de antaño el relato de los creyentes de hoy. Es mostrar que el relato no se detendrá más que al final de los tiempos, cuando todos hayan podido formar parte de él, lo mismo que en su propia historia. Esta es la razón de ser de la lectura continuamente renovada de la Escritura en la Iglesia: lectura, litúrgica, inscrita en un ciclo anual, lectura espiritual o «lectio divina», que alimenta diariamente la fe de los cristianos; lectura catequética, que hace reanudar al neófito el movimiento del relato; lectura «ejercitante» de los diversos tipos de Ejercicios espirituales ordenados a la conversión de la libertad de aquellos que se hacen testigos contemplativos de los misterios de la vida de Jesús; lecturas en grupo, que fundamentan una experiencia compartida y un vivir juntos en la fe; lectura exegética, que explora todos los conocimientos necesarios para comprender en verdad este largo relato; lectura teológica, que profundiza su sentido... Se comprende que E. Jüngel haya podido decir que «dentro de la iglesia cristiana... existe una institución del narrar; (en cuanto iglesia) sólo será mantenida porque... sigue contando aquella peligrosa historia de Dios»13. Como toda memoria, ésta es constitutiva de la identidad de la Iglesia, según el proverbio: «Cuéntame tu historia y te diré quién eres14. El relato en la celebración litúrgica En el corazón de esta institución de la narración está el relato solemnemente proclamado y celebrado en la liturgia. La Iglesia lee públicamente en sus asambleas el relato de las Escrituras, lo comenta en sus homilías, es decir, muestra cómo se dirige el relato a los creyentes reunidos aquí y ahora, para que puedan hacerse también ellos partícipes del mismo. Se sabe que los mismos relatos evangélicos fueron escritos teniendo en cuenta las necesidades de las Iglesias apostólicas: en otras palabras, la homilía primitiva se encuentra incorporada al mismo texto. No podemos nunca llegar a un relato sobre Jesús que no sea ya también un relato sobre la misma Iglesia. Sin cesar, a través de todas las edades, la Iglesia se siente invitada a decir al mundo, lo mismo que Pedro en la mañana de pentecostés: «Esto es lo que nos ha pasado». 13. E. JÜNGEL, Dios como misterio del mundo, Sigúeme, Salamanca 1984, 400. \¿ Ibid., 390.
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El anuncio de este relato de la salvación en la liturgia se convierte en un acto comunitario de celebración. Después de tomar cuerpo en el acontecimiento del Verbo hecho carne y en la relación que éste estableció con los primeros discípulos, la salvación loma cuerpo de nuevo en el pueblo reunido (Ecclesia), convertido en el cuerpo de Cristo. Después de celebrarse en la existencia humana de Jesús, la salvación se celebra ahora en la comunidad de los creyentes. Es la celebración de un dado una vez por todas, pero que no deja nunca de ser recibido mientras haya hombres por vivir. Toma formas rituales en donde la repetición y la reiteración ocupan un lugar esencial. Las razones de esto proceden a la vez del hombre temporal que recibe y de la salvación cuyo acontecimiento da lugar a un relato, y a un relato de relatos inscritos en el tiempo. Una vez por todas el acontecimiento se hace en la liturgia un siempre que vive de la rememoración regular de la gran obra de la salvación. En la celebración litúrgica el relato de la salvación se hace en sentido propio un acto y un don de salvación. Es un acontecimiento y tiene una finalidad práctica: quiere convertir, comunicar una experiencia y hacerla compartir. Por tanto, intenta obtener algo de sus oyentes. «La propia narración es ya un acontecimiento —escribe Martin Buber—, tiene la unción de un acto sagrado... La narración es más que reflejo: la esencia sagrada de que ella da fe, sigue viva en ella. El milagro que se narra cobra nuevamente poder»15. El relato es una pieza maestra en la transmisión de la salvación. La liturgia cristiana, suele decirse, no es la celebración de las grandes fuerzas cósmicas del universo; es la celebración de los gestos de salvación puestos por Dios en nuestra historia. Es la actualización de un «acuérdate» del acontecimiento fundador. Este «acuérdate» es la tareapropia del hombre, pero por una audacia típica del diálogo entre el hombre y Dios establecido en la liturgia, se convierte dentro de la plegaria eucarística en una llamada del hombre a Dios. El hombre, siempre bajo la tentación de olvidar, 15. M. BUBER, Werke m,iMunich 1963, 71. Citado por J. B. METZ, La fe en la historia y la sociedad. Esbozo de teología política fundamental para nuestro tiempo. Cristiandad, Madrid 1979, 216. Buber ilustra su idea con una historia hassídica. El abuelo del narrador había sido alumno de Baalschem: «Mi abuelo era paralítico. Una vez le pidieron que relatase una histori de su maestro. Entonces contó cómo el santo Baalschem solía saltar y dmzar durante h oración. Mi abuelo se puso en pie y continuó su relato, y el relato lo arrtbató de tal maiera que se vio obligado a mostrar, saltando y danzando, cómo lo había techo su maeslro. Desde aquella hora quedó curado. Así deben contarse las historias» (ibid., 216).
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se atreve a decir a Dios, siempre presente a su obra y a los suyos, «acuérdate» en un espíritu de reciprocidad. En realidad, el recuerdo del hombre responde al recuerdo de Dios y la llamada al recuerdo de Dios es una oración por la cual el hombre le pide a Dios que no le deje olvidar. El relato anida en nuestro tiempo y lo estructura; por eso el relato de la salvación se expresa según ritmos diferentes, cortos o largos, adaptados a los ritmos de nuestra existencia. Cada unidad de celebración litúrgica supone a su modo la totalidad del relato de la salvación. Pero éste se inscribe además en el gran ritmo del año litúrgico en el que se despliegan sus diferentes momentos, como en los mismos evangelios. Éste es el sentido del ciclo que nos hace recorrer el tiempo de la espera, de la esperanza y del deseo (Adviento), el del nacimiento y la aurora de la salvación, el tiempo del misterio pascual y pcntecostal que ocupa el lugar central, el tiempo de ministerio de Jesús que lo enmarca (entre la epifanía y la cuaresma y, después de Pentecostés, en la larga serie de domingos ordinarios) y abre al tiempo de la Iglesia que cumple su misión en el mundo en la espera del retorno del Señor. La liturgia de la Iglesia es así la actuación multiforme del relato de la salvación en un gran memorial que reaviva su memoria, devuelve la actualidad a lo que corría el riesgo de caer en un pasado olvidado y le recuerda que ese relato es también el de su porvenir. El relato, llamada a la conversión Esta memoria mantiene siempre a la Iglesia bajo su juicio. Funciona como una llamada y un recuerdo de lo que ella es corno don de Dios y de lo que tiene que ser como testigo de ese don. El relato es una invitación constante a la conversión, haciendo repercutir su mensaje multiforme. Esta llamada se dirige a cada uno de los creyentes, pero también a la misma comunidad constituida, que sigue estando siempre en devenir de conversión durante su peregrinación por la tierra. Juan Bautista Mctz y Ebcrhardo Jüngel, después de él, han vulgarizado últimamente el tema del «recuerdo peligroso»: «La Iglesia debe comprenderse y acreditarse como testigo público y como transmisora de un peligroso recuerdo liberador»16. Este recuerdo es peligroso para el que lo narra, lo mismo que el propio aconteci-
16. J.B.METZ,/&¿¿, 101.
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miento fue peligroso para quienes lo vivieron. Tanto en un caso como en el otro, el testigo puede convertirse en mártir. Este recuerdo es igualmente peligroso para todos los sistemas sociales que tienen vinculaciones con la injusticia, porque es un recuerdo liberador. Por ése este recuerdo hace sombra a tantos poderes y tropieza periódicamente con la contradicción y la persecución. «La fe cristiana, a mi juicio —sigue diciendo Metz—, puede y debe considerarse como tal memoria subversiva, y la Iglesia es en cierto modo su figura pública»17. El relato destinado a los defuera: la misión Cuando la aparición de Jesús a los Once, Lucas, como hemos visto, pone estas palabras en labios de Jesús: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén» (Le 24, 47)18. El relato del acontecimiento supone por tanto de pleno derecho el del anuncio del Evangelio a todos los hombres, es decir, el anuncio eclesial. A partir de esta solidaridad entre la pasión, la resurrección y el anuncio del Evangelio es como hay que concebir la universalidad del acontecimiento de Cristo. Según la economía misma de la encarnación, la universalidad de la salvación tiene que significarse y realizarse en la historia de los hombres. La salvación cristiana es «católica» precisamente por eso. Éste es el fundamento cristológico de la exigencia de la misión en la Iglesia. El envío en misión a todas las criaturas es una orden expresa de Cristo a los suyos (Mt 28, 16-20; Me 16, 15) y es por tanto un elemento constitutivo de la Iglesia. «Iglesia misionera, Iglesia católica es una sola cosa —ha escrito H. de Lubac—. La catolicidad... es ante tedo un hecho de conciencia. Es una idea y es una fuerza. Es una ambición y es una exigencia. La Iglesia es católica poique, sabiéndose universal en derecho, quiere hacerse de hecho. Su catolicidad es una vocación, que se confunde con su ser»19. Renunciar a la misión, es decir, al anuncio de su relato salvador a todas las naciones sería para ella caer en una contradicción existencial, mejordicho, en la prevaricación del antitestimonio. Tiene que repetirse la palabra de Pablo: «¡Ay de mí si no
17. Ibid., 102. 18. Cf. su}ia, 212. 19. H. DE LUBAC, Lefonáment ihéologique des missions, Seuil, París 1946, 30.
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predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). Es preciso anunciar el Evangelio a los pobres. Hay que afirmar este punto con fuerza antes de toda reflexión sobre la salvación de los que no conocen todavía a Cristo. Anunciar el relato de la salvación hace entrar inevitablemente a la Iglesia en diálogo con el relato de los demás. La predicación de los Hechos da un doble ejemplo de ellos, tanto frente a los judíos como frente a los paganos. Pedro inserta su relato en el del proyecto de Dios en el Antiguo Testamento. Se dirige a la memoria y a la identidad de los israelitas que le escuchan. Pablo hace lo mismo en el Areópago con los paganos. Se dirige a lo que hay de más profundo en la conciencia religiosa de sus oyentes. Se apoya en su sentido del misterio divino expresado en la inscripción: «Al Dios desconocido» (Hech 17, 23) y en la tradición de sus poetas. Intenta anunciarles al que veneran sin conocerlo todavía, es decir, al Dios creador, Señor del cielo y de la tierra, el que nos da el ser y la raza a la que pertenecemos. En el contexto de esta larga predicación sobre la benevolencia de Dios con los hombres es como insinúa prudentemente el anuncio de Jesús y de su resurrección. El fracaso de Pablo en Atenas no tiene que disimular el significado paradigmático de su anuncio. Su relato va al encuentro del relato de sus oyentes. De suyo abre un diálogo e intenta suscitar otro relato. Vale aquí esta reflexión sobre el papel del relato en la comunicación entre las culturas: «La serie de singularidades llamada relato constituye lo universal y sólo ella puede hacerlo. Pero no lo hará jamás ella sola. Se necesita no solamente una boca y un oído, sino dos bocas. Se necesita la unión de dos relatos. Se produce cuando una primera serie suscita en el destinatario su propia serie, su propio relato. El relato se hace no solamente para ser escuchado, sino para suscitar otro relato... Así pues, el relato bíblico está hecho no sólo para encontrarse con un relato ya hecho, sino para suscitar el relato de los pueblos. El relato bíblico es una relectura dramática del Antiguo Testamento por el Nuevo. Suscitará necesariamente una confrontación dramática del relato nuevo que él suscita en los pueblos con su relato antiguo»20. En este juego de la confrontación y de la interpretación de los relatos es donde puede jugarse la conversión a la fe y la acogida de la salvación.
20. P. BEAUCHAMP, Conferencia dactilografía! dada en Toulouse en 1983, p. 8.
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III. E L SACRAMENTO, O EL RELATO QUE SE HACE MEMORIAL
Del relato al sacramento La liturgia, que lleva en su corazón la celebración de los siete sacramentos, puede considerarse globalmente como de esencia sacramental. Por eso el término «memorial» ha intervenido a propósito de ella. Lo que acaba de decirse sobre el papel del relato como acontecimiento de salvación se verifica de manera eminente en la celebración de los sacramentos, puesto que en ellos el relato se hace plenamente acto. El relato tiene ya en sí mismo el carácter de un signo eficaz, puesto que opera por su efecto de sentido y a través de él ocurre algo entre el narrador y el oyente. Cuando se trata del relato de la obra de la salvación, que responde a la orden de contar que viene del mismo Jesús, la eficacia propia de la Palabra de Dios viene a impregnar la fecundidad intrínseca de todo relato. ¿No se dice incluso, en la teología más clásica, que los sacramentos son causas en cuanto signos, es decir, que actúan también ellos por su efecto de sentido? La estructura esencial es la misma en ambas partes: si el relato tiene una dimensión sacramental, los sacramentos propiamente dichos son relatos hechos gesto. Más aún, el relato impregna al sacramento de forma intrínseca: «No es difícil definir el signo sacramental como una "acción verbal" en la que la unidad entre la narración como palabra eficaz y la eficacia práctica encuentra su expresión en el mismo proceso verbal... En la administración de los sacramentos las fórmulas verbales no son sólo una muestra de lo que en lingüística se llama expresión "performartiva", sino que ellas mismas narran algo (como sucede, por ejemplo, en el canon de la misa: "La noche en que fue entregado...") o están insertas en el marco más amplio de una acción narrativa (como, por ejemplo, en el sacramento de la penitencia»21. Así pues, el relato representa un papel esencial de mediación entre el acontecimiento original y la celebración sacramental y le concede al sacramento hacerse mediación. Hace memoria del acontecimiento pasado en el momento en que dicho acontecimiento se hace presente hic. et nunc en el curso de una acción simbólica en la que los actores viven entre sí lo mismo que pasó entre Jesús y los suyos, Entre ambos hay identidad y diferencia, identidad de fondo, ya que no hay más que un acontecimiento de salvación realizado una vez por todas; diferencia en la forma, ya que el estar 21. J. B. METZ.O. c,
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ahí del acontecimiento es ahora simbólico y sacramental. Gracias a la «acción narrativa», el obrar salvador de Cristo se actualiza en una relación nueva que se establece entre la libertad salvífica de Jesús y la libertad salvada del creyente. El encuentro con la seducción amorosa de Jesús provoca entonces la adhesión de la fe, hoy lo mismo que antes. La causalidad del sacramento se ejerce de la misma manera que la del acontecimiento. Lo que ocurrió con los convertidos del Gólgota, lo que ocurrió después del discurso de Pedro en pentecostés, cuando el relato del acontecimiento de Jesús conducía al bautismo, ocurre de nuevo en la Iglesia durante la celebración de los sacramentos. En ellos el relato se hace drama, acción, es decir, el acontecimiento narrado se hace un acontecimiento presente y operante. Por eso se ha utilizado la categoría de sacramento para dar cuenta de la causalidad salvífica de la pasión y de la resurrección de Jesús. Según la lógica de la encarnación, existe una reciprocidad entre el acontecimiento y el sacramento: el acontecimiento es ya sacramento; el sacramento es verdaderamente acontecimiento. Actualidad de un acontecimiento pasado En una obra de su juventud, K. Rahner pedía la elaboración de una «ontología general de la actualidad de un acontecimiento humano para un tiempo ulterior» y la aplicación de dicha ontología «a la actualidad de los acontecimientos de la vida de Jesús para la vida del cristiano»22. Semejante ontología podría iluminar «la cuestión de saber por qué el cristiano no debe simplemente forjar su vida según las normas generales del dogma y de la moral..., sino que al contrario debe modelar su vida según la vida concreta individual de Jesús»23. La antropología del relato y de la memoria puede ofrecer una aportación preciosa a la realización de esta exigencia en una perspectiva muy rahneriana. Si la memoria y el relato pertenecen a la identidad del hombre, lo que le afecta por la mediación de la memoria y del relato se hace acontecimiento real en su vida de hoy. Semejante perspectiva antropológica no le quita nada al papel propio de la gracia de Cristo, capaz de hacer presente siempre y en todas partes el acontecimiento a la vez histórico y transhistórico que él vivió. Nos dice solamente cómo ese acontecimiento se hace presente para nosotros. 22. K. RAHNER, E latere Christi (tesis inédita), Innsbruck 1936, p. 114 del manuscrito conservado en los archivos K. Rahner de Innsburck.
23. ibid., 115.
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El memorial sacramental Por este camino llegamos a la afirmación fundamental según la cual todo sacramento es anamnesis o memorial. La noción de memorial (zikkaron) es bíblica: aparece junto con la orden de la celebración anual de la pascua en memoria de la liberación de Egipto. «Éste será un día memorable para vosotros, y lo celebrarás como fiesta en honor de Yahvéh de generación en generación. Decretarás que sea fiesta para siempre» (Ex 12, 14). Así pues, cuando el pueblo se reúne anualmente para oír la narración de la salida de Egipto, comer el cordero pascual y explicar a sus hijos el porqué y el sentido de lo que se realiza, revive en el relato y en los actos el acontecimiento de la liberación de Egipto; y, como obedece a una orden del Señor que es también un don, recibe en su presente el efecto de la salvación: es cada una de las generaciones la que, en el hoy de su propia existencia, deja Egipto y atraviesa el mar Rojo. Cada una de las generaciones, igualmente, es la que recibe alientos en su esperanza de la salvación escatológica. Fue en este mismo espíritu como Jesús dijo a los suyos después de la institución de la Cena: «Haced esto en recuerdo mío» (Le 22, 19; 1 Cor 11, 24-25). Pero el memorial de Jesús tiene todo el peso nuevo que le da su encarnación, su vida, su muerte y su resurrección. La tradición ha aplicado el término bíblico de «memorial» a la eucaristía, cima del organismo sacramental. En efecto, la eucaristía es el memorial por excelencia de la vida, muerte y resurrección de Jesús. El sacramento que hace a la Iglesia lleva consigo una doble anamnesis: la de la palabra, a lo largo de la cual, según las alternancias litúrgicas, se hace memoria de los diferentes acontecimientos ie la salvación; y la del sacramento, que encierra en su seno el «relato de la institución», aquel en que Jesús se compromete irrevocablemente en su pasión y expresa el sentido salvífico que quiere dar a su muerte compartiendo el pan y el vino convertidos en su cuerpo y en su sangre. A este breve relato de lo que hizo el Señor, la Iglesia responde en un eco dialogal diciendo: «Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa...» (Plegaria eucarística III). En cada celebración de la eucaristía se nos presenta de este modo el relato que recapitula todo el misterio de la salvación. Pero este relato se hace gesto en el mismo momento en que es evocado: se realiza en torno al pan y al cáliz, que compartirán los
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miembros de la asamblea según la orden del Señor. El relato se hace acción y drama: lo que dice y hace se realiza ahora. Hoy Jesús asocia a los suyos a su misterio de muerte y de resurrección, hoy realiza nuestra redención, hoy hace de nosotros su cuerpo vivo alimentándonos de su cuerpo resucitado. Así es como llega hasta nosotros la salvación en Jesucristo a través del espacio y del tiempo. Bautismo y memorial Pero el término «memorial» merece aplicarse analógicamente a cada sacramento. Esto es evidente para el bautismo, si hacemos caso de la doctrina paulina. La celebración bautismal hace vivir al neófito de manera simbólica, mediante su inmersión seguida de su salida del agua, el acontecimiento de muerte y de resurrección de Jesús (Rom 6, 1-11). Este gesto tiene la finalidad de hacerle participar de este acontecimiento salvador reproduciéndolo de alguna manera sobre él: muere verdaderamente al pecado para vivir con Jesús. Se trata de una reproducción del bautismo de Jesús, en cuanto que es ya un compromiso con su bautismo de sangre. De esta manera el bautizado se asimila en la fe a este acontecimiento de muerte y resurrección. Hay ciertamente una actualización para él del acontecimiento pasado y por tanto un memorial. Por consiguiente, el bautismo libera del pecado haciendo vivir al neófito una conversión. El movimiento contrario al del pecado de Adán es el de Cristo en la desaparición de sí mismo y en la kénosis que lo condujo a la muerte de la cruz. Este movimiento de descenso para ser un movimiento de subida, en el que se da la vida misma de Cristo. La celebración del bautismo es una ilustración ejemplar del relato que se hace acción. El diálogo bautismal comprende las tres preguntas fundamentales, las que marcaba la Iglesia antigua por medio de la triple inmersión y que constituyen la fórmula sacramental: — ¿Crees en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra? — Sí, creo. — ¿Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que nació de la virgen María, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, está sentado a la derecha del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos?
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— ¿Crees en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna? — Sí, creo.
Es inútil insistir en la estructura narrativa del Credo: no comprende enunciados de los atributos esenciales de Dios, objeto de nuestra fe, sino que cuenta los actos que las tres Personas han relaizado en la historia por nuestra salvación: el designio creador del Padre, el acontecimiento de Jesús su Hijo, la acción del Espíritu en la Iglesia. Este relato es la trasposición bajo forma estilizada y ritualizada de lo que comprendía el discurso de Pedro en Pentecostés. Pero este relato, estructurado en torno a los tres nombres divinos, se propone de forma interrogativa. Es el elemento de un diálogo, al que responde el neófito por tres veces: «Sí, creo». Este diálogo pone de relieve la iniciativa gratuita de Dios y la acogida de la fe en el bautizado. Éste repite y hace de nuevo lo que los oyentes con el corazón compungido tras el kerigma de Pedro se disponían a hacer. Porque este diálogo no es un simple intercambio de palabras: a cada pregunta, el neófito se sumerge en el agua y recibe una triple ablución que simboliza su entrada en el misterio de muerte y resurrección de Jesús. Lo mismo que Jesús bajó al Jordán, anticipando su bajada a las aguas de la muerte y su estancia en el sepulcro, lo mismo que Jesús subió vivo de las aguas y se levantó vivo de la morada de los muertos, asi también el bautizado de hoy, haciendo memoria de estos acontecimientos, los hace suyos por su compromiso en la fe. Revive a su vez el movimiento de muerte y de resurrección de Jesús, para hacer de él la carta de su existencia. Porque la salvación que se le da es una salvación de la que tendrá que vivir hasta que acabe su vida en la tierra. La salvación en Jesucristo nos llega a través del relato hecho gesto de su existencia. La fecundidad del relato sigue siendo la misma hoy que en los orígenes. En el bautismo la justificación por la fe se manifiesta por la referencia al relato que le da fundamento. El sacramento es en cierto modo la escenificación eclesial de la justificación, es decir, de la autocomunicación libre e indulgente de Dios, recibida en un acto de fe que es también un don de la gracia. Porque la fe supone «creer con el corazón» y «confesar con la boca» (cf. Rom 10, 910), en respuesta a la predicación que se ha escuchado. Esta profesión es pública: tiene lugar en el seno de la comunidad reunida por medio de una palabra que toma cuerpo y se hace acontecimiento. Así pues, la celebración reproduce visiblemente la estiuc-
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tura de la justificación por la gracia mediante la fe. El creyente proclama en ella ante sus hermanos que no es capaz de encontrar su salvación en sus propias obras, sino que necesita recibir esa salvación de Otro, de Dios que ha enviado a su Hijo y ha derramado su Espíritu»24.
13). Antes de su pasión, Jesús le dio a este acto un significado profético respecto a su muerte y sepultura (Jn 12, 7). En definitiva, el cristiano saca su nombre de Cristo, es decir, de aquel que recibió la unción del Espíritu Santo (Le 4, 18); Hech 10, 36). La unción de los enfermos «cristianiza» una vez más a aquel que se ha revestido del misterio de Cristo. El sacramento del orden confiere el ministerio oficial que simboliza lo que Cristo hace por su Iglesia; también él es el memorial del envío en misión por parte del resucitado de los discípulos que había asociado consigo en la institución de la eucaristía y de su investidura por su consagración en el Espíritu Santo. El matrimonio es una expresión simbólica totalmente original de la unión amorosa que une a Cristo y a su Iglesia (Ef 5, 21-33). De esta manera, todos los sacramentos se encuentran fundados, cada uno a su manera, en el relato del acontecimiento de Jesús, actualizando cada uno de ellos alguna de sus facetas. El memorial inmanente a los diversos sacramentos no puede celebrarse más que gracias al don del Espíritu de pentecostés, invocado bajo la forma de la epíclesis, Porque todo sacramento se celebra en el seno de la plegaria de la Iglesia; todo sacramento es oración, pero una oración que tiene la certeza de ser escuchada, ya que se apoya en la promesa misma que hizo Cristo de hacerse presente y operante siempre que la Iglesia obedece a sus órdenes. Este vínculo entre el memorial y la epíclesis se arraiga en la lógica del relato. La epíclesis es siempre una referencia al relato de Pentecostés.
El memorial en los otros sacramentos La confirmación está respecto al bautismo en la misma situación que pentecostés respecto al misterio pascual. En los dos casos, hay dos acontecimientos y dos sacramentos para una realidad continua y única. La confirmación es el memorial del don del Espíritu, que viene del mismo Jesús como consecuencia de su muerte y de su resurrección. Los tres sacramentos de la iniciación cristiana, por consiguiente, están firmemente unidos como los acordes de un mismo memorial. Esta misma reflexión es la que puede aplicar al sacramento de la reconciliación, nuevo bautismo, actualización del misterio de muerte y de resurrección de Cristo adaptada al caso del pecado del que ya ha sido bautizado. La nueva fórmula litúrgica lo expresa perfectamente: Dios misericordioso, que reconcilió el mundo consigo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados te conceda por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La unción de los enfermos es un don del Espíritu Santo, confirmación en la prueba de la enfermedad que pone en peligro la existencia del hombre. Hace memoria de las unciones con aceite que Jesús ordenaba hacer a sus discípulos sobre los enfermos (Me 6, 13) y que practicaba la primera comunidad de Palestina (Sant 4, 14); hace también memoria del perfume con que Jesús fue ungido en dos ocasiones por parte de una mujer (Le 7, 38-46; Mt 26, 6-
24. B. SESBOÜÉ, POW une théologie oecuménique. Eglise et sacrements. Eucharistie et misteres. La Vicrge Mane, Cerf, París 1990, el capítulo dedicado a «Los sacramentos de la fe. La economía sacramental, celebración eclesial de la justificación por la fe» (91-125).
IV.
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E L RELATO DEL PUEBLO REUNIDO
El anuncio de la salvación reúne a un pueblo, el pueblo de Dios, la Iglesia. Este pueblo no es una pálida colección de individuos: supone una convivencia, está estructurado por un ministerio de la palabra, de los sacramentos y de la dirección de las comunidades. En este pueblo, a quien se le hicieron las promesas de la vida eterna, el acontecimiento de la salvación se hace institución de la salvación. Por este término de institución no hay que entender solamente el conjunto de la estructura ministerial de la Iglesia, sino también la existencia concreta del pueblo reunido en comunidad y llamado a dar un testimonio eficaz de la salvación de la humanidad.
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Efectivamente, en este pueblo el lenguaje de la existencia tiene que responder al lenguaje de la Palabra y de la celebración, lo mismo que en la vida de Jesús el obrar iba siempre al compás del decir. Si el relato de la salvación se convirtiera por desgracia en un encanto colectivo sin medida alguna en común con la vida real de los creyentes, perdería su fuerza de llamada y de contagio y los sacramentos se quedarían sin su valor de signos eficaces. La Iglesia no puede pretender ser un signo de salvación elevado entre las naciones, si por una parte sus miembros no dan testimonio de la salvación que han recibido por su manera de vivir a ejemplo de su Señor, y si por otra parte el funcionamiento de la estructura institucional constituye un lenguaje de hecho que contradice el mensaje anunciado y a la exigencia puesta por Jesús: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros: sino que el que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Me 10, 42-44). La Iglesia no es el Reino ya realizado; pero el reino en génesis tiene que simbolizarse en ella de forma concreta y convincente. No se trata aquí de una simple consecuencia «moral» de todo lo que precede. Va en ello la realidad misma del don de Dios. La orden del Señor: «Haced esto en recuerdo mío» no puede limitarse a la reiteración de la celebración de la eucaristía. Significa en el fondo: vivid y morid en memoria mía, siguiéndome a mí, lo mismo que yo viví y morí; amaos los unos a los otros en memoria del amor que yo he manifestado por vosotros. Para que podáis hacerlo, repetid los gestos que yo he hecho y por los que seguiré estando entre vosotros. La fórmula del Pontifical de las ordenaciones: «Imitad lo que practicáis litúrgicamente» {Imitamini quod tractatis) vale para toda la Iglesia: tiene que imitar lo que está invitado a celebrar. La celebración eucarística sería inoperante si su existencia no fuera eucarística. Lo mismo puede decirse a partir de la tradición cuyo relato constituye la memoria de la Iglesia. La tradición de la Iglesia se arraiga en la tradición apostólica, recibida a su vez de su Señor. Pero la tradición de Jesús fue ante todo una entrega de sí mismo. Lo mismo que el Padre nos amó hasta entregarnos a su Hijo, también el Hijo nos amó hasta entregarse a sí mismo. En el seno de la tradición, considerada como relato transmitido de la fe, hay una tradición existencial de sí mismo. Hasta el final de los tiempos, los testigos cristianos tienen que entregarse a sí mismos en el testimonio que dan de Cristo, eventualmente hasta la muerte del mártir.
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Pero aquí reside la diferencia fundamental entre Cristo y la Iglesia: Cristo era sin pecado, la Iglesia está hecha de pecadores convertidos, o más exactamente, de pecadores en devenir de conversión. El único mediador era ante todo el reconciliador de la humanidad en el nombre del Padre; la Iglesia es ante todo la gran reconciliadora, que no puede asentar su testimonio y su obrar con vistas a la reconciliación más que sobre el fundamento de este reconocimiento. La Iglesia vive así su paradoja: por un lado es el testigo de la victoria irreversible de la salvación realizada por Cristo y se le ha dicho que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (cf. Mt 16, 18) y sabe que Cristo la ha querido fundamentalmente indefectible en la fe; pero por otro lado está hecha de hombres cuyas libertades en devenir pueden fallar siempre, bien en el orden de la verdad o bien en el del amor. Por eso mismo está sujeta a todas las vicisitudes pecadoras de la historia. Este dato es insoslayable por la sencilla razón de que la salvación procede por conversión de las libertades y de que esta conversión no puede intervenir una vez por todas de manera mágica, pero tiene que inscribirse en el devenir de esas mismas libertades a lo largo de la historia. La Iglesia no puede, por tanto, atestiguar de la salvación en Jesucristo más que en el reconocimiento del perdón recibido, pedido y siempre por recibir. Por consiguiente, le está prohibido a priori todo triunfalismo y su palabra no se hace creíble más que sobre el fondo de una enorme humildad. El relato del amor En el testimonio del amor el relato de los creyentes se articula realmente con el relato de Jesús. Poco importa aquí la proporción en la que intervienen la palabra y la acción: lo esencial está en el hecho de que la fuerza de conversión del testimonio del amor se relaciona con Jesucristo. Pongamos un ejemplo entre mil, del que yo mismo fui testigo. Un verano, cuando era capellán de la cárcel de Fresnes, tuve que visitar a los enfermos de la enfermería. Una religiosa estaba encargada de la sala de curas y yo había observado la influencia directa que ella ejercía de forma muy silenciosa sobre los presos, que respetaban al pie de la letra lo que ella les pedía. Un día me dijo: «Hay uno que desea verle». Fui a su celda y me encontré con un anciano que me contó lo siguiente: «Tengo setenta y ocho años; todavía me quedan tres años de cárcel y no estoy seguro de que llegue a ver mi libertad. En mi vida ha habido de todo y siem-
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pre he pensado que, si Dios existiera, no podía perdonarme. Luego me enteré el otro día de que la hermana de la enfermería lleva quince anos de prisionera voluntaria por nosotros. Esto no es algo simplemente humano. Esto quiere decir que Dios puede perdonarme. Me gustaría recibir el bautismo». Aquella mujer era religiosa: el testimonio de su amor y de su servicio se daba en nombre de Dios y remitía al testimonio de Jesús. La pro-existencia de Jesús había informado su propia pro-existencia; el relato de Jesús se había hecho en su vida su propio relato. Había puesto un signo del reino de Dios. Su actitud ejerció el mismo poder de contagio que la actitud de Jesús cuando curaba a los enfermos, yendo a comer con los pecadores y dando su vida por sus hermanos. El preso quedó seducido y convertido: podía aún tener necesidad de catcquesis, pero lo esencial ya estaba hecho. No he contado este pequeño relato con su discreta simplicidad más que como parábola de una realidad de amplitud inmensa. Podría haber contado otros muchos, más demostrativos o más espectaculares. A través de él nos encontramos con el modo concreto del progreso de la salvación a partir de la fuerza conversiva de la santidad, es decir, de una fe que transforma la vida. A veces basta con un testimonio de vida auténticamente evangélica para convertir a toda una comunidad. Muchos cristianos responden a la cuestión sobre el origen de su fe citando el testimonio dado por sus padres, o por un educador, o por un sacerdote o por alguna personalidad que los ha marcado. La vida de los santos, de los hombres y mujeres evangélicos —canonizados o no— ofrece numerosos ejemplos. Un rasgo general en ellos es su capacidad de atraer con toda naturalidad a los hombres de buena voluntad que quieren vivir con ellos y como ellos. Ése es el punto de partida de la mayor parte de fundaciones religiosas, tanto si se entregan a la vida activa como a la vida contemplativa. Esto puede ser obra de todo cristiano bautizado. También sabemos qué es lo que constituye en una parroquia el testimonio de un sacerdote verdaderamente evangélico, en el que la palabra brota de la experiencia misma de la vida. Gracias a él el evangelio toma figura y sentido, los sacramentos se hacen realmente lo que son: gestos de Cristo realizados en la fuerza del Espíritu. No se trata, como es lógico, de atribuir a la santidad del ministro lo que es propio del don de Dios en el sacramento. Pero ese don no es mágico: pasa concretamente, según la economía de la encarnación, por su valor de signo. Pues bien, un signo no es un simple objeto; supone para funcionar toda una red de comunica-
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ción viva. Toda la red de comunicaciones eclesiales pueden —o no— ser portadoras del signo del amor, del perdón y de la salvación. El testimonio de la santidad ha sido y sigue siendo multiforme en la Iglesia, dentro de la multiplicidad de vocaciones y de servicios rendidos. Habría que repetir aquí la larga letanía de santos y de santas que a lo largo de toda la historia de la Iglesia han dado testimonio con sus palabras, sus enseñanzas, su caridad multiforme, su espíritu de iniciativa: san Ireneo de Lión y san Basilio de Cesárea, san Agustín, san Benito y san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, san Ignacio y san Francisco Javier, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Avila, san Vicente de Paúl y san Juan María Vianney, entre tantos otros. Los grandes fundadores de órdenes y de escuelas espirituales son focos de reunión de hombres y de mujeres que difunden un espíritu cristiano adaptado a cada siglo. Una Iglesia que no engendrase santos no sería ya la Iglesia de Jesucristo. Porque la Iglesia no puede descansar en el carisma de la santidad del don de Dios sin hacerlo fructificar de manera visible en unos testimonios vivos y creíbles. Nuestro tiempo conoce también sus testigos y hasta sus santos, aunque no todos estén canonizados: santa Teresa del Niño Jesús, el padre de Faucauld, dom Helder Cámara, la madre Teresa, el abbé Pierre y otros muchos conocidos o desconocidos. El testimonio y el «relato» de la santidad en la Iglesia no constituyen, ni hoy ni ayer, una plusvalía secundaria al lado del apostolado institucional de la Iglesia; son un elemento esencial e indispensable del mismo, el que da todo su peso existencial al ministerio de la Palabra y al ejemplo mismo de Jesús. El relato de la convivencia El testimonio de la santidad pasa por unas personalidades con un carisma particularmente atractivo. Pero debe ser además el de la convivencia de las comunidades. Recordemos los sumarios de los Hechos sobre la \ida de la primera comunidad cristiana: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hech 4, 32), y la reflexión de los contemporáneos de la antigua Iglesia: «Ved cómo se aman». El Nuevo Testamento no tiene más que un término para decir comunidad y comunión: el de koinonía. Sobre la base de este testimonio es como el cristianismo se difundió rápidamente por toda el área mediterránea: «La actividad misionera, sin mandato particular, por el solo dinamismo de la
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fe bautismal, brota habitualmente de las mismas filas de los cristianos. Vemos que hay sacerdotes, pero los laicos son la gran mayoría. El cristianismo es como una mancha de aceite, se extiende por las mallas de la familia, del trabajo, de las relaciones. Es una predicación modesta, que no se hacía bajo la luz de los focos, públicamente en plazas y mercados, sino sin ruido, a la oreja, por medio de palabras dichas en voz baja, al amparo del hogar doméstico25. Así pues, con razón hablaron tanto Tácito como Plinio de «contagio»26. Estos cristianos eran portadores de una cierta manera de vivir, que describía así la Epístola a Diogneto:
prisioneros y los que están aislados, así como el deseo de compartir con todos. El relato de la Iglesia está allí para atestiguar que no ha anunciado jamás un Evangelio exclusivamente espiritual, que se desinteresara de las necesidades más urgentes y de las más graves miserias. Basilio de Cesárea tuvo un papel decisivo en el nacimiento y desarrollo de la institución hospitalaria. Organizó la colecta y la conservación de grano para tiempos de hambre, a fin de distribuir entre los hambrientos lo recogido. Es sabido el papel que representó la Iglesia en la edad media en el desarrollo de la instrucción y de la educación. Los grandes impulsos misioneros de los siglos XVI y XIX fueron acompañados de la creación de leproserías, hospitales, dispensarios y escuelas. La evangelización caminó siempre a la par con la obra de humanización. En los tiempos modernos se asistió a la creación de un gran número de obras sociales, anticipándose generalmente en sus iniciativas a la legislación estatal. Todavía hoy, la llamada de los más pobres resuena vigorosamente en la conciencia cristiana y moviliza las energías hacia el establecimiento de una justicia mayor28.
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«Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque no habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... Habitan sus propias tierras, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña... Castigados de muerte, se alegran como si se les diera vida. Por los judíos, se los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio. Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» .
En efecto, la comunidad no puede anunciar el mensaje de la reconciliación dado por Dios en Jesucristo sin dar testimonio de una vida fraternal reconciliada. Tiene que simbolizar la posibilidad para los hombres de vivir juntos en la paz y la comunión fraterna. En este terreno, las comunidades religiosas, contemplativas o activas, así como las formas nuevas de comunidades, desempeñan una función esencial. Pero el testimonio de la convivencia no puede ser especialidad de unos cuantos. Toda la Iglesia está hoy afectada por esta piedra de toque: el vivir juntos se presenta como el lugar de verificación de la palabra. Constituye una proclamación vivida. Semejante convivencia no puede evidentemente cerrarse sobre sí misma. La apertura de servicio al mundo en el espíritu de Mt 25 es uno de sus aspectos esenciales, que comporta la preocupación por los pobres y los excluidos, los enfermos y los extranjeros, los 25. A. HAMMAN, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Palabra, Madrid 1985, 74. 26. Cf. PLINIO EL JOVEN, Cartas 10, 97-7-10.
27. Epístola a Diogneto V, I-IV, 1: trad. D. Ruiz BUENO, en Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1985, 850-851.
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Esta exigencia de la convivencia plantea también el problema de las relaciones en la Iglesia, de la calidad de la comunicación que se ejerce en ella y del reparto de responsabilidades. La salvación es libre autocomunicación de Dios: pasa por las comunicaciones y las relaciones liberadas y convertidas que se establecen fraternalmente entre cristianos, entre sacerdotes y laicos, entre obispos y sacerdotes, entre obispos y laicos, así como entre los obispos enlre sí y con el papa. Estas comunicaciones comprenden una gran parte de ese diálogo fomentado por Pablo VI29. Este modelo de la comunicación y de la relación debe incluso en la actualidad envolver y vivificar el de la autoridad y la obediencia, si quiere corresponder a la figura actual de la conciencia. El recuerdo desnudo de una obligación de fe o de moral parece inoperante, si al mismo tiempo no se da un testimonio convincente de su verdad y de su eficacia. Por no poner más que un ejemplo, no basta con decir: «Hay que confesarse». Importa sobre todo hacer que nazca el deseo del sacramento de la reconciliación y darle la figura atractiva de un diálogo sacramental en donde el peso de una existencia pueda decirse de veras y el creyente pueda vivir una
28. B. SEJBOÜE, Jésus-Christ dans la tradilion, o. c, 202-205, sobre la «liberación de los hombresy salvación en Jesucristo». 29. En su primera encíclica, Ecclesiam suam (6 agosto 1964), en la que dedica una parte entera a la teología del diílogo de la Iglesia con el mundo.
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gracia de conversión. Si el sacramento de la penitencia ha perdido algo de su substancia, ¿no será porque —dicho de pasada— la confesión sacramental se ha vaciado del «relato» del penitente? La fuerza de atracción de la comunicación se constata por todas partes por donde la Iglesia se reconstituye, a partir de grupos diversos, como un entramado eclesial vivo, fraternal, caluroso, en donde se vive el intercambio y la participación dentro de la simplicidad evangélica. En un nivel más ancho, algunos sínodos diocesanos han podido hacer una experiencia de este género. También se sabe que algunas sectas construyen su éxito sobre una copia peligrosa de este modelo de comunidad calurosa y dan una falsa respuesta a esta necesidad fuertemente sentida de comunicación y de comunidad. El testimonio de la convivencia en la Iglesia, por consiguiente, supone el del funcionamiento global de su institución. Una institución es siempre un lenguaje. Si los efectos de sentido del lenguaje vivido llegasen a contradecir a los del lenguaje hablado, la Iglesia se convertiría en algo así como un reino dividido contra sí mismo.
Iglesia, cuando se enfrenta con un proyecto de muerte, consiste en preguntarse por su propio sentido, preguntarse si ella misma no habrá dado lugar con sus propias faltas a todo ello y hacer de esta contradicción una muerte en Cristo, una muerte por la salvación del mundo. Los primeros cristianos fueron muy pronto objeto de la persecución por parte del Imperio romano, en donde la religión era una cuestión de estado. Ante esta persecución, muchos de ellos llegaron hasta el fondo de su testimonio, es decir, fueron mártires. Tenían conciencia de que revivían la situación del mismo Cristo, «que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio» (1 Tim 6, 3). Su misma manera de morir con serenidad, a veces con gozo, ora un testimonio sumamente impresionante y contagioso para los testigos. Hacían suyas las palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24). El sacrificio del mártir es un sacrificio existencial: don de la gracia de Cristo, ejerce su fecundidad para la salvación de la misma manera que el de Cristo. Un Ignacio de Antioquía veía en el hecho de ser pasto de las bestias el pleno cumplimiento de su vocación cristiana y la consumación de una existencia eucarística: «Soy trigo de Dios, molido por los dientes de las bestias, para llegar a ser un puro pan de Cristo»30. El relato que condujo a Jesús de la fracción del pan a h ruptura de su cuerpo en la cruz se hizo así su propio leíalo. El tiempo de los mártires es sin duda discontinuo en la Iglesia. I'ero no henos de creer que acabó con la conversión de Constantino. Volvió en oleadas sucesivas tanto en el occidente cristiano romo en las misiones de America, de África o de Asia, tanto en la I dad Media como en los tiempos modernos. Nuestra época conicniporáncíi acaba de conocerlo ahora, tanlo en la Iglesia del sileni ¡o en donde ha tomado formas especialmente refinadas que inU'iilaban destruir las libertades— como en América latina. Y no ha uuihado todavía, como nos lo recuerdan algunos asesinatos rédenles. Comentó en las contradicciones apostólicas y los martirios de l'cilro y Pablo y durará mientras dure la Iglesia. A través del marluio, forma extrema de la contradicción evangélica, la salvación i lisliana crioca con la «violencia continuada»31 en la historia. Portille la salvación realizada en la historia y siempre presente por el
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El relato de la contradicción y del martirio Desde el comienzo de su ministerio Jesús chocó con la contradicción y con el proyecto de muerte dirigido contra él. Toda su vida fue un combate contra la violencia del pecado, un combate llevado hasta la victoria en la muerte de la cruz. La kénosis fue así la ley de su existencia: la vocación de la Iglesia es la de reproducir a lo largo de su peregrinación terrena el misterio de muerte y de resurrección que celebra y del que se apropia. La Iglesia vive la muerte de Cristo a través de la numerosa serie de contradicciones con que se encuentra a lo largo de su historia: persecuciones en su forma antigua o reciente, sacrificio de los mártires, fracaso de su predicación, extinción práctica de comunidades antes florecientes en el Asia menor y en el África del norte, desaparición de figuras institucionales significativas, conflictos ligados al anuncio del Evangelio con las culturas y las naciones, etc. Este resumen demasiado árido corresponde a muchos capítulos del relato de la Iglesia en el curso de sus dos milenios. Puede incluso avanzarse que la Iglesia vivirá escatológicamente la muerte de Cristo en su propia muerte. No puede decirse nada de la firma empírica de esta muerte de la Iglesia: será un signo del final de los tiempos y estará ordenada a la resurrección. Como el tiempo del mundo, el de la Iglesia tendrá un fin. La tarea de la
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10. lnN/vcionii ANTIOQUÍA, RomfV, 1: S. C. 10, p. 131. 11. Tmmcvocado por Cu. DUQUOC, Messianisme de Jésus et discrélion de Dieu. I >•«! «ni la linile de la christologie, Labor et Fides, Ginebra 1984.
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don del Espíritu sigue viéndose contradicha por la permanencia de la mentira y de la violencia que, a los ojos humanos, no dan la impresión de retroceder. Pero si el anuncio bíblico de la paz y de la justicia sigue siendo una esperanza escatologica, esta esperanza anima el combate histórico de la Iglesia contra todas las formas de injusticia y de violencia. Lo demuestran muchos relatos de la vida de la Iglesia. El testimonio de la perseverancia en la contradicción y el martirio es un elemento esencial del avance de la salvación en la historia del mundo. Sigue siendo verdad la frase ya citada de Tertuliano: «La sangre de los cristianos es una semilla»32. Es allí donde la Iglesia imita y reproduce en cierto modo por la gracia el martirio salvador de su Señor. Es allí donde da el testimonio último de una palabra que compromete la existencia. El relato unánime de la Iglesia está allí para atestiguar la fuerza de conversión que anida en la generosidad de los mártires. ¿No honra cada Iglesia particular de una manera o de otra a sus mártires fundadores? Ciertamente, un «medio» semejante no puede buscarse por sí mismo en nombre de una estrategia misionera. Ocurre con el martirio como con la cruz de Cristo: está en el cruce de las libertades humanas pecadoras y del don de Dios; saca el bien del exceso del mal. Del realto del pecado al de la conversión Todo lo que acabamos de decir correría el riesgo de quedar gravemente falseado, y hasta pervertido, si no se evocase al mismo tiempo el relato del pecado en la Iglesia. La Iglesia, como hemos visto, es ante todo la gran reconciliada, la gran perdonada de Dios. Sobre el fundamento de este perdón, vive cada día el combate dentro de sí del pecado y de la gracia. Porque su conversión nunca se acaba: la que llama a todos los hombres a la conversión lo hace a partir de su propia conversión; por tanto, tiene que hacerlo ofreciendo el humilde testimonio de una conversión en devenir. La célebre fórmula según la cual la Iglesia «está siempre en trance de conversión» (Ecclesia semper reformando), no dice otra cosa más que esta exigencia constante de una conversión que no concierne solamente a cada uno de los cristianos en la Iglesia, sino a la Iglesia como cuerpo, en su estructura y sus institucio-
32. Cí.supra, 185-186. 33. Cf. GROUPE DES DOMBES, Pour la conversión des Églises. Idcntité et changement dans la dynamique de communion, Centurión, París 1991.
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¿Pero no confesamos ante todo y sobre todo que la Iglesia es santa? La Iglesia es santa, porque el don de Dios que lleva en su seno es absolutamente santo: ese don es el que se ejerce a través de los sacramentos y de todo el ministerio de santificación que tiene confiado. Puede hablarse aquí de la «santidad santificante», que tiene su fuente en la presencia y en el don de Cristo que quiere «presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida» (Ef 5, 27). Pero la fuerza de conversión de esta santidad santificante no es instantánea, puesto que llega a unas libertades situadas en el tiempo; no se traduce inmediatamente por una «santidad santificada»34. Ella entra en combate con el pecado que anida en el corazón del hombre y que no ha desaparecido del corazón de los cristianos. Por eso la expresión «los santos», que designa corrientemente en el Nuevo Testamento a los creyentes de las primeras Iglesias, expresa ese don de salvación que las cambió radicalmente de situación respecto al Dios santo, debido a su fe y a su bautismo. No designa una perfección ya realizada en el orden de la ética y de la caridad. Por otra parte, un rasgo característico del verdadero santo, de aquel que se adhiere a Dios con su amor más profundo, es paradójicamente el de reconocerse tanto más pecador cuanto es más santo, ya que su misma santidad le hace tomar conciencia de todo lo que en él se opone todavía a la única santidad de Dios. El santo más grande sigue siendo siempre un convertido y en devenir de conversión. El testimonio de la Escritura no muestra complacencia alguna por la santidad de los hombres, ya que sólo Dios es Santo. El profeta Isaías, en su visión de la gloria de Dios en el templo, exclama: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito!» (Is 6, 5). El Nuevo Testamento no intenta ni mucho menos eludir el pecado de los apóstoles de Jesús. Pedro, que había sido llamado solemnemente por el Maestro la roca sobre la que habría de edificarse la Iglesia (cf, Mt 16, 18), no puede aceptar la perspectiva de la pasión y merece ser tratado luego de Satanás, «ocasión de caída» o piedra de escándalo, cuyas ideas no son las de Dios (cf. Mt 18, 23). El alcance eclesiológico de la investidura de Pedro, tan subrayado por la tradición, no permite excluir de un manotazo el significado que tiene también para la Iglesia el incidente que se lee poco después35. Durante la agonía, los tres discípulos invitados a 34. Sacc estas expresioies de M. SALES, Sainteté et peché dans l'Église, en Le corpsde l'Egiese, Fayard, Paiís 1989, 231-236. 35. Cf. CROUPE DES DOMBES, O. C, 89.
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vigilar y a orar con Jesús, se quedan dormidos. Después del arresto de Cristo, Pedro renegará de su Maestro, mientras que los demás discípulos huirán, por no hablar de la traición de Judas. Cuando Pedro es enviado en misión, tal como se narra al final del evangelio de Juan, Jesús, con su triple pregunta: «Pedro, ¿me amas?», hace una discreta alusión a sus negativas. Es el amor de un pecador arrepentido lo que motiva su investidura. También Pablo es un convertido, que conserva la conciencia de haber perseguido a la Iglesia de Dios (cf. 1 Cor 15, 9). Por su parte, no vacilará en oponerse a Pedro, cuando opine que éste «no procedía con rectitud, según la verdad del Evangelio» (Gal 2, 14).
en el último concilio, por todas las faltas de la Iglesia católica en el momento de las separaciones sucesivas37. Es verdad que estas palabras de confesión, o este relato del pecado en la historia de la Iglesia, siguen siendo bastante raras, como si se temiera que este reconocimiento atentara contra el rostro de la Iglesia, siendo así que, por el contrario, podría hacerlo más atrayente y abriría el camino a la purificación de los recuerdos y a un intercambio de los relatos de reconciliación. Sin entrar en dossiers demasiado complejos, pensemos en la responsabilidad cristiana en la persecución de los judíos a lo largo de la historia, en las intervenciones abusivas de la Iglesia respecto a los poderes temporales así como respecto a su complicidad con los poderes políticos, en ciertas formas de evangelización que no respetaban la libertad religiosa de las personas38, en los abusos seculares, financieros y morales que condujeron a la crisis del siglo XVI. La historia de los cismas en la Iglesia tiene que invitar particularmente a una revisión, tanto sobre lo que pudo provocarlos como sobre su significado. Podrían evocarse sin duda otros dossiers, como por ejemplo la manera con que fueron tratadas las personas en las crisis doctrinales del siglo pasado. Estas reflexiones no pretenden ni mucho menos hacer un proceso a la Iglesia. Parten del convencimiento de que el anuncio de la salvación y la invitación a la conversión dan un testimonio tanto más convincente y atractivo cuanto que brotan de la conciencia de una Iglesia humilde, que reconoce que ha de poner en obra ella misma y para ella misma aquello a lo que invita a lo demás. El relato del pecado no tiene valor más que cuando es también el relato de una conversión. Porque la conversión es contagiosa.
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De este modo el pecado sigue estando presente en una Iglesia hecha de hombres. La liturgia lo reconoce perfectamente, ya que comprende siempre, especialmente al comienzo de la celebración de la eucaristía, el momento de la confesión de los pecados y de la petición de perdón. En el ciclo litúrgico se señalan períodos penitenciales de especial relieve. Desgraciadamente, la palabra pastoral no corresponde ni mucho menos en este punto a la palabra litúrgica. Si la Iglesia no se desdeña de reconocer que sus miembros son pecadores, se muestra mucho más reticente a la hora de admitir que el pecado afecta también a su estructura, a sus instituciones y a sus ministerios, a su manera de anunciar el Evangelio y de vivir de él, así como a su comportamiento en el mundo. Pues bien, pertenece a su misterio que el don de Dios haya sido confiado a unos vasos de barro. Ese don, más fuerte que todo pecado, no permite que la Iglesia falle fundamentalmente en su anuncio de la revelación y en su misión de salvación. Pero este don respeta el juego de las libertades humanas y consiente que le ponga freno la resistencia del pecado que mora en ellas. Toda conversión comprende el momento de la confesión o manifestación de los pecados, no ya una confesión masoquista, sino la que brota del reconocimiento o de las misericordias del Señor. El papa Adriano VI pronunció muy hermosas palabras de confesión, reconociendo que las desgracias de la Iglesia en el siglo XVI tenían por causa el pecado de los hombres «y particularmente de los sacerdotes y prelados», y las numerosas abominaciones cometidas en la Santa Sede36. Como eco a estas palabras, el papa Pablo VI pidió perdón a nuestros hermanos cristianos todavía separados,
36. Véase el texto citado, ibid., 89.
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V . EL RELATO DE LA S/iLVACIÓN ANTE EL DESAFÍO DE LO UNIVERSAL
La salvación cristiana se llevó a cabo en la historia y da lugar a un conjunte de relatos |ue se apropian aquellos que tuvieron fe en los mismos. Por hipótesis, un relato es siempre particular y entra 37. Véast el texto citado, ibid., 89. 38. Incluso la dcclaraciónDig«i'/aí¡s himanae del Vaticano II sobre la libertad religiosa, n s 12, opone un tanto fjcilmente la rectitud de la enseñanza de la Iglesia en este iunto con las iesviaciones contrarias al espíritu el Evangelio que se han producido «en a vida del pueblo de Dios».
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en diálogo y en comunicación con los relatos de otros. Pues bien, el relato cristiano está impregnado de un sentido de universalidad. Pretende no solamente dirigirse a todos los hombres, sino afectarlos a todos para lo mejor o para lo peor, para la vida o para la muerte. Proclama que no hay salvación más que en Jesucristo: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debemos salvarnos» (Hech 4, 12). El texto que sirve de título a esta obra anuncia a Cristo como «el único mediador entre Dios y los hombres». Pues bien, va introducido por la afirmación solemne de que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 45). Es una ilustración, si no una prueba, de esa afirmación. El vínculo que se establece entonces entre la voluntad divina de salvación universal y la mediación única de Jesucristo, realizada en un punto de la historia, expresa la tensión extrema y el desafío paradójico que supone la pretensión cristiana relativa a la salvación.
senta como un phylum religioso, uno de los más importantes sin duda y dominante en Occidente, pero que sigue siendo minoritario respecto a la totalidad de los otros en la historia de la humanidad. Hay inmensas regiones de la tierra que permanecen bajo el impulso de otros phylums religiosos. La Iglesia puede sin duda realizar su misión implantándose en todas las culturas, pero sus pretensiones de alcanzar efectivamente a todos los hombres se presenta cada vez más como una utopía. Más aún, su expansión parece hoy más lenta que el desarrollo demográfico del globo. Así pues, la proporción de cristianos en medio de los hombres va disminuyendo40. Por otra parte, se sabe que las estadísticas registran como católico a todo bautizado, sea cual fuere la fe real que mantiene. Los que viven efectivamente el Evangelio son mucho menos numerosos.
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Este alcance universal de la salvación en Jesucristo no debe comprenderse de manera solamente sincrónica, como si afectara a todos los hombres de hoy; tiene también un alcance diacrónico y afecta a toda la historia de la humanidad desde su comienzo hasta su fin. No es inútil detenerse unos momentos para considerar toda la violencia de semejante afirmación y su apariencia totalitaria, que por un lado parece negar toda validez a los otros relatos de salvación, es decir a las otras religiones y a las diversas maneras según las cuales los hombres buscaron una salvación, y por otro lado parece verse desmentida tanto por una reflexión de la razón como por los hechos de la historia. La universalidad de la salvación en Jesucristo choca efectivamente con muchas contradicciones. Esta salvación se ha manifestado y ha sido realizada por un hombre situado y, por tanto, «perdido» de algún modo en la larga historia de los hombres. De antemano, se plantea el problema de la salvación de todos cuantos le precedieron. Sabido es que era ésta la gran cuestión de los padres de la Iglesia. ¿Cómo pudo Cristo, que llegó tan tarde en la historia de la humanidad, salvar a la multitud de hombres que le precedieron?39 El anuncio de esta salvación, destinada en principio a toda criatura, se extiende también por la historia, a través de la misión de la Iglesia, según las leyes de la trasmisión humana y de la solidaridad de las libertades. Por eso mismo, la Iglesia se pre-
39. Cf. la argumentación de Ireneo sobre este punto en su libro Adv. haer. III, 22, 4.
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Estas reflexiones cuantitativas ligadas a la historia y a la geografía no son más que un aspecto exterior de las cosas. La cuestión más radical es la de saber si la historicidad del cristianismo es finalmente compatible con sus pretensiones de universalidad y de validez absoluta, y si este carácter histórico no le condena irremediablemente a la particularidad. «Se plantea la cuestión —escribe K. Rahner— de cómo esta historicidad del cristianismo, que él afirma acerca de sí como una radical peculiaridad esencial, es conciliable con su pretensión de validez absoluta, con su misión a todos, con su conciencia de universalidad». Se presenta entonces la objeción: «Lo que es histórico, no es Dios; lo que es de Dios no puede ser histórico»41. Finalmente, la insistencia que se pone en la visibilidad histórica de la salvación ¿no hace imposible a priori la actuación de una causalidad puramente secreta e interior? Una de las intenciones de este libro ha sido subrayar que la comunicación y luego la expansión de la salvación respetan los medios ordinarios de la comunicación humana; en particular se ha destacado la función de la ejemplaridad simbólica de Jesús en la causalidad de la conversión 40. Cf. Y. CONOAR, Vaste monde ma paroisse, Foi Vivante, París 1968, 12-19 las estadísticas de hace 20 años; más recientemente Cl. GEFFRÉ: «Baste recordar que, de una población mundial que hoy se calcula en 4.800 millones de hombres (según cálculos del Banco Mundial), los cristianos representan el 31,4% (según el Anuario estadístico del Vaticano en 1981), o sea, 3% menos que en 1907, Por tanto, hay unos 3.000 millones de hombres que aún no han sido tocados de cerca o de lejos por el mensaje evangélico. Hace veinte años, Ad gentes hablaba de 2.000 millones»: La thélogie des religions non chréüennes vingt ans apres Vatican II: Islamochistiana 11 (1985) 117. 41. K. RAINER, Curso fundamental, o. c, 173.
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de las libertades y el papel que ha representado su relato actualizado en la Iglesia. ¿Cómo comprender entonces el ejercicio de esta causalidad simbólica donde y cuando no funciona el símbolo? Nuestro propósito Frente a una cuestión tan amplia el objetivo de esta sección es limitado y modesto. El problema que aquí se plantea no es ni el que se designa como «la salvación de los fieles»42, ni la manera como puede comprenderse hoy el adagio que procede de Orígenes y de Cipriano: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»43, que por muchos siglos ha sido absolutizado de forma peligrosa y sin relación con su intención original. La posibilidad de salvación de los que se encuentran fuera de la Iglesia ha sido reconocida por toda la teología contemporánea y proclamada por el Vaticano II: «Quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y de verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otrogado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» .
Tampoco pretendemos esbozar una teología de las religiones no cristianas, problema planteado con nuevos horizontes después del Vaticano II, dentro de un espíritu de diálogo y que una obra de esta colección acaba de tratar muy recientemente con gran competencia45. Aunque las propuestas que siguen presuponen una comprensión teológica tan respetuosa y benévola como es posible del papel de las otras religiones respecto a la historia de la salvación, 42. La obra antigua, pero que sigue siendo clásica, sobre este tema es la de L. CAPÉRAN, Le probléme du salut des infideles. 1. Essai historique, U. Essai théolpgique, Grand Séminaire, Toulouse 1934; más recientemente, N. NYS.LÍ salut sans ¡"Évangile, Cerf, París 1966; CL. GEFFRÉ, Le christiarásme au risque de ¡' interprélation, Cerf, París 1983. 43. Cf. ORIGRNES, Hom. in Josué HI, 5 y CIPRIANO,DÍ? unit. Eccl. calho., 6; sobre la historia de esta fórmula cf. J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Ilerder, Barcelona 1977,375-399. 44. Lumen Genlium, 16; este texto recoge fundamentalmente las tesis de la encíclica Mystici Corporis de Pío XII y las declaraciones de la carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston en 1949 (D. S. 3866-3873). 45. Cf. J. DIJPUIS, Jésus-Chrisl á la recontre des religions, Desclée, París 1989.
aquí sólo se evocará el valor de las mismas de una forma muy indirecta. Nuestro propósito es mostrar cómo la mediación única de Jesucristo puede ejercerse efectivamente con todos los hombres. También deseamos, aunque es más difícil todavía, mostrar cómo la Iglesia puede desempeñar una función en la salvación de todos los que no pertenecen visiblemente a ella. Ya en el primer tomo de esta obra se han propuesto algunas reflexiones que aquí no repetiremos: el papel de la solidaridad asumida humanamente por Cristo con toda la humanidad; la dialéctica de la relación de todos con uno solo, resumida en la expresión de Cristo como «universal concreto»; finalmente, la extensión analógica de esta dialéctica al papel de la Iglesia, en donde el pequeño grupo de «algunos» está al servicio de la salvación de la «multitud»46. Quizás la perspectiva del relato permita aportar a este problema su propia luz. Cristo, Salvador universal Para dar cuenta de la universalidad de la salvación en Cristo, conviene referirse a la totalidad de la historia de la salvación que se origina en la creación y encuentra su término tan solo en el final de los tiempos. La fe cristiana confiesa a Cristo como Alfa y Omega del universo (cf. Ap 22, 13). El que se manifestó en el tiempo como el único mediador de la salvación está de hecho presente en esa historia desde el comienzo hasta el fin. Así es como se merece el nombre de «recapitulador»47. Por eso, el acontecimiento pascual del Verbo encarnado refluye hacia atrás e influye hacia adelante, por toda la duración de la historia que conviene leer a su luz. El relato cristiano de la salvación es por tanto un «relato total». Lo que atañe a su comienzo y a su fin será objeto del próximo capítulo. Pero ya desde ahora esta perspectiva diacrónica nos permite discernir tres tiempos de la presencia y de la acción de Cristo en la historia. 1." tiempo: desde la creación por el Verbo hasta la encarnación del Verbo El primer tiempo es el de la creación de todas las cosas por el Verbo, que está ya ordenada a la encarnación de Cristo y abre la 46. Cf. tomo 1,394-404. 47. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésus-Chrisl dans la tradition, o. c, 286-315.
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duración que prepara su venida. Porque hay una identidad concreta entre el Verbo creador y el Cristo encarnado. El prólogo del evangelio de Juan nos muestra al Verbo presente en el comienzo junto a Dios, al Verbo «por el que todo fue hecho». La carta a los Colosenses atribuye esta creación al Hijo hecho Cristo, «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). La carta a los Efesios nos dice que todos hemos sido elegidos en Cristo «desde antes de la creación del mundo» (Ef 1, 4). Porque el Verbo es eternamente en el designio de Dios aquel que tiene que encarnarse. Y al revés, el acontecimiento histórico de su encarnación le afecta de manera eterna. A esta luz comprendieron los primeros padres las teofanías del Antiguo Testamento como manifestaciones anticipadoras del Verbo, el que tenía que encarnarse. Puesto que Abrahan vio el día de Jesús y «se alegró» (Jn 8, 56); puesto que Abrahan creyó y su fe le fue reputada como justicia (Rom 4, 3), Ireneo deduce que «Abrahan siguió al Verbo de Dios»48, abandonando la tierra de sus padres, por el mismo título que los apóstoles siguieron a Jesús dejando su barca; Abrahan creyó en el Verbo venidero lo mismo que los apóstoles creyeron en el Verbo ya venido. Así, todo el Antiguo Testamento aparece orientado por el don del Verbo que había de venir. Pero esta presencia del Verbo de Dios no se limita al pueblo elegido. Según Justino, el Logos creador está «derramado por todas partes»49 con sus «semillas de verdad»50; «la semilla del Verbo está innata en todo el género humano»51; todo lo que los filósofos y los legisladores descubrieron de justo, se debe a que «encontraron y contemplaron parcialmente al Verbo»52, mientras que los cristianos lo conocieron enteramente. Justino se atre incluso a afirmar: «Los que vivieron según el Verbo son cristianos»53; o también: «Cristo, a quien Sócrates conoció en parte (ya que era el Verbo y es el que está en todo, el que predice el futuro por los profetas y el que tomó personalmente nuestra naturaleza para enseñar estas cosas), ese Cristo fue creído no sólo por los filósofos y
48. 49. 50. 51.
IRENEO, Adv. haer. IV, 5,4. JUSTINO, II Apol. 8,3. JUSTINO, I Apol. 44, 10. JUSTINO, / / Apol. 8 , 1 .
52. Ibid., \0,2. 53. JUSTINO, / Apol. 46, 3.
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los literatos, sino hasta por los artistas y los ignorantes en general, que lo despreciaron todo por él: la fama, el temor y la muerte»54. Del mismo modo Ireneo, que repite complacido que Dios lo ha creado todo por sus dos manos, que son su Verbo y su Espíritu, ve al Verbo creador impreso en forma de cruz en el universo entero55; el Verbo que «existía junto a Dios, por el que todo fue hecho y que estaba siempre presente en el género humano»56 es también «inherente a las inteligencias»57. Ireneo distingue igualmente cuatro alianzas entre Dios y los hombres: la alianza con Noé tras el diluvio, alianza de alcance cósmico y universal, la alianza con Abrahan bajo el signo de la circuncisión, la alianza con Moisés bajo el signo de la Ley y finalmente la alianza según el Evangelio que renueva y recapitula las anteriores en sí misma»58. Clemente de Alejandría desarrolló por su parte el tema de la «preparación evangélica»: la filosofía griega y hasta las filosofías no griegas han constituido una propedéutica a la «filosofía de Cristo»59. Se sabe que el Vaticano II recogió por su cuenta varias veces esta teología de las «semillas del Verbo» y de la «preparación evangélica»60, a fin de reconocer no solamente la posibilidad de salvación de los que no conocen a Cristo, sino también los elementos de gracia y de salvación que existen en las diversas tradiciones cristianas. La salvación, justificación por la fe Quizás la teología contemporánea se inclina por una interpretación demasiado pronto cristológica de estas ideas de los padres de los siglos II y III, en los que algunos conservaban todavía una concepción estoica del Verbo. La identificación del Verbo y de Cristo, sin embargo, es en ellos bastante espontánea. Resulta muy interesante apelar a ello en la perspectiva que aquí hemos adoptado: ¿en qué sentido se puede decir que todo hombre, sea cual
54. JUSTINO, II Apol. 10,8. 55. IRRNF.O, Adv. haer. V, 18, 3.
56. Ibid. m, 18, 1. 57. Ibid. 6,1. 58. Ibid. III, 11, 8 según el fragmento griego. La traducción latina menciona a Adán, Noé y Moisés, sin hablar de Abrahan. 59. Cf. J. DUPUIS, o. c, 173. Pero el texto de Adv. haer. UJ, 4, 2 se cita aquí sin razón alguna, porque los pueblos bárbaros que creen en el Cristo «escrito sin papel ni tinta por el Espíritu en sus corazones» son, para Ireneo, los que recibieron la tradición de la fe en el Padre y en Cristo sin saber leer. 60. En particular, Ad gentes 11 y 15; cf. J. DUPUIS, o. c, 176-180.
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fuere su situación personal respecto a la historia de la salvación, es salvado por Jesucristo? Para que sea así, es preciso primero que la modalidad según la cual la salvación alcanza a todo hombre se inscriba en la estructura de la justificación por la fe. Afirmar que los que no conocen explícitamente a Cristo son justificados en virtud de su buena voluntad sería lo mismo que decir que son justificados por sus obras, en expresa contradicción con la doctrina paulina de la justificación por la gracia mediante la fe. Pero rigurosamente hablando la fe, por muy implícita que se quiera, no puede ser más que una respuesta a Dios que se revela y se da. Ya he subrayado varias veces el vínculo entre la revelación y la salvación: es inconcebible una salvación privada de la menor revelación. Pues los padres nos autorizan a hablar del ofrecimiento de una revelación sobrenatural situada en el corazón de todo hombre, por el mero hecho de su creación y de su entrada en la familia humana a la que Dios quiere revelarse y darse. Hablar de «semillas del Verbo» es reafirmar una primera forma de revelación, aunque ésta siga siendo incompleta en la espera de la manifestación de Jesús, recibida inevitablemente a través de las interferencias del pecado61. Esta revelación que viene de Dios es ante todo y sobre todo una luz interior que invita al amor, un presentimiento de Dios y de su justicia, una esperanza de verle comunicarse a los hombres, que en la mayoría de los casos no llegarán a tener una conciencia totalmente clara ni se expresarán más que en una lengua elemental. En algunos filósofos, o sabios, o «profetas» de movimientos religiosos, esta revelación podrá concretarse entonces en el cuerpo de un mensaje o de una doctrina articulada, más o menos desprendida de la ganga pecadora que se adhiere inevitablemente a ella. Esta revelación es un don auténtico del Espíritu de Dios, un don de la gracia que suscita la fe. Es lógico que no se trata de pronunciarse aquí sobre la manera con que se recibe positivamente o se rechaza esta gracia. Esto pertenece al secreto de Dios62.
61. Cf. K. RAHNER, Curso fundamental, o.c, 188-193. 62. Así pues, fue en la preocupación de mostrar que la salvación de los que no son cristianos conserva la estructura de la justificación por la fe, aunque implícita, en Cristo como K. RAHNER desarrolló su teología de los «cristianos anónimos». Sobre esta teología, en cuyo debate no tenemos por qué entrar aquí, cf. B. SESBOÜÉ, Karl Rahner et les «chrétines anonymes»: Etudes, nov. 1984 (361/5) 521-535.
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La salvación por la gracia de Cristo Esta interpretación específicamente cristiana de la manera con que llega la salvación a todo hombre, ¿es suficiente para afirmar que esta gracia es propiamente la de Cristo? El don del Espíritu que constituye esta salvación ¿puede llamarse en verdad el Espíritu de Cristo? No se olvide que, por hipótesis, en el primer tiempo de la historia de la salvación Cristo no se había encarnado todavía y que esta gracia es ante todo una gracia del Verbo. Por otra parte, la fecundidad de conversión propia de la manifestación de Jesús (cjemplaridad simbólica) no puede evidentemente ejercerse de forma retroactiva. ¿Qué causalidad puede ejercer entonces Cristo, considerado en su humanidad? A esta cuestión se puede responder que este tiempo es el de la lenta génesis de Cristo. Toda revelación, tanto la revelación «oficial» hecha al pueblo elegido y consignada en el Antiguo Testamento, como los elementos más ocultos de revelación propuestos a todos los hombres desde la creación, es de alguna manera una revelación del Cristo que ha de venir. Y el Espíritu que se da es el que prepara la venida de Cristo. Cristo aparece aquí como la causa final de todo el proceso. «Sólo podremos salir de estas perplejidades —describe atinadamente K. Rahner— si consideramos la encarnación y la cruz como «causa final» (en términos escolásticos) de la autocomunicación universal de Dios al mundo (llamada Espíritu Santo) dada con la voluntad salvífica, que no tiene ningún fundamento fuera de Dios; y éste es el sentido en que entendemos la encarnación y la cruz como causa de la comunicación del Espíritu Santo siempre y por doquier en el mundo,... En tanto la salvación del Espíritu está dirigida de antemano al punto cumbre de su meditación histórica, dicho de otro modo, en tanto el suceso de Cristo es la causa final de la comunicación del Espíritu al mundo, puede decirse con toda verdad que este Espíritu es de antemano y en todas partes el Espíritu de Jesucristo, del Logos encarnado de Dios» 63 .
En otras palabras, lo mismo que el Espíritu interviene en la concepción virginal de Jesús, también interviene en la larga gestación histórica que permitirá su venida. Puesto que es el Espíritu de Cristo, lo que revela e inspira incoativamente a los hombres, a tra-
63. K. RAHNER, O.C, 370.
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vés de una lenta pedagogía, es una actitud de fe y de amor que está fundamentalmente en consonancia con la del Cristo venidero, es la actitud del reino de Dios, es el verdadero sacrificio de la existencia en el sí a Dios y el sí a los hermanos. Lo que el Espíritu inspira ya es lo que Jesús manifestará en plenitud. Porque esta actitud se exterioriza a medida de la acogida de la gracia, no sólo en el orden de las verdades nocionales, sino también en el de la verdad que se hace. Por eso, la seducción propia del comportamiento de Jesús puede anticiparse a través de todos los que siguen al Verbo desde lo más profundo de su corazón y ofrece en su vida un ejemplo de santidad. Este ejemplo tampoco puede menos de ejercer una fuerza de conversión y de contagio. En la preparación de la venida de Cristo, toda la fuerza salvífica que se ejerce a partir de él refluye hacia atrás, remonta las generaciones —por recoger la imagen de Ireneo, cuando medita sobre la genealogía «ascendente» de Jesús en san Lucas64—. Según esta perspectiva, el caso del Antiguo Testamento es único, puesto que el pueblo elegido es portador de la revelación oficial que prepara la venida de Cristo, pero tiene también valor de parábola de lo que ocurre en toda la humanidad, a cuya salvación está ordenado. 2° tiempo: Desde el acontecimiento pascual hasta el don del Espíritu El acontecimiento de Jesús marca un corte radical en la historia de la salvación. Por su encarnación Dios ha asumido en su Hijo una solidaridad nueva con la totalidad de la humanidad. No se trata de la simple solidaridad que viene de la naturaleza de las cosas entre los miembros de un grupo. Pensemos más bien en la libre decisión de alguien que, procediendo de otro origen, intenta compartir el destino y la condición de un pueblo pobre, enfermo u oprimido, para lo mejor o para lo peor, es decir, tomando sobre sí mismo lo peor para ayudarle a caminar hacia lo mejor. Por este compromiso de amor, el que realiza este gesto contrae una solidaridad totalmente original con todos los miembros del pueblo o de la comunidad con que se ha unido. Esta analogía nos permite comprender la solidaridad universal asumida por la humanidad de Cristo con todo hombre que viene a este mundo, en virtud de su encarnación, es decir, no solamente en virtud de su estatuto de Dios hecho hombre, sino también en virtud de su manera de vivir 64. K. RAHNER, o.c, 370.
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y de morir. Porque esta solidaridad inscrita en la estructura de su ser tomó cuerpo y contenido a través de la red de solidaridades humanas asumidas en su condición de hombre incluso hasta la muerte. En la muerte Jesús expresa para con la humanidad una solidaridad absoluta y universal de la que se convierte en símbolo. En adelante, la dignidad de todo hombre como hijo de Dios se enriquece con la de hermano de Cristo. Sobre el fondo de esta solidaridad, como hemos visto, es como se realiza el misterio pascual, misterio de salvación y de reconciliación, realizado de forma definitiva e irrevocable por parte de Cristo, inaugurado por parte de los hombres a través de la cadena de los que creen. En adelante, la solidaridad asumida por Cristo ha engendrado una nueva solidaridad de las libertades convertidas que está en marcha en la historia. Y también en adelante, la situación de todo hombre ha cambiado irreversiblemente a los ojos de Dios, en el sentido de que Dios no mira ya a nadie más que a través del rostro de Cristo. Para cada ser humano su hermano es el hermano de Cristo, aquel por quien Cristo murió: por eso merece un don absoluto. Esta solidaridad salvífica tiene un valor universal: alcanza secretamente a todos los que la ignoran y toma figura concreta entre todos los que acogen el relato de Jesús a través de los tiempos. El misterio pascual de Cristo termina con el don del Espíritu, derramado a la vez sobre los judíos el día de pentecostés y sobre los paganos ante la admiración de Pedro (Hech 10, 44-48). Este don renueva la presencia anterior del Espíritu en el mundo durante la preparación de la venida de Cristo en el corazón de Israel y más secretamente entre las naciones. Este don visible del Espíritu sobre los creyentes reunidos significa también su don secreto en el corazón de todos los hombres. En el plano visible del anuncio del Evangelio el don del Espíritu adquiere su propia figura a medida que va ganando para Cristo nuevos creyentes. Pero lo mismo que va acompañado para éstos del don interior de la gracia y de la justificación, también ahora se propone a todos los hombres de buena voluntad en el nivel más profundo de su conciencia y de su libertad. Lo que se decía de los tiempos que precedieron a Cristo se verifica por tanto de una nueva forma en virtud de la realidad de la salvación y de la presencia de su signo en la historia. También aquí está permitido llamar a este Espíritu el Espíritu de Cristo, ya que su don está relacionado con el acontecimiento salvífico de Jesús y conduce finalmente a Cristo. Volvemos a encontrarnos
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con la función de la causa final. Está en obra una nueva gestación de Cristo en la humanidad hasta el fin de los tiempos. Ahora resulta más fácil dar cuenta de la salvación de todo hombre como su justificación por la gracia mediante la fe en Cristo. Porque la fe es ya una fe en Cristo, en la medida en que anima una vida que da de comer al que tiene hambre, que da de beber al que tiene sed, que acoge al extranjero, que viste al que está desnudo, que visita al enfermo y al prisionero (cf. Mt 25). Porque si Jesús lleva su solidaridad hasta su identificación personal con todos los necesitados, entonces todo el que ha reconocido el valor absoluto de la llamada que constituye a su hermano ha reconocido ya a Cristo, aunque no lo haya encontrado todavía en la persona de Jesús de Nazaret. La «cristopraxia» que le viene del Espíritu de Cristo ocupa entonces el lugar de una «cristología». 3." tiempo: La vuelta de Cristo al final de los tiempos Si la perspectiva de la causa final es lo que subyace a la doble gestación de la manifestación de Cristo, el único mediador, antes y después del acontecimiento pascual, entonces el retorno de Cristo, «punto Omega» hacia el que tiende la génesis dolorosa de la humanidad y que ha venido para «recapitularlo todo» (Ef 1, 10) toma el valor de una cita escatológica de toda la humanidad. La cita del final de los tiempos será una cita cristológica. Entonces se comprenderá cómo el acontecimiento de Jesucristo fue el «sacramento», es decir, el símbolo real. El término de sacramento supone al mismo tiempo el velo de la representación y la transparencia de lo simbolizado en el símbolo: no hay ninguna medida en común entre lo significado visiblemente y lo realmente cumplido. Esta desmedida de la efectividad respecto a su signo, que es también su causa, vale también de la cruz de Cristo y hasta de su resurrección. El misterioso contenido de la afirmación según la cual Cristo es el «universal concreto»65 quedará entonces plenamente desvelado. El papel de Cristo en la salvación de todos se manifestará entonces visiblemente en unos registros que ni siquiera podemos sospechar. La dimensión secretamente cristológica de las otras religiones se hará patente para todos, dentro del respeto total a las funciones que éstas hayan podido desempeñar.
65. Cf. tomo I, 402.
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El papel de la Iglesia en la salvación de todos Jesús no está nunca solo. La salvación que lleva a cabo está ligada originalmente a la relación que establece con sus discípulos y al testimonio que éstos rinden de él. La salvación por Jesucristo es inconcebible sin la Iglesia. La solidaridad entre Cristo y su Iglesia es desde siempre y para siempre. Por la Iglesia es como la universalidad y la «catolicidad» de la salvación reciben una figura y una realidad concreta. Si esto es así, el «cristoecntrismo» que acabamos de afirmar con todo vigor ¿deberá traducirse por un «eclesiocentrismo» equivalente? ¿No brotan enseguida las objeciones ante semejante perspectiva? La Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo, no es efectivamente Cristo. La Iglesia no es el reino, aun cuando en ella el reino esté en una auténtica génesis. Su razón de ser consiste en constituir la presencia permanente, visible y activa del acontecimiento de Jesús, en mantener su «memoria» por el relato de la Palabra y los sacramentos, en ser el vehículo de su contagio. En la Iglesia la transmisión continua del mensaje llega a las diversas generaciones de la humanidad. La Iglesia, al servicio del único mediador, es el «cuerpo de la salvación» en la historia. ¿Pero hay que pensar que ella es su único ambiente por el mismo título que Cristo es su único mediador? La teología contemporánea, en particular desde el Vaticano II, no vacila en reconocer en las diversas tradiciones religiosas de la humanidad un papel positivo en el camino de los publos hacia la salvación66. Una vez adquirido este punto, la cuestión que ahora nos ocupa es la de explicar el papel que puede representar la Iglesia en la salvación de los hombres que no la conocen o que, conociéndola, no pertenecen a ella. Si la visibilidad histórica es esencial a la misión de aquella que se presenta como el signo efectivo de la salvación en el mundo, ¿es razonable invocar para ella un papel invisible? Por otra parte, ¿puede comprenderse fuera de ella la universalidad de la salvación en Jesucristo? Para responder a estas cuestiones, importa considerar al misterio de la Iglesia en la totalidad de la historia de la salvación, desde su origen y hasta desde su «preexistencia» antes de Cristo hasta el día en que ceda su lugar el reino de Dios establecido definitiva-
66. Cf. J. DUPUIS, o. c, 180-195; y C. GEFFÉ, art. cit.
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mente. También aquí la perspectiva diacrónica permite comprender los problemas sincrónicos. Lo que acaba de decirse de Cristo traza el camino de la comprensión del papel de la Iglesia, siempre solidaria con él. Toda una tradición patrística, en su deseo de responder a la objeción de los paganos: «¿Por qué vino Cristo tan tarde?», ha pensado en una «preexistencia» de la Iglesia antes de Cristo. «La antigua Iglesia se comprendió a sí misma como una realidad supratemporal, cuyos orígenes, anteriores al hecho histórico de la encarnación, coincidían con los del mundo, o al menos de la humanidad»67. Esta afirmación se refiere ante todo al pueblo de Israel, primer «pueblo de Dios» y pueblo de la alianza, pueblo ordenado a la venida de Jesús y por tanto a la realización de la salvación. En él se anticipa el misterio de la misma Iglesia. Los justos del Antiguo Testamento pertenecen por tanto a Cristo y a la misma Iglesia que nosotros68. Pero la reflexión va más lejos; a partir de las diferentes alianzas relatadas por el Antiguo Testamento, remontándose hasta Noé e incluso hasta Adán, los padres afirman la existencia de la Iglesia presente en el designio de Dios desde el comienzo de la humanidad. Para Agustín, no sólo todos los que se han salvado lo han sido por Cristo, único mediador y «cabeza» de todos los justos, sino que «todos los justos, aun los del Antiguo Testamento, aun los del paganismo, pertenecen a un solo pueblo, a una misma ciudad, a un mismo cuerpo: la Iglesia»69. Los que han creído en el Cristo que había de venir y son salvados por Cristo pertenecen al cuerpo de Cristo. En los veinte últimos años de su actividad, Agustín concreta este tema por medio de la expresión «la Iglesia desde el justo Abel» (Ecclesia ajusto Abel): «El cuerpo de esta c a b e z a (= Cristo) es la Iglesia, no ya la que está aquí, sino la que está aquí y a través de todo el globo de la tierra; no ya lo que es ahora, s i n o la que viene desde el mismo Abel y abraza a todos los que hayan d e nacer hasta el fin del mundo y crean en Cristo. Es el pueblo entero d e los santos el que pertenece a una sola ciudad. Esta ciudad es el cuerpo de Cristo, cuya cabeza es Cristo» .
De este modo el justo Abel es un tipo de la Ciudad de Dios opuesto a Caín, tipo de l a ciudad del mundo pecador. Esta tcolo67. Y. CONGAR, «Ecclesia ab Abel». Abhandlungen über Theologie und Kirche, Festschrift für Karl Adam, Palmos-Verlag, Dusseldorf 1952, 80. 68./¿¿i., 81. 69. Ibid., 83. 70. AGUSTÍN, Comm. in Psal. 90, c. 9, n. 11: P.L. 39, 1499-1500; citado por Y. CONGAR, arl. cil., 84.
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HÍa será recogida como un bien común por la Edad Media. Quedara un tanto olvidada cuando, en los tiempos modernos, la eclesiología insista cada vez más en los aspectos institucionales y jurídicos de la pertenencia a la Iglesia. Nos presenta una visión a la vez espiritual y dinámica de la Iglesia, cuerpo de Cristo, cuyo misterio supera su rostro empírico lo mismo que la parte sumergida de un iceberg es mucho más grande que su parte visible. Nos permite afirmar una relación personal con la Iglesia de todos los que reciben la salvación de Cristo, tanto antes como después de su venida. Pero es tan sólo después de la venida de Cristo cuando la Iglesia toma visiblemente cuerpo en la historia. Lo que acaba de decirse sobre la pertenencia al misterio de la Iglesia de los justos antes de Cristo vale a fortiori de todos los que vienen después de él: son miembros de su cuerpo. Pero en el plano de la realidad empírica, la Iglesia sigue siendo particular y minoritaria en la historia religiosa de la humanidad. Ya hemos visto que en ese nivel no pude reivindicar que desempeñe una función concreta en la salvación de todos los hombres. La salvación en Jesucristo actúa mucho más allá de sus fronteras en nombre de la libertad soberana de la gracia divina. La Iglesia tiene que reconocerlo con una humildad fraterna respecto a todos los hombres de buena voluntad, teniendo además en cuenta que este plano de la visibilidad empírica es también aquel en que el pecado sigue morando en ella y oponiéndose a su misión. Por no poner más que un ejemplo, pensemos en las separaciones que todavía la desgarran y que contradicen a su mensaje de reconciliación y de unidad. Sin embargo, esta Iglesia visible ha recibido una misión universal. Es «católica», en el sentido de que ha sido enviada a todos los hombres y de que concierne a la totalidad del hombre. Esta dimensión de catolicidad no es en primer lugar geográfica; es una nota de solidaridad universal que está presente en cada comunidad local. Nada de cuento es humano es extraño a la Iglesia. Por eso, ella se interesa por vocación congénita en todo cuanto se vive fuera de ella misma. La dinámica misionera que la mueve no es solamente cuantitativa, sino cualitativa. Donde no es posible la conversión al Evangelio, la Iglesia tiene sin embargo que desempeñar su función de testigo del Evangelio en el diálogo con las religiones y las culturas71.
71. Cf. Lumen Gentium 16, en donde la Iglesia subraya su vinculación histórica con los judíos y los musulmanes.
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El ser y la finalidad católicas de la Iglesia están al servicio de la salvación de todos. Son la dimensión visible del don del Espíritu y de la gracia a todos los hombres. En la Iglesia no deben separarse nunca el misterio invisible y la reunión institucional y visible: no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien formar una realidad compleja»72. Pero tampoco deben confundirse: no son coextensivas y su coincidencia perfecta será tan sólo escatológica, es decir, sólo se realizará cuando la Iglesia no viva ya el tiempo de la gestación militante de la salvación, sino que deje sitio al Reino. Porque pertenece a la Iglesia visible conducir más allá de ella misma. La causa final que la va forjando por dentro es la reunión escatológica de todos en Cristo. El don del Espíritu que la impregna está ordenado a esta segunda génesis el Cristo total. Volvemos a encontrar aquí la dialéctica ya evocada del pequeño número al servicio de la multitud13. En la Iglesia no pueden separarse el signo y la realidad. Sin embargo, la naturaleza del signo consiste en ser ridículo en su materialidad respecto a la realidad que lleva consigo. Por eso la categoría de sacramento merece aplicarse a la Iglesia con toda exactitud, a la vez para salvaguardar en ella la unidad de la institución y del don de Dios y para mantener —como en todo sacramento— la transcendencia absoluta de esc don respecto al signo visible. Por eso esta categoría puede recapitular aquello que la aproximación al misterio de la Iglesia por medio del relato nos hace percibir. El relato cristiano de la salvación: ¿una recuperación totalitaria? Así es el relato que la Iglesia puede hacer sobre la historia de la salvación en Jesucristo y finalmente sobre ella misma. Semejante relato cristiano de la salvación, estructurado en función de las tres iniciativas de Cristo en favor de los hombres desde el Alfa hasta la Omega de la historia y llevado por la Iglesia, ¿puede «confesársele» a un cristiano, sin ser recuperador? Este relato es deliberadamente inclusivo, es decir, intenta afirmar que ningún hombre está excluido de su alcance. Pero ¿no es en definitiva lotalitaria una pretensión semejante y no va cargada de una violencia tanto mayor cuanto se niega a reconocerse como tal? A estas preguntas hay que responder sin vacilar que la afirmación cristocéntrica del único mediador no es ni violenta ni recupe72. Lumen Genlium 8. 73. Cf. Y. CONGAR, Vaste monde ma paroisse, o. c, cf. tomo 1,400-402.
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radora. Al contrario, es un factor indispensable de credibilidad por su apertura radical a los demás y a todos. ¿Qué habría que decir del anuncio de una salvación que valiera sólo para el pequeño rebaño de unos elegidos bien determinados y abandonase tranquilamente a los demás en las tinieblas exteriores? Hagamos, en efecto, una contrapueba: si dialogo con el creyente de otra religión, es de primordial importancia saber cómo concibe él la posibilidad de mi propia salvación. El diálogo será posible precisamente en la medida en que su relato religioso tenga en cuenta mi situación. En efecto, ¿cómo dialogar con uno que nos rechaza de antemano en presencia del Absoluto? Lejos de sentirme «recuperado» por él, me sentiré honrado en la medida de su benevolencia y de los criterios según los cuales concibe mi salvación. Es entonces cuando nuestros relatos podrán intercambiarse sin violencia. Igualmente, si yo le digo que, según mi fe, todo el bien de que él vive le viene de Cristo y de su Espíritu, no por eso me lo anejo, sino que le expreso mi concepción de su vinculación con el Totalmente-Otro que nos transciende a él y a mí. Le digo que tengo necesidad de él para que la salvación sea verdaderamente la salvación; que si yo pienso que he de atestiguar con toda franqueza de mi fe y transmitirle la buena nueva del Evangelio, también tengo que recibir de él el testimonio de la gracia que ha recibido y quizás la revelación de un rostro del Evangelio que todavía está oculto para mí. No considero ni mucho menos al Espíritu que obra en él como a un espía que está preparando mi victoria, sino como a aquel que a través de nosotros dialoga en cierto modo consigo, a fin de reconciliarnos como hijos del mismo Padre. Pero el cristiano corre evidentemente el riesgo de patinar debido a la violencia y al pecado que siempre anidan en él. El impulso misionero puede degenerar en voluntad de poder, y la preocupación por la conversión puede convertirse en una coacción, incluso de tipo cultural. La Iglesia corre el peligro de invertir el orden de los valores y pensar más en la conversión a ella misma que en la conversión a Cristo y al Reine. Por eso, cuanto mayor es la «pretensión» que supone el papel que ella dice que representa es la historia de la salvación, tanto mayor tendrá que ser la humildad y la modestia con que hable de ello. El triunfalismo, reconocido justamente por el Vaticano II, noes una buena actitud. Contradice gravemente a la misión de la Igksia, recuperando para ella lo que no pertenece más que a Cristo. B relato cristiano de la salvación está ordenado a la reconciliaciónde los relatos de todos: si quiere ser oído y abrir el espacio necesario al relato del otro, tiene que
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tener también su parte de confesión de las faltas y renunciar a todas las formas de violencia, incluso a las más sutiles. Lo mismo que los relatos de Jesús y de Esteban, tiene que exponerse a la violencia de los otros sin el deseo de convertirla. Es lo que hizo Jesús con el centurión y, en cierta medida, Esteban con el joven Saulo que se convertiría en el apóstol Pablo.
CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS: LA IGLESIA SACRAMENTO
En la conclusión del capítulo anterior la consideración de Cristo como «sacramento de la salvación» nos ofrecía una categoría esencial que permitía comprender las modalidades propias de la causalidad de esa salvación. El relato de la Iglesia y de las maneras con que cumple su misión salvífica nos invita a asumir también para ella la categoría de sacramento, que pone de relieve la continuidad y la coherencia de un mismo misterio en sus diferentes fases. Hay que subrayar del mismo modo los umbrales de la discontinuidad, como es lógico, a fin de evitar toda asimilación indebida del papel de la Iglesia al de Cristo. Pero es legítimo decir que la salvación nos llega en la Iglesia según una economía análoga a la de su cumplimiento por Jesucristo. Al hacerlo así, coincido con lo que es un bien casi común de la eclesiología católica contemporánea. Desde mediados de siglo se ha hecho corriente en Francia y en Alemania (en donde esta fórmula había sido lanzada por primera vez por Schecben en el siglo XIX) hablar de la Iglesia como sacramento74. El concilio Vaticano II ha dado carácter oficial a esta expresión, presentando a la Iglesia como «sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»75, o «como un sacramento universal de salvación» 76 .
74. Cf. O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, Dinor, San Sebastián 1966 y K. RAHNER, La Iglesia y los sacramnetos, Herder, Barcelona 1967, en Alemania; Y. CONGAR, Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Esleía, Barcelona 1966 y H. DE LUBACAC, Meditación sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 1984, en Francia, enlre otros. 75. Lumen Gentium 1; Gauáium et Spes 42; cf. Lumen Gentium 9 y Sacrosactum concilium 26. 76. L.G. 48; G.S. 45; cf. Ad Gentes 5.
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La Iglesia sacramento: una doble analogía La verdad es que esta expresión exige cierto número de preocupaciones, ya que es doblemente analógica. Se trata en primer lugar de la aplicación analógica de un término técnico, que se reliere rigurosamente hablando a los siete ritos fundamentales, que corresponden a los gestos esenciales que Cristo realizó con el poder de su Espíritu para «hacer» a la Iglesia a través de los tiempos. «Sacramento» fue históricamente la traducción latina —debida a Tertuliano— del término griego «misterio». Esta palabra había conocido ya una evolución semántica desde su sentido bíblico, que designaba el proyecto global de salvación de Dios y en este marco la relación entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 32), hasta el sentido patrístíco en que los mysteria cristianos se referían ante todo a los nuevos ritos del bautismo y de la eucaristía. El término latino «sacramentum», bastante amplio al principio en su uso, por ejemplo en san Agustín, conocerá a su vez una lenta evolución semántica, hasta restringirse al septenario en el siglo XII. La Iglesia no es evidentemente un rito, sino un acontecimiento-institución, cuyo ser y cuyo obrar global son llamados analógicamente sacramento. Este empleo del término «sacramento» a propósito de la Iglesia, por otra parte, sólo se va abriendo camino en el diálogo ecuménico con cierta reticencia y con dificultad, debido a la aplicación tradicional de este término a Cristo. En efecto, conviene mantener firmemente la diferencia que existe entre el Cristo sacramento y la Iglesia sacramento. Lutero decía que «las Santas Letras no conocen más que un solo sacramento, que es el mismo Cristo Señor»77. En este mismo espíritu, K. Barth habla del «único sacramento que constituyen la historia de Jesucristo, su resurrección, la efusión del Espíritu Santo»78, hasta el punto de afirmar que el bautismo de agua no es un sacramento. E. Jüngel, en un estudio muy matizado sobre este tema, subraya la diferencia radical entre el Cristo sacramento «analogante», es decir, fuente y referencia original, y la Iglesia sacramento «analogado», es decir, derivado. En otros términos, Cristo es y sigue siendo el único sacramento fundador, mientras que la Iglesia en su totalidad compleja es el gran sacramento fundado. Hay que entender bien estas observaciones79. Entre tanto, por parte cató-
77. Dispulatio defide infusa et acquisita 18 (del año 1520): cd. Weimar 6, p. 86. 78. K. BARTH, Dogmalique IV, tomo 4: Le baptéme, fondement de la vie chr'wetienne, Labor et Fides, Ginebra 1969,26, p. 107. 79. E. JÜNGEL, Die Kirche ais Sakrament?: ZTK 80 (1982) 432-457.
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lica, la expresión de sacramento original (Ursakrament) se ha abandonado a propósito de la Iglesia y se ha reservado para Cristo. La Iglesia es designada ahora como «sacramento fundamental» (Grundsakrament), es decir, la matriz sacramental del don de los sacramentos de la salvación. En efecto, todo lenguaje sobre la sacramentalidad de la Iglesia tiene que respetar el señorío absoluto de Cristo sobre la Iglesia y los sacramentos. Cristo es el sacramento primordial, constituido como tal en virtud de la encarnación del Verbo, la única potencia activa, manifestada visiblemente en nuestro mundo, de toda la economía de la salvación. La Iglesia, por su parte, no es más que un sacramento «recibido» de Cristo y del Espíritu, es decir, que su ser y su obrar sacramentales son el fruto de un don gratuito, que sigue siendo radicalmente transcendente a ella, a pesar de que se le ha confiado como la fuente de su vida. Estos matices, precisiones y precauciones manifiestan al mismo tiempo el interés de este apelativo que se le da a la Iglesia. Si Cristo es el sacramento de Dios, la Iglesia es a su vez el sacramento de Cristo. Por este título, y sólo por él, la Iglesia es —si se la considera en relación con su origen— el sacramento de la gracia trinitaria y en este sentido el sacramento de Dios, Padre, Hijo y Espíritu. Si se la considera en relación con su vocación y su misión, es el sacramento del Reino, el sacramento de la salvación y el sacramento de la unidad del género humano.
nisterio de los sacramentos y el de la dirección de las comunidades. Está establecida sobre el relato que la funda, y ella a su vez lleva ese relato. No cesa de contarlo, en palabras y en actos. Su propia historia da lugar a un nuevo relato, aquel por el cual ella hace suyo el relato de su Señor. De este modo la Iglesia, portadora de la Palabra que cuenta el relato de Jesús, portadora y ministra de los sacramentos instituidos por Jesús, ha sido también ella puesta como un signo eficaz de salvación, por el testimonio de sus comunidades y de sus miembros. No es posible separar los elementos de este triple oficio y de esta triple misión. La Palabra de Dios que no llega hasta el fondo de ella misma en el sacramento sigue siendo incompleta, La consonancia entre el decir y el obrar en la Iglesia descansa fundamentalmente en la consonancia entre la Palabra y los sacramentos, es decir, en la que existe entre el decir y el obrar de Jesús. Pero esta consonancia tiene que hacerse en ella existencial, es decir, que su obrar y por tanto su propio relato estén de acuerdo con la Palabra que anuncia y con los sacramentos que celebra. El relato existencial de la Iglesia tiene también un valor sacramental.
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Del reíalo al sacramento Esta categoría de la Iglesia sacramento corresponde muy bien a la intención de una teología del relato. Porque el sacramento es a la vez signo y causa o instrumento. En cuanto signo, es también relato, como hemos visto. Por tanto, si está en causa como signo, también estará en causa como relato. Cristo sacramento es un acontecimiento que da lugar a un relato cuya fecundidad salvadora se ejerce según una causalidad de tipo simbólico, que demuestra su propio contagiopor la conversión d e las libertades. La Iglesia sacramento es a suTOZla institución fundada sobre este acontecimiento, que tiene la tarea de anunciarlo y hacerlo presente en todos los tiempos y lugares. La Iglesia ha sido establecida como el signo y el instrumento visible de la única mediación de Cristo. Porque es preciso que el don irreversible de Dios en Jesús tenga presencia y visibilidad siempre y en todas partes. La Iglesia es un instrumento en manos d« Cristo, porque ejerce la predicación de la Palabra, el mi-
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Esta afirmación no tiene nada de pelagiana: no instituye a la Iglesia como un sacramento anuncio de la salvación y no hace reposar la eficacia propia de los sacramentos en la santidad de los ministros o de la comunidad. Dice solamente que el don de la gracia y de la salvación que se nos ha dado en Jesucristo ejerce su eficacia en aquellos que están llamados a ser sus testigos y sus profetas. Este don está atestiguado por la conversión de sus libertades. Pero nosotros sabemos que en el orden de las libertades en devenir la gracia es siempre una tarea. El don se traduce entonces en exigencia y en deber-ser, según una dialéctica necesaria. Porque sólo Aquel que es sin pecado y perfectamente santo puede invitar de manera creíble a la conversión; pero la Iglesia, que sigue estando formada de hombres pecadores, no puede hacerlo en verdad más que sobre el fundamento de una conversión que supone el momento de confesión de sus faltas. En este sentido es como la Iglesia puede ser llamada sacramento global, signo e instrumento de salvación. Todo en ella, en cuanto que es el cuerpo de Cristo, participa de la eficacia del acontecimiento de Jesús, en la medida de su propia conversión. Por su propia proexistencia, ella es el sacramento de la proexistencia absoluta de Jesús.
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La Iglesia, sacramento y símbolo Todo sacramento es signo visible de la gracia invisible. Todo sacramento es la visibilidad de un acontecimiento invisible que lo supera radicalmente. Éste se verifica de forma eminente en la liturgia eucarística, en donde lo visible y lo significante (la reunión de los fieles, la palabra, la plegaria eucarística, la fracción del pan y la comunión) no tienen ninguna medida en común con lo invisible y lo significado (memorial sacramental del sacrificio de Jesús y en último lugar constitución del pueblo de Dios con cuerpo de Cristo). Como gran sacramento de la salvación, en el sentido señalado más arriba, la Iglesia remite también ella a una realidad que la supera infinitamente. Porque los sacramentos «encierran... esa realidad misteriosa en que el mismo Dios que intervino en la historia de los hombres viene a ellos, bajo el velo y la transparencia de los signos, para atestiguar su presencia y vivir con ellos y en ellos como su aliado»80. Al mismo tiempo velo y transparencia: eso es lo propio del sacramento. Un velo siempre denso a los ojos de la realidad, una transparencia tenue y frágil que le otorga su carácter de signo y que salva el vínculo de la eficiencia. Porque «el signo sacramental expresa a la vez una distancia y un vínculo efectivo entre la expresión visible y la realidad invisible esperada»81. O también, «hablar de signo vivo a propósito de la Iglesia», y lógicamente de sacramento, «es describirla a la vez como el lugar de la presencia y el de la distancia. Esta tensión se resolverá en el cara a cara del Reino acabado en el que no habrá ni templo, ni signo (cf. Ap 21, 22). En la Iglesia, por el contrario, hay distancia entre el cuerpo y la Cabeza, o sea, Cristo que es su juez; hay distancia entre la Iglesia y el Evangelio que sigue siendo su norma, entre la Iglesia y el Reino que es su término. La distancia sigue en pie, a pesar del don real del Espíritu a la Iglesia»82. La atribución del término de sacramento a la Iglesia puede contribuir a ponerla al abrigo de la tentación de identificarse con Cristo. Todo esto resulta hoy sin duda más comprensible a partir de la nueva acepción del término símbolo. Hasta hace poco la categoría de símbolctenía un sentido tan extenuado (¡lo que es simbólico no tiene realidad!) que su utilización en teología creaba un malestar inmediato. Puede ser distinto hoy, cuando la reflexión, tanto filosófi80. Groope des Dombes, L'Espril Saint, l'Église et les Sacrements, Presses de Taizél979,n'25. 81. Ibid.j9 22. 82. Ibid.,aBS5.
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ca como teológica, le ha vuelto sus títulos de nobleza. El símbolo es eminentemente real: «El símbolo dice más que el signo y abarca toda la panorámica del antiguo término de misterio. Es propio de las intervenciones de Dios en la alianza que ha establecido con su pueblo concederle vivir los acontecimientos visibles de nuestro mundo su presencia transcendente y su acción de salvación. Por tanto, hay símbolo, ya que se ha echado un puente entre la cara visible de la creación y el designio de Dios realizado en la alianza»83. Así, pues, es perfectamente legítimo hablar de causalidad simbólica a propósito de los sacramentos. La categoría de símbolo permite también comprender algo del papel de la Iglesia respecto a la salvación universal de la humanidad. La Iglesia, sacramento de la comunicación La salvación es fundamentalmente la autocomunicación amorosa de Dios al hombre, que exige por parte de éste la comunicación de sí mismo a Dios, es decir, su sacrificio. La salvación ha tomado rostro en la comunicación que Dios nos ha hecho de su Verbo y en la «proexistencia» de éste hasta la muerte. En Jesús, el Verbo encarnado, la Palabra de comunicación es acto. La revelación de Dios se hace historia y su identidad pasa por el relato. El sacrificio de Cristo, como don absoluto de sí mismo a Dios, como hemos visto, se inscribe en el movimiento descendente por el que Jesús se da a sus hermanos. La misma estructura de comunicación impregna el ser de la Iglesia y le indica su vocación. La misma lógica de una soteriología descendente se ejerce tanto en la economía sacramental como en la sacramentalidad global de la Iglesia. El modelo original de toda causalidad sacramental es el de la cruz de Jesús, sacramento del sacrificio de la humanidad84. La Iglesia es el sacramento fundado o el signo vivo del don de Dios a los hombres; y es sobre la base de este don como puede ella vivir el sacrificio existencial que la hace volver con todo su ser a Dios. Ella es el sacramento contagioso de la conversión de las libertades, por la comunicación de la Palabra y de los sacramentos, pero también a la medida del amor que la anida y la hace «comunicante» con todos los hombres de buena voluntad. La salvación es para ella una cuestión de comunicación y de conta-
83. /¿>¿¿.,n523. 84. Cf. Y. DE MONTCHEMIL, Mélanges théologiques, Ambier, París 1946, 53.
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gio. Es para escuchar no solamente el relato de Cristo, sino para escuchar su propio relato, por lo que el mundo la espera. Por este título pudo ser legítimamente llamada por el Vaticano II sacramento de la unidad de toda la humanidad. Su vocación la empuja siempre más allá de ella misma. Ella no puede considerarse como su propio fin. Reconciliada por Cristo y en camino de reconciliación, está al servicio de la reconciliación de todos los hombres, dimensión necesaria de su salvación. Por eso la gran tarea de la unidad de todos los cristianos no es un simple asunto eclesial; es una tarea indispensable al servicio del mundo85.
19 El relato total: del origen al fin
Hacia el Alfa y el Omega de los tiempos
85. Así pues, el papel de la Iglesia es el de una libre cooperación en la salvación, que al mismo tiempo es hecha posible y pedida por gracia. Según esta lógica hay que comprender la cooperación de María en la salvación que, si es perfectamente original en cuanto a su misión, no por ello constituye una excepción al principio cristiano de la justificación por la fe. Porque ha sido «llena de gracia» (Le 1, 28), María pudo responder con toda su fe a lo que se le pedía. «Seducida» por la proposición que se le había hecho desde el comienzo del acontccimienlo de Cristo, María entró en el relato de Jesús para hacer de él su propio relato. Cf. B. SESBOÜÉ, Pour une théologie oecume'nique, o. c, 377-404.
Todo relato tiene un comienzo y un fin. Pero nuestros relatos siguen estando inscritos en la trama de un relato más amplio que los engloba. En nuestras historias hay siempre un antes y un después. Cuando se trata de una salvación, de la que al mismo tiempo se afirma su carácter absoluto y universal, el relato tiene que remontarse a los orígenes y conducir a la escatología: tiene que llegar a un «antes sin antes» y a un «después sin después»1. A partir de los relatos de la salvación que han venido de en medio de nuestra historia, tenemos que llevar a cabo ahora el doble movimiento hacia el Alfa y el Omega de nuestro tiempo, es decir, el momento inaugural y el momento del cumplimiento último. «La temática de la creación, cuando explica los orígenes o cuando señala el panorama del nuevo cielo y la nueva tierra, se desarrolla por medio de historias y de narraciones... Del "principio" y del "fin" sólo se puede hablar de forma narrativa o, más bien, prenarrativa», escribe J.B. Metz2. El relato pertenece aquí al género «mítico», en el sentido positivo de la palabra, por la sencilla razón de que el origen en cuanto origen y el fin en cuanto fin se escapan de las manos de toda historia histórica. Puede incluso aceptarse la tesis de que «todo comienzo sigue siendo inaferrable como tal, tanto si es absoluto como relativo»3. Lo mismo que ocurre con cada uno de nosotros, tampoco la humanidad es contemporánea ni de su principio ni de su fin; esto es, ha tomado conciencia 1. Cf. G. FESSARD, L'hisloire el ses trois niveauxd'historíale: Sciences ecclésiastiques 18 (1966)329-357. 2. J.B. MBTZ, La fe en la historia y la sociedad. Esbozo de una teología política fundamental para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 1979, 214-215. 3. P. GIBERT, Bible, mythes el récits de commencemenl, Seuil, París 1986,29.
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de sí misma después de que estaba ya allí, y en el plano empírico, no estará ya allí para contar su fin. Es en la esfera de la transcendencia donde el comienzo y el fin plenamente venido serán un eterno presente: su relato eterno se convertirá en una alabanza perpetua, de la que los salmos pueden darnos una imagen anticipadora. Pero los relatos de los que hablamos tienen su origen en el tiempo y nos alcanzan en el tiempo. Cuando el acontecimiento religioso narrado se sitúa en los límites de nuestra historia y se refiere a lo que la funda y la cumple suprimiéndola, no disponemos de ningún soporte ni histórico ni cósmico. El relato de lo anterior no se apoya en ningún recuerdo; y a fortiori el de lo posterior no puede ser más que una anticipación. Por tanto, estos relatos tienen valor de revelación bajo una forma a la vez simbólica y mítica. Se expresan en un género literario original, en donde el comienzo absoluto se «reconstituye» o se «deduce»4, de alguna manera, a partir de la experiencia de las cosas y de la vida. Por eso mismo se les llama relatos «etiológicos», es decir, relatos que tienen la finalidad de decirnos por qué las cosas son lo que son y qué sentido pueden tener. Según esta lógica, es como expresan una verdad que es del orden de la transcendencia y que sigue siendo inaccesible a otro discurso. Se suele decir que los extremos se tocan. En efecto, existe una correspondencia y un continuo ir y venir entre el Alfa y el Omega del relato de la salvación. Lo que es proyecto y designio en el origen es cumplimiento al final. Así pues, el fin se anticipa en los relatos del comienzo e Ireneo tenía una profunda intuición de ello cuando decía a propósito del primer capítulo del Génesis: «Éste es al mismo tiempo un relato del pasado, tal como se desarrolló, y una profecía del futuro»5. Y al revés, el origen se revela en toda su plenitud al final de la historia, de la que recibe su luz. Esta correspondencia está impregnada de toda una dialéctica de la creación y de la salvación. La creación es ya un acto de salvación y la salvación es a su vez una recreación o una creación nueva. La génesis de esta nueva creación tiene ya un valor escatológico, puesto que con el acontecimiento de Jesús está ya presente el final de los tiempos. Finalmente, la escatología plenamente realizada se nos presenta bajo la imagen de unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Ap 21). 4. Ibid., 46-48. 5. IRENEO, Adv. haer. V, 28,3.
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I. LOS RELATOS DE LA CREACIÓN
La creación vista por la Biblia y por la ciencia Nuestra época vive apasionada por los recientes descubrimientos de la astrofísica y amplía radicalmente los conocimientos que podíamos tener de la génesis de nuestro cosmos. El universo se nos presenta según una inmensidad vertiginosa en el espacio y en el tiempo; a esa escala parece cada vez más extraño al hombre, perdido en una región minúscula, mientras que ese mismo hombre permanece extraño para él. Ha podido decirse que el hombre es un nómada al margen de la naturaleza. Todos estos datos, que marcan una gran distancia frente a la visión bíblica de la fe, exigen precisar debidamente el alcance de las afirmaciones de ésta. A propósito del universo, el mundo científico y los medios de comunicación que divulgan sus descubrimientos utilizan de buen grado la palabra «creación». Pero lo hacen tomando el término en un sentido muy diferente del de la Biblia y la fe. La creación en sentido científico es lo que se refiere al conocimiento del comienzo temporal o de la génesis del cosmos, de la estructura de sus elementos, así como de los orígenes de la vida y de la aparición del hombre en la tierra. La creación en el sentido que le da la Biblia y la fe es la revelación del origen y del fin según su sentido. Nos sitúa de antemano en el nivel del comienzo absoluto que es el de Dios, de ese «antes sin antes» de la eternidad divina: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1, 1), a lo que corresponde el prólogo de Juan: «Al principio era el Verbo» (Jn 1, 1). La creación, tomada en este sentido, es una noción ligada a un acontecimiento de revelación. La filosofía griega no había llegado a ello, puesto que veía el cosmos como el resultado de una emanación más o menos necesaria y degradada de los primeros principios. Luego, la reflexión filosófica, la de santo Tomás por ejemplo, convertirá esta idea en un concepto racional. En su sentido revelado, el término de creación nos dice que este mundo tiene un autor, Dios, que lo puso libremente a partir de nada, con vistas al hombre a quien deseaba comunicarse a sí mismo como a un aliado libre. Nos dice que este mundo tiene un comienzo y un fin y que es el teatro de una historia. La creación no se refiere solamente al instante primero del cosmos, sino al origen constante del universo, que depende perpetuamente de la iniciativa creadora de Dios. Por tarto, es urgente superar una confusión que reina generalmente en los espíritus entre los dos sentidos del termino
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«creación». No se trata, sin embargo, de caer en un cómodo dualismo, asentando una distinción simple entre relatos con un valor exclusivamente religioso e investigación de carácter exclusivamente científico. Esta concepción de los campos del saber es ciertamente posterior a los escritos bíblicos. En su tiempo, éstos se servían de todos los recursos de su conocimiento del mundo para dar cuenta de su origen. Eran una búsqueda de «unidad y de coherencia», que tenía una «pretensión totalizante»6. Por su parte, la ciencia moderna, llevada igualmente por una búsqueda de unidad y de coherencia, no puede menos de enfrentarse con unos problemas que constituyen para ella otros tantos pasos al límite. También ella procede por deducción. En el orden de la representación no puede tampoco escaparse totalmente del género del relato para decir lo que «pasó» al principio. Sin embargo, el centro de gravedad de estas dos visiones no es el mismo. El espíritu científico propiamente dicho nació a partir del momento en que se pasó de las cuestiones globales del «¿por qué?» a las cuestiones circunscritas del «¿cómo?». Pero enconces nació una grave confusión por el uso indebido que se hacía de ios Télalos bíblicos, pidiéndoles que respondieran a unas cuestiones que no se habían planteado y que tapasen el agujero del conocimiento científico. Cuando más se desarrollaba éste, más irreductible se mostraba la contradicción entre visión científica y visión bíblica del mundo. Semejante exigencia se basaba en un anacronismo cultural que no podía menos de conducir a falsos antagonismos o a malos concordismos. Hoy los dos términos de creación se refieren sin duda a la misma realidad y se dirigen a los mismos hombres, pero según puntos de vista originales que no coinciden de manera inmediata, por la sencilla razón de que el conocimiento de fe no puede sumarse simplemente al conocimiento científico. El primero compromete al hombre en cuanto hombre, que busca y recibe el sentido de su propia existencia en el mundo; solicita la acogida de su libertad y su fe, ya que le habla de Dios y de su acción transcendente. El segundo es obra del sabio en cuanto sabio, que utiliza unos procedimientos rigurosos que definen un objeto y un método cuyos límites conoce perfectamente. Por hipótesis, semejante co6. P. GIBERT, o. c, 84, en quien me inspiro.—El mismo autor subraya, por otra parte, las numerosas diferencias que distinguen la economía —o los escenarios— de los dos relatos de creación (orden de producción de las criaturas, clima de la redacción, etc.). El primero subraya más la armonía original; el segundo es más dramático y forma cuerpo con el relato del pecado.
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nocimiento no puede encontrarse con Dios. La astrología se convirtió en astronomía desde el momento en que la ciencia naciente dejó de hacer intervenir a Dios para tapar las brechas de unas hipótesis todavía insatisfactorias. La ciencia intenta comprender el cosmos tal como hoy se nos presenta, tal como aparece, al mismo tiempo maravilloso pero extraño y hasta hostil al hombre, tal como el hombre es capaz de estropearlo. Pero sus procedimientos no le permiten decir por qué es así en última instancia y cuál es el lugar y el sentido del hombre en el seno del universo. Sin embargo, el sabio es un hombre que, en cuanto hombre, se plantea las cuestiones últimas, del mismo modo que el creyente está inevitablemente marcado por el espíritu de su tiempo, que le impulsa a buscar una coherencia entre el conocimiento científico y la visión bíblica. La Biblia, por su parte, nos propone la revelación del proyecto de Dios sobre el hombre y sobre el mundo; nos dice que la creación, en cuanto que ha salido de las manos de Dios, es buena y armoniosa. Pero el pecado ha venido a romper esta armonía y ha afectado no solamente a las relaciones del hombre con Dios, con los demás y consigo mismo, sino también a su relación con el cosmos. En el marco de esta relación herida, del que no podemos escaparnos como tampoco podemos escaparnos de nuestra sombra, es como tenemos hoy un poder de conocimiento y de acción sobre el mundo para llevarlo a su fin. «La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 20-21). Las dos secciones del Génesis Hay un corte muy claro que separa dos secciones muy diferentes en el libro del Génesis. Los once primeros capítulos, que hablan de los orígenes de la humanidad no pertenecen al mismo género literario que los relatos de los patriarcas. Las dos secciones están unidas con ayuda de una genealogía, que va desde Sem, hijo de Noé, hasta Abrahán. Esta construcción tiene un sentido. Abrahán, el hombre de la promesa. Aquel por quien comenzó el relato del Antiguo Testamento, el padre del pueblo elegido de Israel, es también un hijo de Adán. Por medio de él queda situada la historia de la elección en el seno de la historia universal. «No todos los hijos de Adán son hijos de Abrahán, pero todos los hijos de Abrahán son hijos de Adán. El primer judío es un pagano elegido: su
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propia biografía queda cortada según los dos segmentos del Génesis, a los que pertenece por una parte y por otra... La elección se concibe como una diferencia en la que el elegido se enfrenta con lo universal. Y él lo sabe»7. La elección de los hijos de Abrahán está al servicio de la salvación de los hijos de Adán. Estas reflexiones iluminan al mismo tiempo hacia adelante los relatos de los patriarcas, con quienes comienza la historia sagrada de la iniciativa salvífica de Dios entre los hombres, y hacia atrás la creación universal. Proyecta en los orígenes, en beneficio de toda la humanidad, el designio salvífico divino, inscrito ya en el acto de la creación del hombre. El primer relato de la creación (Gen 1) «Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia» (Sal 19, 2-3). Para el salmista el despliegue del cosmos es en sí mismo un relato que canta la gloria de Dios. Por eso no es de extrañar que el primer relato del origen del mundo —aquel que, de fuente sacerdotal, sirve de pórtico al gran libro de la Biblia— sea también un poema en alabanza del Creador. Nos describe la creación en una serie de estrofas rítmicas como la obra más buena y hermosa ejecutada por Dios en seis días de «trabajo» y concluye con la consagración del día séptimo como día de descanso. ¿Cómo crea Dios? Poniendo orden y dando así sentido al caos inicial. Para ello, Dios empieza separando8: separa la luz de las tinieblas (operación repetida por segunda vez a propósito de la creación de los astros y de las dos grandes lumbreras), las aguas de arriba de las de abajo, luego éstas del elemento seco, la tierra. Sobre este horizonte con unos límites ya firmes y estables, Dios va creando la vida según la escala de los seres: el orden vegetal, con cada una de sus especies bien distinta de las otras en su naturaleza; luego el orden animal: las aves, los peces, el ganado, los reptiles y las bestias salvajes según la misma distinción de las especies. Finalmente, para coronarlo todo, Dios crea al hombre, varón y mujer, dándole poder para «gobernar» los animales del
7. P. BEAUCHAMP, Le récil, la lellre el le corps. Essais bibliques, Cerf, París 1982, 205.
8. P. BEAUCHAMP, Création eí séparation. Étude exégétique du chapitre l 9 de la Gánese, Aubier/Le Cerf, París 1969.
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universo y la misión de llenar y dominar la tierra. La obra acaba finalmente con una nueva separación, la de los seis días ordinarios o «laborales» y el día santo del sábado, consagrado al descanso. Las estrofas del poema están bajo el ritmo de un estribillo que se repite con la mención de cada uno de los días: «Y atardeció y amaneció». Este estribillo va asociado a una contestación admirativa repetida varias veces: «Y vio Dios que estaba bien». La tarde del día sexto Dios dice incluso que todo estaba «muy bien», que era espléndido. Así pues, la obra de la creación es la de un Dios bueno, que con un acto personal y libre ha creado un mundo totalmente bueno y se lo ha dado al hombre. En esta obra no queda lugar alguno para el desorden, el mal o la violencia. Es en otra parte en donde habrá que buscar el origen del mal y de la falta de armonía que todos experimentamos. «Al principio no fue así» (Mt 19, 8), podemos decir en este caso como dijo Jesús al proclamar la indisolubilidad conyugal9. Toda la composición está dirigida por un esquema: la obra de Dios es la victoria de su omnipotencia sobre el sinsentido del caos original, simbolizado aquí por lo que es desierto, informe y vacío, y en los salmos por la existencia de monstruos marinos. Esta representación imaginada de las cosas nos presenta la creación como un combate y anuncia a su manera que la salvación y la nueva creación serán también el fruto de un combate. El que separa las aguas de arriba de las aguas de abajo y luego las aguas de la tierra es también el que partirá las aguas del mar Rojo para hacer que aparezca en medio de la tierra seca, a fin de liberar a su pueblo. Es ya aquel que se compromete por el hombre con el don de la simple estabilidad de las cosas, ya que ha fundado la tierra para que esté firme. Él es ya desde entonces el Salvador10. La creación es también una obra de la Sabiduría. Dios lo dispone todo con arte para el bien del hombre: «Con la Sabiduría fundó Yahvéh la tierra, consolidó los cielos con inteligencia; con su ciencia se abrieron los océanos y las nubes destilan el rocío» (Prov 3, 19-20). Los libros sapienciales llegarán incluso a personificar esta presencia de la Sabiduría al lado de Dios en el momento de la creación: «Yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia todo tiempo, jugando por
9. Cf. P. BEAUCHAMP, La création, acíe personel a"un Dieu qui se nomme: Unitc des chrétiens 75 (julio 1989) 16. 10. Cf. P. BEAUCHAMP, ibíd., 15, en donde me inspiro.
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el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8, 30-31). La tradición cristiana verá en esta Sabiduría personificada la prefiguración del Verbo. ¿No ha sido creado todo por la Palabra de Dios, puesto que «al principio dijo Dios...»? Esta obra, por otra parte, encierra ya un elemento de Ley: Dios da al hombre las plantas como alimento, todo el orden vegetal, pero no los animales: invita igualmente al hombre a parecerse a Dios respetando también él el sábado11. La creación del hombre y de la mujer adquiere un relieve particular respecto al resto del universo. Aquí ya no basta una orden simple: Dios delibera de alguna forma consigo mismo diciendo: «Hagamos al hombre...» Además, rasgo único entre todos los seres creados, el hombre es creado a imagen y según la semejanza de Dios. Este paralelismo bíblico de las dos expresiones ha dado lugar a numerosas especulaciones entre los padres de la Iglesia, identificando unos y distinguiendo otros la imagen de la semejanza12. Sea de ello lo que fuere, nos encontramos aquí con el fundamento de toda antropología cristiana. Ya que pertenece al ser mismo del hombre estar hecho a imagen de Dios. Con sus ser toca lo divino, participa del misterio de Dios. Este carácter divino inscribe en el hombre una vocación a conocer, a amar y finalmente a ver a Dios. En el otro extremo de la Biblia san Juan se hace eco de esta declaración inicial: «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). La creación es también la profecía del último cumplimiento. El origen del hombre indica su fin. Igualmente, el hombre recibe de Dios el mandato de guardar la creación: es una capacidad que lo marca como imagen del Dios creador y todopoderoso. Recibe una autoridad real sobre los demás vivientes y sobre la tierra, pero esta autoridad es una gerencia, una custodia, no una soberanía. En otras palabras, esta gestión lleva consigo una responsabilidad, de la que tendrá que dar cuenta en función de su vocación.
bre y del hombre a Dios. La cima de toda vida de amor, ¿no consiste precisamente en la presencia mutua? El fin de la creación es la contemplación. Su fin último no es ni el hombre ni el trabajo del hombre, sino la gloria de Dios celebrada en el sábado con el hombre. «La consumación de la actividad creadora —escribe J. Moltmann— es el reposo; la consumación del hacer es el existir. La creación es la obra de Dios, pero el sábado es la existencia presente de Dios. La voluntad de Dios se expresa en sus obras, pero la esencia de Dios se hace ostensible en el sábado... El sábado no es un día de la creación, sino el "día del Señor"»13. En otras palabras, el sábado —según R. Marlé— «es la institución de la gracia: de un orden de gratuidad y de libertad en la participación de la misma vida íntima de Dios»14. Por esta razón el sábado, del mismo modo que el éxodo, es un arquetipo de la liberación: «El éxodo de la servidumbre a la tierra de la libertad es el símbolo pacífico de la libertad exterior. El sábado es el símbolo pacífico de la libertad interior»15.
Aunque la creación del hombre es la cima y la coronación de la obra de los seis días, el relato no se detiene en el día sexto. El día séptimo Dios descansa. Bendice y consagra ese día, es decir, le pide al hombre que también él descanse. Porque el trabajo de Dios y el trabajo del hombre no son un fin en sí mismo. La creación está ordenada a algo distinto, a la presencia de Dios al hom-
11. Cf. ibid., 17. 12. Cf. tomo I, 220-223.
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El segundo relato de creación: el hombre y la mujer (Gen 2) El segundo relato de creación, de origen yahvista y más antiguo que el primero, concentra su atención en la creación del hombre y la mujer. Dios se convierte aquí en alfarero: «trabaja» el polvo de la tierra para modelarlo y darle forma; luego le sopla el aliento de la vida. Así pues, el aliento de vida que anima al hombre es una primera comunicación de la vida misma de Dios. Refiriéndose a este texto, Ireneo se complace en hablar del hombre con todo el cariño que le presta a Dios para con «la obra modelada por él» (plasmatio). Pero sobre todo establece un paralelismo entre el nacimiento del primer Adán y el del nuevo, discerniendo la correspondencia simbólica entre Adán, modelado por las manos de Dios a partir de una tierra virgen, y Jesús concebido en el seno de una virgen por la acción del Espíritu Santo16. En otras palabras, la creación del hombre es una profecía de la encarnación. Dios crea a Adán, «el hombre psíquico», con vistas a salvarlo por Cristo, «el hombre espiritual»: «En efecto, puesto que ya existía aquel que salvaría, era preciso que viniera también a la existencia el que 13. J. MOLTMANN, Dios tn la creación. Doctrina escolástica de la creación, Sigúeme, Salamanca 1987, 292. 14. R. MAKLÉ, La créalieti, doctrine de salut: Catéchese 106 (enero 1987) 24. 15. J. MOLTMANN, O. C, 298.
16. Cf. lRENEO,Adv.feier.ni, 18,7; rn, 21,10.
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habría de ser salvado, para que ese Salvador no estuviera sin razón de ser»17. Toda la economía de la salvación está intencionalmente presente en el acto inaugural de la creación. En cuanto a Tertuliano, al meditar sobre el misterio indicado en el extraño trabajo de Dios que, en vez de dar simplemente una orden, parece como si acudiera a su taller y se arremangara los brazos, hace una reflexión que termina con una frase fulgurante: «Era tan grande la empresa que esta materia tenía que ser objeto de un trabajo. En efecto, es tanto más digna de honor en cuanto que Dios la toma con su mano, la toca, la amasa, la perfila y la modela. Represéntate a Dios ocupado por entero en dar figura a la obra de su mano: aplica a ello su inteligencia, su acción, su consejo, su sabiduría y su providencia, y ante todo su afecto. Porque todo lo que estaba impreso en este barro era el pensamiento de Cristo, el hombre que habría de venir, el Verbo hecho carne, que por entonces no era más que barro y tierra»18.
Quizás piensen algunos que estas exégesis van infinitamente más lejos que el texto. Sin embargo, no fue Ireneo el que inventó el paralelismo entre Adán y Cristo; Ireneo no hace más que explotar la idea paulina, que construye una historia de la salvación a partir de las dos figuras cabezas de la humanidad. La interpretación profética del Antiguo Testamento por obra del Nuevo se remonta hasta el origen del mundo y del hombre. Después de crear a Adán, Dios planta para él un huerto en el Edén, con la misión de cultivarlo, guardarlo y poder alimentarse de todos sus frutos, con excepción del árbol del bien y del mal. Este huerto rico en aguas, en plantas, en aves del cielo y animales del campo, en piedras preciosas, no pertenece a nuestro espacio-tiempo. No puede localizarse en nuestra tierra. No hay que preguntar dónde, cuándo y por cuánto tiempo duró esta situación paradisíaca. Se trata de un paso al límite de las maravillas de la creación, una super-naturaleza desprovista de esos aspectos hostiles que conocemos en ella. Es un «paraíso», es decir, un mundo de armonía, de felicidad y de transparencia, de comunión espontánea, en donde el hombre podrá encontrar en el amor no solamente a la mujer, sino también a Dios, que se pasea a la brisa del atardecer. Este paraíso terrenal es también una profecía, la del paraíso escatológico. Su descripción expresa en imágenes un proyecto de Dios, un proyecto que hay que situar ya en el origen, aun cuando lo
17. íbid.,m,22.3. 18. TERTULIANO, De resurr. carnis VI: P.L. 2, 802.
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que cuente sólo llegará a ser efectivo al final de los tiempos. Según su proyecto, Dios da al hombre a sí mismo, a fin de poder comunicarse con él. El verdadero paraíso, que tomará entonces el nombre de unos cielos nuevos y una tierra nueva, será la culminación de lo que inaugura la creación primera del hombre en el huerto del Edén. Puesto que el hombre tiene vocación de ser persona, no puede estar solo. Necesita una compañía válida y bien dotada. Pues bien, ninguno de los animales que Dios hace desfilar ante Adán, para que ejerza sobre ellos su autoridad dándoles nombre, es capaz de convertirse en la ayuda concedida a sus deseos. Dios hace entonces que caiga un profundo sueño sobre el hombre, toma una de sus costillas y la modela en forma de mujer para presentársela. Y el hombre, en un grito de gozo, la reconoce como semejante y le da el hermoso nombre de esposa. Adán se siente maravillado ante este juego misterioso de la identidad y de la alteridad: la que le es absolutamente semejante sigue siendo absolutamente diferente, y es esta diferencia la que le permite no hacer más que una sola cosa con ella. Desde la creación, la institución del matrimonio se presenta como una realidad de amor. Los que vienen de la misma carne son llamados a hacerse una sola carne. Esta relación recuerda simbólica y pedagógicamente la relación que Dios desea establecer con el hombre, en donde la imagen y la semejanza se inscriben igualmente en el seno de la diferencia absoluta entre el ser creado y su creador. Relato profético, una vez más, puesto que Yahvéh intentará hacer del pueblo que ha escogido su propia esposa; y porque del costado abierto de Jesús, el nuevo Adán dormido en la cruz, brotarán la sangre y el agua que darán vida a la Iglesia. Este relato es más intimista que el primero. Subraya el papel paterno del Creador, preocupado por dar al hombre todo lo que necesita, después de haberle transmitido su propio aliento y para darle la vocación del amor. Los efectos de sentido de los relatos de la creación ¿Cuáles son los «efectos de sentido» de estos relatos? Se trata de relatos «etiológicos», es decir, que tienen la finalidad de decirnos la causa y la razói de nuestra existencia al mismo tiempo que el porqué del mundo, Tienen también un valor de «anamnesis»: intentan hacer presente a nuestra memoria algo que desborda todo recuerdo posible. Su finalidad es ante todo religiosa; aunque tienen un sentido metafísico, no nos ofrecen ninguna especulación
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abstracta. Nos dicen una cosa muy sencilla: «El mundo es la cita del hombre y de Dios»19. Porque la creación no es una simple cosa, un objeto bruto, una naturaleza neutra dejada al capricho arbitrario del hombre. Es un regalo, un don gratuito hecho por Dios a la humanidad. Es el fruto de un acto personal y libre de benevolencia. Fruto de una palabra, sigue siendo palabra, invitación y mensaje. Toda palabra se dirige a alguien: ese alguien es el hombre, con su vocación a ser persona, receptor de ese don personal. La creación es también promesa de estabilidad, de orden y de sentido. Por parte del hombre es vocación y programa, no sólo porque su trabajo tiene que humanizarlo, sino también porque a través de ella el hombre tiene que entrar en relación de conocimiento y de amor con Dios. Esto significa que la creación tiene ya todos los caracteres de una alianza. El proyecto de Dios es un proyecto de don y de comunicación. Al infundir su propio aliento en el hombre, se lo da ya a sí mismo. La creación del hombre es el primer tiempo del don que Dios hace de sí mismo al hombre. Lleva ya en sí toda la estructura de la salvación, de la que ella no es más que el primer tiempo. Por eso el Nuevo Testamento y tras él todos los padres de la Iglesia harán una lectura cada vez más formalmente trinitaria de la creación. ¿No lo ha creado todo Dios por su Verbo y su Espíritu?
Buena Noticia en el anuncio de un encerramiento general y a priori de la humanidad en la desgracia y en la condenación. Pues bien, no es el pecado el que nos revela la salvación, sino la salvación la que nos revela el pecado del que nos salva. Tan sólo a la luz de la salvación podemos no desanimarnos ante el pecado. Por eso la reflexión sobre el pecado viene al final de esta obra. El misterio de la salvación, cuando se remonta hacia el origen de las cosas y franquea los límites de nuestra historia actual, nos revela ante todo la profundidad y la bondad del designio creador de Dios y luego la seriedad del pecado que mancha al hombre.
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II. LOS RELATOS DEL PECADO
Ya hemos visto cómo la salvación cristiana es al mismo tiempo liberación del mal y plenitud de vida20, liberación y divinización. La experiencia dolorosa del mal nos pone a la vez en presencia de nuestra finitud y del misterio del pecado que es la lepra de nuestra libertad. Por eso no es posible desarrollar una teología de la salvación sin enfrentarse con el problema del pecado. Pero es importante respetar el movimiento doctrinal, que corresponde por otra parte al movimiento de de la revelación bíblica, que va de la salvación al pecado y no del pecado a la salvación. Este último itinerario ha marcado por mucho tiempo a la teología, a la predicación y a la catequesis. Ha cambiado muchas veces el mensaje de la
19. P. BEAUCHAMP, Parler d'Écritures sainles, Seuil, París 1987, 89. 20. Cf. tomo 1,24-35.
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Incluso antes de que ocurra nada tras el gesto creador de Dios sobre el hombre y la mujer, el relato de los orígenes nos cuenta la caída de Adán y Eva, que viene a romper la armonía ariginal del paraíso. Esta primera trasgresión inaugura una serie de pecados que van jalonando la historia inicial de la humanidad: el asesinato de Abel por manos de Caín, la generalización del pecado sobre la superficie de la tierra que conduce al diluvio, y finalmente el proyecto prometeico de la construcción de la torre de Babel. Aunque el relato de la comida del fruto del árbol prohibido por Adán y Eva ha simbolizado desde siempre el «pecado original»21, por ser el primero de la serie y por haber motivado el cambio de estatuto del hombre respecto a Dios y a la creación, todos los demás nos describen también diversos aspectos del pecado que afecta al hombre desde los orígenes. Todos estos relatos tienen una intención etiológica y se sirven del mito con una intención sapiencial. Intentan responder a los grandes enigmas de la existencia explicándonos por qué el mundo, creado bueno por Dios, se nos presenta bajo el aspecto contrastado de bien y de mal, de belleza y de horror. Estos relatos, coreo ha mostrado muy bien P. Ricoeur, llevan a cabo un desdoblamiento del origen: «El mito etiológico de Adán representa el intento supremo de desdoblar el origen del bien y del mal. Este mito se propone establecer sólidamente un origen radical del mal distinto del origen más original de la bondad de las cosas. Prescindiendo de las dificultades propiamente filosóficas que pueda presentar esta tentativa, hay que tener en cuenta que esta distinción entre lo radical y lo original es esencial al carácter antropológico del mito adámico. Gracias a esa distinción aparece el
21. Un estudio completode la doctrina del pecado original y del problema tan difícil del mal —misterio de opacidad por excelencia— desborda evidentemente la intención de este libro. No considero estos relatos más que en la medida en que nos proponen los presupuestos del misterio de la salvación.
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hombre como el iniciador del mal en el seno de una creación que tuvo ya su inicio absoluto en el acto creador de Dios» 22 .
Como «Yahvéh reina por su Palabra», como «Dios es santo», es preciso que el mal entre en el mundo por una especie de catástrofe de lo creado, una catástrofe que el nuevo mito intentará condensar en un acontecimiento y en una historia en donde la maldad original se disocia de la bondad original. Al origen del bien, que es obra del mismo Dios, corresponde luego el origen del mal que es en el mundo la obra del hombre. En otras palabras, el mal es menos original que el bien; es inducido. Adán y Eva En el Edén Dios se lo había dado todo al hombre, pero con una advertencia: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2, 16-17). Esta ciencia es la del discernimiento absoluto de las cosas y de los valores, que es lo propio de Dios. Entendámoslo bien: esta prohibición no es ni mucho menos arbitraria; se prohibe comer el fruto, porque es mortal. Comer de él es morir, porque es rechazar que la vida sea un don recibido de Dios. El don lleva en sí mismo una lógica intrínseca que actúa normalmente: el beneficiario reconoce al donante en el don y establece una relación con él. Pero hay dos maneras de rechazar un don: no acogerlo o arrancárselo de las manos al que lo da, a fin de apropiárselo como si se le hubiera ganado o producido por sus propios medios. Así pues, si el beneficiario se olvidase del donante para disponer del don a su antojo, entonces esta lógica del don se presentaría en forma de ley. Esta hipótesis es la que evoca la prohibición del comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. La serpiente hace ya una lectura pecadora del mandamiento. Transforma la palabra de Dios, que es ante todo un don, en algo que es ante todo una prohibic ion. Dios no dijo: «No comeréis...» (Gen 3, 1); dijo: «Podrás comer de todo, menos...» (Gen 2, 16-17). Dios es ante todo el que da el alimento para la vida. La serpiente arrastra entonces a la mujer a este tipo de interpretación: exagera el «no comeréis», añadiendo: «no tocaréis» (Gen 3, 3). Aprove-
22. P. RICOEUR, Finitud y culpabilidad II. La simbólica del mal, Taurus Madrid 1969, 544-545.
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chando esta ventaja la serpiente desde el origen, se atreve a acusar a Dios de mentiroso: «De ninguna manera moriréis; es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3, 4-5). Da a entender que este I ruto es declarado mortal tan sólo por estar prohibido, o más exactamente, que es mortal tan sólo porque Dios es egoísta y envidioso, teniendo que «compartir» su divinidad. Dios quiere protegerse del hombre, como si éste fuera una amenaza para él. El esquema de rivalidad entre el hombre y Dios, recurso frecuente del ateísmo, se le atribuye de antemano a Dios mismo. La astucia y la mentira en su grado más alto. Dios es por excelencia el que quiere dar y comunicarse: Dios es amor. La serpiente suscita finalmente en la mujer el deseo a través de la mirada. La presencia de un ser tentador, orientado ya hacia el mal en esta creación originalmente buena, es un enigma. Nos dice que el pecado viene misteriosamente desde más allá del hombre; que el hombre, a pesar de toda su propia responsabilidad, no es sino un eslabón de una cadena que comenzó antes de él. Su pecado no es una iniciativa absoluta. Se debe a una cesión ante una tentación que viene de fuera. «El pecado supera al bloque humano —escribe P. Beauchamp—; tiene una causa extrahumana; sin la serpiente, no habría habido pecado; éste no es un detalle secundario del texto, como demuestra la maldición de la serpiente. ¡El texto desposee al hombre de su propio pecado!»23. El hombre es a la vez víctima y culpable, víctima de un accidente al mismo tiempo que responsable de un mal. Todo el enigma del origen del mal se concentra en la serpiente, o demonio, o «diablo»24. Éste pertenece a la creación; no es por tanto un principio absoluto del mal (perspectiva dualista), pero es ya una libertad rebelde y pervertida. La mujer come del fruto y da de comer a su marido. Las consecuencias son inmediatas: es la ruptura en cadena de todas las armonías que les hacían vivir. Realizan la experiencia de un desorden interior, toman conciencia de su desnudez. Se ocultan ante Yahvéh, ya que tienen miedo de aquel a quien han tratado como a un rival. Se pierde la transparencia de sus relaciones con Dios. Sin embargo, Dios inaugura sin esperar más la búsqueda del hombre que habrá de mantener hasta el final de los tiempos: «Adán,
23. P. BEAUCHAMP, Eludes sur ¡a Génése: l'Edén, les sept jours, les paíriarches (curso manuscrito), Lyon-Fourvicre 1971, 42. 24. Cf. M.NEUSCH, Le mal, Cenlurion/Ed. Paulines, París 1990, 48.
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¿dónde estás?» (Gen 3, 9). En el diálogo que sigue el hombre acusa a la mujer «que tú me diste» (Gen 3, 12), mientras que la mujer acusa a la serpiente. La falta de armonía está ya inscrita en la pareja conyugal. La sentencia divina más severa cae sobre la serpiente: será maldita. En efecto, ella es la mayor culpable. Ante el hombre y la mujer Dios confirma las rupturas de armonía que acaban de producirse: la transmisión de la vida será para esta ocasión de sufrimiento. El desorden y la violencia afectarán a las relaciones conyugales. La naturaleza hecha hostil no producirá por sí misma más que espinas y abrojos; el trabajo le resultará penoso al hombre, que tendrá que ganarse el pan con el sudor de su frente, antes de volver al polvo, es decir, al sepulcro y a la muerte25. Finalmente, la pareja es echada de forma simbólica del paraíso, o sea, del lugar y del estado de armonía. El texto termina de modo enigmático poniendo en labios de Dios la interpretación mentirosa que la serpiente había dado de la ley: «¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre» (Gen 3, 22). ¿No echa por tierra esta frase toda la interpretación anterior? «Atrevimiento del texto —responde P. Beauchamp—: ¿qué mejor medio tiene Dios de estar cerca del pecador que seguir estando presente a él hasta bajo la imagen que su pecado se ha forjado de Dios?... Dios sigue siendo envidioso con el hombre, habla su lenguaje... Al obrar así, Dios se compromete a transformar a esa humanidad que ya asume: éste es el resorte del relato»26. Dios le toma la palabra al pecador: no quiere que éste intente arrebatarle a la fuerza el árbol de la vida, en un nuevo contra-sentido mortal sobre sí mismo, en vez de aceptar recibir de Dios esta vida. Pero Dios sigue prometiéndole la vida. Éste es el sentido del protoevangelio. Al mismo tiempo la mujer recibe su nombre de Eva, ya que es la madre de los vivientes. Dios no es «Harpagón» (harpagmon; Flp 2, 6): su Hijo sabrá «vaciarse de sí mismo» hasta la obediencia de la cruz y dar su vida para dar la vida.
25. La muerte se entiende aquí no sólo como muerte biológica, sino como la experiencia dolorosa de su propio aniquilamiento que el hombre realiza en la muerte. 26. P. BEAUCHAMP, Le récit, o. c, 207.
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Los efectos de sentido del relato La historia de Adán nos cuenta bajo forma de parábola lo que es la historia de todos y de cada uno de los hombres. «Todo hombre es Adán», decía ya san Agustín27. En cada uno vuelve a comenzar el pecado de Adán. Por eso la tradición penitencial, tanto judía como cristiana, hace remontarse hasta Adán la confesión de los pecados28. En este sentido Adán es el héroe «epónimo» de toda la humanidad; según la forma semítica de pensar, es una «personalidad corporativa»29. Lo mismo que todo Israel es hijo de Abrahán, también todos los hombres son hijos de Adán y de alguna manera uno en Adán. El pecado de Adán simboliza por tanto la universalidad del pecado. La universalidad no puede expresarse sin recurrir al origen. Si el pecado es universal, tiene que remontarse al comienzo de las cosas. El mito del pecado de Adán tiene la finalidad de expresar a la fe el origen y el comienzo de la historia del pecado: es un relato inaugural. «El pecado de Adán se convierte juntamente en figura del drama humano en su generalidad y en su representación simbólica del acontecimiento original que constituye su punto de partida»30. Pero es un acontecimiento posterior que viene a ponerse después y en contraste con el acontecimiento primero de la creación. Por eso mismo se relacionan con él las disociaciones constitutivas de la historia de los hombres. «Debemos conservar la idea de acontecimiento como símbolo de la ruptura entre dos sistemas ontológicos», escribe P. Ricoeur31. Como semejante acontecimiento original de la libertad es de suyo irrepresentable y no podemos hablar de él más que con representaciones, no puede decirse más que a través de una expresión simbólica que hay que comprender como simbólica. ¿Cuál es entonces el sentido del pecado de Adán respecto al designio de Dios y la vocación del hombre? Pocos textos han dado lugar a tantas preguntas teológicas. Ireneo y Agustín representan dos polos de interpretación sumamente distintos, entre los que es posible trazar el buen camino. El primero parece haber acertado en cuanto a la gravedad de ese pecado; el segundo pone más bien 27. AGUSTÍN, Comm. inpsatm 132, 10: P.L. 37, 1735. 28. Cf. los Ejercicios espiritualts de san Ignacio en la meditación sobre los tres pecados (ns 45-54). 29. Cf. J.A.T. ROBINSOM, Le corps. Étude sur la théologie de saint Paul, Lyon, Chalet 1966. 30. P. GRELOT, Peché oroginel el rédemplion á partir de l'épílre aux liomains. Essai théologique, Dcsclée, París 1973, 147. 31. P. RICOEUR, O. C, 548, nota 1.
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el dedo en su naturaleza y en sus consecuencias para la historia de los hombres. Para Irenco se trata del pecado de debilidad de un hombre todavía niño, todavía «incapaz de recibir la perfección»32, correspondiendo la verdadera responsabilidad a la serpiente maldita. El arrepentimiento de Adán y Eva, manifestado inmediatamente por el cilicio que constituye el cinturón de hojas de higuera, provoca la misericordia de Dios: «Dios sintió odio contra aquel que había seducido al hombre, mientras que fue sintiendo piedad poco a poco con el hombre que había sido seducido»33. Esta interpretación es recogida por algunos modernos: la trasgresión de Adán es una falta de debilidad y de necedad34. Agustín, tanto por su talante espiritual como por su propia experiencia, lee en el pecado de Adán una aproximación al pecado puro y absoluto, al pecado luciferino. Adán y Eva quisieron hacerse como dioses. Es el pecado de orgullo por excelencia: la criatura que lo tiene todo de Dios, quiere ser por sí misma. En una «mala imitación de Dios»35, convierte su vocación en tentación. Agustín conjuga el orgullo con la idea de la avaricia espiritual que ansia y desea poseer todas las cosas en una apropiación exclusiva. La exégesis moderna mantiene esta perspectiva con otro lenguaje, poniendo de relieve el resorte de la envidia, efecto del mimemtismo antropológico analizado por R. Girard36: el deseo de cada uno está mediatizado por el deseo del otro. Por tanto, deseo para mí lo que el otro ama y posee. Como me siento desgraciado y envidioso de no disponer de él, quiero arrancar el objeto de mi deseo de las manos del otro para hacerlo mío. El primer pecado es entonces el relato de la envidia del hombre frente a Dios: el hombre prefiere entonces un saber que sea suyo más que el amor que viene de Otro y le hace ser. Pero ese saber conduce a la muerte. El libro de la Sabiduría atribuye así la entrada de la muerte en el mundo a la envidia del diablo (Sab 2, 24). La envidia abre la puerta a la violencia, como demostrará la continuación del relato. Sea lo que fuere de la gravedad del pecado de Adán, los dos elementos del orgullo y de la envidia están ciertamente presentes en el relato. Por otra parte, comunican con otras determinaciones
32. IRENEO, Adv. haer. ÜJ, 38, 1.
337.
33. 34. 35. 36.
Ibid., m , 23, 5. Cf. P. BEAUCHAMP, curso citado, 31. AGUSTÍN, De Genesi ad litteram XIJJ, 14, 31. Cf. R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, Sigúeme, Salamanca 1982, 321-
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del pecado. Éste es inducido a su vez por el pecado de la mentira, que supera al hombre, puesto que viene de la serpiente, es decir, de algo más allá de él. Pero la fe en la palabra mentirosa de la serpiente es un acto de incredulidad respecto a la palabra siempre firme de Dios. Además, como consecuencia, este pecado engendra la trasgresión del mandamiento divino y por tanto la desobediencia, como subrayará Pablo (Rom 5, 12-19). En una lógica de comunicación amorosa la obediencia está implícita. Es la desobediencia lo que de hecho hace surgir el mandamiento, no ya como algo que hace vivir, sino como una prohibición. En todo caso hay que descartar toda idea de pecado sexual, señalado para algunos en las alusiones a la desnudez, ya que no guarda coherencia alguna con la trama del relato. Sintetizando todos estos aspectos, puede decirse que el pecado es un acto de rechazo de la comunicación: orgullo, avaricia y envidia, incredulidad, transgresión, todo esto indica igualmente la ruptura de la relación. Lo que constituye la gravedad fundamental del pecado, según K. Rahner, —aunque ésta quede velada al principio por el estado de infancia de la humanidad—, no es en primer lugar la desobediencia como tal, sino una decisión libre de rechazo del don de Dios, de su autocomunicación37, ya presente y simbolizada en todos los aspectos del designio creador. El hombre dice no a Dios, se niega a recibirse de él y a recibirlo a él. Rechaza la misma propuesta de la vida, que no puede venir más que de Dios. Así pues, se condena a la muerte. En otras palabras, es el rechazo del designio de salvación: la creación era ya una alianza entre Dios y el hombre. El pecado es un desgarramiento de la alianza. El protoevangelio Es interesante observar cómo este relato sombrío no concluye sin un relámpago de esperanza, que la tradición ha llamado el «protoevangelio». Un primer anuncio de la salvación viene a relativizar las severas sentencias que caen sobre el hombre y la mujer. Así pues, no está dicho todo con este rechazo original opuesto por el hombre al don de Dios. La historia no hace más que comenzar. Estará marcada por una enemistad racial entre la descendencia de la serpiente y la de la mujer. Se anuncia la salvación bajo la forma
37. K. RAHNER, Curso fundamental, o. c, 143-144.
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de un combate difícil. Pero finalmente la descendencia de la mujer alcanzará la victoria aplastando la cabeza de la serpiente (cf. Gen 3, 15). Así Dios no reniega de su proyecto sobre el hombre: su don se le sigue ofreciendo. Él será su aliado en el combate contra el maldito adversario. La trasmisión de este texto dará lugar a no pocas relecturas. La traducción griega de los Setenta favorecerá la interpretación mcsiánica de este versículo, hablando de la descendencia en masculino singular, lo cual permite leer allí un anuncio de la cruz de Cristo. La Vulgata utiliza el femenino, destacando así el papel de la misma mujer: María, la nueva Eva, contribuirá a esta victoria trayendo al mundo al Mesías. En ambos casos se trata de la revancha victoriosa de la humanidad que se anuncia sobre el adversario, mentiroso desde el origen. Igualmente, según Ireneo, si el hombre es echado del paraíso y sometido a la ley de la muerte, es para que el mal no sea «sin fin ni incurable». Esta muerte está ordenada a la muerte del pecado, «para que el hombre, dejando finalmente de vivir al pecado y muriendo a ese pecado, comenzase a vivir para Dios»38. Caín y Abel La envidia había tenido su parte en el pecado de Adán y Eva; está también en el origen del de Caín. Pero el pecado de Adán estaba dirigido inmediatamente contra Dios; el de Caín atenta contra Dios a través de Abel, su propio hermano, imagen de Dios. La doble trasgresión revela a contrario la solidaridad de los dos primeros mandamientos. El pecado toma desde el origen la forma de la violencia: Caín, triste y envidioso, por ser las ofrendas de Abel más agradables a Dios que las suyas, pero también porque él no obra bien y porque el pecado, agazapado a su puerta, le acecha y le tienta, se levanta contra su hermano y lo mata. Se inaugura en la humanidad el ciclo de la violencia. Porque el asesinato pide asesinato, con el pretexto de vengar al inocente. Lo que se desencadena es la ley sin fin de la venganza galopante: Caín corre el peligro de ser matado por cualquiera y ser luego vengado siete veces. Pero Yahvéh no lo entiende así: pone un signo sobre Caín, para que nadie le hiera. La vida errante de Caín será un castigo suficiente. Desde el principio Dios condena el ciclo de la violencia.
38. IRENEO,/Wv. haer. m,23,6.
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De esta manera la envidia de la serpiente ha llegado al corazón del hijo. En este relato, que se puede considerar como una nueva propuesta original, lo que fracasó en la primera relación entre el hombre y la mujer vuelve a fracasar una vez más en el orden de las relaciones fraternas. Sin embargo, Dios había aconsejado enérgicamente a Caín que resistiera al pecado agazapado a su puerta. Mientras que el pecado de Adán no era más que un comienzo, el pecado de Adán aparece ya como un fin. Su violencia asesina anticipa toda la historia del pecado de la humanidad. Anuncia la que se encarnizará contra Jesús. Todos nuestros pecados pueden leerse entre el comienzo del de Adán y el final del de Caín. Abel es la víctima inocente, la primera cuya sangre empapó el suelo de la tierra. «¿Qué has hecho? —replicó Yahvéh—. Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gen 4, 10). En todo el relato Abel no dice ni una palabra. Es su sangre la que grita hacia Dios para reclamar justicia. La sangre de Abel no grita venganza, sino que grita justicia y salvación para el inocente. Porque Abel es un justo (cf. Mt 23, 35) y es celebrado por la epístola a los Hebreos como el primer testigo de la fe en la larga serie de creyentes que conduce hasta Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Heb 12, 2): «Por la fe—se nos dice—, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín; por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, aún muerto, habla todavía» (Heb 11, 4). La «retórica de la sangre» de Abel atraviesa la historia. Dios no puede mostrarse sordo a este grito. Este grito es más fuerte que la violencia de los malvados. El grito del justo ejerce un poder misterioso sobre Dios. Por eso la sangre de Abel es una profecía de la sangre de Cristo. Porque la sangre del mediador de una alianza nueva «habla mejor que la de Abel» (Heb 12, 24). Tiene un valor absoluto a los ojos de Dios, porque es la sangre del justo supremo, de aquel a cuyo lado se encuentra necesariamente Dios. Esta comparación atribuye a la sangre de Abel el valor de un anuncio de la salvación. En Abel, dice Ireneo mostrándose mucho más severo contra Caín que contra Adán, «Dios sometió al justo bajo el injusto, para que la justicia del primero brillara en su pasión»39. Porque Abel, el mártir de la fe y de la justicia, es una figura de Cristo. En él se simboliza la salvación: en un asesinato
39. Ibid. m, 23, 4.
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que es algo muy distinto de un sacrificio, en un asesinato condenado por Yahvéh, se anuncia la omnipotencia de la voz del inocente. Este relato es una parábola velada de la cruz de Cristo. En la historia de la violencia humana Cristo ocupa el lugar de Abel y de todos los ejecutados inocentes, cuya justicia y cuya fe tienen un valor de salvación. Noé: del diluvio a la alianza Los hombres se multiplican sobre la tierra y con ellos comienza a proliferar la maldad en el mundo. Yahvéh se lamenta de haberlos creado y quiere borrarlos de la superficie de la tierra, a fin de suprimir la violencia que la llena. «Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvéh», porque «fue el varón más justo y cabal de su tiempo. Noé andaba con Dios» (Gen 6, 8-9). Recibe la orden de construir un arca, un barco grande en donde hará entrar todas las especies animales, a fin de conservarlas para la creación. Luego entró él con toda su familia, en el momento en que Dios mandó llover cuarenta días y cuarenta noches, a fin de cubrir con aquel diluvio toda la superficie de la tierra. «Pereció toda carne: lo que repta por la tierra, junto con aves, ganados, animales y todo lo que pulula sobre la tierra, y toda la humanidad» (Gen 7, 21). El diluvio es lo contrario de la creación. Todo lo que había sido separado y ordenado para dar origen a la vida vuelve al caos original. Pero el retroceso de las aguas tiene valor de segunda creación, puesto que Dios devuelve al hombre a la tierra seca y vuelve a pulularla de animales. Noé es un «nuevo Adán»: mandó a los animales para salvarlos: «Los reunió en el arca, de la que es el único capitán a bordo, a imagen de Dios»40. Como el día de la creación, se da a los animales la orden de proliferar. Dios bendice a Noé y le dice lo mismo, a él y a sus hijos. El hombre tiene poder sobre los animales como al principio, pero ahora —y esto es algo nuevo— podrá comer también de la carne de los animales, con la condición de no comer el elemento vital, o sea, la sangre. «Esta prohibición es alegórica: tiene la función de enseñar, si se la practica, que "quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida" (Gen 9, 6)», ya que es en calidad de imagen como Dios hizo a los hombres41. Así pues, el hombre infundirá temor a los animales de la tierra (cf. Gen 9, 2). Pero esta concesión, que incorpora la violencia a la estructura del mundo, está ordenada a regular y a contener la violencia. «El 40. P. BEAUCHAMP, Parler d'Écritures, o. c, 87. 41.
P. BEAUCHAMP, Le récit, o. c, 215.
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mensaje, por tanto, es que el Verbo de Dios habita no sólo en el hombre, sino en los pueblos y en las culturas con todo su peso de mal, puesto que se trata, en tiempos de Noé, de una perspectiva universal. Por eso precisamente este texto tan duro desconcierta con su misericordia»42. Pero en el mismo momento en que Dios concede un lugar a la violencia, «la suprime sin medida en lo que a él se refiere, ya que no destruirá nunca al mundo, sirviendo en esto de modelo al justo, lo mismo que había servido de modelo para el descanso del día séptimo»43. El orden nuevo de las cosas es en adelante un pacto de alianza entre Dios y Noé, es decir, la humanidad. Esta alianza tiene como objeto la estabilidad de la creación y como signo el arco que aparece en las nubes. La alianza noáquica es una alianza cósmica. Por parte de Dios es una alianza eterna (Gen 9, 16). Es una confirmación de la alianza inscrita en la creación original. Es también ya un acto y una propedéutica de salvación que vale para toda la humanidad, puesto que la historia de Israel no ha comenzado todavía. Esta salvación es re-creación, lo mismo que la creación era ya salvación. Noé, nuevo Adán provisional, es una figura de Cristo, nuevo Adán definitivo. Esta historia de pecado y de casúgo es una historia de salvación. El pecado dispersaba, el arca reúne para salvar. El arca «donde los animales viven en paz anuncia desde lejos a los pueblos reconciliados»44. La paloma es el símbolo de la paz entre los hombres. El arca de Noé es una figura por excelencia de la Iglesia, que recoge a las naciones para su salvación. La torre de Babel Con el relato de la torre de Babel termina la descripción del pecado de los orígenes de la humanidad. Una vez más los hombres quieren hacerse dioses, esta vez forzando la puerta del cielo, morada de Dios, con sus propios medios. En este sentido, esta historia mítica es una repetición de la escena del paraíso, aunque se desarrolla en el plano político y colectivo. Los humanos se dicen entre sí: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos disperdigamos por toda la haz de la tierra» (Gen 11,4). El nombre de Babel evoca el podei político de Babilonia y el
42. IbU., 211. 43. ibi¿., 218. 44. P. BEAUCHAMP, Parler d'Écritures, o. c , 78-88.
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proyecto «totalitario» de lograr la unidad de la humanidad por medios de dominación temporal. Esta empresa de tipo «prometeico» fue posible mientras todos los hombres hablaban la misma lengua. La reacción de Yahvéh-Dios parece dominada por el temor de que este proyecto y los que vengan tras el alcancen éxito. También aquí la revelación toma una forma extraña a sí misma: muestra a un Dios animado por unos sentimientos que son la proyección de los que siente el hombre pecador. Es el hombre el que se hace rival de Dios: se presenta entonces a Dios como entrando en este juego y considerando al hombre como su rival. La sanción divina comprende dos aspectos complementarios: la dispersión por toda la tierra y la confusión del lenguaje. Se trata de dos consecuencias naturales del pecado, que se opone a la comunión y a la comunicación. La falsa unidad proyectada se paga con la dispersión de los humanos, signo por excelencia de su situación pecadora. Comentando la reflexión de Caifas sobre la muerte de Jesús, Juan dirá más tarde: «Profetizó que Jesús iba a morir por la nación —y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). La unidad en la comunión venida de Dios es la figura de la salvación, que viene a responder a la dispersión, primero consecuencia y luego signo y causa de la enemistad entre los hombres. Del mismo modo, la confusión de las lenguas se opone a la comunicación y a la comunión entre los hombres. El hombre es por excelencia un «cuerpo que habla», un cuerpo comunicativo. La impermeabilidad de los lenguajes es un obstáculo para una comunicación vital respecto a su ser y a su vocación. Es el signo de la cerrazón y de la división. Nos revela lo que la salvación tiene que realizar. El día de Pentecostés el don del Espíritu restablecerá la unidad de lenguaje que se había roto cuando la torre de Babel. Los apóstoles son comprendidos por todos los hombres presentes, «venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Hech 2, 5), en la lengua materna de cada uno. Es éste un signo de salvación, y de una salvación universal. A lo largo de toda la historia la predicación de los apóstoles está destinada a serescuchada por todas las naciones, en la lengua y la cultura de cada una. El relato de la torre de Babel inscribe así su mensaje en el esquema de la comunicación. La construcción de la torre constituye una ruptura violenta con Dios, que engendra la ruptura entre los hombres; no sólo la salvación restablece la comunicación, sino que es en sí misma comunicación de un Dios, cuyo ser mismo es comunicación.
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Creación y pecado: los dos presupuestos de la salvación El recorrido de todos estos relatos, a la luz de la salvación realizada en Cristo, nos convence de que la creación del mundo y del hombre por Dios, considerada a la vez en su origen y en su realidad constante, es ya por parte de Dios un primer acto de salvación. Es su presupuesto al mismo tiempo que su inauguración. Para comunicarse con un compañero, Dios tenía necesidad de suscitar a ese compañero. Y lo hizo en función misma de su designio sobre él. La estructura de todos estos relatos es ya la de los relatos de la salvación realizada en la historia. Este mismo recorrido nos permite situar el pecado en su verdadero lugar. No ya esa condenación original y arbitraria, esa catástrofe que nos alcanza injustamente, tal como la presentaba a veces la catequesis clásica sobre el pecado original, ni simplemente la otra cara inevitable de un designio que parte desde muy abajo para llegar muy arriba, sino un acto de la libertad humana. El pecado no es un comienzo absoluto: la creación es más original que el pecado. El desdoblamiento de los dos orígenes es esencial. Ese pecado no hizo retroceder el proyecto de Dios sobre el hombre: éste se mantuvo en pie, pero deberá tomar la forma de un duro combate de liberación. El primer acto de la libertad humana, con todas sus consecuencias debidas al hecho de la solidaridad de las libertades, no es un acto definitivo. Abre a una historia que será la de la salvación. Así, podemos recapitular en tres tiempos esta aportación de los relatos de los orígenes en el Génesis: 1. Dios quiere comunicarse a un compañero al que ha creado con ese fin. Quiere hacer una alianza con él. Ése es su designio de salvación. Karl Barth expresó bien este presupuesto de la salvación en la creación, subrayando la originalidad propia de la aportación de los dos relatos. He aquí cómo resume H. Bouillard su comprensión del primer relato: «Dios pone a otro distinto... para manifestar a ese ser el amor que ha concebido por 61 desde toda la eternidad, para realizar la intención de amor que constituyo el decreto eterno de la alianza. La creación es el presupuesto de esta realización, que le seguirá temporalmente. Por esta razón, es el fundamento extrínseco de la alianza... La creación no es m i s que una preparación, y la criatura no es más que una disposición para lo que Dios haga con ella en esa historia. La naturaleza del ser creado no es nada más que su preparativo para la gracia» . 45. H. BOUILLARD, Karl Barth. II. Parole de Dieit el exislence humaine, Aubicr, París 1957, 188.
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En cuanto al segundo relato, presenta esta misma relación desde un punto de vista muy diferente. H. Bouillard resume de este modo la visión de Barth:
El salmo 135 (el gran Hallel) inscribe así la creación como el comienzo de las grandes obras de Dios en favor de su pueblo.
«El relato precedente nos enseñaba que la creación es el fundamento exterior de la alianza; éste nos dice que la alianza es el fundamento interior de la creación, es decir, que de antemano ella la condiciona y determina los contornos de la criatura. El primero mostraba cómo la creación promete, anuncia, profetiza la alianza; el segundo destaca cómo la prefigura y de este modo la anticipa. Por un lado, la creación prepara la alianza; por otro, es ya su signo, su sacramento. Allí Jesucristo era el término; aquí es el comienzo de la creación»4*.
El acierto esencial de estas afirmaciones exige sin embargo una ligera corrección. Oyendo a Barth, el orden de lo creado parece perder toda consistencia, quedando así reducido al rango de preparativo, de pretexto o de presupuesto para la gracia. Una afirmación más clara de lo recíproco, esto es, que la salvación es también creación, consumación de la primera creación y al mismo tiempo creación nueva, permite respetar hasta el fondo el valor de la alteridad mantenida de la criatura. Dicho esto, la visión de K. Barth está en profunda sintonía con el cristocentrismo de las epístolas paulinas para las que nosotros hemos sido creados y elegidos desde el origen en Cristo. 2. Esta comunicación de Dios pasa por la acogida de la libertad suscitada de ese modo. No puede ser automática. Pues bien, desde los orígenes, el hombre rechazó en un primer movimiento la autocomunicación de Dios. Redobló así su necesidad de salvación. Del juego dramático de su existencia hizo una tragedia. La comunicación de Dios al hombre tiene que tomar en adelante la figura de una liberación. 3. La conjunción de estos dos dalos abre a una historia que será la de la salvación y dará lugar a ese largo relato de Dios, que se realiza en el hombre y por el hombre, a fin de asumir y superar todas las vicisitudes del rechazo del hombre. Ese relato de la salvación es el que permite comprender a fondo el designio creador, como subraya también H. Bouillard: «Nos inclinamos a creer que la idea de creación no reviste su verdadero sentido ni se mantiene en pie más que dentro de una conciencia que se siente comprometida en una perspectiva de salvación. La creación... se presenta como el presupuesto en virtud del cual la historia humana puede tener un último sentido, ser portadora de salvación. De hecho, la idea cristiana de creación surgió, en el seno del Antiguo Testamento, dentro del marco de la alianza»47. 46. íbid., 189. 47. Ibid., 195.
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III. LOS RELATOS DEL FIN Lo definitivo y el fin, presente y futuro La salvación no es verdadera si no es definitiva. Hablar de la salvación del hombre es hablar de una liberación definitiva del mal y del pecado y de una comunicación definitiva con Dios. Pero hablar de lo definitivo es hablar ya del fin. Esta definitividad está presente a lo largo de toda la historia de la salvación, antes de estar dada plenamente en el acontecimiento de Jesús. Por eso los relatos del Nuevo Testamento nos dicen que con la resurrección de Jesús ha llegado el fin de los tiempos. En lenguaje teológico esta resurrección es un acontecimiento «escatológico», es decir, constituye una irrupción del fin de la historia en el curso de esa historia. Pero, se dirá, la figura de este mundo continúa. El fin de los tiempos, en efecto, no ha llegado todavía; sin embargo, estamos en el tiempo del fin. Esta afirmación no tiene ninguna pretensión cronológica: intenta decir simplemente que vivimos en el último tiempo de la historia de la salvación, aquel en el que se han cumplido ya lo definitivo y lo irreversible. Esto coincide con un dato fundamental de la antropología cristiana: el hombre, creado desde el origen a imagen y semejanza de Dios, ha sido dado a sí mismo bajo la forma de una tarea que realizar; es una libertad en devenir. Por tanto, está orientado fundamentalmente hacia el porvenir. Pero un porvenir que no fuera más que un indefinido temporal no puede dejarnos satisfechos; tenemos necesidad de que el futuro nos traiga algo definitivo. El futuro es espeta y esperanza. «No pensamos casi nada en el presente —decía Pascal—; y si pensamos en él, es solamente para sacar de él la luz con que disponer del futuro. El presente no es jamás nuestro fin; el pasado y el presente son nuestros medios; sólo el futuro es nuestro fin»41. Por tanto, no se le puede hablar al hombre de su presente sin decirle al mismo tiempo el sentido de su futuro. «Sólo existe —escribe I. Moltmann— un auténtico problema de la teología cristiana...: el problema del futuro»49. Por eso mismo, «en 48. B. PÍSCAL, Pernees, n9 84 (ed. Lafuma). 49. J. MOLTMANN, Teóloga de la esperanza, Sigúeme, Salamanca 1969, 20,
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virtud de la esencia del hombre, la antropología cristiana es futurología cristiana, escatología cristiana»50. Si esto es así, el anuncio de la salvación definitiva tiene que evitar un doble escollo, el de exilarse en la transcendencia de un futuro absoluto que no cambia nada de la realidad presente y el de reducirse a las dimensiones de nuestra inmanencia terrena que es por excelencia el tiempo y el lugar de lo provisional. La salvación no puede ni estar por completo ausente de nuestro mundo, so pena de vaciarse de toda efectividad, de toda verificación y de todo crédito, ni manifestarse por completo en nuestro presente, tenso por definición hacia lo que no es todavía, so pena de hacer ilusorias toda fe y toda esperanza en el hombre.
empírica —no puede tratarse de un reportaje—, sino según su sentido salvífico.
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El fin anunciado en el presente Por tanto, no nos extrañemos de que los relatos de la salvación en la Escritura se asienten sobre la falsa base del presente y del futuro, del ya y del todavía no. Desde el Antiguo Testamento cuentan lo que está en germen en el presente bajo la forma de una descripción anticipada del mundo venidero. En el Nuevo Testamento la venida de Jesús constituye el acontecimiento irreversible del reino de Dios entre los hombres, trayendo por tanto consigo una novedad definitiva y escatológica. Más aún, los relatos de la resurrección de Jesús y de sus apariciones a los discípulos tienen un valor de revelación del fin de los tiempos. Y al revés, los relatos del fin no pueden hablar del futuro más que a partir del presente, de la experiencia de la salvación ya recibida y de la experiencia corriente que tiene el hombre de su mundo. «Las afirmaciones escatológicas son la traducción al futuro de lo que el hombre como cristiano experimenta en la gracia como su presente»51. Así pues, hemos de detenernos en estas anticipaciones proféticas del fin, antes de considerar en sí mismos los relatos que nos describen bajo forma simbólica los acontecimientos del fin de los mismos teimpos. Tenemos que vérnoslas aquí con unos relatos que son proféticos en los dos sentidos de esta palabra: por una parte, los redactores hablan en nombre de Dios y nos ofrecen una palabra que tiene valor para el presente; por otra parte, nos anuncian nuestro futuro «definitivo», no ya entendido bajo su forma
La salvación, consumación de la creación «La nueva creación es la creación llevada hasta el fondo»51. Ya hemos visto que el relato de la creación es una profecía del futuro: el jardín del Edén nos revela un mundo lleno de armonía, en donde el hombre se encuentra de antemano en situación de comunicación con Dios. Lo que se indica en el origen es el designio que se refiere al fin. El fin está anticipado simbólicamente en el comienzo. Toda la historia de la salvación debe darle realidad. Igualmente, el don de la tierra prometida es una anticipación del paraíso. A diferencia de Egipto, que fue una tierra de esclavitud, la tierra de Canaán es una tierra de libertad. Es un don de Dios, recibido tras un éxodo purificador, una gracia comprendida en la alianza, una herencia de la fidelidad divina, una tierra santa, que tiene en medio a Jerusalén, la residencia de Dios entre los suyos. Es una tierra de bendición, de seguridad y de prosperidad, «que mana leche y miel» (Ex 3, 8). En una palabra, es una profecía de los cielos nuevos y de la tierra nueva, en donde Dios habitará tanto con Israel como con las naciones. El libro de Isaías multiplica las profecías de la salvación con valor escatológico. En el ciclo del Emmanuel, una serie de oráculos mesiánicos, el estado prometido de la naturaleza se describe en una plena armonía, fruto del conocimiento y del amor de Dios. Este texto, con el que ya nos hemos encontrado, describe el paraíso recobrado y anunciado al pueblo elegido: «Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá... Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid... Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvéh, como cubren las aguas el mar» (Is 11, 6-9). En el orden original de la creación, recordémoslo, los hombres y los animales eran vegetarianos. No se habría derramado sangre. La consistencia pacífica entre los animales, lo mismo que entre los hombres y los animales, es el eco en la naturaleza de la paz recobrada entre los hombres, ya que «la tierra estará llena del conocimiento de Yahvéh». La venida de Jesús realizará signos de este género, cuando multiplique los panes y
50. K. RAUNER, Curso fundamental, o. c, 495.
51. Ibid., 497.
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52. P. BE^UCHAMP, La création, acie personnel, art. cit., 16.
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transforme un desierto en tierra donde saciar toda una multitud. Aunque todavía se vea muchas veces en entredicho, esta transformación del mundo asoma ya bajo la forma de signo a medida que se convierten los hombres: constituye una promesa de lo que se está ya haciendo en nuestro espacio-tiempo. Ésta es la utopía de la fe. Hacia allá conduce Dios a su pueblo, si éste es fiel a la alianza. El segundo Isaías muestra a Dios como el soberano creador de cielos y tierra (Is 42, 5), que no se cansa nunca de intervenir en el mundo y siempre es capaz de anunciar y producir nuevos acontecimientos (Is 42, 9) o cosas «que han sido creadas ahora, no hace tiempo» (Is 48, 7). La acción salvífica de Dios se presenta como la consumación de su obra creadora. La tercera parte de Isaías termina con un largo cántico de júbilo ante las maravillas de la nueva creación, de las que se acordará luego el Apocalipsis: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva... Pues he aquí que yo voy a crear a Jerusalén «Regocijo», y a su pueblo «Alegría»..., sin que se oiga allí jamás lloro ni quejido... No habrá allí jamás niño que viva pocos días... Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto... Lobo y cordero pacerán a una... No harán más daño ni perjuicio en todo mi santo monte» (Is 65, 17-25). Esta descripción se complace en mezclar todo lo que puede parecer la cima de equilibrio y de éxito de una sociedad humana en la tierra y la transcendencia de un nuevo estado de cosas radicalmente distinto, que sólo puede ser fruto de un don escatológico de Dios. En estos textos, el aspecto social y cósmico de la creación nueva se presenta como una consecuencia de la conversión del corazón humano. Por eso, en Jeremías, lo que Dios crea de nuevo (cf. Jer 31, 22) «es la entrada en una nueva alianza (Jer 31, 31), escrita en los corazones»53. Dios dará entonces «otro corazón» (Jer 32, 39). Pues sólo él es capaz de «crear un corazón puro» (cf. Sal 51, 12). Del mismo modo, un oráculo de Ezequiel expresa la purificación de los corazones en un lenguaje de recreación: «Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). La parábola de los huesos secos, finalmente, es tanto una creación nueva como una resurrección. El Dios creador es también el Dios que resucita a los muertos.
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La resurrección de Jesús, profecía de la resurrección general Con el acontecimiento-Jesús irrumpe en el curso del tiempo el final de la historia humana. La originalidad del presente de Jesús está en que con él se ha dado ya paso a lo definitivo y lo irrevocable. Éstos se expresan a través de la proclamación del Reino, de la invitación a la conversión, del perdón de los pecados. Toman forma concreta en la salvación de los cuerpos que son las curaciones. Cuando Jesús, según el evangelio de Juan, hace barro con su saliva para aplicárselo a los ojos del ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 6), repite el gesto de la creación original modelando con sus manos el órgano que no lo había sido54. Del mismo modo, las tres resurrecciones realizadas por Jesús tienen el valor de anticipaciones provisionales de la victoria escatológica sobre la muerte. Pero no adquieren sentido más que en el surco de la resurrección de Jesús. En efecto, la resurrección de Jesús es el símbolo, es decir, el signo y la realidad, de la resurrección general prometida a todos los hombres. «Si Jesús resucitó, ha comenzado ya el fin del mundo»55. Ésta era la interpretación espontánea de los discípulos, sorprendidos más bien, debido a su esperanza en una resurrección general, de que sólo Jesús hubiera resucitado. Los encuentros de Jesús con los suyos después de su resurrección se mueven en un clima de paz, de gozo, de reconciliación, de felicidad silenciosa, que son otros tantos rasgos de la vida eterna. Del mismo modo, las alegres comidas que toma el resucitado con sus discípulos, a pesar de la sencillez del menú, son momentos de reconocimiento y de comunicación intensa que hacen recordar el banquete eterno56. Jesús ha resucitado para nosotros: su resurrección lleva definitivamente a cabo el designio de vida que el Dios creador había concebido en favor del hombre. Esta certidumbre es la de Pablo (cf. Rom 4, 25), cuyo lenguaje a este propósito oscila entre el presente y el futuro: porque ya hemos resucitado con Cristo (Col 3 , 1 ; 2, 12; Ef 2, 6), pero todavía necesitamos ser asimilados a su resurrección (Rom 6, 5).
54. Cf. IRENEO, Adv. haer. V, 15,2.
53. Cf. ibid., 15.
55. W. PANNENBERG, Fundamentos de CristologCa, Sigúeme, Salamanca 1974, 86. 56. Cf. jupra, la sección sobre los relatos de la resurrección, 205 ss.
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Los relatos apocalípticos
delfín
El fin ya presente nos conduce al fin plenamente realizado. La fe en el primero alimenta nuestra esperanza en el segundo. La escritura nos habla también, por consiguiente, del fin último de los tiempos. Ordinariamente sus relatos pertenecen al género apocalíptico. Este género literario aparece al final del Antiguo Testamento, en las fronteras de las tradiciones profética y sapiencial. El redactor presenta una visión o un sueño de orden transcendente, a lo largo de los cuales el cielo se entreabre para él y escucha la revelación de secretos divinos. Dominan allí las imágenes y el simbolismo. El modelo de este género en el Nuevo Testamento es el Apocalipsis de Juan. El género apocalíptico es el género privilegiado para hablar de los tiempos del fin. Generalmente, el discurso apocalíptico distingue dos momentos que rodean el momento del giro escatológico: un antes, descrito bajo la forma de acontecimiento trágico y de un combate con las fuerzas del mal; y luego un después, presente por el contrario bajo las formas de una vida de felicidad absoluta, plenamente cumplida en Dios. ¿Cómo podemos descodificar estos mensajes? Los discursos de Jesús sobre los últimos tiempos En los evangelios sinópticos nos encontramos con páginas sorprendentes en las que Jesús habla del fin de los tiempos utilizando el lenguaje apocalíptico. Seguiré aquí el relato de Mateo (24, 436), pero teniendo en cuenta las indicaciones complementarias de Marcos. Para comprender bien estos discursos, conviene ante todo recordar que Jesús, en el momento en que habla de las cosas del fin, ha llegado él mismo a su propio fin. Ha llegado hasta el fondo de sí mismo: se ha comprometido ya personalmente en la serie de acontecimientos que lo llevarán a la muerte, algo que él mismo manifestará dándose a sí mismo como alimento. El destino histórico de Jesús es, por consiguiente, el que está aquí en discusión. Pero además, para hablar del fin, Jesús tenía que escoger un acontecimiento de su propio contexto histórico que pudiera apoyar y verificar ya su discurso del fin: en nuestros textos se trata de la ruina de Jerusalén57. Las palabras sobre el acontecimiento históri-
57. Me inspiro aquí en las reflexiones que me ha sugerido E. Pousset. Sobre estas cuestiones, cf. P. BONNARD, Evangelio según san Maleo, Cristiandad, Madrid 1976, 519s.
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co verificable y muy pronto verificado58 produce ciertos efectos de sentido aplicables al fin, gracias al empleo de imágenes y de nociones disponibles en la historia del que habla y que pertenecen al contexto cultural de quienes le escuchan. Este acontecimiento histórico es necesario para mediatizar de manera histórica el discurso sobre el fin. Así pues, estas páginas evocan, como en una sobreimpresión cinematográfica, tres acontecimientos muy distintos, en donde la realidad de los primeros ofrecen la red de imágenes que sirven para describir el último. Este vínculo tiene un doble fundamento: por un lado todos estos tres acontecimientos tienen un valor escatológico, por otro, bajo la forma del exceso, el fin recapitula el combate de la salvación presente a lo largo de toda la historia. Así es como el fin de Jerusalén se convierte en el fin del mundo. La prueba trágica de la toma de Jerusalén por los romanos en el año 70 llevará a la profanación y destrucción del templo y será una catástrofe bélica para todo un pueblo que se verá dispersado por el enemigo, en medio de la perversión de los signos religiosos. Pero la catástrofe histórica se unlversaliza mediante una especie de paso al límite, como cataclismo cósmico, preludio a la venida del Hijo del hombre. Mateo acentúa este aspecto trágico, mientras que Marcos cierra el relato con una imagen más serena del fin. Jesús acaba de anunciar a los discípulos la destrucción del templo, cuando éstos le dicen: «Dinos cuándo sucederá esto y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo» (Mt 24, 3). Jesús elude esta pregunta tan ambigua. Su intención no es satisfacer una curiosidad ni situarse en un escenario realista, sino más bien «calmar la fiebre apocalíptica de su medio»59 mediante una serie de advertencias sobre los falsos anuncios mesiánicos y mediante el consejo de no preocuparse por el «cuándo», ya que éste pertenece al secreto del Padre. Todo el texto transmite más bien el gran mensaje de la vigilancia y la perseverancia: lo importante es saber resistir hasta el fin (Mt 24, 13). La primera secuencia (Mt 24, 4-14) describe una serie de tribulaciones bélicas que organizarán persecuciones contra los discípu-
58. No entro aquí en la cuestión tan discutida de la fecha de la redacción de este texto, antes o después de la toma de Jerusalén, ni en el discernimiento de diversas alusiones históricas. 59. P. BONNARD, O. C, 521.
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los de Jesús: falsos anuncios del retorno del Mesías, guerras entre las naciones, hombres, terremotos, pero también odios y asesinatos por causa del nombre de Jesús, apariciones de falsos profetas, extravío de muchos, incremento de la iniquidad y enfrentamiento del amor. Todo esto se anuncia como preludio del fin. La imagen que se utiliza es la de los dolores de parto. Lo cual quiere decir que este tiempo de sufrimiento está ordenado a un nacimiento. Es la cara dolorosa de la última gestación de la salvación: «Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 24, 13). Además, la Buena Nueva se proclamará en el mundo entero a los paganos. La segunda secuencia evoca más de cerca la toma de Jcrusalén, considerada como una parábola del cataclismo final: abominación de la desolación instalada en el lugar santo, es decir, profanación del templo, e invasión militar que obliga a toda la población a emprender la huida («Jerusalén cercada por ejércitos», dice Lucas 21, 20). La catástrofe=histórica toma entonces la perspectiva de un acontecimiento cósmico, ligado a la llegada del Hijo del hombre. «El sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas» (Mt 24, 29). En otras palabras, la estabilidad del universo prometida en la alianza con Noé deja sitio a una transformación radical del universo. Entonces es cuando «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre, y entonces harán duelo todas las razas de la tierra y verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (Mt 24, 30). El Hijo del hombre, presentado bajo la figura de juez, reunirá entonces por medio de sus ángeles a los elegidos, en una gran liturgia a escala cósmica. Pero una imagen primaveral viene a suavizar el aspecto trágico de la presentación y transforma los signos de amenaza en signos de esperanza: «De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en cuenta de que el verano está cerca» (Mt 24, 32). ¿Cuándo ocurrirá todo esto? Jesús responde de forma sorprendente, puesto que, por un lado, «os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Mt 24, 34), mientras que, por otro lado, «de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Según la primera fórmula, que hay que comprender en la perspectiva apocalíptica de un fin próximo del mundo, la proximidad del Reino realizada por la venida de Jesús se traduce en términos de urgencia inmediata. El final de los tiempos no es un objeto exterior: nuestra
existencia actual se ve ya afectada. La segunda respuesta da el mensaje esencial: lo importante no es saber el momento, sino estar vigilantes, mientras que parece continuar el curso de las cosas. Es aquí donde Mateo coincide con Marcos: continúa con el tema de la vigilancia bajo la forma de la amenaza y del miedo al juicio de separación, recordando los días de Noé antes del diluvio. Marcos (13, 32-36) expone por su parte la parábola de la casa cuyo dueño ha marchado de viaje. Lo importante es que cada uno vigile, cumpliendo bien la tarea que se le ha confiado, y que no se deje sorprender. Pero el regreso del dueño es un acontecimiento feliz y aguardado por toda la casa reunida60.
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El juez de vivos y de muertos El día del regreso del Señor será también el día del juicio. El Antiguo Testamento estaba ya marcado por el anuncio del Día del Señor: se trataba de una intervención terrible de Dios en los grandes acontecimientos de la historia de Israel, descrita ordinariamente con imágenes apocalípticas; porque lo que se produce en la historia orienta hacia la espera del último día, el del juicio final, que alcanzará igualmente a Israel y a las naciones. Con la venida de Jesús el día del Señor se convierte en «el Día de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 1, 8). Porque Dios le ha dado a su Hijo «poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5, 27). La historia se cierra con un final que es la presencia total de la historia a ella misma: el juicio final es una de sus imágenes. El evangelio de Mateo pone detrás de los relatos apocalípticos una serie de parábolas sobre la vigilancia y la perseverancia (el criado fiel, las diez doncellas, los talentos), antes de describir de forma grandiosa el juicio final celebrado por el Hijo del hombre, que ha vuelto en su gloria. La escena es una vez más la representación apocalíptica de lo irrepresentable. Todas las naciones de todos los tiempos se reúnen ante su juez y quedan separadas en dos grupos: las ovejas a la derecha y los cabritos a la izquierda. El criterio de esta separación es el del amor fraternal y concreto, ejercido con los pequeños, con los que tienen hambre y sed, con 60. No puedo entrar aquí en la leclura de los relatos escatológicos del Apocalipsis. E. CORSINI, L'Apocalypse mainlenant, Seuü, París 1984, ha propuesto recientemente una nueva interpretación de este libro, sugiriendo la hipótesis de que para su autor el final de los tiempos se ha alcanzado ya plenamente con la muerte y resurrección de Jesús. La dramática apocalíptica transpone bajo esta luz los grandes acontecimientos de la historia de la salvación. Si esta interpretación es justa, subraya la presencia del final de los tiempos en toda la historia.
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los extranjeros, con los enfermos y los encarcelados. Pero la razón que sirve de base a este criterio es tan importante como el propio criterio: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). En otras palabras, con estos simples gestos de amor fraterno, los que son llamados «benditos de mi Padre» han realizado en un solo movimiento los dos mandamientos de la ley: el amor a Dios y al prójimo61. No pudieron hacerlo más que en virtud de la encarnación. La comunicación de Dios en Jesús se unlversaliza en el nivel del encuentro más pequeño entre los hombres. Los justos parecía que daban, pero de hecho recibían. Al no cerrar sus entrañas a su propia carne, reconocieron al único que podía salvarlos. Entraron en la salvación porque participaron simplemente de la cadena de comunicación, de don y de perdón, que viene de Dios por medio de Jesús y que vuelve a Dios por medio de él. Se convirtieron con un mismo movimiento a la fe y a la caridad. Y recibirán como don «el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34), según la unidad del designio de Dios realizado desde la creación en toda la historia de los hombres. Pero esta última hora de la salvación se convierte también en juicio: comprende también la cara sombría de la condenación. No debe infravalorarse este riesgo. Sin pretender decir nada sobre el número y ni siquiera sobre la existencia de los enviados al «castigo eterno», el texto nos hace una advertencia solemne sobre el valor definitivo de las opciones de nuestra libertad. A los que hayan dado a su vida la orientación de un egoísmo fundamental, eso es lo que les ocurrirá. Se trata de un futuro o, mejor dicho, de una eventualidad anunciada, puesto que en el presente todo es posible, a fin de evitar que nadie llegue hasta allá62. La parusía de Cristo y la resurrección general La «parusía», esto es, el retorno de Cristo al final de los tiempos, será igualmente la manifestación esplendorosa de la victoria definitiva del mismo sobre el pecado y sobre la muerte. Este retorno marcará la hora de la resurrección general. Este último término recapitula todos los aspectos de la salvación plenamente cumplida. Pero, aparte de lo que nos dice el evangelio de Mateo sobre la aparición del Hijo del hombre y sobre el juicio final, hemos de 61. Cf. supra, 279 ss. 62. Cf. sobre este punto los dos últimos líbritos de H. Urs von Balthasar, Esperer pour lous, D.D.B., París 1987 y L'enfer. Une quesíion, D.D.B. París 1988.
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preguntar esta vez al relato simbólico de la resurrección final en las epístolas paulinas. «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 16-17).
En este escenario de victoria escatológica, que utiliza abundantemente imágenes cósmicas, Pablo no piensa en la resurrección de los malvados, y que la resurrección es para él sinónimo de vida y de salvación. Juan, por el contrario, nos dice claramente que todos los muertos resucitarán: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal para la condenación» (Jn 5, 29). Para Pablo, la resurrección final será de alguna forma la consumación de la resurrección de Cristo: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron... Todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 20-25).
El lenguaje sigue siendo el de la victoria después del combate. A los padres apologistas les gustaba distinguir las dos parusías del Señor: la primera, en que se manifestó en el sufrimiento, y la segunda, cuando aparezca en gloria63. La resurrección es el vínculo de las dos, anticipando la segunda en la persona de Jesús. En su última parusía Cristo hará entrar a todos los hombres en su propia resurrección. Acabará su mediación histórica e inaugurará su mediación eterna, así como vivirá la consumación de su propia resurrección y la inauguración de la eterna resurrección de su cuerpo total64. Cielos nuevos y tierra nueva ¿Es posible todavía echar una mirada sobre el después eterno de la resurrección, sobre la vida bienaventurada del reino de Dios? Sea cual fuere la interpretación última que haya que dar a este texto65, un capí63. Cf. JUSTINO, Dial, cum Tryphone 31, 1; 32, 1-2. 64. Sobre los diversos problemas planteados hoy a propósito de la comprensión de la resurrección de Jesús, cf. las indicaciones bibliográficas dadas en p. 206, nota 92. 65. Cf. E. CORSINI, o. c, 280-281.
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tulo del Apocalipsis nos describe el mundo de la resurrección bajo la forma de un cielo nuevo y de una tierra nueva:
Los efectos de sentido de estos relatos: 1. De lo definitivo a lo eterno
«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-conellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado". Entonces dijo el que estaba sentado en el trono: "Mira que hago un mundo nuevo"» (Apoc 21, 1-5).
El texto prosigue con una larga descripción de esta Jerusalén celestial. Su lenguaje se basa en una serie de pasos al límite de la representación y experiencias que nosotros podemos tener de la felicidad. Insiste en la transformación escatológica del mundo, presentada como una re-creación del cosmos original. En un vocabulario de ruptura se nos manifiesta una continuidad. Porque la ruptura del cosmos es el eco representativo de la verdadera ruptura que tenemos que realizar para convertirnos a la plena verdad del evangelio. Nuestra entrada definitiva en la salvación nos permitirá acceder a esos cielos nuevos y a esa tierra nueva que son una réplica del paraíso original. Se verán liberados de todo lo que es actualmente en ellos límite y fuente de males. Serán el marco de la Jerusalén celestial, el nuevo Templo y la morada de Dios entre los hombres. ¿De qué está hecho este mundo reconciliado? Es ante todo un don de Dios, desciende de arriba; no es simplemente el cumplimiento de nuestro mundo. Es el mundo de la plena presencia de Dios a todos los pueblos, en el respeto a su universalidad, y de la plena presencia de los hombres a Dios. Es el mundo de la transparencia original recobrada, de la vida en plenitud, de la felicidad perfecta, de la justicia cumplida, de la liberación de todo sufrimiento y de toda muerte. Se celebra en un banquete festivo y en una liturgia comunitaria. En una palabra, es la morada común, por donde Dios se paseará —amigo entre amigos— como lo hacía en el jardín del Edén. Dios será entonces todo en todos, es decir, el autor de una comunicación total. El sentido antropológico y teológico de este lenguaje es tan evidente, a través de sus imágenes, que resulta inútil querer traducirlo en conceptos, so pena de empobrecerlos. Por la multiplicidad convergente de sus rasgos, sacados todos ellos de nuestra experiencia de la verdad, del bien y de lo bello, se nos abre aquí una ventana hacia lo irrepresentable.
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Con la condición de que tomemos estos relatos por lo que son y desean ser, sea lo que fuere de la distancia cultural e histórica a través de la cual han llegado hasta nosotros, podemos recoger ahora sus efectos de sentido. No tienen la intención de satisfacer nuestra curiosidad sobre el futuro, al estilo de esos periodistas tan preocupados por adelantarse a los acontecimientos que se aventuran a decirnos lo que va a pasar mañana. Tampoco tienen la finalidad de asustarnos. No debemos ponernos a fantasear entonces sobre amenazas de catástrofes tanto temporales como eternas. No nos revelan el número de condenados y ninguno de ellos ni siquiera nos dice si los hay. Lo mismo que los relatos de creación, tampoco éstos pretenden aportarnos ningún dato de tipo científico. Su efecto de sentido primordial es asegurarnos que la salvación ofrecida por Cristo no se encierra en los límites de nuestro mundo, sino que desemboca en la eternidad. Porque, «si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!» (1 Cor 15, 19). La salvación es escatológica, es decir, definitiva y eterna; por esta razón es también transhistórica. Por tanto, necesita ser dicha con la ayuda de representaciones que expresen la alteridad radical del mundo resucitado respecto al nuestro. Pero este carácter definitivo impregna ya nuestro presente. Por eso el lenguaje escatológico de la Escritura se escapa del falso dilema de una horizontalidad, que lo redujera todo al terreno de nuestra contingencia terrena, opuesta a una verticalidad, que desterrara la salvación a un futuro imposible de captar y, por eso mismo, ajeno a nosotros. En virtud de la unidad del designio salvífico de Dios, que va de la creación original a la re-creación definitiva, los relatos escatológicos de la Escritura juegan con el movimiento incesante del ya y del todavía-no. El presente se dibuja con los colores de la salvación ya realizada; y el futuro se describe a su vez como el paso a lo absoluto de todo el bien que sigue siendo todavía frágil, contingente y transitorio para nosotros. En el corazón de este movimiento está la resurrección de Jesús, promesa en acto y por tanto ya mantenida, de la resurrección general. 2. De la esperanza a la vigilancia Estos relatos tienen además el efecto de alimentar nuestra esperanza: nos invitan a levantar la cabeza y a mirar a nuestro alrededor, a fin
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de asegurar nuestra marcha en el presente. Lo sabemos bien: la esperanza se apega de manera congénita a la existencia del hombre. No esperar ya nada es morir o querer morir. La desesperación ante la inmensa masa de lo absurdo, del sinsentido, del sufrimiento y del mal ciego en nuestro mundo es quizás la mayor tentación del hombre. Pues bien, los relatos del fin alimentan una doble esperanza: en primer lugar, una esperanza para este mundo en el que la salvación es una realidad en marcha irreversible, una esperanza en que el peso de la justicia, del amor, de la libertad, de la comunicación y finalmente de la felicidad será finalmente el que más pese; y luego, una esperanza en un más allá absoluto, que lejos de eliminar a la anterior, le da su fundamento y su aliento. Estas dos esperanzas solidarias nos han sido dadas para el tiempo de la contradicción y de la prueba. Estos relatos son igualmente los mensajeros de una advertencia importante. La salvación es un don de Dios; pero no puede realizarse sin la respuesta de la libertad del hombre. Volvemos a encontrarnos aquí, en su dimensión propiamente escatológica, con el problema de la conversión. Por eso mismo es legítimo hablar de dramática cristiana. La salvación se juega entre la iniciativa del don de Dios y la respuesta del hombre. Si fue abusivo por mucho tiempo basar en estos relatos una predicación del terror, es por el contrario perfectamente legítimo apoyar en ellos una llamada a la seriedad de la existencia humana, cuya libertad tiene el privilegio de hacer algo definitivo. Esta advertencia es una llamada grave y solemne a la vigilancia, tan presente en las parábolas evangélicas y que es una de las principales intenciones del discurso apocalíptico de Jesús. 3. De la imagen de la separación a la realidad de la opción En los relatos apocalípticos el fin se presenta bajo la forma de la separación última entre buenos y malos, entre la vida y la muerte, entre la recompensa y el castigo. Esta representación de las «grandes verdades» ha sido explotada peligrosamente en la predicación durante varios siglos. No sólo engendra cierto malestar en la conciencia moderna, sino que constituye muchas veces un obstáculo a la fe. Pues bien, la separación es la expresión objetivada de la opción al mismo tiempo histórica y escatológica con la que se encuentra enfrentada toda libertad. Depende de nuestra elecciones decir, de la conversión de todos, que el fin del mundo tome la forma del encuentro del criado bueno y fiel con su amo, que vuelve a casa para admitirlo a su mesa y a la comunión de su vida. El aspecto de la calástrofe señala el riesgo al que se expondría una negativa que quisiera ser definitiva. Depende de
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nosotros que el encuentro con lo absoluto sea un acontecimiento de vida o de muerte. No tenemos que especular sobre un futuro que no ha llegado todavía y cuya presentación tiene la finalidad de invitarnos a la vigilancia. Pero quizás se diga: ¿por qué tanta insistencia en los aspectos catastróficos de la proximidad del fin? Es aquí donde la relación entre la destrucción de Jerusalén y el final de los tiempos puede ayudamos a comprender la relación entre lo que pasa en la historia y el riesgo del fin de la historia. La historia, especialmente la historia de nuestro siglo, nos ha mostrado suficientemente hasta qué infierno histórico puede llevar la mentira y la violencia humana. El «calvario de la humanidad» que fueron los campos de concentración de Auschwitz y de Treblinka, por no poner más que los ejemplos más siniestros de un mundo con múltiples atrocidades, bastan para informamos de la gravedad de la responsabilidad humana. Semejantes acontecimientos pueden tomar el valor de una advertencia de alcance escatológico, teniendo de alguna forma para nosotros el lugar de la destrucción de Jerusalén. Nos invitan más que nunca a la conversión y a la reconciliación. No deben alimentar ningún vaticinio sobre el fin. Nos piden ante todo una decisión radical por Dios y por el hombre, decisión que toda la obra de la salvación nos brinda la posibilidad de tomar; y nos sugieren además que adoptemos un discurso especialmente modesto sobre las modalidades del fin. Siempre es posible que se desencadene el pecado —esto es lo que nos dicen los relatos—, pero esto no es nunca fatal66.
CONCLUSIÓN: DE LOS RELATOS A LAS CATEGORÍAS
Creación, kénosis y encarnación Así pues, no basta con decir que la creación es ya un acto de salvación y que constituye una profecía de la salvación. Si no se quiere debilitar la consistencia propia de la creación, hay que reconocer que la salvación es a su vez una creación, al mismo tiempo creación nueva y consumación de la creación original. Por tanto, hemos de repasar bajo esta luz la gesta de la creación, intentando profundizar en su categoría a la luz de la categoría de la sal66. En lo que se refiere a los aspectos personales de la escatología, cf. B. SESBOOÉ La réswrrecüon el la vie. Petite catéchese sur les choses de la fin D D B París 199o' 79-164. ' ''
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vación. El sentido de esta inclusión mutua de los dos términos radica en mantener la alteridad del ser salvado ante Dios. Porque un unilateralismo de la gracia divinizante corre el riesgo de volatilizar la consistencia libre del hombre creado ante Dios y de hacer pensar que, en la historia de la salvación, Dios no hace finalmente más que jugar consigo mismo a través del hombre. La doctrina clásica de la creación, recogiendo la expresión «ex nihilo» del libro de los Macabeos (2 Mac 7, 28), puso de relieve la afirmación de que Dios creó al mundo a partir de la nada. Este punto subraya la alteridad radical del universo creado respecto a Dios. Remite a un acto libre y personal y marca la diferencia con las concepciones emanatistas heredadas de la antigua Grecia. Pero este aspecto exige quedar debidamente situado entre otros. Porque rigurosamente hablando la nada no puede producir nada. La expresión «creación a partir de la nada» transmite un esquema representativo en donde la nada desempeña el papel de una especie de materia prima de la creación, una materia prima que se niega al mismo tiempo que se evoca. Antes del acto libre creador realizado por Dios no había precisamente ninguna realidad creada y ésta no es ya el fruto necesario de una emanación de su ser superior. Pero si la nada en cuanto nada no puede producir nada, hemos de reconocer que Dios creó y crea a partir de él mismo, a partir de lo que él mismo es. La creación del nombre «a imagen y semejanza de Dios» es la ilustración mayor de este hecho. Entonces, el acto de creación es aquel por el que Dios decide no ser él solo toda la realidad ante la que no hay nada. Poner fuera de él un mundo creado es un acto de renuncia a sí mismo. Puede tomarse la imagen local al revés y decir que Dios se retira en cierto modo de una región de él mismo, para permitir que existe algo distinto de él. En realidad, si podemos comprender así el acto de creación, es porque tenemos la revelación de la kénosis de Cristo. En la encarnación Cristo se anonada a sí mismo. El hecho de asumir una naturaleza humana no es para él un plus, sino un menos. La realidad de este dato misterioso aparece en su manera de vivir para su Padre y para sus hermanos, en una kénosis que el pecado ha hecho trágica hasta la muerte de la cruz. A partir de esta revelación del misterio de Cristo, Hijo d e Dios, comprendemos que nuestra recreación se haga a costa de una semejante negación de sí. Pero remontándonos desde esta cima de la revelación de Dios hasta su origen, podemos comprender que la creación parte de la misma generosidad.
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Tan sólo la negación de sí puede producir una verdadera alteridad. Dios no crea para acabarse a sí mismo; tampoco crea para asombrar a nadie. Crear, sobre todo cuando se trata del hombre, es dar a alguien a sí mismo. Pues bien, no se da de veras más que «perdiendo» algo de sí. Aunque esta afirmación no tiene sentido a propósito de Dios más que a través de la distancia de una analogía radical, sigue siendo verdadera. Al crear el mundo, Dios esboza de alguna manera un primer don de sí mismo. Ese don supone una primera negación de sí y condiciona la auténtica alteridad de lo creado. La alteridad que somos respecto a Dios es correlativa a esa renuncia a sí mismo, por parte de Dios, cuya radicalidad nos ha revelado la kénosis de la encarnación. De la kénosis creadora a la kénosis trinitaria H. Urs von Balthasar llega a decir que el acto de creación del hombre es ya por parte de Dios un compromiso a la kénosis de la encarnación. Inspirándose en la concepción de Bulgakov, para quien las personas divinas, en cuanto puras relaciones, son «desinterés», «altruismo», escribe: «Este altruismo crea una primera forma de kénosis que consiste en la creación (especialmente del hombre libre) ya que el creador entrega en ella, por así decirlo, una parte de su libertad en manos de la criatura. Pero, en última instancia, él puede arriesgar tanto porque previamente ha visto y tomado en consideración la segunda y más verdadera kénosis, la de la cruz, en la que recoge y supera todas las consecuencias más extremas de la libertad creatural... Así, la "cruz de Cristo está inserta en la creación del mundo desde su fundación", como lo muestra la teología joánica del "cordero de Dios" (Jn 1, 2936), que «inmolado desde la creación del mundo» (Ap 13, 8), se sienta en el trono del Padre (5, 6), apacienta a los purificados en su sangre (7, 17) y ofrece como cordero pastor su vida por sus ovejas (Jn 10, 15), pero que, en la "ira del cordero" (Ap 6, 16) se convierte también en juez de los suyos y de todo el mundo» .
De esta manera la cruz de Cristo queda inscrita en la creación del mundo desde su comienzo. Es lógico que ninguna necesidad filosófica puede permitir deducir esta kénosis de Dios. Sólo la revelación puede abrirnos a una perspectiva en la que el amor original de Dios al hom-
67. H. URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, 7. Nuevo Testamento, Ed. Encuentro, Madrid 1989, 176-177.
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bre resulta tan «seductor». Según la convicción de toda la tradición cristiana Dios se nos revela tal como es. Si el acto de creación es ya una kénosis paternal, si el envío de su Hijo se lleva a cabo a costa de una kénosis de la cruz, si el don del Espíritu a los hombres mantiene una discreción totalmente kenótica en el respeto a sus libertades, entonces el intercambio trinitario que constituye la vida misma de Dios es un movimiento constante de kénosis que permite la plena alteridad del Padre, del Hijo y del Espíritu. Pero una kénosis semejante es inmediatamente un pleroma, es decir, una plenitud. En este sentido es como adquiere todo su valor una fórmula como ésta: «lo negativo palpita en el corazón de lo absoluto». Esta negación de sí es de una absoluta simplicidad. «Nada hay más natural a Dios», por hablar como los hombres valientes, cuando después de una de sus proezas dicen: «¡No! ¡Si era algo tan natural!». Así pues, en el ser mismo de Dios se origina eso que toma una figura trágica y dolorosa en la cruz, debido al pecado y a la violencia de los hombres. Según el altruismo absoluto que constituye a las personas divinas entre sí y para con nosotros, Dios ha asumido eternamente en sí mismo el riesgo verificado de lo trágico. Esta inmersión en el misterio de Dios nos hace comprender que es natural en Dios ser así. No quedarse con nada suyo: es una acertada fórmula trinitaria. Explica a la vez el ser de las tres personas y el principio de la creación. Dice hasta dónde puede llegar la omnipotencia divina. Ese «no quedarse con nada suyo» es el que llegó hasta el fondo de sí mismo, asumiendo la tragedia inscrita en la libertad del hombre.
Comprender este misterio es ir dejándose arrebatar progresivamente por la misma pasión de la alteridad de Dios que la que él siente por la nuestra, ya que la hace ser para ella misma. En otras palabras, es captar el alma del sacrificio que se le pidió al hombre. Lo mismo que la comunicación que Dios hace de sí al hombre en la creación y en la salvación son auténticos «sacrificios», también el sacrificio fundamental que se le pide al hombre es darse a sí mismo a Dios en una autocomunicación respectiva. Para Dios es santo ser así, no quedarse con nada suyo para sí mismo. Y lo que es justo para Dios será también la medida suprema de nuestra propia justicia de criaturas justificadas. La autocomunicación y el sacrificio marcan sus determinaciones, como veíamos a propósito de la cruz de Cristo: cima absoluta de la entrega de sí que hace Dios al hombre, la cruz es a la vez en su misterio único el sacrificio de Dios para el hombre y el sacrificio del hombre para Dios.
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Pasión de Dios por el hombre y del hombre por Dios La seriedad de la kénosis creadora de Dios se mide en particular por la cesión de la libertad al hombre, aunque sea bajo el modo de una vocación y de un devenir. Crear a un ser libre es hacer que surja una alteridad que sea ella misma hasta en sus raíces, es decir, capaz de hacerse él mismo, por la libertad, radicalmente autónomo. Pero crear a un ser semejante es crearlo en una semejanza tan grande con Dios que se haga «divinizable». Porque crear libremente a un ser de libertad es también crear una relación de libertad a libertad. Por un lado, está el ser intrínsecamente divino, en ofrenda de sí mismo sobre el fondo de un anonadamiento de sí. Por otro está nuestro propio ser, en devenir a sí mismo, divinizable, esto es, creado a la vez en la libertad y en la semejanza, por Dios y para Dios. Comprender esto es entrar en el misterio de nuestro ser creado y en el misterio de Dios que nos crea.
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Alfa y Omega: de la mediación a la recapitulación Ante esta solidaridad tan íntima entre la creación y la salvación que nos ha traído Jesucristo, no es extraño que el Nuevo Testamento haya anticipado la mediación al momento mismo de la creación. El mediador de la redención es el mediador de la creación68. Los grandes himnos del corpus paulino (Col 1, Ef 1, Heb 1) señalan otros tantos jalones de este movimiento de retorno a los orígenes que se hunde hasta en los tiempos anteriores a la creación del mundo, aquel eterno antes de todo tiempo anterior, para descubrir allí a Cristo en el que hemos sido elegidos (Ef 1, 4). Para la tradición patrística, especialmente en la época de su lucha contra la gnosis, era sumamente importante que el redentor fuera el creador en persona, que volvía a reanudar su propia obra. La creación es así la primera misión del Hijo y del Espíritu, aquellas que Ireneo llamaba las dos manos del Padre. Pero el mismo himno a los Efesios, no contento con remontarse hasta el Alfa, lleva también a cabo el movimiento de descenso hasta el Omega. «(Dios) nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza (anakephalaiósasthai = "recapitular"), lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9-10). La
68. He desarrollado este punto en Jésus-Christ dans la iradition, o. c, 293-299.
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solidaridad de los dos movimientos es evidente: el que está al final tiene que estar también al principio, y viceversa. El relato histórico de Jesús se encuentra universalizado a través de las categorías de fin y de principio. El mediador de la salvación sigue siendo el mediador del cumplimiento de todas las cosas. Al comienzo ejercía una mediación creadora; al final ejercerá una mediación re-creadora. Todo subsiste en él, todo será definitivamente restaurado, reconciliado, acabado en él, por él y para él. El relato total de la salvación es un relato cristocéntrico. El himno a los Efesios le ofrece su categoría clave: la recapitulación, que estructurará toda la visión de Ireneo sobre la historia de la salvación. Lo mismo que el momento del Alfa surge de la eternidad de Dios, también el momento de la Omega retorna a él. Entonces se plantea una última cuestión: el acabamiento reconciliador de todas las cosas en Cristo ¿será el fin de su mediación? Para Calvino, por ejemplo, el momento en que el Cristo triunfante entregue la realeza a su Padre (1 Cor 15, 24) será aquel en que su mediación cese, puesto que ya no tendrá razón de ser. Según la misma lógica, la humanidad misma de Cristo, concebida como un velo y un obstáculo a la visión de la pura divinidad, dejará de existir. «Entonces caerá la envoltura y contemplaremos sin barrera la gloria de Dios...; en el medio no estará ya la humanidad de Cristo, que nos impedía la visión definitiva de Dios69. Algunos teólogos reformados contemporáneos (A.A. van Ruler, D. Sólle)70 han radicalizado esta concepción. Jesús se hace así superfluo: «cesan sus funciones mediadoras a los hombres abandonados»71. Pero «una cristología meramente funcional tiene que acabar en una escatología no cristiana», comenta atinadamente Moltmann72. En efecto, esta teología se olvida del carácter definitivo de la encarnación: «Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Hcb 13, 8). El Jesús resucitado no es menos hombre que el Jesús terreno. E s el hombre que ha llegado a la plena realización del designio de Dios. En él, uno de nosotros está sentado a la derecha del Padre. Esta teología olvida igualmente el ser creado del hombre en su relación más íntima con Dios: le daría la razón a
69. J. CALVINO, Sur 1 Co 15, 27, en / . Calvini in NT. commenlarii, ed. A. Tholuck, 227, citado por J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca 1975, 368.
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la idea de que la divinización del hombre es la pérdida de su propio ser, en vez de constituir su pleno desarrollo. Al contrario, la economía de la gloria guardará la estructura de la economía de la gracia. El que es mediador de nuestra salvación sigue siendo el mediador eterno de nuestra filiación adoptiva. En él y por él es como veremos eternamente a Dios. Es la comunión de nuestra humanidad con la suya la que nos hará entrar en la comunión de Dios. Lejos de ser un obstáculo o un velo, su humanidad resucitada seguirá siendo el eterno camino de recorrido inmóvil, en donde el término coincide con el primer paso. Sería desconocer el ser mediador de Cristo considerándolo como un intermediario que constituye un obstáculo para nuestra relación inmediata con el Padre. K. Rahner ha subrayado enérgicamente el papel de la humanidad de Jesús en nuestra visión de Dios: Eternamente, no se verá al Padre más que por medio de él. Y es precisamente así como se le ve inmediatamente, porque el carácter inmediato de la visión de Dios no es la negación de la mediación eterna de Cristo como hombre... Ordinariamente sólo pensamos en la mediación histórica, moral, del Hijo del hombre en su vida sobre la tierra. De aquí se deduce que en la conciencia ordinaria que tenemos de nuestra fe, la humanidad de Cristo deja de ser importante... ¿Dónde se da el conocimiento claro, expresado en conceptos ontológicos, de que esta verdad permanece eternamente: «Nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar; el que me ve a mí, ve al Padre»?73. Jesucristo, el único mediador de la creación y de la salvación, sigue siendo para los hombres el eterno mediador de la gloria divina. El fin y el comienzo, inmanentes al presente Ya tuve ocasión de subrayar la ambivalencia simbólica del término «salvador» en los evangelios74: se pasa continuamente de la salud de los cuerpos a la salvación total de la persona. Del mismo modo la predicación de Jesús une constantemente el presente y el futuro: no se encierra en la oposición entre lo terreno y lo celestial. La misma y única salvación está ya ahí por entero y afecta por tanto, con los cuerpos de cada uno, al cuerpo de la sociedad de
70. Cf. J. MOLTMANN, O. C, 370 ss.
71. Ibid.,379. 72. Ibid., 380. La postura personal de Moltmann, más matizada, tampoco es verdaderamente satisfactoria.
73. K. RAHNER, La signification éternelle de l'humanité de Jésus pour notre rapport avec Dieu, en Eléments de théologie spiriíueüe, D.D.B., París 1964, 45-47. 74. Cf. B. SESBOÜÉ, Jésus-Christ dans la tradition, o. c, 241-244.
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los hombres, a pesar de ser también promesa escatológica. Se trata ya de la «resurrección» en el mundo simbólico creado por Jesús en la predicación del Reino. Lo mismo que la creación original es siempre actual, y lo mismo que el cielo está ya presente en la tierra, también la tierra será escatológicamente transformada. El que cree «tiene ya la vida eterna». A través del mundo simbólico creado por la presencia de Jesús y de la red de relaciones convertidas que él establece con quienes le escuchan, se inaugura ya de verdad un cosmos nuevo. Es un mundo en donde el banquete eucarístico reúne a todos los presentes en un intercambio amigable en el que cada uno tiene su parte sin detrimento para los demás. Este mundo es ya un paraíso: remite a la vez al paraíso inaugural en donde Dios trataba familiarmente con Adán y al paraíso escatológico donde Dios será todo en todos. Constituye su génesis. Esta salvación es no solamente la revelación de lo que Dios quiere y hace por el hombre; es también la revelación de lo que es Dios mismo, un ser de comunión, que propone al hombre, tan sólo por medio de la seducción, comulgar con él. Esta imagen de la salvación puede parecer muy idílica ante el duro combate de la vida y de la muerte. Nuestra fe y nuestra esperanza nos exigen mantener juntos la promesa irreversible de la salvación y los ánimos para el combate de cada día. Y como el combate sigue estando ante nosotros hasta el fin del mundo, los signos de la salvación no pueden menos de ser frágiles, precarios y provisionales. Pero se apoyan en el relato total de Jesús que nos mantiene en pie, con la mirada vuelta hacia el futuro y las menos bien metidas en la masa para hacerla fermentar.
C O N C L U S I Ó N
G E N E R A L
Al final de este largo recorrido en dos tomos sobre la teología de la redención y de la salvación, no será inútil hacer un rápido balance de las enseñanzas principales que se han recogido. En el primer tomo se expuso la estructura de la única mediación de Cristo según el equilibrio de sus dos movimientos, descendente y ascendente, con una interpretación tan convertida como fue posible de las grandes categorías tradicionales y clásicas. El segundo tomo, aplicándose a los relatos bíblicos, ha realizado un movimiento retrospectivo hacia la «soteriología implícita» de la Escritura —en el sentido en que la teología contemporánea habla de «cristología implícita»—, que está incluida en la trama de esos relatos y se manifiesta por medio de la repetición de los efectos de sentido. Su finalidad era ante todo enfrentar al lector, a través de la densidad de los relatos, con un largo acontecimiento del que sigue siendo partícipe y respecto al cual tiene que situarse. Se trataba además de revivir una vez más el movimiento de génesis de una «soteriología explícita», pasando de los relatos a las categorías. Por todo ello ha surgido cierto número de palabras nuevas, que vienen, no ya a negar las categorías antiguas, sino a darles nueva savia y eventualmente a corregir las que habían tomado un mal sesgo. La categoría de comunicación, y más en concreto de la autocomunicación de Dios a su criatura, se presenta como la que lo engloba todo. Corresponde a las categorías clásicas de la divinización y de la gracia; remite a todo el vocabulario bíblico de la elección y de la alianza. Este término es otro nombre de la gratuidad absoluta de un amor proveniente, a la vez creador y recrcador, que toma en la Biblia el nombre de las formas más elevadas del
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amor humano: el del esposo a la esposa, el del padre a su hijo, el del amigo a su amigo. La comunicación es solidaria de la revelación: no hay comunicación sin conocimiento. El amor es un acto de inteligencia y de voluntad. Amar es manifestarse. Lo que esta palabra traduce está en la fuente del efecto de seducción que Dios ejerce sobre los hombres. Porque el amor es belleza. La comunicación remite finalmente a la mediación que la hace posible: Jesucristo, «el único mediador entre Dios y los hombres», es por excelencia el que realiza la comunicación entre el primero y los segundos, según el doble sentido del don de Dios a los hombres y del retorno de los hombres a Dios. Jesucristo es la seducción de Dios hecha carne. Es la belleza del amor de Dios plenamente manifestado. En torno a esta categoría se organiza todo un esquema y se expresa una forma de salvación, muy diferentes del esquema y de la forma de la subordinación, que ha dominado largo tiempo. Es indudable que el esquema de la comunicación integra el de la subordinación, en su lugar debido y como uno de sus elementos. Pero lo supera fundamentalmente y lo corrige radicalmente. En su unilateranismo y según el movimiento de dcsconversión que lo impregna, el esquema dominante de la autoridad que exige una obediencia sumisa y temerosa, y que incluso reclama justicia, ha deformado gravemente el rostro auténtico de Dios y la realidad de la salvación. Arrastró a la teología al lenguaje de la objetividad pura. Se redujo a un conflicto de voluntades la génesis de una relación de libertades. La salvación, por el contrario, es un encuentro de libertades, una relación establecida y renovada entre unos sujetos, entre unos compañeros vivos. No se trata ni mucho menos de pretender reducir la salvación al orden de una sujetividad evanescente, sino de tomar en cuenta, por así decirlo, el carácter objetivo —en otro lenguaje se diría «ontológico»— de la relación entre unos sujetos. Como de ordinario, lo que parece nuevo no es más que la acentuación de una evidencia de siempre. ¿Ha hecho este estudio alguna otra cosa más que mostrar que la lógica profunda de la redención llamada objetiva era exactamente igual que la de la redención llamada subjetiva! En efecto, lo que impone la justificación por la gracia mediante la fe, en el corazón de cada ser humano, lo impone igualmente el acontecimiento histórico de la salvación de toda la humanidad. En ambos casos se trata de lo mismo. Seguramente no se tuvo esto en cuenta en el pasado por la manera con que ciertas teologías de la satisfacción compensatoria contradecían a la analogía de la fe.
CONCLUSIÓN
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Debido al pecado del hombre, el don de Dios se ve provocado hasta el perdón. La autocomunicación se hace reconciliación, categoría que había surgido al final del primer tomo. Perdón y reconciliación son casi sinónimos: su ligera deferencia hace pensar en la paradoja de una alianza recobrada que es a la vez unilateral, puesto que Dios tiene allí prioridad absoluta y en cierto modo lo hace todo, y bilateral puesto que no puede pasar nada si el hombre se niega a ello. El perdón y la reconciliación no se logran sin un combate, a la vez amoroso y doloroso, entre Dios y el hombre que sigue siendo recalcitrante a su propia liberación (redención). Aquí es donde el amor se muestra fuerte como la muerte (Cant 8, 6) y hasta más fuerte que ella. Aquí es donde se da una nueva paradoja: el perdón, que en buena lógica humana no puede más que seguir a la conversión, la precede. No sólo la hace posible, sino que en cierto modo la realiza. La comunicación y el perdón pertenecen al movimiento descendente de la mediación de Cristo. Hay una enseñanza masiva de los relatos bíblicos que reside en el predominio aplastante de este movimiento sobre el movimiento ascendente. Lo mismo que en la vida trinitaria el movimiento de generación que va del Padre al Hijo es lógicamente prioritario respecto al movimiento de filiación que sube del Hijo al Padre, también, de forma análoga, en la historia de la salvación el movimiento de Dios que busca al hombre precede, rodea y fundamenta el movimiento del hombre que busca a Dios. Desde el jardín del Edén («Ven, Señor Jesús»), pasando por la «salida» del Hijo en busca de las ovejas perdidas y de los hijos pródigos, es siempre Dios el que se preocupa del hombre. Estamos aquí en el corazón mismo de la especificidad del mensaje cristiano. El hombre es dado a sí mismo, precedido por todas partes por la comunicación indulgente de Dios. Afirmar esto es decir que el drama de la salvación es esencialmente un drama que se desarrolla entre Dios y el hombre, y no un reglamento de justicia que se desarrollaría entre el Hijo y el Padre, del que nosotros no seríamos en el fondo más que los espectadores. Este dato masivo no suprime en nada el valor y la necesidad del movimiento ascendente, ya que sólo éste puede llevar a cabo el retorno definitivo del hombre a la plena comunión con Dios. Pero permite comprender de veras la articulación de estos dos movimientos. El primero es el que engendra al segundo, lo mismo que un rayo luminoso que se encuentra con una superficie que lo refleja. La santa humanidad de Cristo, a través de todo el itinerario de su existencia terrena, entra en el movimiento del eterno re-
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torno del Hijo al Padre. Lo hemos podido verificar en particular a propósito del sacrificio: el sacrificio de Jesús es un sacrificio del hombre a Dios, proque primero es un sacrificio de Dios al hombre. La soteriología que aquí se propone es una soteriología del Siervo. Esta inversión se lleva a cabo en la cruz y la vivimos en la eucaristía. El don que Jesús nos hace en ella de su cuerpo y de su sangre, es decir, de su propia persona, es idénticamente la ofrenda que hace de sí mismo a su Padre. Puesto que nosotros somos los beneficiarios de ese don, podemos ofrecernos también nosotros al Padre por Cristo, con él y en él. Lejos de ser una exigencia de la justicia de Dios para con el hombre, la expresión de una necesidad o el deseo de una dominación, el sacrificio existencial que estamos invitados a ofrecer y a celebrar en la eucaristía es un favor que Dios nos hace, como lo había diagnosticado finalmente san Ireneo: nos dispensa de ser ingratos. El verdadero sacrificio es ante todo el sacrificio de alabanza y de acción de gracias, dos expresiones de la desapropiación en el amor. Este sacrificio es también en Jesús intercesión y propiciación para el hombre pecador. Pero sabemos que esta dimensión, lejos de responder a una exigencia de justicia vindicativa por parte de Dios, pertenece eternamente al sacrificio celestial de Cristo glorificado: «De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25). Lo que se expresó, de una forma a veces bastante ambigua, con el término de mérito con acordes cuantitativos y jurídicos, recobra aquí su idea matriz, la del amor que se expresa en la generosidad de un obrar irresistible. El símbolo de la salvación se expresa esencialmente en la resurrección: en ella el signo ejemplar que se da es la cosa misma. En la resurrección se verifica la unidad de la ejemplaridad y de la causalidad, que es lo propio del sacramento. La resurrección de Cristo es el sacramento de la nuestra: es su signo y su realidad, puesto que ya hemos resucitado con él; es su promesa mantenida, puesto que en él se inaugura lo que será manifiesto en todos; es su causa en cuanto que es su signo, puesto que nos asimila a su propia vida. La resurrección recapitula así en sí misma toda la realidad de la salvación que Dios quiere dar al hombre. Este último tomo estaba preocupado por una cuestión fundamental: si el misterio de l a salvación realizada por Cristo es el centro del mensaje cristiano, ¿cómo tenemos que concebir la causalidad de esa salvación? E n primer lugar, esta causalidad no se ejero ni mucho menos sobre Dios; no se trata evidentemente de
CONCLUSIÓN
363
cambiar su intención sobre nosotros. Esta causalidad se ejerce sobre el hombre. Es una causalidad libre que se dirige a una libertad invitada a acogerle libremente. Su objetividad, por consiguiente, consiste en partir de un sujeto para dirigirse a otro sujeto. Aquí es donde nos hemos encontrado con la pareja de la «seducción» y de la «conversión». Esta pareja se prolonga en la del «contagio» y la «fe». Es la seducción ejercida por un amor «kenótico» que llega hasta el fondo de sí mismo y que provoca la conversión ante la figura de la cruz y de la resurrección, en la que se recapitula como en una cima lo absoluto de la verdad, del bien y de la belleza. Esta seducción se hace contagio en la Iglesia, a través de la cadena de testigos encargados de anunciar el Evangelio y de invitar a la fe. Para expresar conceptualmente esta causalidad que funciona por la mediación inteligente y amorosa del signo dado y recibido, la categoría de sacramento se ha mostrado la más adecuada. Toda una tradición teológica la ha utilizado ya a propósito de Cristo, en quien veía la fuente de todos los sacramentos. Se ha utilizado aquí de manera más radical, en cuanto que es capaz de dar cuenta de la totalidad del oficio de mediador según sus dos movimientos descendente y ascendente. Cristo es el sacramento de la presencia y de la acción salvífica de Dios ante los hombres; es también sacramento portador de la respuesta de fe, de esperanza y de amor de los hombres a Dios, ya que su cruz es el sacramento del sacrificio de toda la humanidad. La categoría de sacramento también resulta legítima, aunque con un valor subordinado, a propósito de la Iglesia. Traduce afortunadamente el misterio de la reunión de los pueblos erigido como signo de la salvación del mundo, el misterio de una gracia y de una tarea, el misterio del don de Dios ya manifestado en la respuesta de las libertades humanas. En efecto, el sacramento es la unidad de lo visible y lo invisible, la actualidad de la realidad transcendente y definitiva de nuestra adopción final y de nuestra reconciliación, bajo el velo y en la historia de nuestra condición humana el misterio de lo absoluto. En definitiva, la salvación cristiana es belleza y lo bello no se justifica por nada que sea exterior a él. Estas páginas han intentado torpemente, a través del relato y de las categorías, hacer vislumbrar un poco del secreto de esta belleza que se confunde con la gloria de Dios y de Cristo. A la belleza le gusta inspirar imágenes. Toda una soteriología podía sin duda expresarse adecuadamente a través de la iconografía cristiana. Pienso en estos momentos en el fresco de la Iglesia del monasterio de Chora de Constantinopla. Se titula Anástasis, «resurrección». Representa al Cristo resucitado y
364
JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR II
glorioso, vestido de una túnica blanca, luminosa como el día de la transfiguración. Su cabeza está rodeada de un nimbo de oro; toda su persona está envuelta en una aureola en forma de óvalo, que es un atributo del juez de vivos y muertos. Con sus dos manos arranca vigorosamente de sus tumbas a Adán y a Eva, primicias de toda la humanidad devuelta a la vida. En esta imagen se recapitulan los tres tiempos de la historia de la salvación que acabamos de analizar. El instante decisivo de la resurrección coincide a la vez con el fin y con el comienzo de todos los tiempos. Esta imagen, que nunca nos cansaremos de contemplar, ¿no nos presenta la salvación «en resumen»?
I. ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS (Los números romanos remiten a los tomos; los guarismos arábigos, a las páginas) ANTIGUO TESTAMENTO Génesis: 1: II. 316-319 1,1: H. 313 1,1-5: 1.141 1,2: H. 218 1,26: I. 34, 216, 221 1,26-27: I. 221, 222 1,27: 1.221 2,1-4: H. 319-322 2,16-17: II. 324 3: I. 183; II. 324 3,5: 1.44, 216, 298; II. 138 I. 254; II. 326 3,9: n.326 3,12: 11.330 3,15: H. 48, 326 3,22: 1.330,331 4,10: 11.90 5,24: n. 332 6,1-9,17: ü.83,332 9,2-3: II. 83, 332 9,6: II. 333 9,16: II. 333-334 11,1-9: 11.50 12,1-3: 11.51 12,2: 12,11-13: 11.99 1.302 14,18:
II. 128 14,20: II. 52-56 15: 11.54 15,1: 11.53 15,2: II. 53 15,5-6 : 11.50 15,6: 15,17-18: 11.54 II. 53-54 17: 11.54 17,8: 11.54 17,13 11.53 17,17 11.53 18,12 11.54 18,14 18,16-33: II. 56-58 11.56 18,22 11.56 18,26 11.57 19: II. 58-65 22: 11.59 22,1: 11.58 22,2: 22,7-8: II. 58, 213 11.62 22,8: 22,11 -15: 11.205 II. 105 22,17 : 11.50 23,4: II. 99, 128 27: I. 145 37,9: 37,18.20: 11.64
366 42,21: 42,24: 43,30-31.: 45,2: 45,3-8: 49,10: 50,19-21 :
n.65 n. 65 n. 65 n.65 ir. 66 n. 97 n. 66
Éxodo: 1,8: 2,10: 3: 3,2-6: 3,4: 3,8; 3,12: 3,14: 4,15: 4,22: 6, 6-7: 12: 12,1-28: 12,14: 12,24: 12,26-27: 12,42: 12,45: 13,8-10: 14,11-13: 14,14: 14,31: 15,2: 15,16: 15,22-27: 16: 17,6-7: 17,7: 19,5-6: 19,6: 20,2: 20,6:
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
I. 25; II. 67 11.67 H. 68-72 H. 205 H. 68 H. 339 II. 69 11.70 II. 69 1.216 I. 161 I. 281; II. 37,72-87 1.328 H.271 1.282 n. 31, 74 n. 74 H. 198 II. 74 11.77 11.77 11.78 11.78 11.78 11.79 n. 139 H. 79, 139 n. 79 I. 159, 160; 11.82 11. 84 lí. 84 11.82
20,33: 24,3: 24,8: 25,22: 32: 32,1: 32,1-6: 32,3: 32,4: 32,30-32: 32,31-32: 33,11: 34,6: 34,6-7: 34,18-23: 40,35:
1.320 11.82 11.83 1.318 II. 139 11.85 11.99 1.317 11.85 II. 86 1.317 11.82 11.71 1.321 11.82 11.218
Levítico: 16-17: 16,16: 16,20.26: 16,21-22: 17,11: 18,21: 19,36: 20,2: 26,12: 26,45:
1.318 1.318 1.281 1.94 1.319 1.281 I. 245 1.281 11.96 II. 125
Números: 7,89: 11,13: 20,8-12: 24,17:
1.318 1.318 11.99 11.97
Deuteronomio: 3,35: 4,7: 4,34: 5,2s:
1.320 II. 49, 128 II. 128 11.86
7,7: 7,8: 9,26-27: 14,1: 18,15: 21,23: 34,6:
ü. 127 1.161 1.317 1.216 n. 69, 89, 103 1.104 n.90
II. 69
11.91
13,18:
II. 219
4,11:
1.161
2 Macabeos:
1 Samuel: 2,1-10: 8,7: 15,10-23: 15,22: 16,13: 17,45-47:
II. 123 II. 123 II. 101 11.88 11.121
1 Mácateos:
Jueces: 3,9:
4,31-37: 13,21: 17,7-14: 18,4: 22,3-23,27: Judit:
Josué: 1,15:
2 Reyes:
n. 93, 219 Ü.92 11.99 1.285 n. 93 n. 94
7,28:
II. 352
Job: 28: 31,6:
1.139 1.245
Salmos (hebreos): 2 Samuel: 4,9: 12,7: 5,2: 6,1-23: 7,12-16: 7,14: 7,22-24: 7,23: 11,27: 12,7: 12,13-14: 16: 19,22: 23,5:
I. 161 11.28 ü. 96 II. 219 H. 218 n. 96 n. 96 1.161 n.99 n.99 n.99 n. íoo n. 92 n. 96
1 Reyes: 17,17-24:
n. 123
2,6-7: 16,8-11: 19,2-3: 22,19: 25,22: 26,11: 31,6: 31,12: 32: 34,21: 35,19: 38,12: 38,20: 41,10: 50: 51: 50,6: 50,10-12:
11.96 II. 256 11.316 II. 197 I. 161 I. 161 II. 188 II. 169 1.297 II. 198 II. 197 II. 170 1.352 II. 197 1.284 1.294 11.99 II. 100
368
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
51,12: 69,2^1: 69,5: 69,9: 69,21: 73,15: 74,2: 79,13: 93: 104,2: 109,4: 110: 114,3: 118,22-23¡: 130,7-8: 135: 138:
II. 340 n. 180 I. 352; II. 197
n. no
n. 197 1.216 I. 160 I. 144 1.84 1.141 1.302 n . 171 n. 77 H. 175 I. 161 11.337 T. 180
Proverbios: 3,19-20: 8: 8,22-31: 8,30-31:
n. 317 I. 139 n. 133 ü. 318
Sabiduría: 2,12-20: 2,24: 4,7-14: 5,4-5: 7: 7,26: 16,7: 16,20-21: 18,21: 18,23:
I. 325; II. 113,166 n.328 U. 124 1.326 1.139 1.141 11.88 H. 81 1.318 1.216
Eclesiástico>; 4-6: 41,1: 46,1:
1.139 D.98 11.90
Isaías: 1,11-13: 1.291 1,11-17: 1.285 6,5: II. 285 7,9: II. 109 7,14: 11.69 7,14-15: II. 109,216 7,16(LXX): I. 201 8,16: II. 108 9,1: I. 141 9,1-6: II. 110 11,1-4: II. 110 11,6-9: II. 111,339 25,8: 1.186 26,14: II. 123 30,27-33: 1.320 38,5: II. 123 40-55: II. 114-121 40,1-2: II. 115 40,3: II. 115 40,9-11: II. 115" 40,12-31: II. 115 40,18: II. 134 41,1-20: II. 116 41,8-14: 11. 116 41,14: I. 161 41,21-42,12:11.116 42,1-4: II. 117 42,1-7: II. 117-118 42,5: • II. 340 42,6: I. 141 42,9: II. 340 42,13: II. 116 43,1: 1.161 43,1-5: II. 116 43,3s: 11.76 43,4: II. 120 43,9: II. 117 43,11-12: 1.161; 11.117 43,14: 1.161 43,15: 1.161
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
43,16-19: ü. 117 43,21: I. 160, 161 43,22-25: H. 117 44,6: I. 161 45,8: n. 117 45,14-16: n. 117 45,20-25: n. 117 46,4: 1.161 48,7: n. 340 48,17: I. 161 49,1-6: n. 118 49,6: n. 117 49,15: n. 120 50,4-9: n. lis 52,10: n. ii7 52,13-53,12:1. 285 53: I. 177, 321, 385 53,1-12: H. 118 53,5-11: 1.81 53,7: H. 75 53,10: I. 83; II. 120 53,11-12: I. 100 54,7-8: 1.320 55,3-5: E. 117 60,3: I. 141 61,1-2: n. 143 65,17-25: ü. 340 Jeremías; 1,8: 3,19: 3,31: 5,1: 6,20: 7,21-22: 7,23: 9,20: 11,19: 11,21: 15,15: 18,18:
n. 69 1.216 1.216 n. 57 1.285 1.285 1.160 1.216 n. 112 n. i i 2 n. i i 2 n. i i 2
20,2: 20,7: 24,7: 25,15-38: 26,8-9: 31,9: 31,22: 31,29-30: 31,31: 31,31-34: 32,39: 37,11-14: 38,6: 46,10:
II. 112 II. 106, 134 II. 122 1.320 11.113 1.216 II. 340 II. 122 11.85,121-122, II. 121 II. 340 11.113 11.113 1.320
Lamentaciones: 5,21:
II. 130
Baruc: 3:
1.139
Ezequiel: 16: 16,38: 16,60: 16,60-62: 18: 22,30: 32,8: 34,15-16: 34,23-24: 36,25-27: 36,26: 37: 37,9: 37,11: 37,12-14:
II. 106 II. 106 II. 123-124 II. 106 1.253 11.57 II. 207 II. 160 II. 160 II. 123 II. 340 II. 123 II. 213 II. 123 II. 123
Daniel: 7,13:
II. 171
369
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372
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
3,2: n. 143 3,4: 1.24 3,6: ü. 143 3,22: I. 158; II. 143 3,27: I. 158, 166. 5,9: ü. 174 5,17: ü. 143 5,23.24.2? : 1.24 6,13: n. 274 6,20: 1.246 6,3-6: U. 143 6,56: 1.24 7,13: ü. 163 7,27: n. 161 7,28: n. 161 7,29: n. i6i 8,11-13: n . 143 8,34: 1.346 10,42-44: U. 276 10,45: I. 22, 93, 100,129,164; n. 150, 167 11,25: 1.216 11,28-33: n. 142 12,1-11: E. 145 12,12: H. 145 12,14: I. 190 12,33: 1.286 12,38-40: n. 144 13,32-36: Ü.345 14,24: 1.22,129,165,410; H. 19, 167 14,36: ü. 140 14,39: n. 140 14,62: II. 171 14,64: H. 171 15,7: n. 174 15,17: n. 174 15,21: n. 187 15,34: n. 176 15,39: I. 139, 186; I I 1 7 9 15,40: H. 180, 206 15,41: ü. 206
16,6: 16,15:
II. 205 II. 267
Lucas: 1,6: 1,28: 1,32-33: 1,35: 1,38: 1,39-56: 1,68: 1,77: 1,78: 1,79: 2,4: 2,9: 2,10-11: 2,12.16: 2,22-52: 2,24: 2,25: 2,30-32: 2,38: 2,40: 2,52: 3,16: 3,23-38: 4: 4,2: 4,13: 4,16-30: 4,18: 4,18-19: 4,29: 4,41: 5,17-26: 5,21: 5,30: 5,32: 6,18: 6,27-38:
1.246 I. 160; n. 69, 310 II. 218 II. 218 II. 218 II. 219-220 I. 160; II. 220 1.141 I. 141 I. 141 11.93 I. 141 I. 36; II. 220 II. 220 II. 221-222 1.286 1.246 I. 141; H. 119 1.160 1.247 I. 229, 247 1.158 II. 126 II. 160 1.183 I. 158; E. 138 II. 163 II. 275 I. 191 II. 143 II. 138 II. 152-155 II. 143 II. 143 1.247 II. 138 II. 188
7.9: 7,11: 7,21: 7.38-46: 7,48: 8,2: 8,40-56: 9,12-16: 9,22: 9,23: 9,32: 10,18: 10,25-37: 10,27: 10,29-37: 10,36: 11,2: 11,13: 11,15: 11,14-22: 11,22: 12,49-50: 13,34: 14,15-24: 14,27: 15.2: 15,3-7: 15,7: 15,11-32: 15,17: 15,24: 17,17-19: 17,25: 17,25: 17,47-48: 18,9-14: 18,35-43: 19,1-10: 19,38: 20,1-8: 20,36: 21,14-15:
n. 184 n. 154 n. 138 n. 323 U. 147, 152 n. 138 n. 154 n. 211 I. 54; II. 184 n. 187 1.140 I. 172; II. 138 H. 155, 158 n. 192 1.343 1.393 1.217 1.216 n. 143 ü. 138 I. 158 U. 185 H. 145 n. 160 11. 187 ' II. 143, 148 H. 115, 160 II. 148 II. 160 U. 105 n. 148 n. 161 I. 54, 75 n. 184 1.47 n. 160 H. 160 n. 158-162 n. 160 n. 142 n. 63 n. 69
21,20 22,3: 22,15-16: 22,19 22,20 22,27 22,37 22,40 22,44 22,51 22,53 22,61 23,19 23,24 23,26 23,28 23,35 23,42 23,43 23,46 23,47 23,48 23,49 23,50 23,55-56: 24,6: 24,7: 24,11 24,12 24,21 24,26 24,31 24,44 24,47
373
11.344 II. 138 II. 185 I. 129,303; II. 185 271 1.76, 130,410; II. 186 II. 150 I. 54; II. 184 II. 138, 140 II. 140 11.187 1.142; II. 138, IN«J II. 187 II. 174 I. 63; II. 18K II. 187 11.217,275 II. 189 I. 191 II. 188 II. 188 1. 139, IKft, 247; II IN9 1.206; II IH7 11.206 II. 188 11.206 11.210 1.54; II Ifi i i" 11.206 11.206 11.211 LVl.'/MI ' i 11.211 I..M, II INi II .MVÍft'/
Juan: 1,1: 1,3: 1,4-5 1,9:
II W 1 1 M", II, UN 1 1 II 1 1 II
374
1,11: 1,12: 1,13: 1,14: 1,16: 1,17: 1,18: 1,29: 1,36: 1,51: 2,1-2: 2,4: 2,11: 3,3: 3,5-6: 3,14-15: 3,16: 3,16-17: 3,19: 3,36: 4,34: 5,12: 5,27: 5,29: 5,45-46: 6,33: 6,35: 6,41: 6,45: 6,48: 6,51: 6,54-56: 6,55: 6,60: 6,63: 7,37-38: 7,38-39: 7,46: 7,51: 8,12: 8,28: 8,29:
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
n. 146 I. 142, 217 1.218 I. 155, 227, 247 1.247 1.247 I. 153 I. 335; II. 119, 353 ü. 353 II. 192 1.335 n. 197 1.140 1.218 1.218 H. 89 1.119 1.312 I. 141 1.219 n. 238 H. 195 n. 345 II. 347 U. 90 1.219 I. 219; II. 81 ü. 81 ü. 81 1.219 I. 138; II. 81 ü. 81 1.219 n. 113 H. 213 II. 82 1.213 n. 195 n. 195 I. 142 I. 139 I. 191
8,31-32: 8,34: 8,36: 8,37: 8,40: 8,44: 8,46: 8,56: 9,5: 9,11: 9,16: 9,18: 9,24: 9,38: 9,41: 10.1-18: 10,10: 10,11: 10,15: 10,17-18: 10,18: 10,31: 10,33: 10,39: 11: 11,25: 11,42: 11,50: 11,50-52: 11,52: 12,7: 12,23: 12,24: 12,31: 12,32: 12,46: 13,1: 13,1-3: 13,1-20: 13,14: 13,14-16: 13,18:
I. 191 I. 183 I. 191 II. 145 II. 195 I. 183; II. 145 I. 191 II. 63, 292 I. 142 11.195 II. 195 I. 191 II. 146 I. 142 II. 146 11.115 I. 119 I. 165 11.353 I. 186 II. 190 II. 146 II. 146, 195 II. 146 II. 154 I. 219; H. 210 11.235 11.195 1.77,130 11.199,334 II. 275 II. 189 II. 190 I. 162; II. 193 I. 411; n. 190 1.142 I. 22, 165; II. 165, 234 II. 190 II. 150 II. 191 II. 150 II. 197
13,30: 13,34: 14,6: 14,9: 14,15: 14,16: 15,4: 15,5: 15,9-10: 15,12: 15,13: 15,15: 15,17: 15,18: 15,25: 16,11: 16,13: 16,25: 16,33: 17,3: 17,19: 17,22: 18,17: 18,29: 18,34: 19,5: 19,15: 19,24: 19,27: 19,28: 19,30: 19,35: 19,36: 19,37: 20,1-10: 20,8: 20,17: 20,21: 20,22: 20,22-23: 20,30-31:
1.142 H. 192 I. 107, 139 219; II. 192 I. 223; II. 193, 289 Ü.238 1.236 1.236 n. 192 n. 192 n. 192 I. 22, 165, 366; II. 193 1.187 n. 192 n. 145 n. 197 I. 162, 172 ; II. 193 I. 154 n. 193 1.158 I. 138, 144 ,219 n. 194 1.236 H. 195 H. 195 I. 181 I. 191; II. 195 H. 196 n. 197 n. 196 II. 197 n. 197, 213, 230 n . 199 1.282 I. 77, 140 11.89,190 H. 206 II. 206 1.236 H. 213 n. 210 n. 210 n.228
(
Hechos de los Apóstoles: 11.31 II. 255 II. 163, 255 11.31 II. 334 II. 261 II. 255 II. 256 1.225 1.75 1.74 II. 171,203,220 I. 104, 185; H. 28, 184, 189, 257 I. 238; n. 257 2,38: . II. 257 2,42-47: I. 19, 55; 11. 247,288 4,12: 4,32: II. 279 II. 257 4,32-35: 5,12-16: II. 257 6,1: II. 261 11.43,258 7: 7,2-56: II. 126 7,52: 11.114 8,1-4: II. 258 8,34: I. 326; II. 119 8,35: 1.326 9,1-19: II. 258-261 I. 142 9,3: 9,32: II. 262 10,36: II. 275 10,44-48: II. 262, 297 13,16-41: II. 126, 262 13,42-52: 11. 262 14,1: II. 262 17,1: II. 262 17,10: II. 262 17,23: II. 268 18,1-5: II. 262 19,8-10: II. 262
1,1: 1,14: 1,21-22: 2: 2,5: 2,11: 2,13: 2,14-36: 2,22-36: 2,23: 2,23-24: 2,36: 2,37:
376 20,28: 22,6: 22,4-21: 26,9-18: 26,13:
1.159 I. 142 ü. 259-261 H. 259-261 1.142
Romanos: 1,1: 1,16-17: 1,17: 1,18: 2,7-13: 2,11: 3,9-10: 3,19-20: 3,23-25: 3,24: 3,24-25: 3,25: 3,25-26: 3,28: 4: 4,3: 4,17-25: 4,18: 4,18-20: 4,24: 4,25: 5,2-11: 5,5: 5,6: 5,8: 5,9: 5,10: 5,10-11: 5,12: 5,12-19: 5,12-21: 5,15-21: 6,1-11: 6,3-11: 6,4-8:
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
I. 192 1.248 1.258 II. 174 1.248 n. 254 1.249 1.249 1.249 I. 160 I. 123 1.327 1.334 1.249 II. 61 I. 249; II. 50, 292 n. 55 11.53 1.249 1.250 I. 132; II. 203, 341 1.248 I. 236, 250; II. 246 1.129 1. 129, 130, 131 I. 76, 174 I. 264, 376 1.409 I. 176, 183; II. 143 H. 329 1.396 I. 196 ü. 272 1.396 1.218
6,5: 6,9: 6,9-10: 6,11: 6,17: 6,18-19: 6,22: 6,23: 7: 7,7-12: 7,13-25: 7,15: 7,15-23: 7,18-19: 7,24: 8,2: 8,3: 8,4: 8,9-11: 8,14-17: 8,15: 8,20-21: 8,21: 8,23: 8,29: 8,32:
II. 341 I. 171; II. 209 I. 162 1.218 1.226 I. 192 1.192 1.219 I. 199 1.193 I. 107 1.29 I. 193 1.29 1.30 I. 193 I. 162, 250, 331 1.250 1.236 1.217 1.250 11.315 I. 193 I. 160,217 1.217 I. 75, 129, 186; D. 62
9,4: 9,5: 9,7-. 9,7ss: 10,4: 10,9-10: 11,15: 12,1: 12,19: 14,15: 15,13-14:
1.216 I. 107 11.63 II. 62 II. 85 II. 273 1.409 I. 287, 290, 296 1.83 1.129 1.143
1 77 L 1 l
1 Corintios 1,1: 1,8:
II. 260 II. 345
1,13 1,23 1,24 1,30 2,2: 2,8: 2,9: 3,2: 3,9: 3,16-17: 5,7-8: 6,19 : 6,20 7,22 : 8,3: 8,6: 9,1: 9,16 : 9,19 : 9,20-22: 10,1^: 10,4-22: 10,11: 10,29: 11,23: 11,23-26: 11,24: 11,24-25: 11,25: 11,26: 12,11: 12,13: 13,12: 13,13: 15: 15,1-34: 15,3 15,6-8: 15,8-9 15,9 : 15,19: 15,20-25:
1.129 I. 37, 354; II. 172 1.37 1.20,160,249,266 1.37 I. 142 I. 33, 62 1.195 1.269 I. 217, 236 1.282 I. 217, 236 I. 159 I. 159, 160, 192 1.143 I. 100, 101 I. 192 I. 151; II. 268 I. 192 1.394 n. 78 1.287 H. 72, 79 I. 192 1.303 1.177 1.129,303 I. 287; II. 271 I. 410; II. 186 1.287; 11. 32 1.264 I. 144, 192 I. 143 I. 143 1.230 1.224 1.22,131 H. 208 H. 261 n. 286 H.349 II. 347
15,21-22 : 15,24: 15,24-26 : 15,26-27 : 15,42-55 : 15,45: 15,47: 15,55:
377 1.396 II. 356 I. 158 I. 163 1.219 II. 213 I. 168 I. 186
2 Corintios: 1,1: 2,14: 3: 3,14-16: 4,3-6: 4,4: 4,6: 5,14: 5,15: 5,18: 5,19: 5,18-19: 5,18-20: 5,18-21: 5,19: 5,20: 5,21:
6,16: 8,7: 8,9: 12,9: 13,4: 13,5:
II. 260 I. 158 11.68 II. 48,126 I. 147 I. 143 I. 142 1.396 I. 129, 130 1.409 1.46 1.410,411,412 1.411 II. 227 1.69 I. 385; H. 227 I. 68, 78, 80, 87, 88, 93, 94, 103, 129, 130, 227, 331, 338, 375, 396; II. 176 1.217 I. 143 I. 103, 111, 129, 130, 227, 396 1.248 I. 103; II. 183 I. 237
Calatas 1,1: 1,3-4:
II. 260 1.131
378 1,14: 2,4: 2,7-9: 2,14: 2,19-20: 2,20: 3,6: 3,13:
3,13-14: 3,14 3,16 3,17 3,19 3,24 3,26 3,28 4,5: 4,6: 4,6-7 4,9: 4,19 4,21 31: 4,28 5,1: 5,6: 5,13: 6,16:
1.248 I. 192 ü. 262 H. 286 H. 260 I. 22,129, 130, 165, 236 H. 50 I. 68, 78, 79, 80, 83, 87, 88, 129, 130, 131, 159, 332, 334, 338, 385, n. 176 I. 104, 227 1.332 n. 55 n. 55 I. 101; II. 68, 89 II. 85 1.217 1.192 1.159 1.236 1.217 1.143 1.236 1.192 II. 62, 63 I. 192 I. 250, 266, 273 I. 192,331 1.219
Efesi os: 1: 1,4: 1,4-5 1,5-6 1,7: 1,9-1 0: 1,10: 1,13: 1,17: 1,18:
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS
I. 233; II. 355 1.397 I. 34 1.217 1.160, 164,410 1.355 I. 397,401,410;11.29 1.153 1.169 1.147
1,22: 1,23: 2: 2,6: 2,13: 2,13-17 2,14-15 2,14-16 2,14-17 2,15-17 3,17: 3,19: 5,2: 5,8-9: 5,21-33 5,23-30 5,32:
1.401 1.396 II. 127 II. 341 I. 169 11.51 I. 169 I. 272; D. 221 I. 409; n. 227 11.68 1.236 I. 103 I. 123, 129, 287, 337 I. 142 II. 275 1.396 II. 305
2,6-13: 2,7: 2,7-8: 2,8: 2,10: 2,13: 3: 3,5-6: 3,8: 3,8-9: 3,9:
11.66 1.219 I. 140 II. 139; 326 1.396 I. 108, 177, 227, 377 151 1.298 1.298 I. 103 II. 3 1.346 1.250 II. 260 1.248 1.143 1.248 1.192
Goloseases: 1: 1,12-13: 1,15:
11.355 1.142 1.222; n. 76, 292
I. 101, 118 I. 217, 396, 401 1.410 I. 101 I. 346; II. 283 Ü.341 I. 158, 335 1.396 ü. 341 1.219 1.219 1.219 1.192 1.396
1 Tesalonicenses: 4,16-17: 5,3:
Fiüpenses: 1,12: 1,21: 2,5: 2,6: 2,6-7: 2,6-11:
1,16: 1,18: 1,19-22: 1,20: 1,24: 2,12: 2,14-15: 2,19: 3,1: 3,3: 3,4: 3,9-10: 3,11: 3,15:
II. 347 1.221
1 Timoteo: 2,4: 2,4-5: 2,4-6: 2,5: 2,5-6: 2,6: 4,10: 6,13:
I. 138 H. 288 1.63 I. 36, 104, 107 I. 100, 101, 104,124 I. 129, 131 1.335 I. 332; II. 165,234,283
2 Timoteo. 1,10:
1.143, 162
Tito: 2,13: 2,14: 3,4: 3,5: 3,16: Hebreos:
I. 143 I. 130, 162 1.166 1.218 1.236
1: 1,2: 2,14-15: 2,17: 2,18: 3,1: 3,14: 3,14: 4,15: 4,15-5,10: 5,1: 5,2: 5,5-6: 5,7: 5,7-10: 5,8: 5,9: 6,4: 7,11: 7,22: 7, 24-27: 7,25: 8,6: 8,8: 9,1-7: 9,11-12: 9,11-28: 9,12: 9,14: 9,15: 9,22: 9,24: 9,24-28: 9,27: 10,5-10: 10,5-12: 10,12: 10,14: 10,20: 11: 11,4:
379
II. 355 I. 118 I. 163 I. 102, 328, 396 I. 345, 396 I. 103 I. 103 I. 103 1.396 I. 103 I. 102, 129, 131,328 1.396 1.102 II. 205 1.330 1.346 I. 132 I. 143 1.302 1.410 1.302 I. 101, 118, 132,330; 362 I. 101, 410; H. 68 1.410 I. 328 1.329 1.307 1.76, 160, 164 1.76 I. 101; H. 68 1.330 I. 129, 131 1.102 1.304 1.47 1.289 I. 132 1.302 1.331 11.49 11.331
380 11,17-18: 12,2: 12,3: 12,5-12: 12,24: 13,8: 13,15-16:
ÍNDICE DK PASAJES BÍBLICOS
E. 61 E.331 I. 330 1.217 I. 101, 330; II. 68, n. 356 1.290
1 Juan: 1,7: 2,1: 2,2: 2,13-14: 2,22: 3,1-2: 3,2: 3,9: 3,10: 3,16: 3,24: 4,10:
I. 76, 142 1.328,330 I. 63 I. 159 1.328 1.217 I. 34, 143, 221 1.218 1.217 I. 130 1.236 I. 123, 328
Santiago: 1,18: 1,21: 1,25: 2,12: 2,14-26: 2,21-23: 4,14: 5,15-20:
1.218 1.218 I. 193 I. 193 1.250 II. 61 n. 274 1.24
1 Pedro: 1,3: 1,18-19: 1,18-20:
1.218 1.76,337 I. 164
1,19-20: 1,19-21: 1,23: 2,2: 2,5: 2,9: 2,16: 2,21: 3,18: 3,18-19: 3,22: 5,8:
I. 328; H. 62, 75 1.288 1.218 1.218 1.290 I. 142, 159 1.193 I. 130, 140 I. 132 I. 170 I. 158 I. 183
De civ. Del: X,5: X,6:
Abelardo: I. 6<í, 151
2 Pedro: 1,4: 2,19:
II. ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
1.219 I. 181
Adamantius (Ps.) Dial, de recta flde: I. 175 1,27:
Apocalipsis: 2,7.11.17.26:1. 159 3,5.12.21: I. 159 5,5: I. 158 5,6: I. 328; U. 353 5,9-10: I. 159 5,12: 1.288 6,2: I. 158 6,16: 11.353 7,17: 11.353 13,8: II. 353 14,3: I. 159 19,11-21: I. 158 21,1-5: 11.348 21,22: II. 308 22,13: 11.291
Agustín: I. 44, 121, 151, 200, 253, 265, 294, 295, 297, 298, 299; II. 241 Adv.Acad.: 11,5: Comm. 1 Jn: VII, 7: VIII.IO: Comm. Ps. 90,9,11: 132,10: Confess iones: 1,1,1: 1,7,11: 1,19,30: IV,8,13y9,14 VII,9,13: VII, 17,23 VII, 18 24 VII,19,25 VIL.2127 X.43,68-6 9:
1.94 I. 74, 339 I. 173; n. 180 II. 300 II. 327 I. 34, 198 1.30 1.30 1.339 I. 108 1.107 1.108 I. 109 1.107 I. 110
X,20: De pred. sanct XV.31:
1.294 I. 295-297, 297 II. 234 I. 298, 299 1.235
De YT'M.'.
IV,2,4: IV,3,6: Vm,5,7:
xni,n,i5 Xm,12,16 XIII,13,17 Xm,14,18 XIV.12,15 Enarr. inPs.: 31,18: Epist.: 98 (23): Gnadlit.: Vm, 14, 32: XIII, 14,31 11om in Joh.: 1,4: 104,3: Sermo: 47,21: 166,4:
1.227 1.109 1.200 1.75 1.174 1.174 1.174 1.265 1.199 1.306 I. 201 II. 328 1.238 1.377 1.109 1.227
382
ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
Ambrosio
Atenágoras
Epist.: 72,8: In Ps. XXXVII: En. 53:
1.352
Supl.: 13:
1.352
Basilio de Cesárea
Cirilo de Jerusalén: I. 146
De Spir. Sancto: 1.2:
Cat. bapt.: 12,15: Cat. myst.: V,8:
Anselmo de Cantorbery: I. 43, 44, 54, 66, 122, 351, 353 Cur Deus homo. 1,3: 1,6: 1,8: 1,9: 1,10: 1,11: 1,12: 1,15: 1,19: 1,20: 1,21: 1,22: 11,5: 11,6: 11,11: 11,14: 11,15: 11,17: 11,20:
1.220
A,ZO:
I. 354, 364 1.354 1.355 I. 355, 356, 370 I. 355, 367 1.357 1.357 1.357 1.358 1.358 I. 358, 368 1.358 1.359 1.359 1.360 1.360 1.360 1.369 1.364
Atan asió: Adv. Ar.: 11,67,69,70: 111,11,19: Epist. adSer.: 1,24: De incar. Verbi: 7,5: 8,1-9,2: 20,1-25,5: 21,6: 22,3: 54,3:
1.292
1.228 1.220 1.229 1.335 1.336 1.294 1.337 1.337 227, 232
l. ¿¿b
Dial, de Trin.: 1,405 d: VII.640 a:
Gregorio de Nacían:«) I. 110 1.230
I. 291; II
Buenaventura Breviloquium: IV,2,6:
1.113
Cipriano: Carla: 63,13: De unit.: 6:
1.397 II. 290
Cirilo de Alejandría Christus unus: 719d-720a: 720 b: 721c: 722 a-b: 722 c: 761 a-c: 762 c-763 a: 766 c: 776 c-777 b: Comm. in 2 Co: Comm. in Jn: II Jn 1,29: V in Jn 7,39: Dial. Inc.: 709 e:
1.294 1.338 1.338 I. 119 I. 111 1.229 1.338 1.233 1.338 I. 233, 338 1.338
1.230 I. 175; II. 59 1.228
Gregorio de Nisa 1.294
Clemente de Alejandría Pedagogus: I,VI,25,1: I,VI,26,1:
I. 149 I. 149
Protrep.: XI,114:
1.150
Strom.: VII,10,55,l-3:
1.149
Contra Apol.: XI: XV: Di.sc. Cat.: 22: 24: De c.real. hom.: XVI:
1.227 1.227 1.173 1.174 1.223
Guillermo de Auxerre: I. 371 Ignacio de Anlioquí a
Clemente de Roma
Eph.:
Corint.: 1,2: 36,2: 41,4: 52,1: 59,2: 59,3-4:
1.144 I. 144 I. 144 1.291 1.144 I. 144
m,3: V,I-IV,1: IX,3: IX,5:
Dem. evang.: 1,10:
1.111 Exultet: I . L79
1,1: 8,1: 9,1: 19,1: 19,2-3: Rom.: 4,1:
1.233; II. 168 1.333 1.73 1. 145 1.145 11.283
Ircneo:
A Diogneto 1.292 II. 280 1.251 1.104
Eusebio d e Cesárea 1.397 1.231
Oral.: 31,28: 45,22: Epist.: 101,32:
I. 172
Bernabé (Carta de): 2,4-10:
383
1.294
Adv. haer.: 11,18,7: 11,20,3: 111,11,8: 111,17,3: 111,18,1: 111,18,6-7: 111,18,7: 111,19,1:
1. 105-106 1.147 11.293 1.166 1. 119, 221; H. 203, 249, 293 I. 167 1. 105, 196; n . 293,319 I. 105, 196,226
384
111,20,2: 111,21,10: 111,22,3: m.22.4: m,23,l: m,23,4: 111,23,5: m,23,6: in,38,l: IV,5,5: IV,7,1: IV.12,4: IV,14,1: IV.14,2: IV.17,2: IV.17,5: IV.18,1: IV.18,3: IV.20,4-6: IV,20,7: IV.21,3: IV.27,2: IV.37,6: IV,38,1: IV,38,3: IV.39,1: V.Pref.: V.1,1: V.6.1: V,8,l: V.14,3: V.15,2: V.16,2: V.17,1: V.18,3: V,19,l: V.19,1-2: V.21,2: V.21,3: V,23,2: V,28,3:
ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
11.46 11.319 II. 320 I. 196; U. 288 I. 167, 169 11.331 II. 328 II. 330 II. 328 I. 293; n. 292 11.63 11.47 II. 233 11.47 1.292 1.292 I. 292 1.293 I. 148 I. 148,265 11.47 I. 170 1.194 1.195 1.221 I. 195 1.226 I. 105, 169 1.221 I. 222; II. 47 I. 169 II. 341 1.222 I. 106 I. 106; H. 293 I. 167 I. 198 1.197 1.197 1.167 11.312
Demonst. 34:
Máximo el Confesor: I. 207
Ruperto de Deutz: I. 223
Mozar. sacr. líber
Tertuliano
1.78
Jerónimo
13:
1.353
/ J Nestorio:
1.229
Juan Crisóstomo
Orígenes:
1.47, 174
Hom. in Jn: 11,1: 67,2:
Comm. in Jn.: I.V.28-29: I,VH,38: VI.LV.285: Comm. in Mt.: XIV,7: XVI,8: Comm. in Rin: 2,13: 3,8: 4,11: Contra Celswn: m,28: Heracl.: 7: Hom. in Gn: 1,13: Hom. inJos:
23,9:
II. 114
1.227 1.174
Justino Dial. Trifón.: 7,3: 8,1: 8,3: 10,3: 31,1: 32,1-2: 39,2: 95,2: 96,1: 117,3: 1 Apol.: 31,7: 44,10: 46,3: 60,7: 61,12-13: 2 Apol.: 8,1: 8,3: 10,2: 10,8:
1.146 1.146 1.53 1.53 II. 347 II. 347 1.146 1.334 1.332 1.294 I. 187 II. 292 II. 292 1.78 1.146 II. 292 II. 292 II. 292 II. 292
m,5: Hom. in Luc: 34: De princ.: 11,6,1: 111,6,1: IV ,2,8:
1.151
1.19 II. 125 1.335 I. 19 I. 171 I. 171 1.335 1.172
De Bapt.: XX, 1: Adv. Marc: 111,18: Apol.: 50,13: De poenit: Vn,14: De res. car.: VI: VIII:
11.88 II. 184 1.352 II. 320 I. 106
Teófilo de Antioquía AiAut: 1.147 2:
1.228 1.222 11.91 II. 290 II. 157 1.106 1.222 11.92
Comm. in sent.: L.IV,D.l,q.l, a.l: L.lV,D.15,q.l, a.3,q.2-3: L.IV.D.15,q.l, a.4,q.lc: L.IV.D.48,q.l, a.2: Comp. Theol.: c. 239: Contra gentes: 111,157-158: IV,56: Opuscula: 53,a.3:
Plinio el Joven:
Plotino: I. 107
1.352
Tomás de Aquino 1.227
Pedro Lombardo: 1.377
Epist. X.97,7-10:
León Magno 2° Serm. de Res.: (59) 1:
385
II. 280
Sum. Theol.: IIa,IIac, q.85,a.2.3: q.l,a.2et4:
1.112; II. 241 1.373 1.373 1.111 1.113; II. 241 I. 373-374 II. 241 I. 112, 113; H 241
1.301 1.372
386
q.8,a.5: q.26,a.l: q.45,a.4: q.46,a.l: q.46,a. 1.2.3: q.46,a.2: q.48,a.l: q.48,a.l-4: q.48,a.2: q.48,a.3:
ÍNDICE DE AUTORES ANTIGUOS
1.235 1.112 II. 241 1.374 I. 205, 372 1.374 1.377 I. 181 1.372 I. 300-302
q.48,a.4: q.56,a.2: q.60,3.6: q.62,a.l: q.64,a.3: q.64,a.4: q.79,a.5: q.83,a.l: q.85,a.5:
I. 181,375 1.372 1.112 II. 242 II. 241 1.112 1.374 1.306 1.263
III. ÍNDICE DE AUTORES MODERNOS
Ackermann, M.: I. 89-90. Agaesse, R: I. 109, 198, 223, 299, 300. D'Alés, A.:I. 91. Aletti, J.N.: II. 20, 38, 158, 163, 165, 167, 178, 190, 197, 198, 210, 212, 215, 220. Alfaro, L: I. 266. Alio, E.B.:I94. ArricII: I. 271. Aries, Ph.: I. 53. Arminjon, B.: n. 107-108. Aron, R . : I 2 4 . Augrain, Cli.: n. 235. Aulen, G.: !. 66-67, 72, 95, 168, 337. Auzou, G.:II. 95. Balthasar, H. Urs von: 1.77, 97, 399, 402; II. 70, 139,346,353. Báñez: I. 2S7. Barth, K.: L 21, 113, 114, 244, 268, 269, 388, 389, 413, 414, 415; II. 19,200,305. Bayo, G.: I. 267. Beaucharrrp, P.: II. 20, 24, 36, 41, 43, 45,49, 51, 52, 59, 60, 67-68, 72,77,84,87,89, 122-123, 127, 162, 268, 316-318, 322, 332333, 315, 326, 328, 339,340. Bérulle: I. 308.
Beza, Th. de: I. 94. Birmelé, A.: I. 271. Bloch, M.: I. 203-204. Blondel.M.: I. 89,239,345. Bonhoeffer, D.: I. 349. Bonnard, P.: H. 342, 343. Bonsirven, P.: I. 326. Bossuet, J.B.: I. 83-84; n. 114. Bouillard, H.: 1.268-269; II. 335,336. Boulenger, A.: I. 311. Boulgakov, S.: I. 387, 388, 390. Bourdaloue, L.: I. 84-85. Bouyer, L.: I. 97, 178, 266. Bretón, St.: I. 342. Bruckberger, R.L.: I. 94. Bubcr, M.: H. 265. Bultmann, R.; I. 93. Bureau, R.: I. 280. Calloud, J.: II. 20. Calvin, J.: I. 81, 388, 390. Camus, A.: I. 23. Capéran, L.: H. 290. Carra de Vaux, B..II. 177. Catao,B.: I. 300, 371-373, 376. Cerfaux, L.: I. 94. Claudel, P.: II. 201. Clémence, J.: I. 296. Comisión teol. intern.: I. 238, 382, 391.
388
ÍNDICE DE AUTORES MODERNOS
Comité mixto cat.-prot.: I. 270. Congar, Y.: II. 289, 300, 302, 304. Congregación para la doctr. de la fe: 1.212-213,307,381. Consejo perm. del episcopado: I. 210. Conzelmann, H.: I. 94. Corbin, M.: I. 353, 362-367, 371. Come, I : I. 88. Corset, P.: II. 19, 36. Corsini, E.: II. 347. Courcelle, P.: I. 107. Courtonne, Y.: I. 204. Daniélou, J.: II. 88. Dclorme, I.: II. 20. Delumeau, J.: I. 84. Delzant, A.: II. 20. Deneken, M.: II. 62-63, 151. Denzinger, H.: 1.413. Descartes, R.: I. 36, 62. Dombes (Groupe des): I. 417; II. 284, 308. Douglas, M.: I. 280. Dupont, J.: I. 143,410; II. 139, 212. Dupuis, J.: H. 290, 293, 299. Duquoc, Ch.: I. 187, 190, 390, 398; II. 140, 193, 283. Durrwell, F.X.: I. 96-97; II. 182.
GayMgr:I.87. Geffré, C : II. 289, 290, 299. Genuyt, F.: JJ. 20. Germain, E.: I. 85. Gibert, P.: II. 311, 312, 314. Giet, S.: I. 204. Girard, R.: I. 42, 46-49, 52, 72, 90, 93-94, 208, 280, 325; II. 59, 328. Gisel, P.: I. 49, 280. Glotin, E.: I. 339. Gnilka, J.: I. 94. Gocdt de M.: II. 197. González de Cardedal, O.: I. 38. Gourcvitch, E.: I. 320. Grelot, P.: I. 93-94, 97, 162; II. 119, 120, 149, 150,327. Gribomont, J.: I. 204. Gross, J.:I. 215, 216, 231. Grotius, H.: I. 82, 389. Grupo mixto lut.-cat. USA: I. 270. Guillet, J.: I. 49, 97, 190-191, 193, 246, 248, 320, 332; ü. 191. Guillon, C: I. 95, 97, 370, 372-375, 392. Gutiérrez, G.: I. 210, 211,273.
Fédou, M.: I. 78, 334. Fessard, G.:U. 311. Foucher, L.: I. 85. Fuchs, E.: I. 49.
Hamman, A.: II. 280. Harl, M.: I. 150. Hamack, A.:I. 231. Haulotte, E.: I. 21; II. 20, 182, 256. Hcgcl, G.W.: I. 117. Heidegger, M.: I. 241; H. 228. Héris, Ch.-V.: I. 372. Holtzmann, R.J.:I.93. Horkhcimer, M.: I. 30, 402. Hubcrt, H.: I. 280. Hugo, V.: I. 89, 316. Hugon, E.: I. 91-92, 95. HulstMgrd':I. 86-87.
Galot, J.: I. 72, 74, 94. Gardeil, P.:1.49, 89.
Ignacio de Loyola: I. 264, 346; II. 17, 134, 387.
Eder, P.: I. 349. Eliade, M.: I. 280. Estius: I. 94. Eudes, S. Juan: I. 340. Evieux, P.: II. 47.
ÍNDICE DE AUTORES MODERNOS
Inocencio X.: I. 63, 149. Jankélévitch, V.: I. 71. Jaubert, A.: I. 403. Jedin, H.:1.259. Jobert, Ph.: I. 233. Jossua,J.P.: I. 97,231-232. Juan Pablo II: I. 342, 345, 348, 416417. Jüngel, E.: II. 19, 264, 266, 305. Kilhler, M.: II. 162. Kasper, W.: I. 21, 26, 30, 56, 128, 190, 208, 209, 348, 399; II. 78, 177. Küng, H.: I. 42-44, 237, 261-263, 269. Labarriére, P.J.: II. 185. Lamarche, P.: I. 93, 165; II. 171. Lapide, C. a: I. 94. LaTaille,M.de:I. 309. Lauret, B.: I. 386. Lebreton, J.: I. 309. Leenhardt, F.J.: I. 94. Leites,N.:I.49,51,94, 348. Léon-Dufour, X.: I. 97, 127, 128, 286, 412; II. 167, 177,235. León X: I. 260. Lepin, M.: I. 305, 308, 309. Lesetrc, H.: I. 94, 390. Lienhard, M.: I. 67. Lubac, H. de: I. 35, 182, 267, 344; II. 267, 304. Lulero, M.: I. 79-80, 113, 205, 257258, 387, 388, 390. Lyonnet, S.: I. 95, 97, 160, 161, 162, 190, 318, 324, 329; II. 203. Mahieu, L.: I. 84. Maistre, J. ele: I. 85. Malevez, L.:I. 97, 193.
389
Manaranche, A.: 1.61. Marchesi, G.: I. 402. Marlé, R.:II. 319. Martelet: I. 172, 202. Marty, F.: II. 125. Masure, E.: I. 305. Mauss,M.:I. 280. Médebielle, A.: I. 93, 324, 396. Metz, J.B.: n. 19, 31, 33, 34-35, 175, 265,266,267,269,311. Moingt, J.: I. 97, 149, 202, 277; H. 182. Molina: I. 267. Moltmann, I : I. 38, 271, 272, 345, 348; II. 32, 172, 173, 176-177, 319,339,356. Monsabré, M.L.: I. 86, 92. Montcheuil, Y. de: I. 96, 115, 254, 299, 346, 347, 378, 382, 394; JJ. 309. Morel, G.: I. 45-46, 237. Mumford, L.: I. 280. Neuenzeit, P.: I. 349. Ncusch, M.: II. 325. Nicolás, J.H.: I. 60. Nicolás, M.J.: I. 72, 97, 399. Nietzsche, F.: I. 90. Nys, N.: II. 290. Olivier, D.: I. 258, 387. Pablo VI: I. 28, 53, 210, 260, 389; II. 281. Pannenberg, W.: I. 44, 389-390; H. 341. Pascal, B.: I. 31, 33. 105; II. 122, 170, 183, 339. Pautrel, R.: JJ. 56. Pesch, O.H.: I. 270. Petau, D.: I. 237. Pctitdemange, G.: I. 212-213.
390
ÍNDICE DE AUTORES MODERNOS
Pío XII: I. 124, 343-344; II. 290. Plinval, G. de: I. 252. Ponier, J.: I. 43-45, 235. Potterie, I. de la: II. 193, 195, 197. Pousset, E.: I. 183, 184; II. 286, 210, 255, 406. Prat, F.: I. 93, 396. Propper, Th.: II. 33. Rad G. von: II. 54, 70, 73, 77. Rahner, K.: I. 19, 20, 32, 43, 63, 97, 114, 152, 205, 239, 241, 341, 362; n. 77, 108, 128, 132, 164, 209, 228, 236, 237, 240, 242, 248, 250, 254, 270, 289, 294, 295, 304, 329, 338, 357. Ratzinger, J.: I. 45-46, 403404; II. 290. Régnon, Th. de: I. 237. Rey, B.: I. 75; II. 172, 181, 227. Richard, L.: I. 64, 69, 95, 152, 168, 324, 325, 392, 396, 397. Richard, M.: 1.81, 96. Ricoeur, P.: I. 28, 31, 316, 321; II. 20, 33, 34, 163, 324, 327. Riviére, J.: I. 86-88, 95, 182, 334, 337,353,371,391-393. Roben (Petit): 1.76,315. Robinson, J.A.T.: II. 327. Roques, M.: I. 368. Rordorf, W.: I. 149. Rousseau, A.: 1.292. Sabourin, L.: I. 94, 332, 387, 390. Sales, M.: 1.188; II. 285. Scharl, E.: I. 196. Scheeben, M.: 1.113. Scheler, M.: I. 342, 344, 347. Schenker, A.: 1.164-165. Schillebceckx, E: I. 20, 115, 139; II. 135. Schmidt,W.H.:lI. 135. Schoonenberg, P.: I. 163. Schürmann, H.: I. 14; II. 151, 167.
Semmelroth, O.: II. 304. Sesboüé, B.: I. 45, 63, 67, 106, 119, 191, 213, 220, 238, 403; II. 24, 124, 135, 141, 146, 152, 204, 207, 209, 251, 274, 281, 291, 294,310,351,357. Six,J.F.:I.41. Solzhenitsin, A.: I. 29. Sommet, I : I. 29. Surius: I. 81. Taulero: I. 81. Teresa de Jesús, Sta.: I. 340. Tesniere, A.: I. 309. Tillard, J.M.: I. 303-305, 308-309. Tillich, P.: I. 155, 206, 207, 240; H. 142. Tobac, E.: 1.331. Trento (Concilio de): I. 65, 121, 260264, 269, 304, 376, 377. Ses.Vl: 1.63, 262-263. Ses.XXIJ: 1.63, 302-303. Cat. romano: I. 37, 81. Turiot, C : II. 20. Turner, H.E.W.: I. 137, 168. Valadier, P.: I. 49. Vanhoye, A.: I. 97, 102-103, 288, 290, 330-331; II. 162-163, 165, 187, 193. Varillon, F.: I. 278, 345. Varone, F.: 1.51, 240, 343. Vaticano U: I. 309. Ad Gentes:T\. 291, 304. DeiVerbum:R. 32, 51. Dign. humarme: II. 287. Gaud. et spes: I. 234; II. 304. Lumen gentium: I. 124, 307; II. 290,301,302,304. Sac.r. Conc: II. 304. Vaux.R. de: 1.161,281-284. WaffelacrtMgr: 1.309.