Universidad de Concepción Departamento de Administración Pública y Ciencia Política
DICCIONARIO DE CIENCIA POLÍTICA María Inés Picazo Violeta Montero Jeanne Simon
2015
CIUDADANIA En numerosas lenguas, la noción de ciudadanía c iudadanía sufre de elasticidad conceptual debido a la variedad de dimensiones espaciales y funcionales que se le atribuye (hablamos así de ciudadanía familiar, de ciudadanía estado-nacional, de ciudadanía cosmopolita, incluso de eco-ciudadanía). Esta realidad remite a experiencias históricas contrastantes. La dificultad tiene la virtud de valorar las consideraciones éticas que necesariamente acompañan el debate científico sobre la ciudadanía. De manera previa, definiremos la ciudadanía como un estatuto jurídico de pertenencia a una comunidad política; como un estatuto que condiciona la participación política de los ciudadanos en el funcionamiento democrático de esta comunidad; y que dota a los individuos de una identidad ciudadana distinta de su identidad social o cultural. Estas tres dimensiones constitutivas son necesarias, según nosotros, para permitir un uso heurístico de esta noción en ciencia política. Ciudadanía como estatus jurídico de pertenencia. La primera dimensión concierne al fundamento jurídico de la ciudadanía: la ciudadanía es un estatus de pertenencia (la mayoría de las veces a una entidad política nacional pero no exclusivamente) jurídicamente codificado. Sobre este tema, la ciudadanía es a menudo asociada a la nacionalidad, cuya posesión de la misma, condiciona el reconocimiento de los derechos y de las obligaciones asociadas con este estatus: en la inmensa mayoría de los Estados Nación, esta condición de inclusión en la l a comunidad de ciudadanos aún persiste en el criterio de nacionalidad. Con el desarrollo de los flujos migratorios y la diversificación de la jerarquía de la ciudadanía, el criterio de la residencia también es a veces tomado en cuenta para facilitar la integración cívica de los que residen sobre un territorio circunscrito sin poseer la nacionalidad. Este fundamento jurídico es la base de la lectura sociológica que propone Thomás Humphrey Marshall cuando este último, en su célebre conferencia de Cambridge en 1949 (texto reproducido en Shafir 1998, capítulo VI), hace de la ciudadanía un concepto unificador para la ciencia política (Bulmer y Rees 1996). Recordemos que T.H. Marshall, es particularmente cuidadoso en el tema sobre la cohesión de una sociedad inglesa amenazada por las divisiones de clase social, el interés de este concepto reside en
la capacidad de este estatuto jurídico de garantizar, de manera solidaria y funcional, iguales derechos a todos a quienes les es reconocido. El autor descompone este estatus de pertenencia en tres elementos: El elemento civil, es decir, los derechos necesarios para el respeto de las libertades individuales (libertad de la persona, libertad de expresión, libertad de pensar, libertad de creencia, derecho de propiedad, derecho a realizar un contrato, acceso igualitario a la justicia); el elemento político, es decir, el derecho a participar en el ejercicio del poder (derecho de elegibilidad, derecho de voto, derecho de petición, etc. ); el elemento social, es decir, la participación en el bienestar económico de la sociedad y libre y equitativo acceso a su protección social. Fuertemente influido por la experiencia histórica británica (particularmente por el debate ocasionado, a partir de 1942, por el plan Beveridge), este modelo liberal y evolucionista de la ciudadanía, todavía presenta el interés en poner en una perspectiva histórica el estatus de ciudadano: Lo que se privilegia, es la comprensión de los acontecimientos históricos (génesis del Estado de derecho, advenimiento del sufragio electoral universal, el nacimiento de Estado-Providencia) que favorecieron la extensión progresiva de tal papel social jurídicamente codificado. La ciudadanía se entiende aquí como un tipo de indicador de la modernidad política, descansa en una "evolución" (perspectiva que varios críticos de T.H. Marshall, particularmente Albert O. Hirschman, discuten) que llevó a que las sociedades occidentales se alejaran de la feudalidad y de su sistema de órdenes no igualitarios. Numerosos trabajos han completado este modelo incluyendo nuevos elementos, particularmente una dimensión cultural [que establece la noción de " ciudadanía multicultural " (Kymlicka 1996) que pretende responder a las demandas de reconocimiento de la diversidad cultural, lingüística o religiosa que se expresan en nuestras sociedades]. Este primer rasgo de la ciudadanía da lugar en ciencia política a debates importantes y trabajos científicos. Actualmente son importantes las discusiones alrededor de la disociación entre ciudadanía y nacionalidad. El corazón del debate se sitúa en el grado de pertinencia del cierre social de las fronteras de la ciudadanía y en la capacidad de este estatuto para adosarse adosarse jurídicamente a una concepción abierta de los derechos humanos la que se opone a la concepción cerrada y del pasado de los derechos nacionales.
La ciudadanía como fundamento para la práctica democrática La segunda dimensión de la ciudadanía concierne al lazo, tanto filosófico como histórico, entre este estatuto de pertenencia y el funcionamiento de la democracia política. Puesto que consagra el advenimiento de un nuevo modo de legitimación del poder, separado definitivamente de toda perspectiva aristocrática y teocrática, la ciudadanía instituye un tipo de distribución del trabajo político entre gobernantes y gobernados, que hace de la libre alternancia política el principio mismo de nuestras democracias representativas. La literatura de ciencia política contrapone aquí dos posiciones clásicas. En una versión elitista, defendida antaño por Gaetano Mosca, José A. Schumpeter, o más recientemente por Samuel P. Huntington, la idea central es proteger a la democracia de una intervención demasiado fuerte de los ciudadanos cuya apatía cívica es percibida como funcional al sistema político democrático puesto que evita las "crisis de gobernabilidad ", como las que vivieron las democracias occidentales de los años 1970. A la inversa, la versión participativa preconiza un compromiso fuerte (en el sentido que Benjamin Barber utiliza este vocablo) de los ciudadanos en el espacio público. Estos últimos tienen la intención de multiplicar los " actos de ciudadanía" (Isin y Nielsen 2008). A través de este término, ciertos teóricos han reivindicado recientemente una transformación profunda de los estudios dedicados a la ciudadanía: abandonando aquella perspectiva que ve en la ciudadanía la posesión de un estatuto de y consagrando las libertades civiles modernas garantizadas por un Estado que reivindica a cambio la lealtad de los ciudadanos que él protege; teóricos que resaltan el ejercicio de la libertad cívica y el repertorio de expresiones políticas ( flash mobs, moda voluntaria de consumo, ridiculización artística de símbolos políticos) que contribuye a que los ciudadanos sean los primeros actores de una ciudadanía que escapa al Estado y que incluso a veces lo cuestiona. El alcance identitario de la ciudadanía. Esta tercera dimensión de la ciudadanía insiste en el principio de separación entre la pertenencia ciudadana y otras pertenencias sociales que se constituyen en fuentes competidoras de identificación. Así como lo indica Jean Leca, la ciudadanía instituye " una
sociedad civil distinta de comunidades familiares, de estirpe o señoriales " (Leca 1990, 148). Esta figura de ciudadanía moderna se desarrolla principalmente en la experiencia política de las revoluciones liberales del siglo XVIII. Es asociada con dos movimientos históricos fundamentales: el de individuación que contribuye a que en lo sucesivo el individualismo sea fuertemente correlacionado a la ciudadanía al punto que el individuo y el ciudadano modernos se confunden en la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano de 1789; y al mismo tiempo la universalización de los derechos conduce a hacer de la
ciudadanía un estatuto infinitamente inclusivo. A través de la generación de una reorganización de las identidades sociales y religiosas entre la esfera pública y la esfera privada, la ciudadanía da cuenta de la la instauración de una formación social en la que el entrecruzamiento de los estatutos y de las afiliaciones a los grupos primarios (familiares, étnicos y religiosos) es compatible con la promoción de una lealtad a la comunidad política. Tal y como los sociólogos clásicos (Durkheim, Simmel) lo establecieron, el sistema de clivajes a partir del cual se crean estas lealtades cívicas favorece la emancipación del individuo y la promoción de la libertad civil. Los trabajos clásicos de Reinhard Bendix o de Ernesto Gellner muestran que esta emancipación cívica a menudo se evidencia con la afirmación del EstadoNación cuya cohesión cultural se funda en la capacidad de la ciudadanía para provocar en los individuos una fuerte identificación a su cultura y a su proyecto político. La sociología histórica comparada del Estado Nación establece sin embargo que esta homogeneidad cultural reivindicada es a menudo discutida por las poblaciones y depende del éxito que tenga la estatización de las sociedades en cuestión. Conviene estar particularmente atento a la diversidad de trayectorias históricas en la construcción del Estado Nación. Como lo indica pJuan J. Linz, el proceso de construcción nacional ( nation buildign) -que pretende completar históricamente el proceso de construcción del Estado (State building) y desarrollar entre los conciudadanos del Estado Nación un sentimiento subjetivo fuerte de pertenencia a la misma comunidad política y cultural-, al final es a menudo contrarestado por demandas de reconocimiento cultural, religioso o lingüístico que hacen políticamente muy costosa la emergencia de una ciudadanía homogénea de tipo republicana, capaz de hacer invisible las identidades periféricas o sociales a las cuales los individuos adhieren
como consecuencia de su socialización primaria (Linz 1993, 356 y 365). Esta constación lleva a J.J. Linz a preferir la noción de " Nación-Estado " ( State-nation) en vez de la de " EstadoNación " (Nation-State). Esta perspectiva está en relación con toda una serie de temas esenciales que recorren la teoría política y el enfoque comparado sobre la ciudadanía: el reconocimiento de la diversidad cultural en una democracia liberal, el desarrollo de modelos de " ciudadanía multicultural", la construcción y la validez política de Estados multinacionales fundados sobre la pluralidad de las modalidades de identificación cívica y cultural (Canadá, la India), el futuro "postnacional" de las sociedades contemporáneas, las transformaciones de los tipos de patriotismo y de lealtades políticos asociados a modelos de ciudadanía … Las diferentes aproximaciones tienen un punto en común: obligan al
observador a alejarse de la figura abstracta del ciudadano, la del " hombre regenerado " (retomando aquí la expresión favorita de varios revolucionarios franceses de 1789) - sin cualidad social ni lazos culturales primarios - para tener en cuenta el hombre situado, encastrado en una serie de filiaciones sociales y de herencias históricas que contribuyen a dar forma a su modo de ser en público y de sentirse "ciudadano". YVES DELOYE
CULTURA POLITICA La Cultura Política estudia la relación existente entre la actividad política y su entorno sociocultural. Evidencia que entre ambas dimensiones se establecen vínculos y dinámicas que pueden entenderse como variables explicativas de manera recíproca. Para esta perspectiva, la cultura es una variable explicativa del sistema de gobierno, del orden y de la estabilidad política en distintos contextos sociales, históricos o geográficos. Según Bobbio (1983), el análisis de las distintas sociedades considera la praxis y las instituciones políticas tanto como las creencias, los ideales, las normas y las tradiciones que “colorean de manera particular y dan significado a la vida política en ciertos contextos”.
Entendemos la cultura política desde dos perspectivas. Por un lado, es un concepto, cuyas dimensiones sirven como variable explicativa de la realidad. Por otro lado, es un enfoque que permite observar las sociedades, tal como lo han hecho autores clásicos y contemporáneos. Aproximaciones Clásicas La noción de cultura política se asocia originalmente a Gabriel Almond y Sidney Verba (Almond y Verba, 1963), con su obra “The Civic Culture”. Esta se enmarca en un conjunto
de otros estudios comparativos, incentivados por el contexto político posterior a la segunda guerra mundial y el ascenso diferenciado de totalitarismos y sistemas democráticos. A estos autores se debe el estudio científico y comparativo de distintos sistemas políticos, en relación a lo que ellos definieron como Cultura Política, esto es, “un conjunto de orientaciones psicológicas de los miembros de una sociedad en relación a la política”.
La perspectiva trabajada por Almond y Verba plantea que la acción individual está determinada por orientaciones cognoscitivas, afectivas y evaluativas, que se aplican sobre el sistema político como un conjunto y sobre el individuo que forma parte de este sistema en particular. Las orientaciones cognoscitivas representan el conjunto de conocimientos y creencias respecto del sistema político. Las orientaciones afectivas se relacionan con los sentimientos que poseen los individuos en relación al sistema político y sus estructuras. Y las orientaciones evaluativas se componen de los juicios y evaluaciones que hacen los individuos. Cada una de ellas y en conjunto permite ca racterizar una “cultura” a partir de las orientaciones de los individuos que conforman la sociedad en estudio. La visión estructural del sistema político es otra de las claves de este enfoque. Aquí, la acción de los individuos se analiza como las demandas o “inputs” al sistema; mientras que las decisiones políticas, emanadas del aparato administrativo, constituyen los “outputs” que se
establecen sobre los sujetos.
La cultura política como enfoque de análisis La “cultura política” como enfoque de análisis, se aplicó prolíficamente en la década del
sesenta a la observación y estudio comparado de países. Se buscaba explicar las antinomias desarrollo-subdesarrollo, modernidad-tradición, totalitarismo-democracia, etc. ¿Qué explica que algunos países sean democráticos y otros no? Es una de las preguntas orientadoras de este enfoque. Entendiendo la cultura política como “una suma del conjunto de actitudes, características y prácticas, específicamente políticas de una comunidad”
(García Jurado, 2006), se consideraba factible caracterizar las sociedades y responder a esta interrogante. En esta lógica, Almond y Verba emprendieron un estudio comparativo que consideró empíricamente cinco países: Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Italia y México. La selección de países recibió innumerables críticas por su representatividad y conclusiones. A pesar de esto, el trabajo elaborado significó un aporte al campo de análisis y propuso la distinción de diferentes tipos de cultura política, los que se podrían encontrar en estado puro o en forma mixta. Son las siguientes: 1.- Cultura Parroquial. Corresponde a un tipo de cultura que caracteriza a sociedades simples y no diferenciadas. No existen aquí funciones o instituciones políticas específicas, pues se superponen las estructuras políticas con lo económico, social, religioso. 2.- Cultura de Súbdito: Las orientaciones en este caso se caracterizan por considerar principalmente las estructuras de salida u “output” del sistema. Incluye todo lo
administrativo. Las orientaciones de los individuos son de tipo pasivo y corresponden a regímenes políticos autoritarios. 3.- Cultura de Participación: En esta cultura se prevé una posición activa de los individuos. La participación puede establecerse de diferentes formas. Se identifican dinámicas de adhesión, apatía y enajenación del individuo en relación al sistema político, etc. Es en este último “tipo” donde los autores ubican a la cultura política de Gran Bretaña y Estados
Unidos.
Elementos, críticas y desarrollo Forman parte de la cultura política los conocimientos que poseen los individuos sobre las instituciones, las prácticas y las fuerzas políticas. Las orientaciones de los sujetos al régimen político como la indiferencia, el cinismo, la rigidez, el dogmatismo; además de la confianza, adhesión y tolerancia que se expresa respecto del sistema político; así como las normas que regulan la vida y se refieren a los derechos y deberes de los ciudadanos respecto de su participación en la vida política. Es justamente en relación a estos conocimientos, orientaciones y normas que las sociedades se constituyen como cultura parroquial, de súbdito o participante. Una de las críticas principales a este enfoque se refiere a su pretensión de generalizar y caracterizar una sociedad en base a la identificación acotada de los elementos mencionados. Desde un punto de vista teórico y metodológico, es posible cuestionar el alcance de las conclusiones y de las tipificaciones establecidas. Podríamos decir que, a partir de esta crítica, la cultura política ha sufrido vaivenes de popularidad. Posterior a los años 60’ cayó en desuso, siendo utilizada de manera esporádica hasta la fecha.
La constitución de la cultura política como enfoque es interdisciplinario, pues desde la psicología, la antropología y la ciencia política, extrae elementos y principios constituyentes. Algunos autores sostienen que en la confluencia de la antropología con la observación de la cultura y de la psicología con el análisis clásico de la “personalidad autoritaria” se da
origen a la preocupación sobre Cultura Política. Efectivamente el concepto de cultura ha sido trabajado profusamente por la antropología, desarrollando una línea identificable de “análisis culturalista”. Si bien existen múltiples
definiciones del concepto, podemos señalar que cultura es un "sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida" (Geertz, 1973). El foco hacia la cultura permite observar los símbolos y lenguajes que caracterizan los sistemas políticos, además de los procesos de producción y reproducción de estructuras sociales.
Desde la psicología, por su parte, se han desarrollado enfoques característicos a partir de la primera mitad del siglo XX. Estos trabajos, en el marco del “enfoque psicocultural”,
buscaban analizar los factores que inciden en la conducta política, tales como la socialización infantil y las motivaciones inconscientes. (García Jurado, 2009). Estudios contemporáneos y desarrollo latinoamericano Para la cultura política, los factores sociales y culturales son relevantes y explicativos del comportamiento social, de la estabilidad de los sistemas de gobierno y del desarrollo del sistema político. Cabe destacar que la relación explicativa entre la estabilidad, desempeño político v/s patrones sociales y culturales ha sido una línea de trabajo desarrollada en torno a la “Teoría de la Congruencia” generada inicialmente por Harry Eckstein en 1961, y
mantenida en estudios posteriores. Los trabajos de Ronald Inglehart (1991) y Samuel Huntington (1997) representan esta corriente de interdependencia analítica, en tanto desarrollan su análisis bajo la premisa de que las culturas importan y definen los procesos de cambio y conflicto social. Otros estudios buscan caracterizar las sociedades contemporáneas, a través de la aplicación de estudios empíricos de reconocida relevancia y trayectoria. Algunos ejemplos son la Encuesta Mundial de Valores que se concentra en la medición de valores básicos y creencias en más de ochenta sociedades, generando conclusiones en torno al cambio sociocultural y político. Los estudios desarrollados por Latino barómetro en la realidad latinoamericana, se enfocan al análisis de la democracia y a los estudios de opinión pública. Y los esfuerzos desarrollados por el Programa de las Naciones Unidas, desarrolla interesantes trabajos sobre la percepción social respecto de dimensiones sociopolíticas. A nivel latinoamericano se han generado estudios que profundizan este enfoque. Destaca Costa Rica (Vargas-Rosero-Mitchell, 2005) que por su larga trayectoria democrática, ha impulsado desde los años ochenta estudios de percepción y opinión pública. Producto de esta línea inicial, se cuenta con los resultados del proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) dirigido por Mitchell Seligson desde “Vanderbilt University” con
la participación de Americas Barometer Surveys. y de distintas universidades latinoamericanas en cada informe. En la ronda 2006 los países estudiados fueron México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Chile, Perú, República Dominicana, Haití y Jamaica. Sus resultados y bases de datos se encuentran disponibles. En el caso chileno se ha desarrollado históricamente una línea de investigación sobre Cultura Política, destacando los trabajos desarrollados en los años ochenta por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y las encuestas de opinión pública del Centro de Estudios Públicos (CEP) que se realizan desde el año ’90 a la fecha.
Con todo, el estudio sobre este campo, evidencia avances teóricos y empíricos para las ciencias sociales mostrando límites y potencialidades para análisis futuros. VIOLETA MONTERO
DEMOCRACIA Responder a la pregunta ¿qué es la democracia? no es una tarea sencilla, dado que por dicho concepto se suelen entender cosas muy distintas y, a la vez, su significado ha ido variando de acuerdo con los diferentes contextos sociohistóricos. Sus orígenes se remontan a Grecia y Roma en torno al siglo V a. C. Origen y evolución El momento fundacional de la democracia puede ser ubicado el año 507 a. C. en Atenas. Apoyándose en el pueblo ( demos), Clístenes impulsó una serie de reformas que lograron sustituir la organización de la población basada en el origen gentilicio (tribus y fratrias) por otra que estuviera asentada en las características demográficas y territoriales, generando con ello un nuevo plano de igualdad a partir de la ciudadanía política y dejando de lado el linaje o la estirpe étnica. Se iniciaba así una forma de gobierno popular que se extendería por dos siglos, en el que todo el demos, y no solo una parte de él (los nobles y los ricos), tendría el poder político en sus manos. La democracia ateniense logra su máximo apogeo el año 462 a. C. con las reformas de Efialtes y Pericles. Estas contemplaban que los magistrados más importantes (los arcontes) fueran designados por sorteo, introduciéndose al mismo tiempo una retribución económica por el desempeño de los cargos y por la asistencia a la Asamblea (lo que permitiría la participación de los ciudadanos pobres y la
configuración de nuevas mayorías). Con dos breves interrupciones oligárquicas (en 411 y 404 a. C.), la democracia perduró en Atenas hasta el año 322 a. C. (cuando los atenienses fueron derrotados por las fuerzas de Filipo de Macedonia). La democracia ateniense se caracterizó por un tipo de gobierno directo ejercido por la mayoría de los miembros del demos (los ciudadanos). De acuerdo con Aristóteles, el ejercicio de la ciudadanía en una democracia implicaba la participación en las magistraturas, los tribunales y las asambleas democráticas. La instancia de mayor participación, donde los ciudadanos se reunían para discutir los asuntos de la polis, era la Asamblea, que se efectuaba alrededor de cuarenta veces al año y requería de un quórum mínimo de 6000 personas. Pero el hecho de que todos los ciudadanos pudieran participar en ella, incluyendo a quienes eran libres pero pobres (campesinos, tenderos y artesanos), hizo pensar al filósofo que la democracia corría el riesgo de generar un sistema en el que se impusieran despóticamente los intereses de una parte de ellos: los pobres. Al corresponder la democracia al gobierno de los muchos (o los más), y constituyendo los pobres la mayoría de la población, Aristóteles temía que estos gobernaran según su propio interés en lugar de hacerlo en pos del interés general, aumentando con ello el conflicto social. Por este motivo, su propuesta sería la «república», una forma de gobierno que combina tanto elementos democráticos como oligárquicos: los ciudadanos virtuosos son los que deben acceder a las magistraturas más importantes. En términos generales, el juicio de la mayor parte de los sabios griegos acerca del gobierno popular fue negativo y, debido a su mala reputación, el concepto de democracia prácticamente desapareció en Roma. Durante los próximos dos milenios, mantuvo su connotación negativa, y la res publica (república) se convirtió en el régimen político considerado óptimo. Con el término de la Monarquía el año 509 a. C., Roma inicia un nuevo período en su historia, que sería conocido como República ( res publica). Y aunque esta no era una democracia, sí consideraba la participación del pueblo ( populus) en el poder político. El término res en latín significa cosa o asunto, mientras que publica significa público (o cosa de todos), por lo que la República también incluía al pueblo romano, el populus romanus. No obstante, en este republicanismo predominaba una idea contraria a la democracia. Siguiendo a Aristóteles, los romanos consideraban que los pobres, al depender de su trabajo para vivir, no serían capaces de cultivar las virtudes. Esto preocupaba particularmente a Cicerón, ya que, en su opinión, la República requería del apoyo de ciudadanos virtuosos (y participativos), a fin de evitar que sucumbiera frente a la tiranía, principal amenaza para una comunidad política de hombres libres. Pero Cicerón estaba pensando en la élite romana, por lo que le otorgó poca importancia al involucramiento popular en las decisiones políticas. El modelo de organización política que emerge durante la República se articula a partir de elementos monárquicos (los cónsules), aristocráticos (el Senado) y democráticos (la participación popular en los comicios o asambleas), lo que permitió otorgarle al sistema la estabilidad que requería. En cuanto al elemento democrático, los romanos instituyeron cuatro asambleas: la Comitia Curiata (compuesta por treinta grupos locales ––curiae –– de las tribus más antiguas), la Comitia Centuriata (constituida por ciento noventa y tres centurias o unidades militares), la Concilium Plebis (integrada por los plebeyos) y la Comitia Tributa (abierta a todos los ciudadanos). A diferencia de lo que pasaba en la democracia
griega, en las asambleas romanas los votos se contabilizaban por unidades (ya fuera de tribus o de centurias), pero no por personas, de modo que cuando en una votación prevalecía una mayoría, lo que se imponía era la decisión de las unidades que formaban parte de ella y no la de los ciudadanos. Por otra parte, estas asambleas no eran soberanas, sino que estaban subordinadas al poder del Senado. Además, el hecho de que se realizaran únicamente en Roma hacía que las distancias constituyeran un impedimento importante para la participación de muchos ciudadanos, especialmente de los pobres. Luego del asesinato de Julio César el 44 a. C., la tradición republicana se vería interrumpida y no renacería hasta la Edad Media, en torno al 1100 d. C., específicamente en la península itálica con las llamadas ciudades república. Durante dos siglos o más, ciudades como Venecia, Florencia, Siena y Pisa instauraron sistemas de gobierno basados en una participación ampliada y la elección de gobernantes por períodos limitados. Estas medidas posibilitaron una concepción activa de la ciudadanía, que enfatizaba la idea de la libertad como autogobierno y buscaba cultivar las virtudes cívicas. Aun así, la composición del demos (conjunto de los ciudadanos) continuó siendo muy reducida, tanto que, en el caso de Venecia, en los siglos XV y XVI, alcanzaba apenas el 2 % de la población total. Finalmente, la reaparición de la tradición republicana se vería amenazada por un conjunto de factores que propiciaron su eventual debilitamiento y posibilitaron que fuera reemplazada por sistemas autoritarios gobernados por monarcas, príncipes o soldados. Entre ellos, se pueden destacar la decadencia económica, la corrupción, las disputas entre las fracciones, las guerras civiles y las guerras contra otros Estados. En la Edad Moderna, en tanto, las comunidades políticas fueron en general monárquicas, salvo algunas excepciones como la de Venecia (que duró hasta 1797). Pero a finales del siglo XVIII, con las revoluciones americana y francesa, la idea moderna de democracia comienza a configurarse en Occidente: el pueblo ( demos) dejaría de ejercer el poder de modo directo, dando paso al gobierno representativo, y la democracia sería entendida en adelante como un sistema de ese tipo. Esto como respuesta al gran tamaño de las comunidades políticas, que hacía imposible la existencia de una democracia directa, y al temor que generaba la posibilidad de que surgiera una tiranía de la mayoría que no respetase los derechos y libertades de cada ciudadano, incluyendo los derechos de propiedad. Emergía así el Estado liberal, cuyo énfasis estuvo puesto en la protección legal de los derechos individuales, la libertad y la propiedad privada. A finales del siglo XIX, la demanda por mayores niveles de participación y extensión de la ciudadanía se había hecho evidente, generándose una creciente ampliación del electorado hasta llegar al sufragio universal masculino en varios países europeos. Pero es en el siglo XX, cuando se establece el sufragio universal para hombres y mujeres, que se consolida la democracia liberal (democracia representativa), primando la libertad por sobre la igualdad, y los derechos ciudadanos universales por sobre la voluntad de las mayorías; como así también el respeto de los derechos humanos. La democracia representativa se convertía así en una suerte de ideal para la convivencia humana. A mediados del siglo XX, ningún régimen político que no incluyera a todos los ciudadanos adultos ( demos) podía autodenominarse con propiedad democrático. Pero fue también durante este siglo que se puso de manifiesto la fragilidad de
la democracia: en Europa con el fascismo, el nazismo y el estalinismo, y en América Latina con las dictaduras militares. Crítica a la democracia liberal A lo largo de la historia de la democracia, es posible identificar una idea fundamental: los ciudadanos de una comunidad política democrática ( demos) se consideran libres, iguales y soberanos (autogobierno). Pero el sentido de la participación política asociado a la idea de soberanía, esto es, el «ideal» del autogobierno del pueblo, va ser objeto de distintas interpretaciones. Frente a las dificultades de practicar una democracia directa (participación horizontal), lo que ha primado en el mundo moderno y contemporáneo es la democracia representativa (participación vertical) y, más concretamente, la «democracia liberal». Con ella se intentan acomodar las instituciones democráticas a los principios liberales, resguardando la libertad de los ciudadanos («libertad negativa») frente a la voluntad popular (tiranía de la mayoría). Lo que subyace a esta idea es que la libertad es el fin y la democracia su instrumento, siendo el fundamento ético de esta cuestión el reconocimiento de la autonomía del individuo. La democracia liberal enfatiza, a su vez, el Estado de derecho, la separación y balance de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), una concepción universal de la ciudadanía, instituciones contramayoritarias, y el mantenimiento de un conjunto de bienes públicos mínimos (entre ellos, el imperio de la ley, la seguridad y la asistencia social). En una democracia liberal, los ciudadanos ejercen la soberanía popular votando —a través de elecciones competitivas, libres, limpias y periódicas — por quienes los gobiernan, de manera que es a estos a quienes les corresponde garantizarles legalmente a aquellos un conjunto de derechos y libertades. El poder es de este modo «delegado» desde la ciudadanía hacia un número reducido de representantes (políticos profesionales), y las elecciones constituyen el principal mecanismo de rendición de cuentas y la fuente de legitimidad de la autoridad política. Al sufragar, los ciudadanos eligen a quién deberá decidir, siendo el método de selección de los representantes un aspecto fundamental (sistemas de representación «mayoritario», «proporcional» o «mixto»). A pesar del predominio de la democracia liberal, los debates actuales critican fuertemente este tipo de democracia. En opinión de algunos, se trata de un sistema cuestionable, entre otras razones, porque reduce la democracia a un proceso meramente electoral, que genera apatía entre la ciudadanía y una subrepresentación política de importantes segmentos de la sociedad (principalmente de los más pobres); prodiga un reconocimiento excesivo a los intereses privados en desmedro de la vi da pública, haciendo que primen los derechos por sobre las responsabilidades; divide lo público y lo privado, tendiendo a desfavorecer a las mujeres; perpetúa la brecha que existe entre los derechos declarados en la Constitución y las leyes, y aquellos a los que realmente pueden acceder todos los ciudadanos; promueve la noción de bien público como resultado de la agregación (o suma) de los intereses individuales; asume una concepción universal de la ciudadanía que no deja espacio para las diferencias o los derechos de grupo; concibe la libertad como no-interferencia («libertad negativa»), siendo la democracia un medio para preservar la libertad y los derechos ciudadanos, en lugar de considerarla como un fin en sí misma, que
le permite a la comunidad política determinar su destino (autodeteminación colectiva). Por otra parte, los críticos de la democracia liberal cuestionan que esta no garantice adecuadamente el principio de equidad para todos (asegurando una distribución justa de los recursos económicos), la igualdad de oportunidades y la igualdad de resultados. A raíz de las críticas a la democracia liberal, han emergido distintos modelos alternativos, entre los cuales cabe mencionar la democracia social (que aspira a generar mayores niveles de igualdad socioeconómica), la democracia deliberativa (que enfatiza la importancia del proceso de deliberación en el debate político y el uso público de la razón), la democracia participativa (que resalta la creación de nuevas formas de participación directa en la toma de decisiones políticas, tales como las audiencias públicas, los referendos, los plebiscitos y las consultas electrónicas) y la democracia republicana (que rescata el concepto de libertad como autodeterminación colectiva y el de no-dominación). No obstante, los partidarios de la democracia liberal insisten en que todavía subsiste un conjunto de problemas que estas alternativas no pueden resolver, entre ellos, ¿cómo limitar el alcance de la democracia de modo de preservar la libertad y autonomía de los individuos y las minorías?, ¿cómo establecer procedimientos apropiados para la toma de decisiones sobre cuestiones en las que los ciudadanos manifiestan opiniones e intereses que divergen, siendo algunos, incluso, irreconciliables? Ciertamente, las respuestas a estas interrogantes continuarán formando parte de los debates de la teoría democrática. Hacia una definición mínima Los ideales de autogobierno, igualdad y libertad se encuentran en la base lo que hoy consideramos democracia, pues con este término se hace referencia tanto a un ideal como a un cierto tipo de régimen político concreto, lo que suele generar más de alguna confusión. Esto se debe, en parte, a la existencia de un desfase entre la democracia real y la democracia ideal, ya que «en ningún caso la democracia tal y como es (definida de modo descriptivo) coincide, ni coincidirá jamás con la democracia tal y como quisiéramos que fuera (definida de modo prescriptivo)». De ahí que sea recomendable evitar aquellas definiciones excesivamente prescriptivas, pues ellas dificultan, si es que no imposibilitan, que encontremos comunidades políticas nacionales que califiquen como democráticas. En el concepto de democracia se han de conciliar aspectos tanto prescriptivos (normativos) como descriptivos (empíricos), aunque dentro de ciertos límites. Es decir, dado que el término posee diferentes sentidos y alcances, solo en torno a una definición mínima será posible alcanzar un acuerdo acerca de su significado. La noción de democracia ––que aparece por primera vez en Heródoto –– proviene del griego demokratia , cuyas raíces etimológicas son demos (pueblo) y kratos (gobierno). La democracia es, por consiguiente, un tipo de gobierno donde, a diferencia de lo que sucede en la monarquía o la aristocracia, es el «pueblo» quien gobierna. Pero quiénes constituyen el pueblo o demos ha sido con frecuencia objeto de controversia. El término demos ha sido entendido de diversas maneras (como la mayoría, los muchos, la masa, los pobres, etc.), y genéricamente ha de entenderse en el presente como los miembros de la comunidad política, es decir, el conjunto de los ciudadanos. La democracia en el mundo antiguo implicaba que el poder del demos se ejerciera efectivamente, a diferencia de lo que pasa
en el mundo moderno, donde el poder es ejercido por sus representantes, usualmente políticos electos mediante votación popular. La soberanía no sería por consiguiente del pueblo, sino de los individuos en su condición de ciudadanos. Una de las dificultades de asociar el concepto de demos, por ejemplo, con el de los pobres, reside en que los pobres al no tener nada, cuando logran el poder producen desastres. Esta fue una de las razones por las cuales se tendió a negarles los derechos políticos, y de paso, a asumir que la gente corriente no se encuentra «capacitada» para entender lo que está en juego tras las decisiones políticas. Por lo demás, advierte Norberto Bobbio, no debemos engañarnos con «la palabra “pueblo”, que siempre ha significado no la totalidad de los habitantes sino
solamente aquella parte que gozaba del derecho de decidir o de elegir quién podía decidir por ella». Es por esto que autores como Robert Dalh prefieren hablar de poliarquía, lo que en griego significa «muchos» y «gobierno», esto es, «el gobierno de los muchos». En el contexto moderno, con ello se hace alusión a una democracia representativa con sufragio universal a escala del Estado nación. Con la emergencia de este último en el siglo XVIII, se impone la democracia representativa por sobre la directa, y a principios del siglo XX, se consolida el sufragio universal: la idea de autogobierno se ha de cristalizar en el momento de elegir mediante el voto a las autoridades políticas. Entre los criterios mínimos que pueden considerarse determinantes para decidir si un régimen político es o no democrático, Dahl identifica los siguientes: (1) participación efectiva (para formular y expresar las preferencias), (2) igualdad en el voto (que todos tengan el mismo peso al momento de decidir), (3) electorado informado (en relación con las políticas públicas y sus posibles consecuencias), (4) control ciudadano de la agenda pública (lo que se habrá de considerar o no en la discusión pública), (5) inclusión de todos los adultos (ciudadanos y residentes permanentes), y (6) derechos fundamentales (la democracia es más que un procedimiento político e incluye también el resguardo de los derechos fundamentales). Cada uno de estos criterios es crucial si se ha de resguardar la igualdad en el proceso de autodeterminación de la comunidad política. Otra cuestión es el tipo de políticas públicas que se han de promover. El concepto de democracia se refiere en lo fundamental al proceso político como tal y no a sus resultados (consecuencias) o a sus causas (determinantes). De ahí que si la democracia está o no ligada a mayores niveles de igualdad socioeconómica, ya sea como parte de sus determinantes, ya de sus consecuencias, es más bien algo que se ha de dilucidar empíricamente. JAIME FIERRO ESTADO DE BIENESTAR El concepto de Estado de Bienestar es comúnmente utilizado para englobar distintos arreglos institucionales diseñados para promover y asegurar el bienestar de los y las ciudadanos/as, buscando protegerlos frente a diversas contingencias, tales como la vejez, la enfermedad, la invalidez, la maternidad o el desempleo (Segura-Ubriego, 2007). El tipo
de arreglo institucional específico, escogido para hacer frente a dichas contingencias varía de caso en caso. Entre tanto, existe un fuerte debate en torno a qué constituye un nivel mínimo de bienestar, si efectivamente debiese existir un “piso” mínimo o no, quiénes debiesen ser elegibles para recibir beneficios sociales y cómo financiarlo. En términos más generales, el Estado de Bienestar procura reducir los niveles de desigualdad al tiempo que (re)ordena las relaciones sociales (Esping-Anderson, 1990). Los Tres Mundos del Estado de Bienestar de Esping-Andersen De acuerdo a la tipología más reconocida, elaborada por Gøsta Esping-Andersen, existen tres principales mundos del bienestar. Según Esping-Andersen (1990), los regímenes liberales, típicamente representados por los casos de Estados Unidos, Canadá y Australia, ofrecen una cobertura mínima, asociada a transferencias universales de carácter limitado, dirigidas a individuos de bajos ingresos. Aquí, las reglas de elegibilidad tienden a ser rígidas, los beneficios recibidos son modestos y la desmercantilización es limitada, es decir, cuando un servicio es un derecho y cuando una persona puede mantener su subsistencia sin recurrir al mercado. Los regímenes del tipo conservador, asociados a los casos de Alemania, Austria, Francia e Italia, son herederos de una tradición corporativista-estatista. El Estado juega un papel preponderante como proveedor de bienestar, al tiempo que los derechos están ligados a la clase y al estatus. En este tipo de regímenes, la iglesia suele ejercer una clara influencia a fin de preservar la familia tradicional. Por último, los regímenes socialdemócratas, están orientados por los principios de universalismo, desmercatilización e igualdad y los beneficios del sistema abarcan también a las clases medias. Los costos de formar una familia son socializados, el acceso al sistema presenta pocas limitaciones y los niveles de beneficios son comparativamente altos. Los casos más emblemáticos de este tipo de régimen son los países escandinavos, particularmente Suecia y Noruega. Principales Enfoques Teóricos La mayor parte de la literatura sobre el surgimiento y la transformación de los Estados de Bienestar se centran en el análisis de los modelos europeos. Dentro de la misma, se pueden distinguir, al menos, tres enfoques explicativos relevantes: la lógica del industrialismo, la
teoría de los recursos de poder y el enfoque estado-céntrico. El argumento central de la perspectiva industrialista es que el nivel de desarrollo económico es la causa fundamental del desarrollo del Estado de Bienestar (Wilensky, 1975: 24). A medida que las sociedades se modernizan, los grupos de la sociedad agraria precedente fueron negativamente afectados por el proceso de industrialización. El resultado en diversas naciones, de acuerdo a este enfoque, fue similar: se crearon instituciones de protección social para mitigar las consecuencias de la industrialización. Esta teoría es particularmente útil para explicar las diferencias existentes entre las instituciones dedicadas a la protección social de los países más industrializados y los emergentes, aunque no permite distinguir con la misma precisión deferencias entre sistemas con similares niveles de desarrollo (Pierson, 1996: 147). La teoría de la modernización también reconoce la relevancia del crecimiento económico y la industrialización, pero al hacerlo enfatiza el impacto de la democracia de masas sobre el desarrollo de las políticas de bienestar. En ese sentido, la democracia de masas permitió que aquellos actores afectados por el proceso de industrialización presionaran por nuevas políticas de bienestar. Por su parte, el enfoque centrado en los recursos de poder constituye una perspectiva crucial para el estudio de los Estados de Bienestar, sobre todo, europeos. El argumento central de esta perspectiva es que la fortaleza y las capacidades organizacionales de los sindicatos así como la existencia de partidos políticos socialdemócratas son fundamentales para explicar el desarrollo de los Estados de Bienestar (Huber y Stephens 2001: 15). La democracia es vista como un prerrequisito porque su existencia permite la organización de las clases trabajadoras, quienes tendrán la posibilidad de presionar por nuevos y mejores beneficios. Una serie de factores adicionales resultan también claves para que los Estados de Bienestar florezcan: los partidos de derechas deben ser débiles; las clases trabajadoras deben ser capaces de construir coaliciones inter-clase (Esping-Andersen, 1990) y los partidos políticos de izquierdas deben poseer representación parlamentaria (Huber y Stephens 2001). Por último, el modelo estado-céntrico, desarrollado bajo el alero del nuevo institucionalismo, se mueve en torno a tres premisas básicas. Primero, tan relevante como
analizar la evolución del capitalismo es estudiar los cambios en las estructuras y actividades estatales. Segundo, los partidos políticos no son meros transmisores de los intereses sociales sino que constituyen actores en su propio derecho. Así, para evaluar el proceso de creación y cambio del Estado de Bienestar en necesario ir más allá de enfoques centrados en la sociedad para incluir un análisis de las instituciones y los mecanismos a través de los cuales los actores moldean las políticas públicas para perseguir sus propios intereses (Skocpol 1994: 278-9). Por último, este enfoque privilegia la incorporación del análisis histórico-comparado de unos pocos casos bien seleccionados y el estudio de configuraciones para comprender la evolución de la política social (Skocpol y Amenta 1986: 152). Estados de Bienestar en Retirada Hacia mediados de los años noventa, cuando los Estados de Bienestar más consolidados comenzaron a mostrar señales de agotamiento y debieron enfrentar crecientes presiones reformistas, parte importante de la literatura se volcó al estudio de los procesos de reforma de los Estados de Bienestar. En este contexto, el trabajo de Paul Pierson (1994) constituyó una contribución fundamental. Fue probablemente el primer autor en tratar a los procesos de “retirada” (retrenchment ) de los Estados de Bienestar como fenómenos causalmente
separados de su creación, lo que lo llevó a argumentar que las variables relevantes para el surgimiento y expansión del Estado de Bienestar no son necesariamente las mismas que explican su posterior retirada (1994). Pierson define la retirada ( retrenchment ) del Estado de Bienestar como “aquellos cambios políticos que o bien reducen el gasto, reestructurando
a los programas de bienestar para que se acerquen a un modelo residual, o bien alteran el entorno político de manera tal de expandir la posibilidad de que la retirada ocurra en el futuro” (Pierson 1994: 17; traducción de la autora).
De acuerdo a Pierson (1994), si bien diversos factores institucionales son relevantes para explicar cuáles son las variables que determinan si las estrategias de retirada prevalecerán o no, el policy feedback aparece como el fundamental. El llamado policy feedback se refiere al hecho de que las opciones en materia de políticas sociales que se adoptaron en el pasado
tienen un impacto sobre el proceso político presente o futuro. Aunque en algunas ocasiones el policy feedback genera oportunidades para la reforma, por lo común produce bloqueos que dificultan este proceso. En otras palabras, “las decisiones políticas del pasado generan recursos e incentivos que ayudan a estructurar el desarrollo de grupos de interés relevantes”…Así, “siempre que la provisión social pública genere redes de compromisos extensas, los partidarios de la ‘retirada’ encontrarán que las políticas sociales son difíciles
de revertir” (Pierson 1994: 47, traducción de la autora). En este contexto, los reformadores
tienden a utilizar tres tipos de estrategias para llevar adelante sus proyectos. Algunos gobernantes utilizarán estrategias de división, para fragmentar a quienes se resisten a la “retirada” del Estado de Bienestar, promoviendo cambios que afecten solamente a una
parte de la oposición. Otros, en cambio, apelarán a estrategias de compensación, ofreciendo nuevos beneficios a quienes se vean perjudicados por las nuevas estrategias de retirada. Finalmente, la estrategia más comúnmente utilizada es la de la ofuscación, es decir, la manipulación de información, concerniente a cambios en materia de política social, para disminuir el conocimiento público sobre sus acciones o las consecuencias negativas que éstas pudiesen tener (Pierson, 1994). ROSSANA CASTIGLIONI ESTADO REGULADOR El concepto de “Estado Regulador” es cada vez más utilizado para designar una serie de
transformaciones contemporáneas en los objetivos y en los instrumentos de la acción pública. Los Estados “productores” o “empresarios” del pasado habrían sido sustituidos por unos Estados que privilegian formas de intervención indirectas, al estar más preocupados de elaborar reglas y hacerlas cumplir que de gravar y gastar (Jordana et Levi-Faur, 2004). Sin embargo, las recomposiciones actuales del Estado no se pueden reducir a una renuncia a sus instrumentos de intervención tradicionales (producción de bienes y servicios, redistribución fiscal y seguridad social, imposición de una lógica no mercantil en ciertos sectores de interés público). Si el concepto de Estado Regulador permite apuntar a fenómenos y cuestiones relevantes, no designa unos procesos homogéneos o
convergentes, y la realidad a la cual se refiere se inscribe dentro de trayectorias históricas distintas. Después de haber soslayado ciertas características ideal-típicas del Estado regulador y descrito sus origines y su difusión global, veremos que no implica necesariamente un retroceso del Estado sobre una forma “mínima” o neoliberal. El Estado regulador: rasgos ideal-típicos Tradicionalmente, el término de “regulación” oscila entre un sentido amplio y la acepción
más específica hoy en día privilegiada. Una tradición sociológica que se remonta a Emile Durkheim y en la cual se inscribe, entre otros, la Escuela francesa de la regulación, la define como una actividad de aspiración homeostática que busca asegurar el equilibrio de un sistema social, arbitrando los conflictos entre los varios grupos, funciones o sectores que le componen. En contraste, el sentido que prevalece actualmente se origina en una nueva división del trabajo entre el Estado y el sector privado, aparecida con las reformas de mercado aplicadas en los años ochenta. Para retomar la distinción de Osborne y Gaebler (1992), si bien antiguamente el Estado “remaba” (rowing) al producir los bienes y servicios para los
usuarios-, en la nueva repartición de los roles se limitaría a “llevar el timón” (steering ). “Llevar el timón” implica una actividad transversal que incluye funciones ejecutivas
(concesión y fiscalización de actividades económicas y derechos sociales), legislativas (diseño de normas, reglas y procedimientos que tienen fuerza legal) y cuasi-judiciales (interpretación de contratos, aplicación de sanciones, estudios de recursos contra decisiones ejecutivas). Este nuevo papel se manifiesta de forma privilegiada en tres evoluciones con respecto al manejo de las políticas públicas. Es importante tomar en cuenta que todas estas evoluciones no van necesariamente de la mano sino que juntas constituyen un ideal-tipo que permite un mejor entendimiento del fenómeno. En primer lugar, se multiplican los procedimientos de delegación (desplazamiento de la frontera entre lo administrativo y lo político). En efecto, si por un lado el Estado como tal
mantiene su legitimidad para elaborar normas, por el otro el diseño y el control efectivos de las mismas son cada vez más confiadas a agencias autónomas, de forma de garantizar la imparcialidad de la acción administrativa y preservarla de toda “interferencia política” (Thatcher, 2005). En este sentido, la creación de agencias autónomas representa una transformación de mayor alcance que pretende establecer un Estado despolitizado (Chevallier, 2004). En segundo lugar, bajo la influencia concomitante de las teorías derivadas de la Nueva Gestión Pública (New Public Management -NPM), se intenta separar sistemáticamente las funciones de concepción de las tareas de implementación. En el mismo proceso, se formalizan las responsabilidades y objetivos de las organizaciones que implementan las políticas públicas ( contractualización). En tercer lugar, el Estado Regulador implica la proliferación de nuevos instrumentos de seguimiento y control, sean voluntarios o mandatorios. Las licitaciones, el benchmarking, el diseño y la revisión de precios tope en los servicios públicos ( Price-cap regulation y revisión de forma RPI menos X), las eco-etiquetas o las penalidades financieras automáticas son algunos de los nuevos instrumentos de acción privilegiados por el Estado. En suma, el Estado Regulador se caracteriza como un “gobierno a distancia” que privilegia
la elaboración de reglas sobre la producción y las transferencias directas. Origen y difusión global La conceptualización moderna de la regulación se origina en la “era progresista” Norteamericana (a finales de siglo XIX) con la identificación progresiva de actividades de interés público que justifiquen, según los casos, limitar la libre competencia, fiscalizar los monopolios naturales o mitigar el poder de mercado de ciertos grupos económicos, mediante la creación de comisiones administrativas independientes. Morán (2003, 41-42) data el nacimiento de un “Estado regulador victoriano” con la creación en 1887 de la “InterState Commerce Comisión” (ICC) que recibió el mandato de regular los ferrocarriles.
Esas comisiones independientes se multiplicaron en los Estados Unidos a lo largo de los
años 30 como respuesta a la grand depresión, antes de que se mantuvieran y se fortalecieran hasta hoy en día. La regulación como concepto ha sido retomada y formalizada en Gran Bretaña en los años 1980, con la idea de que, en varios sectores con parámetros específicos (monopolios naturales, fuertes externalidades, interés público, costos hundidos elevados) los mercados son deseables pero no juegan espontáneamente. Deben entonces ser construidos y preservados por las autoridades públicas, de preferencia mediante una agencia independiente con especialistas capaces de enfrentar un entorno de gran complejidad técnica. Después de las innovaciones británicas, los preceptos regulatorios se han difundido en la Unión Europea (Majone, 1994; Gilardi, 2005), en América Latina (Manzetti, 2000; Jordana y Levi-Faur, 2005), así como en los país en desarrollo en general (Cook et al., 2004). Esta difusión global ha sido primero interpretada como un complemento a la agenda neoliberal de privatización (Crouch et Streeck, 1997). También ha sido conectada a la existencia de “comunidades epistémicas” sectoriales transnacionales, con expertos observándose e
imitándose cuidadosamente. América Latina ha sido la región con mayor implementación entre los países en desarrollo, como lo manifiesta, entre otros, la creación de agencias autónomas. Mientras que sólo existían 43 autoridades de regulación antes de 1979 (principalmente en el sector financiero), el número total se ha multiplicado por tres en 2002 para alcanzar 138, lo que representa 60% del total posible (Jordana y Levi-Faur, 2005). Los sectores afectados incluyen a la esfera financiera (bancos centrales, servicios financieros, comisión de bolsa y valores), la competencia (autoridades de competencias), los servicios colectivos (electricidad, gas, telecomunicaciones, transporte, agua, correo) así como ciertos servicios sociales (salud, seguridad alimentaria, medio ambiente). El análisis del funcionamiento de estas agencias se ha quedado por mucho tiempo focalizado sobre sus niveles de independencia en relación a sus “principales”, sea este el
poder ejecutivo o el Parlamento. En América Latina, las investigaciones llevadas por las
instituciones internacionales (especialmente el Banco Mundial) se han enfocado en los atributos formales de esas agencias (Stern and Cubbin, 2005), descuidando la cuestión de su funcionamiento efectivo así como la cuestión de su accountability frente a las autoridades políticas y, más allá de esta estrecha problemática de agente-principal , frente a los ciudadanos-usuarios. Estas cuestiones ahora están ganando importancia en las investigaciones, y algunos autores se preguntan si esta “agencificación” implica una transformación de las democracias
representativas directas en democracias representativas indirectas, en las cuales los ciudadanos elegían a representantes que fiscalizan péritos que formulan políticas de manera autónoma desde sus bastiones regulatorios (Van Waarden, 2007). Regulación, neoliberalismo y el retroceso del Estado. Las afinidades electivas que unen la regulación y las privatizaciones no deben llevar a la conclusión que la regulación se inscribe necesariamente dentro de un proceso de retroceso del Estado. Por el contrario, existe hoy un cuasi-consenso en la comunidad académica para interpretar la emergencia de rasgos propios al Estado regulador, no como un retroceso del Estado en sí, sino como una transformación de sus formas de intervención. Este consenso se origina en la observación de que, en los países de la OCDE como en los países latinoamericanos, las estrategias neo-mercantilistas de fomento a la competitividad internacional han ido perpetuándose (Weiss, 1998), mientras que la presión y la redistribución fiscales se han estabilizado sin retroceder (Swank and Steinmo, 2002, Castles, 2004). Más específicamente, la comparación de ambos fenómenos demuestra que, mientras que la privatización fue más popular que la creación de agencias de regulación a lo largo de los años 1980, desde los años 1990 la situación se ha invertido con el establecimiento de agencias de regulación en sectores sin privatización (salud, seguridad alimentaria, medio ambiente). Además, los primeros análisis del caso pionero británico (Hood y al., 1999) han mostrado que, mientras que el gobierno conseguía reducir sus empleados directos por un cuarto, los
efectivos de las entidades reguladoras subieron por un 90 por ciento entre 1976 y 1996. Críticas afloraron sobre este proceso de “burocratización de la regulación”. Más
generalmente, ciertos autores han observado que la regulación implica un movimiento contradictorio para el Estado: por un lado, relaja su control directo sobre recursos financieros y de poder. Por el otro, intensifica su control sobre los organismos de implementación, sean ellos públicos o privados, lo que comporta un proceso de recentralización (Bezes, 2005; Hassenteuffel, 2007).
De todas formas, la emergencia del Estado regulador no se refiere a un proceso convergente entre los países. Aparece más bien como una evolución diferenciada en la cual nuevas instituciones, tecnologías y prácticas regulatorias se incrustan en las estructuras administrativas heredadas del pasado. Ciertos autores hasta sostienen que la difusión de preceptos regulatorios aumenta, y no disminuye, la diversidad de las estructuras estatales, haciéndolas variar diferentemente según los países y los sectores (Lodge, 2002). La interpretación de la transición hacia un Estado regulador en América Latina refuerza la hipótesis según la cual el sentido de la regulación depende de la trayectoria histórica de los Estados en la cual se inscribe. En países donde la creación de un Estado “racional-legal” ha
quedado históricamente inacabada, la creación de un Estado regulador no necesariamente significa un desmantelamiento de burocracias weberianas que a menudo nunca existieron. Por el contrario, el desarrollo del Estado regulador se presenta más bien como un complejo proceso de hibridación, por el cual el aislamiento administrativo de especialistas contratados puede contribuir a afianzar la capacidad administrativa de las burocracias latino-americanas (Bezes, 2007). En conclusión, el concepto del Estado regulador se refiere a una redefinición compleja de las actividades del Estado, que involucra une nueva división del trabajo entre los políticos, la administración pública, la sociedad y el sector privado, así como nuevos instrumentos de fiscalización e incitación por parte de los expertos. Es probable que esta recomposición corresponda a una evolución más global de las sociedades que se van transformando en
“sociedades de auditoría” (Power, 1999). Pero la dirección de esta evolución no está dada:
en vez del retroceso del Estado, la regulación representa más bien un nuevo espacio de conflictos cuyos resultados dependerán de los grupos que buscan apropiársela. PIERRE-LOUIS MAYAUX - ANTOINE MAILLET
ESTADO El concepto de Estado será abordado desde el punto de vista de la Teoría del Estado. Se distingue un significado sociológico o político, un sentido jurídico y un tercero deontológico, que acentúa los fines o valores que debe realizar. En El concepto de Estado permite describir una forma de ordenamiento político, que se desarrolló en Europa desde el siglo XIII, hasta la actualidad. (Bobbio 1983:563) Perspectiva histórica Desde una perspectiva perspectiva histórica, es en los Diálogos Diálogos de Platón, donde se establece la estructura del Estado ideal. Fue sin embargo Maquiavelo quien introdujo por primera vez el vocablo Estado en su obra El Príncipe (1515) y en el capítulo I se refiere a las tiranías, principados y reinados en que se encontraba dividida Europa, reafirmando el poder en manos del monarca y excluyendo a la moral que no tiene cabida en la política ni en el arte de gobernar (Maquiavelo 2009:21) Para Cicerón (siglo I a. c.) el Estado se concibe como una relación de poder de la clase dominante, es el instrumento social que actúa para regular las condiciones sociales de la producción a través de los aparatos jurídicos, ideológicos y represivos. Así el Estado E stado adopta distintas formas políticas que son expresiones concretas de las relaciones de poder de las clases: el estado de los ciudadanos c iudadanos (García 2010)
Aristóteles en su obra La Política, concibió la misma como el resultado de desarrollar el aspecto moral de la personalidad humana, identificó la sociedad y el Estado, debido a la escasa dimensión demográfica y territorial de la ciudad –Estado griega. El inglés Thomas Hobbes en el S. XVII concibió el Estado como resultado de un pacto o contrato, en virtud del cual el hombre, calificado de egoísta y antisocial por naturaleza y que tiende a satisfacer sus propios intereses aún en perjuicio de sus semejantes, cede parte de su libertad a una entidad superior capaz de evitar que la confrontación entre los diferentes intereses individuales provoque un conflicto social. El Estado es concebido como un poder omnímodo que dicta el derecho y la moral y se impone a la voluntad de los miembros del colectivo. Por su parte el pensador francés, Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, observador del sistema político de varios países europeos del S. XVIII, afirma que el Estado es una organización social que no proviene de la firma de ningún pacto o contrato, más bien de la existencia de ciertos principios fundamentales e inviolables, previstos en la Constitución. Luego, la sociedad creó el Estado, para obtener y garantizar la libertad de los ciudadanos. Concepto Sociológico o Político El Estado es concebido como una forma de organización social dotado de una existencia objetiva, histórica y natural (Bobbio 2010). Los elementos, que son los medios de expresión del Estado son el poder, el pueblo y el territorio. Desde esta perspectiva perspectiva varios son son los autores de contribuciones insoslayables. El sociólogo alemán Max Weber, define al Estado como empresa política de carácter institucional cuya dirección administrativa reivindica en la aplicación de las leyes, el monopolio de la violencia física legítimacomo. Se trata de un orden jurídico administrativo el cual orienta el obrar realizado en función del grupo por el cuerpo administrativo y cuyo valor se reclama no sólo para los miembros de la comunidad, sino para todo obrar que se realice en el territorio dominado.
El jurista francés Carré de Malberg lo caracteriza por el poder de imperio por lo que el Estado aparece como una comunidad de hombres fijada sobre un territorio propio y que posee una organización, en sus relaciones con los miembros, una potestad superior de acción de mando y de coacción. El jurista y politólogo alemán Hermann Heller define el poder como “una estructura de dominio duraderamente renovada a través de un obrar común actualizado representativamente, que ordena en última instancia los actos sociales dentro de un determinado territorio”. (Heller, 1968:152)
Concepto Jurídico Desde esta perspectiva, que pone énfasis en el sistema normativo, se destacan las contribuciones de algunos autores. Para el jurista y filósofo del derecho Hans Kelsen, el Estado es un orden social, es decir, un conjunto de normas que regulan la conducta mutua de individuos. Se caracteriza por un orden coercitivo, relativamente centralizado, centralizado, y constituido por órganos especiales para la la formación y aplicación de las normas. Estado y Derecho se identifican, son la misma cosa examinada desde puntos de vistas diferentes. La construcción teórica del Estado debe también mucho a la contriubución del jurista alemán Georg Jellinek. El Estado, señala, es “una corporación formada por un pueblo, dotada de un poder de mando originario y asentada en un determinado territorio”. (Jellinek, 1970:295). Es una corporación, es sujeto de derecho, expresa las relaciones jurídicas de la unidad de de asociación. El filósofo del derecho, el italiano Giorgio Del Vecchio, define al Estado Estado como “la unidad de un sistema jurídico que tiene en sí mismo el propio centro autónomo, y que está, en consecuencia, provisto de la suprema cualidad de persona en sentido jurídico” (Del Vecchio,
1956:95).
Concepto Deontológico El jurista y político español Luis Sánchez Agesta, afirma que el Estado es una “comunidad organizada en un territorio definido, mediante un orden jurídico servido por un cuerpo de funcionarios definido y garantizado por un poder jurídico, autónomo y centralizado que tiende a realizar el bien común, en el ámbito de esa comunidad” (Sánchez, 1979:137)
Para el francés André Hauriou, el Estado es “una agrupación humana fijada en un territorio determinado y en la que existe un orden social, político y jurídico orientado hacia el bien común, establecido y mantenido por una autoridad dotada de poderes de coerción”
(Hauriou, 1971:114). Julio Tobar Donoso, el jurista y diplomático ecuatoriano, define el Estado “como una sociedad política autónoma formada en forma permanente en territorio propio, unificada por vínculos históricos y dirigida por una estructura jurídica de gobierno que decide en última instancia y cuyo fin es la realización del bien común temporal de las personas, grupos sociales y entidades políticas su bordinadas que constituyen su trama orgánica” (Silva, et al. 1990)
Con la transformación del Estado de Derecho en Estado Social, las teorías jurídicas del Estado, de carácter formalistas, que se han mencionado sucintamente, han sido dejadas de lado por las sociológicas, que tienen por objeto el Estado como forma compleja de organización social, siendo el derecho sólo uno de los elementos constitutivos, actualmente (Bobbio, 2000) MARIELA RUBANO GOBERNANZA/GOBERNABILIDAD El sentido del concepto de gobernanza está estrechamente relacionado con los cambios acontecidos en los últimos treinta años en la escena mundial. En efecto, la globalización, los avances tecnológicos, el auge de organismos no gubernamentales y el creciente papel
político de la sociedad civil han provocado una crisis del modelo tradicional del Estado. De un lado, el Estado pierde su papel rector con respecto al desarrollo de la sociedad y a la regularización de la vida pública; de otro lado, tiene que interactuar con nuevos actores públicos y privados, nacionales e internacionales. Este nuevo contexto obligó a repensar la relación entre Estado, mercado y sociedad para encontrar un nuevo equilibrio entre las demandas de la población y la capacidad de respuesta de los gobiernos. La gobernanza o/y gobernabilidad aparecieron así como una herramienta de renovación del espacio político y de los fundamentos democráticos de la sociedad que permitiría por un lado, vigorizar el papel de la ciudadanía y por el otro, mejorar el desempeño de las instituciones del Estado. En español existen dos palabras para referirse a este nuevo escenario político: gobernabilidad y gobernanza. En América Latina estos dos términos se usan muy a menudo indistintamente cuando se refieren a realidades distintas. Por lo tanto, es importante diferenciar con atención estos dos conceptos que aunque son complementarios, no tienen el mismo significado. Se propone aquí presentar el origen del concepto y su uso a partir de las definiciones existentes. Se complementa luego con los puntos esenciales del debate teórico y analítico. Origen de los conceptos La raíz etimológica de la “gobernanza” viene de la palabra latín “gubernare” que significa
pilotear (manejar) una nave pero también el manejo de los asuntos públicos. En el idioma francés, la palabra “gouvernance” resurge en 1937 con los estudios norteamericanos sobre “corporate governance”. Este último término hace referencia sobre todo a la eficiencia y
rentabilidad de una empresa. En 1937, en su artículo “The Nature of Firm” Ronald Coase explica el crecimiento de las grandes empresas por su superioridad en el mercado. En los años 70, el economista Oliver Williamson retoma esta teoría e integra el concepto de gobernanza. Se observa entonces, a pesar de su origen etimológico, una primera vulgarización del concepto de gobernanza en su aplicación a la esfera privada. Su re-transferencia a la esfera pública aparece en 1973 en el contexto de la guerra fría con la denominación en español de “gobernabilidad”. En efecto, es la recién nacida organización
mundial “Trilateral”, en la que participaban las principales empresas y gobiernos
occidentales -Estados Unidos, Japón y la entonces Comunidad Económica Europea-, la que vincula por primera vez el concepto de gobernabilidad para supuestamente modernizar el Estado democrático. En la década de los años ochenta el Consenso de Washington vendrá a someter los países a unos criterios de “buena gobernanza” que miden su consolidación democr ática y cuyo
cumplimiento es indispensable para solicitar créditos de ajuste estructural a las instituciones de Bretón Woods, o para solicitar la ayuda de la Unión Europea. Son entonces las instituciones internacionales y luego las agencias de cooperación las que introducen el término de “gobernanza y gobernabilidad” en América latina. Sin embargo,
los términos toman connotaciones diferentes según sea utilizado por uno u otro actor. Dos palabras y un uso indistinto Según el diccionario de la Real Academia Española ambos conceptos tienen una definición distinta. Gobernabilidad es “la cualidad de gobernable” y Gobernanza es “el arte o manera
de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”.
En las ciencias sociales, Jan Kooiman (2003), define la gobernabilidad como “la capacidad de un sistema sociopolítico para gobernarse a sí mismo en el contexto de otros sistemas más amplios de los que forma parte.” Se trata por lo tanto de una « capacidad » o habilidad.
Esta definición insiste otra vez en criterios y condiciones para gobernar, y en este sentido viene a complementar la definición de la Real Academia. En cuanto a la gobernanza, siempre según las ciencias sociales, el concepto se refiere, ya no a una capacidad, sino a un proceso o a un conjunto de interacciones, y considera lo que de ellas resulta. Así lo confirma
por ejemplo la definición a la que llegó un grupo de investigación latinoamericano (IDRC, 2004): “la gobernanza se refiere a los procesos de acción colectiva que organizan la
interacción entre los actores, la dinámica de los procesos y las reglas de juego con las cuales una sociedad toma sus decisiones, y determina su conducta ”. Se puede ver entonces que el enfoque de la gobernabilidad consiste en evaluar las estructuras y el funcionamiento de las instituciones, con el propósito de que una sociedad se gobierne de manera cada vez más eficiente. En cambio, el enfoque de la gobernanza se refiere a un conjunto de procesos, regulaciones e interacciones, con la finalidad de que hagan posible una interacción y un equilibrio entre los actores que conforman una sociedad. Observamos luego, un uso diverso de estas dos palabras y a veces indistinto. En efecto, distintos actores como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo hablan por ejemplo de “gobernabilidad democrática” lo que daría a la palabra “gobernabilidad”, un
sentido más amplio. Por su lado, El Banco Mundial habla de “buena gobernanza” restringiendo la gobernanza a una herramienta de evaluación de las capacidades técnicas de un gobierno y de su poder de producción económico. La noción de gobernanza fue utilizada por primera vez por el Banco Mundial en 1989, en un informe relativo a la zona de África subsahariana (Landell-Mills, Agarwala Ramgopal, Please Stanley, 1989) donde el fracaso del desarrollo está atribuido a la “mala gobernanza” de los Estados Africanos. De
este informe surgió entonce s la noción de “buena gobernanza” entendida como un servicio público eficiente, un sistema jurídico fiable y una administración responsable frente a sus usuarios. La concepción de gobernanza del Banco Mundial se limita entonces al análisis de un funcionamiento institucional y de sus resultados. Finalmente, las organizaciones de la sociedad civil se refieren más a la palabra gobernabilidad que a la palabra gobernanza pero dando un sentido más amplio a este término. Se trata, en efecto, de una visión de la gobernabilidad netamente condicionada por una coordinación Estado- Sociedad civil. Notamos entonces una cierta ambigüedad en el manejo de la gobernanza y gobernabilidad. Por un lado, parecería no existir un uso estandarizado, ni una definición común de estos conceptos. Parece que uno se puede sustituir al otro o que uno se puede integrar en el otro. Por otro lado, la gobernanza y/o gobernabilidad abarcan una cantidad de presupuestos y connotaciones ideológicas diferentes según el tipo de actor que la pone en
marcha. En efecto, si el concepto se usa casi siempre para referirse o a la acción o al modo de gobernar, o a la relación entre gobernados y gobernantes, la gobernanza/gobernabilidad lleva a un debate sobre el funcionamiento institucional, político y social de un país. Ello hace de la gobernanza un concepto polisémico. Un Concepto polisémico En primer lugar, tenemos una voluntad de modernizar las prácticas de gobierno voluntad dictada en general por los principios de la cooperación internacional. Esto significa entonces una aplicación “institucional” o legal” de la gobernanza bajo criterios predeterminados
como la eficiencia, la transparencia, el respeto de los derechos. Se aborda la gobernanza con un enfoque normativo, es decir que remite ya no a lo que es (descripción) sino a lo que debería ser (prescripción).
En segundo lugar , tenemos una visión crítica de esta “gobernanza” no siempre susceptible de ser aplicada en la complejidad de los contextos y que obliga a tomar en cuenta distintas formas de Estados, de instituciones y de relación entre gobernantes y gobernados. N. Meisel y J. Ould Aoudia insisten por ejemplo, en que el enfoque institucional de la gobernanza olvida la realidad cultural, social y económica de los países. Fernán González y Silvia Otero (2010), invitan a reconocer que las recetas que promueven mejorar la gobernanza no aplican necesariamente en un país donde la política no está plenamente estatizada, donde existe una presencia “diferenciada” del estado y donde distintos actores
reclaman ser reguladores de la vida social. Por lo tanto, se entiende y se usa el concepto con un su sentido analítico. No se describe un estado de hechos deseados sino que la gobernanza hace referencia a procesos, funciones y a los diferentes grados de estos en contextos específicos. Por su parte, el Instituto de Investigación y Debate sobre la Gobernanza (IRG) reflexiona sobre la manera con la cual se puede hablar de gobernanza de la manera más abierta posible. Finalmente, la diversidad de las comprensiones de la noción de gobernanza pone en tela de juicio, la capacidad del modelo político occidental, su lenguaje y sus conceptos, para aprehender la realidad de las dinámicas y de las estructuras sociopolíticas presentes en las
otras regiones del mundo. Este concepto conlleva más críticas que aceptación, lo que en sí es interesante porque suscita el debate y evita la imposición de un sólo modelo. CLAIRE LAUNAY-GAMA
GRUPOS DE PRESION Una de las características del desarrollo democrático está dada por el protagonismo político de nuevos actores sociales. La acción colectiva es un mecanismo de integración y participación en las democracias modernas expresada de forma diversa, especializada y organizada en grupos en función de la defensa de determinados intereses, objetivos o problemas. Dicha acción permite observar un complejo proceso de comunicación y mediación entre el ámbito social y político a partir de la acción de tres tipos de actores: los partidos políticos, los movimientos sociales y los grupos de presión o de interés. Sobre estos últimos se centrará el análisis. Aproximación conceptual La definición de los grupos de presión contiene una cierta ambigüedad conceptual puesto que se suele usar de forma indistinta grupo de presión, grupo de interés, asociación de interés y lobbies. Estas denominaciones responden a la diversidad de formas en la que los intereses sociales y económicos se expresan de forma colectiva e inciden en los procesos de toma de decisiones políticas en las sociedades contemporáneas. Su desarrollo teórico se encuentra a partir de la obra de D. Truman ( The Governmental Process , 1951) donde se analizan los factores que intervienen en las decisiones públicas, destacándose la influencia de diferentes grupos sociales. Dentro de las distintas organizaciones que desarrollan la acción colectiva organizada destacan los grupos de presión. Conceptualmente se entiende por grupo de presión a los grupos organizados que pretenden influir en los centros de toma de decisiones públicas. Se puede sostener que un grupo de interés se convierte en grupo de presión cuando se
expresan públicamente sus reivindicaciones específicas las cuales tienen como objetivo influir en el Gobierno, el Congreso, los partidos políticos, la administración pública o la opinión pública. Su acción persigue obtener poder, recursos e influencia sobre el conjunto de las políticas estatales o sobre ámbitos sectoriales de la empresa pública. Por tanto se definen en función de la capacidad de influir en el proceso político a partir de propuestas que expresan intereses asociados a un sector determinado de la comunidad (económico, cultural, religioso). La denominación de grupo de presión obedece a que no persiguen alcanzar el poder institucional sino influir y o presionar sobre él. Su efectividad reside en conseguir una acción colectiva en defensa de sus intereses lo que implica el mantenimiento de estructuras organizativas con capacidad de mantener cohesionados a sus integrantes en función de sus intereses u objetivos. Al menos cinco características contribuyen a la definición de los grupos de presión: suelen presentar una estructura permanente y sólida; su línea de acción es coordinada y organizada; la participación de sus integrantes es voluntaria estando vinculados a partir de intereses y objetivos (identidad según fines); se concentran en un área específica de carácter sectorial; y sus integrantes no suelen ocupar cargos de gobierno aunque se politizan en la medida en que su acción se despliega para influir en las decisiones políticas. La estrategia utilizada y su comportamiento condicionan en gran medida la percepción sobre estos grupos. Dichas organizaciones disponen de un variado abanico de estrategias (soborno, persuasión, contactos amistosos, amenaza, coacción y violencia) las cuales aplican según su posición social, grado de organización e importancia de sus destinatarios. Por tanto, los objetivos, recursos organizativos, materiales y humanos, y su ámbito de acción condicionan su comportamiento. El término lobby se vincula estrechamente a los grupos de presión al actuar como intermediarios entre estos grupos y los parlamentarios o actores vinculados con la toma de decisiones públicas a través del diseño de estrategias y campañas para influir a favor de intereses de determinados grupos. La diversidad de los grupos de presión, sus manifestaciones públicas y su acción intermitente (a veces opaca) dificultan su clasificación. Entre las distintas tipologías se
puede adoptar la realizada por Von Beyme (1986) en la que distingue los grupos de “interés económico especializado” frente a los de “interés público”, siendo los primeros guiados por
intereses particulares frente a los que persiguen intereses colectivos. A partir de esta distinción considera cinco grupos de presión: las organizaciones de empresarios e inversores (business associations); sindicatos; grupos profesionales y corporativos de clase media ( professional associations); grupos de promoción y asociaciones cívicas de iniciativa privada ( promotional groups, public interest groups); y, asociaciones políticas. Tres perspectivas teóricas El análisis de los grupos de presión varía en función de la perspectiva teórica adoptada. Los lineamientos teóricos más destacados en el estudio de estos grupos han sido el enfoque pluralista y el corporativista. El primero, se ha centrado más en la observación de la sociedad norteamericana; mientras que el corporativismo ha sido un enfoque referido a la realidad europea. El tercer aporte a tener en cuenta es el que proviene de la corriente denominada de elección pública. Estas teorías comparten un mismo núcleo de interés referido a la representación de intereses y su intermediación en los procesos de toma de decisiones públicas, estando particularmente referidos a las organizaciones de carácter económico. Las divergencias en estas propuestas se sitúan en la caracterización de las organizaciones y de los grupos
en cuanto a
su conformación y cohesión, a su
comportamiento e influencia en las sociedades contemporáneas. El pluralismo político considera la existencia de una amplia diversidad de grupos organizados en torno a objetivos concretos y cada vez más especializados según ámbitos de acción sectorial o áreas temáticas, los cuales tienen capacidad de influir o presionar sobre el ámbito político con la finalidad de alcanzar sus metas. La dispersión del poder está relacionada con la diversidad de los grupos de la sociedad lo que fortalece el pluralismo político y exige la distribución de recursos a partir de la competencia entre grupos generándose una tendencia hacia el equilibrio en la representación de intereses. La diversidad y la competencia entre los grupos afectan las decisiones públicas al estar condicionadas por los procesos de negociación entre diferentes grupos en función de la
representación de distintos intereses (Dahl y Governs, 1961). La capacidad de incidencia en el proceso político de los intereses del grupo varía según los recursos disponibles y las estrategias adoptadas, por lo cual cada grupo dispone de capacidades diferenciadas para satisfacer sus intereses. El desarrollo del pluralismo ha ido profundizando en la composición y desigualdad de recursos de los grupos organizados, introduciendo variables como el tamaño de la organización, su capacidad de movilización y la definición de objetivos, lo que ha permitido analizar los diferentes niveles de influencia política de los grupos de presión.
Es
precisamente la distribución desigual de los recursos el elemento que se asocia a los niveles de influencia política, por tanto se admite que la mayor capacidad de influencia política está en función de los recursos disponibles del grupo. El neopluralismo (Lindblom, 1977) se ha centrado particularmente en la caracterización de los grupos de presión en función de la distribución de los recursos estableciendo que la desigualdad del mercado se traslada a la esfera pública generando diferencias en el posicionamiento de interlocución entre grupos organizados de interés y esfera política. Desde esta perspectiva se admite positivamente el papel y la influencia de grupos organizados en el proceso político, valorando la efectividad de la intervención según la intensidad de los modos de presión. Perspectiva corporativista La perspectiva corporativista a partir de la década de los setenta (Schmitter y Lehmbruch , 1974 ) se convierte en un nuevo paradigma alternativo al pluralismo. Su propuesta se centra en la articulación de los intereses sociales y económicos con la esfera política en las sociedades industriales avanzadas a partir de identificar tres fenómenos que afectaban la expresión de los intereses organizados: el primero, reconocía la existencia de grandes organizaciones o grupos que desarrollaban formas no competitivas de representación; segundo, se percibe la proliferación de organizaciones con incidencia en la formación de políticas públicas; y tercero, el predominio de los grupos económicos en cuanto a su capacidad de influencia en la toma de decisiones públicas. Estos tres fenómenos evidenciaban el protagonismo de los grupos organizados que junto con los partidos
políticos se convertían en los principales articuladores del sistema político. El desarrollo social y político muestra la tendencia hacia una mayor integración entre el Estado y los grupos organizados, donde el Estado encarna la representación de diferentes intereses y donde los grupos, particularmente los económicos, tienen un mayor acceso real a las decisiones políticas. Las asociaciones económicas adquieren mayor relevancia como grupo de presión puesto que se muestran como organizaciones más centralizadas y con tendencia al monopolio de la representación de intereses, situación que estaría influyendo en la gestación de un nuevo orden político caracterizado por un mayor protagonismo de las nuevas formas de organización social. Perspectiva de la elección pública El aporte más destacado, desde la perspectiva de la elección pública, (M. Olson , La lógica de la acción colectiva, 1992) dice relación con la dinámica interna de los grupos organizados,
los procesos de movilización y la organización social, en relación con la Administración Pública. El eje del análisis se centra en la motivación de la participación de los individuos y en la articulación entre intereses particulares e intereses colectivos. Si bien las asociaciones de intereses generan procesos de acción colectiva en función de la consecución de bienes públicos, los individuos se integran en los grupos en la medida en que los beneficios de la participación superan a los costos manteniendo su adscripción según el reparto de incentivos o beneficios que se perciben individualmente. Los objetivos del grupo, sus actividades y estrategias se disponen con el fin de maximizar los beneficios del grupo y la satisfacción individual, para lo cual se establecen vínculos con la administración pública y las instituciones de gobierno. Las perspectivas teóricas consideradas evidencian desde distintos ejes analíticos la importancia de los procesos de intermediación de intereses en las democracias modernas, mostrando la relevancia de los grupos de presión en relación a la formulación e implementación de las políticas públicas, a los procesos de descentralización política y a las transformaciones del sector público, vinculándose su análisis al establecimiento de redes donde interaccionan actores públicos y privados tanto desde ámbitos sectoriales como
territoriales. De esta forma se ha profundizado en el conocimiento de los vínculos entre grupos de presión o de interés, partidos políticos, administración e instituciones políticas. ANTONIA SANTOS INSTITUCION El uso del término institución se ha generalizado en las ciencias sociales en los últimos años. Sin embargo, aún hoy, no hay unanimidad en la definición de este concepto y las disputas entre las diferentes variantes del nuevo institucionalismo han conducido a interpretaciones divergentes sobre el término. De ahí la necesidad de avanzar en su comprensión pues no es posible llevar a cabo un análisis teórico o empírico sin considerar cómo las instituciones impactan en el proceso y los resultados políticos. Los diferentes aportes del nuevo institucionalismo, en cualquiera de sus variantes, están preocupados fundamentalmente de argumentar que el marco institucional es un contrapeso importante frente a la dinámica de cambio que implicaría la libre actuación de individuos racionales. Sin embargo, cada uno de los diferentes aportes tiene implícito presupuestos diferentes acerca de la capacidad de reflexión e intencionalidad del actor y, por lo tanto, de la influencia de las instituciones en el resultado político. En este sentido se pueden encontrar perspectivas que parten de presupuestos racionalistas, como el enfoque de la elección racional, que enfatizan el rol del agente, hasta versiones más culturalistas, que abarcan los enfoques sociológicos o históricos, donde prevalece el condicionante de la estructura que se despliega sin que los agentes (individuales o colectivos) puedan controlarla. La principal interrogante que surge es hasta qué punto las instituciones influyen, condicionan, estructuran o determinan las estrategias de los actores y los resultados del juego político. Esta pregunta, que se puede plantear para cualquier situación política, obtiene respuestas diferentes en cada una de las variantes del institucionalismo. Por tanto, comprender que dentro del institucionalismo existen diferencias epistemológicas y ontológicas, las cuales, a su vez, influyen en el proceso o metodología de la investigación
política es un primer paso para generar un debate en profundidad sobre el concepto de institución y ayudar a buscar una integración productiva de enfoques. El enfoque racionalista Los principales autores de la corriente racionalista del institucionalismo se centran en el agente y conciben a las instituciones como restricciones o como producto de las actuaciones necesarias para satisfacer sus intereses. Por lo tanto, las instituciones son el resultado del juego consciente de los actores y son endógenas, producto de las preferencias de éstos. Los agentes tienen ciertos intereses y preferencias que les permite crear ciertas reglas o cambiarlas en caso de conflictos intereses. De ahí que se defina a las instituciones “como las reglas formales de un recurrente juego político o social. Las reglas se asumen como formales justamente para distinguirlas de las normas o costumbres” (Tsebelis, 1990: 94).
En este enfoque se encuentran diferentes variantes y se puede diferenciar entre el institucionalismo de la acción racional y de la racionalidad limitada. El primer grupo incluye a trabajos como el anterior mencionado de Tsebelis (1990). En el segundo grupo se incluye a North (1990), que parte de la racionalidad limitada. A pesar de la variedad de autores e interpretaciones afines a este enfoque, el punto de partida de la perspectiva racionalista es el individualismo metodológico. Se concibe a las instituciones como productos de la acción humana y, por lo tanto, los resultados políticos remiten al comportamiento de los actores. La función de la institución es regular, estabilizar y reducir la incertidumbre, que, además, es introducida –en lógico provecho propio – por aquellos agentes que tienen poder. Las instituciones formales e informales no son creadas necesaria o usualmente para ser eficientes en la sociedad; son creadas y moldeadas para servir a los intereses de los más poderosos de ella. En otras palabras, ello implica que los más poderosos imponen las reglas en una esfera institucional y lo hacen para favorecer sus intereses. En este sentido, es importante remitirse a Knight (1992) para quien las pautas de conducta no son neutrales, sino que implican un alto grado de intencionalidad de los actores que buscan cristalizar los efectos distribucionales de determinadas relaciones de poder.
El institucionalismo culturalista Desde un enfoque culturalista, las instituciones existen independientemente del comportamiento de los individuos que las habitan y, estos a su vez, son moldeados en su racionalidad por las instituciones, para la formación de sus intereses y preferencias (March y Olsen, 1989:15-17). Las mismas no sólo determinan estrategias y fines de la acción, sino que modelan las preferencias de los actores, las cuales no son estables ni exógenas, ya que se desarrollan mediante la combinación de educación y experiencia, y se conforman en el desarrollo mismo de las instituciones. Por su parte, las reglas de juego y la distribución de poder tienen lugar al interior de los entramados institucionales. En este sentido, se define a las instituciones como “un conjunto de reglas y rutinas interconectadas… que definen y defienden valores, normas, intereses, identidades y creencias” (March y Olsen, 1989, p. 17-21 ). Ello explica que lo relevante en este enfoque
no es analizar el comportamiento racional de los actores, con sus preferencias (exógenas) dentro de determinadas estructuras, sino explicar el surgimiento y desarrollo de las instituciones y cómo ellas influyen en las preferencias de los actores e impactan en el desarrollo histórico. La unidad de análisis desde la perspectiva histórico-institucionalista no son los individuos y sus preferencias, sino las organizaciones y las instituciones (March y Olsen, 1989: 9-11); algunos autores ponen énfasis en el Estado (Skocpol y Evans, 1985), otros en la relación entre Estado y sociedad (Hall, 1986), y otros en los elementos constitutivos de las instituciones, normas, reglas, ideas, rutinas y valores (Hall, 1986; March y Olsen, 1989). Desde esta perspectiva se otorga una relativa autonomía a las instituciones políticas en la sociedad, determinando, ordenando o modificando las motivaciones individuales. Las reglas, las normas y los símbolos limitan el libre juego de la voluntad individual y del cálculo racional, y gobiernan el comportamiento político. Las decisiones políticas tienen una finalidad, dirección y pertinencia, así como un patrón histórico de desarrollo que condiciona su accionar futuro. Por esta razón, la mayoría de los estudios le otorgan un papel central al legado histórico institucional (path dependence) sobre las decisiones políticas.
Las instituciones son marcos de referencia culturales a partir de los cuales los individuos construyen preferencias e interpretan la realidad. Sin embargo, March y Olsen (1989) aceptan cierto nivel de racionalidad. Los individuos tienen que tomar decisiones y, aunque estén muy lejos de intentar optimizar, realizan ciertos cálculos que son similares a los de la racionalidad limitada. Este es el punto clave que los distingue del institucionalismo sociológico. Los individuos obedecen a normas institucionales, entre otras razones, para reducir incertidumbres y simplificar la toma de decisiones. Por el contrario, el institucionalismo sociológico rechaza la posibilidad de que existan actores con racionalidad limitada, y, por lo tanto, no acepta la existencia de individuos u organizaciones que deliberadamente manipulen con algún éxito las reglas y prácticas institucionales; por el contrario, se distinguen por su énfasis en la importancia de los procesos cognoscitivos de los individuos (Scott, 1995). Desde el institucionalismo sociológico, las instituciones no son sólo las reglas formales, procedimientos y normas; son convenciones sociales, símbolos, ritos, costumbres, significados, a partir de los cuales los actores interpretan el mundo que los rodea, que terminan por ser aceptados sin cuestionarlos. Así, las instituciones son resultado de un proceso de “construcción de la realidad”, es decir, son un fenómeno cultural y constituyen
el marco de referencia a partir del cual los individuos se explican el mundo que los rodea, convirtiéndose en una parte objetiva de la realidad (DiMaggio y Powell, 1991). Hacia una visión convergente Este breve análisis de las corrientes institucionalistas muestra que cada una de ellas ha encontrado una solución diferente al dilema entre agente y estructura. Si bien la perspectiva racionalista reconoce la influencia de la estructura en los resultados políticos, ella es producto del agente, mientras que en la perspectiva culturalista la estructura existe independientemente de los individuos que la habitan. Se puede decir que todas las ciencias sociales se enfrentan al dilema de cimentar su explicación, o bien, en los actos autónomos de los individuos, o bien, en el contexto o estructuras sociales y políticas de las que los actores son meros portadores. Por lo tanto,
cada vez que se intenta buscar una explicación política, económica o social, surgen ideas relacionadas con el actor y la estructura y con la manera en que se explica esa relación. Este falso dilema ya planteado en la sociología por Giddens cobra relevancia cada vez que se realiza la pregunta de si los resultados políticos son consecuencia de las acciones intencionadas de los actores directamente implicados, o bien, de la estructura relacional en que están insertos. En este trabajo se argumenta que en la ciencia política han surgido trabajos relevantes que tratan de integrar de forma relacional al actor y a la estructura a la hora de comprender los resultados políticos. La propuesta de Scharf (1997), desde el institucionalismo centrado en los actores, parte de una visión integrada considerando que los procesos y los resultados políticos no responden solamente a ciertas normas culturales, ni tampoco solamente a intereses defendidos por actores invariables y exógenos al sistema político. Las instituciones se consideran como el conjunto de reglas de juego, sea formales o informales, que estructuran los cursos de acción de los sujetos, pero que permiten un margen de libertad dentro del cual los actores pueden escoger. Las instituciones son, sin duda, la principal fuente de información de los actores y el principal factor que influye sobre sus decisiones, en el sentido de que reducen los incentivos para seguir ciertas estrategias de acción y aumentan los incentivos para realizar otras. Sin embargo, las instituciones no influyen en las decisiones de una manera determinista, puesto que siempre existen distintas posibilidades de acción que dejan un amplio margen para que los actores elijan entre diferentes opciones tácticas y estratégicas (Scharpf, 1997:39-42). Pero al mismo tiempo, las instituciones tienden a permanecer más allá de las circunstancias que motivaron su surgimiento ( path dependence), dado que son difíciles de reformar o abolir. De este modo, las inercias institucionales pueden dar lugar a que se produzcan contextos institucionales ineficientes, no adaptados a las necesidades de los actores en un momento histórico determinado (Scharpf, 1997: 41). El resultado político se habría de explicar como consecuencia de las intenciones y acciones de los actores inmediatamente implicados y según la lógica o estructura institucional del
conjunto de relaciones en las que participan. En este sentido, las configuraciones institucionales particulares les dan estructura a actores intencionados y definen un abanico de potenciales estrategias y oportunidades, aunque los actores pueden potencialmente (al menos, en parte) transformar esas estructuras mediante sus acciones. Por su parte, el impacto sobre las estructuras puede ser deliberado como no intencionado. De ahí que las estructuras impongan una selección estratégica, ofreciendo recursos y oportunidades al poderoso y condicionando, a la vez, al que no tiene poder y al subordinado. Por lo tanto, el problema de la estructura y la actuación es el del poder político, el de quién tiene el bastón de mando. CRISTINA ZURBRIGGEN LEGITIMIDAD En términos amplios, el concepto de legitimidad alude a la noción de justicia o de razonabilidad. Pero desde la perspectiva específica del estudio de la política, el concepto de legitimidad se contextualizará como un atributo del Estado. En un primer acercamiento, se puede definir a la legitimidad como el atributo del Estado que consiste en la existencia de un alto grado de consenso en una parte relevante de la población que asegure la obediencia, sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Al respecto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. La creencia en la legitimidad es el elemento integrante de las relaciones de poder que se desarrollan en el ámbito del Estado. Desde una perspectiva sociológica, el proceso de legitimación no sólo tiene como eje central al Estado como un todo, sino más bien considera diversos aspectos de referencia como por ejemplo, la comunidad política, el régimen, el gobierno, incluso cuando el Estado no es independiente al Estado hegemónico que está subordinado. Por lo tanto, la legitimidad con la que cuente un Estado va a depender de una serie de elementos en distintos niveles que, de manera coadyuvante, contribuirán a determinarla.
La legitimidad no considera solamente a las fuerzas que dan sostén al gobierno, sino que también concede un lugar a las fuerzas que se declaran opositoras a él, en cuanto, por cierto, no muestren el ánimo de modificar el régimen. De esta forma, la aceptación de las “reglas del juego”, es decir las normas sobre las que opera el régimen, no sólo deben ser
aceptadas y acatadas por quienes gobiernan, también deben ser aceptadas por quienes tienen la expectativa para transformarse en gobierno. Por último, existe también el aspecto de valor de la legitimidad dado que ésta se presenta como una necesidad, cualquiera que sea la forma del Estado. Lo anterior plantea una dificultad que está dada por la forma en que se determina el consenso en un Estado que da sustento a la legitimidad. Para ser más precisos, lo destacable es que el consenso puede ser libre o forzado en diversos niveles (más o menos libre o forzado sea el consenso). Por lo tanto, el atributo de la legitimidad de un Estado no sólo puede basarse en conformidad al mero hecho que se acepte el sistema. Así, si se entiende la definición de legítimo respecto de un Estado del que se acepta los valores y las estructuras fundamentales, esta formulación termina incluyendo una definición amplia de consenso. Entonces para superar esta ambigüedad o inexactitud respecto de lo que se comprende por legitimidad, se debe recurrir a las características que contiene el concepto de legitimidad, al igual que otros términos del lenguaje politológico como democracia o libertad. Esta característica se refiere a que el concepto designa al mismo momento una situación y un valor de la convivencia social. La situación que designa ese concepto consiste en la aceptación del Estado por una parte relevante de la población y el valor indica el consenso libremente manifestado por una comunidad política de individuos conscientes y autónomos. Por ende, el sentido del concepto de legitimidad no es estático, sino dinámico. La manifestación de la libertad contiene implícito la promesa de una sociedad justa en donde el consenso, que constituye la base, puede manifestarse libremente sin interferencia del poder y de la manipulación por parte de terceros. Ahora bien, se puede esgrimir que no todos los consensos son iguales y que habría más legitimidad en aquellos Estados donde pudiera expresarse más libremente el consenso y donde fuera menor la intervención del poder y de la manipulación. Por tanto, cuanto más forzado sea el consenso y más tenga un
carácter de impuesto, tanto más será aparente la naturaleza de dicho consenso y, por ende, menos legítimo dicho Estado. Dicho todo lo anterior, la legitimidad de un Estado sería una situación que se asume como una aspiración y que, por consiguiente, un Estado es más o menos legítimo en la medida en que realice el valor de un consenso manifestado libremente por parte de una comunidad de hombres conscientes y autónomos (Bobbio; Matteucci, 1982) El enfoque de Max Weber Max Weber aporta con el concepto clásico de legitimidad a partir del cual ha existido una serie de contribuciones formuladas por otros autores. A partir de su obra, el concepto de legitimidad pasa a formar parte de los conceptos fundamentales de la ciencia política, entendida como una de las bases esenciales del poder. Es más, los tipos de poder pueden distinguirse según su pretensión de legitimidad, esto es la fuente de legitimidad. En otros términos, la legitimidad se comprende como la "creencia" en la bondad del poder por parte de los ciudadanos, y como la "pretensión" por parte de los dominadores de obtener obediencia en virtud de la supuesta razón que les asiste para mandar y, por tanto, encontrar respuesta a sus mandatos. (Reyes, 2009.) Partamos por señalar que Weber asocia la legitimidad en el contexto de la dominación. Señala que ninguna dominación se contenta voluntariamente con tener o sustentarse con motivos puramente materiales, afectivos o racionales para su persistencia sino que, más bien, toda dominación procura despertar y fomentar la creencia en su legitimidad. En este punto, Weber señala que según sea la “clase” de legitimidad pretendida, ésta presenta características diferentes tanto en el tipo de obediencia, como en el contexto destinado a garantizarla como en los efectos o resultados que logra. Weber distingue tres tipos de legitimidad o de dominación legítima puras. La primera de carácter racional, se funda en la creencia de la legitimidad de las ordenaciones o autoridades estatuidas y de los derechos de mando que poseen para ejercer la autoridad. Esta denominación es la que se conoce como autoridad legal. La segunda de carácter
tradicional se basa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde tiempos remotos y en la legitimidad de los señalados o elegidos por esa tradición para ejercer la autoridad. Esta denominación es la que se conoce como autoridad tradicional. La tercera, de carácter carismático, se funda en la entrega extra cotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones o autoridades por ella creada o revelada. Esta denominación es la que se conoce como autoridad carismática. En resumen, de acuerdo a la tipología de Weber, en el caso de la autoridad legal se obedece a las ordenaciones impersonales y objetivas legalmente estatuidas y a las personas por ellas designadas o establecidas en el marco legal dispuesto. En el caso de la autoridad tradicional se obedece a la persona llamada por la tradición y vinculado por ella, según lo que establecido consuetudinario. En cuanto a la autoridad carismática, se obedece a la persona o caudillo carismáticamente calificado por razones de confianza personal en la revelación, heroicidad o ejemplaridad, dentro del círculo que determina la fe en su carisma. (Weber, 2002). Enfoque de Leonardo Morlino Por su parte, Leonardo Morlino (1996) establece la necesidad de clarificar las diferencias que existen entre la idea de legitimidad, consenso y apoyo. Para este autor, la legitimidad “consiste en un conjunto de actitudes positivas hacia el sistema político considerado como merecedor de apoyo”. Esta definición pone el acento en la relación legitimidad-apoyo. Así,
la legitimidad está lejos de considerar la aceptación pasiva del régimen puesto que normalmente la ésta se debe más a la coerción que a actitudes positivas. A su vez, la legitimidad comprende el consenso, pero significa un fenómeno más amplio y complejo que no se agota por completo en éste. La legitimidad explica más cosas y, por lo tanto, se puede definir también como una condición de persistencia y no sólo de consenso. En pocas palabras, según esta visión, la legitimidad constituye el término intermedio entre consenso y persistencia estable, donde la legitimidad se acerca más a éste último.
Dicho lo anterior, Morlino avanza hacia una distinción entre “legitimidad específica” y “legitimidad difusa”. La legitimidad específica es un conjunto de actitudes de adhesión al
régimen y a las autoridades debido a la satisfacción de determinadas demandas por medio de determinados actos del gobierno. A su vez, la legitimidad difusa es definida como una adhesión genérica al régimen político, provocada por factores más generales que la satisfacción de demandas particulares por actos puntuales del gobierno. Para comprender la formación y el mantenimiento de la legitimidad específica hay que acudir al nivel de satisfacción relativa de las necesidades materiales y simbólicas de los miembros de la comunidad política. Por cierto, se trata de necesidades sociales, es decir, compartidas por muchos actores. Ahora bien, el nivel de satisfacción relativa surge de la relación (que puede ser negativa o bien positiva) entre el nivel de necesidades satisfechas y el nivel de las necesidades existentes entre los miembros de una comunidad política. En cuanto a la legitimidad difusa, es decir el apoyo genérico al sistema político, según el Morlino (1996), posee dos fuentes: primero, el sentido de confianza en las instituciones y las autoridades; segundo, la existencia de una larga tradición de las instituciones. En suma, según el autor, esta visión aporta a la comprensión de los niveles de legitimidad existentes en un sistema político. Es decir, cuando se requiere comprender el nacimiento o la crisis de confianza en las instituciones; o el surgimiento o declinación de una ideología; o cuando un conflicto socioeconómico se convierte en un conflicto político relevante en los que se expresan demandas o necesidades diversas, etc. Todos estos factores son decisivos para la comprensión de la legitimidad. En otros términos, la legitimidad cumple una función de nexo entre la comunidad política y el régimen. Enfoque de Seymour M. Lipset El politólogo nortemaericano Seymour Martín Lipset (2001) sostiene que la estabilidad de cualquier democracia depende no sólo del desarrollo económico sino también de la eficacia y la legitimidad. La legitimidad se refiere así la capacidad del sistema para engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas
para la sociedad. En este contexto, se plantea el cuestionamiento de hasta qué punto los sistemas políticos democráticos contemporáneos son legítimos; la respuesta es, depende, en gran parte, de las formas en que se resolvieron los acontecimientos clave que dividieron históricamente a la sociedad. Para Lipset (1977), la legitimidad tiene un carácter valorativo (en cambio la eficacia se refiere más bien a aspectos instrumentales). De esta forma, los grupos consideran un sistema político como legítimo o ilegítimo según la manera en que sus valores concuerden con los propios. Por ello, la legitimidad, por sí misma, puede ser asociada con muchas formas de organización política, inclusive aquellas de tipo opresivas o autoritarias. Respecto de la idea de crisis de legitimidad, se plantea que constituye un fenómeno más bien reciente, a partir del surgimiento de grupos preparados y que tienen discrepancias entre sí y que tienen condiciones para ello. Estos grupos se ordenan en torno a valores distintos, superando las visiones únicas predominantes al interior de la sociedad. Para Lipset (2001), una crisis de legitimidad es una crisis de cambio social. Por lo tanto, para superar la crisis, debe buscarse en las propias raíces sociales el carácter del cambio en la sociedad moderna. Según esta mirada, las crisis de legitimidad se producen en momentos de transición hacia una nueva estructura social, donde, por una parte, todos los grupos importantes no se aseguran el acceso al sistema político al principio del período de transición o, por otra, el estatus de las instituciones conservadoras está amenazado durante el período de cambio estructural. LUIS RUZ MOVIMIENTOS SOCIALES A partir del intenso debate suscitado en los ochenta al interior de las ciencias sociales particularmente en sociología - respecto a la naturaleza y origen de los Movimientos Sociales (MS), el análisis contemporáneo ha identificado el conflicto central de nuestra sociedad que llevaría al (la) sujeto a organizarse contra el triunfo del mercado y los poderes comunitarios autoritarios (Touraine, 2000). De cualquier forma, los MS presentan ante
todo, un carácter heterogéneo y contextualizado permitiendo así distinguir distintas categorías de iniciativas relacionadas con la defensa de diversos intereses. Para los efectos de esta definición, realizaremos una breve revisión de los diferentes terrenos de acción que comportan los MS en los países centrales y luego en América Latina. El siguiente apartado se centra en la distinción de los llamados Nuevos Movimientos Sociales (NMS), para terminar enfocando la discusión en los MS contemporáneos en América Latina. Movimientos sociales, prácticas y terrenos de acción. Tradicionalmente se ha comprendido a los MS como una acción colectiva que reacciona ante un conflicto provocado por la existencia de tensiones estructurales (carencias, insatisfacción de necesidades básicas) y de demandas no escuchadas por un sistema dominante. Un movimiento busca y practica una identidad colectiva; esto supone la existencia de un proyecto de vida distinto al que se vive en un determinado tiempo y espacio. Se pasa del descontento a la acción a través de construcciones de sentido de grupo que legitimarían las acciones y prácticas del movimiento. El proceso de elaboración del marco de acción consta de una “objetivación” de marcos colectivos y también
individuales o grupales que reapropian aquellos colectivos. Lo que podría considerarse propulsor de una decisión de movilización, dice relación con una percepción de injustica que se transforma en un sentimiento individual y colectivo. La base social de los MS en los países centrales es más identificable que aquélla de países latinoamericanos. Así, en los países centrales es posible identificar movimientos de tipo ecológicos, feministas, pacifistas, antirracistas, de consumidores y de autoayuda; la categorización en América Latina es más heterogénea (de Sousa, 2001). De partida, los movimientos en nuestro continente suelen designarse como “movimientos populares” con el fin de establecer diferencias respecto a la base social que los conforma, que en el caso de los países centrales sería la “nueva clase media”
Según Boaventura de Sousa (2001), una de las características más claras de los MS en América Latina es que estos no son puro producto de la multidimensionalidad de las relaciones sociales, por un lado, y de los sentidos que se le otorgan a la acción colectiva, por otro. Esto hace que los MS se nutran de muchas energías que pueden incluir desde formas orgánicas de acción social dirigidas a lograr el control del sistema político y cultural, hasta modos participación cotidiana de autoreproducción societaria. Es en este grado de “impureza” de los MS de América Latina lo que le otorga su novedad.
Los Nuevos Movimientos Sociales – NMS. El debate sobre el surgimiento de estos NMS se agudiza a partir de 1989 al plantearse el inicio de otra forma global de movilización social (Escobar y Álvarez, 1992). Estos NMS se caracterizan por estar conectados con temas y problemáticas tan amplias como las que dicen relación con democracia, ciudadanía, cultura, ecología o emancipación. Al mismo tiempo, estos movimientos se caracterizan por abarcar espacios que superan los límites territoriales tradicionales de nación- estado, aunque mantienen la capacidad de sostener una fuerte base y apoyo local y regional (Slater, 1997). Lo novedoso de los NMS reside en que constituyen tanto una crítica de la regulación social capitalista, como una crítica de la emancipación social socialista (de Sousa, 2001). Estos movimientos identifican formas de opresión que van más allá de las relaciones de producción, como por ejemplo las guerras, la contaminación, el machismo, el racismo, etc., es decir, promueven un paradigma social más centrado en la calidad de vida, la cultur a, el “buen vivir” (Esteva, 2009) y menos centrado en la riqueza y en el bienestar material. Uno de los más encendidos debates sobre los NMS dice relación con el impacto de éstos en la relación subjetividad-ciudadanía (de Sousa, 2001). Para algunos, los NMS representan la afirmación de la subjetividad frente a la ciudadanía. La emancipación por la que luchan no sería política sino ante todo personal, social y cultural. La crítica a esta concepción proviene de sectores que precisamente cuestionan la “novedad” de los NMS puesto que estos son en realidad, “viejos” movimientos (puntualizan, por ejemplo,
la similitud de los
movimientos ecológicos, feministas y pacifistas del siglo XIX con los de los años cincuenta y
sesenta). Según estas críticas, el punto de partida para el análisis de los NMS debería estar en los modos de movilización de recursos organizativos y no la ideología. En este sentido también, se afirma que la distancia de los NMS con el Estado es más aparente que real, pues las reivindicaciones globales-locales siempre acaban por traducirse en una exigencia hecha al Estado y en los términos en que el Estado se encuentre ante la contingencia política de tener que darle respuesta. En síntesis, estos NMS no se caracterizarían por un rechazo explícito de la política sino, al contrario, en la ampliación de la política hasta más allá del marco liberal de la distinción entre Estado y sociedad civil. Conflictos y Movimientos Sociales en América Latina. Los MS en América Latina han desafiado las fronteras de lo político, es decir, de asuntos del poder estatal, partidos políticos e instituciones, revelando lo político escondido en las acciones y prácticas sociales. Es notorio el creciente nivel de conflictividad social en nuestro continente, identificable a partir de la implementación de políticas económicas neoliberales de distinto alcance y profundidad. Los debates se concentran en los movimientos sociales y populares que han dibujado el paisaje sociopolítico del continente la última década. Las nuevas formas de abordar los MS en América Latina se basan en las distintas experiencias: hay polarización en el caso de Venezuela, Uruguay y Paraguay; movimientos de origen más rural, como el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra en Brasil y el del Chapare boliviano; de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, o el Zapatismo en México (CLACSO, 2003). Los Nuevos Movimientos Sociales en América Latina también incluyen movimientos de protesta regionales relacionados con un proceso de militarización de algunas zonas del continente. Algunos autores han bautizado este proceso como “neoLiberalismo de guerra”
(Colombia, Guatemala, y el trópico de Cochabamba en Bolivia). En este caso, al parecer, se reforzaría la capacidad punitiva del Estado llevando a la criminalización de la pobreza y aumento de fuerzas represivas paraestatales. Un ejemplo claro de la amplitud, intensidad y riqueza del proceso de movilizaciones es la experiencia de Argentina que lideraron
movimientos de trabajadores desocupados, las asambleas populares, las empresas recuperadas y los trabajadores del sector público sus expresiones más destacadas. Podemos afirmar que el incremento del conflicto social en el territorio latinoamericano desde mediados de la década del noventa tiene una base objetiva, donde se hacen presentes por primera vez sectores sociales cuya existencia sólo aparecía en las categorizaciones censales. A partir del 11 de septiembre del 2001 se han reestructurado los (des)equilibrios a nivel global agudizando de esta manera las tensiones y profundizando las desigualdades, lo que a su vez hace más diversos los conflictos sociales. Las luchas de los MS contemporáneos está centrada en temas como los derechos humanos, la cultura, la economía solidaria y la defensa de los recursos naturales (CLACSO; Álvarez, 2003). Este terreno de lucha actual se plantea como estrategia y origen de nuevas resistencias que surgen a partir de la implementación de modelos neoliberales en prácticamente todo el orbe. Estos MS se fundamentan en la transformación, no en la adaptación a un cierto sistema, y muestran maneras de resistir a través del rescate de la identidad y recuperación de la cultura, del fortalecimiento de la lucha por los derechos humanos individuales y colectivos y de la generación de nuevas formas democráticas de participación en los asuntos públicos. Los movimientos aglutinan causas y actores múltiples, pero concretos, y envuelven conflictos más complejos que abarcan escalas que van desde lo local a lo global. SANDRA FERNÁNDEZ PARTICIPACION POLITICA A pesar de que se trata de un término compuesto cuya función es acotar el abordaje de un fenómeno controversial, lo cierto es que las distintas líneas de investigación han encontrado dificultades importantes en su tarea de hacer interactuar, parsimoniosamente, dos expresiones difusas como “participación” y “política”. En efecto, cualquier repaso
sucinto a las investigaciones sobre participación política demuestra construcciones conceptuales tanto minimalistas como maximalistas de un mismo fenómeno. De esta forma, mientras en un momento dado la participación política se puede circunscribir a lo
meramente electoral, en otro, puede ampliarse sin problema a la participación activa en l as distintas esferas de decisión que presionan al sistema político. ¿Cómo entonces consensuar una definición común del concepto? Como enunciación se puede sostener la idea de un tipo particular de participación asociada a la relación que se establece entre un individuo o grupo de individuos con su sistema político. Sin embargo, una noción como ésta no delimita ni las esferas de acción de lo político, ni las maneras o formas en que los individuos participan. Es básico para quien se adscriba a la participación política como concepto, determinar qué tan limitados o qué tan amplios son los componentes que interaccionan ahí. Por ejemplo, si la esfera política está demarcada en las actividades de elección o selección de representantes y la participación del individuo se sostiene en la emisión de su voto, podemos hablar de un tipo de participación política que es la electoral. De la misma manera, una esfera política limitada a la elección pero con sistemas de participación no institucionalizados como repartir propaganda electoral o ser parte de un grupo de apoyo a los candidatos, puede entenderse como una forma de activismo político vinculado a la campaña. Por el contrario, si tomamos la esfera política en un aspecto más amplio como es la toma de decisiones, también podemos observar una participación política institucionalizada (i.e., contempla mecanismos formales de participación) como es el caso de los referéndums, plebiscitos o iniciativas populares de ley (mecanismos de democracia directa) o de un activismo amplio no institucionalizado a través de grupos de presión, marchas, manifestaciones que pueden involucrar a distintos sectores presentes en la comunidad política. El cuadro siguiente sintetiza la interacción de las dimensiones antes propuestas con el fin de hacer más comprensible las explicaciones teóricas que se expondrán a continuación. Nótese que el cuadro está diseñado en la observación de los sistemas políticos tanto locales como nacionales.
Dimensiones de la participación política POLITICA Amplia Acotado )l a n o at c ut o it c A OI C
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Participación electoral
Participación en MDDs
(ej: elección Presidencial)
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Fuente: Elaboración Propia Obviamente esta categorización deja de lado muchos otros elementos y sub – clasificaciones de la participación política, sin embargo recoge en forma sintética la mayor parte de las discusiones teóricas que se ciñen sobre ella. Si realizamos el análisis a partir del cruce acotado – acotado, encontramos una serie de estudios que utilizan herramientas cuantitativas, que operacionalizan el concepto mediante fórmulas de indicadores simples que permitan ganar en extensión comparativa. Los trabajos cross nacionales sobre democracia, por ejemplo, suelen utilizar indicadores minimalistas de participación electoral para medir la democratización de los países (Vanhanen, 2000). Del mismo modo, los estudios que utilizan indicadores acotados pueden observar tendencias de participación política y variables causales del fenómeno (Gosnell, 1927). Si tenemos presente los estudios que analizan datos de participación en series de tiempo, podemos comprobar algunas tesis sobre la influencia de ciertos cambios institucionales, políticos y socioeconómicos, que han hecho variar los indicadores de participación electoral de uno o varios países a lo largo del tiempo.
El cruce acotado – amplio apunta a la participación institucionalizada en las esferas de la toma de decisión. Los estudios sobre mecanismos de democracia directa (MDD), por ejemplo, dan cuenta que instancias como los referéndums, plebiscitos o iniciativas populares de ley , tienen importancia directa en el encauzamiento de demandas sociales, sin mermar la democracia representativa. La centralidad de este tipo de estructuras nuevamente se vincula a los estudios de democracia y cómo ésta da lugar a la participación de los ciudadanos en las decisiones relevantes para el país. Una de las clasificaciones más importantes de los MDDs (Altman 2010; 2005) es aquella que involucra estructuras donde las iniciativas pueden provenir desde las población mediante recolección de firmas para llevar a cabo referéndums revocatorios o las iniciativas populares de ley ( bottom-up); o desde los gobiernos como es el caso de los plebiscitos ( top-down). En el cruce amplio – acotado, se encuentra un tipo de participación no institucionalizada dentro de un espectro limitado de la política que es la campaña electoral. Si bien este tipo de participación es catalizada primordialmente desde los partidos políticos, éstos se sirven de iniciativas inorgánicas de otros grupos presentes en la sociedad para buscar apoyo y colaboración. Esto nos otorga un amplio espectro de activismo de campaña que va desde la búsqueda de financiamiento -apoyada, por ejemplo, en grupos económicos que intentan lograr algún objetivo con el aporte- hasta el repartir propaganda electoral en espacios públicos que ha sido básicamente asumida por los grupos etáreos más jóvenes (Espinoza y Madrid, 2010). Finalmente, el cruce amplio – amplio da cuenta de un activismo de tipo no institucional, como una manifestación o concentración en espacios públicos (Tarrow 2009; Casquete 2006). Es no institucional toda vez que no es uno de los mecanismos que el Estado contemple para la participación política. Por otro lado, muchas veces es no convencional, porque corresponde a una forma de hacer política que entra en conflicto con valores y prácticas habituales del sistema político. Dentro de este espectro tenemos todas las nuevas formas que los individuos y grupos de individuos utilizan para presionar al sistema político, generalmente mediante una movilización en torno a objetivos concretos, de corto o mediano plazo.
Con todo, cualquier definición o análisis de la participación política debiera tomar en cuenta los niveles y dimensiones en que se encuentra. Los cruces señalados anteriormente tienden a ser los más comunes dentro de las ciencias sociales, aunque aún no existen explicitaciones claras sobre el concepto. Por cierto es tarea de la politología avanzar en cada una de estas dimensiones del fenómeno. ROBERTO MARDONES - SERGIO TORO PODER El concepto de poder es relacional y no autorreferente, es decir, siempre existe en relación con alguien o algo. Podemos así hablar del poder frente a la naturaleza, frente al destino, frente a los demás; nunca del poder en sí. Con mucha mayor razón cuando hablamos del poder en la política, lugar este último donde dirimimos nuestros ideales e intereses juntos y en contra de los demás. Por el mismo motivo, el sentido político del poder adquiere relevancia cuando ese poder no lo poseemos (o cuando lo hemos perdido). De este modo, el poder se revela en toda su intensidad frente a la ausencia de poder, ausencia que nos impulsa a apoderarnos del poder que no tenemos para ejercer nuestro poderío, hecho que si se transforma en ejercicio constante puede hacer imposible la gobernabilidad de las naciones. Fue precisamente el peligro de la ingobernabilidad el que llevó en el pasado a la formulación de las llamadas teorías contractuales, particularmente a las de Hobbes (Leviathan) y Rousseau (Contrato Social), destinadas a sustentar la tesis de la delegación del poder -de origen popular o no- en una monarquía absoluta. Ahora bien, habiendo sido abolidas las monarquías europeas, el poder delegado a una instancia estatal no fue disuelto, sino fragmentado. Como consecuencia de esa fragmentación surgió la necesidad de su repartición entre –valga la paradoja- diversas instancias de poder, razón que a su vez hizo posible que la política moderna fuera concebida como una práctica orientada en el marco de la lucha por el poder. La lucha por el poder trajo a su vez consigo la necesidad de su reglamentación y fue así como surgieron las instituciones y constituciones republicanas que todos conocemos. De acuerdo a tal
reglamentación, la república no es una institución de poder sino el campo en donde tiene lugar la lucha por el poder que es, a su vez, el motivo que da sentido a la política. Lucha por el poder político: aproximaciones y debates. “El objetivo de la política es el poder” dice el conocido dictamen de Max Weber (1864-
1920). “Y el poder reside en el Estado”, agregaría el gran sociólogo. Por lo tanto, según Weber, la lucha por el poder político es la lucha por acceder al Estado, lo que obliga a quienes buscan obtenerlo a asociarse con “partidarios”, formando partidos. Debido a esas razones, el poder político es un poder “re-partido” entre partidos que se forman para acceder al poder. En la “partición y re-partición” del poder entre y en los partidos reside el
secreto de la democracia moderna. Desaparecida o disminuida en sus dimensiones la lucha por el poder, la actividad política es convertida en simple práctica administrativa y burocrática, constatación de Weber radicalizada por Carl Schmitt (1888-1985), quien confirió a la política un sentido existencial que surge del antagonismo entre fuerzas diferentes alineadas en una relación de amigoenemigo. Schmitt coincide con Weber en que el objetivo del poder reside en el Estado, pero agrega que para que el poder sea realizado plenamente, un enemigo debe intentar derrotar al otro imponiendo así su soberanía, y si es necesario, sobre la constitución y las leyes. De este modo “el soberano es quien está en condiciones de dictar el estado de excepción” (Schmitt,
1999), es decir, quien está en condiciones de terminar el juego político, aunque no siempre lo haga. Sin embargo, Carl Schmitt no llevó a cabo la diferencia entre una relación de simple dominación y la soberanía política, tarea que apelando a otra terminología emprendió Antonio Gramsci (1891-1937) al introducir en el espacio de la lucha por el poder el concepto de hegemonía, desplazando así el lugar de la lucha política desde el Estado hacia la “sociedad civil” (concepto hegeliano). La hegemonía, según Gramsci (1970), debe ser
conquistada, antes que nada, en el plano de las ideas. De ahí la importancia que Gramsci
confiere a los por él llamados “intelectuales orgánicos”. En ese contexto, Gramsci realiza la distinción entre una “clase dirigente” y una “clase dominante”. Cuando la clase dominante
ya no está en condiciones de dirigir el Estado al haber perdido o no alcanzado su hegemonía sobre la sociedad, el lugar de la dominación debe ser ocupado por la clase hegemónica, o dirigente, es decir, para Gramsci la hegemonía es un pre-requisito de la dominación estatal. Siguiendo una línea que sólo por momentos pareciera tener cierta afinidad con la gramsciana, Hannah Arendt (1906-1975) constató que la teoría política moderna no había especificado con claridad la diferencia entre el poder político y el poder que deviene de medios no políticos, como por ejemplo, de la violencia. Esa no-diferencia se encuentra incluso en una palabra alemana, Gewalt , que quiere decir poder y violencia al mismo tiempo, a diferencia de otra palabra alemana, Macht , que al venir del verbo machen (hacer) significa sólo poder (poder hacer) y luego es la más apta para el uso político. Pero Hannah Arendt no se limitó a establecer la diferencia entre violencia y poder sino, además, otorgó a ella un carácter antagónico. En efecto, según Arendt (2005), quien tiene poder no requiere de la violencia. A la inversa, el uso de la violencia revela ausencia de poder. La razón es que el poder se expresa en la política de un modo numérico (y no sólo hegemónico como en Gramsci). El poder, de acuerdo a Arendt, reside en las mayorías ypodríamos agregar- las mayorías son siempre hegemónicas. Hannah Arendt entiende así el concepto de poder no sólo en un sentido político-republicano sino, antes que nada, en un sentido político-democrático. En un espacio democrático el poder no es disuelto pero tampoco reside exclusivamente en el Estado como “instrumento de dominación de clase”, premisa gramsciana- marxista que
fue rebatida de modo implícito por Hannah Arendt. Michael Foucault (1978) fue también más allá de Gramsci postulando la tesis de que el poder se encuentra atomizado en instituciones como las cárceles, las escuelas, la familia, e incluso al interior de nosotros mismos. Pero Foucault no siempre especificó si él se refería al poder político o al poder en su sentido más amplio. No obstante, el hecho de que el poder político no sólo es estatal ni sólo clasista, ha llevado a determinados autores, entre quienes
se cuentan Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, a referirse a las llamadas articulaciones hegemónicas que ocurren como un desplazamiento permanente de actores en el campo indeterminado de “lo social” y que por su heterogeneidad sólo pueden expresarse en el
poder a través de significantes imprecisos y de un modo más bien simbólico. Siguiendo una línea “arendtiana” y no “gramsciana” autores como Jacques Ranciere (1996) - de modo implícito- y Claude Lefort (1924-2010) –de modo explícito- han buscado otorgar a la lucha política por el poder un sentido deliberativo, subrayando el primero que la lucha por el poder requiere que un contendiente al menos entienda las reglas del juego como “un mal entendido” (o desacuerdo), el que para que se transforme en un “bien -entendido” (o
acuerdo) precisa de una lucha que tiene lugar mediante la presentación sintáxica de los argumentos. La lucha política deviene así en lucha sintáxica. Claude Lefort (2004), a su vez, siguiendo la crítica de Hannah Arendt a las concepciones políticas totalitarias, postula que el poder político, para que siga siéndolo, requiere de su no ocupación definitiva. Según Claude Lefort, la caída de la monarquía, sobre todo en Francia, dejó un lugar vacío pues, al haber sido la monarquía la representación virtual del poder divino, el espacio heredado por la modernidad republicana es un poder vacío (aunque no es un vacío de poder) esto es, un símbolo de “un poder sobre el poder” que para que exista no debe ser ocupado por nada ni por nadie. Si el poder político es “vaciado de su vacío”, comienza la
lucha por la libertad. De este modo Lefort r efuerza el postulado de Arendt: “el sentido (último) de la política es la libertad”.
De acuerdo al postulado de Hannah Arendt, podemos hablar entonces de un poder político que oprime y de otro que nos libera. La elección entre el uno y el otro es personal y en las condiciones actuales esa elección se expresa a través del sufragio universal. FERNANDO MIRES
POLITICA Existen distintas respuestas a la pregunta ¿qué es la política? La política puede ser entendida como la ciencia del Estado, lo que busca responder a la pregunta ¿quién obtiene qué, cuándo y cómo? (Lasswell 1936). También, puede entenderse como participación en la vida e instituciones públicas y, como la asignación autoritaria y autorizada de valores (Easton, 1953). Así, la política es un concepto debatido, y con buena razón, pues cada definición capta algún aspecto de la política e ignora otros. Cada una es un foco que ilumina algún punto mientras que esconde otros. La política como el estudio del Estado ignora el poder privado, el de los grupos de intereses, corporaciones, y estructuras privadas de gobernanza. Dicho enfoque, a menudo asociado con Liberalismo porque marca una línea clara entre el gobierno y la sociedad limitando la política y los derechos al primero, es vulnerable a la ironía de Anatole France: “la ley, en su
igualdad majestuosa, prohíbe —tanto a los ricos como a los pobres — dormir bajo los puentes, pedir limosnas en las calles, y robar pan.” Por lo mismo, cuando la desigualdad es
tremenda, la visión liberal democrática de la política es difícil mantener. De manera similar, la participación en la vida pública aparece menos importante cuando los escenarios de participación son lejanos y de acceso difícil (Ej. participación en la Unión Europea y otras organizaciones internacionales no es factible). Quién obtiene qué, cuándo y cómo es una pregunta enormemente importante sobre el uso de poder pero la misma pregunta se puede aplicar, de la misma manera, a la economía donde el mercado influye fuertemente en la distribución. En pocas palabras, la política no es una sola cosa y no se puede reducir a una simple esencia. Definiendo la política, el mejor punto de partida es el reconocimiento de pluralidad en las respuestas, aunque sí es apropiado y deseable contar con argumentos sobre lo que constituye la política. Ahora bien, para dar un cierto orden a la discusión, consideraré tres enfoques: la política como Estado y sus instituciones; como la vida pública; y, como la asignación autoritaria y autorizada de valores (Caporaso; Levine, 1992). La Política como el estudio del Estado y sus instituciones
Es el enfoque más tradicional, estrechamente relacionado al estudio de las instituciones gubernamentales y la ley. Como consecuencia, se nombra dicho enfoque como “gubernamental-legal” o “legal-institucional”.
Para tener fuerza, las instituciones
legislativa, ejecutiva, y judicial deben contar con el respaldo de la Ley, aunque no siempre se ajusten completamente a toda su letra. Además, se requieren identificar claramente y delinear precisamente las competencias de cada una. Tanto el analista como los políticos, deben comprender la competencia legal que tiene el poder legislativo o el sistema judicial para transformar la legislación. Y además, deben preguntarse si el poder ejecutivo puede gobernar sin una revisión periódica por parte del poder legislativo o del sistema judicial, entre otros. En la mayoría de los países, son constituciones escritas las que definen el poder respectivo de cada institución. Tres consideraciones son necesarias. La primera es que no todos los países tienen constituciones escritas (dos excepciones son Israel y Reino Unido). Segunda, no es posible responder en un solo documento a todas las contingencias políticas. Como consecuencia, se entiende que cada constitución es un contrato incompleto, y que tanto el sistema judicial como otros actores políticos buscan completar los detalles. Tercera, ninguna constitución escrita es suficiente para prevenir que un grupo determinado de actores políticos, con suficiente poder, vaya en contra el espíritu o la letra de la Constitución. Una provisión constitucional que prohíbe los golpes del Estado no es suficiente para prevenir un golpe. El diseño explícito de instituciones gubernamentales tampoco tiene la capacidad requerida para cambiar la constelación de f uerzas económicas, sociales y culturales en un contexto específico, como se puede observar en Iraq donde ha sido difícil establecer instituciones democráticas a pesar del apoyo del país más poderoso del mundo. A pesar de las limitaciones, el estudio del Estado y sus instituciones es necesario pero no suficiente para comprender la política. Es necesario porque la mayoría de la política tiene lugar dentro de sus instituciones, y ellas influyen en la manera de hacer la política a pesar que los patrones políticos no son exactamente lo que las instituciones “dicen” que deben
ser. Claramente, sería imposible estudiar la política en la mayoría de los países sin
considerar el Congreso, la Presidencia, y la Corte Suprema. Por el otro lado, los grupos de presión, el lobby, y los medios de comunicación también son importantes a pesar que no forman parte de la maquinaria gubernamental. Además, se debe considerar la socialización política (cómo la sociedad forma las actitudes políticas) y la educación en el sistema político (como por ejemplo, si las escuelas son independientes, si reflejan los intereses de los partidos políticos, si el currículo fomenta estereotipos nacionalistas). El poder privado siempre ha sido importante en democracias liberales y una mirada exclusiva a las instituciones gubernamentales ignoraría el ejercicio de poder privado de los bancos, las corporaciones y sindicatos. La Política como la vida pública Un segundo enfoque se focaliza en la vida en los espacios públicos. Dicho enfoque atrae especialmente a los liberales políticos y económicos. Primero, para estudiar la vida pública, se requiere una separación entre lo público y lo privado, como se ha conceptualizado por el Liberalismo. Una manera de separar lo público y lo privado es identificar, de manera fundamental, lo que determina que algo es privado o público. Se puede entender que lo privado refiere a asuntos cercanos a la comprensión que cada uno tiene sobre sí mismo, sus pensamientos y acciones personales, que no ocurren en la presencia de otros y seguramente no tendrían un impacto sobre otros. De manera similar, hay decisiones personales que son consideradas privadas, ejemplo, vestimenta, corte de pelo, novela favorita, etc. Por supuesto, la frontera es fluida y puede cambiar con cambios en el contexto. Un ejemplo, es la controversia que ocurrió en Francia donde la decisión de utilizar un pañuelo (el velo) gatilla una guerra cultural.
Por el otro lado, y en contraste con la
decisión privada, las distintas formas de participación política, como el voto, el lobby, y la protesta, son decisiones públicas. No obstante, es difícil mantener una distinción clara entre lo privado y lo público. De hecho, la política impacta en mucho de lo que yo considero privado (tomar café, manejar, enseñar). La producción y venta de café es regulada, especialmente si es un café de comercio justo.
De manera parecida, la carretera es financiada con fondos públicos y mi auto es regulado por normas ambientales y de seguridad. Quizás los economistas ofrecen la distinción más clara entre lo privado y lo público. Su punto de partida es imaginar un mundo donde un mercado casi perfecto existe. Según ellos, no deberíamos preguntar cómo llegó el mercado ni cómo la propiedad privada puede existir sin un Estado.
En nuestro mercado casi perfecto, compramos, vendemos, e
intercambiamos. Todo, o casi todo, estará a la venta (capital, labor, recursos, bienes y servicios). No existe ni coerción, ni fraude, ni manipulación de información. De hecho, ningún tipo de poder existiría. Todo intercambio, por definición, sería voluntario. A través del intercambio y comercio, se mejoraría la posición de todos y solamente terminaría cuando ya no hay posibilidad de mejorar a uno sin perjudicar a otro (punto óptimo de Pareto). Además, ningún intercambio, no afectaría a agentes no participantes (no hay externalidades). En dicho mundo, donde todos los costos y beneficios se internalizan (sin spillover), la política no es necesaria. Aunque el ejemplo es increíble, sirve para destacar que las raíces de lo público se encuentran en las maneras en las cuales nuestras acciones afectan a otros en la sociedad. Nuestras acciones son públicas cuando afectan sistemáticamente a otros. Para los economistas, se llaman externalidades. Cuando las externalidades son grandes, como cuando una papelera bota sus desechos en un riachuelo cercano, acciones privadas tienen significado público. Las externalidades nos ofrecen una entrada para pensar sobre la política. La Política como acción autoritaria y autorizada de valores El tercer enfoque, que define política como la asignación autorizada y autoritaria (authoritative) de valores (Easton, 1953), se aleja de la maquinaria gubernamental y de lo público. Según el tercer enfoque, el núcleo de la política se centra en cómo las sociedades deciden sobre la autoridad, sobre lo que es legal, controlado y factible. Hay muchas decisiones hechas por actores, incluyendo actores gubernamentales, que no son autorizadas, y como consecuencia no tienen legitimidad ni puede reclamar superioridad en
relación a otras, posiblemente conflictivas decisiones.
Cuando la decisión de una
corporación privada y un cuerpo autorizado entran en conflicto, son las decisiones autorizadas las que ganan. Generalmente, es el sistema judicial el que decide lo que significa ser autorizado, pero en algunos sistemas políticos (como Reino Unido) es el Parlamento quien tiene la última palabra en relación a la autoridad. David Easton (1953) nos indica que otras concepciones de la política, a pesar de ser útiles, nos confunden. Las ideas de interés público y privado pueden, bajo las condiciones correctas, entregar materia prima para la política pero no responden a la pregunta ¿por qué el cuidado sanitario, la provisión de alimento, y el control de desecho industrial son tareas gubernamentales en algunos países pero no en otros? Seguramente, la diferencia no tiene que ver con el significado de lo público en las distintas sociedades. Y el estudio de las instituciones gubernamentales, aunque útil, ignora las acciones poderosas y a menudo autorizadas de los actores no gubernamentales. Como se puede ver en nuestra breve discusión, la política tiene múltiples significados y no se puede reducirlos a una sola esencia. Es mejor reconocer la pluralidad de enfoques y no ofrecer una sola definición que deja aspectos importantes de la política al fondo, pues hasta definir la política, es un acto político. JAMES CAPORASO
POLITICA PUBLICA Una política pública surge con la perspectiva de abordar un problema público. Es decir, una política pública es una intervención del Estado en una cierta situación que se piensa que afecta el bienestar de grupos sociales, cuestión que es expresada y decidida en el ámbito político. Ello implica que en la sociedad hay problemas que afectan a grupos sociales sobre los cuales no habrá – al menos por un cierto tiempo – intervención del Estado.
Así, un problema escala a la categoría de problema público cuando gr upos con influencia y poder – dentro y fuera del Estado – les dan la categoría de tal a situaciones que afectan negativamente a segmentos de la población. A su vez, es necesario tener presente que los problemas públicos son interdependientes; que su identificación es una cuestión subjetiva, que se relaciona con los intereses y motivaciones de los actores de poder; y, que evolucionan en el tiempo. El origen de un problema público puede estar, a su vez, en la expresión de necesidad que surge desde la base social, en lo que desde el Estado se identifica como tal o en las carencias que quedan al descubierto por la acción de otra política pública. Asimismo, los criterios que pueden utilizarse para identificar una carencia son variados e incluyen la acción de actores sociales con influencia y poder que, desde sus marcos normativos, caracterizan a una situación como una necesidad social, la acción del sistema de representación que transfiere demandas de la base social a las autoridades del Estado, la propia acción de los ciudadanos que mediante sus actos expresa o no expresa demandas, y la brecha que surge – que se establece como la carencia que hay que superar – de comparar como se presenta un fenómeno en diversos contextos. Origen y desarrollo Desde sus más tempranos inicios, en la década de 1920, el análisis de políticas públicas ha ido perfilando aproximaciones – o modos de abordar el análisis – que tienden a identificarse con tradiciones disciplinarias y/o profesionales. Los análisis sobre lo que hoy llamamos políticas públicas surgieron como una crítica que apuntaba a que los estudios que servían de base a las intervenciones del Estado eran de carácter formal y legalista, por lo que era necesario abordar el mundo real tal cual es. Así se desarrolló, por un lado, una corriente analítica que se orientó hacia el análisis de sistemas macro, el empirismo estadístico como metodología y la optimización de valores como criterio de decisión. Esta corriente buscó precisión cuantitativa, trató de orientarse hacia una teoría empírica sistemática y uso el análisis racional de las políticas públicas.
Por otro lado, paralelamente se fue desarrollando una corriente que se caracterizaba por reconocer que en la sociedad hay diversidad de intereses – lo que genera una tendencia a la confrontación, pero, también, posibilidades de convergencia –, por usar el análisis contextual y de casos como metodología, y por preferir la racionalidad social – entendida como integración de intereses – como criterio de decisión. Para esta corriente los valores en el proceso de elaboración de políticas públicas es una cuestión central, por lo que buscar evaluaciones científicas y valorativamente neutras de las políticas públicas es un intento desorientado por evadir cuestiones más fundamentales de los valores societales. De este modo, las decisiones en política pública serían más bien incrementales – pequeños cambios a la vez – y responderían a factores críticos de la coyuntura. Este breve recorrido acerca del desarrollo del análisis de políticas públicas nos identifica las aproximaciones conceptuales que se han ido perfilando y que se muestran a continuación. Aproximación Formal – Institucional Esta aproximación a la noción de política pública se centra en aspectos institucionales. Así, por política pública se entenderá que ella es una decisión de una autoridad legítima, adoptada en su área de competencia, conforme a los procedimientos establecidos, vinculante para los ciudadanos bajo el imperio de esa autoridad y que se expresa en la forma de leyes, decretos, actos administrativos y similares (Aguilar 1994). El criterio básico sobre el cual se funda esta aproximación es que los actores que participan en el proceso de política pública desempeñan sus roles dentro de un contexto institucional, en el cual hay un conjunto de reglas que establece los pasos y formalidades que deben seguirse para el establecimiento de una política pública, que confieren atribuciones y responsabilidades a quienes están llamados a decidir sobre las políticas públicas y que prescribe las formas concretas – definidas previamente en la institucionalidad – que deben adoptar las políticas públicas. Aunque esta aproximación resalta los aspectos formales e institucionales de una política pública, no da luces de los problemas abordados, ni tampoco los intereses en controversia.
Aproximación Técnico – Racional En la aproximación racional el análisis se orienta a identificar aquella alternativa que maximice el bienestar social. Así, el análisis de las políticas públicas se orienta al estudio, usando la racionalidad económica, de las decisiones que se dan fuera del mercado (Mueller, 1989). Dado que la pretensión del enfoque es universalista, buscando explicar la conducta humana desde la racionalidad económica – cuestión no asociada a las definiciones de ningún sistema político en particular –, este enfoque no requeriría de adaptaciones dependiendo de la realidad a analizar. La teoría de la elección pública (Public Choice) y la teoría de juegos serían las expresiones conceptuales más pro pias de esta aproximación. La teoría de la elección pública (“Public Choice”) ve a las políticas públicas como decisiones colectivas de individuos egoístas y desde
la teoría de juegos las políticas públicas son vistas como una decisión racional en situaciones competitivas. Asimismo, desde la teoría de juegos también se ve a las políticas públicas como inversiones que los políticos hacen, esperando una retribución en votos, con la finalidad de alcanzar o mantenerse en cargos de poder; de manera análoga a las inversiones que realizan los empresarios para obtener rentabilidad política (ver, por ejemplo, Przeworski 2004: 200 – 204). Birkland (2005) críticamente argumenta que el análisis de política pública es enseñado en muchos libros de textos fuertemente ligado a la literatura sobre teoría económica y modelos racionales de toma de decisiones, pero que el estudio de las políticas públicas, como proceso, va mucho más allá de lo que se denomina estudio racional de las políticas públicas. Así, los estudiosos del proceso de políticas públicas ven los análisis de políticas públicas racionales, científicos y cuantitativos como evidencia que los participantes en el proceso usan para promover sus políticas y alternativas preferidas. Aproximación Política Para esta aproximación la política real, en tanto lucha por el poder en f unción de intereses y ventajas, se expresa y realiza en el proceso de elaboración de políticas. De esta manera,
el estudio de las políticas públicas muestra como surgen las demandas por intervenciones de la autoridad, a partir de los intereses de diversos grupos, y como estos suman o restan sus intereses, extienden o restringen sus alianzas, endurecen o flexibilizan sus posiciones, se enfrentan sin tregua o negocian sus ventajas (Aguilar 1994). La aproximación política muestra como el surgimiento, diseño, construcción e implementación de las políticas públicas deja ver un intenso proceso político de confrontación de intereses. Dado que las políticas públicas satisfacen unos intereses y no satisfacen otros, ello genera incentivos para que los actores se movilicen por alterar los resultados de la política pública en su favor. Así, los actores que toman parte en el proceso buscarán satisfacer sus intereses, si no lo logran buscarán mantener lo que tienen o – si advierten que sufrirán perjuicios producto de la política pública –, alternativamente, buscarán minimizar la pérdida. El resultado final arrojará ganadores y perdedores del proceso que llevó al establecimiento de la política pública. Ganadores serán aquellos cuyos intereses fueron satisfechos – en todo o en parte – por la política pública, en tanto que perdedores serán aquellos que fueron perjudicados por la política pública. Esta última situación llevará a que quienes se sienten perjudicados busquen compensaciones, las que se otorgarán dependiendo de la extensión del perjuicio y los perjudicados, pero, fundamentalmente, de la capacidad de movilización e influencia que tengan o alcancen. Esta aproximación ve a las políticas públicas como parte del proceso político, el que, a su vez, tendría las siguientes etapas. En la primera etapa se da la lucha política por alcanzar los cargos de poder. La segunda etapa corresponde al proceso propio de la política pública, en el que se identifican los problemas que serán abordados, se desarrolla el proceso técnico y político de construcción de la política pública y quienes triunfaron en la lucha política por el poder tomarán las decisiones que ordenan la implementación de la política seleccionada. La tercera etapa, de la gestión pública, corresponde a la implementación de las intervenciones de política pública decididas por los actores de poder.
El Debate de Política Pública El debate de política pública puede ser entendido como un proceso de confrontación de argumentos mediante el cual una cierta situación llega a ser catalogada o no como problema público y, luego, lleva a identificar cual sería un modo efectivo y políticamente aceptable de abordar la situación que ha sido identificada como problema público. En este proceso, los argumentos que se confrontan expresan los intereses en pugna. En la construcción de sus argumentos los actores acuden a las siguientes racionalidades o bases. Argumentaciones basadas en el estado del conocimiento Una de las fuentes a la que con creciente recurrencia se acude para establecer si una situación representa carencias objetivas y que modos efectivos de abordarla están disponibles es el conocimiento que se ha acumulado sobre un determinado fenómeno. Basado en el conocimiento disponible análisis de política pública caracterizarán la situación, identificarán a los afectados y proyectarán la probable evolución de la situación si es que nada se hace por enfrentarla y con alternativas intervenciones de política pública. Por ejemplo, basado en el conocimiento disponible diversos actores que promueven intervenciones orientadas a reducir las emanaciones de anhídrido carbónico han mostrado como esas emanaciones han ido aumentando la temperatura del planeta y como la seguirán aumentando en el futuro, como ello afecta al ecosistema, a la salud humana y a la disponibilidad de las fuentes de agua y otros elementos esenciales la vida en el planeta. También basado en el conocimiento disponible diversos informes han identif icado áreas de intervención que permitirían reducir el ritmo de incremento y, en lo posible, detener la tendencia alcista o reducir el nivel de las emanaciones contaminantes. Entre ellas se ubican la fabricación de motores de combustión más eficientes, políticas de protección del medioambiente e incentivos al uso de fuentes energéticas menos contaminantes. Así, desde un punto de vista del debate de política pública, en este ejemplo, es posible ver que la argumentación basada en el conocimiento científico disponible ha l levado a identificar al “calentamiento global” como un problema público y los ámbitos que deberían ser
abordados por las intervenciones de políticas públicas.
Argumentaciones basadas en consideraciones ético – morales Con frecuencia se acude a consideraciones ético – morales para mostrar que una determinada situación es un problema público que requiere ser enfrentado a través de intervenciones de política pública. En este caso, los actores que participan en el debate construirán sus argumentos desde sus propios marcos normativos, lo que lleva a que el debate pueda alcanzar altos grados de pasión cuando los marcos normativos desde los cuales se argumenta son contradictorios. Por ejemplo, las argumentaciones que muestran a la pobreza y la desigualdad como un problema público se basan en el principio moral de la justicia social, el que prescribe que – dada la igual dignidad de todos los seres humanos – no es moralmente aceptable que haya personas que no logren satisfacer sus necesidades más esenciales y que la existencia de desigualdades extremas contraría la idea de igual dignidad del género humano. Consecuentemente, las propuestas de política pública orientadas a abordar situaciones de pobreza normalmente se fundan en consideraciones de justicia social. Argumentaciones basadas en racionalidades técnico – económicas El principio básico de esta racionalidad es la búsqueda de la eficiencia. Así, aquellas situaciones que afecten la eficiencia serán vistas como problemas. La economía del bienestar identifica a las fallas del mercado como situaciones que impiden que se dé una competencia perfecta en el mercado y, por tanto, eficiencia en el funcionamiento del sistema económico. De este modo, intervenciones de política pública deberán abordar la existencia de monopolios, las externalidades, las asimetrías de información y la subóptima provisión de bienes públicos. El criterio para escoger la alternativa de política pública a adoptar frente a un determinado problema será el de la eficiencia: aquella que otorgue los mayores beneficios descontados sus costos. El instrumental técnico normalmente utilizado para identificar la alternativa más eficiente será aquel provisto por el análisis costo – beneficio y/o análisis costo – efectividad.
Argumentación basada en consideraciones políticas Hace referencia a la distribución del poder en una determinada comunidad y los efectos que pueden generar las intervenciones de política pública en el balance de poder actual. Las políticas de reforma institucional que modifican las atribuciones de los poderes del Estado o las propuestas de reformas de los sistemas electorales están fuertemente basadas en consideraciones políticas. Asimismo, una propuesta de política pública que promueva el otorgamiento de beneficios, como incremento en los subsidios monetarios y similares, por ejemplo, a personas de bajos ingresos puede – aparte de las argumentaciones basadas en la justicia social – también incluir motivaciones políticas, expresada en una expectativa – de quienes promueven la iniciativa – de recibir apoyo electoral por parte de quienes reciben los beneficios de la política. ¿Cómo se resuelve el debate? o ¿Qué argumentación prevalece? Las respuestas a estas preguntas están dadas por el modo como evoluciona el debate. En el debate los actores utilizan estas líneas argumentales para reforzar sus posiciones en la defensa de los interese que ellos promueven. El debate es dinámico y en él los argumentos evolucionan: se mezclan, se agrupan, unos refuerzan a otros, se refuerzan recíprocamente, se derriban o se anulan. La evolución del debate también impactará a los actores que toman parte en el proceso, en el sentido que – conforme evolucione el debate – sus posiciones y roles que desempeñan en el proceso podrán verse reforzados o debilitados. El debate se clausurará con la decisión sobre la política pública en discusión. Esta, atendida la evolución del debate, recogerá las argumentaciones aún en pie que más se aproximen a los intereses de los llamados a decidir.
Recapitulando en torno a las aproximaciones revisadas, los siguientes surgen como elementos convergentes de la noción de política pública. Primero, una política pública es expresada a través de una decisión o conjunto de decisiones sobre un mismo tema, de una autoridad competente. Segundo, esa decisión o conjunto de decisiones siguen un cierto